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Crítica y superación del idealismo en Ortega

Antonio Rodríguez Huéscar



Este trabajo consta de una INTRODUCCIÓN y dos grandes divisiones o partes: La primera estudia LA CRÍTICA DEL IDEALISMO EN LOS TEXTOS DE ORTEGA; la segunda LA SUPERACIÓN DEL IDEALISMO Y LAS CATEGORÍAS DE LA VIDA. Resumimos a continuación lo más importante de cada uno de estos apartados.




Introducción

En ella se muestra cómo y por qué la crítica y superación del idealismo en Ortega puede valer como una buena iniciación a su metafísica, y aun a su filosofía entera. Ortega, en efecto, vincula el final del idealismo filosófico, de un modo esencial, no sólo con el preludio de una nueva etapa de la historia de la filosofía, sino más ampliamente, con el comienzo de la gran crisis histórica del siglo XX, cuya auscultación y diagnóstico mueve su pensamiento desde muy temprano. Escrutar esta crisis, tratar de comprenderla con lucidez, es para él no sólo una necesidad histórica, sino algo vivido como una indeclinable misión personal, que se concretará pronto en el hallazgo de una nueva idea metafísica: la de la vida humana concebida como la «realidad radical». Al alumbramiento de esta idea, que marca la apertura de una nueva etapa de la filosofía -o, al menos, la posibilidad de ella- sólo equiparable a las dos representadas por el pensamiento antiguo y medieval -de un lado- y por el moderno -de otro-, contribuyó la situación entera de la filosofía de fines del siglo XIX o comienzos del XX, y especialmente la exigencia, profundamente sentida, de un retorno a la metafísica, tras los excesos antimetafísicos del positivismo decimonónico. Dentro de esta exigencia, Ortega se encuentra en el centro mismo del gran movimiento intelectual en cuyo fondo late la imperiosa necesidad de vincular el pensamiento a la vida, convirtiéndose pronto en su más genuino representante. Hacer, pues, del pensamiento, de la propia filosofía, una función de la vida y, a la par, una reflexión sobre ella: he aquí la nueva misión, el nuevo desideratum sentido, y sobre todo, «visto» por Ortega antes y con más claridad que por nadie, entre todos los que se movieron dentro de esta onda intelectual de la primera mitad de nuestro siglo. Ahora bien, Ortega intenta resumir la totalidad de las experiencias filosóficas que hicieron posible tal situación en dos largos tramos de pensamiento que abarcan la historia de la filosofía entera hasta ese momento, y que caracteriza, respectivamente, como «realismo» e «idealismo», abarcando el primero desde los orígenes griegos de la filosofía hasta Descartes, y el segundo todo el pensamiento moderno, de Descartes a Husserl, en quien encuentra, precisamente, su «canto de cisne». La sazón del momento, al iniciarse el siglo XX -piensa Ortega-, es, pues, la de la «superación» del Idealismo: una sazón que, por constituir una urgente necesidad histórica, no vacila en identificar con «el tema de nuestro tiempo». En efecto, bajo la expresión «superación del idealismo». Ortega entiende no sólo la de una tesis filosófica, sino la de toda una serie de errores históricos e intelectuales, por ella cobijados o propiciados, que afectan a cuestiones vitalísimas y nada académicas, de cuya acertada solución depende nuestro problemático futuro. Todo el «clima» filosófico de orientación metafísica entre 1900 y 1960, aproximadamente, acusa fuertemente, en diversas formas que van desde las «filosofías de la vida» hasta las «existenciales», el impacto de esta situación. Lo que está en juego como motivo radical de «inspiración» metafísica en ese período es nada más ni menos que el ser del hombre, su destino histórico y, en definitiva, el sentido o sinsentido de su vida, opacada en la procela de la crisis. El «absurdo», la «angustia», y otros temas homólogos de la filosofía y de la literatura de la época, testimonian diversamente la punzante vigencia de ese problema fundamental. La reacción de Ortega ante esta situación fue más serena y, a la vez, más compleja y constructiva que la de las filosofías más en boga en ese período: evitó los despeñamientos irracionales y los retrocesos a un ya inviable «ontologismo», en que aquéllas incurrieron, y halló la clave para salvar los fueros de la vida y de la historia sin renunciar a los de la verdad y la «razón», abriendo con ello una nueva ruta transitable para la filosofía. Y esto fue posible por haber tomado en serio y haber precisado como nadie los verdaderos términos de esa «superación del idealismo», una necesidad sentida o presentida por todos, pero sólo suficientemente consumada en Ortega. La hazaña metafísica de éste, en efecto, consistió en la instauración de un nuevo «modo de pensar», de una «reforma de la inteligencia» o un nuevo «uso de la razón» -el de la llamada «razón vital o histórica», frente a la «razón pura»-, correlativo a. descubrimiento de la vida «mi vida», como realidad radical. Tal realidad y tal modo de pensar difieren de todos los modelos metafísicos -u ontológicos- y de las correspondientes estructuras lógicas o metodológicas hasta entonces propuestos por la filosofía, e implican, por consiguiente, la implantación de nuevas categorías, que no sólo invalidan las tradicionales, sino que hacen cambiar el sentido mismo de «lo categorial».

Este es el campo de problemas, o el horizonte teorético, que una crítica del idealismo llevada hasta el fondo indefectiblemente debe «abrir», y en esta «apertura» radica ya el primer estadio de una efectiva superación del mismo, y no en ninguna forma de «reingreso» en el realismo -como se ha intentado desde diversos cuadrantes filosóficos-, por muy depurado o hipercrítico, o por muy «neo» que éste se pretenda. Una auténtica superación del idealismo lleva consigo, pues, necesariamente, la de cualquier tipo de realismo, y la crítica de Ortega se ejercerá de hecho, incluso de un modo formal cuando ello es menester, en ambas direcciones, si bien la dedicada a. idealismo tenga primacía, por constituir éste ya en sí mismo una superación del realismo y albergar, por tanto, dentro de sí lo más sustancial de su crítica.






La crítica del idealismo en los textos de Ortega

Se ha dividido el estudio de la crítica orteguiana del idealismo en tres etapas o fases:

  1. Una fase preparatoria o de «premontados de la crítica», que comprende un período de unos catorce años: desde «Renan» (1909) hasta «Las dos grandes metáforas» (1924), incluyendo «Adán en el Paraíso» (1910), «Ensayo de estética a manera de prólogo» (1914), Meditaciones del Quijote (1914) y «Conciencia, objeto y las tres distancias de éste» (1916).
  2. Crítica del idealismo en sentido estricto y directo -principalmente en su forma primera o cartesiana-, con los siguientes textos: «Kant. Reflexiones de centenario» (1924) (Iniciación de la crítica); Qué es filosofía (1929) (Crítica formal y a fondo del idealismo en su forma primera o cartesiana); «En el centenario de una universidad» (1932) (continúa la crítica cartesiana y examina puntos conexos); Unas lecciones de metafísica (1932-1933) (Prosigue y completa la crítica); Sobre la razón histórica (1940) (Nuevos enfoques de la crítica cartesiana).
  3. Crítica del idealismo en su forma histórica última o fenomenológica. (Textos principales: «Sobre el concepto de sensación (1913); Prólogo para alemanes (1934) (Texto fundamental); nuevamente Sobre la razón histórica (1940); Apuntes sobre el pensamiento, su teurgia y su demiurgia. Anejo (1941); La idea de principio en Leibniz (1947).

Prenotandos de la crítica

Se estudia en ellos la recepción del neokantismo por Ortega en Marburgo y su inmediata reacción ante él, con el hallazgo de la fenomenología y el uso «instrumental» de la misma, pero sin entregarse tampoco a ella. Se aclara el sentido de la llamada -con cierta impropiedad- etapa «objetivista» de Ortega, que culminaría en el «Renan» (1909) y se rastrean las primeras apariciones de la nueva idea de la vida (de «Adán en el Paraíso» a Meditaciones del Quijote (1910-1914). En todo este período se va perfilando ya la orientación hacia una crítica definitiva del idealismo -y del realismo- a partir de las entrevisiones de esa nueva idea metafísica, ya plenamente poseída en las Meditaciones. La crítica concreta se inicia por esas mismas fechas (1914) en «Ensayo de estética a manera de prólogo», donde desempeña ya un papel primordial la idea del «ser ejecutivo», idea clave de toda la crítica. La «desintelectualización» de la realidad, la supresión de todo privilegio metafísico para el «yo», la nueva «óptica» vital que informará de modo original todo el pensamiento orteguiano (con su aporía fundamental: hacer objeto de contemplación racional lo que parece condenado a no ser nunca «objeto»), todo eso está ya inequívocamente presente en ese ensayo, y adquirirá cada vez más vigor y más precisión en los siguientes hasta el final del período. También aparece en él un concepto capital para Ortega: la metáfora, cuyos jalones de desarrollo van desde 1910 («Renan») hasta su culminación el «Las dos grandes metáforas», pasando de ser «la célula estética» a constituir «una forma de pensamiento científico», conocimiento estricto de realidades, «instrumento necesario de abstracción» y «medio esencial de intelección». Y nunca es más necesario ese medio -piensa Ortega- que cuando se trata de concebirla conciencia, por la extrema dificultad de aislar su noción, ya que «no hay nada de más permanente presencia» que ella. «Si en algún caso es ineludible la metáfora, no hay duda que será en este». Y Ortega nos presenta, así, «las dos grandes metáforas» con que la filosofía ha intentado pensar su visión de la realidad. La primera es la del sello y la cera. En «esta interpretación, sujeto y objeto se hallarán en la misma relación que dos cosas corporales cualesquiera», en la que el objeto deja su traza impresa en el sujeto: «conciencia es impresión». Es la tesis realista, cuya crítica inicia Ortega inmediatamente, mostrando que carece en absoluto de indubitabilidad: lo que vemos es siempre la impresión, sin poder salir de ella para ver la cosa misma. Si la percepción fuese una alucinación, no habría diferencia. Descartes «se resuelve a la gran innovación»: las cosas se tornan pensamientos (cogitationes). La relación de conciencia recibe «una interpretación opuesta a la antigua». La nueva metáfora es la del continente y el contenido: «Las cosas no viene de fuera a la conciencia, sino que son contenidos de ella, son ideas. La nueva doctrina se llama idealismo». En él se destaca la imaginación (como en la antigua se destacaba la percepción). Y, «como en las consejas de Oriente», «el yo», que era mendigo, «se despierta príncipe».

En este planteamiento ya están incoados los fundamentos de la crítica: 1) Distinción clara entre descripción y explicación. 2) Radical diversidad entre el ser cosa y el ser sujeto o conciencia. 3) Negación de primacía o privilegio a cualquiera de los dos términos de la relación. 4) No ignorar el carácter metafórico de las interpretaciones.

Veamos ahora la crítica misma.




La crítica del idealismo en sentido estricto y directo

Se inicia con Kant. «Reflexiones de centenario» (1924): Toda la filosofía moderna, con las excepciones de rigor, es idealismo. El hombre de Occidente ha realizado esta experiencia intelectual, a fondo y hasta el fin, para llegar a descubrir... «que era un error». Magnífica experiencia y error fecundo, sin los que «una nueva filosofía sería imposible. Pero, viceversa: la nueva filosofía, la nueva vida, sólo puede tener un lema: «superación del idealismo». En Qué es filosofía (1929) la cuestión realismo-idealismo se sitúa en su plano metafísico más profundo: el de la búsqueda de los «datos radicales», aquéllos que toda teoría metafísica tiene que empezar por buscar; problema de especial gravedad y dificultad que se alza, «enorme, intolerancia», «en el umbral de la filosofía». Estos «datos del universo», primero, no están dados, y, además, tiene que ser radicalmente indubitables: poseer máxima inmediatez y, por ello, máxima evidencia. Inmediatez y evidencia que -en un nivel que no es ya el del idealismo husserliano- integran juntas la «presencia», «primera categoría de la vida humana», según Ortega. Hace éste una larga exposición del idealismo con el máximo rigor, situándose en el punto de vista del mismo y con el propósito de alcanzarla mayor precisión y claridad posibles en la intelección de su tesis, como condición previa a su crítica a fondo del mismo. Rinde su reconocimiento admirativo a este tan «magnífico» y «decisivo» como «extraño» «descubrimiento de Descartes, que como una gigante muralla de la China divide la historia de la filosofía en dos grandes mitades», e indaga las condiciones históricas que lo hicieron posible, para llegar a concluir que ahora estamos en la tesitura histórica justamente contraria: la de su superación - y, con ella, la de la modernidad-, a la que le asigna el rango de «la gran tarea intelectual, la alta misión histórica de nuestra época» o -como dijimos- «el tema de nuestro tiempo». Porque el idealismo va esencialmente unido al racionalismo y a otros «ismos» que, cumplido ya su destino histórico, «penetran corrosivamente» hasta los detalles de nuestro vivir, «desvitalizando la vida». Pero esa misión exige no menos que «una reforma radical de la filosofía» y, por tanto, de la idea misma de «ser».

Y aquí comienza la decisiva crítica orteguiana del idealismo cartesiano, desplegada en dos tramos: primero, en lo que respecta al sujeto del pensamiento (cogitans); segundo, en lo que atañe al objeto del mismo (cogitatum). La conclusión del primero es que Descartes al sustancializar el sujeto, lo arroja fuera del pensamiento, convirtiéndolo en cosa y perdiendo con ello su interioridad, tan hazañosamente ganada. La del segundo es que el objeto, la cosa externa, no está ni fuera ni dentro de mi pensamiento (supuestos o «tesis» respectivas del realismo y del idealismo), sino con él, «inseparablemente junto a mí pensaría», como anverso y reverso, derecha e izquierda, ser relativo y mutual, llegando así a la nueva fórmula metafísica «superadora»: la del hecho dual yo-mundo como dato radical del universo, la de yo viviendo en y con un mundo o circunstancias, sin los cuales no soy, como ellos no son sin mí; ambos, pues, en esencial «apertura» mutua, en esencial dependencia e interrelación dinámica. Pero eso es, en suma, lo que siempre se ha llamado con humilde expresión «mi vida», y que ahora asciende al rango de «realidad primordial» o «hecho de todos los hechos»: «por vez primera la filosofía parte de algo que no es una abstracción». Y Ortega postula para la intelección de esa realidad las «nuevas categorías» del vivir, frente a las tradicionales del ser.

En Unas lecciones de metafísica encontramos el siguiente texto fundamental para el tema. Ortega dedica en él mayor extensión que en cualquier otro a la crítica del realismo, para mostrar cómo su «tesis» queda anulada por la idealista, a la que después somete a un análisis implacable, bajo la pregunta: «¿Qué hay» -«sin evasión ni subterfugio»- «cuando sólo hay lo que hay para mí?». Y al contestar el idealista: «sólo pensamiento o conciencia», Ortega se concentra sobre estos conceptos e introduce en ellos su escalpelo crítico en una operación que deja al descubierto la entraña misma de la falacia encerrada en ellos. Lo esencial y definitivo de esta parte de la crítica es la distinción entre «pensamiento-objeto» (o «ser objetivo del pensamiento o conciencia») y «pensamiento en ejecución» (o «ser ejecutivo del pensamiento o conciencia»). Este último propiamente no existe para sí; no lo hay, en rigor: «sólo hay realidad cuando no existe para nosotros el acto en que la pensamos, cuando» ese acto «no es nuestro objeto, sino que lo ejecutamos o lo somos». En suma: que «la idea misma de pensamiento o de conciencia es una hipótesis, no un concepto formado ateniéndose pulcramente a lo que hay tal y como lo hay». Es este un punto clave de la crítica, en el que podemos decir que ésta gana un nuevo y decisivo nivel de radicalidad, pues la formal negación de realidad inmediata al «pensamiento» o «conciencia» será el principio mismo de la nueva metafísica, es decir, representa un nuevo modo o nivel de evidencia: el que Ortega llama «la presencia de la vida a sí misma». Será, por tanto, aplicable también al idealismo fenomenológico -como veremos- y permitirá satisfacer el imperativo de El tema de nuestro tiempo: hacer de la vida un principio, esto es, justificarla y «legitimarla» intelectualmente, de modo que pueda funcionar a la vez como «principio» de la filosofía y como «principio de sí misma».

En Sobre la razón histórica (1940) la crítica se despliega en cuatro puntos, de los que me limito a mencionar el resultado, prescindiendo, por falta de espacio, de toda la jugosa y aguda argumentación, rica en nuevos y sutiles enfoques:

Primero: La duda cartesiana no está últimamente justificada. Descartes llega a ella porque sigue preso de la ontología realista que aspira a superar. No se puede dudar de lo presente sin desembocar en el solipsismo.

Segundo: La presunta inmediatez del pensamiento es un puro error. Retornamos a la central tesis orteguiana de la «irrealidad» del pensamiento: «hay que eliminar el término cogitatio o conciencia de la filosofía fundamental». Y reitera la metáfora de los Dióscuros o Géminis, «los diiconsentes o dioses unánimes -que ya había usado en 1916- para representar la nueva realidad: la «tercera gran metáfora» o «tesis radical», que implica una reforma filosófica de tal gravedad «que nos obliga a modificar casi todos los conceptos de la filosofía tradicional, incluyendo el capital: ser, realidad».

Tercero: Trata de mostrarnos el concepto quizá fundamental con que hay que pensar la nueva realidad descubierta, término ya de sucesivas acometidas a lo largo de toda la crítica: el de un «ser», una realidad entendida como efectuación, actuación, pura actualidad o agilidad -la lengua, forjada en una filosofía primitiva, no tiene palabras para expresarlo-. Se trata, en suma, de un nuevo y formidable esfuerzo por perfilar la difícil y elusiva -pero fundamentalísima- noción del ser ejecutivo, es decir, del acto de vivir, que envuelve dinámicamente por igual a y a mi circunstancia.

Cuarto: Testifica también un nuevo piano de la crítica, que nos remite de la duda a sus antecedentes o necesarios condicionamientos vitales, condensándose en la expresión: «en lugar de cogito ergo sum, cogito quia vivo». Toda tesis con que se intente inaugurar la filosofía «supone ya la vida como realidad radical, dentro de la cual y en vista de la cual esa tesis surge». «Esto significa, además, que los principios de la teoría, de la razón, no son a su vez, racionales, sino simples urgencias de nuestra vida». (Es la tesis de la «irracionalidad de los principios», reivindicada por Ortega y expuesta con máximo rigor en La idea de principio en Leibniz.)




La crítica del idealismo en su forma histórica última o fenomenológica

Con la fenomenología hace Ortega, antes de entrar en su crítica, lo mismo que hizo con el idealismo cartesiano: rendirle tributo de admiración, reconocer sus enormes méritos y concederle el máximo crédito mediante un esfuerzo de comprensión y asimilación - todo ello como requisito para una crítica tanto más perfecta y profunda-: «Husserl se resolvió heroicamente a dotar al idealismo de lo que le faltaba: rigor, pulcritud»... «La fecundidad de esta faena ha resultado inmensa». Ha sido necesaria «esta formidable exploración de la conciencia»... «para que se hiciese posible una auténtica superación del idealismo», etcétera.

Ortega hace recaer su crítica, fundamentalmente, sobre la doctrina de las Ideas. I. de Husserl, centrándola en las nociones básicas de «conciencia» (Bewusstsein) y de «epokhé». El intento de concretar este último concepto de epokhésuspensión del juicio», «abstención», «puesta entre paréntesis», «desconexión» -Einklammerung, Ausschaltung-) nos lleva a la conclusión de la extrema dificultad de «controlar» esta noción en Husserl -y, por tanto, la de «reducción»-. Tras un detenido análisis que incluye citas del propio Husserl, de Zubiri, de Gaos y, por supuesto, del mismo Ortega, sometidas a un largo comentario que evidencia la irremediable imprecisión de ese concepto, entramos en la exposición de la crítica orteguiana en su texto principal: prólogo para alemanes (1934). Ortega data el comienzo de su crítica de la fenomenología casi en las mismas fechas en que la conoció, que coinciden con su plena intuición del hecho es la vida humana, es decir, hacia 1914 (Meditaciones), y la orienta -en los cursos que muy poco después dedicó a su exposición y en diversos escritos contemporáneos -principalmente hacia la corrección del concepto «conciencias de...», base de la doctrina. En el Prólogo... imputa a Husserl falta de radicalidad y de «no intervención» en su expresa existencia de atenerse rigurosamente a lo dado en la búsqueda de la realidad primaria. Lo que encuentra, en efecto, como tal es la «conciencia pura» (o «conciencia de...» = Bewusstsein von...) que, como puro «darse cuenta», «espectáculo», «sentido» o «inteligibilidad», lejos de ser la buscada realidad absoluta o primaria do estrictamente dado o encontrado), es sólo el resultado o «residuo» de una operación o manipulación del fenomenólogo: la famosa «reducción», que precisamente consiste en una sistemática desrealización de todo cuanto abarca, al pretender extirpar de ello la creencia en su realidad. Lo que efectivamente «encuentra» el filósofo no es otra «conciencia» que la primaria, «irreflexa», «ingenua», es decir, precisamente aquella de la que no puede desterrarse la creencia, pues es ésta precisamente -en el sentido orteguiano del término- la que la constituye y la hace «irreductible». Pero esa «conciencia», en rigor, no lo es, pues mientras se está ejecutando no existe para sí, no se da cuenta de sí. En suma: no es «conciencia, sino el espontáneo acto de vivir, previo a toda reflexión u operación sobre lo vivido. Para que haya conciencia hace falta que dejemos de vivir primariamente, «actualmente», y volvamos atrás la atención para recordar eso que inmediatamente antes hemos vivido o nos «había pasado». Pero lo que hay ahora, al hacerlo, no es ya la vida anterior «reducida»: la efectiva realidad actual soy yo haciendo algo con esta nueva «cosa» que es la «conciencia», y este hacer mío no es él mismo «conciencia», sino vida «tan ingenua, primaria e irreflexa», tan ejecutiva como la inicial. La conciencia queda, pues, destituida como realidad primaria. «¿Cómo va a poder desrealizarse ahora lo que ahora no es real? ¿Cómo va a suspenderse la ejecución de una realidad que ya se ejecutó y ahora no se está ejecutando, sino que sólo hay la ejecución de recordar que fue ejecutada?». Para que el idealismo tuviese sentido fuera preciso que un «"acto de conciencia" fuese capaz de reflexión sobre sí mismo y no sólo sobre otro acto de conciencia». Este es el punto esencial de la crítica. Pero esto equivale a decir -como lo expresara literalmente Ortega en Sobre la razón histórica- «que la famosa reducción fenomenológica de Husserl es lisa y llanamente imposible». La crítica de Ortega se refuerza aún si agregamos por nuestra cuenta que no sólo es imposible que un acto de conciencia -el acto reductivo- opere sobre sí mismo, sino que también lo es que recaiga u opere sobre otro acto distinto de él: la pretendida «reducción» no sería, pues, en verdad, sino un acto de imaginación -justo lo que expresamente niega Husserl-, a saber, un imaginar cómo sería el acto espontáneamente vivido al restar de sí la validez de la creencia en su realidad, o, más precisamente, el intento de imaginar eso, que es como imaginar lo inimaginable; un acto, pues, perfectamente inefectivo y utópico, dada su constitutiva pretensión de que en él se nos dé la realidad misma o, como dice Ortega, el «dato radical», cuando lo que en verdad se nos da es sólo una equívoca ficción: la quimérica «conciencia pura». Ortega se alza, pues, contra esta ficción, la más peligrosa, en su tiempo, en el campo de la teoría filosófica, de todas las «utopías», por ser la más sutil y por ir conexa con otras visiones filosóficas de primerísimo orden. Por eso, concentra sobre este concepto fundamental los más afilados dardos de su crítica. Tal «conciencia» simplemente no existe. De ser algo, «sería precisamente weltsetzed (lo que pone mundo)»... «De aquí que sea un concepto en sí mismo contradictorio»... «La fenomenología, al suspender la ejecutividad de la "conciencia", su Weltsetzung, la realidad de su "contenido", aniquila el carácter fundamental de ella. La "conciencia" es justamente lo que no se puede suspender: es lo irrevocable. Por eso es realidad y no conciencia»... «El término "conciencia" debe ser enviado al lazareto».

En el Leibniz Ortega insistirá todavía en estas conclusiones, con nuevos matices y en nuevos contextos que las hacen todavía, si cabe, aún más contundentes. Por último, Ortega se hace eco de la cuestión de si Husserl, en sus últimos años, no habría llegado a una superación de su propio «idealismo», cuestión que estaba en el aire ya desde la publicación de su Lógica formal y lógica trascendental -y que se avivó a partir de la publicación de la Husserliana-. Ortega cree, y lo señala ya en el Anejo a Apuntes sobre el pensamiento, que, a pesar de los intentos de Husserl en este sentido -en la Lógica...-, «el orbe de absoluta realidad que es para Husserl lo que llama "vivencias puras" no tiene nada que ver»... «con la vida: es, en rigor, lo contrario de la vida. La actitud fenomenológica es estrictamente lo contrario de lo que llama "razón vital"». La idea de la «fenomenología genética», que parece buscar un condicionamiento «preteorético», «vital», del «ejercicio intelectual», «no puede reobrar sobre la fenomenología general». Y esta sentencia es corroborada cuando Ortega conoce la noción husserliana del Lebenswelt o «mundo de la vida», aparecida en Die Krisis der europäischen Wissenschaften... (La crisis de las ciencias europeas...) -la conferencia de Belgrado de 1935 que después dará título al tomo VI de la Husserliana-.






Superación del idealismo. Las categorías de la vida

Ortega postulaba «nuevas categorías» para pensar la «realidad radical», e incluso un nuevo sentido de lo categorial -según vimos en la INTRODUCCIÓN. Ello equivale a la invalidación del concepto de «ser» como interpretación fundamental de la realidad y, por tanto, a una reforma a fondo de la filosofía. En lugar de ser, vivir, «mi vida». «El ser estático queda declarado cesante...». «Retorceremos el pescuezo a los venerables vocablos existir, consistir y ser». «No nos sirven los conceptos y categorías de la filosofía tradicional de ninguna de ellas...». «Nos cabe la suerte de estrenar conceptos...».

«Las categorías aristotélicas lo son "del ser" en general -on he on- pero "mi vida"... es un concepto que, desde luego, implica lo individual...», «hemos encontrado, pues, una idea rarísima que es a la par "general" e "individual". Ello abre un nuevo panorama categorial y, por ende, posibilidades lógicas aún casi inéditas, en las que habría de traducirse la nueva visión de la realidad». Estos conceptos son sintéticos y ambivalentes, en cuanto constitutivos de la «teoría analítica» de la vida humana -es decir, en cuanto han de traducir el modo de ser de una realidad radical y originariamente dual-, y deben ser «ocasionales», «escalares» y «polivalentes», en cuanto «instrumentos de concretación», es decir, a los efectos de una adecuada «aplicación» de dicha «teoría». Son, pues, en la medida en que ello es posible, «conceptos móviles», en los diversos sentidos señalados por las anteriores adjetivaciones -como corresponde a una realidad superlativamente compleja, dinámica y siempre in via-, por lo que deben encerrar una potencialidad de desarrollo siempre abierta a nuevos «aspectos» y «niveles». «Cada una de estas palabras» -dice Ortega- «es una categoría y, como tal, su análisis sería inagotable».

Nos referiremos en esta parte, por separado, a algunos de los más importantes de estos conceptos categoriales, advirtiendo que la pauta expositiva en toda esta sección final de nuestro trabajo es muy diferente de la seguida hasta aquí: primero, porque el despliegue de la idea de la vida que en ella se hace no sólo tiene como base los textos seleccionados para la crítica del idealismo, sino la obra entera de Ortega; y, en segundo lugar, porque se trata de una exposición «libre», en la que el autor ha intentado -a lo largo de un estudio de toda su vida- repensar personalmente y, por tanto, «hacer suyo» el pensamiento de Ortega.


El «Absoluto acontecimiento»

El principio que podríamos llamar de atenimiento estrictísimo a la inmediatez, concreción o mismidad de la realidad, mantenido sin concesiones por Ortega, que es la nueva forma que toma el imperativo de evidencia, exigido siempre por la filosofía, le ofrece esa realidad como el hecho radical de un «absoluto acontecimiento», al que llamará por ello «primera categoría» de la vida humana. Se trata, pues, del haber originario: un encontrarme yo viviendo y afanándome en un mundo de «cosas» -esto es, de «importancias», «facilidades» y «dificultades»-, en esencial «coexistencia» y dependencia mutua con él, lo que excluye ya ab origine toda interpretación realista o idealista: no hay «yo» sin «cosas», ni «cosas» sin «yo»; hay, sí, una realidad mutua, mutual y dinámica -yo y mi circunstancia- que es mi vida, ya ejecutándose antes de toda interpretación intelectual de ella: una pura interacción e interfunción que se concretan en un «hacer» y un «pasarnos». En esa realidad primaria todo es puro dinamismo: yo haciendo algo con las «cosas», y éstas ofreciéndose o hurtándose, facilitando o dificultando ese hacer, «instándome», obrando sobre mí. «Todo residuo estático» -dice Ortega- «indica que no estamos ya en la realidad» -teorema fundamental de la nueva metafísica. Y este es el «absoluto acontecimiento», en el que destacamos los siguientes rasgos:

Encuentro.- Vivir es encontrarme viviendo con... -es decir, en originaria e inexorable comunidad con «lo otro que yo», en esencial apertura al mundo-, y viviendo en una determinada circunstancia y en una determinada situación. Después dedicaremos un apartado a este último concepto.

Actualidad.- Me encuentro ya, de antemano, en el pavoroso «mundo», pero «náufrago» en él y teniendo que hacer algo para sostenerme. Vida es «actualidad», pero ésta es perenne necesidad de hacer, indeclinable «hacendosidad». Hacer es siempre «hacer por la vida»: faena sotérica. Actualidad es «urgencia» y, a la vez, «presencia».

Presencia.- Vivir es «sentirse vivir», «saberse viviendo», «sorprendente presencia» de la vida a sí misma, «revelación permanente», «lo más patente que existe», que «de puro ser transparente nos cuesta trabajo reparar en ello». Sólo por eso es radicalmente indubitable. De ahí su prioridad como «categoría, que la identifica con el «encuentro». Pero la idea de «presencia» es mucho más compleja de lo que las frases citadas pueden sugerir.

«Acto de presencia». -La presencia es uno de los aspectos básicos de la «actualidad» de la vida. Hay en nuestra lengua una maravillosa expresión que funde ambos conceptos en uno, con profundísima intuición: «acto de presencia», que propongo como fórmula descriptiva especialmente feliz del hecho en cuestión. El «acto de presencia» lo es de la vida a sí misma, pero se manifiesta en modos sui generis según me afecte a o a las «cosas» de mi circunstancia. Siempre se trata, sin embargo, de un efectivo «actuar», que, referido a mí es un «hacer» y referido a las «cosas» es un «instar». El «instar» -concepto sobre el que volveremos luego- es el modo concreto como todas las cosas «aparecen», es decir, «hacen acto de presencia» -se entiende, en mi vida-. También para el «aparecer» se propone una fórmula: «Todo aparece en la vida y en todo trasparece la vida». El modo de «presencia» de la vida es, pues, el de una presencia por transparencia -ese es el sentido del carácter «evidencial» de que habla Ortega-. El «aparecer» de todas las cosas lleva ya en sí, diríamos que como una sutil «impregnación», el «transparecer» de la vida misma. Por esa doble condición «transparencial» e «instante», el «acto de presencia» se complica superlativamente, tanto que creo que hay que dar también a esa radical «complejidad» de la vida el rango de «categoría» o «primalidad» suya.

Complejidad. (La realidad radical, «complicatio omnium»).- La complejidad de la vida es máxima: lo «complica» todo. No porque lo «contenga» todo, ni porque todo pueda «reducirse» a ella. Por el contrario, nada de lo que se da en la vida puede reducirse a ella -como en el realismo se reduce todo a «cosa» y en el idealismo a «yo» o a «idea»-: ni el mundo ni sus «cosas» son la vida; ni siquiera el hombre, ni siquiera yo soy mi vida. «Complejidad», en un primer sentido, significa que la vida lo «abraza» (de complector) o «abarca» todo, pero en el sentido de la «radicación». En un segundo sentido, se refiere al «intrincamiento», «conexión» o «complexión» de todas las cosas en la vida, en un sistema universal de relaciones: es la idea del «contexto universal», o bien, de la «estructura perspectiva» de la vida, tan genialmente descrita ya por Ortega en las Meditaciones. Todo ello entendido dinámicamente, es decir, como una «estructura dramática».

El «acto de vivir».- Toda esta «complejidad» de la vida se concreta en cada instante -se «actualiza», pues- en el complejísimo «acto de vivir». Todos los que se suelen llamar «actos» son sólo momentos abstractos - y en esa medida irreales- del único acto real y efectivo, que es el acto de vivir, en el que la vida efectivamente se ejecuta, y que abarca en su complejidad, en tupida e intrincada trama, todos esos llamados «actos» particulares en los que pretendemos expresar mi varia relación con mi circunstancia: percepciones, imaginaciones, deseos y repulsiones, expectativas, emociones, amores y odios, efusiones e inhibiciones, preferencias y posposiciones, pensamientos, voliciones, proyecciones y proyectos, etcétera. Al acto unitario de vivir corresponde, por parte de las «cosas» o mundo, su «acto de presencia», y ambos a su vez se funden en el «acto de la vida misma», que ofrece, así, su definitiva «complicación»: la de los dos «actos», o, más rigurosamente, las de las dos vertientes del acto único en que yo y mundo nos constituimos en el «absoluto acontecimiento» que es mi vida «ahora».

La presencia como «instancia».- En mi acto de vivir se hacen presentes -hacen «acto de presencia»- las «cosas», ahora -decimos-. Pero este su originario «presentarse» -apuntábamos también- tiene el carácter de un instar. Las cosas, pues, son ante todo «instancias» que me fuerzan a ocuparme y «preocuparme» de ellas y, en suma, a «actuar en vista de ellas. El momento de «presencia» de las cosas, en efecto, es el instante presente, que es «presente» justamente por ser «instante» -y no al revés-, y es «instante», literalmente, porque «insta», porque en él las «cosas» efectivamente son «instancias». No podemos ni siquiera esquematizar aquí el largo, pero apretadísimo, despliegue expositivo de la noción de «instancia», que viene a sustituir las de «sustancia», «ser», «estar», «existir», etcétera, y en relación, principalmente, con las fundones y estructuras del «tiempo vital». Me limitaré a indicarlos puntos en que se resumen las principales dimensiones funcionales de la «instancia»:

  1. «Ins-stante» es literalmente no-estante, in-estable, transitivo, etcétera. El primer significado de la «instancia» es, pues, su extremo dinamismo o movilidad -frente a todo estatismo, sustancialismo, ontologismo-.
  2. «Instante», participio activo del verbo «instar»; lo que «insta», solicita, invita, redama, mueve, apela, obsta, exige, apremia, urge, etcétera (otras tantas variedades modales del «instar»).
  3. «Instante» es también lo in-tensivo o intenso: en él y por él cobra la vida su peculiar intensidad, siempre en función de la dirección o «gravitación» de la vivienda del tiempo. Y de ella depende también el temple de la vida (otra noción categorial de la que no podemos ocuparnos aquí).
  4. En cuanto la «tensión» de la vida está dirigida al futuro, es pre-tensión. Esta me afecta primariamente, pero no exclusivamente, a : también las «cosas», en su «isn-tar», pretenden algo, aspiran a algo, «se mandan» algo.
  5. La «instancia me insta a mí -decimos- y a lo que me insta es a proyectarme- y, consecuentemente, a realizarme -en y con ella, esto es, en vista de ella: esta es la vertiente aspectual, visiva, si se quiere, «noética», de la «instancia» -inseparable, por lo demás de su vertiente «resolutiva» o «ética», sin la cual no habría «proyección». (Después atenderemos brevemente a esta «categoría» de la «proyectividad».)

Posibilidad y libertad.- Las cosas son «instancias», pero también son -en otra dimensión conexa con la «instancial» estrechamente -«posibilidades». «La vida» -dice Ortega- «está hecha de posibilidades». En esta apartado exponemos las drásticas modificaciones -incluso, a veces, las radicales oposiciones- a que este capital concepto metafísico es sometido en el pensamiento de Ortega. Tampoco puedo resumir aquí este tramo expositivo. (En este caso tengo la atenuante de haber desarrollado este concepto en un ensayo, publicado en la Revista de Occidente -noviembre, 1974- con el título «para una teoría de la posibilidad fundada en el pensamiento de Ortega», al cual remito a quien se interese por el tema.) Sólo apuntaré que posibilidad y libertad -categorías primordiales de la vida -funcionan en estricta reciprocidad y dentro de una estructura en la que son factores fundamentales la circunstancia, la situación, la vocación y la proyectividad. Doy en mínimo extracto los tres últimos y prescindo del primero, por tratarse de una de las nociones más conocidas y divulgadas del pensamiento orteguiano.

La situación.- Por lo pronto, «situación» -de situs- se refiere al aquí y al ahora en que toda vida transcurre. Ambos aspectos, aunque se hable de ellos por separado, son inseparables: todo aquí es un aquí-ahora, y viceversa. Ambos constituyen los «signos» de la estricta concreción de la vida, en su doble condición «corpórea» -«espaciosa»- («nuestro cuerpo nos clava en un aquí», dice Ortega) y «temporal». Todo aquí y todo ahora están por ello «poblados» y «cualificados», es decir, son los de un concreto quien una concreta circunstancia y en un inintercambiable momento de su vivir, con sus singulares características «instanciales», «pretensivas» y «proyectivas».

El aquí no es una «localización» matemática, por así decirlo, «puntual» y neutra, sino que es siempre un cierto «ámbito» de dimensiones sumamente elásticas, según su «poblamiento» y su «cualificación», es decir, según un determinado complejo «perceptivo»-imaginativo-proyectivo.

Todo aquí es, pues, relativo a la magnitud y condición del «campo» que la pregunta «¿dónde?» abre, y que depende de la «perspectiva» o el «supuesto» que delimitan la expectativa de respuesta.

En cuanto al ahora -concepto más arduo y complejo que el aquí, si bien se compliquen mutuamente-, los principales aspectos a considerar serían los siguientes: 1) El primado de lo «tempóreo» sobre lo «espacioso». 2) Su «poblamiento» y «cualificación», a través de los cuales se funde con el «aquí». 3) Su carácter originariamente «sintético», a partir de la síntesis primaria de la reciente-instante y de lo novedoso-contingente. 4) La imbricación en él de lo que Heidegger llama «los tres éxtasis de la temporalidad», en la forma retención-protección, con esencial primacía de lo «protentivo» sobre lo «retentivo» da vida es «futurición», dice Ortega. 5) Todo ahora es antinómico (algo ya advertido desde el mismo Aristóteles). La conciencia de «ahora» es siempre referencial y traslaticia -se refiere siempre a un inmediato pasado o futuro. Otras antinomias se reflejan en los puntos siguientes. 6) Todo «ahora» es proyectivo. 7) Todo «ahora» es una «estructura de sentido», en la que aparece «escorzada», o sobre la que «gravita» la vida entera, en el doble escorzo, gravitación o «pesadumbre» de la responsabilidad: la de mi pasado, en cuanto «irrevocable» y la de mi futuro en cuanto «autodecicible». 8) Todo «ahora» -en cuanto ámbito de plenitud de la «presencia»- es «aperceptivo» en un sentido nuevo, tan lejano del «monadológico» de Leibniz como del «trascendental» de Kant: sentido rigurosamente «empírico» (esta apercepción es la «experiencia» radical) y «trascendente» (es la manifestación originaria de la trascendencia misma). 9) Todo «ahora» es dialéctico (en seis sentidos diferentes que no tenemos espacio para exponer).

Vocación.- Mencionaremos, en fin, brevísimamente, dos «categorías» que se «ciernen» sobre la «situación» como condicionantes esenciales suyos: la vocación y la proyectividad.

La vocación es una especie de «sensibilidad» radical y, a la vez, de «orientación» radical de la vida. Constituyen ambas datos «brutos», «últimos», «fatales», como la «circunstancia» no electa y como la libertad misma. En peculiar juego con la cual «operan», contribuyendo esencialmente a la constitutiva limitación de posibilidades que éstas comportan. En afecto, circunstancia y vocación son los dos ingredientes básicos de nuestro destino, y, en su concreción «situcional», son las «primalidades» limitantes -pero también «apertorias», no lo olvidemos- del campo de las posibilidades en cada «ahora». Y por eso decimos que «posibilitan» metafísicamente la libertad -justo, en cuanto la limitan-, Pero la vocación pertenece a nuestro destino de un modo más radical que cualquier otro de sus componentes, pues es aquello a que nuestra vida está «llamada» -de vocare- o, literalmente, «destinada». Por eso cualifica inexorablemente nuestro hacer, positiva o negativamente -según atendamos o desoigamos su «voz»-, siendo las consecuencias de lo uno o de lo otro de la máxima importancia y gravedad para nuestra vida, pues de ellas depende la plenitud o vacuidad de ésta, la felicidad o desdicha, la consistencia o inconsistencia ética y, en definitiva, la fuente de todo valor: la autenticidad o su contrario, la falsificación.

Proyectividad.- La vocación se traduce o manifiesta en la «proyectividad». La vida es proyectiva o «programática». Tenemos que hacérnosla, pero no de cualquier modo, sino necesariamente según un «proyecto» o «programa» de hace res. Lo que en cada momento «somos» es reducible siempre a la ecuación entre lo «ya hecho» y de lo aún sólo «proyectado», es decir, la resultante «proyectiva» de lo que voy a hacer, de mis haceres futuros. Ahora bien, en todo hacer se imbrican el «proyectarse» y el «realizarse» - de acuerdo con el proyecto- en esencial interdependencia -no hay ningún hacer estrictamente humano que no haya sido previamente proyectado-. El estudio de la proyectividad de la vida se desarrolla extensamente en los siguientes puntos, que ya no podemos sino enumerar:

  1. El anticipar acciones o haceres.
  2. La valoración de estos haceres integrantes del proyecto, y sobre todo el «proyecto» mismo en su conjunto.
  3. El elegir o decidir cuál de los proyectos posibles asumiremos como el «nuestro». El dramatismo de esta elección es capital, pues corresponde a la situación de «encrucijada» del «quod vitar sectabor iter?».
  4. El «inventar» en alguna medida el proyecto propio. Aquí está involucrada, entre otras, la gran cuestión de la «originalidad» de los proyectos vitales, en conexión, además, con toda la problemática de la «personalidad», la relación masa-minoría, etcétera.
  5. El necesario contar para la invención del proyecto propio con los factores de mi destino personal: circunstancia y vocación. Aquí se ve, sobre todo, cómo hay tres «proyectos», o tres modos de funcionar el «proyecto vital»:
    1. El proyecto en que se está ya al encontrarse viviendo, el cual no es nuestro en ningún sentido, pues ni yo lo he hecho ni me constituye a radice, sino que he sido alojado en él por otros (padres, educadores, etcétera);
    2. el proyecto que yo forjo, invento o elijo; el proyecto que se hace; y,
    3. el proyecto que se es, y que podemos nombrar de modos diversos: destino personal, vocación, «fondo insobornable», «misión individual» o «personal», etcétera.






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