Criminal sin delito: «El verdugo» de Espronceda
Russell P. Sebold
(University of Pennsylvania)
La figura del verdugo interpretada por Espronceda nos brinda un ejemplo consumado de esa siniestra ironía romántica que siembra el titánico remordimiento del depravado en el alma del ciudadano virtuoso, desata el castigo más cruel sobre el inocente y culmina en la risa sardónica de la esfera ante tanto sufrimiento humano (todo ello en nombre de la ideología liberal y el reformismo social, si hubiéramos de confiar en los manuales de literatura y la crítica al uso). En estas líneas me refiero sobre todo a esas cinco famosas «Canciones» de Espronceda -conocidas también como poemas cívico-morales- que están protagonizadas respectivamente por el pirata, el mendigo, el verdugo, el reo de muerte y el cosaco, las cuales se publicaron en el orden en que aparecen mencionadas aquí, en varias obras periódicas, entre 1835 y 1838. Me ocupé ya en otro lugar de la «Canción del pirata» y su enfoque fuertemente antisocial, y así nada cívico ni reformador1.
Además de la profunda ironía romántica presente en todas las poesías memorables de Espronceda -y en mi concepto, ironía romántica siempre envuelve una relación entre el individuo y la sociedad que llamaría ruptural por apropiarme un término que Ferreras utiliza al hablar de la novela romántica-; además, digo, de esta profunda ironía general, se da otra singularmente dramática que afecta tan sólo a la figura del verdugo. De los cinco protagonistas de canciones «sociales» esproncedianas, el verdugo es el único que representa los valores morales de la sociedad y la perenne pugna de ésta por mantener el orden público, y sin embargo este personaje es de los cinco el que queda peor parado; pues incluso llega a proponer que se ahogue al tierno y querido infante que ha engendrado para que el niño no conozca nunca esa otra muerte peor -la moral- que ha alcanzado al padre.
Los cuatro tipos restantes significan amenazas al bien de la colectividad; y no obstante, se los trata mejor que al pobre siervo de la justicia. El capitán del Temido y sus corsarios amenazan al comercio o salud económica de la sociedad; el cosaco y sus compañeros significan la destrucción total de la civilización occidental, pues quieren ver «a esa caduca Europa a nuestros pies»2; Z el reo de muerte ha atentado a la libertad individual de algún ciudadano; y el cinismo del mendigo esproncediano le hace algo así como otro pirata en tierra: «Otros trabajan porque coma yo -explica- / [...] que mina inagotable es el pedir / [...] y al mendigo, / por el miedo / del castigo, / todos hacen / siempre bien»3.
Lo sorprendente, repito, es que ninguno de estos facinerosos paga su agravio al bien común de los hombres; sino que al terminar sus respectivos poemas, pirata, mendigo y cosaco se mueven hacia su futuro tan libres, confiados y alegres como siempre, y ni aun el reo de muerte ha sido todavía ajusticiado al interrumpirse la relación poética de sus desventuras. Un gran lírico como Espronceda evita desde luego la peripecia excesiva -estos poemas no tienen nada en común con los Romances históricos del duque de Rivas-; y así tampoco en «El verdugo» se lleva a efecto la amenaza contra el inocente vástago del sayón, mas en este caso se le cobra al protagonista otro castigo tanto más horrible cuanto que se repite de generación en generación, según ya veremos. Para colmo, el reo de muerte, asesino quizás, es objeto en los versos de Espronceda de infinitamente más compasión que el leal y sufrido siervo del Estado, el ejecutor de la justicia, cuya inmerecida repulsa por el «animal social» (según definía entonces Larra a nuestra especie), cuya terrible soledad, destaca doblemente merced al hecho de que «El verdugo» está escrito en primera persona, y la única emoción directamente expresada es la autopiedad.
Hace falta formular aquí una pregunta, que es importante si
nos hemos de liberar suficientemente algún día de esa
seudo-crítica de tendencia socio política para poder
concentrarnos en los auténticos valores literarios. Un escritor cuya
finalidad primaria o aun secundaria fuese la reforma de la sociedad,
¿nos ofrecería una visión tan apetecible de los criminales
y pintaría la vida del representante de la autoridad pública bajo
una luz tan poco aventajada? Es muy acertada en este aspecto una
observación del contemporáneo y amigo de Espronceda, Enrique Gil
y Carrasco, en el
Semanario Pintoresco Español para el 12
de julio de 1840: «El verdugo y
El reo de muerte -dice Gil- pertenecen a la
escuela amarga, sardónica y desconsolada de Byron, y son hijos de
aquella escuela doliente y solitaria, que menospreciaba los consuelos, y se
cebaba en sus propios dolores.»4
Es decir, que el valor
auténtico de «El verdugo» se ha creado, existe y se agota en
el plano artístico. En fin, aquí ni se buscan consuelos, ni mucho
menos reformas sociales (pues esto último, ¿cómo se
haría en la doliente soledad?).
No es difícil comprender por qué el verdugo sea víctima de una forma especialmente cruel de la ironía romántica y los protagonistas de las otras canciones «cívico-morales» no lo sean. Se explica por esa deformada y deformante interpretación romántica -puramente literaria- de la filosofía de Rousseau, según la que el poeta descubre en cada transgresor y tipo marginado un «buen salvaje» que contra su voluntad ha sido corrompido por la sociedad desnaturalizada. Tal es el concepto de la mayoría de los héroes del drama romántico, y tal es el del pirata, del reo de muerte, del cosaco y del mendigo esproncedianos; y el estilo ya alegre, ya resentido, ya lacrimoso y sentimental, con que se los caracteriza, tiene claros antecedentes en la retórica rousseuniana. Por lo contrario, el verdugo, aunque sea involuntariamente, representa la corrupción de la sociedad degenerada (de una manera u otra Espronceda distinguirá siempre entre el oficio de verdugo y el hombre individual que lo ocupa, y así encuentra posible al mismo tiempo compadecerse de éste).
En el primer período de este trabajo usé el calificativo titánico, y al escribirlo pensaba ya en otro fascinante rasgo -nueva deformación moral- por el que «El verdugo» se aparta de las otras cuatro canciones que nos conciernen, para acercarse, en cambio, a El estudiante de Salamanca; pues, como veremos, el sayón esproncediano y Félix de Montemar tienen en común el ser ejemplos del titanismo literario, fenómeno característico de la época romántica5. En fin, uno de los principales intereses de «El verdugo» es precisamente el decidido contraste que forma con los otros cuatro poemas que pertenecen a su grupo; incluso se nos revelará algún antecedente literario -teatral- en cuyo aprovechamiento el poema que nos ocupa difiere de los demás.
He dedicado las líneas restantes a un comentario textual de «El verdugo», con el que espero ilustrar las observaciones expresadas en los párrafos anteriores. Al final de mi artículo reproduzco el poema de Espronceda, según la ya citada edición de Marrast (pp. 240-244), porque sin la posibilidad de la consulta inmediata del texto por el lector algunas de las explicaciones necesarias resultarían poco claras. Me referiré al texto del poema por los números de sus versos.
Fijémonos primero en la forma que la habitual polimetría de Espronceda toma en «El verdugo»; pues, como en todo poema de cierta calidad artística, la versificación sirve aquí como un indispensable lazo entre contenido y expresión. El poema consta de seis estrofas de veinte versos cada una, en cada una de las cuales se combinan dodecasílabos, decasílabos y pentasílabos (tetrasílabos hacia el final de la estrofa cuarta); una vez establecido el patrón de alternancia de estos metros en la primera estrofa, se mantiene hasta el final del poema; resulta regular también la alternancia entre versos llanos y versos agudos cuando se comparan las estrofas; y tal comparación revela que es en conjunto regular el esquema de las rimas. Esta versificación la consideran varios críticos, ya como «desacertada», ya como «cómica» por el efecto que produce unida al tema y el estilo del conjunto; mas yo me inclino a acoger las ideas de Enrique Gil sobre la versificación de «El verdugo», expresadas en su ya citado artículo, «Poesías de don José de Espronceda».
En estas breves pero acertadas reflexiones sobre «El verdugo», Gil se refiere tres veces al metro del poema. Una serie de exclamaciones entusiásticas del crítico culmina en una referencia a la versificación, con lo cual se sugiere que en ésta se resume toda la idea, tonalidad y estilo de «El verdugo»:
¡Qué situación tan bien imaginada! ¡Qué fondo de hiel y de despecho! ¡Qué orden y enlace tan lógico de pensamientos! ¡Qué metro tan acerado y feroz!6 |
Algunas líneas más abajo, en la misma página, al principio de otro párrafo, Gil retorna a la figura de la exclamación para reiterar su entusiasmo por el metro de «El verdugo»: «¡Qué sentimiento y qué versos!» Luego, en todavía otro párrafo de la página citada, a propósito del «tránsito [...] lógico de la desesperación a la ternura» en el soliloquio del verdugo, Gil se refiere por tercera vez a la «versificación nerviosa, constante y descarnada» del poema.
Es notable, por un lado, que el autor de El señor de Bembibre insista dos veces en la lógica en conexión con la versificación de «El verdugo», esto es, en el papel expresivo-unitivo del metro en el sentido y la forma del conjunto del poema. Por otro lado, parece igualmente significativo que cada una de las tres veces que sale el tema de la versificación en el comentario de Gil, salga también el de la emoción (hiel, despecho, sentimiento, desesperación, ternura). Debe observarse asimismo que en los trozos del artículo de Gil que hemos reproducido aparecen dos adjetivos que: 1) declaran la tonalidad emocional de todo el poema, y 2), por aplicarse en cada caso a la versificación, revelan la función decisiva de ésta en el logro de esa tonalidad. Dichas formas adjetivales son feroz y descarnada, y concretamente la característica de la versificación de «El verdugo» a la que el gran novelista aludirá con ellas es el hoy por otra parte tan criticado uso repetido en el poema de la rima consonante aguda, que es y quiere ser -en ello insisto- dura, desesperante, descarnada, feroz, con el fin de captar por el ritmo el estado de ánimo del verdugo. No se entiende cómo se habrá tachado de defecto una rima que se armoniza tan perfectamente con el asunto y el ambiente psicológico de todo el poema. Pero en nuestra época prácticamente se ha perdido esa feliz crítica que sólo se logra cuando el lector, al decir de Fernán Caballero, se hace «huésped» de la obra analizada7.
Pasemos ahora a comentar las estrofas individuales:
Estrofa I: En ésta (vv. 2, 7 y 9), se encuentran tres substantivos clave cuyo papel paralelo se acentúa por el hecho de que todos tres empiezan por la consonante v: víctima, vengador, vergüenza; y lo que es más, por la v quedan claramente vinculados con el pobre y atormentado verdugo. Según la visión rousseaniana romantizada de la justicia pública, las sentencias emitidas por los magistrados representan, no tanto castigos esenciales para el mantenimiento de la moralidad colectiva, como venganzas y crímenes motivados por odios personales, y como consecuencia llevan a lo que esos mismos hombres corrompidos confiesan ser «nuestra vergüenza común». El verdugo, por noble que haya sido su concepto de su oficio al emprenderlo, será así, al ejercerlo, cómplice inocente y víctima del crimen del mal juez. El verdugo es asimismo víctima de las víctimas de la falsa justicia, pues se concentra en su persona todo el odio que sienten por la autoridad los familiares y amigos del ajusticiado y la masa del pueblo.
Sobre todo los vengadores o malos jueces buscan en el verdugo una
cabeza de turco con la que puedan evitarse «de odiarse a sí
mismos»
(v. 2); y a este fin, quieren convertir al infeliz
sayón en un nuevo Caín: «Que nuestra vergüenza
común caiga en él; / se marque en su frente nuestra
maldición»
(vv. 9-10). «Entonces -reza el versículo 15
del capítulo IV del Génesis- Jehová puso señal en
Caín, para que no lo hiriese cualquiera que le hallara.»
Había que proteger a Caín para que fundara esa raza nueva sobre
la que se visitaría por siempre jamás la culpa de su crimen
contra Abel, unida a la de sus padres. Pues bien: la señal de
Caín y el sufrimiento eterno de su progenie se reflejan en la
«marca» del verdugo y la «herencia» de sangre, hiel y
baldón que espera al hijo de esta víctima de la sociedad (vv.
9-16).
La alusión a tal herencia ya en la primera estrofa funciona a
la vez como presagio de la desesperada solución propuesta en la
última: es decir, la sofocación del tierno hijo del verdugo por
su madre para evitarle la herencia del nuevo Caín. Se acostumbra decir
que el cuadro del verdugo incluido en
Les Soirées de Saint-Pétersbourg
(1821), de Joseph de Maistre, fue un modelo para el poema de Espronceda. Mas,
cuando se comparan las dos visiones del verdugo, la pavorosa originalidad de la
española salta a la vista. Aunque también le rehuyen sus vecinos,
el verdugo de Maistre es caracterizado como agente de Dios y sostén de
la grandeza humana: «...c'est un être
extraordinaire, et, pour qu'il existe dans la famille humaine il faut un
décret particulier, un FIAT de la puissance créatrice. [...]
toute grandeur, toute puissance, toute subordination repose sur
l'exécuteur: il est l'horreur et le lien de l'association humaine.
Ôtez du monde cet agent incompréhensible; dans l'instant
même, l'ordre fait place au chaos.»8
En cambio, en
«El verdugo» el ejecutor de la justicia se ha convertido muy a su
pesar en agente de ese mismo caos; de ahí la pasión -en sentido
teológico- de este nuevo y atormentado mártir del
Flos Sanctorum romántico.
Estrofa II: Los magistrados, los acusadores
falsos y los enemigos del ajusticiado elogian a éste de modo
hipócrita para desnudarse de una parte de su culpa y hacerla recaer en
el verdugo: «Al que a muerte condenan le ensalzan...»
(v. 21). Por lo cual queda claro que el verso
interrogativo que sigue inmediatamente: «¿Quién al
hombre del hombre hizo juez?»
(v. 22), no representa una protesta general en contra de
la pena capital, como se ha supuesto, sino que se refiere: 1) al cínico
juicio sobre el verdugo implícito en el elogio del condenado, y 2) a la
nueva pregunta retórica que viene luego: «¿Que no es
hombre ni siente el verdugo / imaginan los hombres tal vez?»
(vv. 23-24). En fin, con los cuatro primeros
decasílabos de la estrofa II se nos recuerda que los hombres buscan en
el verdugo una insensible cabeza de turco, mas he aquí que el
sayón nos sorprende a todos, pues también él es capaz de
compadecerse del ejecutado («siente»).
Esto, junto con la insistencia del verdugo en ser imagen refleja de
la divinidad, al igual que sus prójimos (vv. 25-27), es muy importante
para sacarle todo el efecto dramático posible al más interesante
de los tres intentos de definición de este personaje que se encuentran
en la presente estrofa. En los versos 28-30 se sugiere que el verdugo es como
aquellas fieras con las que hombres insensibles se divierten en cierto deporte
tan bárbaro como cruel; eco lejano de la práctica romana de
arrojar, no tristes animales, sino cristianos a las fieras. O bien será
«instrumento del genio del mal»; definición que preludia el
paralelo con Félix de Montemar, del que hablaré después.
El más importante de los tres intentos de definición es, empero,
el último, sobre todo si pensamos en el desenlace del poema; y de esta
caracterización: «yo sin delito / soy criminal»
(vv. 35-36), he tomado el título de este
trabajo.
Es imposible que el estudioso de la literatura española de los siglos XVIII y XIX lea estos versos sin acordarse de la célebre comedia lacrimosa de Jovellanos, El delincuente honrado. El concepto moral de Torcuato en la obra de Jovellanos y el del protagonista de «El verdugo» son en lo fundamental idénticos. Al final del poema de Espronceda veremos otra alusión todavía más clara al título de la obra dieciochesca. En cualquier caso, ya en la estrofa I, en los versos 18-20, hemos visto una escena en la que se alían el referido esquema moral del personaje y la habitual retórica lacrimógena de la comedia sentimental: «de sus culpas el manto me echaron, / y mi llanto y mi voz escucharon / ¡sin piedad!». Para el paralelo que nos interesa de momento, téngase también en cuenta que en «El verdugo» se hace el análisis de un oficio que afecta a la sociedad, y en la comedia lacrimosa se analizaba siempre el sentido social de un oficio o un parentesco familiar, cuando no se planteaban simultáneamente tesis de ambas clases. En El delincuente honrado, por ejemplo, se trata del carácter que ha de tener el perfecto juez. En fin, entre otras cosas, «El verdugo» viene a ser una interpretación lírica del género sentimental de Diderot, Sedaine, Jovellanos, Trigueros, etc. Bajo este aspecto, es esencial el hecho de que el verdugo es un hombre que «siente», del mismo modo que sus prójimos. (Recuérdese que Maistre, en cambio, mantenía que el verdugo era diferente de los demás seres humanos desde el mismo momento de su creación.)
Estrofa III: El alcance de estos versos para
el agónico drama vital del verdugo no puede exagerarse. Se descubre por
ellos que el ser despreciado y rehuido por sus prójimos ha vuelto loco
al pobre verdugo, o por lo menos los días que tiene que ejercer su
oficio sufre intervalos de locura. Esto es tanto más inquietante cuanto
que en su locura el sayón se ve a sí mismo como le ven los
demás: «Que de los hombres / en mí respira / toda la
ira, / todo el rencor; / que a mí pasaron / la crueldad de sus almas
impía»
(vv. 53-58); mas sin esta visión de su propia
persona, posibilitada por los aludidos intervalos de enloquecimiento, el
verdugo habría sido incapaz de desdoblarse suficientemente para darnos
las descripciones más «objetivas» que hemos visto en las dos
primeras estrofas; visión que tienen los demás.
Dudo que el sadismo que informa esta estrofa hubiera encontrado en
cualquier poeta una elocuencia más imponente, más persuasiva, iba
a decir. Por que lo más turbador de esta sádica locura es que
habiendo simpatizado con la pobre «víctima» de los hombres
en las estrofas anteriores, los lectores comprendemos instintivamente sus
oscilaciones psicológicas y aun llegamos a identificarnos con él
en su intermedio sádico: no creo, en todo caso, que ningún lector
deje de sentir cierto estremecimiento al leer el verso 60: «¡gozo
en mi horror!». He aquí, en nuestra reacción, la medida del
talento de Espronceda. En fin, en esta estrofa, tan llena de
desesperación, locura y sangre, trátase de un gran logro
artístico, cuya originalidad se nos revela si la cotejamos con el
fragmento de Maistre que puede haber sido su germen. El verdugo del prosista
francés acaba de someter un envenenador, parricida o sacrílego al
suplicio de la rueda, y a continuación leemos: «Il a fini: le coeur lui bat, mais c'est de joie; il s'applaudit,
il dit dans son coeur: Nul ne roue mieux que moi.»9
Pero
aquí no hay sino la satisfacción profesional que el trabajo bien
hecho le proporciona al verdugo, y no se da ni un asomo de la grandeza del goce
en el horror que le sacará Espronceda al mismo tema.
Estrofa IV: Oliver Goldsmith decía que el método más racional de enseñar era exponer la teoría y luego mostrar el experimento, mientras que el más instructivo era comenzar con el ejemplo y luego derivar la teoría. En las estrofas restantes, el verdugo va a mirar su oficio, no solamente bajo la luz de la historia, sino sub specie aeternitatis; y al hacerlo así da instintivamente con el segundo y más eficiente de los métodos expositivos distinguidos por Goldsmith. Pues, en la presente estrofa, el protagonista de «El verdugo» nos brinda un ejemplo histórico muy concreto, cuyo recuerdo estaba todavía muy vivo en la mente de quienes leían el poema en la Revista Española en 1835: la ejecución de los reyes de Francia cuando la Revolución Francesa, y la deformación del papel del verdugo que seguiría a esas muertes y tantas otras traídas por la caída del antiguo régimen.
Lo más significativo de esta estrofa, en la que la historia se reviste de cierta fuerza dramática, es el hecho de que nuestro sayón reconoce en la sádica alegría del ejecutor de los monarcas franceses (vv. 65-72) su propio gozo enloquecido en el horror de su oficio (v. 60). Esta agnición psicológica sacude profundamente al verdugo español y lleva a dos efectos decisivos. Primero: el odiado siervo de la justicia recobra la razón, y aun el rapto de lacrimosa elocuencia con que apostrofará a su hijo y su mujer en la última de las seis estrofas será motivado por el frío realismo con que puede ya ver la horrible situación de su familia. Segundo: el recobro de su razón, unido al autoreconocimiento estimulado por el ejemplo histórico reciente, capacitan al personaje esproncediano para la consideración histórica más universal del aborrecido oficio -bajo el aspecto de la eternidad- en la penúltima estrofa.
Estrofa V: Hay algo peor que ser
víctima de jueces, malhechores y el odio popular en cualquier
ocasión particular; y hay algo peor también que la locura. La
visión histórica es la clave del verdadero dolor del verdugo, y
aquí entra el anunciado titanismo del personaje. «En mí
vive la historia del mundo -dice el ejecutor de la justicia- / [...] Y yo
aún existo, / fiel recuerdo de edades pasadas»
(vv. 81, 97-98). En el caso del sayón nadie se lo
agradece -al contrario-, mas él tiene en común con Jesucristo el
sufrir por toda la humanidad a lo largo de toda la historia. Es como si hubiera
un alma de verdugo sin edad, eterna, que se encarnara y reencarnara centuria
tras centuria en todos los verdugos, o bien es como si todos los verdugos
fueran eternos, como los vampiros, los
nosferatu. Y en cierto modo lo son, porque el
oficio de verdugo solía ser hereditario (véase la estrofa VI),
por lo cual ciertas familias tuvieron las manos ensangrentadas durante toda su
historia, y cada verdugo sufría al mismo tiempo por su padre y por su
hijo.
Lo más intrigante de la vida «eterna» del verdugo
es, no obstante, su ilación con otro paralelo al que aludí ya.
Ello es que en su desesperación el verdugo casi llega a compararse con
el Anticristo, la satánica parodia de ese otro Hombre eterno, nuestro
Redentor. Dios ha creado al hijo de Satanás, igual que a éste, no
como agente del cielo, sino más bien como contrapunto a su santo bien, y
en esta forma el verdugo tiende a verse a sí y a sus compañeros
de oficio: «...Dios mismo / mi figura impaciente
grabó»
(vv. 83-84), figura, esto es, inquieta, angustiada, a la
busca de malvados para sostenerse. Este nuevo Anticristo pintado por una
imaginación desesperada incluso tiene su propio evangelista, el destino,
que «con sangre escribió», y su propia Escritura, que tiene
«sus páginas rojas» con la sangre de los ajusticiados (vv.
81-83). Y en su misma persona este Anticristo viene a ser extensión de
tan sangrienta Escritura: sin ser transgresor, es sin embargo antología
de todos los delitos del hombre: «Y en cada gota / que me
ensangrienta, / del hombre ostenta / un crimen más»
(vv. 93-96 ).
De ahí la atemporalidad que parece caracterizar al verdugo:
«La eternidad ha tragado cien siglos y ciento, / y la maldad / su
monumento / en mí todavía contempla existir»
(vv. 85-89). Éstos son los versos más
citados de «El verdugo» (yo los cito también, como
epígrafe, a la cabeza de mi artículo sobre
El estudiante de Salamanca), mas su espantosa
elocuencia quedaba a medio entender. En mi aludido artículo, «El
infernal arcano de Félix de Montemar», estudio una
interpretación esproncediana no sólo mucho más extensa
sino mucho más pormenorizada de la figura del Anticristo, y
también en el poema más largo el poeta insiste en la
atemporalidad de su reencarnación del hijo de Satanás -cualidad
esencial de los seres sobrenaturales-; pues el pecador de los pecadores,
Montemar, «ni el porvenir temió nunca, / ni recuerda en lo
pasado», y el luciferino estudiante reitera esta observación del
narrador, hablando ya en primera persona: «Para mí no hay nunca
mañana ni ayer»10.
Lo más desesperante de la visión que el verdugo tiene en este
momento es que parece figurarse en ella el mundo tal como será
después de la venida del Anticristo y la usurpación por
éste del poder de Jesucristo. No parece haber salvación para el
hombre; manda el hijo del demonio, es suyo ya el reino: «en vano es que
el hombre do brota la luz / [...] pretenda subir: / ¡Preside el verdugo
los siglos aún!» (vv. 90-92). De la locura nuestro personaje ha
progresado a la fría desesperación producida por la
consideración de la verdad histórica y los misterios eternos, y
de aquí volverá a la dura realidad donde empezó su
trayectoria, pero volverá provisto de una nueva comprensión y
voluntad de solución.
Estrofa VI: Alberto Lista, al reseñar
la colección de
Poesías de Espronceda, de 1840, no
quiere conceder que ni en «El reo de muerte» ni en «El
verdugo» haya «un sentimiento moral, grande y dominante», sin
duda porque el sentimiento que sí hay en estos poemas no coincide en
absoluto con los valores de la sociedad tradicional ni con el pensamiento
social de la escuela neoclásica. Concretamente, sobre «El
verdugo», Lista escribe: «Todo el talento del autor no
persuadirá a nadie que es su igual el hombre cuyo oficio es matar por
dinero. El sentimiento de horror que inspira, es general y fundado.»11
En efecto: es tremendo el horror que inspira la lectura del
poema, mas se trata de un horror que está al servicio del verdugo, esto
es, en su calidad de hombre individual que siente y sufre: no nos horrorizamos
tanto de la inmoralidad del oficio como de la deplorable existencia que el
destino le ha deparado a la pobre criatura humana que lo ejerce. La estrofa VI
de «El verdugo» es, en efecto, la que nos convence de esa igualdad
que Lista echaba de menos en este personaje, de su relativa inocencia y de su
decencia como prójimo nuestro.
Después de todo, habría que preguntar si el verdugo
escogió su oficio libremente, o si no se le habrá impuesto por el
sistema social y las circunstancias de su familia. En su cuadro de costumbres
«El cesante», Mesonero Romanos describe en forma humorística
el mismo sistema tradicional de empleos en el que se apoya la última
estrofa de «El verdugo» (y en realidad el espíritu de todo
el poema). Mesonero dice: «En aquella eternidad de existencia, en
aquella unidad clásica de acción, tiempo y lugar, los destinos
parecían segundos apellidos, los apellidos parecían vinculados en
los destinos.»12
He aquí que el verdugo es víctima a la vez de la falta de
libertad de trabajo en su época; pues no le había sido posible
escoger sino entre morirse de hambre y abrazar el oficio de su progenitor. Su
alusión al carácter hereditario del oficio de sayón en
relación con su hijo, «Mi vil oficio / querrás que
siga»
(vv. 113-114) -habla con su mujer-, junto con su
insistencia en las cualidades angelicales del niño, sugieren muy
claramente que el mismo verdugo en los años de su infancia habrá
sido igualmente puro, gentil, gracioso, candoroso, dulce. Ahora bien: en esto
se da, eso sí, cierto elemento de protesta social, pero tal elemento
está relegado al segundo plano como mero apoyo del dramatismo
declamatorio y lacrimoso que interesa principalmente a Espronceda.
Enrique Gil ve muy bien la relativa importancia de estos dos elementos al referirse a la feroz elocuencia del verdugo en las estrofas anteriores y luego al nuevo tono más sentimental de la estrofa VI. Aun al aludir al elemento de protesta, Gil acentúa con razón su vertiente dramática:
Y después de aquella emponzoñada y sangrienta diatriba de un hombre que arrojado de la comunión de los demás, ha podido muy bien perder los sentimientos de tal, ¿quién sino un verdadero poeta nos le presentaría interesante, descubriéndole a nuestros ojos por el lado de la paternidad?13 |
Esta última táctica, tan bien identificada por Gil, la insistencia sentimental en los parentescos, era también, como decíamos anteriormente, una constante de la comedia lacrimosa, y al reunirse aquí con otros rasgos de este género resulta clara su función. (La evitación del suceso trágico al final es otro rasgo común entre la comedia lacrimosa y «El verdugo», aunque el motivo de esa supresión no es idéntica por tratarse de géneros diferentes.) Tan fuerte insistencia en la ternura paterna (no disminuida por la propuesta puramente retórica de ahogar al niño), es a la vez una de las técnicas con las que se demuestra más claramente la originalidad de este poema respecto de sus fuentes. En Maistre, por ejemplo, lo más tierno y emocional a lo que se llega en la representación de las relaciones entre el verdugo y su familia, es esto:
C'est au milieu de cette solitude et de cette espèce de vide formé autour de lui qu'il vit seul avec sa femelle et ses petits, qui lui tant connaître la voix de l'homme: sans eux il n'en connaîtrait que les gémissements.14 |
La intención innovadora de Espronceda queda subrayada en los
versos finales. El verdugo apostrofa todavía a su mujer:
«Piensa que un día / al que hoy miras jugar inocente, /
¡maldecido cual yo y delincuente también verás!!!»
(vv. 117-120). La conjunción de voces
antónimas como inocente y delincuente en la descripción de un
solo sujeto sería ya notable en sí; mas, para que no no se le
escape al lector su doble sentido como nueva alusión a
El delincuente honrado de Jovellanos y como
resumen de la idea de todo el poema, el poeta utiliza esas palabras como rimas
consonantes en versos consecutivos. El mensaje queda así como grabado en
bronce.
No quisiera concluir sin explicar cómo habrán venido a enlazarse en «El verdugo» la grandeza estilística, la comedia lacrimosa y el soliloquio. Pues la reunión de estos elementos da lugar a una nueva innovación esproncediana, y por ésta se nos revelará la filiación genérica exacta del poema. En 1791 se representa en el Teatro del Príncipe, de Madrid, el Guzmán el Bueno de Tomás de Iriarte; es un éxito resonante, y el mismo año se estampan tres ediciones. Con el Guzmán de Iriarte se introduce un género antes desconocido en España, pero ese género gozará de un enorme éxito durante los últimos años del siglo XVIII y los primeros del XIX, y se representarán en teatros públicos y casas particulares obras semejantes de numerosos autores.
Este género es el del llamado melólogo, pero más frecuentemente se llamaba a tales obras escenas trágicas unipersonales, o sencillamente unipersonales. Eran soliloquios trágicos, o tragedias en un solo acto, con un solo personaje, cuya elocución se caracterizaba por una notable grandeza trágica. Además de Guzmán el Bueno, sus personajes, como convenía a la tragedia, eran Ariadna, Aníbal, Idomeneo, Florinda la Cava, etc. Ahora bien: es muy sabido que la comedia lacrimosa -una de las mayores novedades del teatro neoclásico- significa la adaptación de la antigua tragedia clásica y aristocrática al medio burgués moderno; y considerando la unión en un solo poema de todos los temas y técnicas que hemos identificado en este trabajo, el lector verá en seguida que «El verdugo» representa respecto de Guzmán el Bueno lo mismo que la comedia lacrimosa respecto de la tragedia (El delincuente honrado respecto de la Raquel de García de la Huerta, por ejemplo.) Quiere decirse que «El verdugo» -soliloquio sentimental de un triste burgués- tendría que clasificarse como una escena lacrimosa unipersonal, con una cosmovisión desde luego nada neoclásica ya, sino plenamente romántica.