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Criticar al crítico

Guillermo Carnero





Siempre ha sido para mí causa de perplejidad el hecho de que alguien pueda convertirse en crítico literario sin más trámite que autoproclamarse y encontrar acomodo en las páginas de alguna publicación. Si la crítica tiene una misión relevante -orientar una opinión pública incapaz de valorar adecuadamente por sí sola- y una responsabilidad considerable -crear la imagen de quienes dedican su esfuerzo a ofrecer un producto en el que sienten comprometida su entidad personal, y cifran el sentido de su vida-, el crítico debería ser seleccionado con tanto rigor como el médico o el magistrado. En modo alguno ocurre así: nada se le exige más que la voluntad de ejercer de juez, con la agravante de no estar establecida la costumbre de que sus opiniones sean contestadas, ni el cauce para que puedan serlo. Con ello la crítica pierde la posibilidad de ser estímulo de debate intelectual, y se convierte en un discurso autista sin garantías de efectividad, y en una palestra de intrusos y aficionados. Quizá por eso influye generalmente en la opinión pública menos de lo que solemos creer, como parece deducirse de su dudosa capacidad para determinar el éxito o ser el contraste de la calidad, ya sea en el ámbito de opinión culta o en el más amplio que se llama mercado.

¿Qué puede legitimar el discurso de la crítica? A mi modo de ver, una sola cosa: la capacidad para discernir y calibrar valores y méritos; es decir, el gusto. «Gusto» es un término banalizado y vacío de contenido, por el uso irresponsable que corresponde al refrán «Sobre gustos no hay nada escrito», lema de ese infantilismo igualitario, tan propio de nuestro tiempo, que se complace en la sofística identificación -para halago de mediocres, y obra suya- de los derechos humanos y políticos fundamentales con las funciones y actividades del intelecto y del espíritu, que han sido siempre, son y serán inherentemente aristocráticas y minoritarias. David Hume lo dejó bien claro, hace dos siglos y medio: todo ser humano tiene opinión, pero pocos tienen gusto. Ambos conceptos no pueden equipararse: el primero es un dictamen caprichoso y arbitrario, sin objetividad ni alcance; el segundo, en cambio, sí es piedra de toque y balanza del valor. Exige tres cosas: ausencia de prejuicios, amplia familiaridad con la literatura, y sensibilidad para apreciarla. El crítico, por tanto, sólo merece ese nombre en la medida en que acredite poseer un gusto bien fundado. En otro caso no será más que un simple emisor de opiniones, irrelevantes en cuanto a los objetos a los que se refieran, pero sumamente relevantes en cuanto al valor del crítico mismo, ya que a su pesar traicionan en qué medida posee o no los requisitos del gusto y merece, en consecuencia, ser escuchado, o ignorado y juzgado a su vez.

La obra y la poética de mi generación vienen siendo objeto, en estos últimos veinte años, de una sistemática denigración que las ha tachado de difíciles, oscuras, ultrabarrocas y hostiles al lector por exceso de densidad cultural y reflexiva. Se ha cumplido así la ley de oscilación pendular que sustenta la sucesión de las tendencias literarias y el relevo de las generaciones. Nada hay en ello de sorprendente ni de nuevo. Pero sí me parece digno de comentario el dislate de un par de críticos que, careciendo probablemente de base en que fundar su hostilidad, y encontrándose así incómodos en el terreno de los principios estéticos, han creído mejor atajo el dispararme bajo la línea de flotación, pretendiendo que, alguna vez, la extravagancia estética se ha unido en mí a la incorrección en el uso de la lengua y en la técnica del verso. La bajeza de tal argucia no me sorprende: ya fue empleada contra Góngora, Verlaine, Baudelaire, Mallarmé, Whitman o Rubén Darío. Acaso tenga, incluso, sus ribetes de ingenuidad: la del sordo que, tras acudir a un concierto, protesta porque los instrumentos no suenan. Pero creo mi deber no dejarla sin respuesta, al ser una opinión -procedente de la falta de ese gusto que antes he definido- que pudiera ser materia de escándalo, siendo escándalo, según la Santa Madre Iglesia, lo que induce a otros al pecado. No voy a dar los nombres de los presuntos críticos, porque no pretendo entrar en el terreno de lo personal, que nada importa, sino dejar en su lugar cuestiones que, en última instancia, ponen en duda el conocimiento, en la actual sociedad literaria española, de la tradición más indiscutible e imprescindible, al mismo tiempo que revelan la falta de limpieza y de objetividad en el ejercicio de una tarea tan grave y responsable como la crítica debiera ser.

El primero de los críticos a que antes he aludido afirmó en 1992 que «la enrevesada sintaxis» de mi libro Divisibilidad indefinida (1990) «hace que a menudo se pierda el hilo de lo que se nos está diciendo», y citó al respecto los tercetos del soneto «Lección del páramo», y los versos 5 a 12 del poema «La hacedora de lluvia». Copio sus palabras, respectivamente referidas a los dos poemas:

¿A quién o a qué se refiere ese «nunca pensado ni jamás oído»? No puede ser ni a «ave y arroyo» ni a «su vuelo y fluir» (en ambos casos falla la concordancia de número); y no parece tratarse de una errata (singular en lugar de plural) porque lo impide la rima consonante.

A partir del quinto verso esa oración deja de ser gramatical y, a la vez, de ser inteligible: «ni» requiere una negación previa («ni esto ni aquello», o «no come ni bebe»), que no parece ser la que encontramos en «no puede abreviarse». Es posible que a más de uno estas observaciones les resulten casuística gramatical, o peor aún, fe de erratas, sin mayor interés. Yo creo que resultan fundamentales: un poeta difícil exige en la lectura considerable esfuerzo; el lector se negará a ese esfuerzo en cuanto sospeche que la dificultad no es más que un sinsentido motivado por la impericia del poeta (o por el descuido de los editores, que también es posible, aunque no probable).


Veamos en primer lugar los tercetos:



Ave y arroyo son mi compañía
y su vuelo y fluir faltos de historia,
nunca pensado ni jamás oído,

escriben que es bastante melodía
el cofre sin abrir de la memoria
y el laberinto ciego del sentido.

Actitud de mal lector es suponerse en posesión del significado de un texto antes de que lo revelen su lenguaje y su sintaxis, y tacharlos acto seguido de imperfectos si no cuadran con aquel prejuicio. En nuestro caso, esa impericia de lector consiste en dar por hecho que los adjetivos del verso tercero han de estar en plural, creyendo al mismo tiempo posible, o fingiendo creerlo -por bravuconería o astucia malévola, respectivamente-, que un catedrático de Universidad pueda infringir las reglas gramaticales exigibles a un niño. Procediendo correctamente, es obvio que el singular de «pensado» y «oído» excluye la posibilidad de que ambos se vinculen conjuntamente a «vuelo y fluir». Muy al contrario, es o debería ser evidente que el poema distingue los términos en plural, asociados a ambos sustantivos -«faltos» y «escriben»-, y que usa conscientemente el singular para atribuir, respectivamente, «nunca pensado» a «vuelo», y «jamás oído» a «fluir».

¿Por qué no llega nuestro crítico a esa lectura? Por carecer de los requisitos del gusto. En primer lugar, por nublarle la vista un prejuicio adverso, que ilustraré con otras dos citas:

El valenciano Guillermo Carnero es ya, junto a Pere Gimferrer, uno de los nombres imprescindibles (al menos para los autores de manuales) de la última, penúltima mejor, poesía española.

No creo que dificultar masoquistamente la lectura -como si de una novela del primer Juan Benet se tratara- pueda ser objetivo estético de ningún autor razonable.


Obsérvese el paréntesis del primer fragmento. En segundo lugar, por su falta de familiaridad con la tradición literaria. En ello estamos ante un achaque de esta última época, cuya lectura parcial de esa tradición ha proscrito períodos enteros que, como el Barroco, el Modernismo y la Vanguardia, no encajan en el primitivismo neorromántico y realista que ha subido últimamente a los altares, para el cual todo lo que exceda la lógica de una carta comercial no es más que un artificio masoquista. Con esa mentalidad no hay base para mucha agudeza sintáctica.

En cuanto a «La hacedora de lluvia», éstos son los versos:



Recubiertos de sal sus ojos miran
la redonda quietud del horizonte,
arista viva contra el seco párpado,
hiriente como gota que no puede abreviarse,

ni la oquedad del cielo en que resuena
con un leve chirrido de juguete mecánico
la descomposición de la memoria,
marcada por la luz del negro al oro.

«Ni requiere una negación previa», dice nuestro crítico, víctima del masoquismo de una supuesta complejidad sintáctica que no es tal, pues, en efecto, no puede abreviarse la gota del verso octavo, ni la oquedad del noveno. Lo que sí pudiera abreviarse es la lectura tosca, torpe y malévola, que se obnubila en su obsesión de sacar leche de una alcuza buscando defectos donde no los hay. Y pudiera ampliarse la cultura de quien debe su impericia a la reducida gama de referencias que maneja, en la que sólo muy pobremente ha podido adiestrarse esa especial percepción -sensibilidad, según Hume- que distingue a los lectores de poesía.

El segundo caso al que debo referirme es análogo aunque mucho más penoso, pues se trata de un ignorante aún más mazorral y menos artero en la conversión de su ignorancia en norma. Este necio le reprocha a mi Verano inglés (1999) lo siguiente: deshacer diptongos mediante diéresis, romper la regularidad isométrica del endecasílabo, y no adaptar convenientemente el pareado de la poesía clásica inglesa. Veámoslo en sus propias palabras:

Un fallido poema de humor/amor en pareados, forma que en la tradición inglesa tiene unas cualidades de las que carece en español...

Elegante verso blanco, a veces demasiado puntilloso y artificial, como cuando se emplea la diéresis para ganar sílabas...

Descuidos como los versos «piérdela, duda, persíguela jugando» (pág. 15) o «que llaman felicidad los diccionarios» (pág. 69), que van sobrados de una sílaba frente a sus vecinos y le ponen la zancadilla al ritmo. También duerme Homero, y esas deficiencias...


Volvamos a Hume y al prejuicio que imposibilita el gusto. Sigo citando literalmente:

Otra sensibilidad menos resabiada que la que Carnero exhibe...

El Carnero de siempre, barroco y culturalista hasta el exceso.

Esas deficiencias y cierto barroquismo de época (la de los 70) son pequeñas faltas en el conjunto de este hermoso libro.


Pasemos ahora a las supuestas deficiencias.

1. La diéresis aparece en las páginas de Verano inglés en estos tres casos:

«ahuyenta el cervatillo de Dïana»


(pág. 16)                


«declives ascendidos y süaves»


(pág. 32)                


«la lasitud del païsaje estéril»


(pág. 67)                


Las dos primeras palabras pueden tener dos o tres sílabas, y cuatro o tres la tercera, según la realización fonética que haga de ellas el hablante; ello ocurre aun entre personas sin especial preparación y en la conversación cotidiana y callejera, y nada impide que pueda ocurrir en la escritura. Pero incluso en palabras que no admiten esa alternativa en la lengua habitual no literaria, la lengua poética ha incorporado siempre la disociación posible del diptongo, a voluntad del poeta. Pondré unos cuantos ejemplos, dando en cursiva las palabras con diéresis.

Garcilaso:

  • No las francesas armas odïosas
  • Por el hervor del Sol demasïado
  • Mi razón y jüicio bien creyeron
  • Con el süave canto enterneciese
  • Con espantable son y con rüido
  • Dellas al negociar, y varïando
  • Tu glorïosa frente
  • De la selva sagrada de Dïana
  • De cuán desvarïadas opiniones.

Góngora:

  • Donde espumoso el mar sicilïano
  • Cien cañas cuyo bárbaro rüido
  • Ni lo ha visto, si bien pincel süave
  • Negras vïolas, blancos alhelíes
  • Oh bella Galatea, más süave
  • Con vïolencia desgajó infinita
  • Cantan motetes süaves
  • Orfeo de Guadïana
  • Seguidores de Dïana
  • En números que süaves
  • De vuestros superïores
  • Estaba, oh claro Sol invidïoso
  • Orïental zafir cual rubí ardiente
  • Clavar victorïoso y fatigado
  • Entre las vïoletas fui herido
  • Real cachorro y pámpano süave
  • Cuya süave métrica armonía
  • Breve pórfido sella en paz süave.

Villamediana:

  • En líquida tïorba, en triste canto
  • Donde más pïadoso sentimiento
  • Violencia es dulce, rémora süave
  • Como del muro el claro perjüicio
  • Rígido tribunal, voces süaves
  • Los varïados cursos de la esfera
  • Espumar rayos, radïar espumas
  • Purpúrea luz y plácido rüido.

Quevedo:

  • De las embrïagueces que vomitas
  • Si le vieres en alto radïante
  • Y por timbre el martirio glorïoso
  • Para reliquias del blasón crüento
  • Donde con voz süave y regalada
  • Serán con blanca plata varïadas
  • Cortés el viento sobre el mar süave
  • Que les da autoridad de ser jüeces.

Así que Garcilaso, Góngora, Villamediana y Quevedo son poetas deficientes. Admitamos que para un ignorante puedan serlo, o que opine que son tan inactuales que tener algo en común con ellos es una deficiencia. No lo discutiré; es una cuestión de gusto. Sigamos con la enumeración.

Rubén Darío:

  • ¿No oís del arroyo el süave y callado rumor?
  • Los nombres glorïosos
  • Se escucha el rüido que forman las armas de los caballeros
  • Es la camisa férrea de mil puntas crüentas.

Quizá sea Rubén tan deficiente e inactual como los maestros del Barroco. Entremos en lo que es indiscutiblemente nuestra época, y en un poeta de sensibilidad tan poco resabiada como Pedro Salinas:

  • Tenües alas
  • Las tentativas de los vïolines
  • El caudal de sus formas confïado
  • De oro parece, dócil, süavísima.

Podría prolongarse el recuento hasta nuestros días, y veríamos que los poetas de hoy siguen empleando la diéresis, aunque prescindan del uso de la crema y dejen la medida del verso, no visualmente matizada, al buen criterio del lector. Es evidente, en todo caso, que considerar defectuoso un verso con diéresis es resultado de una indisculpable ignorancia, y revela una falta absoluta de familiaridad con la mejor tradición poética española, o un prejuicio que lleva a proscribirla como referencia. Cualquiera de estas dos opciones pone bajo los focos a un incapaz de gusto y de criterio, y desacredita sus opiniones.

2. Supuesto descuido mío es, para dicho incapaz, insertar sendos dodecasílabos en páginas 15 y 69, pues esos versos, entre sus vecinos endecasílabos, «le ponen la zancadilla al ritmo». Me halaga que me compare con Homero, aunque sea citando por boca de ganso el verso 359 de la Epístola a los Pisones. La ignorancia, la arrogancia y el prurito de encontrar donde hincar el diente lo llevan a dos errores: suponer que la medida de esos versos no es consciente y querida; y creer que vulnera el criterio de calidad que, en su opinión, es la isometría. No voy a hacerle el honor de detenerme en lo primero. En cuanto a lo segundo, cualquier poeta que merezca ese nombre sabe que la isometría estricta no es necesaria, y que romperla de vez en cuando confiere al verso espontaneidad, naturalidad, y un deje conversacional. Todo crítico debiera saber que una de las principales aportaciones del Modernismo fue la renovación de la técnica del verso y del ritmo, y uno de los objetivos prioritarios de esa renovación, la quiebra de la isometría, considerada por los modernistas origen de un fatigoso y gris sonsonete. Lo dijo Antonio Machado a propósito de los alejandrinos de Berceo:


...monótonas hileras
de chopos invernales en donde nada brilla.


El Modernismo nos enseñó a romper la regularidad para despertar la percepción del ritmo, adormecida por la inercia métrica. Ocurre así en «El reino interior» de Rubén, en «Prólogo-epílogo» de Manuel Machado. ¿Ha leído nuestro crítico a Jaime Gil de Biedma? De ser así, ¿qué opina de la métrica de «En el nombre de hoy», «Mañana de ayer y hoy» o «La novela de un joven pobre»? ¿Serán también unos deficientes Rubén, Manuel Machado y Jaime Gil? Una cosa es el oído de los poetas, y otra el catón de los seudocríticos que no distinguen más ritmo que el de la tarabilla, la tablita de madera que pende sobre la piedra de un molino y produce un golpeteo monótono e irritante. La palabra se emplea también, por eso, para designar a las personas que hablan muy deprisa, sin pensar y con voz desagradable; y las carracas y matracas.

3. En lo que toca a la tercera objeción, seré más breve todavía. Pues es un disparate de gran calibre creer que «How many moles?» pueda ser un intento, acertado o no, de trasladar al español el pareado de la poesía narrativa y didáctica inglesa. ¿Cómo se atreve un criticuelo tan deficiente a dar lección a quien ya citaba a Dryden en el poema inaugural de Variaciones y figuras (1974)? ¿Cómo no se ha percatado de que el citado antes responde a un acorde personal y complejo de sentimientos que dictan su forma y su talante, y que si ha de ser asociado con alguien o algo, por su tono y métrica, es con Manuel Machado y Valle-Inclán, y no con la tradición inglesa, por mucho que forme parte de un libro titulado Verano inglés? La seudoerudición, pomposamente improvisada, le ha salido por la culata a quien ya ha demostrado no haber olido el Modernismo. Sería cruel preguntarle si ha oído hablar de una obra titulada La marquesa Rosalinda.

Los incompetentes, los deficientes y los ignorantes debieran al menos saber que no hay cosa como callar, salvo que se hable con fundamento, respeto y prudencia. Mi intención no ha sido nunca seguirles el juego, y suelo pasar sobre las tonterías en silencio, sobre todo cuando no proceden de la buena fe. Pero el silencio es ambiguo: para unos -los que conocen la respuesta obvia- equivale a saberla innecesaria, pero para muchos puede parecer aquiescencia. Quizá lo más constructivo sea poner en práctica un consejo evangélico: enseñar al que no sabe.





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