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Segunda sección

Dialéctica del juicio teleológico

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§ LXVIII

¿Qué es una antinomia del juicio?

     El juicio determinante no tiene por sí mismo principios que funden los conceptos de los objetos. No es autónomo porque no hace más que subsumir bajo leyes o conceptos dados como principios. He aquí precisamente por qué no está expuesto al peligro de hallar una antinomia en sí mismo y una contradicción en sus principios. Nosotros hemos visto, en efecto, que el juicio trascendental, que contiene las condiciones de toda subsunción bajo categorías, no es por sí mismo legislativo (104); se limita a indicar las condiciones de la intuición sensible, que permiten dar una realidad (una aplicación) a un concepto dado, como ley del entendimiento, y en esto no puede jamás caer en desacuerdo consigo mismo (al menos en cuanto a sus principios).

     Mas el juicio reflexivo debe subsumir bajo una ley que todavía no es dada, y que por consiguiente, no es en realidad más que un principio de reflexión, sobre objetos, para los cuales carecemos por completo, objetivamente, de una ley o de un concepto propio para servir de principio en los casos dados. Por lo que, como no hay uso posible de las facultades de conocer sin principios, el juicio reflexivo en este caso se servirá a si mismo de principio, y este, no siendo objetivo y no pudiendo añadir nada al conocimiento del objeto, no podrá ser más que un principio subjetivo, sirviéndonos para dirigir de una manera armoniosa nuestras facultades de conocer, es decir, para reflexionar sobre una clase de objetos. Así para esta especie de casos, el juicio reflexivo tiene sus máximas, y máximas necesarias que aplica al conocimiento de las leyes empíricas de la naturaleza, a fin de llegar con sus auxilios a los conceptos, y aun a conceptos de la razón, cuando absolutamente hay necesidad de ellos para aprender a conocer la naturaleza en sus leyes empíricas. Pero puede haber contradicción, por consiguiente, antinomia, entre estas máximas necesarias del juicio reflexivo. De aquí una dialéctica, que si cada una de las dos máximas contradictorias tiene su principio en la naturaleza de las facultades de conocer, puede llamarse natural, y considerarse como un ilusión inevitable, que la crítica debe descubrir y explicar con el fin de que no extravíe.



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§ LXIX

Exposición de esta antinomia

     En tanto que la razón se aplica a la naturaleza, considerada como el conjunto de objetos de los sentidos exteriores, puede fundarse sobre leyes que en parte el entendimiento prescribe por sí mismo a priori a la naturaleza, y que en parte puede extender al infinito por medio de las determinaciones empíricas que presenta la experiencia. En la aplicación de la primera especie de leyes, a saber, de las leyes universales de la naturaleza material en general, el Juicio no emplea ningún principio particular de reflexión, porque entonces es determinante, pues le es dado por el entendimiento un conocimiento empírico coherente fundado sobre un verdadero sistema de leyes naturales, y por consiguiente, la unidad de la naturaleza en sus leyes empíricas. Por lo que en esta unidad contingente de las leyes particulares, el Juicio puede fundar su reflexión sobre dos máximas, de las que una es suministrada a priori por el entendimiento, pero la otra es ocasionada por experiencias particulares, que ponen en juego la razón y nos llevan a juzgar conforme a un principio particular la naturaleza corporal y sus leyes. Como se halla que estas dos máximas no parece que puedan marchar juntas, resulta una dialéctica que extravía el Juicio en el principio de su reflexión.

     La primera máxima del Juicio es esta tesis: toda producción de las cosas materiales y de sus formas debe juzgarse posible conforme a leyes puramente mecánicas.

     La segunda máxima es la antítesis: algunas producciones de la naturaleza material no se pueden juzgar posibles conforme a las leyes puramente mecánicas (el juicio que formamos exige otra ley de la causalidad, a saber, la de las causas finales).

     Si se convirtiesen estos principios reguladores de la investigación de la naturaleza en principios constitutivos de la posibilidad de las cosas mismas, deberían enunciarse así:

     Tesis: Toda producción de cosas materiales es posible conforme a leyes mecánicas.

     Antítesis: Ciertas producciones naturales no son posibles conforme a leyes puramente mecánicas.

     Bajo este último punto de vista, como principios objetivos para el juicio determinante, estas proposiciones se contradecirían, y por consiguiente, una de las dos sería necesariamente falsa; habría entonces una antinomia, que no sería una antinomia del juicio, sino una contradicción en las leyes de la razón. Mas la razón no puede probar ni uno ni otro principio, porque no podemos tener a priori sobre la posibilidad de las cosas, en tanto que se hallan sometidas a leyes empíricas, ningún principio determinante.

     En cuanto a la máxima del juicio reflexivo que acabamos de citar, no contiene en realidad contradicción. Porque cuando digo: yo debo juzgar posibles conforme a leyes puramente mecánicas todos los sucesos de la naturaleza material, por consiguiente, también todas las formas que son producciones de ella, yo no quiero que estas cosas no sean posibles más que de esta manera (con exclusión de toda especie de causalidad); yo solamente quiero indicar que yo debo siempre reflexionar sobre estas cosas según el principio del puro mecanismo de la naturaleza, y por consiguiente, estudiar este mecanismo tan profundamente como sea posible, pues que si de él no se hace el principio de sus investigaciones, no puede haber verdadero conocimiento de la naturaleza. Esto no impide emplear la segunda máxima, cuando la ocasión se presente, es decir, buscar por algunas formas de la naturaleza (y con ocasión de estas formas, en toda la naturaleza) un principio de reflexión enteramente diferente de la explicación por el mecanismo de la misma, a saber, el principio de las causas finales. En efecto, esta última máxima no obliga a la reflexión a abandonar la primera: se le ordena, por el contrario, perseguirla tan lejos como se pueda. No se quiere aun decir con esto que estas formas no serían posibles por el mecanismo de la naturaleza. Se afirma solamente que la razón humana, limitándose a este principio, podrá muy bien adquirir otros conocimientos de las leyes físicas, pero no llegará jamás a formarse la menor idea de lo que constituye específicamente un fin de la naturaleza; y se deja a un lado la cuestión de saber si el principio interior, para nosotros desconocido, de la naturaleza, el mecanismo físico y la finalidad, no pueden concertarse de manera que no formen más que uno. Solamente nuestra razón es incapaz de producir por sí misma este acuerdo; y por consiguiente, el juicio se ve obligado, como juicio reflexivo (por medio de un principio subjetivo), y no como juicio determinante (conforme a un principio de la posibilidad de las cosas en sí), a concebir, para explicar la posibilidad de ciertas formas de la naturaleza, otro principio que el del mecanismo de la naturaleza.



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§ LXX

Preparación para la solución de la precedente antinomia

     No podemos demostrar la imposibilidad de la producción de los seres organizados por un simple mecanismo de la naturaleza porque no podemos percibir en su primer principio interno, la infinita variedad de las leyes de la naturaleza, y por consiguiente, somos absolutamente incapaces de alcanzar el principio interno, y suficiente para todo, de la posibilidad de una naturaleza (el cual reside en lo supra-sensible). Que no se pregunte, pues, si el poder productor de la naturaleza no basta para las cosas cuya forma o enlace juzgamos conforme a la idea de fines, así como en aquellas para las cuales creemos podernos contentar con un simple mecanismo, y si en realidad, las cosas que consideramos como verdaderos fines de la naturaleza (que debemos necesariamente juzgar así), tienen por principio una especie original de causalidad, enteramente particular, que no puede hallarse contenida en la naturaleza material o en su substratum inteligible, a saber, un entendimiento arquitectónico; porque estas son las dos cuestiones sobre las cuales no podemos hallar ningún esclarecimiento en nuestra razón, que hallamos muy limitada al lado del concepto de causalidad, cuando se trata de especificarlo a priori. Mas lo que hay de cierto indudablemente, es que a los ojos de nuestra facultad de conocer, el simple mecanismo de la naturaleza no puede bastar para explicar la producción de seres organizados. Es, pues, un verdadero principio para el juicio reflexivo el concebir, para explicarse esta relación de las causas finales, que está tan manifiesta en ciertas cosas, una causalidad diferente del mecanismo, a saber, la de una causa del mundo que obra conforme a fines (inteligente), por temerario e indemostrable que sea este principio para el juicio determinante. Este principio, no es, pues, más que una máxima del juicio, en la cual el concepto de esta causalidad es una pura idea, a la cual no se pretende en manera alguna atribuir la realidad, sino de la que nos servimos como de una guía para la reflexión, que queda siempre abierta a toda explicación mecánica, y no sale del mundo sensible; en el caso contrario, este sería un principio objetivo que la razón prescribiría, y al cual se sometería el juicio determinante, y en este caso este pasaría del mundo sensible al trascendente, quizá para perderse en él.

     La apariencia de una antinomia entre las máximas de una explicación propiamente física (mecánica), y la explicación teleológica (técnica), descansa, pues, por completo, sobre la confusión de un principio del juicio reflexivo con un principio del juicio determinante, y de la autonomía del primero (que no tiene más que un valor subjetivo, o que no tiene valor más que para el uso de nuestra razón relativamente a las leyes particulares de la experiencia), con la heteronomia del segundo, que debe regularse por leyes (generales o particulares) dadas por el entendimiento.



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§ LXXI

De los diversos sistemas sobre la finalidad de la naturaleza

     Nadie ha puesto jamás en duda la verdad del principio de que se deberían juzgar ciertas cosas de la naturaleza (los seres organizados), y su posibilidad, conforme al concepto de las causas finales, en el momento mismo en que no quisiéramos más que una guía para aprender a conocer su manera de ser por la observación, sin elevarnos hasta la investigación de su primer origen. Toda la cuestión, es, pues, saber si este principio no tiene más que un valor subjetivo, es decir, si no es más que una simple máxima de nuestro juicio, o si es un principio objetivo de la naturaleza, conforme al cual esta contendría, además de su mecanismo (determinado por las solas leyes del movimiento), otra especie de causalidad, a saber, la de las causas finales, relativamente a las cuales, estas leyes (de las fuerzas motrices) no serían más que causas intermedias.

     Pero se podría dejar sin resolver este problema de la especulación, porque si nos contentamos con permanecer en los límites de un simple conocimiento de la naturaleza, estas máximas nos bastan para estudiarla y sondear sus secretos más ocultos, hasta donde lo permitan las fuerzas humanas. Hay, pues, un cierto presentimiento de nuestra razón, o como un aviso de la naturaleza, que nos indica, que por medio del concepto de las causas finales, podríamos elevarnos sobre la naturaleza, y referirla por sí misma al último punto de la serie de las causas, si abandonásemos la investigación de ella (aunque no fuéramos en esto muy fijos), o al menos la suspendiésemos por algún tiempo, para buscar primero a dónde nos conduce este principio extraño al a ciencia de la naturaleza, el concepto de las causas finales.

     Mas esta máxima indisputable, omitiría entonces una cuestión que abre un vasto campo a las contestaciones; la cuestión de saber si la relación final en la naturaleza, prueba una especie particular de finalidad en la naturaleza misma, o si considerada en sí misma y conforme a principios objetivos, no se confunde más bien con el mecanismo de la naturaleza, y no descansa sobre el mismo principio. Solamente en esta última suposición, como este principio está muchas veces demasiado oculto a nuestras investigaciones en ciertas producciones de la naturaleza, ensayamos un principio subjetivo, el principio del arte, es decir, una causalidad determinada por ideas, y la atribuimos a la naturaleza por analogía. Pero si este procedimiento nos ha dado buen resultado en muchos casos, en algunos parece no lo ha dado tan bueno, por consiguiente, en todos no nos autoriza a introducir en la ciencia de la naturaleza una especie de operación distinta de la causalidad que determinen las leyes puramente mecánicas de la naturaleza misma. Puesto que llamamos técnica la operación (la causalidad) de la naturaleza, a causa de esta apariencia de finalidad que hallamos en sus producciones, la dividiremos en técnica intencional (technica intentionalis), y técnica natural (105) (technica naturalis). La primera significa que el poder productor de la naturaleza, conforme a las causas finales, debe ser tenido por una especie particular de esa causalidad; la segunda, que es en realidad enteramente idéntica al mecanismo de la naturaleza, y que el acuerdo contingente de la naturaleza con nuestros conceptos de arte y con sus reglas, no debe mirarse más que como una condición subjetiva del juicio, y no puede tomarse legítimamente por un modo particular de producción de la naturaleza.

     Si a pesar de esto hablamos de los sistemas que se han intentado para explicar la naturaleza relativamente a las causas finales, es necesario notar bien que todos estos sistemas disputan entre sí dogmáticamente, es decir, sobre principios objetivos de la posibilidad de las cosas, sea que admitan causas puramente naturales. No disputan sobre las máximas subjetivas por medio de las cuales juzgamos estas producciones en donde hallamos la finalidad. En este último caso se podría muy bien conciliar principios desemejantes, mientras que en el primero, principios contradictorios opuestos, no pueden elevarse y subsistir juntos.

     Los sistemas relativos a la técnica de la naturaleza, es decir, al poder productor, conforme a la regla de los fines, son de dos especies: representan o el idealismo o el realismo de los fines de la naturaleza. El primero cree que toda finalidad de la naturaleza, es natural; el segundo, que alguna finalidad (la de los seres organizados), es intencional; de donde se podría justamente sacar como hipótesis la consecuencia de que la técnica de la naturaleza, y aun la que concierne a todas sus demás producciones en su relación al conjunto de la misma, es intencional, es decir, es un fin.

     El idealismo de la finalidad (entiendo siempre aquí la finalidad objetiva), admite, o bien la casualidad (106), o bien la fatalidad de las determinaciones de la naturaleza, de donde resulta la forma final de sus producciones. El primer principio concierne a la relación de la materia con la causa física de su forma, a saber, las leyes del movimiento; el segundo, a la relación de la materia con la causa super-física de la materia misma y de toda la naturaleza. El sistema de la casualidad, que se atribuye a Epicuro o a Demócrito, tomado a la letra, es tan evidentemente absurdo, que no nos debe ocupar; al contrario, el sistema de la fatalidad (del cual se considera a Spinosa como autor, aunque según toda apariencia sea mucho más antiguo), que invoca algo de supra-sensible, a donde por consiguiente, no puede alcanzar nuestra, vista, no es tan fácil de refutar, precisamente porque su concepto del ser primero no puede comprenderse.

     Mas lo que hay de cierto es que en este sistema la relación de los fines del mundo no puede considerarse como intencional (puesto que si deriva de un ser primero, no es de su entendimiento, y por consiguiente, de un designio de este ser, sino de la necesidad de su naturaleza y de la unidad del mundo que de él emana), y que, por consiguiente, el fatalismo de la finalidad es el mismo tiempo un idealismo.

     2. El realismo de la finalidad de la naturaleza: es o físico o super-físico. El primero funda los fines que halla en la naturaleza, sobre un poder natural, análogo a una facultad que obra conforme a un objeto, la vida de la materia (perteneciente a la materia misma, o que deriva de un principio interior viviente, de un alma del mundo), y se llama el hilozoísmo. El segundo las deriva de la causa primera del universo, como de un ser inteligente (originariamente vivo, obrando con intención, y es el teísmo (107).



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§ LXXII

Ninguno de los sistemas precedentes da lo que promete

     ¿Qué quieren todos estos sistemas? Ellos pretenden explicar nuestros juicios teleológicos sobre la naturaleza, y se toman en tal sentido, que los unos niegan la verdad de estos juicios, y los resuelven, por consiguiente, en un idealismo de la naturaleza, y los otros los reconocen como verdaderos, y prometen demostrar la posibilidad de una naturaleza conforme a la idea de las causas finales.

     1. Entre los sistemas que defienden el idealismo de las causas finales en la naturaleza, los unos admiten en su principio una causalidad determinada por las leyes del movimiento (por las cuales existen las cosas de la naturaleza, donde hallamos la finalidad); mas rehúsan a esta causalidad la intencionalidad, es decir, niegan que aquélla se determine con intención a la producción de esta finalidad, o en otros términos, que la causa sea un fin. Tal es la explicación de Epicuro; en esta explicación, la técnica de la naturaleza no se distingue mucho del puro mecanismo; la ciega casualidad sirve para explicar no solamente el acuerdo de las producciones de la naturaleza con nuestros conceptos de fin, por consiguiente, la técnica, sino aun la determinación de las causas de estas producciones por las leyes del movimiento, por consiguiente, su mecanismo. Es decir, que nada hay que no esté explicado, ni aun la apariencia que es necesario al menos reconocer en nuestro juicio teleológico, y que así el pretendido idealismo de este juicio no es de modo alguno probado.

     De otro lado Spinosa quiere dispensarnos de toda investigación sobre el principio de la posibilidad de los fines de la naturaleza, y quitar a esta idea toda realidad, mirándolos en general, no como producciones, sino como accidentes inherentes a un ser primero, y atribuyendo a este ser, concebido como sustancia de las cosas de la naturaleza, no la causalidad por relación a estas cosas, sino solamente la sustancialidad. (Por la necesidad incondicional de este ser, así como de todas las cosas de la naturaleza, en tanto que accidentes inherentes a este ser), asegura ciertamente a las formas de la naturaleza, la unidad de principio necesaria a toda finalidad, pero al mismo tiempo les quita la contingencia, sin la cual no se puede concebir ninguna unidad de fines, y por esto descarta toda intencionalidad, lo mismo que rehúsa todo entendimiento al principio de las cosas de la naturaleza. Mas el spinosismo no da lo que promete. Quiere dar una explicación del enlace de los fines (que no niega) en las cosas de la naturaleza, y no invoca más que la unidad del sujeto, al cual son inherentes. Pero aun cuando se concediera que los seres del mundo existen de esta manera, esta unidad ontológica no sería por esto una unidad de fines, y no nos la haría comprender en manera alguna. Esta última es, en efecto, una especie de unidad, completamente particular, que no resulta del enlace de las cosas (de los seres del mundo) en una sola sustancia (el Ser supremo), sino que implica una relación con una causa inteligente, de suerte que, aunque se uniesen todas estas cosas en una sustancia simple, no se tendría por esto una relación final, a menos de concebir primero estas cosas como efectus interiores de esta sustancia, en tanto que causa, y después esta causa misma como una causa inteligente. Sin estas condiciones formales, toda unidad no es más que una simple necesidad natural; y atribuida a las cosas que nos representamos como interiores las unas a las otras, una ciega necesidad. Que si se quiere llamar finalidad de la naturaleza esta perfección trascendental de las cosas (consideradas en su esencia propia) de la que habla la escuela, y por la cual se designa que cada cosa tiene en sí misma todo lo que le es necesario para ser tal cosa, y no para ser otra, es tomar puerilmente palabras por ideas. Porque si es necesario concebir todas las cosas como fines, y si por consiguiente, ser una cosa y ser fin son idénticos, no hay nada en realidad que merezca particularmente ser representado como un fin.

     Se ve por esto que Spinossa, reduciendo nuestros conceptos de la finalidad de la naturaleza a la conciencia que tenemos de existir en un ser que lo comprende todo (y que al mismo tiempo es simple) y buscando esta forma únicamente en la unidad de la naturaleza, no podía soñar en sostener el realismo, sino simplemente el idealismo de la finalidad de la naturaleza, y que además aún no podía establecer este último sistema, puesto que la simple representación de la unidad de sustancia no puede producir la idea de una finalidad, ni aun intencional.

     2. Los que sostienen, no solamente el realismo de los fines de la naturaleza, sino que piensan también poder explicarlo, se creen capaces de descubrir al menos la posibilidad de una especie particular de causalidad, a saber, la de las causas intencionales; de lo contrario, no intentarían esta explicación. En efecto, la hipótesis más atrevida quiere al menos que la posibilidad de lo que se admite como principio sea cierta, y que se pueda asegurar al concepto de este principio su realidad objetiva.

     Mas la posibilidad de una materia viviente (cuyo concepto encierra una contradicción, puesto que la inercia (inertia) es el carácter esencial de la materia) no se puede concebir; la de una materia animada y de toda la naturaleza, concebida como un animal, no podría ser cuando más admitida (en favor de la hipótesis de una finalidad, en el conjunto de la naturaleza), más que como si la experiencia nos la mostrase en pequeño en su organización, porque no se puede percibirla a priori. La explicación cae, pues, en un círculo vicioso, si se quiere derivar la finalidad de la naturaleza en los seres organizados, y por consiguiente, sin una experiencia de esta especie, no nos podemos formar ninguna idea de la posibilidad de esta vida. El hilozoísmo no tiene, pues, lo que promete.

     Por último, el teísmo no puede establecer mejor dogmáticamente la posibilidad de los fines de la naturaleza como una clave para la teleología, aunque tiene sobre todas las otras explicaciones la ventaja de arrancar al idealismo la finalidad de la naturaleza, atribuyendo un entendimiento al Ser supremo, o invocando una causalidad intencional para explicar la producción de esta finalidad.

     En efecto, se debería primero probar de una manera suficiente para el juicio determinante, que la unidad de fines en la materia no puede ser producida por el simple mecanismo de la materia misma, para estar autorizado a colocar en ella el principio de una manera determinada fuera de la naturaleza. Mas todo lo que no podemos avanzar es, que conforme a la naturaleza y los límites de nuestras facultades de conocer (puesto que no percibimos el primer principio interior de este mecanismo), no debemos buscar en la materia un principio de relaciones finales determinadas, y que no hay para nosotros otra manera de juzgar la producción de sus efectos, como fines de la naturaleza, que explicarlos por una inteligencia suprema, concebida como causa del mundo. Mas esto es un principio para el juicio reflexivo, no para el juicio determinante, y no puede autorizar ninguna afirmación objetiva.



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§ LXXIII

La imposibilidad de tratar dogmáticamente el concepto de una técnica de la naturaleza viene de la imposibilidad misma de explicar un fin de la naturaleza

     Se trata un concepto dogmáticamente (aun cuando esté sometido a condiciones empíricas), cuando se le considera contenido bajo otro concepto del objeto, constituyendo un principio de la razón, y cuando se le determina conforme a este concepto. Se trata críticamente, cuando no se le considera más que relativamente a nuestra facultad de conocer, por consiguiente, a las condiciones subjetivas; que nos lo hacen concebir sin pretender decidir nada sobre su objeto. El método dogmático es, pues, el que conviene al juicio determinante, y el método crítico el que conviene al juicio reflexivo.

     El concepto de una cosa, en tanto que fin de la naturaleza, subsume la naturaleza bajo una causalidad que no es concebible más que por medio de la razón, a fin de hacernos juzgar, conforme a este principio, lo que es dado del objeto en la experiencia. Mas para aplicar dogmáticamente este concepto al juicio determinante, se necesitaría que estuviésemos seguros primero de su realidad objetiva, puesto que sin esto no podríamos subsumir en él ninguna cosa de la naturaleza. Luego este concepto está sin duda sometido a condiciones empíricas, es decir, que no es posible más que bajo ciertas condiciones dadas en la experiencia; mas no se puede aislar y no es posible más que por medio de un principio de la razón aplicada al juicio del objeto. Siendo esto así, no podemos percibir ni establecer dogmáticamente la realidad objetiva (es decir, mostrar que un objeto es posible conforme a este concepto), y no sabemos si es simplemente un concepto raciocinante, objetivamente vacío (conceptus ratiocinans), o un concepto raciocinado, fundando un conocimiento y confirmado por la razón (conceptus raciocinatus). No se puede, pues, tratarlo dogmáticamente, y referirlo al juicio determinante, es decir, que no solamente es imposible decidir, si la producción de las cosas de la naturaleza, consideradas como fines de la misma, exige o no una causalidad de una especie particular (la causalidad intencional) sino que ni aún puede ponerse la cuestión, puesto que el concepto de un fin de la naturaleza no es un concepto, cuya realidad objetiva sea demostrable por la razón (es decir, que éste no es un concepto constitutivo para el juicio determinante, sino solamente un concepto regulador para el juicio reflexivo).

     El carácter que le atribuimos aquí resulta de que como concepto de una producción de la naturaleza implica a la vez para el mismo objeto considerado como fin, la necesidad de aquella y la contingencia de la forma de este objeto (relativamente a las simples leyes de la naturaleza), y de lo que, por consiguiente, si no hay en esto contradicción, debe suministrar un principio de la posibilidad de esta naturaleza misma y de su relación con algo (supra-sensible) que no alcanza la experiencia, y por consiguiente, con nuestro conocimiento, a fin de que podamos juzgarle conforme a una especie de causalidad diferente de la del mecanismo de la naturaleza, cuando queremos considerar su posibilidad. Es porque como el concepto de una cosa, en tanto que fin de la naturaleza, es trascendental para el juicio determinante, cuando se considera el objeto por la razón (aunque pueda ser inmanente para el juicio reflexivo en su aplicación a los objetos de la experiencia), y como, por consiguiente, no se le puede atribuir esta realidad objetiva, que es el carácter de los juicios determinantes, se comprende de qué modo, cuando se trata dogmáticamente el concepto de los fines de la naturaleza y el de la naturaleza misma, considerada como un conjunto de causas finales, todos los sistemas objetivos posibles no pueden decidir nada ni afirmativa ni negativamente. En efecto, cuando se subsumen ciertas cosas bajo un concepto que es simplemente problemático, los predicados sintéticos de este concepto (aquí, por ejemplo, la cuestión de saber, si el fin de la naturaleza que concebimos para explicar la producción de las cosas es o no intencional), debe también suministrar juicios problemáticos que les de una forma afirmativa o una forma negativa, porque no se sabe si se juzga sobre algo o sobre nada. El concepto de una causalidad determinada por fines (de una técnica de la naturaleza), tiene sin duda realidad objetiva, lo mismo que el de una causalidad determinada por el mecanismo de la naturaleza. Mas el concepto de una causalidad de la naturaleza, obrando conforme a la regla de los fines, y con mayor motivo, conforme a la regla de un ser o de una causa primera de la naturaleza, que excede toda experiencia, este concepto no puede determinar nada dogmáticamente, aunque no encierre contradicción. Porque como no se le puede derivar de la experiencia, y aun no es necesario a la posibilidad de esta, no se puede, en manera alguna, asegurar su realidad objetiva. Mas, aunque se pudiera, ¿cómo las cosas que son dadas de una manera determinada por las producciones de un arte divino, pueden ser colocadas entre las producciones de la naturaleza, cuya aptitud para producir tales cosas por sus propias leyes, nos obligue a invocar una causa completamente diferente?



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§ LXXIV

El concepto de una finalidad objetiva de la naturaleza es un principio crítico de la razón para el juicio reflexivo

     Hay una gran diferencia entre decir que la producción de ciertas cosas de la naturaleza o aun de toda la naturaleza, no es posible más que por medio de una causa que se determina a obrar en vista de ciertos fines, es decir, que conforme a la naturaleza particular de nuestras facultades de conocer, yo no puedo juzgar de la posibilidad de estas cosas y de su producción más que concibiendo una causa que obra conforme a fines, por consiguiente, un ser que produce de una manera análoga a la causalidad de un entendimiento. En el primer caso, yo pretendo afirmar algo sobre el objeto mismo, y estoy obligado a probar la realidad objetiva del concepto que yo admito; en el segundo, la razón no hace más que determinar cierto uso de nuestras facultades de conocer, conforme a su naturaleza y a sus condiciones esenciales, de donde se deriva su alcance y su límite. El primer principio es, pues, un principio objetivo para el juicio determinante; el segundo, no es más que un principio subjetivo para el juicio reflexivo, por consiguiente, un máxima de este juicio prescrita por la razón.

     Luego es absolutamente indispensable el suponer a la naturaleza un concepto de fin cuando se quieren estudiar sus producciones organizadas por una observación continuada, y, por consiguiente, este concepto es ya para el uso empírico de nuestra razón una máxima absolutamente necesaria. Es claro también que cuando una vez hemos admitido y probado esta gula que nos sirve para estudiar la naturaleza, debemos ensayar al menos el aplicar esta misma máxima del juicio al conjunto de la naturaleza, porque esta puede todavía hacernos descubrir muchas leyes que para nosotros quedarían ocultas, a causa de nuestra incapacidad para penetrar por completo en el interior del mecanismo de la naturaleza. Mas si, bajo este último respecto, esta máxima del juicio es todavía útil, ella no es indispensable, puesto que la naturaleza en su conjunto, no se nos da como organizada (en este sentido estricto de la palabra, que hemos indicado anteriormente). Ella es, al contrario, esencialmente necesaria, relativamente a ciertas producciones organizadas de la naturaleza, porque para llegar a conocer por medio de la experiencia su constitución interior, debemos juzgarlas como habiendo sido formadas únicamente conforme a fines, y no podemos concebirlas como cosas organizadas, sin relacionarse con ellas la idea de una producción intencional.

     Luego el concepto de una cosa, cuya existencia o forma nos representamos como posible bajo la condición de un fin, es inseparable del concepto de la contingencia de esta cosa (relativamente a las leyes de la naturaleza). Es porque las cosas de la naturaleza que no hallamos posibles más que como fines, forman la principal prueba de la contingencia del universo, y el sólo argumento que conduce al sentido común y a los filósofos a relacionar el mundo con un ser existente fuera de él e inteligente (a causa de esta finalidad); y la teleología no halla explicación última de sus investigaciones mas que en una teología.

     Pero ¿qué prueba en definitiva la teleología perfecta? ¿Prueba la existencia de este ser inteligente? No. No prueba nada más sino que, conforme a la naturaleza de nuestras facultades de conocer, por consiguiente, en la unión de la experiencia con los principios superiores de la razón, no podemos formarnos ninguna idea de la posibilidad de este mundo, más que concibiendo una causa suprema, obrando con intención. Objetivamente, no podemos demostrar esta proposición, de que hay un Ser supremo inteligente; no podemos más que aplicarla subjetivamente al uso de nuestro juicio en su reflexión sobre los fines de la naturaleza, que no podemos concebir con la ayuda de otro principio que el de una causalidad intencional de una causa suprema.

     Que si nosotros queremos demostrar esta proposición dogmáticamente por razones teleológicas, caeríamos en inextricables dificultades. Ella serviría entonces de principio a esta conclusión, de que los seres organizados en el mundo no son posibles más que por una causa intencional, y deberíamos inevitablemente afirmar, que como no podemos considerar estas cosas en su relación causal y reconocer las leyes a que se hallan sometidas, más que por medio de la idea de fin, tenemos también el derecho de suponer que esto es igualmente necesario para todo ser pensante y consciente, y que, por consiguiente, es una condición inherente al objeto, y no tan sólo al sujeto. Luego hay en esto una aserción que somos incapaces de sostener. Porque como la observación no nos muestra verdaderamente la intencionalidad en los fines de la naturaleza, sino que solamente en nuestra reflexión sobre sus producciones, nosotros añadimos este concepto por el pensamiento como bello conductor del juicio, ellas no nos son dadas por el objeto. No es del todo imposible probar a priori el valor objetivo de este concepto. No queda absolutamente más que una proposición que descansa sobre condiciones subjetivas, es decir, sobre las condiciones del juicio, conformado su reflexión con nuestras facultades de conocer. Decir que hay un Dios, sería atribuir a esta proposición un valor objetivamente dogmático; mas la sola cosa que no es permitido a nosotros, hombres, decir, es simplemente que nos es imposible concebir y comprender la finalidad, que debe por sí misma servir de principio a nuestro conocimiento de la posibilidad interior de muchas cosas de la naturaleza, más que representándonoslas, así como el mundo en general, como una producción de una causa inteligente (de un Dios).

     Luego si esta proposición, fundada sobre una máxima absolutamente necesaria de nuestro juicio y es perfectamente satisfactoria para el uso especulativo y práctico de nuestra razón, bajo un punto de vista humano, yo querría saber bien lo que perdemos al no poder demostrar su validez para seres superiores, es decir, para principios, puros objetivos (que desgraciadamente exceden el alcance de nuestras facultades). Es, en efecto, absolutamente cierto que no podemos aprender a conocer de una manera suficiente, y con mayor motivo, a explicar los seres organizados y su posibilidad interior por principios puramente mecánicos de la naturaleza; y se puede sostener sin temor con igual certeza, que es absurdo para los hombres intentar semejante cosa, y esperar que algún nuevo Newton vendrá un día a explicar la producción de un tallo de yerba por leyes naturales, a las que no presida designio alguno; porque este es un procedimiento que se debe rehusar a los hombres en absoluto. Mas en compensación se podrá muy bien tener la presunción de juzgar, que aun cuando pudiésemos penetrar hasta el principio de la naturaleza en la especificación de las leyes universales que conocemos, no podríamos hallar un principio de la posibilidad de los seres organizados que nos dispensará de referir la producción a un designio; porque ¿cómo podemos saber esto? La verosimilitud no basta allí donde se trata de juicios de la razón pura. No podemos decidir, pues, objetivamente, sea de una manera afirmativa, sea de una manera negativa, la cuestión de saber si hay un ser que obra conforme a fines, que como causa (por consiguiente, como autor del mundo) sirve de principio, a lo que llamamos con razón fines de la naturaleza. Todo lo que hay de cierto es, que si juzgamos, según lo que nuestra propia naturaleza nos permite percibir (conforme a las condiciones y a los límites de nuestra razón), no podemos dar por principio a la posibilidad de estos fines de la naturaleza más que un ser inteligente. Esto sólo en efecto es conforme a la máxima de nuestro juicio reflexivo, por consiguiente, a un principio subjetivo pero necesariamente inherente a la especie humana.



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§ LXXV

Observación

     Esta observación que merece desenvolverse con toda extensión en la filosofía trascendental, no debe servir aquí de esclarecimiento (y no de prueba) más que de una manera episódica.

     La razón es una facultad que suministra los principios, y, en último término, es lo incondicional que debe darse. Mas sin los conceptos del encendimiento, a los cuales es necesario atribuir una realidad objetiva, la razón no puede juzgar objetivamente (sintéticamente), y en tanto que razón teórica, no contiene por sí misma principios constitutivos, sino solamente principios reguladores. Se ve claramente que allí donde el entendimiento no puede seguirla, la razón es trascendente, y se manifiesta por ideas, que tienen sin duda su fundamento (en tanto que principios reguladores), pero que no tiene ningún valor objetivo; y el entendimiento que no puede acompañarla, y que sólo puede tener este valor, encierra el de estas ideas racionales en los límites del sujeto, extendiéndolo solamente a todos los sujetos de la misma especie. De este modo se nos da el derecho de afirmar una sola cosa, y es que conforme a la naturaleza (humana) de nuestra facultad de conocer, o aun en general conforme al concepto que podemos formar de la razón de un ser finito, no podemos ni debemos concebir ninguna otra cosa, pero no nos es permitido afirmar que el principio de un juicio semejante esté en el objeto. Los ejemplos que acabamos de citar tienen demasiada importancia, y ofrecen también demasiada dificultad para que queramos imponerlos inmediatamente al lector como proposiciones demostrables, pero darán ocasión ellos a reflexionar, y podría servir para esclarecer lo que aquí particularmente nos proponemos.

     Es de todo punto necesario al entendimiento humano distinguir la posibilidad y la realidad de las cosas. El principio de esta distinción está en el sujeto y en la naturaleza de sus facultades de conocer. En efecto, si el ejercicio de estas facultades no supusiera dos elementos del todo heterogéneos, el entendimiento para los conceptos, y la intuición sensible para los objetos que corresponden a estos conceptos, esta distinción (entre lo posible y lo real) no existiría. Si nuestro entendimiento fuera intuitivo, no habría otros objetos más que lo real. Los conceptos (que no miran más que a la posibilidad de un objeto) y las intuiciones sensibles (que nos dan algo, sin que, a pesar, nos lo hagan conocer como objeto) se desvanecerían juntamente. Luego toda la distinción de lo puramente posible y de lo real descansa solo sobre esto: que el primero significa la posición de la representación de una cosa relativamente a nuestro concepto, y en general, a la facultad de pensar, mientras que el segundo significa la posición de la cosa en sí misma (fuera de este concepto). Por consiguiente, la distinción de las cosas posibles y de las cosas reales, no tiene más que un valor subjetivo para el entendimiento humano, porque no podemos siempre concebir algo que no exista, o representarnos, alguna cosa como dada, sin tener todavía ningún concepto de ella. La proposición de que las cosas pueden ser posibles sin ser reales, y que por consiguiente, no se puede concluir de la simple posibilidad a la realidad, no tiene, pues, valor real más que para la razón humana, y nada prueba mejor que esta distinción tiene su principio en las cosas mismas. En efecto, que no se tiene el derecho de sacar esta consecuencia, y que, por consiguiente, esta proposición se aplica simplemente a los objetos, en tanto que nuestra facultad de conocer los considera bajo sus condiciones sensibles, como objetos sensibles, y que no tienen ningún valor relativamente a las cosas en general, es lo que resulta claramente de la orden imperiosa que nos da la razón de admitir como existente de una manera absolutamente necesaria, algo (el principio primero), en que la posibilidad y la realidad se confunden, y cuya idea ningún concepto del entendimiento, puede seguir; lo que quiere decir, que el entendimiento no puede, bajo ningún respecto, representarse una cosa semejante y su modo de existencia. Porque si la concibe (concíbala como quiera), no se la representa más que como posible. Que si se tiene conciencia como de algo, que es dado en la intuición, es real, pero no se concibe nada tocante a su posibilidad. Es porque el concepto de un ser absolutamente necesario, es, en verdad, una idea indispensable de la razón, pero es un concepto problemático e inaccesible para el entendimiento humano. Hay un valor para el uso de nuestras facultades de conocer, consideradas en su naturaleza particular; no lo hay relativamente al objeto, y para todo ser que conoce; porque yo no puedo suponer que el pensamiento y la intuición, son en todo ser que conoce dos condiciones distintas del ejercicio de sus facultades de conocer. Un entendimiento, para que esta distinción no existiera, juzgaría que todos los objetos que conocemos son (existen); y la posibilidad de algunos objetos, que sin embargo, no existen, es decir, la contingencia de estos objetos, cuando existen, y por consiguiente, también la necesidad, que es necesario distinguir de esta contingencia, no caerían bajo su representación. Mas la dificultad que halla nuestro entendimiento para tratar aquí sus conceptos a ejemplo de la razón, viene únicamente de que aquello de que la razón hace un principio que emplea como perteneciente al objeto, es trascendente para el entendimiento, considerado como entendimiento humano (es, decir, imposible en las condiciones subjetivas de su conocimiento). Luego queda siempre esta máxima, que todos los objetos, cuyo conocimiento excede la facultad del entendimiento, no los concebimos más que conforme a las condiciones subjetivas necesariamente inherentes a nuestra naturaleza (es decir, a la naturaleza humana), del ejercicio de nuestras facultades; y si los juicios que formamos de este modo (y no puede ser de otra manera relativamente a los conceptos trascendentes), no pueden ser principios constitutivos que determinen el objeto tal como es, quedan, sin embargo, como principios reguladores, inmanentes y seguros en el uso que de ellos se hace, y propios para las necesidades de nuestro espíritu.

     Del mismo modo que la razón, en la contemplación teórica de la naturaleza debe admitir la idea de la necesidad incondicional de un primer principio, así, bajo el punto de vista práctico, presupone en sí misma una causalidad incondicional (relativamente a la naturaleza), es decir, a la libertad, por esto mismo que tiene conciencia de su ley moral. Luego aquí, puesto que la necesidad objetiva de la acción, como deber, se halla opuesta a aquella a que esta acción quedaría sometida como suceso, si su principio estuviera en la naturaleza y no en la libertad, es decir, en la causalidad de la razón, y que la acción absolutamente necesaria moralmente, es considerada físicamente como del todo contingente (es decir, que debería necesariamente tener lugar pero que muchas veces no lo tiene), es claro que es necesario buscar únicamente en la naturaleza de nuestra facultad práctica, la causa porque las leyes morales deben representarse como órdenes (y las acciones conformes a estas leyes, como deberes) y porque la razón no expresa esta necesidad para ser (llegar), sino para deber ser. No sucedería así si se considerase la razón sin la sensibilidad (como condición subjetiva de su aplicación a los objetos de la naturaleza), por consiguiente, como causa en un mundo inteligible que estuviera siempre completamente de acuerdo con la ley moral, y en el cual no hubiera distinción entre deber y hacer, entre lo posible y lo real, es decir, entre la ley práctica, que prescribe lo primero y la ley teórica que determina lo segundo. Luego, aunque un mundo inteligible, en donde todo lo que es posible (en tanto que bien) sea real por esto sólo, aunque la libertad misma, como condición formal de este mundo, sea para nosotros un concepto transcendente, que no pueda suministrarnos ningún principio constitutivo para determinar un objeto y su realidad objetiva, sin embargo, conforme a la constitución de nuestra naturaleza (en parte sensible), la libertad es para nosotros, y para todos los seres racionales, en relación con el mundo sensible, en tanto que podemos representárnoslos conforme a la naturaleza de nuestra razón, un principio regulador universal, que no determina objetivamente la naturaleza de la libertad, como forma de la causalidad, pero que no prescribe menos imperiosamente a cada uno conforme a esta idea, la regla de sus acciones. Del mismo modo, también, en cuanto a la cuestión que nos ocupa, se puede asegurar que no encontraríamos distinción entre el mecanismo y la técnica de la naturaleza, es decir, en el enlace de los fines de la naturaleza, si nuestro entendimiento no estuviera formado de tal suerte que debe ir de lo general a lo particular, y que la facultad de juzgar no puede, relativamente a lo particular, reconocer finalidad, y, por consiguiente, formar juicios determinantes, sin tener una ley general bajo la cual pueda subsumirlo. Luego, como lo particular; como tal, contiene relativamente a lo general, algo de contingente, pero que, sin embargo, la razón exige también unidad en el enlace de las leyes particulares de la naturaleza, y por consiguiente, conformidad a leyes (la cual aplicada a lo contingente se llama finalidad) y como es imposible derivar a priori, por la determinación del concepto del objeto, las leyes particulares de las leyes generales, relativamente a lo que ellas tienen de contingente, el concepto de la finalidad de la naturaleza en sus producciones es un concepto necesario al juicio humano, relativamente a la naturaleza, pero no concierne a la determinación de los objetos mismos. Es, por consiguiente, un principio subjetivo de la razón para el juicio, y este principio, en tanto que regulador (y no en tanto que constitutivo), es tan necesario a nuestro juicio humano, como si fuera un principio objetivo.



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§ LXXVI

De la propiedad del entendimiento humano por la cual el concepto de un fin de la naturaleza es posible para nosotros

     Hemos indicado en la precedente observación las propiedades de nuestra facultad de conocer (superior), que somos inclinados a transportar a las cosas mismas como predicados objetivos; mas ellas no conciernen más que a ideas a las cuales no se puede llegar en la experiencia del objeto correspondiente, y no pueden servir más que de principios reguladores en las investigaciones empíricas. Es al concepto de un fin de la naturaleza como a lo que concierne la causa de la posibilidad de esta suerte de predicados, la cual no puede descansar más que en la idea; pero el efecto, conforme a esta idea (la producción misma), es, sin embargo, dada en la naturaleza, y el concepto de una causalidad de la naturaleza, considerado como un ser que obra conforme a fines, parece hacer de la idea de un fin de la naturaleza un principio constitutivo de este fin, y por esto esta idea se distingue de todas las demás.

     Este carácter distintivo consiste en que la idea concebida no es un principio racional para el entendimiento, sino para el juicio, y no es, por consiguiente, más que la aplicación de un entendimiento en general a los objetos empíricos posibles, en los casos en que el juicio no puede ser determinante, sino simplemente reflexivo, y en donde, por consiguiente, aunque el objeto sea dado en la apariencia, no se puede juzgar de él, conforme a la idea, de una manera determinada (todavía menos de una manera perfectamente adecuada a esta idea), sino solamente reflexionar acerca de él. Se trata, pues, de una propiedad de nuestro (humano) entendimiento, relativa a la facultad de juzgar en su reflexión sobre las cosas de la naturaleza. Si es así, debemos tomar aquí por principio la idea de un entendimiento posible, otro que el entendimiento humano (del mismo modo que en la crítica de la razón pura), deberíamos concebir otra intuición posible para poder mirar la nuestra como una especie particular de intuición, es decir, como una intuición (por la cual los objetos no tuvieran valor más que en tanto que fenómenos), a fin de poder decir que, conforme a la naturaleza particular de nuestro entendimiento, debemos, para explicar la posibilidad de ciertas producciones de la naturaleza, considerar estas producciones como intencionales, y como habiendo sido producidas, conforme a fines, sin exigir por esto que haya una causa particular, determinada por la representación misma de un fin y por consiguiente, sin negar que un entendimiento, otro más elevado que el entendimiento humano, pueda hallar también el principio de la posibilidad de estas producciones (de la naturaleza) en el mecanismo de la misma, es decir, en una relación causal, cuya causa no se busca exclusivamente en un entendimiento.

     No se trata, pues, aquí más que de la relación de nuestro entendimiento con el juicio: buscamos en su naturaleza una cierta contingencia que podríamos considerar como algo que le es particular y le distingue de otros elementos posibles.

     Esta contingencia se halla naturalmente en lo que el juicio debe reducir a lo general, suministrado por los conceptos del entendimiento; porque, por lo general de nuestro (humano) entendimiento, no se determina lo particular. ¿De cuántos modos diversos cosas que, sin embargo, convienen en un carácter común, se pueden presentar a nuestra percepción? Es cosa contingente. Nuestro entendimiento es una facultad de conceptos, es decir, un entendimiento discursivo, por el cual la especie y la diferencia de los elementos particulares que halla en la naturaleza, y que puede reducir a sus conceptos son contingentes. Mas como la intuición pertenece también al conocimiento, y como una facultad que consistiera en una intuición enteramente espontánea (108), sería una facultad de conocer distinta y del todo independiente de la sensibilidad, y por consiguiente, un entendimiento en el sentido más general de la palabra, se puede también concebir (de una manera negativa, es decir, como un entendimiento que no es discursivo), un entendimiento intuitivo que no vaya de lo general a lo particular y a lo individual (por medio de conceptos), y para el cual no exista la contingencia del acuerdo de la naturaleza con el entendimiento en las cosas que produce conforme a leyes particulares, y cuya variedad es tan difícil a nuestro entendimiento reducir a la unidad del conocimiento. Esto no es posible para nosotros más que por medio del concierto de los caracteres de la naturaleza con nuestra facultad de los conceptos, y este concierto es contingente, mas un entendimiento intuitivo no lo necesita.

     Nuestro entendimiento tiene, pues, esto de particular en su relación con el juicio; que en el conocimiento que nos suministra, lo particular no es determinado por lo general, y que, por consiguiente, lo primero no puede derivarse de lo segundo, aunque debía haber entre los elementos particulares que componen la variedad de la naturaleza y lo general (suministrado por conceptos y leyes), una concordancia que permitiera subsumir, aquellos bajo este, y que, en tales circunstancias, debe ser enteramente contingente, y no supone principio determinado para el juicio.

     Luego para poder al menos concebir la posibilidad de este concierto de las cosas de la naturaleza con el juicio (que nos representamos como contingente, por consiguiente, como no siendo posible más que para un fin), es necesario que concibamos al mismo tiempo otro entendimiento, por cuya relación podamos, aun antes de atribuirle ningún fin, representarnos como necesario este concierto de las leyes de la naturaleza con nuestro juicio, que no es concebible para nuestro entendimiento más que por medio de la relación de los fines.

     Nuestro entendimiento tiene, pues, esta propiedad, que en su conocimiento, por ejemplo, de la causa de una producción, debe ir de lo general analítico (de los conceptos) a lo particular (o la intuición empírica dada), mas sin determinar nada por esto relativamente a la variedad que se puede encontrar en lo particular, porque esta determinación, de la que necesita el juicio, no puede buscarla más que en la subsunción de la intuición empírica (cuando el objeto es una producción de la naturaleza), bajo el concepto. Luego podemos también concebir un entendimiento que, no siendo discursivo como el nuestro, sino intuitivo, vaya de lo general sintético (de la intuición de un todo como tal) a lo particular, es decir, del todo a las partes, y que, por consiguiente, no se represente la contingencia del enlace de las partes para concebir la posibilidad de una forma determinada del todo, a diferencia de nuestro entendimiento que va de las partes, como de los principios universalmente concebidos, a las diversas formas posibles que pueden subsumirse como consecuencias. Conforme a la constitución de nuestro entendimiento, no podemos considerar un todo real de la naturaleza más que como un efecto del concurso de las fuerzas motrices de las partes. Si, pues, queremos representarnos no en la posibilidad del todo como dependiente de la parte, así como lo exige nuestro entendimiento discursivo, sino, por el contrario, conforme al modelo del entendimiento intuitivo, la posibilidad de las partes (consideradas en su naturaleza y en su relación) como dependientes del todo, no podemos concebir en virtud de la misma propiedad de nuestro entendimiento, que el todo contenga el principio de la posibilidad de la relación de las partes (lo que sería una contradicción en el conocimiento discursivo), sino en la representación del todo en que colocamos el principio de la posibilidad de la forma de este todo y de la relación de las partes que lo constituyen. Luego como el todo sería entonces un efecto (una producción) del que se considera como causa la representación de la posibilidad misma, y como se llama fin el producto de una causa, cuya razón determinante es la representación misma de un efecto, se sigue de aquí, que si no nos representamos la posibilidad de ciertas producciones de la naturaleza más que a favor de otra especie de causalidad que la de las leyes naturales de la materia, es decir, a favor de las causas finales, es únicamente en virtud de la naturaleza particular de nuestro entendimiento, y que este principio no concierne a la posibilidad de estas cosas (aun consideradas como fenómenos), para este modo de producción, sino a aquella solamente del juicio que nuestro entendimiento puede formar sobre estas cosas. Por esto veremos también por qué en la ciencia de la naturaleza no nos contentamos por mucho tiempo con esta explicación de las producciones de la naturaleza por medio de las causas finales. Es que, en efecto, en esta explicación no pretendemos juzgar la producción de la naturaleza más que conforme a nuestra facultad de juzgar, es decir, al juicio reflexivo, y no conforme a las cosas mismas, por el juicio determinante. Por lo demás no es necesario probar la posibilidad de semejante intellectus archetypus; basta mostrar que la consideración de nuestro entendimiento discursivo, que tiene necesidad de imágenes (intellectus typus) y de su naturaleza contingente, nos conduce a esta idea (de un intellectus archetypus), y que esta idea no encierra contradicción.

     Que si consideramos en su forma un todo material, como un producto de las partes o de las propiedades que estas tienen de unirse por sí mismas (y aun de agregarse a otras materias) nos representamos un modo mecánico de producciones. Mas entonces desaparece todo concepto de un todo concebido como fin, es decir, de un todo, cuya posibilidad interna supone una idea de este todo, de donde depende la naturaleza y la acción de las partes, de un todo, en fin, tal y como debemos representarnos los cuerpos organizados. Mas de aquí no se sigue, como hemos mostrado anteriormente, que la producción mecánica de un cuerpo semejante sea imposible, porque esto significaría que es imposible (es decir, contradictorio) a todo entendimiento representarse tal unidad en la relación de las partes, sin darle por causa productora la idea de esta misma unidad, es decir, sin admitir una producción intencional. Es, sin embargo, lo que sucedería, si tuviésemos el derecho de mirar los seres materiales como las cosas en sí. Porque entonces la unidad, que constituye el principio de la posibilidad de las formaciones de la naturaleza, sería simplemente la unidad del espacio, el cual no es un principio real de las producciones, aunque tenga con el principio real que buscamos alguna semejanza, puesto que en él ninguna parte puede ser determinada sin relación al todo (cuya representación sirve, por consiguiente, de principio a la posibilidad de las partes).

     Mas como es al menos posible considerar el mundo material como un simple fenómeno, y concebir algo, en tanto que cosa en sí (que no sea fenómeno) como un substratum al cual correspondiera una intuición intelectual (diferente de la nuestra), se podría concebir un principio supra-sensible, real, aunque inaccesible a nuestra inteligencia, de donde derivaría la naturaleza de que nosotros mismos formamos parte, de suerte que consideraríamos conforme a leyes mecánicas lo que en la naturaleza es necesario como objeto de los sentidos, pero también conforme a leyes teleológicas, considerándola como objeto de la razón, la concordancia y la unidad de las leyes particulares y de las formas que debemos mirar como contingentes (y aun el conjunto de la naturaleza en tanto que sistema), y la juzgaríamos también según dos especies de principios, sin destruir la explicación mecánica por la explicación teleológica, como si fuesen contradictorias.

     Se ve por esto, lo que era por otra parte fácil de suponer, pero que sería difícil de afirmar y de probar con certeza, que en las producciones de la naturaleza donde hallamos cierta finalidad, el principio mecánico puede subsistir sin duda al lado del principio teleológico, pero que sería imposible hacer este último enteramente inútil. Se puede, en efecto, en el estudio de una cosa que debemos juzgar como un fin de la naturaleza (en el estudio de un ser organizado), buscar todas las leyes, ya conocidas o todavía por descubrir, de la producción mecánica, y conseguirlo en este sentido; mas para explicar la posibilidad de una producción semejante, no se nos puede jamás dispensar de invocar un principio de producción enteramente diferente del principio mecánico, a saber, el de una causalidad determinada por fines, y no hay razón humana (una razón finita y semejante a la nuestra por la cualidad, por más superior que fuese en el grado) que pueda prometerse explicar la producción de un simple tallo de yerba por causas puramente mecánicas. En efecto; si el juicio necesita indispensablemente de la relación teleológica de las causas y los efectos, para explicar la posibilidad de semejante objeto, y aun para estudiarlo con el guía de la experiencia; si no se puede hallar para los objetos exteriores, considerados como fenómenos, un principio que se refiera a los fines, y si este principio, que reside también en la naturaleza, debe buscarse únicamente en su substratum supra-sensible que no nos es permitido penetrar, nos es absolutamente imposible explicar las relaciones de fines por principios llevados a la naturaleza misma, y nuestra humana facultad de conocer nos da una ley necesaria para buscar el supremo principio en un entendimiento originario como causa del mundo.



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§ LXXVII

De la unión del principio del mecanismo universal de la materia con el principio teleológico en la técnica de la naturaleza

     Es de la mayor importancia para la razón no perder de vista el principio del mecanismo en la explicación de las producciones de la naturaleza, porque es imposible sin este principio adquirir el menor conocimiento de la naturaleza de las cosas. Aun cuando se nos concediera que un arquitecto supremo ha creado inmediatamente las formas de la naturaleza tal y como existen desde entonces, o que ha predeterminado aquellas que en el curso de la naturaleza se forman continuamente sobre el mismo modelo, nuestro conocimiento de la naturaleza no sería nada ilustrado, porque no conocemos la manera de obrar de este ser y sus ideas, que deben contener los principios de la posibilidad de las cosas de la naturaleza, y no podemos explicar la naturaleza por este ser, yendo, por decirlo así, de alto a bajo (a priori). Que si queremos, partiendo de las formas de los objetos de la experiencia y yendo así de abajo a arriba (a posteriori), invocar, para explicar la finalidad que creemos encontrar en ellos, una causa que obre conforme a fines, no daremos más que una explicación tantológica, y equivocaremos la razón con palabras, para no decir más, desde que nos dejamos extraviar por este género de explicación en lo trascendental a donde no puede seguirnos el conocimiento natural, que la razón cae en estas poéticas extravagancias que su principal deber es evitar.

     De otro lado, es una máxima igualmente necesaria de la razón no omitir el principio de los fines en el estudio de las producciones de la naturaleza, porque si este principio no nos hace comprender mejor el modo de existencia de estas producciones, es un principio de descubierta en la investigación de las leyes particulares de la naturaleza, para suponer que no se ha querido hacer ningún uso de él para explicar la naturaleza misma, y que se ha continuado sirviéndose de la expresión fines de la naturaleza, aunque la naturaleza revela manifiestamente una unidad intencional, es decir, aunque no se busque más allá de la naturaleza el principio de la posibilidad de sus fines. Mas como es necesario venir en definitiva a averiguar esta posibilidad, es también necesario concebir, para explicarla, una especie particular de causalidad que no se presenta en la naturaleza, como la mecánica de las causas naturales tiene la suya, puesto que la receptividad que muestra la materia para muchas formas, distintas de aquellas de las cuales ella es capaz en virtud de esta última, supone la espontaneidad de una causa (que por consiguiente no puede ser materia), sin la cual no se podría hallar el principio de estas formas. La razón, en verdad, antes de dar este paso, debe mostrar mucha prudencia, y no pretender explicar como teleológica toda técnica de la naturaleza; hablo de cierto poder que tiene la naturaleza de producir figuras que muestran la finalidad para nuestra simple aprehensión (como los cuerpos regulares); es necesario que se limite siempre a mirarla como mecánicamente posible. Mas querer además excluir absolutamente el principio teleológico y allí dónde la razón, buscando la posibilidad de las formas de la naturaleza, halla una posibilidad que se muestra manifiestamente ligada a otra especie de causalidad, pretender seguir siempre el simple mecanismo, sería llevar la razón a divagaciones tan quiméricas sobre las impenetrables potencias de la naturaleza, como aquellas que pudiesen entrañar una explicación puramente teleológica y no teniendo en cuenta el mecanismo de la naturaleza.

     En una sola y misma cosa no se pueden admitir juntamente los dos principios, explicando el uno por el otro (deduciendo el uno del otro), es decir, que no se pueden asociar como principios dogmáticos y constitutivos del conocimiento de la naturaleza para el juicio determinante. Si por ejemplo, yo digo que un gusano debe considerarse como una producción del simple mecanismo de la materia (un resultado de esta nueva formación que se produce por sí misma, cuando los elementos de la materia han sido puestos en libertad por la corrupción), no podemos derivar entonces esta producción de la misma materia como de una causalidad que obra conforme a fines. Recíprocamente, si miramos esta producción como un fin de la naturaleza, no podemos invocar un modo mecánico de explicación, y tomar este por un principio constitutivo en el juicio que debemos formar sobre la posibilidad de esta producción, de modo que se asocien los dos principios. En efecto, un modo de explicación excluye el otro, aun cuando objetivamente estos dos principios descansaran sobre uno solo, en el cual no pensaríamos. El principio que debe hacer posible la unión de los dos en nuestro juicio sobre la naturaleza, debe colocarse en algo que resida fuera de ellos (por consiguiente también fuera de toda representación empírica posible de la naturaleza), pero que sea su fundamento, es decir, en lo supra-sensible, y a esto es a lo que se debe reducir los dos modos de explicación. Luego como no podemos obtener nada relativamente a lo supra-sensible más que el concepto indeterminado de un principio que permite juzgar la naturaleza, conforme a leyes empíricas, y como por otra parte no podemos determinarlo de antemano por ningún predicado, se sigue que la unión de los dos principios no puede descansar sobre otro que contenga la explicación de la posibilidad de una producción por leyes dadas para el juicio determinante, sino solamente sobre un principio que contenga la exposición para el juicio reflexivo. En efecto, explicar significa derivar de un principio que se debe, por consiguiente, poder conocer y mostrar claramente. Luego si se considera una sola y misma producción, el principio del mecanismo y el de la técnica de la naturaleza, deben, en verdad, unirse en un solo principio superior, su origen común; de otro modo no podrían subsistir el uno al lado del otra en la consideración de la naturaleza. Mas si este principio, que es objetivamente común a los dos, y que por consiguiente permite conciliar las máximas que dependen de ellos, en la investigación de la naturaleza, si este principio es tal que se puede muy bien indicar, pero no conocer de una manera determinada y mostrarlo bien claramente para que se pueda hacer uso de él en todos los casos dados, es imposible sacar ninguna explicación de tal principio, es decir, derivar de él de una manera clara y determinada la posibilidad de una producción de la naturaleza por medio de estos dos principios heterogéneos. Luego el principio común de donde derivan, de una parte el principio mecánico y de la otra el principio teleológico, es lo supra-sensible, que debemos colocar bajo la naturaleza considerada como fenómeno. Mas es imposible tener bajo el punto de vista teórico el menor concepto determinado y afirmativo. No podemos, pues, explicar en manera alguna cómo en virtud de este principio, la naturaleza (considerada en sus leyes particulares), constituye para nosotros un sistema, que podemos mirar como posible, tanto por el principio de las causas físicas como por el de las causas finales; pero solamente cuando hallamos en la naturaleza de los objetos, cuya posibilidad no podemos concebir a favor del principio del mecanismo (que reivindica siempre las cosas de la naturaleza), y sin apoyarnos sobre principios teleológicos, creemos poder estudiar con confianza las leyes de la naturaleza conforme a estos dos principios (cuando nuestro entendimiento ha reconocido la posibilidad de sus producciones por uno u otro principio), y no nos dejamos llevar por la aparente contradicción de los principios de nuestro juicio sobre estos objetos, porque es cierto que pueden unirse al menos objetivamente en un solo principio (pues que se forman sobre fenómenos que suponen un principio supra-sensible).

     Aunque el principio del mecanismo y el de la técnica teleológica (intencional) de la naturaleza relativamente a la misma producción y a su posibilidad pudiesen subordinarse a un principio común de la naturaleza, considerada en sus leyes particulares, sin embargo, siendo transcendente este principio, los límites de nuestro entendimiento no nos permiten conciliar los dos principios en la explicación de la misma producción de la naturaleza, aun cuando no podamos concebir la posibilidad interior de esta producción más que por medio de una causalidad que obre conforme a fines (como sucede para las materias organizadas). Debemos siempre llegar a esta máxima del juicio teleológico, que conforme a la naturaleza del entendimiento humano, no podemos admitir otra causa para explicar la posibilidad de los seres organizados que una causa que obra según fines, y que el simple mecanismo de la naturaleza no nos da aquí una explicación suficiente, sin querer decidir nada por esto relativamente a la posibilidad de las cosas mismas.

     Pero como este principio no es más que una máxima del juicio reflexivo y no del juicio determinante, y como, por consiguiente, no tiene para nosotros más que un valor subjetivo y no un valor objetivo, relativamente a la posibilidad misma de esta especie de cosas (en la cual los dos modos de producción podrían muy bien concertarse en un sólo y mismo principio), como además, si a este modo de producción que se mira como teleológico, no se juntara algún concepto de un mecanismo de la naturaleza que debe hallarse también en él, no se podría juzgar esta producción como una producción de la naturaleza, esta máxima implica al mismo tiempo la necesidad de una unión de los dos principios en el juicio por el cual concebimos las cosas como fines de la naturaleza en sí, pero sin tener por objeto sustituir enteramente o en parte el uno al otro. En efecto, a lo que no se concibe (al menos por nosotros) como posible más que por un fin, no se puede sustituir el mecanismo, y a lo que es reconocido como necesario en virtud del mecanismo, no se puede sustituir una contingencia que necesitaría de un fin como razón determinante, sino que se debe solamente subordinar uno de estos principios (el mecanismo) al otro (el de la técnica intencional), lo que puede hacerse en virtud del principio transcendental de la finalidad de la naturaleza.

     En efecto; allí donde se conciben fines como principios de la posibilidad de ciertas cosas, es necesario también admitir medios, cuya ley de acción no necesita por sí misma de nada que suponga un fin, y puede, por consiguiente, ser mecánica, estando en un todo subordinada a efectos intencionales.

     Es por lo que, cuando consideramos las producciones organizadas de la naturaleza, y principalmente cuando, observando el número infinito de estas producciones, admitimos (al menos como una hipótesis permitida) algo intencional en la relación de las causas naturales, que obran según leyes particulares, y de las que formamos el principio universal del juicio reflexivo, aplicado al conjunto de la naturaleza (al mundo), concebimos una grande y aun universal combinación de las leyes mecánicas con las leyes teleológicas, sin confundir los principios en cuya virtud juzgamos estas producciones, y sin sustituir el uno al otro. Porque en un juicio teleológico, si la forma que recibe una materia no puede juzgarse posible más que por medio de un fin, esta materia, considerada en su naturaleza conforme a leyes mecánicas, puede subordinarse como medio a este fin propuesto. Mas como el principio de esta unión reside en algo que no es ni el mecanismo, ni la relación de los fines, sino el substratum supra-sensible de la naturaleza, del que nada conocemos, nuestra humana razón no puede reunir juntamente las dos maneras de representarse la posibilidad de estos objetos, y no podemos juzgarlos, fundados sobre un entendimiento supremo más que por medio de la relación de las causas finales, lo que, por consiguiente, no quita nada al modo de explicación teleológica.

     Luego como es cosa completamente indeterminada, y aun siempre indeterminable para nuestra razón, hasta qué punto el mecanismo de la naturaleza obra como medio para cada fin de la misma, y como el principio inteligible, al cual hemos referido la posibilidad de una naturaleza en general, nos permite admitir que esto es enteramente posible por un acuerdo universal de las dos especies de leyes (las leyes físicas y las de las causas finales), aunque no podamos concebir el cómo de este acuerdo, no sabemos mejor hasta dónde se extiende el modo de explicación mecánico para nosotros; sino que solamente es cierto que, lejos de que pudiésemos marchar por este camino, él debe ser siempre insuficiente para las cosas que una vez hemos reconocido como fines de la naturaleza, y que así, conforme a la constitución de nuestro entendimiento, debemos subordinar todos estos principios juntamente a un principio teleológico.

     De aquí el derecho, y también, a causa de la importancia del estudio mecánico de la naturaleza para la razón teórica, el deber de explicar mecánicamente, en tanto que esté en nosotros (y es imposible aquí trazar límites), todas las producciones y todos los hechos naturales, aun las cosas que revelan la mayor finalidad; mas también lo es no perder jamás de vista que las cosas que no podemos someter a la investigación de la razón más que bajo el concepto de fines, deben ser conformes a la naturaleza esencial de nuestra razón, sometidas en definitiva, a pesar de las causas mecánicas, a una causalidad que obra conforme a fines.

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