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Observaciones sobre el sentimiento de lo bello y lo sublime

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Primera sección

De los diferentes objetos del sentimiento de lo sublime y de lo bello

     Los diversos sentimientos de placer o de pena, dependen menos de la naturaleza de las cosas exteriores que los excitan, que de la sensibilidad particular de cada hombre. De aquí proviene que los unos hallan placer donde otros no experimentan más que disgusto, y que la pasión del amor es muchas veces un enigma para todos, o que este es vivamente contrariado por una cosa que es completamente indiferente a aquel. El campo de las observaciones de estas particularidades de la naturaleza humana se extiende muy lejos, y aun oculta una rica provisión de descubrimientos tan agradables como instructivos. Yo no dirigiré mi atención por el momento más que sobre algunos puntos notables de este campo, y emplearé más bien el ojo de un observador que el de un filósofo. Como el hombre no se encuentra feliz más que en tanto que satisface una inclinación, el sentimiento que le hace capaz de experimentar grandes goces, sin tener necesidad por esto de talentos extraordinarios, no es ciertamente, poca cosa. Personas muy importantes que no conocen autor más espiritual que su cocinero, ni obras de mejor gusto que las que hay en su bodega, hallarán en propósitos cínicos y en pesadas burlas, un placer tan vivo como el de que se jactan personas dotadas de una sensibilidad muy delicada. El rico que ama la lectura de los libros porque le distrae extraordinariamente; el mercader que no estima otro placer que el de que goza el hombre prudente que calcula las ventajas de su comercio; el voluptuoso que no ama las mujeres más que por el goce físico; el aficionado a la caza que se complace en la de las moscas, como Domiciano, o en la de las bestias salvajes, como A..., todos tienen una sensibilidad que los hace capaces de gozar a su manera, sin tener necesidad de envidiar otros placeres, o aun sin poder formarse una idea de ellos; mas esto no es, sin embargo, lo que debe fijar mi atención. Hay además un sentimiento más delicado, al cual se da este epíteto, sea porque de él se puede gozar mucho más tiempo sin hastío ni fatiga; sea porque suponga, por decirlo así, cierta irritabilidad del alma, que la hace propia al mismo tiempo, para las buenas inclinaciones; sea, en fin, porque anuncie talentos y cualidades superiores de espíritu mientras que, por el contrario, los demás sentimientos pueden hallarse en el hombre más desprovisto de ideas. Este es el sentimiento que quiero considerar bajo uno de sus aspectos. Yo descarto de él esta inclinación para los altos conocimientos, y este atractivo al cual un Keplero era tan sensible, cuando decía, como Bayle refiere, que no daría uno de sus descubrimientos por un reino. Este sentimiento es muy delicado para entrar en esta investigación, que no tocará más que a este otro sentimiento de los sentidos, del cual son capaces también las almas más comunes.

     El sentimiento delicado que queremos examinar aquí, comprende dos especies: el sentimiento de lo sublime y el de lo bello. Los dos nos conmueven agradablemente, mas de diversa manera. El aspecto de una cadena de montañas cuyas cimas cubiertas de nieve se elevan sobre las nubes; la descripción de un violento huracán, o la pintura que nos hace Milton del reino infernal, excitan en todos una satisfacción mezclada de horror. Al contrario, la vista de praderas esmaltadas de flores, valles donde revolotean ruiseñores y por donde pasan numerosos rebaños; la descripción del Elíseo, o la pintura que hace Homero de la cintura de Venus, nos causan también un sentimiento de placer, pero que no tiene nada de divertido y alegre. Para ser capaz de recibir la primera impresión en toda su fuerza, es necesario estar dotado del sentimiento de lo sublime, y para gozar bien de la segunda, del sentimiento de lo bello. Robles elevados y umbrías solitarias en un bosque sagrado son sublimes; tallos de flores, pequeños zarzales y árboles dispuestos en figuras, son bellos. La noche es sublime, el día es bello. Los espíritus que poseen el sentimiento de lo sublime son inclinados insensiblemente hacia los sentimientos elevados de la amistad, del desprecio del mundo, de la eternidad, por la calma y el silencio de una soirée de verano, cuando la luz brillante de las estrellas disipa las sombras de la noche, y cuando la luna solitaria aparece en el horizonte. El día brillante inspira el ardor del trabajo y el sentimiento de la alegría. Lo sublime conmueve, lo bello encanta. La figura del hombre absorbida por el sentimiento de lo sublime, es seria y alguna vez fija y elevada. Al contrario, el vivo sentimiento de lo bello se manifiesta por cierto esplendor brillante en los ojos, por la sonrisa, y muchas veces por una alegría estrepitosa. Alguna vez el sentimiento de lo sublime se halla acompañado de horror o de tristeza; en algunos casos de una tranquila admiración, y en otros se halla ligado al de una belleza extendida sobre un vasto plano. Yo llamaría la primera especie de sublime, lo sublime terrible, la segunda, sublime noble, y la tercera, sublime magnífico. Una profunda soledad es sublime, mas sublime terrible (151). De aquí viene que las soledades de una inmensa extensión, como los pavorosos desiertos de Chamo en la Tartaria, han llevado siempre a la imaginación a colocar en ellos sombras terribles, duendes y fantasmas. Lo sublime debe siempre ser grande; lo bello puede también ser pequeño. Lo sublime debe ser simple, lo bello puede ser arreglado y adornado. Una gran altura es tan sublime como una gran profundidad; mas esta hace estremecerse, y aquella excita la admiración. De un lado, el sentimiento de lo sublime es terrible; de otro, es noble. El aspecto de una pirámide de Egipto, según refiere Hasselquist, conmueve mucho más que puede uno figurarse por una descripción escrita; mas la arquitectura de ella es simple y noble. La iglesia de San Pedro de Roma es magnífica. Como en este vasto y simple edificio, la belleza, por ejemplo, el oro, los mosaicos, etc., están de tal modo repartidos que el sentimiento que prevale es el de lo sublime, se llama este objeto magnífico. Un arsenal debe ser noble y simple; un palacio de residencia magnífico; un palacio de recreo, bello y adornado.

     Una larga duración es sublime. Si pertenece al pasado, es noble; si se coloca en un porvenir indefinido, tiene algo de imponente. Un edificio que se remonta a la más grande antigüedad, es respetable. La descripción que hace Haller de la eternidad futura inspira un dulce temor, y la que hace de la eternidad pasada, una admiración fija.



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Segunda sección

De las cualidades de lo sublime y de lo bello en el hombre en general

     La inteligencia es sublime, el espíritu es bello. El atrevimiento es sublime y grande; la astucia, pequeña, pero bella. La circunspección, decía Cromwell, es la virtud de un burgomaestre. La veracidad y la rectitud son simples y nobles; la burla y la adulación amable, son delicadas y bellas. La gracia es la belleza de la virtud. La actividad desinteresada para prestar servicios es noble; la urbanidad y la honradez, son bellas. Las cualidades sublimes inspiran respeto; las bellas, amor. Las personas que están principalmente dispuestas al sentimiento de lo bello, no buscan amigos sinceros, constantes y verdaderos, más que en las circunstancias difíciles; escogen para su sociedad amigos alegres, amables y graciosos. Hay un hombre de tal naturaleza que se estima mucho, demasiado para poderle amar. Inspira admiración, pero está muy por cima de nosotros para que nos atrevamos a acercarnos a él con la familiaridad del amor.

     Los que reunieran en sí las dos clases de sentimientos hallarían que la emoción de lo sublime es más poderosa que la de lo bello, pero que fatiga y no se puede experimentar mucho tiempo, si no alterna con esta última o no se halla acompañada de ella (152). Es necesario que los grandes sentimientos a que se eleva algunas veces la conversación en una sociedad escogida, se cambien de tiempo en tiempo con ligeras bromas, y que las figuras que agradan hagan, con las figuras serias que conmueven, un bello contraste que introduzca alternativamente y sin esfuerzo las dos especies de sentimiento. La amistad tiene principalmente el carácter de lo sublime, el del amor, el de lo bello. Sin embargo, la ternura y el profundo respeto que entran en el amor, le comunican cierta dignidad y cierta elevación, mientras que la broma y la familiaridad le dan el color de lo bello. La tragedia, según yo, se distingue principalmente de la comedia, en que aquella excita el sentimiento de lo sublime, mientras que esta excita el de lo bello.

     La primera, en efecto, nos muestra generosos sacrificios por el bien de otros, resoluciones atrevidas, en el peligro, y una fidelidad probada. El amor en ella es melancólico, tierno y lleno de respeto. La desgracia de otro en ella excita en el alma del espectador sentimientos simpáticos, y hace latir su generoso corazón; entonces somos dulcemente conmovidos, y sentimos la dignidad de nuestra propia naturaleza. Al contrario, la comedia pone en escena ingeniosas tramas, intrigas sorprendentes, personas de espíritu que saben sacar partido del asunto, tontos que se dejan engañar, bufonerías, y ridículos caracteres. El amor no tiene en ella el aire de pena; es alegre y familiar. Aquí, sin embargo, como en otras cosas, lo noble puede juntarse a lo bello en cierta medida.

     Los mismos vicios y las faltas morales toman algunas veces algunos de los rasgos de lo sublime o de lo bello; al menos hieren así nuestros sentidos, cuando la razón no los ha juzgado todavía. La cólera de un hombre formidable es sublime, como la de Aquiles en la Iliada. En general, los héroes de Homero son sublimes en el género terrible; los de Virgilio, lo son en el género noble. Hay algo de noble en la venganza abierta y atrevida que persigue un violento ultraje, y por ilegítima que pueda ser, el relato que se nos hace de ella, nos causa una emoción mezclada de placer y de terror. Cuando Schah Nadir fue atacado en su tienda por algunos conjurados, Hanway refiere que exclamaba después de haber recibido ya algunas heridas y de haberse defendido con desesperación: Piedad, y os perdono a todos. Uno de ellos le respondía, levantando un sable sobre él: Tú no has mostrado nunca piedad para nadie, y no mereces ninguna. La audacia y la resolución en un malvado son muy dañosas, pero no podemos comprender que se hable de ellas sin estar poseído de las mismas, y entonces, aun cuando se le lleve al suplicio, ennoblece en cierto modo, el que marche con fiereza y desdén. Por otra parte, un proyecto de astucia bien concebido, aun cuando tenga por objeto una picardía, encierra algo que se refiere a un fin y hace reír. La coquetería en el buen sentido, es decir, el deseo de seducir y encantar en una persona, por lo demás graciosa, es quizá reprensible, pero no deja de ser bello, y se prefiere ordinariamente a una continencia reservada y seria. El exterior que agrada en las personas, se refiere tanto al uno como al otro sentimiento. Una alta estatura inspira la consideración y el respeto; una pequeña, inspira más bien la confianza. Los caballos castaños y las yeguas negras nos acercan al de lo sublime; las yeguas cardosas y los caballos blondos se aproximan más al de lo bello. Una edad avanzada se asocia bien con las cualidades de lo sublime, y la juventud con las de lo bello. La misma distinción se aplica también a la diferencia de estados, y hasta en los sentidos debe conservarse esta distinción. Las personas grandes deben vestirse con sencillez cuando más con magnificencia; la compostura y el adorno hacen mejor a las personas pequeñas. Colores sombríos y una disposición uniforme convienen a la vejez; vestidos más claros y de un color vivo y chillón, hacen brillar la juventud. En los diversos estados, en igualdad de fortuna y de rango, el eclesiástico debe mostrar la mayor sencillez, el hombre de Estado, la mayor magnificencia. El chichisbén puede hacer la toilette que le agrade.

     Aun en los accidentes exteriores de la fortuna, se halla algo que, al menos conforme a la opinión de los hombres, se refiere a estos sentimientos. El nacimiento y los títulos hallan ordinariamente los hombres dispuestos al respeto. La riqueza sin el mérito recibe homenajes desinteresados, sin duda porque la idea que de ella formamos se junta a la de las grandes cosas que ella permite realizar. Esta estima recae ocasionalmente sobre muchos pícaros ricos, que no emprenderán jamás nada semejante, y que no tienen la menor idea de los nobles sentimientos, únicos que pueden hacer las riquezas estimables. Lo que agrava la desgracia de la pobreza, es el desprecio que lleva consigo, y que el mérito no podrá enteramente destruir, al menos a los ojos del vulgo, cuando el rango y los títulos no engañan este sentimiento grosero de cualquier modo para su ventaja.

     No hay en la naturaleza humana cualidades loables en que no se pueda ver descender por transiciones infinitas hasta el último grado de la imperfección. La cualidad de lo sublime terrible, desde que cesa de ser natural, viene a dar en lo raro (153). Las cosas exageradas, en las que se supone sublimidad, aunque no presenten de ella casi nada; son necedades (154); el que ama lo extravagante y cree en ello, es caprichoso (155); el gusto de las cosas exageradas hace lo extravagante (156). Por otra parte, el sentimiento de lo bello degenera; cuando está enteramente dotado de nobleza, viene a ser insípido (157). Un hombre que cae en este defecto, cuando es joven, es un bobalicón (158); en una edad mediana es un fatuo (159).

     Y como es principalmente a la vejez a la que es necesario lo sublime, un viejo fatuo, es la criatura más despreciable del mundo, lo mismo que un joven extravagante es lo más insoportable. La broma y el chiste se refieren al sentimiento de lo bello. Sin embargo, se puede mostrar en esto mucha razón , y por ello referirlos más o menos a lo sublime. Aquel cuya gracia no anuncia esta marcha, bromea (160), el que bromea sin cesar, es un simple (161). Se ven algunas veces personas prudentes bromear, y no es necesario poco espíritu para hacer descender la razón de su puesto sin causar ningún daño. Aquel cuyos discursos y acciones no distraen ni entretienen, es fastidioso (162). El fastidioso que busca, sin embargo, hacer lo uno o lo otro, es insípido (163). El insípido orgulloso, es un necio (164) y (165).

     Yo quiero hacer un poco más clara, por medio de ejemplos, esta singular investigación de las debilidades humanas, porque cuando no se tiene el buril de Hogarth, es necesario suplir con descripciones lo que falta a la expresión del dibujo. Afrontar resueltamente los peligros para defender los derechos de su patria o de sus amigos, es sublime. Las cruzadas y la antigua caballería, eran raras; los duelos, miserables restos de las falsas ideas que ésta se había formado del honor, son necedades. Retirarse tristemente del ruido del mundo porque nos hallamos justamente fatigados, es noble. La piedad solitaria de los antiguos anacoretas, era rara. Refrenar sus pasiones por principios, es sublime. Las maceraciones, los votos y las demás virtudes monacales, son necedades. Huesos santos, madera santa y otras bagatelas de este género, comprendiendo entre ellos los santos excrementos del gran Lama del Thibet, son necedades. Entre las obras del espíritu y del sentimiento, los poemas épicos de Virgilio y de Klopstok, entran en el género noble, los de Homero y de Milton, en lo gigantesco (166). Las Metamorfosis de Ovidio, son necedades, y todas las necedades de este género, los cuentos de hadas nacidos de la chochez francesa, son los más miserables que se puede imaginar. Las poesías de Anacreonte se hallan muy cerca de las que se dicen tonterías.

     Las obras de inteligencia, en tanto que los objetos a que se consagran tienen también alguna relación con el sentimiento, se distinguen por los mismos caracteres. La idea matemática de la magnitud inmensa del universo, las meditaciones de la metafísica sobre la eternidad, la Providencia, la inmortalidad del alma, tienen cierta dignidad y contienen algo de sublime. En desquite la filosofía se deshonra muchas veces con vanas sutilezas, y sea cualquiera la profundidad que parezcan anunciar, las cuatro figuras silogísticas, no merecen menos ser colocadas entre las necedades de la escuela.

     En las cualidades morales, la virtud solo es sublime. Hay, sin embargo, buenas cualidades morales que son amables y bellas, y que conformándose con la virtud, pueden considerarse como nobles, sin tener precisamente el derecho de ser colocadas en el número de los sentimientos virtuosos. Este juicio puede parecer, sutil y embrollado; expliquémonos. No se puede ciertamente llamar virtuosa esta disposición de espíritu, que es el origen de ciertas acciones, a las cuales podría la virtud inclinarse también, pero que derivando de un principio que no se conforma más que accidentalmente con la virtud, puede también por su naturaleza misma, hallarse en contradicción con las reglas universales de la misma. Cierta ternura del corazón, que se cambia fácilmente en un vivo sentimiento de compasión, es bella y amable, porque ella anuncia esta benevolente simpatía por la suerte de otros hombres, a la cual, tienden igualmente los principios de la virtud. Mas esta pasión benevolente, es débil, y siempre ciega. Suponed, en efecto, que os obliga a socorrer con vuestro dinero a un desgraciado, pero que hayáis contraído una deuda para con nosotros, y que os habéis colocado por ella fuera de poder cumplir el estrecho deber de la honradez; evidentemente vuestra acción no ha podido provenir de una disposición verdaderamente virtuosa, porque una disposición tal no os habría llevado a sacrificar al entrañamiento de la emoción, una obligación más sagrada. Si, por el contrario, la benevolencia universal proviene en vosotros de un principio, al cual subordináis todas vuestras acciones, la piedad por los desgraciados, subsiste siempre, pero considerándola bajo un punto de vista más elevado, le conserváis su verdadero puesto en el conjunto de nuestros deberes; porque si la benevolencia general es un principio de simpatía por los males de nuestros semejantes, es también un principio de justicia, que os ordena no practicar esta acción. Desde que este sentimiento ha tomado el carácter de universalidad que le conviene, es sublime, pero más frío. Porque no es posible que nuestro corazón esté lleno de ternura por todo hombre, y que cada nueva desgracia extraña le sumerja en la pena; además, el hombre virtuoso no cesaría de derretirse en lágrimas como Heráclito, y toda esta bondad de corazón , no serviría más que para hacer un tierno perezoso (167).

     En el número de los buenos sentimientos que son bellos y amables sin ser el fundamento de una verdadera virtud, es necesario contar también la complacencia, o esta inclinación que nos lleva a hacernos agradables a los demás, mostrándoles amistad, accediendo a sus deseos, y conformando nuestra manera de ser con sus sentimientos. Esta afabilidad seductora es bella, y la flexibilidad de un corazón donde reina denota la bondad. Mas está tan lejos de ser una virtud, que si principios superiores no le fijan límites y no le debilitan, puede engendrar todos los vicios. Porque sin considerar que esta complacencia, por las personas que tratamos viene a ser muchas veces injusticia, para aquellas que viven fuera de este pequeño círculo, un hombre que se entregase por completo a esta inclinación, podría tomar todos los vicios sin estar naturalmente dispuesto a ello sino por el deseo de agradar. Así es que, por efecto de una muy amable complacencia, vendría a ser embustero, holgazán, borracho, etc., porque no obra conforme a reglas de buena conducta, sino conforme a una inclinación que es bella en sí, pero que viene a ser insípida cuando no tiene sostén ni principios.

     La virtud no puede, pues, ser ingerida más que sobre principios que la hagan tanto más sublime y tanto más noble cuanto son más generosos. Estos principios no son reglas especulativas, sino la conciencia de un sentimiento que existe en el corazón de todo hombre, y que se extiende mucho más lejos que los principios particulares de la piedad y de la complacencia. Yo creo abrazarlo todo, llamando este sentimiento el sentimiento de la belleza y de la dignidad de la naturaleza humana. El sentimiento de la belleza de la naturaleza humana es el principio de la benevolencia universal, el de su dignidad, el de la estima universal; y si este sentimiento toca a su más alta perfección en el corazón de alguno, este hombre se amará y se estimará, pero solamente, como uno de aquellos a los cuales se extiende su vasto y noble sentimiento.

     Esto no es que, subordinado a una inclinación tan general nuestras inclinaciones particulares, podamos asignar ciertas proporciones a nuestras inclinaciones benevolentes y adquirir esta noble creencia que es la belleza de la virtud.

     Considerando la debilidad de la naturaleza humana y la poca influencia que el sentimiento moral universal habla de ejercer sobre la mayor parte de los corazones, la Providencia ha puesto en nosotros, como suplementos a la virtud, estas inclinaciones auxiliares que, llevando a bellas acciones ciertos hombres poco capaces de dirigirse conforme a principios, pueden servir también para estimular a los demás. La piedad y la complacencia son principios de bellas acciones, que serían quizá ahogadas sin esto por el interés personal; pero estos no son, como hemos visto, principios inmediatos de virtud, aunque sean ennoblecidos por su parentesco con la virtud y aunque tomen su nombre. Yo puedo, pues, llamarlas virtudes adoptivas, para distinguirlas de aquella que se funda sobre principios, y que es la verdadera virtud. Aquellas son bellas y de atractivo, ésta sola es sublime y respetable. Se llama buen corazón el natural en que reinan los buenos sentimientos, y bueno, el hombre que posee este natural; mientras que se atribuye con razón un noble corazón a aquel que es virtuoso por principios, y se le da el título de hombre de bien. Estas virtudes adoptivas tienen al menos una gran semejanza con la verdadera, en que contienen el sentimiento de un placer inmediatamente ligado a las acciones buenas y benévolas. El hombre bueno sin ninguna mira ulterior, y por un efecto inmediato de su complacencia, os mostrará la dulzura y la honradez y experimentará una piedad sincera por la desgracia de otro.

     Mas como esta simpatía moral no basta todavía para llenar la pereza natural del hombre para obrar por razón del interés general, la Providencia ha puesto todavía en nosotros cierto sentimiento delicado destinado a excitarnos o a servir de contrapeso al grosero egoísmo y a las voluptuosidades vulgares. Quiero decir el sentimiento del honor y de su consecuencia, la vergüenza. La opinión que los demás pueden tener de nuestro mérito y el juicio que pueden formar sobre nuestra conducta, son motivos muy poderosos y que obtienen de nosotros muchos sacrificios, y lo que la mayor parte de los hombres no hubiera hecho, ni por un movimiento inmediato de bondad, ni por respeto a los principios, sucede muchas veces por efecto de una simple deferencia a la opinión, muy útil, pero también muy superficial de los demás hombres, como si el juicio de otro determinara nuestro mérito y el de nuestras acciones. Lo que sucede por este impulso no es en manera alguna virtuoso; así el que quiere pasar por tal, oculta cuidadosamente el motivo que lo determina. Este impulso no está tan cerca de la verdadera virtud como la bondad, porque no es inmediatamente determinado por la belleza de las acciones, sino por el estado que produce en otro. Yo puedo, pues, como el sentimiento del honor es un sentimiento delicado, llamar todo lo que este sentimiento produce semejante a la virtud, una brillante apariencia de virtud (168).

     Si comparamos los diferentes naturales de los hombres, en tanto que una de estas tres especies de sentimiento domina y determina su carácter moral, hallaremos que cada una de ellas se halla estrechamente ligada con uno de los temperamentos que se distinguen ordinariamente, y que además, el defecto del sentimiento moral es principalmente el propio del flemático. Esto no es que el signo característico de estos diversos naturales descanse sobre los rasgos que consideramos aquí, porque en la distinción que se hace ordinariamente, se piense principalmente en los sentimientos más groseros, como en el interés personal, la voluptuosidad vulgar, etc., que no debemos examinar en este tratado. Mas los sentimientos morales más delicados que estudiamos, pueden muy bien ir con tal o cuál de estos temperamentos, y se hallan ligados a ellos la mayor parte del tiempo.

     Un sentimiento íntimo de la belleza y de la dignidad de la naturaleza humana, la resolución y la fuerza de referir a ella todas sus acciones como a un principio universal, son cosas serias y que no conforman ni con un carácter jovial y ligero, ni con la movilidad de un aturdido. Se aproximan aun a la melancolía, en tanto que este sentimiento dulce y noble nace del temor que experimenta un alma en presencia de ciertos obstáculos, cuando llena de una gran resolución, ve los peligros a que debe sobreponerse, y que tiene ante sus ojos una difícil, pero grande victoria que obtener sobre sí misma. La verdadera virtud, la que se funda sobre principios, lleva en sí algo que parece conformar con el carácter melancólico, en el sentido templado de la palabra.

     La bondad, esta belleza y esta sensibilidad delicada del corazón que viene a ser en los casos particulares piedad o benevolencia, según la ocasión, está sometida al cambio de las circunstancias, y como el movimiento del alma no depende en esto de un principio general, toma fácilmente diversas formas, según que los objetos se presenten bajo tal o cuál aspecto. Cuando esta inclinación tiende a lo bello, parece unirse más naturalmente al temperamento que se llama sanguíneo, el cual es ligero y entregado a los placeres. En este temperamento es en donde habríamos de buscar las cualidades amables que hemos llamado virtudes adoptivas.

     El sentimiento del honor es ordinariamente mirado como un signo de complexión colérica, y podemos hallar aquí ocasión de investigar, para retratar tal carácter, las consecuencias morales de este sentimiento delicado, que la mayor parte del tiempo no tiene por objeto más que la envidia de brillar.

     No hay hombre en el cual no se halle algún rasgo de sentimiento delicado, pero el carácter más desprovisto de esta especie de sentimiento, aquel en que se nota principalmente lo que se llama relativamente insensibilidad, es el carácter flemático, que se mira aun como privado de los móviles más groseros, tales como el amor al dinero, etc., móviles que podemos, en todo caso, dejar, porque no entran en este plan.

     Consideremos, sin embargo, más de cerca los sentimientos de lo bello y lo sublime, principalmente en tanto que son morales, en sus relaciones con la división establecida de los temperamentos.

     Aquel cuya sensibilidad se inclina a lo melancólico, no se llama así porque se prive de los goces de la vida y se abandone a una sombría tristeza, sino porque sus sentimientos le llevarán más bien hacia este estado que a ningún otro, si se elevan a cierto grado, o si reciben por cualquiera causa una falsa disección. Hay, principalmente, el sentimiento de lo sublime. La misma belleza, a la cual nos mostramos muy sensibles, no debe solamente encantarle, es necesario que le conmueva, inspirándole la admiración. El goce de los placeres es más serio en él, sin que por esto sea menor. Las emociones de lo sublime tienen algo de más seductor para él que los frívolos atractivos de lo bello. Su bienestar tendrá más contento que viveza. Es constante; así subordina sus sentimientos a los principios. Aquellos se hallan tanto menos sujetos a la inconstancia y al cambio, cuanto estos son más generosos, y cuanto el sentimiento que debe dominar los demás es más extenso. Todos los principios particulares de las inclinaciones se hallan sometidos a muchas excepciones y vicisitudes, cuando no derivan de este modo, de un principio superior. El vivo y amable Alcesto dice: «Yo amo y estimo a mi mujer, porque es bella, halagüeña y sensata.» Mas si una enfermedad la desfigura, o la edad la vuelve adusta, o si cuando se haya disipado el primer encanto no os parece más sensata que otra, ¿qué sucederá? ¿Qué vendrá a ser vuestra inclinación cuando no tenga pretexto? Ved, al contrario al sabio y benévolo Adrasto que se dice a sí mismo: «Yo mostraré a esta persona afección y estima, porque es mi mujer.» Esta manera de pensar es noble y generosa. Los atractivos efímeros tienen bella desaparición; ella no es menos su mujer. El noble principio subsiste, y no está sometido a las circunstancias exteriores. Tal es el carácter de los principios comparados con los movimientos que hacen nacer las circunstancias exteriores; y tal es el hombre que obra conforme a principios, comparado con el que sorprende la ocasión de un buen y generoso movimiento. ¿Qué será, pues, si la voz de su corazón habla así? Yo debo socorrer este hombre, porque sufre; esto no es que sea mi amigo o compañero; esto no es que yo lo crea capaz de pagar un día mi beneficio con su reconocimiento; no se trata en este momento de razonar o de concretarse a cuestiones; es un hombre, y todo lo que toca a los hombres me toca también. Su conducta se apoya entonces sobre el más alto principio de benevolencia que puede haber en la naturaleza humana, y es por completo sublime, tanto por la invariabilidad de este principio como por la universalidad de su aplicación.

     Continúo mis observaciones. El hombre de un humor melancólico, se inquieta poco por el juicio de los demás, y de lo que ellos puedan tener por bueno o verdadero; no se fía más que de sus propias luces; como da a sus motivos el carácter de principios, no es fácil reducirle o llevarle a otras ideas; su constancia degenera en obstinación alguna vez. Ve con indiferencia el cambio de las modas, y desprecia su efecto. La amistad es un sentimiento que le conviene, porque es sublime. Puede muy bien perder un amigo inconstante; mas éste no lo perderá tan pronto; el recuerdo mismo de una amistad extinguida es todavía respetable a sus ojos. Para él la afabilidad es bella, pero un silencio elocuente es sublime. Guarda fielmente sus secretos y los de los demás. Halla la veracidad sublime, y odia la mentira y la disimulación. Tiene un elevado sentimiento de la dignidad de la naturaleza humana. Se estima a sí mismo, y tiene a cada hombre por una criatura que merece la estima. No soporta ninguna baja servidumbre, y su noble corazón no respira más que por la libertad. Todas las cadenas le son odiosas, desde las cadenas doradas que se llevan al cuello, hasta las de pesado hierro que se llevan en los presidios. Es un juez severo para sí mismo y los demás, y le hallaréis de una vez descontento de sí mismo y disgustado del mundo.

     Cuando este carácter viene a degenerar, la gravedad inclina a la tristeza, la piedad al fanatismo, el amor de la libertad al entusiasmo. La ofensa y la injusticia encienden en él el deseo de la venganza; entonces es muy formidable, porque desafía el peligro y desprecia la muerte. Si su sensibilidad se halla turbada, y su razón no está suficientemente esclarecida, cae en lo raro. Inspiraciones, apariciones, tentaciones, todas estas cosas le asaltan. Su inteligencia es todavía más débil, cae todavía más bajo, en las necedades. Sueños proféticos, presentimientos y milagros, he aquí lo que hay para él. Corre el riesgo de llegar a lo caprichoso o extravagante.

     En el hombre cuyo temperamento es sanguíneo, el sentimiento de lo bello domina. Así sus amigos son alegres y vivos. Si no se manifiesta alegre, es que está descontento; porque no sabe casi encerrar en sí mismo su satisfacción. Halla la variedad bella, y ama el cambio. Busca la alegría en sí mismo y alrededor de sí; alegra a los demás, y se muestra buen compañero. Tiene mucha simpatía moral. Goza con la alegría de los demás, y padece con sus pesares. Su sentimiento moral es bello; mas no descansa sobre principios; al contrario, depende siempre inmediatamente de la impresión del momento. Es amigo de todos los hombres, o lo que viene a ser lo mismo, no es propiamente amigo de nadie, aunque sea bueno y benévolo. No disimula. Hoy tendrá para nosotros maneras afables y amistosas, y mañana, si estamos enfermos o en la desgracia, se hallará verdadera y sinceramente enternecido, pero se separará de nosotros dulcemente, hasta que las circunstancias hayan cambiado. No hagáis jamás de él un juez; las leyes son ordinariamente muy severas para él, y se deja seducir por las lágrimas. Es un santo malvado, porque no es ni absolutamente bueno, ni absolutamente malo. Se extravía muchas veces, y viene a ser vicioso, más por complacencia que por inclinación. Es generoso y bienhechor, mas paga mal a sus acreedores, porque tiene más bien bondad que sentimiento de la justicia. Nadie tiene tan buena opinión de su corazón , como él mismo. Aun cuando no tiene mucha estima para sí, no se deja de amar. Cuando su carácter declina, cae en lo insípido, es decir, en las bagatelas y en las puerilidades. Si la edad no disminuye su vivacidad o no le da más inteligencia, corre el riesgo de venir a ser un viejo fatuo.

     Aquel a quien se atribuye una naturaleza colérica, tiene un sentimiento dominante por esta especie de sublime, que se puede llamar lo magnífico. Lo magnífico es propiamente como la aparencia de lo sublime, o como un color muy chillón que nos oculta el interior de la cosa o de la persona, el cual es quizás ordinario y malo, y nos engaña y atrae por el aparato exterior. Del mismo modo que un edificio recubierto de una materia que representa piedras talladas, produce una impresión tan grande como si fuera construido de esta manera, y las cornisas y las pilastras despiertan en nosotros la idea de la solidez, aunque no tengan sostén, y ellas no sostengan nada; del propio modo brillan las virtudes ficticias, oropel de sabiduría y mérito en pintura.

     El colérico juzga su propio mérito y el valor de sus acciones conforme a la apariencia que pueden tener a la vista de los demás. Es indiferente a la, cualidad interior de las cosas y a los motivos de las acciones; no se halla animado de ninguna verdadera benevolencia, ni atraído por la estima (169). Su conducta es artificial. Es necesario que sepa colocarse en diferentes puntos de vista, a fin de juzgar el efecto que producirá según las diversas posiciones del espectador, porque no se inquieta de lo que es, sino de lo que aparece. Es necesario que conozca bien el efecto que su conducta debe producir fuera, sobre el gusto en general, y las diversas impresiones que hará nacer. Como esta atención y esta prudencia exigen mucha sangre fría y no dejarse cegar por el amor, la piedad ni la simpatía, se evitará también muchas locuras y disgustos en los cuales cae el hombre de temperamento sanguíneo que se entrega al entrañamiento del primer sentimiento. Así parece ordinariamente más razonable que lo es en efecto. Su benevolencia no es más que urbanidad; su estima, ceremonia; su amor, lisonja estudiada. Está siempre satisfecho de sí mismo, cuando toma el aire de un amante o de un amigo, y no es jamás ni lo uno ni lo otro. Busca el brillar por todos modos; mas como todo en él es artificial y ficticio, es ruin y pequeño. Obra conforme a principios más que el de temperamento sanguíneo, que no se conmueve más que por impresiones accidentales; pero sus principios no son los de la virtud; estos son los del honor. No tiene el sentimiento de la belleza o el del valor de sus acciones, sino que no piensa más que en el juicio que de él formará el mundo. Como su conducta, cuando no se ven sus motivos; es por lo demás casi tan generalmente útil como la virtud misma, obtiene del vulgo la misma estima que el hombre virtuoso, mas él se oculta cuidadosamente a los ojos más penetrantes, porque sabe que el descubrimiento de los motivos que le determinan secretamente, le quitarían la estima. Así está muy sujeto a la disimulación; hipócrita en religión, adulador en el trato social, cambiando según las circunstancias en los partidos políticos. Se hace voluntariamente esclavo de los grandes, para venir a ser por este medio el tirano de los pequeños. La ingenuidad, esta bella y noble simplicidad que lleva el sello de la naturaleza y no del arte, le es completamente extraña. Es por lo que cuando sa gusto degenera, el estrépito que produce viene a dar en gritos, es decir, brilla de una manera desagradable. Su estilo y su compostura caen entonces en un galimatías y en la exageración, especie de necedad que es para lo magnífico lo que lo bizarro o lo fantástico, es a lo sublime serio. Cuando está ofendido, recurre a los duelos o a los procesos, y en sus relaciones civiles no se ocupa más que de sus antepasados, de su rango y de sus títulos. En tanto que no es más que vano, es decir, en tanto que no busca más que el honor y no piensa más que en agradar a la vista, es ya insoportable; mas si falto de toda superioridad real y de todo talento, está lleno de orgullo, viene a ser precisamente, como él más temería aparecer, un loco.

     Como en el carácter flemático no entra ningún elemento de lo sublime o de lo bello, al menos en un grado que merezca llamar la atención, este carácter no pertenece al conjunto de nuestras observaciones.

     De cualquier especie que sean los sentimientos delicados de los que nos hemos ocupado hasta aquí, que sean sublimes o bellos, es su suerte común de aparecer siempre falsos y absurdos a aquel que no es decididamente llevado a ellos por la naturaleza. Un hombre que no ama más que las ocupaciones tranquilas y útiles, falto, por decirlo así, de órganos para sentir lo que hay de noble en un poema o en una virtud heroica, prefiere Robinson a Grandisson, y Catón no es para él más que un loco obstinado. Del mismo modo, personas de un natural más serio hallan insípido lo que es un atractivo para los demás, y la simplicidad ingenua de una pastoral o égloga les parece insípida y pueril. Y aun los que no están enteramente privados de estos sentimientos delicados son afectados por ellos de muy diversas maneras, y se ve que este halla noble y lleno de confianza lo que aquel halla grande, pero bizarro. Las ocasiones que hemos tenido de observar el gusto en cosas que no tienen carácter moral, nos suministran el medio de deducir con bastante verosimilitud el carácter de las facultades superiores de su espíritu, y aun de los sentimientos de su corazón. Yo supondría muy bien que aquel que hallara el fastidio en una bella música, no es muy sensible a las bellezas del arte de escribir, o a las delicadas seducciones del amor.

     Hay cierto espíritu de bagatelas (170) que anuncia una especie de sentimiento delicado directamente opuesto a lo sublime. Es el gusto de las cosas que suponen mucho arte y piden mucho trabajo, como los versos que se pueden leer al revés, enigmas, sortilegios, logogrifos, etc. Este es el gusto de todo lo que es compuesto y arreglado con mucho ingenio, mas sin ningún objeto de utilidad, por ejemplo, libros cuidadosamente arreglados sobre las largas tablas de una biblioteca, donde se pasea una cabeza vacía que se concreta a mirarlos; departamentos adornados como los gabinetes de óptica, sostenidos con la mayor propiedad, más habitados por un huésped duro y díscolo. Es el gusto, en fin, de todo lo que es raro, por mediano que pueda ser por otra parte su valor intrínseco, como la lámpara de Epicteto, un guante del rey Carlos XII, y bajo cierto respecto las medallas. Se puede suponer que los que tienen estos gustos son quisquillosos y raros en la ciencia, y que no tienen en sus costumbres el sentimiento de lo que es bello y noble en sí.

     Nosotros tenemos muchas veces la culpa de acusar a los que no perciben el valor o la belleza de lo que nos inspira o nos encanta, por no comprenderlo. No se trata tanto aquí de lo que comprende nuestra inteligencia, como de lo que experimenta nuestra sensibilidad. Sin embargo, las facultades del alma se hallan tan íntimamente ligadas, que se puede las más veces juzgar de los dones del espíritu por la manera en que el sentimiento se manifiesta. Porque es en vano que estos dones hubieran sido prodigados a aquel que no tuviera al mismo tiempo un vivo sentimiento de lo que es verdaderamente noble o bello, y que no hallara en esto un móvil para hacer de estos dones un uso bueno y legítimo (171).

     Se llama ordinariamente útil, lo que puede satisfacer las necesidades más groseras, como lo que puede procurarnos lo superfluo en la comida y la bebida, o el lujo en nuestro vestido, en nuestros muebles, y la prodigalidad en los festines. Yo no veo, sin embargo, por qué no se pone entre las cosas útiles igualmente todo lo que nos hacen desear nuestros más vivos sentimientos. Si se estima todo sobre esta base, el que no tiene otra guía que el interés personal, no será jamás un hombre con quien se pueda razonar sobre las cosas que exigen un gusto delicado. Para este hombre una gallina valdrá ciertamente más que un papagayo, una olla de hierro más que un vaso de porcelana, un labrador más que todas las cabezas sabias del mundo, y tendrá como una gran falta el darse tanto trabajo para descubrir la distancia de las estrellas fijas, como por no haber hallado el mejor medio de servirse de la carne. ¡Mas qué locura discutir aquí, puesto que nuestros sentimientos no se conforman, y es imposible ponerlos de acuerdo! Sin embargo, no es el hombre, por groseros y vulgares que sean sus sentimientos, el que no puede apercibirse de que los encantos y goces de la vida; los menos indispensables en apariencia, atraen casi todos nuestros cuidados, y que si queremos excluirlos, casi todos nuestros esfuerzos serían sin motivo y sin objeto. Del mismo modo no hay nadie bastante grosero para no presentir que una acción moral, al menos en otro, nos atraerá tanto más cuanto sea desinteresada, y cuanto sus motivos sean más nobles.

     Cuando yo observo alternativamente la parte noble y la débil del hombre, me repruebo a mí mismo de no poderme colocar bajo el punto de vista en que se ven armonizarse estos contrastes, de manera que den un carácter imponente al gran cuadro de la naturaleza humana. Porque yo no ignoro que las posiciones más grotescas, referidas al gran plan de la naturaleza, no pueden causar más que una noble impresión, aunque tengamos la vista muy corta para recibirlas bajo este respecto. Sin embargo, para tirar un golpe de vista rápido sobre este plan, yo creo poder agregar las observaciones siguientes. Aquellos de entre los hombres que obran conforme a principios, son poco numerosos, y esto es un bien en definitiva, porque es fácil extraviarse en estos principios, y el daño que de esto resulta, es tanto mayor, cuanto los principios son más generosos, y la persona que somete a ellos su conducta es más constante. Los que obedecen a buenas inclinaciones, son más numerosos, y esto es excelente, aunque no se pueda casi hacer de ello un mérito para los individuos; porque si estos instintos virtuosos engañan alguna vez, atestiguan el uno en el otro, el gran objeto de la naturaleza, como los otros instintos que dirigen tan regularmente el mundo animal. Los que tienen siempre ante los ojos su querido yo, y refieren a él todos sus esfuerzos, y para el que el interés personal es un gran eje alrededor del cual quisieran hacer girar todo, son los más numerosos; y no se puede en esto tener nada más ventajoso, porque estos son los más activos, los más arreglados y los más prudentes. Dan a todo la consistencia y la solidez, concurriendo, sin quererlo, a la utilidad general, y suministrando los materiales y los fundamentos sobre los cuales almas más delicadas pueden esparcir la belleza y la armonía. En fin, el amor del honor está en todos los corazones, aunque diversamente distribuido, lo que debe dar al conjunto una belleza arrebatadora. Porque aunque la ambición sea una locura, cuando se hace de ella la regla única a la cual se refieren todas sus demás inclinaciones, ello es, sin embargo, excelente como móvil auxiliar. En efecto, obrando en este gran teatro conforme a sus inclinaciones dominantes, cada uno obedece al mismo tiempo a un móvil secreto que le lleva a colocarse en un punto de vista extraño, para poder juzgar la impresión que su conducta debe producir sobre los demás. Así es, que los diversos grupos se reunirán en un cuadro de un magnífico efecto, en donde la unidad reine en medio de la variedad, y en cuyo conjunto sobresalgan la belleza y la unidad de la naturaleza humana.



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Tercera sección

De la diferencia de lo sublime y de lo bello en la relación de los sexos

     El primero que comprendió todas las mujeres bajo la denominación de bello sexo, quiso quizá decirles algo lisonjero, mas sin duda lo encontró más justo que lo creía él mismo. Porque sin considerar que su figura es en general más fina, sus rasgos más delicados y más dulces, su fisonomía más significativa y de más atractivo en la expresión de la amistad, de la broma y de la afabilidad que entre los hombres, y sin hablar de esta virtud mágica y secreta por la cual nos disponen y nos apasionan para juzgarlas de una manera favorable, se nota principalmente en el carácter de este sexo rasgos particulares que lo distinguen claramente del nuestro, y que son principalmente notados con el sello de la belleza. De otro lado, nosotros podríamos reivindicar la denominación de sexo noble, si no fuera deber de un noble carácter el rechazar los títulos de honor, y querer mejor darlos que recibirlos. Esto no significa que se deba entender por esto que a la mujer falten cualidades nobles, o que el hombre no pueda tener ninguna especie de belleza; al contrario, se quiere que cada sexo reúna estos dos géneros de cualidades, mas de tal suerte, que en la mujer todas las otras ventajas concurran a revelar el carácter de la belleza, al cual debe referir todo lo demás; mientras que por el contrario, lo sublime debe ser el signo característico del hombre, y dominar visiblemente todas sus cualidades. Tal es el principio que debe dirigir todos nuestros juicios, sean de censura o de elogio, sobre los dos sexos; el mismo que hay que tener en cuenta en toda educación, en todo esfuerzo emprendido para conducir el uno al otro a su perfección moral, si no se quiere borrar enteramente esta diferencia halagüeña que la naturaleza ha puesto entre ellos. Porque no basta representarse que hay criaturas humanas ante nuestra vista; no se debe olvidar que estas criaturas no son todas del mismo género.

     Las mujeres tienen un sentimiento innato y poderoso por todo lo que es bello, elegante y adornado. Ya en la infancia aman ellas la compostura. Son propias y muy sensibles para todo lo que puede causar gustos. La lisonja les agrada, y se les puede entretener con bagatelas, con tal de que estén alegres y contentas. Tienen, desde muy temprano, maneras modestas; saben darse un aire fino, y poseerse por sí mismas en una edad en que la juventud más elevada del otro sexo es todavía intratable, torpe y embarazada. Tienen mucha simpatía, bondad y compasión. Prefieren lo bello a lo útil: así son voluntariamente económicas para lo superfluo de sus gastos de manutención, con el fin de poder gastar más en su toilette y compostura. Son muy sensibles a la más pequeña ofensa, y muy hábiles para notar la más ligera falta de atención y de estima. En una palabra, representan en la naturaleza humana el predominio de las bellas cualidades sobre las nobles, y sirven aun para civilizar al sexo masculino.

     Se me dispensará, así lo espero, de la enumeración de las cualidades de los hombres análogas a las de que he hablado, y nos contentaremos con considerarlas, refiriendo las unas a las otras. «El bello sexo tiene tanto espíritu como el sexo masculino, pero es del bello espíritu, mientras que el nuestro es un espíritu profundo, expresión idéntica a la de lo sublime.»

     Es propio de las acciones bellas indicar una gran facilidad, y parecer que se han ejecutado sin ningún trabajo; al contrario, grandes esfuerzos, dificultades enormes, excitan la admiración y pertenecen a lo sublime. Profundas reflexiones, una contemplación larga y sostenida son nobles, pero difíciles, y no convienen casi a una persona cuyos encantos naturales no nos deban dar otra idea que la de la belleza. Estudios fastidiosos, penosas investigaciones, por lejos que una mujer las lleve, borran las ventajas propias de su sexo; podrá muy bien llegar a ser, a causa de la rareza del hecho, el objeto de una fría admiración, mas también comprometerá en esto sus encantos, que le dan tan gran poder sobre el otro sexo. Una mujer que tiene la cabeza llena de griego, como madama Dacier, o que emprende sabias disertaciones sobre la mecánica, como la marquesa del Chatelet, haría muy bien en llevar barba, porque esto expresaría quizá todavía más bien el profundo saber que la ambición. El bello espíritu escoge por objeto todo lo que toca a los sentimientos más delicados; abandona las especulaciones abstractas y los conocimientos útiles pero áridos para el espíritu laborioso, sólido y profundo. Así las mujeres no aprenderán la geometría; ellas no sabrán del principio de la razón suficiente o de las mónadas más que lo que les sea necesario para sentir el chiste esparcido en las sátiras de los pequeños críticos de nuestro sexo. Las bellas pueden dejar turnar los torbellinos de Descartes, si inquietarse, cuando aun la amable Fontanelle querría acompañarlos en medio de los planetas. Ellas no perderán nada del poder de sus encantos, por ignorar todo lo que Algarotti se ha tomado el trabajo de escribir para las mismas sobre las fuerzas atractivas de la materia conforme al sistema de Newton. En la historia, ellas no se llenarán la cabeza de batallas, y en la geografía de plazas fuertes; porque les conviene tan poco sentir el viento del cañón, como a nosotros sentir el almizcle.

     Se dirá que por una astucia maliciosa, los hombres quieren inspirar al bello sexo este mal gusto. Porque sintiendo bien su debilidad para con los encantos naturales de este sexo, y sabiendo que una sola mirada maligna les turba mucho más que la cuestión más difícil, saben también que, desde que las mujeres siguen este gusto, encuentran su superioridad y adquieren una ventaja que muy difícilmente habrían obtenido sin eso, la de halagar con una generosa indulgencia la sensibilidad de su vanidad. El objeto de la ciencia de las mujeres es principalmente la especie humana, y en ella el hombre en particular. Su filosofía no es razonar, sino sentir. Es necesario no perder de vista esta verdad, si se quiere darles ocasión a mostrar su bella naturaleza. No se debe pretender desenvolver su memoria, sino sus sentimientos morales, y esto, no por medio de reglas generales, sino por el resultado de acciones particulares, sobre las cuales se apelará a su juicio. Los ejemplos sacados de la antigüedad y que muestran la influencia que el bello sexo ha ejercido en los negocios del mundo, las diversas condiciones que le han dado los hombres en otros siglos y en países extranjeros, el carácter de los dos sexos cuando se traduce en estos ejemplos, el gato variado de los placeres, he aquí su historia y su geografía. Es bello hacer agradable a una mujer la vista de un mapa que represente el globo terrestre o las principales partes de la tierra. Se consigue esto, poniéndolo ante sus ojos, describiéndole los diversos caracteres de los pueblos, la variedad de sus gustos y de sus sentimientos morales, principalmente si se muestra la influencia sobre las relaciones de los sexos entre sí, y si se agrega a esto algunas simples explicaciones sacadas de la diferencia de los climas, y de la libertad o de la esclavitud de estos pueblos. Importa poco que sepan o ignoren las divisiones particulares de este país, su industria, su poder o su soberano. Del mismo modo, del sistema del mundo no se cuidan de saber más que lo que les es necesario para ser atraídas por el espectáculo del cielo en una bella soirée, es decir, para comprender de alguna manera que existen todavía otros mundos y otras bellas criaturas. Los sentimientos de las pinturas expresivas, el de la música, no de aquella que muestra el arte, sino de la que atrae, todo esto depura y eleva el gusto de este sexo, y se halla siempre ligado a emociones morales. Nunca para las mujeres instrucción fría y especulativa; siempre sentimientos, según comprendo de los que más convengan lo posible al bello sexo. Mas una instrucción de esta naturaleza es rara, porque exige talento, experiencia y un corazón lleno de sentimiento, y las mujeres pueden excederse en toda esta instrucción, porque saben muy bien formarse por sí mismas sin estos auxilios.

     La virtud de las mujeres debe ser bella (172); la de los hombres noble. Las mujeres evitan el mal, no porque es injusto, sino porque es fastidioso, y las acciones virtuosas son para ellas acciones moralmente bellas. No les hablemos de necesidad, de deber, de obligación. Soportan difícilmente las órdenes y toda violencia brutal. No hacen más que lo que les agrada, y el arte consiste en hacer el bien agradable. Yo casi no creo que el bello sexo se conduzca por principios y no quiero ofenderle con esto, porque los principios son extremadamente raros aun en los hombres. Así, la Providencia puesto en su corazón sentimientos buenos y benévolos, un sentimiento delicado de buena educación y un alma complaciente. Mas no les pidáis sacrificios y grandes esfuerzos sobre sí mismas. Un esposo no debe decir jamás a su mujer que expone una parte de su fortuna por un amigo. ¿Por qué ha de encadenar su humor amable y gracioso, cargando su espíritu con el peso de un secreto importante, del que debe ser el guardador? Muchas debilidades de las mujeres son, por decirlo así, bellos defectos. La ofensa o la desgracia llena su alma tierna de pena. El hombre no debe jamás derramar más que lágrimas generosas; las que le hacen esparcir el sufrimiento o los reveses de la fortuna le hacen despreciable. La vanidad que se refiere de tan diversas maneras al bello sexo, es, si se quiere, un defecto, mas es al menos un bello defecto. Porque sin hablar de la contrariedad que experimentarían los hombres que quisieran adular tanto a las mujeres, si no estuviesen dispuestas a recibir bien sus propósitos, esta inclinación anima todavía sus encantos. Ella las lleva a concederse gracias y una buena subsistencia, a dejar obrar libremente la vivacidad de su espíritu, a brillar y realzar su belleza con todo lo que la moda inventa continamente. No hay nada en esto de ofensa para los demás; se halla aquí, por el contrario, cuando en ella preside el buen gusto, tanto placer, que es estar mal aconsejado censurarlas con aspereza. Una mujer que sobre este punto es demasiado ligera y demasiado frívola, se llama una loca, y este epíteto no encierra un reproche tan duro como cuando se aplica al hombre, cambiando la desinencia, hasta tal punto que entre dos personas que se entienden bien, expresa alguna vez una adulación familiar. Si la vanidad es un defecto, que entre los hombres merece que se le excuse, el orgullo, no es solamente vituperable, como entre los hombres en general, sino que desfigura enteramente el carácter de su sexo; porque este vicio estúpido y fastidioso es completamente opuesto a los modestos y seductores encantos. Una persona que tiene este defecto está n una posición difícil; es necesario que consienta en ser juzgada severamente y sin indulgencia; porque cualquiera que pretende gozar de una gran consideración, dispone al vituperio a todos los que le rodean. El descubrimiento del menor defecto da a todos una verdadera alegría, y el epíteto de loca pierde aquí su significación dulce. Es necesario distinguir bien la vanidad del orgullo. La vanidad busca los sufragios, y honra en cierto modo a estos junto a los que se toma este trabajo; el orgullo se cree ya en plena posesión, y como no se esfuerza en obtenerlos, no obtiene ninguno. Si una sola parte de vanidad no daña en nada a una mujer a los ojos de los hombres, al contrario, cuando es más visible, lleva la división al bello sexo. Las mujeres se juzgan entonces entre sí muy severamente, porque los encantos de la una parecen oscurecer los de la otra, y las que tienen grandes pretensiones de hacer conquistas son rara vez amigas, en el verdadero sentido de la palabra.

     No hay nada más opuesto a lo bello que lo que inspira el disgusto, como no hay nada más distante de lo sublime que lo ridículo. Así no se puede hacer un ultraje más sensible a un hombre que tratarle de loco, y a una mujer que hallarla repugnante. El Espectador inglés sostiene que no hay reproche más fastidioso para un hombre que el de embustero, y para una mujer que el de impúdica. Yo no discuto el valor de esta opinión, para juzgarla según la severidad de la moral. La cuestión aquí no es saber lo que merece en sí el mayor vituperio, sino lo que resiente en el hecho con mayor fuerza. Por lo que yo pregunto a cada uno de mis lectores, si colocándose con el pensamiento en un caso semejante, no percibe mi advertencia. Ninon de Lenclos no tenía la menor pretensión acerca de la castidad, y sin embargo, se hubiera ofendido altamente si uno de sus amantes hubiese mostrado la menor repugnancia a su persona. Se sabe la suerte cruel que experimentó Monadelschi por una expresión ofensiva de este género sobre una princesa que no quería, sin embargo, pasar por una Lucrecia. Es insoportable no poder hacer el mal aun cuando se quisiera, puesto que renunciando a él no se practica más que una virtud muy dudosa.

     Una cosa sirve para apartar las mujeres cuanto sea posible de todo lo que pueda inspirar disgusto, es el amor de la limpieza, que conviene por otra parte a todos los hombres, pero que debe ser mirada como una de las primeras virtudes del bello sexo; las mujeres no pueden casi llevarla muy lejos, mientras que entre los hombres excede alguna vez la medida, y viene a ser entonces algo insípido.

     El pudor es un secreto del cual se sirve la naturaleza para poner límites a una inclinación indomable, que provocada por el grito de la naturaleza, parece conformarse con las buenas cualidades morales, aun cuando se descarte de ellas. Es, pues, muy necesario como suplemento de los principios, porque no hay inclinación que haga sofistas más hábiles para inventar complacientes principios. Ella sirve aun para correr un velo misterioso sobre los designios más legítimos y más importantes de la naturaleza, por temor de que un conocimiento demasiado grande de estos, no nos inspire el disgusto o al menos la indiferencia por el objeto final de una inclinación sobre la cual descansan las más delicadas y vivas de la naturaleza humana. Esta cualidad es principalmente propia del bello sexo y le sienta perfectamente. Así es una despreciable grosería el que se intente embarazar o fastidiar la tierna modestia de las mujeres con esta especie de lisonjas de mal tono que se llama obscenidad. Como a pesar de que se den vueltas cuanto se quiera al rededor del secreto de la naturaleza, la inclinación que nos arrastra hacia el otro sexo es, en definitiva, la causa de los encantos que en él hallamos, y como la mujer es siempre, como mujer, el agradable sujeto de un entretenimiento, en donde respiran dulces costumbres, he aquí por qué sin duda hombres, por lo demás amables, toman de tiempo en tiempo la libertad de hacer entrever a través de sus maliciosas lisonjas, finas alusiones que les merecen el título de malignos, y puesto que no ofenden con miradas demasiado curiosas y no piensan en herir la estima, creen tener el derecho de tratar de mojigata a la persona que las recibe con aire frío y de desprecio. Yo no hablo de esta malicia más que porque se la considera como un sello determinado de buena sociedad, y que en el hecho se ha gastado en ella hasta aquí mucho espíritu; en cuanto al juicio que debe llevar una moral severa, no es el lugar a propósito de esta cuestión, puesto que hablando del sentimiento de lo bello, yo no tengo que considerar ni explicar más que apariencias.

     Las cualidades nobles de este sexo, que sin embargo, como lo hemos hecho notar, no deben jamás hacer despreciable el sentimiento de lo bello, no se anuncian nunca más clara y seguramente que por la modestia, especie de simplicidad y de ingenuidad noble. Se ve brillar una tranquila benevolencia y una estima para los demás, acompañadas de una noble confianza en sí y de una justa apreciación de su persona, que se halla siempre en un carácter sublime. Como este feliz acuerdo seduce por su encanto, inspirando y ordenando la estima, pone todas las demás cualidades brillantes al abrigo de la malignidad del vituperio y la burla. Las personas dotadas de tal carácter, tienen también un corazón formado para la amistad, disposición que no se sabría estimar demasiado entre las mujeres, porque es muy rara, aunque tenga en esto un gran encanto.

     Cuando nuestro objeto es juzgar sentimientos, no podemos saber, a pesar de explicar tanto como sea posible la diferencia de las impresiones que hacen sobre los hombres, la figura y los rasgos del bello sexo. Todo este encanto descansa en el fondo sobre la inclinación que nos lleva hacia él. La naturaleza prosigue su gran designio, y todas las delicadezas que a ella se juntan y que parecen separarse tanto como ellas quieren, no son más que accesorios de ella, y derivan en definitiva todo su encanto del mismo origen. Un gusto bueno y verdadero, que está siempre determinado por esta inclinación, no será más que débilmente atraído por los encantos de la conversación, señas del semblante, los ojos, etc., en una mujer, y como no ve en ella más que el sexo, trata ordinariamente la delicadeza de los demás de pura burla.

     Aunque este gusto no sea delicado, no es, sin embargo, para despreciarlo. Porque, gracias a él, es como la mayor parte de los hombres obedece de una manera sencilla y segura a la gran ley de la naturaleza (173). Por esto es por lo que se forman la mayor parte de los matrimonios, al menos en la clase más laboriosa de la sociedad, y cuando un hombre no tiene la cabeza llena de aires encantadores y lisonjeros, de miradas apasionadas, de noble talante, etc., y cuando no comprende nada de todo esto, no atiende más que a las virtudes domésticas, la economía, etc., y aun a la dote. En cuanto al gusto delicado, que exige que se haga una distinción entre los encantos exteriores de las mujeres, se refiere a lo que hay de moral o de inmoral en la figura y en la expresión del aspecto. Considerando los encantos de una mujer bajo este último punto de vista, se la podrá llamar linda. Formas bien proporcionadas, rasgos regulares, una feliz armonía del color de la tez y el de los ojos, estas son bellezas que agradan también en un ramillete de flores y obtienen una fría admiración. El aspecto mismo no dice nada, tiene bello el ser, lindo, y no habla al corazón. Mas cuando la expresión de los rasgos, de los ojos o de la figura, es moral, se reduce al sentimiento de lo sublime o al de lo bello. Una mujer en la que los atractivos de su sexo hacen aparecer principalmente la expresión moral de lo sublime, se llama bella en el verdadero sentido de la palabra; aquella cuya fisonomía o los rasgos del semblante tienen un carácter moral que anuncia las cualidades de lo bello, es agradable; y si lo es en alto grado, encantadora. La primera, bajo un aire tranquilo, en una doble apostura, y en miradas modestas, deja traslucir el esplendor de un alma bella; una sensibilidad tierna, un corazón benevolente, se juntan sobre su rostro y se amparan a la vez de la inclinación y el respeto de nuestros corazones. En los ojos alegres de la segunda, resplandecen la gracia, el espíritu, una fina molicie, una ligera mofa y una frialdad simulada. Yo no quiero dejarme arrastrar demasiado lejos en el análisis de este género, porque en semejante materia, el autor tiene siempre el aire de seguir su propia inclinación. Sin embargo, yo añadiría todavía que el gusto que tienen muchas damas por una tez pálida, pero sana, se explica muy fácilmente. Es que en efecto, esta especie de tez, acompaña comúnmente a un carácter dotado de una sensibilidad más profunda y más tierna, lo que se comprende en lo sublime, mientras que un color encarnado y floreciente anuncia más bien un carácter vivo y alegre; por lo que es más lisonjero para la vanidad inspirar y encadenar, que encantar y seducir. Puede haber en esto personas lindas, pero sin ningún sentimiento moral y sin ninguna expresión; ellas no sabrán ni inspirar ni encantar, si no es este el gusto sólido de que hemos hablado, y al que ocurre alguna vez refinar y hacer una elección a su manera. Es una desgracia que estas bellas criaturas caigan fácilmente en el defecto del orgullo, cuando consultan a su espejo que les muestra su belleza, y que carezcan de sentimientos delicados, porque entonces consideran a todo el mundo indiferente a su vista, excepto la lisonja que tiene sus aspectos y usa de artificio. Uno se explicará quizá conforme a estas ideas, los diversos efectos que la figura de una mujer produce sobre el gusto de los hombres. Yo no hablo de lo que en estos efectos toca demasiado cerca al apetito del sexo, ni de lo que es susceptible de conformar con esta idea particular, de voluptuosidad de que se envuelve el sentimiento de cada uno, porque esto sale de la esfera de su gusto delicado. Quizá Mr. de Buffon, tenga razón al suponer que la figura que hace sobre nosotros la primera impresión, en el tiempo en que la inclinación por el sexo es todavía nueva y empieza a desenvolverse, venga a ser como el tipo, al cual, en lo sucesivo, deberán referirse más o menos todas las demás figuras de las mujeres, para excitar en nosotros estos caprichosos deseos que nos fuerzan, a pesar de la grosería de esta inclinación, a escoger entre diversos objetos. En cuanto al gusto más delicado, yo sostengo que todos los hombres juzgan poco más o menos de una manera uniforme esta especie de belleza que hemos llamado linda figura, y que más allá no sean las opiniones tan opuestas como comúnmente se cree. Las circasianas y las georgianas han parecido siempre muy lindas a los europeos que han viajado por su país. Los turcos, los árabes y los persas, deben tener el mismo gusto, puesto que ellos están muy deseosos de embellecer su población con la mezcla de tan bella raza, y se nota que esto ha salido bien realmente a la raza persa. Los mercaderes del Indostán, no dejan de sacar un gran provecho del detestable comercio que hacen de estas bellas criaturas, llevándolas a las personas ricas y regaladas de su país; y se ve que cualquiera que sea la diferencia que presenten los caprichos del gusto en estas deferentes comarcas, la que ha sido una vez reconocida en la una como superiormente linda, lo será también en todas las demás. Mas si en el juicio que se forma sobre la delicadeza de una figura, se hace entrar la expresión moral de los atractivos, entonces el gusto variará entre los hombres, según sus sentimientos morales, o según las diferentes significaciones que puedan hallar para la figura. Se ven muchas veces figuras, que al primer aspecto no hacen un gran efecto, porque no son completamente lindas, pero que desde que comienzan a agradar, gracias a un más íntimo conocimiento, parecen cautivar mucho más y embellecerse continuamente, mientras que por el contrario, una linda figura que se ofrece al primer golpe de vista, se mira en lo sucesivo con más frialdad. Esto viene sin duda de que los atractivos morales, desde que son sensibles, encadenan más, y como los sentimientos morales necesitan una ocasión para producirse y mostrarse, cada descubrimiento de un nuevo encanto de este género, nos hace sospechar bien de otros todavía, mientras que los placeres que no se ocultan, cuando han producido una vez todo su efecto, no pueden en lo sucesivo impedir la curiosidad amorosa de enfriarse y de cambiarse insensiblemente en indiferencia.

     He aquí una nota que se presenta muy naturalmente en medio de estas observaciones. El sentimiento completamente simple y grosero del apetito del sexo, conduce ciertamente, de la manera más directa, a algún objeto de la naturaleza, y ejecutando su orden, es propio para hacer los individuos dichosos sin rodeo; mas a causa de su universalidad, degenera fácilmente en libertinaje y desorden. De otro lado, un gusto mucho más delicado sirve ciertamente para quitar su grosería a una inclinación impetuosa, y restringiéndolo a un número muy pequeño de objetos, a darle un carácter de moralidad y de urbanidad, mas falta ordinariamente el gran objeto final de naturaleza, y como exige y atiende mucho más que tiene por costumbre dar, hace raramente dichosas las personas que lo poseen. El primero de estos gustos es grosero, porque se reduce a todos los individuos de un sexo; el segundo, es refinado, porque no se reduce propiamente a ninguno: no se ocupa más que de un objeto que se crea la imaginación, y que adorna de todas las nobles y bellas cualidades que la naturaleza reúne rara vez en una sola persona, y que más raramente todavía ofrece a aquél que podría apreciarlas y fuera digno de tal posesión. He aquí por qué se aplaza el matrimonio; por qué se renuncia a él por completo, o lo que es quizá peor todavía, por qué se arrepiente amargamente cuando se ha hecho una elección que no llena el objeto, porque ocurre algunas veces como al cojo de Esopo que encuentra una perla, cuando un grano de arena hubiera llenado mejor su objeto.

     Podemos notar aquí, en general, que por muy atractivas que quedan ser las impresiones de un gusto delicado no se debe emprender, sin embargo, el refinarlo más que con precaución, si no se quiere, atribuyéndole un encanto excesivo, prepararse un origen de pesares y de males. Por poco que la cosa me parezca practicable, yo propondría voluntariamente a las almas nobles depurar este gusto en lo posible, en todo lo que toca a sus propias cualidades o sus propias acciones, pero dejarle en su simplicidad relativamente a sus goces, o a lo que expresan de otros. Si pudiera ser así, ellas se harían dichosas, y los demás con ellas. No se debe jamás olvidar que en cualquier cosa que esto sea, no se debe jamás fundar muy grandes esperanzas sobre la dicha de la vida y la perfección de los hombres, porque el que no cuenta más que sobre lo mediano, tiene la ventaja de ser rara vez defraudada su esperanza por los acontecimientos, mientras que es alguna vez sorprendido por perfecciones inesperadas. La edad, este gran enemigo de la belleza, amenaza todos estos atractivos, y cuando el orden natural se sigue, es necesario que las cualidades sublimes y nobles tomen poco a poco el puesto de las bellas cualidades, con el fin de que, a medida que la persona cese de ser amable, adquiera siempre nuevos derechos al respeto. Es a mi entender, en una bella simplicidad relevada por un sentimiento delicado por todo lo que es de atractivo y noble, en lo que debería consistir toda la perfección del bello sexo en la flor de la edad. Cuando la pretensión a los atractivos viene a debilitarse insensiblemente, la lectura de los libros, el desenvolvimiento del espíritu podría poco a poco dejar a las musas la plaza poco ha ocupada por las gracias, y el marido debería ser el primer señor. Sin embargo, aun cuando llegue esta época de la vejez, tan terrible para todas las mujeres, pertenecen todavía al bello sexo, y se descomponen por sí mismas, cuando, desesperando de poder sostener por más tiempo este carácter, se entregan a un humor fastidioso y adusto. Una persona de cierta edad, que muestra en sociedad un aire dulce y amistoso, cuya afabilidad es mezclada de gracia y de razón que favorece con urbanidad las diversiones de la juventud en las que no toma parte, y que llamando su atención principalmente, muestra el contento que experimenta con la alegría que la rodea, tal persona es todavía algo más fina y más delicada que un hombre de la misma edad, y quizá sea más amable que una joven, aunque en otro sentido. Se podría muy bien reprochar de un poco, de demasiada misticidad a este amor platónico que preconizaba un antiguo filósofo, cuando decía del objeto de su inclinación. Las gracias residen en sus arrugas, y mi alma parece procurar sobre mis labios cuando bajo su boca marchite; mas tales pretensiones son impropias de esta edad. Un viejo que hace de amador es un viejo fatuo, y en el otro sexo estas especies de pretensiones excitan el disgusto. Si nosotros no nos comportamos con urbanidad no debe tomarse esto de la naturaleza, sino del desarreglo de nuestra voluntad.

     Con el fin de no perder de vista mi texto, quiero presentar todavía algunas consideraciones sobre la influencia que los dos sexos pueden ejercer el uno sobre el otro, embelleciendo o ennobleciendo sus sentimientos. Las mujeres tienen un sentimiento particular por lo bello, por relación a lo que se refiere a ellas mismas, y por lo noble, en lo que debe esperarse de los hombres. Los hombres, por el contrario, tienen un sentimiento decidido por lo noble, que conviene a sus cualidades, y por lo bello, en lo que se debe esperar de las mujeres. De aquí debe resultar que el objeto de la naturaleza es dar al hombre más nobleza todavía, y a la mujer más belleza por la inclinación más recíproca de los dos sexos. Una mujer no se inquieta casi por no poseer ciertos conocimientos elevados, por ser tímida y poco propia para los asuntos importantes, etc., etc., es bella y seductora, y esto basta. Al contrario, ella exige todas estas cualidades del hombre, y la sublimidad de su alma no se revela más que por la estima que sabe hacer de sus nobles cualidades, cuando las halla en él. ¿Cómo, sin esto, tantos hombres tan feos, a pesar de su mérito, vendrían a enlazarse a mujeres tan lindas y tan seductoras? El hombre, al contrario, es mucho más exigente en la parte de atractivos o de la belleza de la mujer. La delicadeza de sus rasgos, su ingenuidad graciosa y su seductora amabilidad la indemnizan de la falta de lectura y otros defectos que él mismo debe reparar por sus propios talentos. La vanidad y la moda pueden muy bien dar a estas inclinaciones naturales una falsa dirección, y hacer de un hombre un pequeño señor, y de una mujer una pedante o una amazona; mas la naturaleza busca siempre el reducirnos a ella. Se puede juzgar, conforme a esto, cuánto podría contribuir la inclinación que tenemos por las mujeres a ennoblecernos, si en lugar de una instrucción árida, se desenvolviese en ellas desde muy temprano el sentimiento moral, a fin de hacerlas capaces de sentir lo que conviene a la dignidad y a las cualidades sublimes del otro sexo, y prepararlas con esto a mirar con desprecio los raros melindres, y a no dirigirse a ninguna otra cualidad que el mérito. Es cierto también que el poder de los encantos ganaría con esto en general; porque vemos que el embellecimiento que producen no obra más que sobre almas nobles; las demás no son bastante delicadas para experimentarlo. De una insensibilidad de este género es de la que se lamentaba el poeta Simónides cuando invitado a mostrar sus bellos cantos a los de Tesalia, respondió: Estas gentes son demasiado tontos para dejarse engañar por un hombre como yo. Por otra parte, se ha observado ya que uno de los efectos de la sociedad, es hacer las costumbres de los hombres más dulces, sus maneras más elegantes y más corteses, su sustentación más esmerada; pero esto no es más que una ventaja accesoria (174). Lo esencial es que el hombre como hombre, y la mujer como mujer, vengan a ser más perfectos, es decir, que la inclinación que tienen los dos sexos obre conforme al voto de la naturaleza, de manera que haga más nobles todavía las cualidades del uno, y más bellas las cualidades del otro. Si los dos llegan de este modo al mayor grado de perfección, el hombre entonces, confiado en su mérito, podrá decir a la mujer: aunque no me ames, yo te obligaré a estimarme; y la mujer, segura del poder de sus encantos, podrá decir al hombre: aunque no me estimes interiormente, yo te obligaré sin embargo a amarme. A falta de semejantes principios, vemos hombres, para agradar, tomar aires afeminados, y alguna vez también (aunque es menos frecuente), mujeres afectar un aire varonil para inspirar la estima; pero se hace siempre muy mal lo que se hace contra el orden de la naturaleza.

     En la vida conyugal, un enlace íntimo no debe formar en cierto modo más que una sola persona moral, animada y dirigida por la inteligencia del hombre y por el gusto de la mujer. Porque no solamente se puede atribuir a aquel más de esta penetración que de la experiencia, y a esta más finura y precisión en el sentimiento, sino que también es lo propio de un noble carácter colocar en la complacencia de un objeto amado el fin de sus esfuerzos; y de otro lado, es propio de una bella alma buscar el contestar a tales intenciones con una amable complacencia. Bajo este respecto, no tiene lugar ninguna lucha de superioridad, y allí donde se levanta, es el signo seguro de un gusto grosero y de una unión mal hecha. Desde que se trata del derecho de mandar, todo el encanto de la unión está ya perdido; porque como es la inclinación lo que debe formarla, está ya a medio romper, cuando el deber comienza a hacerse entender. Toda pretensión de la mujer a tomar un tono duro e imperioso, es odiosa; una pretensión semejante en el hombre, es baja y despreciable. Sin embargo, la sabia disposición de las cosas quiere que toda esta delicadeza, toda esta ternura de sentimiento, no tenga toda su fuerza más que al principio; en lo sucesivo, la costumbre y los asuntos domésticos la quitan insensiblemente y la cambian en esta amistad familiar, en donde el gran arte consiste en entretener todavía algún resto del primer sentimiento, a fin de que la indiferencia y la saciedad, no quiten todo el placer que se hubiera prometido al formar tal unión.



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Cuarta sección

De los caracteres nacionales en sus relaciones con los diversos sentimientos de lo sublime y de lo bello

(175)

     Los italianos y los franceses, se distinguen principalmente, según yo, entre todos los demás pueblos de Europa, por el sentimiento de lo bello; los alemanes, los ingleses y los españoles, por el de lo sublime. En cuanto a la Holanda, es un país en donde estos sentimientos delicados se hacen notar poco. Lo bello por sí solo es arrebatador, y nos atrae; o bien es alegre, y nos encanta. La primera especie, tiene algo de sublime, y el espíritu, en el sentimiento que en él hay, es pensativo y extasiado; en el sentimiento de la segunda, es alegre y gracioso. Por lo que la primera especie, parece particularmente convenir a los italianos, y la segunda, a los franceses. En el carácter nacional que expresa lo sublime, este es del género terrible y se inclina un poco a lo extraordinario, o bien se tiene el sentimiento de lo noble, o bien todavía el de lo magnífico. Por lo que yo creo atribuir el sentimiento de la primera especie a los españoles; el de la segunda, a los ingleses, y el de la tercera, a los alemanes. El sentimiento de lo magnífico no es original de su naturaleza, como las otras especies de gusto, y aunque el espíritu de imitación se acomoda a todo otro sentimiento, es, sin embargo, más llevado a lo sublime de efecto, porque el sentimiento de este género de sublime no es propiamente más que un sentimiento mixto, en donde entran a la vez el de lo bello y el de lo noble, pero en donde cada uno de estos, considerado por sí mismo, siendo más frío, el espíritu está más libre para seguir ciertos ejemplos, y necesita también de su impulso. Entre los alemanes, el sentimiento de lo bello es, pues, menos vivo que en los franceses, y el sentimiento de lo sublime menos vivo que en los ingleses; pero les convienen mejor los casos en que estos dos sentimientos deben mezclarse; así evitarán las faltas a que pueden conducir la exageración de cada una de estas dos especies de sentimientos.

     Yo no haré más que tocar ligeramente las artes y las ciencias, cuya elección puede confirmar el gusto que hemos atribuido a cada nación. El genio italiano se distingue principalmente en la música, en la pintura, en la escultura y en la arquitectura. Todas estas bellas artes son cultivadas en Francia con un gusto muy delicado, aunque la belleza sea de menos atractivo. El sentimiento de la perfección poética u oratoria inclina más hacia lo bello en Francia y hacia lo sublime en Inglaterra. El chiste delicado, la comedia, la alegre sátira, la jocosidad del amor, un estilo fácil y flexible, todo esto son cosas originales en Francia. Inglaterra, al contrario, es el país de los pensamientos profundos, de la tragedia, del poema épico, de los lingotes de oro que bajo el laminador francés se transforman en hojas delgadas y ligeras. En Alemania, el espíritu brilla aun a través de la locura. Era en otro tiempo chocante, pero gracias a los buenos ejemplos y al buen sentido de la nación, ha adquirido más gracia y nobleza, aunque la primera cualidad sea allí menos ingenua, y la segunda menos atrevida que en los dos pueblos de que acabamos de hablar. El gusto de la nación holandesa por un orden minucioso y por una elegancia que da mucho desasosiego y mucho embarazo, indica poca disposición para estos movimientos naturales del genio, cuya belleza sería sofocada por los cuidados de una tímida presunción. Nada puede ser más opuesto a las artes y a las ciencias que un gusto extravagante, porque este pervierte la naturaleza, que es el tipo de todo lo que es bello y noble: así la nación española muestra poco gusto por las artes y las ciencias.

     Las caracteres de las naciones se reconocen principalmente en sus cualidades morales; es por lo que nosotros vamos a examinar, bajo este punto de vista, sus diversos sentimientos, relativamente a lo sublime y a lo bello (176).

      El Español es serio, discreto y verídico. Hay en el mundo pocos comerciantes más honrados que los de España. Tiene un espíritu arrogante, y prefiere las bellas acciones a las grandes. Como en la composición de su carácter se halla poca dulzura y benevolencia, es muchas veces duro y aun cruel. El auto de fe no se ha sostenido tanto por la superstición como por el gusto extravagante de la nación, que sellaba con el respeto y el temor el espectáculo de los desgraciados cubiertos de figuras diabólicas del Sambenito, y llevados a la hoguera que alimentaba una bárbara piedad. No se puede decir que los españoles sean magnánimos o más amorosos que ningún otro pueblo, pero son lo uno y lo otro de una manera bizarra e inusitada. Abandonar el arado y pasearse a lo largo de un campo con una gran espada y una capa hasta que pase un extranjero, a bien en una lidia de toros, a donde asisten sin velo en este acto las bellas del país; indicar la soberana de su corazón por medio de un saludo particular, y después, exponer su vida y su honor, luchando contra un animal feroz, estas son sus acciones extraordinarias, raras y que se separan mucho de la naturaleza.

     El italiano parece unir el sentimiento del español al del francés; tiene más sentimiento de lo bello que el primero, y más sentimiento de lo sublime que el segundo. Se puede, según pienso, determinar fácilmente de esta manera los demás rasgos de su carácter moral.

     El Francés tiene un gusto dominante por lo bello moral. Es gracioso, cortés y cumplido. Concede muy pronto su confianza, desea agradar, muestra mucha desenvoltura en sociedad, y la expresión de hombre o de dama de buen tono no se aplica propiamente más que aquel que posee el sentimiento de la urbanidad francesa. Sus sentimientos sublimes mismos, que son numerosos, se hallan subordinados en él al sentimiento de lo bello, y no sacan su fuerza más que de su acuerdo con este último. Desea mostrar su espíritu, y no tiene escrúpulo en sacrificar parte de la verdad a una agudeza u originalidad. Mas en los casos en que no puede emplear ingenio (177), por ejemplo, en las matemáticas y en las demás artes o en las otras ciencias abstractas y profundas, muestra tanta penetración y solidez como ningún otro pueblo. Una buena palabra no tiene para él un valor pasajero, como en otra parte; se empeña en extenderla y aun en conservarla en libros como un acontecimiento importante. Es ciudadano tranquilo, y se venga de la opresión del gobierno por medio de la sátira, o de discursos en el Parlamento, y cuando los padres del pueblo han mostrado por este medio, según su deseo, una bella apariencia de patriotismo, todo concluye por un glorioso destierro o por canciones en su alabanza. El objeto a que se refieren principalmente los méritos y las cualidades de los franceses, es la mujer (178). Esto no es que entre ellos sea más amada o más estimada que en otras partes, pero ella les da una excelente ocasión de mostrar en todo su claridad, su espíritu, su amabilidad y sus buenas maneras; por otra parte, las personas vanas de uno u otro sexo, no aman nunca más que a sí mismas; las demás no son más que un juguete para ellas. Sin embargo, como los franceses no carecen de cualidades sino que estas cualidades no pueden ser excitadas en ellos más que por el sentimiento de lo bello, el bello sexo podría tener en Francia una influencia más poderosa que en otras partes sobre la conducta de los hombres, llevándoles a las nobles acciones, si se piensa en levantar un poco esta dirección del espíritu nacional. Es enfadoso que no puedan reinar.

     El defecto a que se acerca más el carácter de esta nación, es la frivolidad, o para emplear una expresión más culta, la ligereza. Trata como un juego cosas importantes, y bagatelas como cosas serias. El francés en su vejez canta todavía canciones jocosas, y se muestra en cuanto puede galante cerca de las damas. Yo puedo invocar aquí en mi apoyo grandes autoridades en la nación misma de que hablo, y para colocarme al abrigo de toda recriminación, me puedo poner detrás de un Montesquieu y de un d'Alembert.

     El Inglés es frío al primer paso en sus resoluciones, e indiferente a la vista de un extranjero. Es poco llevado a las pequeñas complacencias; mas desde que viene a ser vuestro amigo, está dispuesto a haceros los mayores servicios. Se inquieta poco por parecer espiritual en sociedad, o de mostrar en ella bellas maneras, pero es sensato y reposado. Es un mal imitador; no se inquieta del juicio de otro, y no sigue más que su propio gusto. En sus relaciones con las mujeres, no tiene la galantería francesa, pero les manifiesta mucha más estima, y la lleva aún quizá demasiado lejos, concediéndolas en el matrimonio una autoridad ilimitada. Es constante, alguna vez hasta la obstinación, atrevido y resuelto, muchas veces hasta la temeridad, y fiel a los principios que le dirigen, casi siempre hasta la terquedad. Cae fácilmente en la originalidad, no por vanidad, sino porque se inquieta poco por otros, y no hace voluntariamente violencia a su gusto por complacencia o por imitación. Es por lo que se lo ama raramente tanto como al francés, mas cuando se le conoce, se le estima ordinariamente bastante.

     El Alemán tiene un sentimiento que tiene a la vez del de el inglés, y del de el francés, pero parece referirse más al primero, y la gran semejanza que tiene con el segundo, es artificial y proviene de la imitación. Él enlaza felizmente el sentimiento de lo sublime al de lo bello, y aunque no se iguale al inglés en el primero y al francés en el segundo, excede a los dos en lo que de ambos toma. Muestra en el comercio de los hombres más complacencia que el inglés, y no se conduce en sociedad con una vivacidad tan agradable y con tanto espíritu como el francés, muestra más modestia y juicio. En amor, como en toda otra cosa, es bastante metódico, y como para él lo bello no va sin lo noble, es bastante frío para poder tener en cuenta consideraciones de urbanidad, de punto y de dignidad. Así la familia, el título y el rango, son para él en el amor, como las relaciones civiles, cosas de grande importancia. Se inquieta mucho más que los precedentes del qué se dirá, y si siente en sí mismo el deseo de algún gran perfeccionamiento, esta debilidad que le impide atreverse a ser original, aunque tenga todo lo que debe para ello, y este cuidado exagerado de la opinión de otro, quitan toda consistencia a sus cualidades morales, haciéndolos variables y dándoles un aire prestado.

     El Holandés es naturalmente amigo del orden y del trabajo, y como no piensa más que en lo útil, tiene poco gusto por lo que es bello o sublime en un sentido más elevado. Un gran hombre, para él, no significa otra cosa que un hombre rico; por amigos, entiende sus corresponsales, y encuentra muy enojosa una visita que no le reporta nada. Contrasta con el francés y con el inglés, y es en cierto modo un alemán muy flemático.

     Si ensayamos aplicar estas notas a algún caso particular, por ejemplo, al sentimiento del honor, hallaremos las diferencias siguientes en los caracteres de las naciones. El sentimiento del honor es en el francés, vanidad (179), en el español, arrogancia (180), en el inglés, soberbia (181), en el alemán, orgullo (182), y en el holandés, presunción (183). Estas expresiones parecen sinónimas al primer aspecto, mas designan diferencias muy notables. La vanidad busca la aprobación, es veleidosa y variable, pero un exterior cortés. La arrogancia se atribuye toda especie de méritos imaginarios, se cuida poco del voto de otro; sus maneras son duras e insolente. La soberbia no es verdaderamente más que la conciencia de su propio mérito, el cual puede muchas veces ser real (y es porque se habla algunas veces de una noble soberbia, mientras que no se puede atribuir a nadie una noble arrogancia, porque la arrogancia indica siempre una estima de sí mismo exagerada o falsa); el hombre soberbio se muestra a la vista de los demás indiferente y frío. El orgullo es un compuesto de soberbia y vanidad (184). Necesita homenajes; así los títulos, la genealogía y el fausto le convienen. El alemán tiene principalmente esta debilidad. Las expresiones muy gracioso (185), muy favorable (186), muy bien nacido (187), todas las expresiones enfáticas de este género hacen su lengua dura y embarazada, y destierran esta bella simplicidad que otros pueblos pueden dar a su estilo. Las maneras del orgulloso en sociedad son ceremoniosas. El hombre presuntuoso es un orgulloso que muestra claramente en su conducta el poco caso que hace de los demás. Sus maneras son groseras. Este miserable defecto es completamente opuesto a un gusto delicado, por lo que es evidentemente estúpido; porque el medio de satisfacer el sentimiento del honor, no es seguramente excitar en derredor de sí el odio y la mordiente sátira, anunciando el desprecio de todo el mundo.

     En amor, el alemán y el inglés tienen poco reparo, y su gusto no carece de delicadeza, pero es principalmente bueno y verdadero. El italiano es en esto refinado, el español fantástico y el francés curioso.

     La religión de la parte del mundo que habitamos no viene de ningún gusto particular, sino que tiene un origen respetable. Así es, que solamente en los extravíos en que caen los hombres en materia de religión y en todo lo que verdaderamente le pertenece, es en donde podemos hallar indicios de las diversas cualidades nacionales. Yo reduzco estos extravíos a las ideas generales siguientes: credulidad, superstición, fanatismo e indiferencia (188). La credulidad es casi siempre la herencia de la porción ignorante de cada nación, de todos aquellos en que se nota apenas sentimiento delicado. La persuasión nace en ellos de la tradición y del efecto exterior, sin que ningún sentimiento delicado contribuya a determinarla. Se hallan en el Norte pueblos enteros de esta especie. La credulidad, cuando se junta a un gusto raro, viene a ser la superstición. Este gusto es, por lo mismo, un principio que nos lleva a creer fácilmente (189), y de dos hombres de los que el uno estuviera poseído de este espíritu, mientras que el otro tuviera un carácter más frío y más mesurado, el primero, aunque fuese superior al segundo por su inteligencia, estaría, sin embargo, mucho más dispuesto por su inclinación dominante a creer algo sobrenatural, que este último, a quien no su naturaleza vulgar y flemática, sino su penetración, evita esta especie de extravío. El supersticioso se complace en colocar entre él y el supremo objeto de nuestra veneración ciertos hombres poderosos y maravillosos, gigantes de santidad, por decirlo así, a los que la naturaleza obedece, cuyas conjuraciones abren o cierran las puertas del Tártaro, y que tocando el cielo con su cabeza, tienen, sin embargo, los pies en este bajo mundo. Es por lo que las lumbreras de la sana razón hallan en España grandes obstáculos, no porque ellas hayan de disipar la ignorancia, sino porque hayan un gusto singular, para el que lo natural es cosa vulgar, y que no creería en el sentimiento de lo sublime, si el objeto no fuera raro. El fanatismo es, por decirlo así, una piadosa presunción; nace de cierta soberbia y de una confianza exagerada en sí mismo, que hace que nos creamos acercarnos a la naturaleza celeste y elevarnos por un vuelo maravilloso sobre el orden ordinario y prescrito. El fanático no habla más que de inspiración inmediata y de vida contemplativa, mientras que el supersticioso hace votos ante las imágenes de los santos, grandes artífices de milagros, y pone su confianza en ciertas ventajas imaginarias o inimitables de otras personas de su propia naturaleza. Los extravíos del sentimiento religioso, como hemos notado más arriba, son indicios del sentimiento nacional, y así es que el fanatismo (190), al menos en el tiempo anterior, se ha encontrado principalmente en Alemania y en Inglaterra, como en desenvolvimiento exagerado de los nobles sentimientos que pertenecen al carácter de estos pueblos. En general, cualquier impetuosidad que muestre al pronto no es mucho menos dañosa que la inclinación a la superstición, porque un espíritu exaltado por el fanatismo se enfría poco a poco y concluye por recaer en su moderación ordinaria y natural, mientras que la superstición echa insensiblemente profundas raíces en un natural apacible y pasivo, y quita al hombre encadenado toda vuelta a ideas menos peligrosas. Por último, un hombre vano y frívolo no tiene un vivo sentimiento de lo sublime, y su religión, falta de toda emoción, no es, las más veces sino un asunto de moda, del cual se ocupa con la mayor gracia posible, pero que le deja frío. Allí está la indiferencia, a la cual el espíritu francés parece principalmente inclinado. De esta indiferencia a la broma no hay más que un paso, y bien examinado en el fondo, se separa muy poco de un completo desistimiento.

     Si echamos una rápida ojeada sobre las demás partes del mundo, hallaremos que el Arahe es el más noble de los Orientales, aunque su gusto degenere en rareza. Es hospitalario, generoso y sincero, pero sus relatos, su historia y en general sus sentimientos se hallan mezclados siempre con lo maravilloso. Su exaltada imaginación le representa las cosas bajo formas exageradas y raras, y la manera misma con que su religión se propagó fue una maravilla. Si los árabes son en cierto modo los españoles del Oriente, los Persas son los franceses del Asia. Son buenos poetas, corteses y de un gusto muy delicado. No se muestran muy rigurosos observadores del Islamismo, y su carácter inclinado a la alegría les permite una interpretación bastante mitigada del Korán. Se podrían mirar los Japoneses como los ingleses de esta parte del mundo, pero no se les parecen más que por su constancia, que llevan hasta la mayor obcecación y por su valor y su desprecio de la muerte. Por lo demás, se hallan en ellos pocas señales de un sentimiento muy delicado. Los Indios tienen un gusto dominante por esta especie de necedades que tocan en lo raro. Su religión consiste en necedades de este género. Ídolos de una figura monstruosa, el inestimable diente del poderoso mono Hanumau, las penitencias que contra la naturaleza imponen los faquirs (especie de monjes mendicantes), etc., son de su gusto. El sacrificio voluntario que las mujeres hacen de sí mismas sobre la misma hoguera que devora los restos de sus maridos, es una horrible extravagancia. Nada hay más tonto ni más fastidioso que los cumplimientos prolijos y estudiados de los Chinos. Sus pinturas mismas son raras y representan figuras extraordinarias y fuera de la naturaleza, tales, como no se reconocen en el mundo. Tienen también necedades respetables, porque son de un uso (191) muy antiguo, y ningún pueblo del mundo les aventaja en esto.

     Los Negros de África no han recibido de la naturaleza ningún sentimiento que se eleve por cima de lo insignificante. Hume desconfía que se le pueda citar un solo ejemplo de un negro que haya mostrado talento, y sostiene que entre los miles de negros que se transportan lejos de su país, y de los que un gran número han sido puestos en libertad, no se ha encontrado jamás uno solo que haya producido algo grande en el arte, o en la ciencia, o en alguna otra noble ocupación, mientras que se ve a cada instante blancos elevarse desde las últimas clases del pueblo y adquirir consideración en el mundo por talentos eminentes. Tan grande es la diferencia que separa estas dos razas de hombres, tan distintas la una de la otra por las cualidades morales como por el color. La religión de los fetiches, tan extendida entre ellos, es una especie de idolatría tan miserable y tan necia como no se creería posible en la naturaleza humana. Una pluma de ave, un cuerno de vaca, una concha, o toda otra cosa de este género, desde que ha sido consagrada por algunas palabras, viene a ser un objeto de veneración y se invoca en los juramentos. Las negras son muy vanas, pero a su manera, y tan habladoras, que es necesario separarlas a bastonazos.

     Entre todos los salvajes, no hay pueblo que muestre un carácter tan sublime como los de América del Norte. Tienen un vivo sentimiento del honor, y buscando para adquirirle, difíciles aventuras a cien millas de su país, tienen el mayor cuidado de no aparecer que lo borran, cuando sus enemigos, tan crueles como ellos, buscan después de haberlos preso, arrancarles imperceptibles suspiros con los más crueles tormentos. El salvaje del Canadá es por otra parte sincero y recto. Sus amistades son tan extraordinarias y tan entusiastas como nunca se ha referido desde los tiempos fabulosos. Es extremadamente fiero, siente todo el valor de la libertad, y no sufre aun cuando se trate de su educación, los procedimientos que le hacen sufrir una baja sujeción. Probablemente es a los salvajes de este género a los que Licurgo dio leyes, y si se hallara un legislador entre estas seis naciones, se vería formarse una república espantosa en el Nuevo Mundo. La empresa de los Argonautas difiere poco de las expediciones guerreras de estos pueblos, y Jasón no tiene sobre Attaka-Kulla-Kulla más que la ventaja de llevar un nombre griego. Todos estos salvajes apenas tienen el sentimiento de lo bello en el sentido moral, y el perdón generoso de una ofensa, esta noble y bella virtud, es una cosa enteramente desconocida entre ellos; la miran, por el contrario, como una miserable flojedad. La bravura es el mayor mérito del salvaje, y la venganza su más dulce goce. Se halla entre los demás naturales de esta parte del mundo pocas señales de un carácter inclinado a sentimientos más delicados, y una apatía extraordinaria es el carácter distintivo de esta especie de hombres.

     Si consideramos las relaciones de los sexos entre sí, en las diversas partes del mundo, hallaremos que sólo el europeo ha hallado el secreto de adornar el amor con tantas flores y dar a esta poderosa inclinación tal carácter, que no solamente ha mostrado los encantos sino que a esto ha juntado la mayor decencia. Los Orientales tienen sobre este punto el gusto más falso. No teniendo ninguna idea sobre lo bello moral que puede juntarse con esta inclinación, pierden por esto hasta el precio que pueda tener el placer de los sentidos, y sus harems son para ellos fuentes de intranquilidades continuas. El amor les hace cometer toda especie de necedades; la principal es el cuidado que toman de asegurar la primera posesión de esta alhaja imaginaria, que no tiene precio más que en tanto que se la destroza, y cuya existencia da lugar en Europa a tan malas sospechas; emplean para conservarla los medios más inicuos, y muchas veces los más vergonzosos. Así las mujeres están condenadas en este país a una eterna cautividad: esclavas cuando son hijas, vienen a serlo después de un marido muy inepto y siempre sospechoso. En el país de los Negros, se puede buscar otra cosa, que lo que se halla en efecto en todas partes, es decir, el sexo femenino en la más rigurosa esclavitud. Un infame es siempre un señor duro para los que son más débiles que él; así es que entre nosotros, tal hombre es un tirano en su casa el que fuera de ella apenas se atreve a mirar a alguno, cara a cara. El padre Labat refiere, que un carpintero negro, a quien había reprendido la dureza de su conducta para con su mujer, le contestó: «Vosotros, sabios, sois verdaderos locos porque comenzáis por conceder mucho a vuestras mujeres, y en seguida os quejáis de que os hagan rodar la cabeza.» Se podría creer que hay en esta respuesta algo que merezca reflexión, mas el gracioso era negro de la cabeza a los pies, prueba evidente de que no sabía lo que decía. Entre todos los salvajes no hay ninguno entre los que las mujeres gocen de mayor consideración que los del Canadá; quizás excedan en esto a nuestro mundo civilizado. Esto no es que les hagan humildes visitas, estas son allí cumplimientos. No. Ellas realmente mandan, se reúnen y deliberan para los negocios más importantes de la nación, sobre la paz y la guerra; envían después sus diputados al consejo de los hombres, y ordinariamente su voz es la que decide; ellas tienen todos los negocios domésticos sobre los brazos, y participan todavía de las fatigas de sus maridos.

     Si echamos, por último, una ojeada sobre la historia, veremos el gusto de los hombres, semejante a Proteo, cambiar constantemente de forma. La antigüedad griega y romana, da señales ciertas de un verdadero sentimiento de lo bello y lo sublime, en la poesía, en la escultura, en la arquitectura, en la legislación y aun en las costumbres. El gobierno de los emperadores remanos, sustituye a la noble y bella sencillez de los antiguos tiempos, la magnificencia y un fausto deslumbrador, como lo atestiguan los restos de la elocuencia y la poesía, y aun la historia de las costumbres de esta época. Insensiblemente aun este resto de un gusto delicado, se extinguía bajo las ruinas del Estado. Los bárbaros, después de haber afirmado su poderío, introdujeron cierto gusto depravado, que se llama gótico, y que cae en toda especie de necedades. Se ve, no solamente en arquitectura, sino también en las ciencias y en todas las cosas. Este sentimiento degenerado, una vez introducido por un falso arte, prefirió toda forma a la antigua sencillez de la naturaleza, y cayó o en la exageración o en la rareza. El vuelo más alto que tomó el genio humano para elevarse a lo sublime, no tendió más que a lo extraordinario. Se ven rarezas sorprendentes en religión y en el mundo, y muchas veces una mezcla bastarda y monstruosa de estas dos especies de rarezas. Se ven monjes, un libro de misa en una mano y un estandarte guerrero en la otra, dirigiendo tropas de víctimas seducidas hacia lejanas comarcas y una tierra más santa de donde no deberían volver; guerreros consagrados santificando con notas solemnes sus violencias y sus crímenes; y más tarde una especie singular de héroes fantásticos que se llamaban caballeros, corriendo después las aventuras, los torneos, los duelos y las acciones romancescas. Durante este tiempo, la religión así como las ciencias fueron puros semilleros de miserables necedades, porque se nota que el gusto no degenera ordinariamente en un punto, sin que todo lo que es del resorte de nuestros sentimientos delicados muestre señales evidentes de esta decadencia. Los votos de los claustros transformaron una reunión de hombres útiles en numerosas sociedades de ociosos trabajadores, que su género de vida hacia propios para inventar estas mil necedades escolásticas que de allí se repartieron y acreditaron en todo el mundo. Por último, sin embargo de que por una especie de poligenesia el género humano se ha librado felizmente de una ruina casi completa, vemos florecer en nuestros días el gusto de lo bello y de lo noble, así en las artes como en las ciencias y en las costumbres, y no hay más que desear, sino que el falso aparato, que engaña tan fácilmente, no nos separe ignorándolo, de la noble simplicidad, y principalmente que los antiguos prejuicios no excedan siempre el secreto desconocido de esta educación, que consistiría en excitar desde muy temprano el sentimiento moral en el seno de todo joven ciudadano del mundo, a fin de que toda delicadeza de su espíritu no se limite al placer ocioso y fugitivo de juzgar con más o menos gusto lo que pasa al rededor de nosotros.

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