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NUEVA BIBLIOTECA FILOSÓFICA



CRÍTICA

DEL JUICIO

SEGUIDA DE LAS OBSERVACIONES

SOBRE EL SENTIMIENTO DE LO BELLO Y LO SUBLIME

POR MANUEL KANT,

TRADUCIDA DES FRANCÉS

POR ALEJO GARCÍA MORENO,

Y JUAN RUVIRA,

CON UNA INTRODUCCIÓN DEL TRADUCTOR FRANCÉS,

J. BARNI.



TOMO II



MADRID

LIBRERÍAS DE

FRANCISCO IRAVEDRA,                                                                         ANTONIO NOVO,

           Capellanes, 2.                                                                                        Jacometrezo, 51.

1876.



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Segunda parte

Crítica del juicio teleológico

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§ LX

De la finalidad objetiva de la naturaleza

     Los principios trascendentales del conocimiento nos autorizan a admitir una finalidad, por la cual la naturaleza en sus leyes particulares se concierta subjetivamente con la facultad de comprensión del juicio humano, y nos permite juntar las experiencias particulares en un sistema; porque entre las diversas producciones de la naturaleza, se puede admitir también la posibilidad de otras que tienen cierta forma específica por carácter, es decir, que como si fuesen hechas expresamente para nuestra facultad de juzgar, sirven con su variedad y su unidad, como para fortificar y sostener las fuerzas del espíritu (que se hallan en juego en el ejercicio de esta facultad) lo que les ha valido el nombre de bellas formas.

     Más que la contingencia de la naturaleza se hallan en la relación de medios a fines, y que su posibilidad no se pueda comprender suficientemente más que por medio de esta especie de causalidad, es de lo que no hallamos la razón en la idea general de la naturaleza, considerada como el conjunto de los objetos sensibles. En efecto: en el precedente caso, la representación de las cosas, siendo algo en nosotros, pudiera muy bien ser concebida a priori como apropiada al destino interior de nuestras facultades de conocer. Mas ¿cómo fines que no son los nuestros y que tampoco pertenecen a la naturaleza (que nosotros no admitimos como un ser inteligente), pueden y deben constituir una especie de causalidad, o al menos un carácter completamente particular de conformidad con las leyes? Esto es lo que es imposible de presumir a priori con algún fundamento. Con mayor razón, la experiencia misma no puede demostrar la realidad de esto, si no se ha introducido ya ingeniosamente el concepto de fin en la naturaleza de las cosas. No sacamos, pues, este concepto de los objetos y del conocimiento empírico que de ellos tenemos; y por consiguiente, nos servimos de él, más bien para comprender la naturaleza por analogía con un principio subjetivo del enlace de las representaciones, que para el conocimiento por medio de principios objetivos.

     Además, la finalidad objetiva, como principio de la posibilidad de las cosas de la naturaleza, está tan lejos de conformarse necesariamente con el concepto de la misma, que ella es la que se invoca para probar la contingencia de la naturaleza y de sus formas. En efecto; cuando se habla de la estructura de un ave, de las células formadas en sus huesos, de la disposición de sus alas para el movimiento, de la de su cola que le sirve como de timón, después se dice que todo esto es contingente, si se le considera relativamente al simple nexus afectivus de la naturaleza, y no se invoca todavía una especie particular de causalidad, la de los fines (nexus finalis), es decir, se muestra que la considerada como simple mecanismo, habría podido tomar otras mil formas, sin quebrantar la unidad de este principio, y que por consiguiente, no se puede esperar hallar a priori la razón de esta forma en el concepto mismo de la naturaleza, sino que es necesario buscarlo fuera de este concepto.

     Hay, sin embargo, razón para admitir, al menos de una manera problemática, el juicio teleológico en la investigación de la naturaleza, pero a condición de que no se haga de él un principio de investigación y observación más que por analogía con la causalidad determinado por fines, y que no se pretenda explicar nada por este medio. Pertenece al juicio reflexivo y no al juicio determinante. El concepto de las relaciones y formas finales de la naturaleza, es la menos un principio además que sirve para reducir sus fenómenos a reglas, allí donde no bastan las leyes en una causalidad puramente mecánica. Recurrimos, en efecto, a un principio teleológico, siempre que atribuimos la causalidad al concepto de un objeto, como si este concepto estuviese en la naturaleza (y no en nosotros mismos), o que, por mejor decir, nos representásemos la posibilidad de un objeto por analogía con este género de causalidad (que es la nuestra), concibiendo de este modo la naturaleza, como siendo técnica por su propio poder, en lugar de no tener en su causalidad más que un simple mecanismo, como sucedería, si no se le atribuyese este modo de acción. Si, por el contrario, admitimos en la naturaleza causas que obran con intención, y si, por consiguiente, damos por fundamento a la teleología no simplemente un principio regulador, que nos sirva para juzgar los fenómenos de la naturaleza, considerada en sus leyes particulares, sino un principio constitutivo que determine el origen de sus producciones, entonces el concepto de un fin de la naturaleza no pertenecerá al juicio reflexivo, sino al juicio determinante. O más bien, este concepto no pertenecería propiamente al juicio (como el de la belleza, en tanto que finalidad formal subjetiva); como concepto racional, introduciría en la ciencia de la naturaleza una nueva especie de causalidad. Mas esta especie de causalidad no hacemos más que sacarla de nosotros mismos para atribuirla a otros seres, sin querer por esto asimilarlos a nosotros.



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Primera sección

Analítica del juicio teleológico

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§ LXI

De la finalidad objetiva que es simplemente formal a diferencia de lo que es material.

     Todas las figuras geométricas trazadas conforme a un principio, revelan una finalidad objetiva, muchas veces maravillosa por su variedad, es decir, que sirven para resolver muchos problemas con un sólo principio, y cada uno de estos de una manera infinitamente varia. La finalidad es aquí evidentemente objetiva o intelectual, y no simplemente subjetiva y estética. Porque ella expresa la propiedad que tiene la figura de engendrar muchas figuras propuestas, y es además reconocida por la razón. Mas la finalidad no constituye, sin embargo, la posibilidad del concepto del objeto mismo, es decir, que no se considera como siendo posible únicamente en relación a este uso.

     Esta figura tan simple que se llama círculo, contiene el principio de la solución de una multitud de problemas, de los que cada uno exigiría por sí muchos trabajos preparatorios, mientras que esta solución se ofrece por sí misma como una de las admirables e infinitamente numerosas propiedades de esta figura. Si se trata, por ejemplo, de construir un triángulo con una base dada y el ángulo opuesto, el problema es indeterminado, es decir, que se puede resolver de una manera infinitamente varia. Mas el círculo encierra todas estas soluciones del problema, como el lugar geométrico que suministra todos los triángulos que satisfacen a las condiciones dadas. O bien, si se quiere que dos líneas se corten de tal suerte que el rectángulo formado por las dos partes de la una sea igual al formado por las de la otra, la solución del problema presenta mucha dificultad. Mas para que dos líneas se dividan en esta proporción, basta que se corten en el interior del círculo, y terminen en su circunferencia. Las demás líneas curvas suministrarían también soluciones de este género, que no habría hecho concebir al pronto la regla conforme a la cual las construimos. Todas las secciones cónicas, cualquiera que sea la simplicidad de su definición, sea que se las considere en sí mismas, sea que se las refiera a sus propiedades, son fecundas en principios para la solución de una multitud de problemas posibles.

     Causa un verdadero placer el ver el ardor con que los antiguos geómetras investigaban las propiedades de esta especie de líneas, sin inquietarse por esta cuestión propia de espíritus limitados: ¿qué bien nos trae este conocimiento? Así es, por ejemplo, que investigaban las propiedades de la parábola, sin conocer la ley de la gravitación hacia la superficie de la tierra, que les hubiera suministrado la aplicación de la parábola a la trayectoria de los cuerpos solicitados por la gravedad (cuya dirección puede considerarse como paralela a sí misma en toda la duración de su movimiento). Así es también que estudiaban las propiedades de la elipse sin adivinar que en esto había también una gravitación para los cuerpos celestes, y sin conocer la ley que rige la gravedad de estos cuerpos en sus diversas distancias al centro de atracción, y que hace que, aunque estén enteramente libres, se vean obligados a describir esta curva.

     Trabajando así sin saberlo para la posteridad, gozaban al encontrar en la esencia de las cosas una finalidad, cuya necesidad hubiesen podido mostrar a priori. Platón, maestro en esta ciencia llega al entusiasmo tratándose de esta disposición originaria de las cosas, cuyo descubrimiento puede exceder toda experiencia, y sobre la facultad que tiene el espíritu de poder llevar la armonía de los seres a su principio supra-sensible (comprendiendo las propiedades de los números, con los que el espíritu juega en la música).

     Este entusiasmo lo elevaba sobre los conceptos de la experiencia a la región de las ideas, que no le parecían explicables más que por un comercio intelectual con el principio de todos los seres. No es extraño que excluyera de su escuela los que no sabían geometría; porque lo que Anaxágoras deducía de los objetos de la experiencia y de su enlace final, pensaba derivarlo de una intuición pura, inherente al espíritu humano. La necesidad en la finalidad, es decir, la finalidad de las cosas que se hallan dispuestas como si hubiesen sido hechas a propósito para nuestro uso, pero que parecen, sin embargo, pertenecer originariamente a la esencia de las cosas sin tener en cuenta nuestro uso, he aquí el principio de la gran admiración que nos causa la naturaleza, menos todavía fuera de nosotros, que en nuestra propia razón. Además es un error muy excusable el pasar insensiblemente de esta admiración al fanatismo.

     Mas aunque esta finalidad intelectual sea objetiva (y no subjetiva como la finalidad estética), no podemos concebirla, en cuanto a su posibilidad, más que como formal (no como real), es decir, solo como una finalidad a la cual no es necesario dar un fin, una teleología por principio, sino que basta concebirla de una manera general. El círculo es una intuición que el entendimiento determina conforme a un principio; la unidad de este principio, que yo admito arbitrariamente y de la cual me sirvo como de un concepto fundamental, aplicada a una forma de la intuición (al espacio), que sin embargo no se encuentra en mí más que como una representación, pero como una representación a priori, esta unidad hace comprender la de muchas reglas, que derivan de la construcción de este concepto, y que son conformes a muchos fines posibles, sin que haya necesidad de suponer para esta finalidad un fin o algún otro principio. Del mismo modo no le hay cuando hallo el orden y la regularidad en un conjunto de cosas exteriores, encerrado en ciertos límites, por ejemplo, en un jardín, el orden y la regularidad de los árboles, de los parterres, de los paseos; yo no puedo esperar el deducirlos a priori de una circunscripción arbitraria de un espacio, porque estas son cosas existentes, que no pueden ser conocidas más que por medio de la experiencia, y no se trata, como ahora, más que de una simple representación determinada en mí a priori, conforme a un principio. Es porque esta última finalidad (la finalidad empírica) en tanto que real depende del concepto de un fin.

     Pero se ve también la razón legítima de nuestra admiración por esta misma finalidad que percibimos en la esencia de las cosas (en tanto que sus conceptos pueden ser construidos). Las reglas variadas cuya unidad (fundada sobre un principio) causa admiración, son todas sintéticas, y no derivan de un concepto del objeto, por ejemplo, del círculo, sino que necesitan que este concepto sea dado en la intuición. Mas por lo mismo, esta unidad tiene trazas de hallarse fundada empíricamente sobre un principio diferente de nuestra facultad de representación, y se diría entonces que la concordancia del objeto con la necesidad de las reglas, inherente al entendimiento, es contingente en sí, y por consiguiente no es posible más que por un fin establecido expresamente para esto. Por lo que esta armonía, no siendo, sin embargo de toda esta finalidad, reconocida empíricamente, sino a priori, debería conducirnos por sí misma a la conclusión de que el espacio, cuya determinación sólo hace posible el objeto (por medio de la imaginación y conforme a un concepto), no es una cualidad de las cosas fuera de nosotros, sino un simple modo de representación en nosotros, y que de este modo en la figura que yo trazo conforme a un concepto, es decir, en mi propia manera de representarme lo que me es dado exteriormente, aunque esto pudiese en sí, soy yo quien introduce, la finalidad, sin estar instruido de ello empíricamente por la cosa misma, y por consiguiente, sin tener para ello de ningún fin particular fuera de mí en el objeto. Pero como esta consideración exige ya un uso crítico de la razón, y por consiguiente no se sobreentiende al principio en el juicio que formamos del objeto conforme a sus propiedades, este juicio no me da inmediatamente más que la unión de reglas heterogéneas (aun en lo que ellas tienen de heterogéneo) en un principio particular que descanse a priori fuera de mis conceptos, y en general de mi representación. Por lo que la sorpresa viene de que el espíritu queda en suspenso por la incompatibilidad de una representación y de la regla dada por la misma con los principios que le sirven ya de fundamento, y por esto llega a dudar si ha visto o juzgado bien; mas la admiración es una sorpresa que no cesa nunca, ni aun después de la desaparición de esta duda. Por consiguiente, la admiración es un efecto completamente natural de esta finalidad que observamos en la esencia de las cosas (consideradas como fenómenos), y no se puede condenar, porque no solamente nos es imposible explicar por qué la unión de esta forma de la intuición sensible (que se llama el espacio) con la facultad de los conceptos (el entendimiento) es precisamente tal y no otra, sino que esta unión misma extiende el espíritu haciéndole como presentir algo todavía que descansa sobre estas representaciones sensibles, y que puede contener el último principio (desconocido para nosotros) de este acuerdo. No tenemos ciertamente necesidad de conocerlo cuando simplemente se trata de la finalidad formal de nuestras representaciones a priori; mas la sola necesidad en que estamos de pensar en él; excita la admiración por el objeto que nos la impone.

     Se acostumbra llamar bellezas las propiedades de que hemos hablado, las de las figuras geométricas como las de los números, a causa de cierta finalidad que muestran a priori para diversos usos del conocimiento, y que la simplicidad de su construcción no hubiera hecho sospechar. Así, por ejemplo, se habla de tal o cuál bella propiedad del círculo, que se descubriría de esta o la otra manera; mas esto no es allí un juicio estético de finalidad; esto no es uno de los juicios sin concepto que no indican más que una finalidad subjetiva en el libre juego de nuestras facultades de conocer; esto es un juicio intelectual, fundado sobre conceptos, que da claramente a conocer una finalidad objetiva, es decir, una conformidad con los diversos objetos (infinitamente varios). Esta propiedad debería llamarse con más razón perfección relativa que belleza de una figura matemática. En general, apenas se puede admitir la expresión de belleza intelectual, porque la palabra belleza perdería entonces todo sentido determinado, o la satisfacción sensible. El nombre de belleza convendría mejor a la demostración de estas propiedades; porque por esta demostración, el entendimiento en tanto que facultad de los conceptos, y la imaginación en tanto que facultad que suministra la exhibición de estos conceptos, se sienten fortificados a priori (este es el carácter que junto con la precisión que lleva la razón, llamamos la elegancia de la demostración): aquí al menos, si la satisfacción tiene su principio en los conceptos, es subjetiva, mientras que la perfección produce una satisfacción objetiva.



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§ LXII

De la finalidad de la naturaleza que no es más que relativa, a diferencia de la que es interior

     La experiencia lleva nuestra facultad de juzgar al concepto de una finalidad objetiva y material, es decir, al concepto de un fin de la naturaleza; entonces es solamente cuando tenemos, para juzgar, una relación de causa a efecto (99) que no somos capaces de comprender sin suponer en la causalidad de la causa misma la idea del efecto como la condición de la posibilidad de este efecto o el principio que determina su causa a producirle. Mas esto puede hacerse de dos modos: se considera el efecto, o inmediatamente como una producción hecha con arte, o solamente como una materia destinada al arte de otros seres posibles de la naturaleza, y por consiguiente, o como un fin, o como un medio para la finalidad de otras causas. Esta última finalidad se llama utilidad (por lo que se refiere a los hombres), y aun conveniencia (100) (por lo que se refiere a otros seres), y no es más que relativa, mientras que la primera es una finalidad interior de la naturaleza.

     Los ríos, por ejemplo, llevan consigo tierras útiles a la vegetación, que depositan alguna vez en los campos por donde pasan, muchas veces también en su desembocadura. En muchos países las olas arrojan el limo a la costa, o lo depositan en la orilla; y principalmente cuando los hombres tienen cuidado de que el reflujo no lo vuelva a arrastrar, la tierra allí viene a ser más fértil, y la vegetación toma el puesto que ocupaban los peces y los testáceos. Así es, que la naturaleza ha producido por sí misma la mayor parte de los aumentos de terreno, y continúa todavía, aunque lentamente. Por lo que la cuestión es saber si estos aluviones deben ser considerados como fines de la naturaleza, a causa de su utilidad para los hombres, porque no se puede hablar de la ventaja que de esto resulta para la misma vegetación, puesto que lo que esta gana, los animales del mar lo pierden.

     O bien, para presentar un ejemplo de la conveniencia de ciertas cosas de la naturaleza para otros seres, con relación a las cuales pueden considerarse como medios, decir que no hay mejor terreno para los pinos que un terreno arenoso, por lo que el Océano, antes de retirarse de la tierra, ha dejado tantas capas de arena en nuestras comarcas del Norte, que han podido elevarse sobre suelo extensos bosques de pinos, cuya tierra, por lo demás, es impropia para toda cultura, y acusamos muchas veces, a nuestros antepasados de haberlos destruido sin razón. Se puede preguntar si este antiguo depósito de capas de arena era un fin de la naturaleza, trabajando en favor de los bosques de pinos que más tarde allí pudieran formarse. Lo que hay de cierto es que si hay necesidad de ver allí un fin de la naturaleza, se debe mirar también esta arena como un fin, pero solamente como un fin relativo que a su vez tenía por medios la antigua rivera y la retirada del mar; porque en la serie de miembros de una relación final subordinados entre sí, cada miembro intermedio debe considerarse como un fin (mas no como fin último), cuya causa más próxima es el medio. Así, también, si debía haber en el mundo bueyes, cabras, caballos y otros animales de este género, era necesario que hubiese también yerba sobre la tierra; y si debía haber camellos, era necesario que hubiese en los desiertos plantas propias para alimentarlos; y además era necesario que estos animales y otras especies de herbívoros existiesen en abundancia, para que pudiese haber lobos, tigres y leones. Por consiguiente, la finalidad objetiva que se funda sobre esta relación, no es una finalidad objetiva de las cosas en sí, como habría que admitir sí por ejemplo, no se pudiese concebir la arena en sí misma como un efecto del mar, que es la causa de ella, sin suponer un fin a esta, y sin considerar el efecto, a saber la arena, como una cosa hecha con arte. Es una finalidad que no es más que relativa, y no existe más que accidentalmente en la cosa a que se atribuye; y aunque entre los ejemplos citados, se debía mirar la yerba como una producción organizada de la naturaleza, por consiguiente, como una cosa hecha con arte, en su relación con los animales que se alimentan de ella, no debe considerarse más que como una materia bruta.

     Pero cuando, en fin, el hombre, gracias a la libertad de su causalidad, encuentra las cosas de la naturaleza útiles para sus designios, en verdad muchas veces extravagantes (como cuando se sirve de plumas de aves para engalanarse y tierras de color y jugos de las plantas para acicalarse), pero alguna vez también razonables, como cuando se sirve del caballo para viajar, del buey y aun del asno y del cochino, (así como se hace en la isla de Menorca), para labrar, no se puede admitir aun en esto un fin relativo de la naturaleza (para este uso). Porque su razón sabe hacer concurrir las cosas con las representaciones de la fantasía, a las cuales no estaban predestinadas por su naturaleza. Solamente si se admite que debe haber hombres sobre la tierra, los medios al menos, sin los que los hombres no podrían existir, en tanto que animales, y aun en tanto que seres racionales (en cualquier grado, por débil que sea), no pueden faltar; mas entonces las cosas de la naturaleza que son indispensables para este uso, deben considerarse también como fines de la misma.

     Se ve claramente con esto, que la finalidad exterior (la utilidad de una cosa por medio de otras), no puede considerarse como un fin exterior de la naturaleza, más que a condición de que la existencia de la cosa, a la cual se refiere de cerca o de lejos, sea por sí misma un fin de la misma. Mas como esto no se puede jamás demostrar por la simple consideración de la naturaleza, se sigue que la finalidad relativa, aunque nos haga hipotéticamente pensar en los fines de aquella, sin embargo, no puede legítimamente dar lugar a ningún juicio teleológico absoluto.

     La nieve en los países fríos, defiende los sembrados contra la helada, y facilita el comercio de los hombres (por medio de los trineos). Los Lapones se sirven por esto de ciertos animales (los renos), que hallan un alimento suficiente en un musgo seco, que saben sacar debajo de la nieve, y que se dejan fácilmente amansar y domar, aunque podrían también vivir en libertad. Para otros pueblos situados en la misma zona glacial, el mar contiene una rica provisión de animales que les sirven para alimentarse y vestirse, y aun les suministran materias inflamables que les sirven para calentar sus chozas, que construyen con la madera que el mar les trae. Por lo que hay en esto un concurso admirable de relaciones de la naturaleza a un fin, y este fin es el Groenlandés, el Lapón, el Samoyedo o Samoida, el Yácula o cualquier otro pueblo. Mas las no se ve por qué, en general, debe haber hombres con estas comarcas. Es por lo que se formaría un juicio muy atrevido y arbitrario, diciendo que si los vapores formados por el aire caen en este país bajo la forma de nieve, que si la mar tiene corrientes que llevan la madera venida de los países cálidos, y que si encierra grandes animales llenos de aceite, es porque la causa que produce todas las cosas de la naturaleza, ha tenido por principio la idea de venir en ayuda de ciertas pobres criaturas. Porque aun cuando no existiesen todas estas ventajas de la naturaleza, no tendríamos fundamento para hallar las causas de la naturaleza insuficientes para nuestra utilidad, y nos parecería, por el contrario, una temeridad y una falta de consideración el pedir a la naturaleza una disposición de este género, y atribuirle un fin semejante (atendiendo a que la discordia únicamente ha podido arrojar a los hombres a comarcas tan inhospitalarias).



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§ LXIII

Del carácter propio de las cosas, en tanto que fines de la naturaleza

     Para concebir que una cosa no es posible más que como fin, es decir, que la causalidad a que debe su origen, no se debe buscar en el mecanismo de la naturaleza, sino en una causa cuyo poder sea determinado por conceptos, es necesario que la posibilidad de la forma de esta cosa no se pueda sacar de simples leyes de la naturaleza, es decir, de leyes que nuestro sólo entendimiento pueda reconocer en su aplicación a los fenómenos; es necesario que el conocimiento empírico de esta forma, considerada en su causa y como efecto, suponga conceptos de la razón. Esta forma es contingente a los ojos de la razón que la refiere a todas las leyes de la naturaleza, es decir, que la razón que debe también buscar la necesidad en la forma de toda producción de la naturaleza, en este caso que no quiere más que percibir las condiciones ligadas a esta producción, no puede, sin embargo, admitir esta necesidad en la forma dada; esta misma contingencia es la que nos determina a considerar la casualidad de esta forma como si no fuese posible más que por la razón. Pero esta es la facultad de obrar conforme a los fines (la voluntad), y el objeto que no se representa como posible más que por esta facultad, no será representado así, como posible, mas que en tanto que sea fin.

     Si alguien percibe en un país que parezca inhabitado, una figura geométrica, como un exágono regular, trazado sobre la arena, su reflexión, ejercitándose sobre el concepto de esta figura, notará aunque de una manera confusa, con la ayuda de la razón, la unidad del principio de la producción de este concepto, y entonces, conforme a la razón, no podrá buscar el principio de la posibilidad de esta figura en las cosas que conoce como la arena, la mar vecina, los vientos o aun. las huellas de los animales, o en otra causa privativa de la razón. Porque la contingencia de este acuerdo de una forma con un concepto, que no es posible más que en la razón, lo parecería tan infinitamente grande, que sería como si no hubiera para producir la ley de la naturaleza; y por consiguiente, el principio de la causalidad de un efecto semejante, no puede buscarse en el puro mecanismo de la naturaleza, sino en un concepto del objeto, que solo la razón puede suministrar, y con el cual solo ella puede compararle, y así es que se puede considerar este efecto como un fin, no ciertamente como un fin de la naturaleza, sino como un producto del arte (vestigium hominis video).

     Mas para que una cosa, en la cual se reconoce una producción de la naturaleza, pueda al mismo tiempo ser juzgada como un fin, por consiguiente, como un fin de la naturaleza, es necesario, si no hay en esto nada de contradictorio, algo más todavía. Diremos provisionalmente que una cosa existe como fin de la naturaleza, cuando es la causa y el efecto de sí misma, porque hay aquí una causalidad que no se puede relacionar con el simple concepto de la naturaleza, sin suponer un fin a esta; pero que se puede a esta condición, cuando no comprender, al menos concebir sin contradicción. Antes de analizar completamente esta idea de un fin de la naturaleza, expliquémosla ahora por medio de un ejemplo.

     En primer lugar, un árbol produce otro, conforme a una ley conocida de la naturaleza. Mas el árbol que produce es de la misma especie, y así él se produce por sí mismo en cuanto a la especie; se conserva siempre en esta misma especie, de un lado como un efecto, del otro como causa, incesantemente reproducida por sí misma y reproduciéndose siempre.

     En segundo lugar, un árbol se produce por sí mismo como individuo. Esta especie de efecto no es, a la verdad, más que el crecimiento; mas este crecimiento es enteramente diferente de todo aumento producido por las leyes mecánicas, que se parece a una producción, bajo otro nombre. Esta planta elabora la materia que emplea para su crecimiento, de manera que se la asimila, es decir, de manera que le da la cualidad que le es específicamente propia, y que fuera de ella no puede suministrar el mecanismo de la naturaleza, y se desenvuelve de este modo por una materia, que en virtud de esta asimilación, es su propio producto. Porque, si relativamente a las partes constitutivas que recibe de la naturaleza exterior, esta materia no puede considerarse más que como una educción, se halla, sin embargo, en la elección y en la nueva composición de esta materia bruta tal originalidad, que todo el arte del mundo no basta cuando se busca para reconstituir una producción del reino vegetal con los elementos que ha separado al descomponerla, o con la materia que la naturaleza suministra para alimentarla.

     En tercer lugar, una porción de estos seres se producen por sí mismos, de tal suerte, que la conservación de lo unos depende de la conservación de los otros. Un botón, sacado de un rama de un árbol e injerto sobre la rama de otro, produce sobre una planta extraña una planta de su especie, y del mismo modo una aguja sobre un tronco extraño. Por esto se puede considerar en el mismo árbol cada rama o cada hoja, como simplemente habiendo sido ingertas sobre este árbol, y por consiguiente, como un árbol que existe por sí mismo que solamente se refiere, a otro y es su parásito. Además las hojas son, en verdad, productos del árbol, mas a su vez lo conservan también; porque se le destruiría despojándole con frecuencia de sus hojas, y su crecimiento depende de un efecto sobre el tronco. No mencionaremos aquí mas que de paso, aunque se deben colocar entre las propiedades más sobresalientes de los seres organizados, estos recursos que la naturaleza les lleva por sí misma para repararlos, cuando la falta de una parte necesaria para la conservación de las partes inmediatas, se llena por las demás, y estos defectos de organización o estas deformidades, en las cuales ciertas partes remedian los vicios de constitución o los obstáculos, formándose de una manera completamente nueva, para conservar lo que es, y para producir un ser anormal.



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§ LXIV

Las cosas, en tanto que fines de la naturaleza, son seres organizados

     Conforme al carácter indicado en el párrafo precedente, para que una cosa que es una producción de la naturaleza no pueda reconocerse posible más que como un fin de la misma, es necesario que contenga una relación recíproca de causa o efecto; mas esta es aquí una expresión algún tanto impropia e indeterminada, y que necesita reducirse a un concepto determinado.

     La relación causal, en tanto que se la concibe simplemente por el entendimiento, constituye una serie (de causas y de efectos) que va siempre en descenso; y las cosas que como efectos, presuponen otras como causas, no pueden ser recíprocamente causas de estas. Se llama esta relación causal relación de causas eficientes (nexus effectivus). Mas de otro lado se puede concebir también una relación causal determinada por un concepto racional (de fines), que considerada como una serie, encerraría una dependencia ascendente y descendente, es decir, que la cosa que se designa como efecto, merece también, ascendiendo, el nombre de causa de esta misma cosa de la que es ella el efecto. En la práctica (o en el arte) se halla fácilmente este género de relación: por ejemplo, la casa es en verdad la causa del alquiler que se recibe; mas también la representación de esta renta posible ha sido la causa de la construcción de esta causa. Esta nueva relación causal, se llama relación de causas finales (nexus finalis). Será quizá mejor nombrar la primera, relación de causas reales, y la segunda relación de causas ideales, puesto que esta denominación hace entender, que aquí no puede haber más que dos especies de causalidad.

     En una cosa que debe considerarse como un fin de la naturaleza, es necesario, en primer lugar, que las partes que comprende (en cuanto a su existencia y a su forma) no sean posibles más que por su relación con el todo. Porque la cosa misma, siendo un fin, es comprendida bajo un concepto o una idea que debe determinar a priori todo lo que debe hallarse en ella contenido. Mas en tanto que uno se limita a concebir una cosa como posible de esta manera, es simplemente una obra de arte, es decir, la producción de una causa racional que es distinta de la materia (de las partes) de estas cosas, y que (en la unión y combinación de ellas) ha sido determinada por la idea de un todo posible de esta manera (y no por la naturaleza exterior).

     Por consiguiente, para que una cosa, en tanto que producción de la naturaleza, contenga en sí misma y en su posibilidad interior una relación a los fines, es decir, no sea posible más que como fin de la naturaleza, y no haya necesidad de la causalidad de los conceptos de seres racionales fuera de ella, se necesitará, en segundo lugar, que las partes de la cosa concurran a la unidad del todo, mostrándose recíprocamente causa y efecto de su forma. Porque solo de esta manera es como recíprocamente la idea del todo puede determinar la forma y relación de todas las partes, no como causa -porque esto sería entonces una producción del arte- sino como un principio que determina por el que juzga la cosa el conocimiento de la unidad sistemática de la forma y la relación de los diversos elementos contenidos en la materia dada.

     Así un cuerpo no puede ser juzgado en sí mismo y en su posibilidad interior, como un fin de la naturaleza, a menos que las partes de este cuerpo no se produzcan todas recíprocamente en su forma y en su relación, y no produzcan de este modo, por su propia causalidad, un todo cuyo concepto pueda a su vez ser juzgado como siendo la causa o el principio de esta cosa en un ser que contiene la causalidad necesaria para producirla conforme a conceptos, de tal suerte que el enlace de las causas eficientes, puede ser juzgado al mismo tiempo como un efecto producido por las causas finales.

     En una producción de la naturaleza de esta especie, cada parte será concebida como no existiendo más que por las demás y por el todo, del mismo modo que cada una no existe más que para las otras, es decir, que se la concebirá como un órgano. Mas esta condición no basta (porque es también del arte y de todo fin en general). Es necesario, además, que cada parte sea un órgano que produzca las demás partes (y recíprocamente). No hay, en efecto, instrumento del arte que llene esta condición; no hay más que la naturaleza, la cual suministra a los órganos (aun a los del arte), toda su materia. Es, pues, en tanto que ser organizado y organizándose por sí mismo, como una producción podría llamarse un fin de la naturaleza.

     En un reloj, una parte es el instrumento que sirve para el movimiento de las demás, más ninguna rueda es la causa eficiente de la producción de las otras; una parte existe a causa de otra, más no por esta; es porque también la causa productiva de estas partes y de su forma no reside en la naturaleza (de esta materia) sino fuera de ella, en un ser que puede obrar conforme a las ideas de un todo posibles por su causalidad. Y como en el reloj una rueda no produce otra, con más razón, un reloj no produce otros, empleando para esto otra materia (que él organizaría); además no reemplaza por sí mismo las partes destruidas, ni repara los vicios de su construcción primitiva con la ayuda de las demás, ni se reorganiza por sí mismo cuando se ha desordenado: cosas que podemos esperar, por el contrario, de la naturaleza organizada. Un ser organizado no es, pues, una simple máquina, no teniendo más que la fuerza motriz; posee en sí una virtud creadora y la comunica a las materias que no la tienen (organizándolas), y esta virtud creadora que se propaga, no puede ser explicada por la sola fuerza motriz (por el mecanismo).

     Cuando se llama a la naturaleza y a la virtud que revela en sus producciones organizadas un análogo del arte, se dice muy poco, porque entones el artista (un ser racional), se concibe fuera de ella. La naturaleza se organiza por sí misma, y en cada especie de sus producciones organizadas, sigue en general el mismo ejemplar, pero también con las diferencias que exige la conservación de sí misma según las circunstancias. Quizá estemos más cerca de esta impenetrable cualidad cuando se le llama un análogo de la conducta; pero entonces es necesario conceder a la materia en tanto que simple materia una propiedad (el hilozoísmo) que repugna a su esencia, o bien asociarla a un principio extraño (el alma) que está con ella en una comunidad; y en este último caso, para que se pueda mirar una producción de la naturaleza, o bien es necesario suponer ya la materia organizada como instrumento de este alma, y por este medio no se explica esta materia misma, o bien es necesario hacer del alma la obrera de esta obra y elevar así la producción a la naturaleza (corporal). Hablando con propiedad, la organización de la naturaleza no tiene nada de análogo con ninguna de las cualidades que conocemos (101). La belleza de la naturaleza, no atribuyéndose a los objetos más que relativamente a nuestra propia reflexión sobre la intuición exterior de estos objetos, y por consiguiente, no refiriéndose más que a la forma de su superficie, se puede llamar con razón un análogo del arte. Mas la perfección natural interna que poseen estas cosas que no son posibles más que como fines de la naturaleza, y que por esta razón son llamados seres organizados, no tiene nada de análogo con ninguna propiedad física o natural que conocemos, y aunque en el sentido más lato, nosotros pertenecemos a la naturaleza, no se puede concebirla y explicarla exactamente por analogía con el arte humano.

     El concepto de una cosa como fin de la naturaleza en sí, no es, pues, un concepto constitutivo del entendimiento o la razón, pero puede ser un concepto regulador para el juicio reflexivo es decir que puede dirigirnos en la investigación de esta especie de objetos y en la averiguación de su principio supremo, con la ayuda de una analogía separada de nuestra propia causalidad, obrando conforme a los fines. Esto ciertamente no sirve al conocimiento de la naturaleza o de su origen, sino más bien a esta facultad práctica de la razón que nos hace concebir por anagogía la causa de esta finalidad.

     Los seres organizados, son, pues, los únicos en la naturaleza, que considerados en sí mismos e independientemente de toda relación con otras cosas, no se pueden concebir como posibles más que, en tanto que fines de la naturaleza, y que dan de este modo al concepto de un fin, no práctico sino natural, realidad objetiva, y por tanto, a la ciencia de la naturaleza el fundamento de una teología. Por donde es necesario entender un cierto modo de juzgar los objetos de la naturaleza conforme, a un principio particular, que no habría sin esto el derecho de introducir en la naturaleza (puesto que no se puede percibir a priori la posibilidad de esta especie de causalidad.



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§ LXV

Del principio del juicio de la finalidad interior en los seres organizados

     Este principio puede definirse o anunciarse de este modo: una producción organizada de la naturaleza es aquella en la cual todo es recíprocamente fin y medio. Nada hay en ella inútil, sin objeto, esto es, que no deba referirse a un mecanismo ciego de la naturaleza.

     Este principio, considerado en su origen, debe, ciertamente derivarse de la experiencia, de esta experiencia que se establece metódicamente y que se llama observación; mas la universalidad y la necesidad que se afirma de esta especie de finalidad prueban que no descansa únicamente sobre principios empíricos, sino que tiene por fundamento algún principio a priori, aun cuando este no sea más que un principio regulador, y estos fines no residan más que en la idea de los que juzgan y no en una causa eficiente. Se puede, pues, llamar este principio una máxima del juicio de la finalidad interna de los seres organizados.

     Se sabe que los que disecan las plantas y los animales, para estudiar en ellos la estructura, y poder reconocer por qué y con qué fin les han sido concedidas ciertas partes, por qué tal disposición y tal colocación de las mismas, y precisamente esta forma interior, admiten como indispensablemente necesaria la máxima de que nada existe en vano en estas creaciones, y le conceden un valor igual al de este principio de la física general, de que nada sucede por casualidad. Y, en efecto, ellos no pueden rechazar este principio teleológico con más motivo que el principio universal de la física; porque del mismo modo que en la ausencia de este último no habría experiencia posible en general, así también sin el primero, no habría guía para la observación de una especie de cosas de la naturaleza que hemos concebido una vez teleológicamente bajo el concepto de fines de la misma.

     En efecto, este concepto introduce la razón en un orden distinto de cosas que el del puro mecanismo de la naturaleza, que no puede aquí satisfacernos. Es necesario que una idea sirva de principio a la posibilidad de la producción de la naturaleza. Mas como una idea es una unidad absoluta de representación, mientras que la materia es una pluralidad de cosas que por sí misma no puede suministrar ninguna unidad determinada de composición, si esta unidad de la idea debe servir como principio a priori para determinar una ley natural para la producción de la forma de este género, es necesario que el fin de la naturaleza se extienda a todo lo que se halle contenido en su producción. En efecto, desde que para explicar un cierto efecto buscamos por cima del ciego mecanismo de la naturaleza, un principio supra-sensible y lo referimos a aquel en general, debemos juzgarle en absoluto conforme a este principio y no hay razón para mirar la forma de esta cosa como dependiente todavía en parte del otro principio, porque entonces, en la mezcla de principios heterogéneos, no habría regla segura para el juicio.

     Se puede, sin duda, concebir, por ejemplo, en el cuerpo del animal, ciertas partes como concreciones formadas según leyes puramente mecánicas (como la piel, los huesos, los cabellos). Mas es necesario siempre juzgar teleológicamente la causa que suministra la materia necesaria, que la modifica así y la deja en los sitios convenientes, es decir, que todo en este cuerpo debe considerarse como organizado, y que todo también, en cierta relación con la misma cosa, es órgano a su vez.



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§ LXVI

Del principio del juicio teleológico sobre la naturaleza, considerada en general como un sistema de fines

     Hemos dicho anteriormente que la finalidad exterior de las cosas de la naturaleza no nos autorizaba para mirarlas como fines de la naturaleza, para explicar por esto su existencia, y que no se debían tomar los efectos que hallamos accidentalmente conforme a los fines, por aplicaciones reales del principio de las causas finales. Así, porque los ríos faciliten el comercio de los pueblos en el interior de las tierras; porque las montañas contengan fuentes que formen estos ríos, y provisiones de nieve que los alimenten en el tiempo en que no hay lluvia; porque los terrenos estén inclinados de tal modo que conduzcan las aguas sin inundar el país, no se pueden tomar estas cosas, sin embargo, por fines de la naturaleza, porque aunque esta forma de la superficie de la tierra sea muy necesaria para la producción y conservación del reino vegetal y del reino animal, no tiene, sin embargo, nada en sí cuya posibilidad nos obligue a admitir una causalidad determinada por fines. Esto se aplica también a las plantas que el hombre emplea para su necesidad o su placer, a los animales, como el camello, el buey, el caballo, el perro, etc., de los que el hombre hace uso de las diversas maneras, sea para su alimento, sea para sus servicios, y de los que en su mayor parte no puede prescindir. En las cosas que no tenemos razón para considerar por sí mismas como fines, no se puede atribuir una finalidad a su relación exterior más que de una manera hipotética.

     Hay una gran diferencia entre juzgar una cosa, por razón de su forma interior, como un fin de la naturaleza, y tomar por un fin de la naturaleza la existencia de esta cosa. En este último caso no tenemos solamente necesidad del concepto de un fin posible, sino del conocimiento del objeto final (scopus) de la naturaleza, el cual implica una relación de la naturaleza con algo supra-sensible, que excede en mucho todo nuestro conocimiento teleológico de la naturaleza, porque el objeto de la existencia de esta misma debe buscarse fuera de ella. La forma interior de un simple tallo de yerba prueba suficientemente para nuestra humana facultad de juzgar, que no ha podido producirse más que conforme a la regla de los fines. Pero si se le descarta de esto, si no se ve más que el uso que hacen de él otros seres de la naturaleza, y si abandonando de este modo la consideración de la organización interior, no se considera más que las relaciones exteriores de finalidad, como la necesidad de las yerbas para las bestias, la de las bestias para el hombre, y no se ve por qué es necesario que haya hombres (cuestión que, principalmente cuando se piensa en los habitantes de la nueva Holanda o en los del trópico, no sería fácil de resolver), no se llega entonces a un fin categórico, sino toda esta relación de finalidad descansa sobre una condición que siempre se aleja, y que en tanto que incondicional (existencia de una cosa como objeto final), descansa por completo fuera de la consideración físico-teleológica del mundo. Pero entonces tal cosa no es un fin de la naturaleza, porque no se la puede considerar (o considerar su especie) como una producción de aquella.

     No, hay, pues, más que la materia organizada que implique necesariamente el concepto de un fin de la naturaleza, puesto que esta forma específica es al mismo tiempo una producción de ella. Por lo que este concepto conduce necesariamente a concebir el conjunto de la naturaleza, como un sistema fundado sobre la regla de los fines; y se debe subordinar a esta idea, conforme a los principios de la razón, todo el mecanismo de la naturaleza (al menos para servirse de él como de un medio en el estudio de los fenómenos). Todo en el mundo es bueno para algo, nada existe en vano; es por esto un principio de la razón que no existe en ella más que subjetivamente, es decir, como una máxima, y el ejemplo que la naturaleza nos da en sus producciones organizadas, nos autoriza y aun nos invita a no esperar nada de ella y de sus leyes que no sea en general conforme a fines.

     Se comprende que esto no es allí un principio para el juicio determinante, sino para el juicio reflexivo, que es regulador y no constitutivo, y que no nos da más que una dirección que conduce a considerar las cosas de la naturaleza, en su relación con un principio ya dado, conforme a un nuevo orden de leyes, y la ciencia de la naturaleza conforme a otro principio, a saber, el principio de las causas finales sin perjuicio, no obstante, del propio del mecanismo de su causalidad. Además, no se decide en manera alguna por esto, si una cosa que juzgamos conforme a este principio es realmente un fin en la intención de la naturaleza, si la yerba existe para el buey o las cabras, o si estos animales y las otras cosas de la naturaleza existen para los hombres. Es bueno también considerar por este lado las cosas que nos son desagradables y aun contrarias bajo ciertos respectos. Así, por ejemplo, se podría decir que los insectos que infestan nuestros vestidos, nuestros cabellos y nuestra cama, son, conforme a una sabia disposición de la naturaleza, un estímulo para la limpieza, que es ya por sí misma una condición importante para la conservación de la salud. Así todavía se dirá que los mosquitos y otros insectos que pican, en tanto que incomodan a los salvajes en los desiertos de América, son otros tantos estímulos que excitan a los hombres sin experiencia a separarse de los pantanos, a aclarar los bosques espesos que impiden el paso del aire, y volver con esto, como con la cultura del suelo, su morada más sana. Las mismas cosas que parecen contrarias al hombre en su organización interior, consideradas de esta manera, nos descubren una vista agradable y algunas veces también instructiva, sobre una organización teleológica, que sin tal principio no nos hubiera hecho sospechar un estudio puramente físico de la naturaleza. Del mismo modo que, según algunos, la lombriz solitaria se ha concedido al hombre o al animal en que se encuentra, como para remediar cierto defecto de sus órganos vitales, yo preguntaría a mi vez, si los sueños (que acompañan siempre al sueño, aunque no se recuerda de ellos más que rara vez), no serán también efecto de una sabia disposición de la naturaleza. ¿No sirven, en efecto, en la relajación de todas las fuerzas motrices, para mover interiormente los órganos de la vida por medio de la imaginación, a la que dan una gran actividad (que en este estado se eleva casi siempre hasta la afección)? Y la imaginación en el sueño, ¿no muestra ordinariamente tanta más vivacidad cuanto es más necesario su movimiento, como por ejemplo, cuando el estómago está demasiado cargado? Por consiguiente, sin esta fuerza que nos mueve interiormente y sin esta inquietud fatigosa, de que acusamos los sueños (que sin embargo, son en realidad remedios), el sueño, aun en el estado de salud, ¿no sería una completa extinción de la vida?

     La belleza misma de la naturaleza, es decir, su acuerdo con el libre juego de nuestras facultades de conocer en la aprehensión y el juicio de su apariencia, puede tomarse también por una finalidad objetiva de la naturaleza, considerada en su conjunto, como un sistema, del cual el hombre es un miembro, desde que el juicio teleológico que formamos de él, merced a los fines que en él nos descubren y que nos suministran los seres organizados, nos ha autorizado a elevarnos a la idea de un gran sistema de los fines de la naturaleza. Podemos mirar como un favor (102) de la naturaleza el no haberse limitado a lo útil, sino haber extendido la belleza y los atractivos con tanta profusión, y amarla por esto del mismo modo que la consideramos con respeto por su inmensidad, y nos sentimos ennoblecidos por esta consideración, precisamente como si la naturaleza hubiera establecido y adornado en este objeto su magnífico teatro.

     No queremos decir otra cosa en este párrafo, sino que, desde que hemos descubierto en la naturaleza un poder de formar producciones que no podíamos concebir más que por medio del concepto de las causas finales, vamos más lejos y nos referimos además a un sistema de fines los objetos que (por sí mismo o por su concierto con otros seres), no exigen para explicar su posibilidad, sino que vengamos a buscar otro principio más allá de las causas ciegas. Porque la primera idea nos conduce ya por principio, más allá del mundo sensible, puesto que la unidad del principio supra-sensible, no debe considerarse, como aplicándose de esta manera solamente a cierta especie de seres de la naturaleza, sino al mismo conjunto de la naturaleza, en tanto que sistema.



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§ LXVII

Del principio de la teleología como principio interno de la ciencia de la naturaleza

     Los principios de una ciencia, o son inherentes a ella (principios domésticos), o bien, estando fundados sobre conceptos que no pueden tener lugar más que fuera de la misma, son extraños (peregrina). Las ciencias que contienen esta última especie de principios, toman por fundamento de sus doctrinas, lemas (lemmata), es decir, que reciben de otra ciencia cualquier concepto, y por este el principio de toda su organización.

     Cada ciencia es por sí misma un sistema, y no basta formarla conforme a principios, y por consiguiente, proceder en ella técnicamente, es necesario tratarla de una manera arquitectónica, es decir, como un edificio existente por sí mismo, como algo formando por sí un todo, y no como una parte de otro edificio, aun cuando se pueda abrir después paso de esta ciencia a otra y recíprocamente.

     Si, pues, se introduce en la ciencia de la naturaleza el concepto de Dios, para explicarse la finalidad en la naturaleza, y después nos servimos de esta finalidad para probar que hay Dios, cada una de estas dos ciencias pierde su consistencia, y las dos vienen a ser inciertas por haber confundido sus límites.

     La expresión de fin de la naturaleza, previene ya suficientemente esta confusión, para impedirnos el mezclar la ciencia de la naturaleza y la ocasión que nos da esta ciencia de juzgar teleológicamente los objetos de la misma, con la contemplación de Dios, y por consiguiente, con una deducción teológica. Se debe, pues, mirar como cosa insignificante, el sustituir a esta expresión la de fin divino o de objeto providencial, como conviniendo mejor a un alma piadosa, y por esta razón se deberá siempre venir en definitiva a derivar de un sabio autor del mundo estas formas finales que hallamos en la naturaleza. Es necesario, por el contrario, tener el cuidado y la modestia de limitarse a la expresión que no designe más que lo que sabemos, es decir, a la expresión de fin de la naturaleza. En efecto, antes de inquirir acerca de la causa de la naturaleza misma, hallamos en ella y en el curso de su desenvolvimiento, producciones de este género que la misma forma, según leyes conocidas de la experiencia, y conforme a las cuales la ciencia de la naturaleza debe juzgar estas cosas, y por consiguiente, también buscar la causalidad de ellas en la naturaleza misma, considerándola sometida a la regla de los fines. Ella no debe, pues, salir de sus límites, para introducir en sí misma, como un principio que le sea propio, un concepto cuya confirmación no podemos hallar jamás en la experiencia, y que no hay necesidad de aventurar más que cuando la ciencia de la naturaleza se ha perfeccionado.

     Las cualidades de la naturaleza que se demuestran a priori, y cuya posibilidad, por consiguiente, puede deducirse de principios a priori, sin el auxilio de la experiencia, contienen ciertamente una finalidad técnica; mas como son absolutamente necesarias, no podemos referirlas, a la tecnología de la naturaleza, o al método que es particular de la física, en el estudio de las cuestiones que suscita la naturaleza. Sus relaciones aritméticas o geométricas, así como las leyes generales del movimiento, no pueden ser en física legítimos principios de explicación teleológica, por más extraña y asombrosa que pueda parecer la unión de diversas reglas, completamente independientes en apariencia las unas de las otras, en un solo principio; y si en la teoría general de la finalidad de las cosas de la naturaleza, merecen tomarse en consideración, es allí una consideración venida de fuera, perteneciente a la metafísica, y no constituyendo un principio inherente a la ciencia de la naturaleza. Mas desde que se trata de las leyes empíricas, de los fines de la naturaleza en los seres organizados, es, no solamente permitido, sino que es inevitable buscar en un juicio teleológico el principio de la ciencia de la naturaleza, considerada en esta clase particular de objetos.

     Y sin embargo, conforme a lo que hemos dicho hace poco, si la física quiere encerrarse exactamente en sus límites, es necesario que haga enteramente abstracción de la cuestión de saber si los fines de la naturaleza son o no intencionales; porque esto sería mezclarse en una cuestión extraña (es decir, en una cuestión metafísica). Basta que haya objetos que no se puedan explicar, y cuya forma interior no se puede conocer más que por medio de las leyes de la naturaleza que nosotros no podemos concebir más que tomando la idea de fin por principio. Con el fin de que no se incurra en la sospecha de que pretendemos mezclar la menor cosa del mundo a nuestros principios de conocimiento, alguna cosa que no pertenezca a la física, como una causa sobrenatural, hablando de la naturaleza, en la teleología, como si la finalidad en ella fuera intencional, se habla de esta como si se atribuyera esta intención a la naturaleza, es decir, a la materia. Por donde se quiere mostrar con esto (porque después de lo dicho, no puede haber mala inteligencia, puesto que es imposible en sí atribuir intención en el sentido propio de la palabra, a una materia inanimada), que esta palabra no expresa aquí más que un principio del juicio reflexivo, y no del juicio determinante, y que por consiguiente, no designa un principio particular de causalidad aun cuando añada al uso de la razón otra especie de investigación, que la que se funda sobre las leyes mecánicas, a fin de suplir la insuficiencia de esas leyes en la investigación empírica de todas las leyes particulares de la naturaleza. Se habla, pues, con razón en la teleología en tanto que se refiere a la física, de la prudencia, la economía, la previsión, la beneficencia de la naturaleza, sin hacer por esto un ser inteligente (lo que sería absurdo), sino también sin aventurarse a colocar sobre ella, como el autor de la naturaleza, otro ser inteligente, porque esto sería temerario (103). No se hace más que designar una especie de causalidad de la naturaleza, que concebimos por analogía con nuestra propia causalidad en el uso técnico de la razón, y colocar ante los ojos la regla, conforme a la cual debemos estudiar ciertas producciones de la naturaleza.

     ¿Mas por qué la teleología no constituye ordinariamente una parte especial de la ciencia teórica de la naturaleza, y no es mirada como una propedéutica o un paso a la teología? Es con el fin de mantener firmemente el estudio de la naturaleza mecánica en la esfera de nuestra observación y de nuestras experiencias, de tal suerte, que no podamos nosotros mismos producir de una manera semejante a la naturaleza, o a semejanza de sus leyes. Porque no se ve perfectamente una cosa, más que en tanto que se puede hacer por sí, y realizarla conforme a conceptos. Pero la organización como fin interior de la naturaleza, excede infinitamente todo poder que intentara producir por medio del arte semejante exhibición; y en cuanto a estas disposiciones de la naturaleza, a las cuales se ha atribuido finalidad (por ejemplo, los vientos, la lluvia, etc.), la física considera de ellos muy bien el mecanismo, mas no puede mostrar su relación con los fines, y tener en esto una condición que pertenezca necesariamente a la causa, porque la necesidad de la conexión que aquí hallamos, no designa más que el enlace de nuestros conceptos, y no la naturaleza de las cosas.

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