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Críticas a «La escopeta nacional»

Doménec Font





Ese particular zoológico que puebla el universo berlanguiano tiene en La escopeta nacional algunos matices en relación a los films anteriores. Por de pronto, la caracterización social de sus clichés: del organillero, el verdugo, el vendedor de barquillos y el oficinista aburrido hemos saltado al marqués, el cura de la salvación nacional y el beatífico aspirante a ministerio: del oficio marginal dominado por la subsistencia, al ocio marginal que define otra subsistencia, del espacio lumpen sellando los restos de una formación social a punto de extinguirse a una zona de poder en pleno auge dentro de la formación social capitalista. Todo lo cual no ha de implicar necesariamente un cambio de factura, si se infiere que lo que realmente interesa a Berlanga, lo que confiere a sus relatos una cierta denominación subversiva sería la presentación de determinadas máscaras sociales.

El problema aparece más acusado cuando advertimos que detrás de esa caracterización se circunscribe el espacio de lo narrado. El quinielista, el alcalde rural, el verdugo forzado, el empleado de retretes o el académico Corcuera eran personajes contemporáneos aplastados por el desarrollismo, que traducían una significancia no sólo por sus actos sino por sus mismas ocupaciones un tanto exóticas, de una rentabilidad económica dudosa, en una encuadración social más bien compleja.

Por el contrario, en La escopeta nacional no se consigue separar la excelencia del cuerpo y el nombre de la etapa histórica en la que resultan ambos circunscritos. La taxonomía de La escopeta nacional genera disfraces arbitrarios de un grado de representatividad absolutamente maniquea, son personajes extemporáneos vistos desde una marcada óptica historicista que otorga retroactivamente su sentido a todo el relato. Los personajes de Calabuch, Plácido o El verdugo eran meras sinécdoques, sobre las cuales cabía un cierto espesor narrativo. La partida de caza de la escopeta nacional es una metonimia del franquismo (al menos de ciertos de sus componentes), sobre la cual sólo se permite el subrayado o el chiste fácil. Brevemente: la trayectoria errática de esa clase media atornillada o la suma de cuerpos marginales y marginados del lumpen proletariado suburbial daba una idea más exacta y, por supuesto, más productiva del franquismo (de un marco social contingente en el film que no precisaba de citas), que la fauna cinegética de La escopeta nacional presentada como una sucesión de estereotipos de una época abusivamente subrayada en el texto (primeros años de los 60: ascensión del OPUS a ciertas zonas del poder franquista).

Con independencia de la voluntad de Berlanga (según propias declaraciones, era el poder en su abstracción el objeto de estudio del film), no podemos olvidar que la presentación ceremonial de sus figurantes produce texto. Esos crápulas, esas especies zoológicas que atraviesan el film forman parte de una comunidad deforme que ha pasado ya a mejor vida. El punto de vista de Berlanga en relación a estos personajes y esta época -pues es evidente que existe una analogía de los personajes y una representación del franquismo- resulta esquemático y empobrecido a consecuencia de un desconocimiento por parte del realizador de los mecanismos de significación de su film.

Paralelamente todo el texto parece lastrado por ese enfoque caricatural que, por paradójico que resulte, constituye el signo de una especie de pacto indulgente entre el realizador y sus personajes por encima de los atributos alegóricos que en ocasiones se les confiere.

El marcado predominio de la figuración apoya en el caso de Berlanga una determinada estrategia narrativa que llamaremos secuencial. Por encima de cualquier hilo conductor, hay tantos relatos como personajes, tantos núcleos como anécdotas. Pero si esa sucesión de secuencias encontraba plenamente su razón de ser en Plácido o El verdugo, apoyado en unas unidades de planificación -uso abusivo de planos generales sobrecargados, del plano-secuencia, etc- que constituían un verdadero soporte de la predicción de sentido, no ocurre lo mismo en la escopeta nacional.

Un texto en el que predomina el chiste fácil, el gag verbal -dicho sea de paso, más próximo a los forgendros que al tan reconocido humor negro que solidificara la pareja Berlanga-Azcona- y el anecdotario revisteril, aparece totalmente deslavazado por una planificación que busca apoyar claramente una estructura de sketch de revista cómica (de cuya operatividad significativa no cabe dudar aunque en este caso si de su capacidad por salvar el film que nos ocupa).

Como siempre, lo importante en el cine de Berlanga son los secundarios. Los mejores momentos de la escopeta nacional son precisamente aquéllos que marcan las apariciones erráticas y absolutamente esperpénticas de los secundarios: de ese marqués que colecciona pelos de pubis rotulados en cuidadas botellas de cristal, de su hijo-voyeur, obseso sexual y masturbador empedernido, de su esposa tuerta, del cura apocalíptico...

Pero esa aparición, indudablemente lograda dentro del edificio berlanguiano, no puede salvar el conjunto cuando el artificio retórico domina sobre la narración, la fabricación del chiste fácil sobre la anécdota, la reconstrucción sobre la destrucción.

La Mirada. Octubre 1978

Sobre un misal franquista y los pelos del pubis.





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