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                DIVISIÓN GENERAL DE LA OBRA  
 
PRIMERA PARTE
Crítica del juicio estético
 
PRIMERA SECCIÓN
Analítica del juicio estético
Libro primero. -Analítica de lo bello... § 1-25
Libro segundo. -Analítica de lo sublime. § 23-53
   
SEGUNDA SECCIÓN
Dialéctica del juicio estético § 54-59
   
SEGUNDA PARTE
Crítica del juicio teleológico
 
PRIMERA SECCIÓN
Analítica del juicio teleológico § 61-67
   
SEGUNDA SECCIÓN
Dialéctica del juicio teleológico § 68-77
   
APÉNDICE
Metodología del juicio teleológico § 78-90


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Primera parte

Crítica del juicio estético

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Primera sección

Analítica del juicio estético

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Primer libro

Analítica de lo bello

PRIMER MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO (22), O DEL JUICIO DEL GUSTO CONSIDERADO BAJO EL PUNTO DE VISTA DE LA CUALIDAD

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§ I

El juicio del gusto es estético

     Para decidir si una cosa es bella o no lo es, no referimos la representación a un objeto por medio del entendimiento, sino al sujeto y al sentimiento de placer o de pena por medio de la imaginación (quizá medio de unión para el entendimiento). El juicio del gusto no es, pues, un juicio de conocimiento; no es por tanto lógico, sino estético, es decir, que el principio que lo determina es puramente subjetivo. Las representaciones y aun las sensaciones, pueden considerarse siempre en una relación con los objetos (y esta relación es lo que constituye el elemento real de una representación empírica); mas en este caso no se trata de su relación con el sentimiento de placer o de pena, el cual no dice nada del objeto, sino simplemente del estado en que se encuentra el sujeto, cuando es afectado por la representación.

     Representarse por medio de la facultad de conocer (de una manera clara o confusa) un edificio regular bien apropiado a su objeto, no es otra cosa que tener conciencia del sentimiento de satisfacción que se mezcla en esta representación. En este último caso la representación se refiere por completo al sujeto, es decir, al sentimiento que tiene de la vida, y que se designa con el nombre de sentimiento de placer y de pena; de aquí una facultad de discernir y juzgar, que no lleva nada al conocimiento, y que se limita a aproximar la representación dada en el sujeto, a toda la facultad representativa, de lo cual el espíritu tiene conciencia en el sentimiento de su estado. Las representaciones dadas en un juicio pueden ser empíricas (por consiguiente estéticas); pero el juicio mismo que nos formamos por medio de estas representaciones, es lógico, cuando son referidas únicamente al objeto. Recíprocamente, aun cuando las representaciones dadas sean racionales, si el juicio se limita a referirlas al sujeto (a un sentimiento), son estéticas.



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§ II

La satisfacción que determina el juicio del gusto es desinteresada

     La satisfacción se cambia en interés cuando la unimos a la representación de la existencia de un objeto. Entonces también se refiere siempre a la facultad de querer, o como un motivo de ella, o como necesariamente unida a este motivo. Por lo que, cuando se trata de saber si una cosa es bella, no se busca si existe por sí misma, o si alguno se halla interesado quizá en su existencia, sino solamente cómo se juzga de ella en una simple contemplación (intuición o reflexión). Cualquiera me diría que si encuentro bello el palacio que se presenta a mi vista, y yo muy bien puedo contestar, que yo no quiero tales cosas hechas únicamente para admirar la vista, o para imitar ese sagrado iroqués que a nadie agrada en París, mucho más que pueden hacerlo las pastelerías; yo puedo todavía censurar, a la manera de Rousseau, la vanidad de los potentados que malgastan el sudor del pueblo en cosas tan frívolas; yo puedo, por último, persuadirme fácilmente que aunque estuviera en una isla desierta, privado de la esperanza de volver a ver a los hombres y tuviera el poder mágico de crear sólo por efecto de mi deseo un palacio semejante, no me tomaría este cuidado, puesto que tendría una cabaña bastante cómoda. Puede convenirme y aprobar todo esto; pero no es eso de lo que se trata aquí; lo que únicamente se quiere saber es, si la simple representación del objeto va en mí acompañada de la satisfacción, por más indiferente que yo, por otra parte, pueda ser a la existencia del objeto. Es evidente, pues, que para decir que un objeto es bello y mostrar que tengo gusto, no me he de ocupar de la relación que pueda haber de la existencia del objeto para conmigo, sino de lo que pasa en mí, como sujeto de la representación que de él tengo. Todos deben reconocer que un juicio sobre la belleza en el cual se mezcla el más ligero interés, es parcial, y no es un juicio del gusto. No es necesario tener que inquietarse en lo más mínimo acerca de la existencia de la cosa, sino permanecer del todo indiferente bajo este respecto, para poder jugar la rueda del juicio en materia del gusto.

     Pero nosotros no podemos esclarecer mejor esta verdad capital, sino oponiendo a la satisfacción pura y desinteresada (23) propia del juicio del gusto, aquella otra que se halla ligada a un interés, principalmente si estamos seguros que no hay otras especies de interés que las de que nosotros hablamos.



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§ III

La satisfacción referente a lo agradable se halla ligada a un interés

     Lo agradable es lo que gusta a los sentidos en la sensación. Ahora es la ocasión de señalar una confesión muy frecuente, que resulta del doble sentido que puede tener la palabra sensación. Toda satisfacción, dicen, es una sensación (la sensación de un placer). Por consiguiente, toda cosa que gusta, precisamente por esto, es agradable (y según los diversos grados o sus relaciones con otras sensaciones agradables, es encantadora, deliciosa, maravillosa). Pero si esto es así, las impresiones de los sentidos que determinan la inclinación, los principios de la razón que determinan la voluntad, y las formas reflexivas de la intuición que determinan el juicio, son idénticas en cuanto al efecto producido sobre el sentimiento del placer. En efecto; en todo esto no hay otra cosa que lo agradable en el sentimiento mismo de nuestro estado; y como en definitiva, nuestras facultades deben dirigir todos sus esfuerzos hacia la práctica, y unirse en este fin común, no podemos atribuirles otra estimación de las cosas, que la que consiste en la consideración del placer prometido. Nada importa la manera de obtener ellas el placer; y como la elección de los medios puede por sí solo establecer aquí una diferencia, bien podrían los hombres acusarse de locura y de imprudencia, pero nunca de bajeza y de maldad: todos, en efecto, y cada uno según su manera de ver las cosas, correrían a un mismo objeto, el placer.

     Cuando se designa un sentimiento de placer o de pena, la palabra sensación tiene un sentido distinto que cuando sirve para expresar la representación que tenemos de una cosa (por medio de los sentidos considerados como, una receptividad inherente a la facultad de conocer). En efecto; en este último caso la representación se refiere a un objeto; en el primero, no se refiere más que al sujeto, y no sirve a ningún conocimiento, ni aun a aquel por el cual se conoce el sujeto a sí mismo.

     En esta nueva definición de la palabra sensación, la entendemos como una representación objetiva de los sentidos; y para no correr nunca el riesgo de ser mal comprendidos, designaremos bajo el nombre, por lo demás muy en uso, de sentimiento, lo que debe siempre quedar puramente de subjetivo, y no constituir ninguna especie de representación del objeto. El color verde de las praderas, en tanto que percepción de un objeto del sentido de la vista, se refiere a la sensación objetiva; y lo que hay de agradable en esta percepción, a la sensación subjetiva, por la cual no se representa ningún objeto, esto es, al sentimiento en el cual el objeto es considerado como objeto de satisfacción (lo que no constituye un conocimiento).

     Ahora se ve claro que el juicio por el cual yo declaro un objeto agradable, expresa un interés referente a este objeto, puesto que por la sensación, este juicio excita en mí el deseo de semejantes objetos, y que en esto, por consiguiente, la satisfacción no supone un simple juicio sobre el objeto, una relación entre su existencia y mi estado, en tanto que soy afectado por este objeto. Por esto no se dice simplemente de lo agradable que agrada, sino que nos proporciona placer. No obtiene, de nuestra parte un simple asentimiento, sino que produce en nosotros una inclinación, y para decidir de lo que es más agradable, no hay necesidad de ningún juicio sobre la naturaleza del objeto; también los que no tienden más que al goce (es la palabra por la cual se expresa lo que hay de íntimo en el placer), se dispensan voluntariamente de todo juicio.



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§ IV

La satisfacción, referente a lo bueno, va acompañada de interés

     Lo bueno es lo que agrada por medio de la razón, por el concepto mismo que tenemos de ella. Llamamos una cosa buena relativamente (útil), cuando no nos agrada más que como medio; buena en sí, cuando nos agrada por sí misma. Mas en ambos casos existe siempre el concepto de un objeto, y por tanto una relación de la razón a la voluntad (al menos posible), y por consiguiente, todavía una satisfacción referente a la existencia de un objeto o de una acción, es decir, un interés.

     Para hallar una cosa buena, es necesario saber lo que debe ser esta cosa, es decir, tener un concepto de ella. Para hallar la belleza, no hay necesidad de esto. Las flores, los dibujos trazados libremente, las líneas entrelazadas sin objeto, y los follajes, como se dice en arquitectura, todo esto corresponde a las cosas que nada significan, que no dependen de ningún concepto determinado, y que agradan sin embargo. La satisfacción referente a lo bello debe depender de la reflexión hecha sobre un objeto, que conduce a un concepto cualquiera (que queda indeterminado), y por tanto, lo bello se distingue también de lo agradable, que descansa todo por completo en la sensación.

     Lo agradable parece ser en muchos casos una misma cosa que lo bueno. Así se dice comúnmente, toda alegría (principalmente si es duradera) es buena en sí; lo que significa que casi no hay diferencia entre decir de una cosa que es agradable de una manera duradera, y decir que es buena. Pero se ve claramente que hay en esto simplemente una viciosa confusión de términos, puesto que los conceptos que propiamente se refieren a estas palabras, no pueden ser confundidos en manera alguna. Lo agradable como tal, no representa el objeto más que en su relación con los sentidos; y puesto que se podría llamar bueno, como objeto de la voluntad, es necesario que se circunscriba a principios de la razón por el concepto de un fin. Lo que muestra perfectamente que cuando una cosa que es agradable se mira también como buena, hay en esto una relación enteramente nueva del objeto a la satisfacción; y es que, tratándose de lo bueno, siempre se debe preguntar si la cosa es mediata o inmediatamente buena (útil, o buena en sí); mientras que, por el contrario, tratándose de lo agradable, no puede haber cuestión acerca de esto; la palabra designa siempre alguna cosa que agrada inmediatamente (sucede lo mismo relativamente a las cosas que llamamos bellas).

     Aun en el lenguaje más común y vulgar se distingue lo agradable de lo bueno. Se dice, sin duda de un manjar, que excita nuestro apetito por las especias y otros ingredientes, que es agradable, y sin embargo, sostenemos no es bueno; es que si agrada inmediatamente a los sentidos, mediatamente, es decir, considerado por la razón que percibe las consecuencias, desagrada.

     Todavía se puede notar esta distinción en los juicios que formamos sobre la salud. Esta es (al menos negativamente) como la ausencia de todo dolor corporal, inmediatamente agradable, al que la posee. Mas para decir que es buena, es necesario todavía considerarla por medio de la razón, en relación a un objeto, esto es, como un estado que nos pone en disposición para todas nuestras ocupaciones. Bajo el punto de vista de la dicha, cada uno cree poder considerarla como un verdadero bien, y aun como el bien supremo, como la suma más considerable (tanto en duración como en cantidad), de los placeres de la vida. Pero al mismo tiempo la razón se levanta contra esta opinión; placer es lo mismo que goce; por donde si no nos proponemos más que un goce, es una insensatez el ser escrupulosos en los medios que nos lo han de proporcionar, ni inquietarnos por si lo recibimos pasivamente de la generosidad de la naturaleza, o si lo producimos por nuestra propia actividad. Pero conceder un valor real a la existencia de un hombre que no vive más que para gozar (cualquiera que sea la actividad que despliegue para este objeto), aun cuando fuese muy útil a los demás en la persecución del mismo objeto, trabajando relativamente a los placeres de ellos para gozar él mismo por simpatía, es lo que la razón no puede permitir. Obrar sin consideración a la dicha en una completa libertad e independientemente de todos los auxilios que se pueden recibir de la naturaleza, es lo que solamente puede dar a nuestra existencia, a nuestra persona, un valor absoluto, y la dicha es todo el cortejo de placeres de la vida, lejos de ser un bien incondicional (24).

     Pero, a pesar de esta distinción que los separa, lo agradable y lo bueno convienen en que ambos se refieren a un interés, a un objeto; y nosotros no hablamos solamente de lo agradable, § 3, y de lo que es mediatamente bueno (de lo útil), o de lo que agrada como medio para obtener cualquier placer, sino aun de lo que es bueno absolutamente en todos respectos, o del bien moral, el cual contiene un interés supremo. Es que, en efecto, el bien es el objeto de la voluntad (es decir, de la facultad de querer determinada por la razón). Por donde, querer una cosa, es hallar una satisfacción en la existencia de esta cosa, es decir, tomar un interés por ella, y solo es esto.



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§ V

Comparación de las tres especies de satisfacción

     Lo agradable y lo bueno se refieren ambos a la facultad de querer, y entrañan, aquel (por sus excitaciones, por estímulos) una satisfacción patológica; éste una satisfacción práctica pura, que no es simplemente determinada por la representación del objeto, sino también por la del lazo que une el sujeto a la existencia misma de este objeto. Esto no es solamente el objeto que agrada, sino también su existencia. El juicio del gusto, por el contrario, es simplemente contemplativo; es un juicio que, indiferentemente respecto a la existencia de todo objeto, no se refiere más que al sentimiento de placer o de pena. Mas esta contemplación misma no tiene por objeto los conceptos; porque el juicio del gusto no es un juicio de conocimiento (sea teórico, sea práctico), y por consiguiente, no se funda sobre conceptos, ni se propone ninguno de ellos.

     Lo agradable, lo bello y lo bueno designan, pues, tres especies de relación de representaciones al sentimiento de placer o de pena, conforme a las cuales distinguimos entre ellos los objetos o los modos de representación. También hay diversas especies para distinguir las varias maneras en que estas cosas nos convienen. Lo agradable significa para todo hombre lo que le proporciona placer; lo bello lo que simplemente le agrada; lo bueno, lo que estima y aprueba; es decir, aquello a que concede un valor objetivo. Existe también lo agradable para los seres desprovistos de razón como los animales; lo bello no existe más que para los hombres, es decir, para los seres sensibles, y al mismo tiempo razonables; lo bueno existe para todo ser razonable en general. Este punto, por otra parte, no se puede proponer y explicar perfectamente sino más adelante. Se puede decir también que de estas tres especies de satisfacción, la que el gusto refiere a lo bello, es la sola desinteresada y libre; porque ningún interés, ni de los sentidos ni de la razón, obliga aquí para nada nuestro asentimiento. Se puede decir también que, según los casos que acabamos de distinguir, la satisfacción se refiere, a la inclinación, o al favor (25) o a la estima. El favor es la sola satisfacción libre. El objeto de una inclinación, o aquel que una ley de la razón propone nuestra facultad de querer, no nos deja la libertad de proporcionarnos por nosotros mismos un objeto de placer. Todo interés supone o propone uno, y como motivo de nuestro asentimiento, no deja libre nuestro juicio sobre el objeto.

     Se dice, respecto al sujeto del interés, que lo agradable excita la inclinación, que el hombre es el mejor de los cocineros, y que todos los manjares gustan a la gente de buen apetito: semejante satisfacción no anuncia ninguna elección por parte del gusto. Esto no es más que cuando la necesidad está satisfecha, se puede distinguir entre muchos, cuál tiene gusto y cuál no. Del mismo modo, hay costumbres de conducta sin virtud, de urbanidad sin afecto, de decencia sin honestidad, etc. Por esto donde habla la ley moral no hay objetivamente más libertad de elección relativamente a lo que hay que hacer; y mostrar el gusto en su conducta (o en la apreciación de otro), es una cosa distinta que mostrar moralidad en la manera de pensar. La moralidad supone un orden, y produce una necesidad; mientras que, por el contrario, el gusto moral no hace más que jugar con los objetos de nuestra satisfacción, sin referirse a ninguno.

DEFINICIÓN DE LO REAL SACADO DEL PRIMER MOMENTO

     El gusto es la facultad de juzgar de un objeto o de una representación, por medio de una satisfacción desnuda de todo interés. El objeto de semejante satisfacción se denomina bello.

SEGUNDO MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO, O DEL JUICIO DEL GUSTO CONSIDERADO BAJO EL PUNTO DE VISTA DE LA CUANTIDAD

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§ VI

Lo bello es lo que se representa sin concepto como el objeto de una satisfacción universal

     Esta definición de lo bello puede ser deducida de la precedente, que tiene por objeto una satisfacción desnuda de todo interés. En efecto; el que tiene conciencia de hallar en alguna cosa una satisfacción desinteresada, no puede empeñarse en juzgar que la misma cosa debe ser para cada uno el origen de una satisfacción semejante. Porque como esta satisfacción no está fundada sobre inclinación alguna del sujeto (ni sobre cualquier interés reflejo), sino que el que juzga se siente enteramente libre, relativamente a la satisfacción que refiere al objeto, no podrá hallar en las condiciones particulares la verdadera razón que la determinan en sí, y la considerará fundada sobre alguna cosa que pueda también suponer en otro; creerá, pues, tener razón para exigir de cada uno una satisfacción semejante. Así hablará de lo bello como si esto fuera una cualidad del objeto mismo, y como si su juicio fuese lógico (es decir, constituyera por medio de conceptos un conocimiento del objeto), aunque dicho juicio sea puramente estético, o que sólo implique, una relación de la representación del objeto al sujeto; es que, en efecto, se parece a un juicio lógico, se le puede suponer un valor universal. Pero esta universalidad no tiene su origen en conceptos; porque no hay paso de los conceptos al sentimiento de placer o de pena (excepto en las leyes puras prácticas; más estas leyes contienen un interés, y no hay en ellas nada de semejante con el puro juicio del gusto). El juicio del gusto, en el cual tenemos conciencia de ser por completo desinteresados, puede, pues, reclamar con justo título un valor universal, aunque esta universalidad no tenga un fundamento en los mismos objetos; o en otros términos, hay derecho a una universalidad subjetiva.



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§ VII

Comparación de lo bello con lo agradable y lo bueno, fundada sobre la precedente observación

     Por lo que se refiere a lo agradable, cada uno reconoce que el juicio por el cual se declara que una cosa agrada, fundándose sobre un sentimiento particular, no tiene valor más que para cada uno. Esto es así, porque cuando yo digo que el vino de Canarias es agradable, consiento voluntariamente que se me reprenda y se me corrija, el que deba decir solamente que es agradable para mí; y eso no es aplicable solamente al gusto de la lengua, del paladar o de la garganta, sino también a lo que puede ser agradable a los ojos y a los oídos. Para este el color violeta es dulce y amable; para aquel empañado y amortiguado. Unos quieren los instrumentos de viento, otros los de cuerda. Sería una locura pretender contestar aquí, y acusar de error el juicio de otro, cuando difiere del nuestro, como si hubiera entre ellos oposición lógica; tratándose de lo agradable, es necesario, pues, reconocer este principio: que cada uno tiene su gusto particular (el gusto de sus sentidos).

     Otra cosa sucede tratándose de lo bello. En esto, ¿no sería ridículo que un hombre que se excitara con cualquier gusto, creyera tenerlo todo resuelto, diciendo que una cosa (como por ejemplo, este edificio, este vestido, este concierto, este poema, sometidos a nuestro juicio) es bella por sí? Es que no basta que una cosa agrade, para que se tenga derecho a llamarla bella. Muchas cosas pueden tener para mí atractivo y encanto, y con esto a nadie se inquieta; pero cuando damos una cosa por bella, exigimos de los demás el mismo sentimiento, no juzgamos solamente para nosotros, sino para todo el mundo, y hablamos de la belleza como si esta fuera una cualidad de las cosas. También si digo que la cosa es bella, pretendo hallar de acuerdo consigo a los demás en este juicio de satisfacción, no es que yo haya reconocido muchas veces este acuerdo, sino que creo poder exigirlo de ellos. No se puede decir aquí que cada uno tiene su gusto particular. Esto quiere decir, que en este caso no hay gusto; es decir, que no hay juicio estético que pueda legítimamente reclamar el asentimiento universal.

     Nosotros hallamos, sin embargo, que aun respecto al sujeto de lo agradable, puede haber cierto acuerdo entre los juicios de los hombres; en atención a este acuerdo es por lo que rehusamos el gusto a algunos y lo concedemos a otros, no considerándolo solamente como un sentido orgánico, sino como una facultad de juzgar de lo agradable en general. Así se dice de un hombre que sabe distraer a sus conciudadanos con toda especie de encantos (de placeres), que tiene gusto. Pero todo esto se hace aquí, por vía de comparación, y no se puede hallar más que reglas generales (como todas las reglas empíricas), y no reglas universales, como aquellas a las que puede apelar el juicio del gusto, tratándose de lo bello. Esta especie de juicios son relativos a la sociabilidad en tanto que esta descansa sobre reglas empíricas. Relativamente a lo bueno, nuestros juicios tienen también, el derecho de pretender un valor universal; pero lo bueno no se representa como el objeto de una satisfacción universal más que por un concepto, lo que no es cierto de lo agradable ni de lo bello.



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§ VIII

La universalidad de la satisfacción es representada en el juicio del gusto como simplemente subjetiva

     El carácter particular de universalidad que tienen ciertos juicios estéticos, los juicios del gusto, es una cosa digna de notarse, si no por la lógica, al menos por la filosofía trascendental: no es sin mucha pena como esta puede descubrir el origen de dicha universalidad, pero también descubre por esto una propiedad de nuestra facultad de conocer, que sin este trabajo de análisis hubiera quedado ignorada. Hay una verdad de la cual es necesario convencerse bien antes de todo. Un juicio del gusto (tratándose de lo bello) exige de cada uno la misma satisfacción, sin fundarse en un concepto (porque entonces se trataría de lo bueno); y este derecho a la universalidad es tan esencial para el juicio en que declaramos una cosa bella, que si no lo concibiéramos, no nos vendría jamás al pensamiento el emplear esta expresión; nosotros referiríamos entonces a lo agradable todo lo que nos agradara sin concepto; porque tratándose de lo agradable, cada uno se deja llevar de su humor y no exige que los demás vengan de acuerdo con él en su juicio del gusto, como sucede siempre al sujeto de un juicio del gusto sobre belleza. La primera especie de gusto puede llamarse gusto del los sentidos; la segunda, gusto de reflexión; la primera produce los juicios simplemente individuales, en la segunda se suponen universales (públicos); pero ambas clases de juicios son estéticos (no prácticos), es decir, juicios en que no se considera más que la relación de la representación del objeto con el sentimiento de placer o de pena. Por lo que, existe aquí algo de sorprendente; de un lado relativamente al gusto de los sentidos, no solo la experiencia nos muestra que nuestros juicios (en los cuales referimos un placer o una pena a alguna cosa), no tienen un valor universal, sino que naturalmente nadie piensa en exigir el asentimiento de otro (bien que en el hecho se halla muchas veces también para estos juicios un acuerdo bastante general); y de otro lado el gusto, de reflexión, que muchas veces como muestra la experiencia, no puede conseguir que se acepte la pretensión de sus juicios (sobre lo bello) acerca de la universalidad, puede sin embargo mirar cosa posible (lo que realmente hace), el formar juicios que tengan derecho para exigir esta universalidad, y en el hecho la exige para cada uno de ellos; y el desacuerdo entre los mismos que juzgan no recae sobre la posibilidad de este derecho, sino sobre la aplicación que se hace en los casos particulares.

     Notamos aquí desde luego, que una universalidad que descansa sobre conceptos del objeto (no sobre conceptos empíricos), no es lógica sino estética; es decir, no contiene cuantidad objetiva, sino solamente cuantidad subjetiva; yo me valgo para designar esta última especie de cuantidad de la expresión valor común, lo cual significa el valor que para cada sujeto tiene la relación de una representación, no con la facultad de conocer, sino con el sentimiento de placer o de pena. (Nos podemos también servir de esta expresión para designar la cuantidad lógica del juicio, puesto que además se trata en esto de una universalidad objetiva con el fin de distinguirla de aquella que no es más que subjetiva y que es siempre estética.)

     Un juicio universal objetivamente, lo es también subjetivamente, es decir, que si el juicio es válido para todo lo que se halla contenido en un concepto dado, es válido para cualquiera que se represente un objeto por medio de este concepto; más de lo universal subjetivo o estético, que no descansa sobre ningún concepto, no se puede concluir a la universalidad lógica, puesto que en aquello se trata de una especie de juicios que no conciernen al objeto. Por donde la universalidad estética que se atribuye a estos juicios es de una especie particular, precisamente porque el predicado de la belleza no se halla ligado al concepto del objeto considerado en su esfera lógica, y que, sin embargo, se extiende a toda la esfera de seres capaces de juzgar.

     Bajo el punto de vista de la cuantidad lógica, todos los juicios del gusto son juicios particulares. Porque como en esto referimos inmediatamente el objeto a nuestro sentimiento de placer o de pena, y no nos servimos para ello de conceptos, se sigue que esta especie de juicios no tienen la cuantidad de los juicios objetivamente universales. Toda vez que la representación particular que tenemos del objeto del juicio del gusto, según las condiciones que determinan este juicio, es transformada en un concepto por medio de la comparación, de ella no puede resultar un juicio lógicamente universal. Por ejemplo, la rosa que yo miro la considero bella por un juicio del gusto; pero el juicio que resulta de la comparación de muchos juicios particulares, y por el cual yo declaro que las rosas en general son bellas, no se presenta solamente como un juicio estético, sino como un juicio lógico, fundado sobre un juicio estético. El juicio, por el cual declaro que la rosa es agradable (en el uso), es también a la verdad un juicio estético y particular; pero este no es un juicio del gusto; es un juicio de los sentidos, el cual se distingue del anterior en que el juicio del gusto contiene una cuantidad estética de universalidad que no se puede hallar en un juicio sobre lo agradable.

     Solo en los juicios sobre lo bueno sucede que aunque determinan también una satisfacción referente a un objeto, tienen no solamente una universalidad estética, sino también lógica; porque su valor depende del objeto mismo que nos dan a conocer, y es por lo que dicho valor es universal.

     Cuando se juzgan los objetos solamente conforme a conceptos, toda representación de la belleza desaparece. Tampoco se puede dar una regla, según la cual cada uno haya de ser forzado a declarar una cosa bella.

     Si se trata de juzgar si un vestido, si una casa, si una flor es bella, no nos dejamos llevar por razones o principios; queremos presentar el objeto a nuestros propios ojos, como si la satisfacción dependiera de la sensación; y sin embargo, si entonces declaramos el objeto bello, creemos tener en nuestro favor el voto universal, o reclamamos el asentimiento de cada uno, mientras que por el contrario, toda sensación individual no tiene valor más que para el que la experimenta.

     Por esto es necesario notar aquí que en el juicio del gusto nada se pide menos que este voto universal relativamente a la satisfacción que experimentamos en lo bello sin el intermedio de los conceptos; nada, por consiguiente, mayor que la posibilidad de un juicio estético que se pudiera considerar como válido por todos. Y aun el juicio del gusto no pide el asentimiento de cada uno (porque en este no hay más que un juicio lógicamente universal que podría hacerlo, puesto que tiene razones en que apoyarse), lo que hace es reclamar de cada cual como un caso de la regla cuya confirmación no pide por medio de conceptos, sino por medio del asentimiento de otro. El voto universal no es, pues, más que una idea (yo no trato de saber aquí todavía en qué se apoya), que el que cree formar un juicio del gusto, es lo que se muestra bien por la misma expresión de la belleza. Y puede, por otra parte, asegurarse por sí mismo del carácter de su juicio, descartando en su conciencia la satisfacción que queda después de esto, es la sola cosa por la que pretende obtener el asentimiento universal. Esta pretensión es siempre fundada para hacerla valer bajo estas condiciones; pero muchas veces falta completarlas, y por esta razón lleva consigo falsos juicios del gusto.



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§ IX

Examen de la cuestión de saber si en el juicio del gusto el sentimiento del placer precede al juicio formado sobre el objeto, o si es al contrario

     La solución de este problema es la clave de la crítica del gusto; también es digna de toda nuestra atención.

     Si el placer referente a un objeto dado precediera, y en el juicio del gusto no se atribuyera a la representación del objeto más que la propiedad de comunicar universalmente este placer, habría en esto, algo de contradictorio; porque un placer semejante, no sería otra cosa que el sentimiento de lo que es agradable a los sentidos, y así, por su misma naturaleza, no podría tener más que un valor individual, puesto que dependería inmediatamente de la representación en que el objeto se nos diese.

     Precede, pues, la propiedad que tiene el estado del espíritu en la representación dada de poder ser universalmente dividido, y que debe, como condición subjetiva del juicio del gusto, servir de fundamento a este juicio, y tener, por consiguiente, el placer referente al objeto. Pero nada puede ser universalmente dividido menos que el conocimiento y la representación en cuanto se refiere a este; porque aquélla no significa más, bajo este punto de vista, que el conocimiento es objetivo, y la facultad representativa de cada uno está obligada a admitirle. Si pues el motivo del juicio que atribuye a una representación la propiedad de ser universalmente dividida, no debe concebirse más que subjetivamente, es decir, sin concepto del objeto, no puede ser otra cosa que este estado del espíritu determinado por la relación de las facultades representativas entre sí, en tanto que ellas refieren una representación dada al conocimiento en general.

     Las facultades de conocer, puestas en juego por esta representación, se hallan aquí en libre ejercicio, puesto que ningún concepto determinado las somete a una regla particular de conocimiento. El estado del espíritu en esta representación no debe ser otra cosa, pues, que el sentimiento del libre ejercicio de las facultades representativas, aplicándose a una representación dada, para sacar de ella un conocimiento general. Por donde, una representación en que es dado un objeto, para llegar a ser un conocimiento general, supone la imaginación que reúne los diversos elementos de la intuición, y el entendimiento que da unidad al concepto, que junta las representaciones; y este estado que resulta del libre ejercicio de las facultades de conocer en una representación por la que un objeto es dado, debe poder dividirse universalmente, puesto que el conocimiento, en tanto que es determinación del objeto, con el cual las representaciones dadas (en cualquier sujeto que esto sea) debe armonizarse, es el único modo de representación que tiene un valor universal.

     La propiedad subjetiva que tiene el modo de representación propio del juicio del gusto, de poder ser universalmente dividido, no suponiendo concepto determinado, no puede ser ninguna otra cosa que el estado del espíritu en el libre ejercicio de la imaginación y del entendimiento (en tanto que estas dos facultades se conforman como lo exige todo conocimiento general): nosotros tenemos, en efecto, la conciencia de que tal relación subjetiva de estas facultades al conocimiento general, debe ser válida para cada uno, y quizá por consecuencia universalmente dividida, lo mismo que todo conocimiento determinado que supone siempre esta relación como su condición subjetiva.

     Este juicio puramente subjetivo (estético) sobre el objeto, o sobre la representación por la que el objeto es dado, precede al placer referente a este objeto, y es el fundamento del placer que hallamos en la armonía de nuestras facultades de conocer; mas esta universalidad de las condiciones subjetivas del juicio sobre los objetos, no puede dar más que valor universal subjetivo a la satisfacción que referimos a la representación del objeto que llamamos bello.

     Que existe un placer al ver dividido el estado de nuestro espíritu, aun relativamente a las facultades de conocer, es lo que fácilmente se podría demostrar (empírica y psicológicamente) con la inclinación natural del hombre a la sociedad; pero esto no bastaría a nuestro objeto.

     El placer que sentimos en el juicio del gusto, lo exigimos de todos como necesario; como si al llamar a una cosa bella, se tratase para nosotros de una cualidad del objeto determinada por conceptos, y, sin embargo, la belleza no es nada en sí, independientemente de su relación al sentimiento del sujeto. Mas es necesario aplazar esta cuestión hasta que hayamos contestado esto: ¿Puede haber juicios estéticos a priori, y cómo son posibles?

     Nosotros tenemos que ocuparnos en el ínterin de una cuestión más fácil: se trata de saber cómo tenemos conciencia en el juicio del gusto de una armonía subjetiva entre nuestras facultades de conocer, si esto tiene lugar sólo estéticamente por el sentido íntimo y la sensación, o intelectualmente por la conciencia de nuestra actividad, poniéndolas en juego de propósito.

     Si la representación dada que ocasiona el juicio del gusto fuese un concepto que uniera el entendimiento y la imaginación en un juicio sobre el objeto para determinar un conocimiento del mismo, la conciencia de esta relación de las facultades de conocer sería intelectual (como en el esquematismo objetivo del Juicio de que trata la crítica). Mas esto no sería más que un juicio refiriéndose al placer o la pena, y, por consiguiente, un juicio del gusto; porque este juicio, independiente de todo concepto, determina el objeto relativamente a la satisfacción y a un predicado de la belleza. Esta armonía subjetiva de las facultades de conocer no puede ser reconocida más que por medio de la sensación.

     El estado de las dos facultades, la imaginación y el entendimiento, movidas por medio de la representación dada, por una actividad indeterminada; sin embargo, por un actividad de conciencia, es decir, por esta actividad que supone un conocimiento general, es la sensación por medio de la que el juicio del gusto pide la propiedad de poder ser universalmente dividido. Una relación para este objeto no puede ser más que concebida; pero si se funda sobre condiciones subjetivas, puede sentirse en el efecto producido sobre el espíritu, y en una relación que no tiene ningún concepto por fundamento (como la relación de las facultades representativas a una facultad de conocer en general); no hay conciencia posible de esta relación más que por medio de la sensación del efecto que consiste en el conveniente ejercicio de las facultades del espíritu (la imaginación y el entendimiento), movidas de común acuerdo. Una representación, que por sí sola y sin comparación con otras, se halla, no obstante, de acuerdo con las condiciones de universalidad que exige la función del entendimiento en general, establece entre las facultades de conocer este acuerdo que exigimos en todo conocimiento, y que nosotros miramos como admisible y valedera para cualquiera que es obligado a juzgar por el entendimiento y los sentidos reunidos (para cada hombre).

DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADA DEL SEGUNDO MOMENTO

     Lo bello es lo que agrada universalmente sin concepto.

TERCER MOMENTO DE LOS JUICIOS DEL GUSTO, O DE LOS JUICIOS DEL GUSTO CONSIDERADOS BAJO EL PUNTO DE VISTA DE LA FINALIDADArribaAbajo

§ X

De la finalidad en general

     Si se quiere definir lo que sólo es un fin, conforme a sus condiciones trascendentales (sin suponer nada empírico, como el sentimiento del placer), se debe decir que es el objeto de un concepto en tanto que este es considerado como la causa de aquel (como el principio real de su posibilidad); y la causalidad de un concepto relativamente a su objeto es la finalidad (forma finalis). Así, pues, cuando uno no se limita a concebir el conocimiento de un objeto, sino el objeto mismo (su forma o su existencia) como efecto, y como no siendo posible más que por un concepto de este efecto mismo, entonces se concibe lo que se llama un fin. La representación del efecto es aquí el principio que determina la causa misma de este efecto, y le precede. La conciencia de la causalidad que posee una representación en relación al estado del sujeto, y que tiene por objeto el conservarle en este estado, puede designar aquí en general lo que se llama el placer; por el contrario, la pena es una representación que contiene la razón determinante de un cambio del estado de nuestras representaciones en el estado contrario.

     La facultad de querer, en tanto que no puede ser determinada a obrar más que por conceptos, es decir, conforme a la representación de un fin, será la voluntad. Mas un objeto, sea un estado del espíritu, sea una acción, se dice que es final, aun cuando su posibilidad no supone necesariamente la representación de un fin, desde que no podemos explicar y comprender esta posibilidad más que dándole por principio una causalidad que obra conforme a fines, es decir, una voluntad que coordinara de este modo sus fines conforme a la representación de una regla determinada. Así, pues, puede aquí haber finalidad sin que haya fin, si no nos agradan las causas de esta forma en una voluntad, y siempre que no podamos explicar la posibilidad de ella sino buscando esta explicación en el concepto de una voluntad. Por donde no es siempre necesario tener medios de razón para considerar las cosas (relativamente a la posibilidad). Nosotros podemos, pues, observar al menos y notar en los objetos, aunque únicamente por reflexión, una finalidad de forma sin darle un fin por principio (como materia del nexo final).



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§ XI

El juicio del gusto no reconoce como principio más que la forma de la finalidad de un objeto (o de su representación)

     Todo fin considerado como un principio de satisfacción encierra siempre un interés como motivo del juicio formado sobre el objeto del placer. El juicio del gusto no puede, pues, tener por principio un fin subjetivo. No puede ser determinado sino por la representación de un fin objetivo o de una posibilidad del objeto mismo fundada sobre el enlace de los fines, y por consiguiente, por un concepto de bien; porque éste no es un juicio de conocimiento, sino un juicio estético, que no se refiere a ningún concepto de la naturaleza o de la posibilidad interna o externa del objeto que deriva de tal o cuál causa, sino simplemente la relación de nuestras facultades representativas entre sí, en tanto que son determinadas por una representación.

     Por donde esta relación, que se manifiesta cuando miramos un objeto como bello, se halla ligada con el sentimiento de un placer al cual reconocemos por el juicio del gusto un valor universal; por consiguiente, no se debe buscar la razón determinante de esta especie de juicio en una sensación agradable que acompañe la representación, sino en la representación de la perfección del objeto en el concepto de bien. La finalidad subjetiva y sin fin (ni objetivo, ni subjetivo) de la representación de un objeto, y por tanto, la simple forma de la finalidad en la representación, por cuyo medio nos es dado este objeto, en tanto que de ello tenemos conciencia, he aquí lo que solamente puede constituir la satisfacción que juzgamos sin concepto, como pudiendo ser dividida universalmente, y por consecuencia el motivo del juicio del gusto.



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§ XII

El juicio del gusto descansa sobre principios a priori

     Es absolutamente imposible establecer a priori el enlace de un sentimiento de placer o de pena como efecto, con una representación (sensación o concepto) como causa; porque allí se trata de una relación causal particular que (en los objetos de experiencia) no puede jamás ser reconocida más que a posteriori, y por medio de la misma experiencia. A la verdad, en la crítica de la razón práctica, nosotros hemos derivado realmente a priori de conceptos morales universales el sentimiento de la estima (como modificación particular de esta especie de sentimiento que no se confunde con el placer y la pena que recibimos de los objetos empíricos). Por esto al menos podemos salir de los límites de la experiencia e invocar una causalidad que descansa sobre una cualidad supra-sensible del objeto, a saber, la causalidad de la libertad. Y sin embargo, esto no es, hablando con propiedad, el sentimiento que derivamos de la idea de moralidad como de su causa, sino solamente la determinación de la voluntad. Pero el estado del espíritu, cuya voluntad es determinada por cualquier motivo, es ya por sí un sentimiento de placer o algo idéntico con este sentimiento, y por consiguiente, no deriva de él como efecto, lo que no se podría admitir más que en el caso de que el concepto de la moralidad, considerada como bien, precediera al acto la voluntad determinada por la ley; porque sin esto el placer que se hallaría ligado al concepto, se derivaría inútilmente de este concepto como de un puro conocimiento.

     Por donde sucede lo mismo en el placer, contenido en el juicio estético: solamente el placer es aquí puramente contemplativo, y no produce ningún interés por el objeto, mientras que en el juicio moral es práctico. La conciencia de una finalidad puramente formal en el juego de las facultades de conocer del sujeto, ejerciéndose sobre una representación, en cuya virtud un objeto dado, no es otra cosa que el mismo placer, puesto que conteniendo un principio que determina la actividad del sujeto, es decir, aquí las facultades de conocer, encierra de este modo una causalidad interna (final) que se refiere al conocimiento en general, pero sin ser reducida a un conocimiento determinado, y por consiguiente, a la simple forma de la finalidad subjetiva de una representación en un juicio del gusto. Este placer no es de modo alguno práctico, como los que resultan del principio patológico de lo agradable o del principio intelectual de la representación del bien; pero, sin embargo, contiene una causalidad que consiste en conservar, sin ninguno otro objeto, el estado de la representación misma y el juego de las facultades de conocer. Nosotros nos quedamos fijos en la contemplación de lo bello, porque esta contemplación se fortifica y se reproduce por sí misma; lo que es análogo (mas no semejante) a lo que ocurre cuando algún atractivo de la representación del objeto, excita la atención de una manera continua, permaneciendo el espíritu pasivo.



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§ XIII

El juicio puro del gusto es independiente de todo atractivo y de toda emoción

     Todo interés perjudica al juicio del gusto, y le quita su imparcialidad, principalmente cuando, en contraposición del interés de la razón, no se antepone la finalidad al sentimiento del placer, sino que se funda aquella sobre este como sucede siempre en el juicio estético que formamos sobre una cosa, en tanto que nos causa placer o pena. Así, los juicios que tienen este carácter no pueden aspirar, en manera alguna, a una satisfacción universalmente admisible, o lo pueden tanto menos, cuanto hay más sensaciones de esta especie entre los principios que determinan el gusto. El gusto queda en el estado de rusticidad, tanto que necesita de los auxilios del atractivo y de las emociones para ser satisfecho, y aún busca en ellos la medida de su asentimiento.

     Y sin embargo, ocurre muchas veces que no tanto se limita a introducir atractivos en la belleza (que no debería consistir, sin embargo, más que en la forma) como para ayudar a la satisfacción estética universal, sino que presenta aquellos como bellezas, y de este modo se pone la materia de la satisfacción en lugar de la forma; pero esto es un error que se puede evitar determinando cuidadosamente estos conceptos, como tantos otros errores que están fundados sobre algo verdadero.

     Un juicio del gusto, sobre el cual no tengan influencia ningún atractivo ni emoción (aunque estas sean cosas que se puedan mezclar en la satisfacción referente a lo bello), y que de este modo no tiene por motivo más que la finalidad de la forma, es un puro juicio del gusto.



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§ XIV

Explicación por medio de ejemplos

     Los juicios estéticos, como los juicios teóricos (lógicos), se pueden dividir en dos clases: son empíricos o puros. Los primeros expresan lo que hay de agradable o de desagradable; los segundos, lo que hay de bello en un objeto o en la representación del mismo; aquellos son juicios de los sentidos (juicios estéticos materiales), estos (como formales) son los únicos verdaderos juicios del gusto.

     Un juicio del gusto no es, pues, puro más que a condición de que ninguna satisfacción empírica se mezcle en el motivo del mismo; pues es lo que ocurre siempre cuando el atractivo o la emoción tienen alguna parte en el juicio, por el que una cosa se declara bella.

     Volvemos a encontrar aquí algunas objeciones de los que presentan falsamente el atractivo, no sólo como un elemento necesario de la belleza, sino como suficiente por sí mismo para llamarlo bello. Un simple color, por ejemplo, el color verde de la yerba de la pradera; un simple sonido musical como el de un violín, he aquí las cosas que los más declaran bellas, aunque una y otra parece que no tienen por principio más que la materia de las representaciones, es decir, la sola sensación, y que no merecen, por tanto, otro nombre que el de agradables. Pero notaremos al mismo tiempo que las sensaciones del color, así como las del sonido, no pueden considerarse propiamente como bellas, más que bajo la condición de que sean puras. Pero esta es una condición que concierne ya a la forma, y la sola que en sus representaciones se debe ciertamente considerar domo pudiendo ser universalmente participada. Porque en cuanto a la cualidad misma de las sensaciones, no puede considerarse como en concierto con todos los sujetos, y la superioridad del encanto de un color sobre otro, o del sonido de un instrumento de música sobre el de otro instrumento, no puede reconocerse por todos.

     Si se admite, con Euler (26) que los colores son vibraciones (pulsus) isócronas del éter, del mismo modo que los sonidos musicales son vibraciones regulares del aire conmovido; y, lo que es más importante, que el espíritu no percibe solamente por los sentidos el efecto producido sobre la actividad del órgano, sino que percibe también por la reflexión (lo que por otra parte yo no dudo) el juego regular de las impresiones (por consiguiente, la forma de enlace de las diversas representaciones), entonces, en vez de no considerar el color y el sonido más que como simples sensaciones, se puede ver en esto una determinación formal de la unidad de los diversos elementos, y a este título colocarlos también entre las bellezas.

     Hablar de la pureza de una sensación simple, es como decir que la uniformidad de esta sensación no ha sido turbada ni interrumpida por ninguna otra sensación extraña; en ella no se trata más que de la forma, porque no se puede hacer abstracción de su cualidad (olvidar si representa un color o un sonido, y qué color y qué sonido). Por lo que, todos los colores simples, en tanto que son puros, son considerados como bellos; los colores compuestos no tienen esta ventaja, precisamente porque no siendo simples, no hay medida para juzgar si se les debe considerar como puros, o no.

     Pero creer, como se hace comúnmente, que la belleza que reside en la forma de los objetos puede aumentarse por el atractivo, es un error muy perjudicial a la primitiva pureza del gusto. Sin duda se pueden agregar atractivos a la belleza con el fin de interesar al espíritu por medio de la representación del objeto, independientemente de la pura satisfacción que se recibe de ella, y de este modo recomendar la belleza al gusto, principalmente cuando este es todavía rudo y mal ejercitado; pero se perjudica realmente al juicio del gusto, cuando llaman la atención sobre ellos de manera que sean tomados como motivos de nuestro juicio sobre la belleza. Porque se debe procurar que contribuyan a ella de tal modo, que no debe admitírseles más que como extraños, cuando el gusto es todavía débil y mal ejercitado, y a condición de que no altere la pura forma de la belleza.

     En la pintura, en la escritura, y aun en todas las artes de forma o plásticas, como la arquitectura, la jardinería, consideradas como bellas artes, lo esencial es el dibujo, el cual no se acomoda al gusto por medio de una sensación agradable, sino únicamente agradando por su forma. Los colores que iluminan el dibujo no son más que atractivos; pueden muy bien animar el objeto para la sensación, pero no le hacen digno de ser contemplado y declarado bello; son, por el contrario, las más de las veces muy limitados por las condiciones mismas que exige la belleza, y por esto donde es permitido presentar una parte de atractivo, ésta sola es la que los ennoblece.

     Toda forma de los objetos de los sentidos (de los sentidos externos y mediatamente también de los sentidos internos) es una figura o un juego: en este último caso, o es un juego de figuras (en el espacio) la mímica y la danza, o es un simple juego de sensaciones (en el tiempo). El atractivo de los colores, o el de los sonidos agradables de un instrumento, se puede muy bien unir a estos; mas el dibujo en el primer caso, y la composición en el segundo, constituyen el objeto propio del juicio puro del gusto. Decir que la pureza de los colores o de los sonidos, o que su variedad y su elección parecen contribuir a la belleza, no significa que estas cosas ayudan a la satisfacción referente a la forma, precisamente porque sean agradables en sí mismas y en la misma proporción, sino porque nos muestran esta forma de una manera más exacta, más determinada y más perfecta, y principalmente porque avivan la representación por su atractivo, llamando y sosteniendo la atención sobre el objeto mismo.

     Las mismas cosas que se llaman adornos, es decir, las cosas no que son parte esencial de la representación del objeto sino que únicamente se refieren a él exteriormente como adiciones, y aumentan la satisfacción del gusto, no producen este efecto más que por su forma: así sucede en los cuadros de pinturas, en los ropajes de las estatuas y en los peristilos de los palacios. Que si el adorno no consiste en una bella forma por sí misma, está destinado como los cuadros de oro, a recomendar la pintura a nuestro asentimiento por el atractivo que tiene, y toma entonces el nombre de ornato y perjudica la verdadera belleza.

     La emoción, o sea esta sensación en la que el placer no se produce más que por medio de una expansión momentánea, y por consiguiente, por medio de un esparcimiento de las fuerzas vitales, no pertenece a la belleza. Lo sublime, a lo cual se halla enlazado el sentimiento de la emoción, exige una medida distinta de la que sirve de fundamento al gusto. Así un juicio puro del gusto no reconoce por motivo, ni atractivo ni emoción, o, en una palabra, ninguna sensación como materia del juicio estético.



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§ XV

El juicio del gusto es un todo independiente del concepto de la perfección

     No se puede reconocer la finalidad objetiva más que por medio de la relación de una diversidad de elementos para un fin determinado, y consiguientemente por un concepto. Por esto es evidente que lo bello, cuya apreciación tiene por principio una finalidad puramente formal, es decir, una finalidad sin fin, es del todo independiente de la representación de lo bueno, puesto que este supone una finalidad objetiva, es decir, la relación del objeto con un fin determinado.

     La finalidad objetiva es, o bien externa, y entonces constituye la utilidad, o interna, y en este caso constituye la perfección del objeto. Se deduce de los dos precedentes capítulos que la satisfacción que hace que llamemos bello a un objeto no puede fundarse en la representación de la utilidad de este objeto, porque esto no sería más que una satisfacción inmediatamente referente al objeto, lo cual constituye la condición esencial del juicio sobre la belleza. Mas la finalidad objetiva interna, o la perfección, se acerca demasiado al predicado de la belleza, y por esto es por lo que célebres filósofos la han considerado como idéntica con la belleza, aunque añadiendo como condición que el espíritu no tenga de ella más que una concepción confusa. Por esto es de la mayor importancia decidir, en la crítica del gusto, si la belleza puede realmente resolverse en el concepto de la perfección.

     Para apreciar la finalidad objetiva, tenemos siempre necesidad del concepto de un fin; y si esta finalidad no es externa (la utilidad), sino interna, la tenemos del concepto de un fin interno que contenga el principio de la posibilidad interior del objeto. Por donde como esto sólo es el fin en general, cuyo concepto puede considerarse como el principio de la posibilidad del objeto mismo, es necesario, para representarse la finalidad objetiva de una cosa, tener previamente el concepto de la misma, o de lo que ella debe ser, y el concierto de la diversidad de elementos de esta cosa con dicho concepto (el cual da la regla de su unión), es la perfección analitativa de la cosa. No se debe confundir esta especie de perfección con la perfección cuantitativa, o la perfección de cada cosa en su género; este es un simple concepto de cuantidad (de totalidad), en el cual, estando determinado de antemano lo que debe ser la cosa, se busca solamente si todo lo que se requiere se en encuentra en ella. Lo que hay de formal en la representación de una cosa, es decir, el concierto de su variedad con su unidad (que queda indeterminado), no puede revelar por sí mismo una finalidad objetiva. En efecto; como no se considera esta unidad como fin (pues que se hace abstracción de lo que debe ser la cosa), no queda más que la finalidad subjetiva de la representación del espíritu. Éste nos suministra también cierta finalidad del estado del sujeto en la representación, y en este estado cierta facilidad para recibir por medio de la imaginación una forma dada, mas no la perfección de objeto alguno, porque aquí ningún concepto sirve para concebir el objeto del fin. Así por ejemplo; si hallo en un bosque, una pradera cercada de árboles y no me represento el fin que pueda tener, como servir para el baile de los aldeanos, no hallo en la simple forma del objeto el menor concepto de perfección. Mas representarse una finalidad formal objetiva sin fin, es decir, la simple forma de una perfección (sin materia y sin el concepto de aquello con que debe concertarse), es una verdadera contradicción.

     Por lo que el juicio del gusto es un juicio estético, es decir, un juicio que descansa sobre principios subjetivos, y cuyo motivo no puede ser un concepto, y por tanto, concepto de un fin determinado. Así la belleza, siendo una finalidad formal y subjetiva, no nos lleva a concebir la perfección del objeto o una finalidad, digámoslo así, formal, y sin embargo, objetiva. Es, pues, un error el creer que entre el concepto de lo bello y el de lo bueno no hay más que una diferencia lógica; es decir, creer que uno de ellos es un concepto vago de la perfección, y el otro es un concepto claro de la misma, pero que los dos en el fondo y en cuanto al origen son idénticos. Si esto fuera así, no habría entre ellos diferencia específica, y un juicio del gusto sería un juicio de conocimiento igual al juicio por el que una cosa se declara como buena. Aquí sucedería como cuando el vulgo dice que el fraude es injusto; que funda un juicio sobre principios confusos, mientras que el filósofo funda el suyo sobre principios claros, pero ambos descansan sobre los mismos principios racionales. Pero ya hemos notado que el juicio estético es único en su género, y que no da ninguna especie de conocimiento del objeto (ni aun un conocimiento confuso). Esta función no pertenece más que al juicio lógico; el juicio estético, por el contrario, se limita a llevar al sujeto la representación por medio de la cual es dado el objeto, y no nos hace notar ninguna cualidad del mismo, sino solo la forma final de las facultades representativas que se aplican a este objeto. Y este juicio se llama estético precisamente, porque su motivo no es un concepto, sino el sentimiento (que nos da el sentido íntimo) de la armonía en el ejercicio de las facultades del espíritu, que no puede ser más que sentida. Si por el contrario, se quiere designar con el nombre de estéticos los conceptos oscuros y el juicio objetivo que los toma como principios, tendremos un entendimiento que juzgará por medio de la sensibilidad, o una sensibilidad que se representará sus objetos por medio de conceptos, lo que es una contradicción. La facultad de formar conceptos, sean oscuros o claros, es lo que llamamos el entendimiento; y aunque el entendimiento tenga su parte en el juicio del gusto, como juicio estético (así como en todos los juicios), no entra como facultad de conocer un objeto, sino como facultad que determina un juicio sobre el objeto o sobre su representación (sin concepto), conforme a la relación de esta representación con el sujeto y su sentimiento interior, y de tal suerte, que este juicio sea posible conforme a una regla general.



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§ XVI

El juicio del gusto, por el que un objeto no es declarado bello sino con la condición de un concepto determinado, no es puro

     Hay dos especies de belleza; la belleza libre (pulchritudo vaga), y la simple belleza adherente (pulchritudo adherens). La primera no supone un concepto de lo que debe ser el objeto, pero la segunda supone tal concepto, y la perfección del objeto en su relación con este concepto. Aquella es la belleza (existente por sí misma) de tal o cual cosa; esta, suponiendo un concepto (siendo condicional), se atribuye a los objetos que se hallan sometidos al concepto de un fin particular.

     Las flores son las bellezas libres de la naturaleza; no se sabe perfectamente, a no ser botánicos, lo que es una flor; y el botánico mismo que reconoce en la flor el órgano de la fecundidad de la planta, no atiende a este fin de la naturaleza cuando forma sobre la flor un juicio del gusto. Su juicio no tiene, pues, por principio ninguna especie de perfección, ninguna finalidad interna a la cual pueda referirse la unión de los diversos elementos. Muchos pájaros (el papagayo, el colibrí, el ave del paraíso), un gran número de animales del mar, son bellezas en sí, que no se refieren a un objeto, cuyo fin haya sido determinado por conceptos, sino a bellezas libres que agradan por sí mismas. Del mismo modo los dibujos a la griega, las pinturas de los cuadros o las tapicerías de papel, etc. no significan nada por sí mismas; no representan nada, ningún objeto que se pueda reducir a un concepto determinado, y son bellezas libres. Se puede también reducir a esta especie de belleza lo que se llama en música fantasías (sin tema), y aun toda la música sin estudio.

     En la apreciación de una belleza libre (considerada relativamente a su sola forma), el juicio del gusto es puro; éste no supone el concepto de fin alguno, al cual puedan referirse los diversos elementos del objeto dado y todo lo comprendido en la representación de este objeto, por la que sería limitada la libertad de la imaginación, que se goza en cierto modo en la contemplación de la figura.

     Mas la belleza de un hombre (y en la misma especie, la de una mujer, la de un niño), la belleza de un caballo, de un edificio (como una iglesia, un palacio, un arsenal, una casa de campo), suponen un concepto de fin que determina lo que debe ser la cosa, y, por consiguiente, un concepto de su perfección; esta no es más que una belleza adherente.

     Por donde del mismo modo que la mezcla de lo agradable (de la sensación) con la belleza (la cual no concierne propiamente más que a la forma), alteraría la pureza del juicio del gusto, la mezcla de lo bueno (o de lo que hace buenos los diversos elementos de la cosa misma considerada relativamente a su fin) con la belleza, daña también la pureza de este juicio.

     Se podría agregar a un edificio muchas cosas que agradaran inmediatamente a la vista, si este edificio no debiera ser una iglesia; o embellecer una figura humana con toda especie de dibujos y rasgos trazadas a la ligera pero con regularidad (como hacen los habitantes de Nueva-Zelanda con su picadura), si esta figura no debiera ser la de un hombre; y tal figura podría tener trazos muy finos y una perspectiva más graciosa y más dulce, si no debiera representar un hombre de guerra.

     Por lo que la satisfacción referente a la contemplación de los diversos elementos de una cosa, en su relación con el fin interno que determina la posibilidad de esta cosa, es una satisfacción fundada sobre un concepto; por el contrario, la que se refiere a la belleza es tal, que no supone concepto alguno, sino que es inmediatamente ligada a la representación por la que es dado el objeto (no decimos concebido). Si pues un juicio del gusto, relativamente a un objeto, depende de un fin contenido en el concepto del objeto como en un juicio de la razón, y se reduce a esta condición, no es por esto un libre y puro juicio del gusto.

     Es verdad que por medio de esta unión de la satisfacción estética con la satisfacción intelectual, obtiene el gusto la ventaja de fijarse, y si no la de llegar a ser universal, al menos de poder ser sometido a reglas relativamente a ciertos objetos, cuyos fines son determinados. Mas estas no son, por lo mismo, reglas del gusto; no son más que reglas de la unión del gusto con la razón, es decir, de lo bello con lo bueno, que convierten aquel en instrumento de este, subordinando esta disposición del espíritu que se sostiene por sí misma y tiene un valor subjetivo universal, a este estado de pensamiento que no se puede sostener más que por un esfuerzo muy difícil, pero que es objetivamente universal. Hablando con propiedad, ni la belleza se une a la perfección, ni la perfección a la belleza; únicamente así como comparando la representación en que se nos da un objeto con el concepto del mismo (o de lo que debe ser), no podríamos evitar aproximarla al mismo tiempo a la sensación que se produce en nosotros; si estos dos estados del espíritu se hallan de acuerdo, la facultad representativa no puede por menos de ganar en su unión.

     Un juicio del gusto sobre un objeto que tiene un fin interno determinado, no podría ser puro, sino en el caso de que aquél que juzgara, o no tuviera ningún concepto de este fin, o hiciese abstracción de él en su juicio. Pero aun cuando se formara un juicio exacto del gusto, apreciando el objeto como una belleza libre, aquel podría ser vituperado y acusado de tener un falso gusto, por otro que no considerara la belleza de este objeto más que como una cualidad adherente (que hiciera relación al fin del objeto). Cada uno de estos, sin embargo, juzgaría bien bajo su punto de vista; el primero, considerando lo que tiene a su vista; el segundo, lo que tiene en su pensamiento. Con esta distinción deben terminar las diferencias que separan a los hombres respecto al sujeto de la belleza, demostrándoles que los unos hablan de la belleza libre, y los otros de la belleza adherente; que los primeros forman un juicio puro del gusto, y los segundos, un juicio del gusto aplicado.



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§ XVII

Del ideal de la belleza

     No puede haber regla objetiva del gusto que determine por medio de conceptos lo que es bello; porque todo juicio derivado de esta fuente es estético, es decir, que tiene un principio determinante en el sentimiento del sujeto, y no en el concepto de un objeto. Buscar un principio del gusto que suministre en conceptos determinados el criterio universal de lo bello, es trabajo inútil, puesto que lo que se busca es imposible y contradictorio en sí. La propiedad que tiene la sensación (la satisfacción) de ser universalmente comunicada, y esto sin el auxilio de ningún concepto; el acuerdo tan perfecto como posible de todos los tiempos y de todos los pueblos sobre el sentimiento ligado a la representación de ciertos objetos, he aquí el criterio empírico, muy frágil sin duda, y apenas suficiente para fundar una conjetura, por medio del cual se puede referir un gusto de este modo probado con ejemplos, al principio común a todos los hombres, pero profundamente oculto, del acuerdo que debe existir entre ellos en la manera de juzgar las formas en que los objetos les son dadas.

     Por esto se consideran ciertas producciones del gusto como ejemplares, lo que no quiere decir que el gusto se pueda adquirir por la imitación; porque el gusto debe ser una facultad original; el que imita un modelo muestra, si lo alcanza, habilidad; pero nada prueba del gusto más que en tanto que puede juzgarlo por sí mismo (27). De aquí se sigue que el modelo supremo, el prototipo del gusto no es más que una pura idea que cada uno debe sacar de sí mismo, y conforme a la cual se debe juzgar todo lo que es objeto del gusto, esto es, todo lo que es propuesto como al juicio del gusto, y aun al gusto de cada uno. Idea significa propiamente un concepto de la razón; e ideal la representación de una cosa particular, considerada como adecuada a una idea.

     También este prototipo del gusto que descansa seguramente sobre la idea indeterminada que nos da la razón de un máximum, pero que no puede ser representado más que por conceptos, no siendo más que una exhibición particular, debe con propiedad llamarse ideal de lo bello. Es un ideal del cual no estamos en posesión sino que nos esforzamos en producirlo en nosotros. Pero esto no sería más que un ideal de la imaginación, puesto que no descansaría sobre conceptos, sino sobre la exhibición; y la facultad de la exhibición no es más que la imaginación. Pero ¿cómo obtendremos semejante ideal de la belleza? A priori, o empíricamente. Y entonces, ¿qué clase de belleza es capaz de un ideal?

     Ahora debemos notar bien que la belleza a que se debe buscar un ideal, no puede ser la belleza vaga sino la que es determinada por el concepto de una finalidad objetiva; esta no debe ser por consecuencia, la del objeto de un juicio del gusto enteramente puro, sino de un juicio del gusto en parte intelectual. En otros términos, la clase de principios del juicio donde se debe hallar un ideal, tienen necesariamente por fundamento una idea de la razón, apoyándose sobre conceptos determinados, y determinando a priori el fin sobre que descansa la posibilidad interna del objeto. No se sabría concebir un ideal de bellas flores, de un bello mueblaje de una perspectiva bella. Pero tampoco nos podemos representar el ideal de ciertas bellezas determinadas, el ideal de una bella habitación, el de un bello árbol, de bellos jardines, etc., probablemente porque los fines de estas cosas no son suficientemente determinados y fijos para un concepto, y por consiguiente, la finalidad en esto es casi tan libre como en la belleza vaga. El que halla en sí mismo el objeto de su existencia; el que por medio de la razón se puede determinar sus propios fines, o que cuando debe sacarlos de la percepción exterior, puede sin embargo, ponerlos de acuerdo con sus fines esenciales y generales, y juzgar estéticamente esta armonía; esto es, el hombre sólo entre los demás seres del mundo, es capaz de un ideal de la belleza, del mismo modo que la humanidad en su persona, en tanto que inteligencia, es capaz del ideal de la perfección. En esto hay dos cosas que distinguir: primera lo ideal normal estético que es una intuición particular (de la imaginación), que representa la regla de nuestro juicio sobre el hombre considerado como perteneciente a una especie particular de animales; después la idea de la razón que coloca en los fines de la humanidad, en cuanto no pueden ser representados por los sentidos, el principio de nuestro juicio sobre una forma por cuyo medio se manifiestan estos fines como efectos en el mundo fenomenal. La idea normal debe sacar sus elementos de la experiencia para formar la figura de un animal de una especie particular; mas la mayor finalidad posible en la construcción de la figura, la que podríamos tomar por regla general de nuestro juicio estético sobre cada individuo de esta especie, el tipo que sirve como de principio intencional a la técnica de la naturaleza, y al que solamente es adecuada toda la especie entera y no a tal o cual individuo en particular, este tipo no existe más que en la idea de los que juzgan, y esta idea con sus proporciones, como idea estética, no puede ser plenamente representada en concreto en un modelo. Para hacer comprender esto de cualquier modo (porque ¿quién puede arrancar a la naturaleza un secreto?), ensayaremos una explicación psicológica.

     Hay que notar que de un modo del todo incomprensible para nosotros, la imaginación, no solo tiene el poder de recordar en un momento dado y aun después de largo tiempo, los signos de los conceptos, sino también el de reproducir la imagen y la forma de un objeto en medio de un número indecible de objetos de especies diferentes, o de la misma especie. Ahora bien; cuando el espíritu quiere establecer comparaciones, la imaginación, según toda verosimilitud, aunque la conciencia no se halle suficientemente advertida de ello, atrae las imágenes unas sobre otras, y por medio de este conjunto de muchas imágenes de la misma especie, suministra una, proporcional, que sirve de medida común. Cualquiera ha visto un millar de hombres; pues cuando se quiere juzgar de la magnitud regular del hombre, apreciándola por comparación, la imaginación atrae, según nuestra opinión, un gran número de imágenes unas sobre otras (quizá todas las de estos mil hombres), y si me fuese permitido aquí emplear metáforas de cosas de la vista, diría que en el espacio es donde la mayor parte se reúnen, y en el sitio iluminado por el más vivo color, es donde se reconoce la magnitud media, la cual por la altura como por la longitud, es igualmente distinta de las mayores como de las menores estaturas; y esta es por lo mismo la estatura de un hombre bello (se podría llegar al mismo resultado prácticamente, midiendo estos mil hombres, y añadiendo la altura y longitud de los mismos, y dividiendo la suma por mil; pues esto es lo que hace precisamente la imaginación por un efecto dinámico que resulta de la impresión de todas estas imágenes sobre el organismo del sentido interior). Si entre tanto, se busca de un modo semejante por este hombre de mediana magnitud, la cabeza de mediana extensión, y del mismo modo la nariz, etc., esta figura dará una idea normal de un hombre bello en el país donde se hace la comparación. Por esto es por lo que un negro tendrá necesariamente, bajo estas condiciones empíricas, distinta idea normal de la belleza de la forma que un blanco, un chino distinta que un europeo. Lo mismo sucedería con un modelo de un caballo bello o de un perro bello (de cierta raza). Esta idea normal no se deriva de proporciones sacadas de la experiencia, como de reglas determinadas, sino que las reglas del juicio son posibles por esta misma idea. Ella es para toda la especie, la imagen que aparece entre todas las intuiciones particulares y diversamente varias de los individuos, y que la naturaleza ha tomado por tipo de sus producciones en esta especie, pero que no parece que toque a ningún individuo. Esto no es todo el prototipo de la belleza en esta especie, sino solamente la forma que constituye la condición indispensable de toda belleza, y por consiguiente, la exactitud solamente en la manifestación de la especie. Es la regla como se diría del célebre Doríforo de Policeto (se podría citar también la Vaca de Mirón en su especie). Esta regla no puede contener nada de específico, ni característico, porque entonces no sería una idea normal para la especie. Tampoco agrada como bella la manifestación de esta idea, sino que por medio de ella no faltan a ninguno condiciones, sin las cuales una cosa de esta especie no puede ser bella. Es simplemente regular (28).

     Es necesario distinguir la idea normal de lo bello, del ideal de lo bello, lo que no se puede conseguir más que en la figura humana por las razones ya expuestas. Luego el ideal aquí consiste en la expresión de la moral; sin esta expresión, el objeto no agradaría universal y positivamente (ni aun negativamente en una manifestación regular). La expresión sensible de las ideas morales que dirigen interiormente al hombre, puede muy bien sacarse de la sola experiencia; mas para que la presencia de estas ideas en todas las cosas que nuestra razón refiere al bien moral o a la idea de la suprema finalidad, para que la bondad del alma, su pureza, su vigor o su tranquilidad, etc., puedan, por decirlo así, llegar a ser visibles en una representación corporal (que sea como un efecto de la interior), es necesario que las ideas puras de la razón y una gran fuerza de imaginación se unan en el que quiere juzgar acerca de esto, y con mayor razón en el que quiere manifestarlo. La inexactitud de semejante ideal de belleza se revela por esta señal: que no permite que en la satisfacción que nos proporciona, se mezclen los atractivos sensibles, y que, sin embargo, excita un gran interés; lo que nos dice que el juicio que se rige por esta medida, no puede nunca ser estético, y que el juicio formado conforme a un ideal de belleza, no es un juicio puro del gusto.

DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADO DE ESTE TERCER MOMENTO

     La belleza es la forma de la finalidad de un objeto, en tanto que la percibimos sin representación de fin (29).

CUARTO MOMENTO DEL JUICIO DEL GUSTO O DE LA MODALIDAD DE LA SATISFACCIÓN REFERENTE A SUS OBJETOS

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§ XVIII

Lo que es la modalidad de un juicio del gusto

     Podemos decir de toda representación, que es al menos posible que se halle ligada (como conocimiento), a un placer. Cuando hablamos de cualquier cosa agradable entendemos por tal lo que realmente, excita el placer en nosotros. Mas lo bello lo concebimos como lo que tiene una relación necesaria con la satisfacción. Pero esta necesidad es de una especie particular; no es una necesidad teórica objetiva, en donde se puede reconocer a priori que cada uno reciba la misma satisfacción del objeto que se llama bello; es mucho menos una necesidad práctica, en donde por medio de los conceptos de una voluntad racional pura sirva de regla a los seres libres; la satisfacción es la consecuencia necesaria de una ley objetiva, y no significa otra cosa, sino que se debe obrar absolutamente de cierta manera (sin ningún otro designio). Como necesidad concebida en un juicio estético, no puede ser designada más que como ejemplar; es decir, es la necesidad del asentimiento de todos a un juicio considerado como ejemplo de una regla general, que no se puede dar. Como un juicio estético no es un juicio objetivo y de conocimiento, esta necesidad no puede ser derivada de conceptos determinados, y por consecuencia no es apodíctica. Mucho menos se puede sacar como consecuencia de la universalidad de la experiencia (de un eterno acuerdo de los juicios sobre la belleza con un objeto determinado); porque además de que la experiencia difícilmente suministraría muchos ejemplos de un parecido acuerdo, no se puede fundar sobre juicios empíricos un concepto de la necesidad de estos juicios.



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§ XIX

La necesidad objetiva que atribuimos al juicio del gusto es condicional

     El juicio del gusto exige el consentimiento universal; y el que declara que una cosa es bella, pretende que cada uno debe dar su asentimiento a esta cosa, y reconocerla también como bella. Esta necesidad contenida en el juicio estético es, pues, expresada por todos los datos que exige el juicio, pero solo de una manera condicional. Se busca el consentimiento de cada uno, porque con esto se tiene un principio que es común a todos. Se podría siempre afirmar esto, si siempre estuviéramos seguros de que el caso en cuestión, estuviese exactamente subsumido bajo este principio, considerado como regla del asentimiento.



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§ XX

La condición de la necesidad que presenta un juicio del gusto es la idea de un sentido común

     Si los juicios del gusto (como los del conocimiento), tuviesen un principio objetivo determinado, el que los formara conforme a este principio, podría atribuirles una necesidad incondicional. Si no tuviesen principios como los del simple gusto de los sentidos, no se pensaría siquiera en reconocerles necesidad alguna. Deben, pues, tener un principio subjetivo que determine por sólo el sentimiento y no por conceptos, pero, sin embargo, de una manera universalmente aceptable, lo que agrada, o desagrada. Pero un principio tal, no podría ser considerado más que como un sentido común, el cual es esencialmente distinto de la inteligencia común, que se llama también algunas veces sentido común (sensus comunis); esta, en efecto, no juzga por sentimientos, sino siempre conforme a conceptos, aunque ordinariamente estos conceptos no sean para ella más que oscuros principios.

     Sólo, pues, en la hipótesis de un sentido común (por lo que no entendemos un sentido exterior, sino el efecto que resulta del libre juego de nuestras facultades de conocer), es como se puede formar un juicio del gusto.



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§ XXI

Si con razón se puede suponer un sentido común

     Los conocimientos y los juicios, así como la convicción que los acompaña, deben poder ser universalmente participados; porque de lo contrario no habría nada de común entre estos conocimientos y su objeto; no serían todos más que un juego puramente subjetivo de las facultades representativas, precisamente como quiere el escepticismo. Mas si los conocimientos deben poderse participar, este estado del espíritu que consiste en el acuerdo de las facultades de conocer con un conocimiento en general, y esta proporción que conviene a una representación (por la cual se nos da un objeto), por lo que viene a ser un conocimiento, deben también poderse participar universalmente, porque sin esta proporción, condición subjetiva del conocer, el conocimiento no podría surgir como efecto. También tiene lugar cuando un objeto dado por los sentidos excita la imaginación a reunir en él los diversos elementos, y esta a su vez excita al entendimiento para darle unidad o formar en él los conceptos. Mas este concierto de las facultadas del conocer tiene diferentes proporciones, según sea la diversidad de los objetos dados. Debe ser bello siempre que la actividad armoniosa de las dos facultades (de las cuales la una excita a la otra) sea lo más útil a estas dos facultades relativamente al conocimiento en general, (de objetos dados), y esta armonía no puede ser determinada más que por el sentimiento (y no conforme a conceptos). Por lo que, como debe ser universalmente participada, y por tanto, también el sentimiento que tenemos de ella (en una representación dada), y como la propiedad que tiene un sentimiento de poder ser universalmente participado supone un sentido común, habrá razón para admitir este sentido común sin apoyarse por esto en observaciones psicológicas, sino como la condición necesaria de esta propiedad que tiene nuestro conocimiento de poder ser universalmente participado y que debe suponer toda lógica y todo principio de conocimiento que no es escéptico.



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§ XXII

La necesidad del consentimiento universal concebida en un juicio del gusto, es una necesidad subjetiva que es representada como objetiva bajo la suposición de un sentido común

     En todos los juicios por los que declaramos una cosa bella, no permitimos a nadie ser de otro parecer, aunque no fundamos nuestro juicio sobre conceptos, sino sólo sobre nuestro sentimiento; mas también este sentimiento no es para nosotros un sentimiento individual; es un sentimiento común. Pero este sentido común no puede fundarse sobre la experiencia, porque pretende pronunciar juicios que encierran una necesidad, una obligación; en él no se dice que cada uno estará de acuerdo, sino que deberá estar de acuerdo con nosotros. Así el sentido común en el juicio del cual nuestro juicio del gusto sirve de ejemplo, y nos autoriza a atribuir a este un valor ejemplar, es una regla puramente ideal, bajo cuya suposición un juicio que conformara con ella, así como la satisfacción referida por este juicio a un objeto, podría muy bien servir de regla para cada uno; porque el principio de que aquí se trata, no siendo ciertamente más que subjetivo, pero siendo considerado como subjetivamente universal (como una idea necesaria para cada uno), podría exigir como un principio objetivo, el asentimiento universal de los juicios formados conforme a este principio, con tal de que únicamente estemos bien seguros de que se hallan exactamente contenidos en el mismo.

     Esta regla indeterminada de un sentido común, es realmente supuesta para nosotros; es lo que prueba el derecho que nos atribuimos de formar juicios del gusto. ¿Y existe, en efecto, tal sentido común como principio constitutivo de la posibilidad de la experiencia, o más bien, hay un principio superior todavía a la razón, que nos dé una regla para referir este sentido común a fines más elevados? Por tanto, ¿es el gusto una facultad artificial que debemos adquirir, de suerte que el asentimiento universal no sea en el hecho más que una necesidad de la razón de producir este acuerdo del sentimiento, y que la necesidad objetiva del acuerdo del sentimiento de cada uno con el nuestro no significa más que la posibilidad de llegar a este acuerdo, y que el juicio del gusto no hace más que proponer un ejemplo de la aplicación de este principio? Es lo que nosotros no queremos ni podemos averiguar aquí; nos basta por ahora descomponer el juicio del gusto en sus elementos y unirlos en definitiva en la idea de un sentido común.

DEFINICIÓN DE LO BELLO SACADO DEL CUARTO MOMENTO

     Lo bello es lo que se reconoce sin concepto como el objeto de una satisfacción necesaria.

OBSERVACIÓN GENERAL SOBRE LA PRIMERA SECCIÓN DE LA ANALÍTICA

     Si se atiende al resultado de los análisis precedentes, se hallará que todo se reduce al concepto del gusto, es decir, al concepto de la facultad de juzgar un objeto en su relación con el ejercicio libre y legítimo de la imaginación. Pero cuando en un juicio del gusto se considera la imaginación en su estado de libertad, no es considerada como reproductiva, como cuando está sometida a las leyes de la asociación, sino como productiva y espontánea (como causa de formas arbitrarias de intuiciones posibles), y aunque en la aprehensión de un objeto sensible dado se halla ligada a la forma determinada de este objeto, y no tiene un libre ejercicio como en la poesía, se ve bien, sin embargo, que el objeto puede suministrarle precisamente una forma, un conjunto de diversos elementos tal, que si hubiera sido abandonada a sí misma, pudiera haberlo formado conforme a las leyes del entendimiento en general. Mas ¿no es una contradicción que la imaginación sea libre, y que al mismo tiempo se conforme a las leyes de ella misma, es decir, que encierre una autonomía? El entendimiento sólo es el que da la ley. Pero cuando la imaginación es forzada a proceder según una ley determinada, su producción en cuanto a la forma, es determinada por conceptos que indican lo que debe ser, y entonces la satisfacción, como ya lo hemos demostrado anteriormente, no es la de lo bello, sino la del bien, la de la perfección, al menos de la perfección formal, y el juicio no es un juicio del gusto. Una relación de conformidad a las leyes, y que no supone ninguna ley determinada, un acuerdo subjetivo de la imaginación con el entendimiento, y no un acuerdo subjetivo como aquel que tiene lugar cuando la representación se refiere al concepto determinado de un objeto, he aquí, pues, lo que únicamente puede constituir una libre conformidad con las leyes del entendimiento (lo cual también se llama finalidad sin fin) y en lo que consiste la propiedad de un juicio del gusto.      Pero los críticos del gusto citan ordinariamente como ejemplos de la belleza (como los más simples y los más verdaderos), las figuras geométricas regulares, como un círculo, un cuadrado, un cubo, etc. Y sin embargo, no se les llama regulares más que porque no podemos representarlas más que considerándolas como simples exhibiciones de un concepto determinado (que prescribe a la figura su regla). Es necesario, pues, que una de estas dos maneras de juzgar sea falsa; o la de los críticos que atribuyen la belleza a esta especie de figuras, o la nuestra, porque halla la finalidad sin concepto necesario de la belleza.

     Nadie afirmará seguramente que sea necesario tener gusto para alcanzar más satisfacción con un círculo que con la primera figura que se encuentra, con un cuadrilátero, cuyos ángulos sean agudos y los lados irregulares, y que está como cojo, porque esto no mira más que a la inteligencia común y no al gusto. Por esto, donde hay un fin, por ejemplo, el de determinar la extensión de un lugar o el de mostrar en un dibujo la relación de sus partes entre sí, y con el todo, es necesario que las figuras sean regulares, aun las más simples; y la satisfacción no descansa inmediatamente sobre la intuición de la forma, sino sobre su utilidad, relativamente a tal o cual fin posible. Una habitación, cuyos muros forman ángulos agudos, un parterre de la misma forma, en general, toda falta de simetría, tanto en la forma de los animales (por ejemplo, la privación de un ojo), como en la de los edificios o jardines, desagrada; pues todo esto es contrario a los fines de estas cosas, y no nos ocupamos solamente del uso determinado que de ellas se puede hacer prácticamente, sino de todo lo que en las mismas podemos considerar. Pero todo esto no se aplica al juicio del gusto, el cual, cuando es puro, refiere inmediatamente la satisfacción a la simple consideración del objeto, sin mirar a ningún uso ni a ningún fin.

     La regularidad que conduce al concepto de un objeto, es la condición indispensable (conditio sine qua non), para percibir el objeto en una sola representación, y determinar los elementos diversos que constituyen su forma. Esta determinación es un fin relativamente al conocimiento, y bajo este mismo respecto se halla siempre ligado a la satisfacción (que siempre acompaña la ejecución de todo proyecto aún problemático). Pero en esto no hay más que una aprobación dada a la solución de un problema, y no un libre ejercicio, una finalidad indeterminada de las facultades del espíritu, que tiene por objeto lo que llamamos bello, y en donde la inteligencia se halla al servicio de la imaginación, y no ésta al servicio de aquella.

     En una cosa que no sirve más que para un fin, como un edificio, y aun un animal, la regularidad que consiste en la simetría, debe expresar la unidad de intuición que acompaña al concepto de fin, y pertenece al conocimiento. Mas por esto, donde no debe haber más que un libre ejercicio de las facultades representativas (bajo la condición siempre de que el entendimiento no sufra ningún ataque), en los jardines de recreo, en los adornos de sala, en los muebles elegantes, etc., se evita en lo posible la regularidad que revela una imposición. También el gusto de los jardines ingleses, el de los muebles góticos, puede llevar la libertad de imaginación hasta los límites de lo grotesco, y en la ausencia de toda imposición, de toda regla, es en lo que el gusto, aplicándose a las fantasías de la imaginación, puede mostrar toda su perfección.

     Todo objeto perfectamente regular (que se aproxima a la regularidad matemática) tiene algo en sí que repugna al gusto; la contemplación del mismo no ocupa mucho tiempo el espíritu, y a menos que éste no tenga expresamente por fin el conocimiento o cualquier objeto práctico determinado, sufre con él un gran fastidio. Por el contrario, aquello en que la imaginación se puede ejercitar libre y armoniosamente, es siempre nuevo para nosotros, y no nos fatiga el contemplarlo. Morsden, en su descripción de Sumatra, nota que en este país, las bellezas libres de la naturaleza rodean al espectador por todas partes y tienen para él poco atractivo, mientras que se hallaría mucho más impresionado cuando en medio de un bosque hallara un campo de pimienta, en donde los pies en que se apoya esta planta, formasen paseos paralelos; y concluye diciendo que la belleza campestre, irregular en apariencia, no agrada más que por el contraste, al que está cansado de la regular. Pero no había más que probar a quedarse un día en su campo de pimienta, para apercibirse de que cuando el entendimiento se pone de acuerdo por medio de la regularidad, con el orden de que siempre necesita, el objeto no le entretiene mucho, sino que por el contrario, impone a la imaginación una violencia desagradable, mientras que la naturaleza rica y variada en este país hasta la prodigalidad, y no hallándose sometida a la violencia de ninguna regla del arte, puede alimentar su gusto perpetuamente. El mismo canto de los pájaros, que no podemos reducir a reglas musicales, parece anunciar más libertad, y convenir mejor por tanto al gusto que el de los hombres, que está sometido a todas las reglas de la música; nos hallamos completamente fatigados de este último, cuando se repite muchas veces y por largo tiempo. Mas aquí tomamos sin duda la simpatía que en nosotros excita la alegría de un pequeño animal a quien queremos por la belleza de su canto; porque cuando este canto se imita exactamente por el hombre (como sucede algunas veces con el canto de la cigarra), parece monótono por completo a nuestro oído.

     Es necesario distinguir todavía las cosas bellas de los bellos aspectos que atribuimos a los objetos (que su distancia nos impide muchas veces conocer más perfectamente). En este último caso, el gusto parece menos referirse a lo que la imaginación recibe en este campo, que a buscar en él una ocasión de ficción, es decir, estas fantasías particulares en que se entretiene continamente el espíritu excitado por una variedad de cosas que hieren al oído: tal es el aspecto de las variadas formas del fuego de una chimenea o de un arroyo que murmura; estas cosas no constituyen bellezas, sino que tienen un atractivo para la imaginación, entreteniendo con ellas en libre juego.

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