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ArribaAbajoLas voces de la noche

(Salvador García Ruiz, 2003)


Tras sus dos primeros y estimulantes trabajos (Mensaka y El otro barrio) que tenían buena dosis de crónica contemporánea, Salvador García Ruiz aborda un proyecto de mayor ambición al rodar otra adaptación que traslada a la España en cambio de finales de los cincuenta. García Ruiz es ya un valor seguro dentro de la generación de directores del cine español de los noventa, pues pocos ostentan su capacidad para poner en pie filmes con la consistencia de personajes y trasfondo social con que él lo ha hecho en las tres películas rodadas hasta ahora.

Cuenta Las voces de la noche la historia de una joven pareja de la pequeña burguesía (Elisa y Jorge) que mantiene una relación clandestina circunscrita a un par de encuentros sexuales por semana. Como ella se cansa de esa situación y exige más, Jorge acepta anunciar el compromiso matrimonial: las dos familias se ilusionan y la pareja se ve presionada por los usos de la época, lo que está lejos de satisfacer a Elisa. Pero casi tanta importancia como los avatares de la pareja tiene la descripción de la familia de Elisa y la historia familiar de Jorge, un clan adinerado donde el joven no parece sentirse cómodo.

La historia de Elisa y Jorge es una historia de amor imposible debido al asfixiante contexto social de la vida de provincias y de la hipocresía burguesa. No es un tema nuevo, pero, muy sabiamente, el guión sitúa la acción en el momento de cambio social de los albores de los sesenta, como se aprecia en el personaje «existencialista» de Jorge: un tipo solitario, recluido en sus lecturas, desentendido del negocio familiar, que no acaba de dar salida a sus sueños de viajes liberadores. Aunque con menor énfasis, también la desafección respecto al ámbito familiar y social está presente en Elisa, como muestra su decisión soberana de romper el compromiso. Esta historia de (des)amor resulta moderna en la medida en que ese contexto de la vida provinciana no lo es todo y en que aparece el miedo al compromiso, más propio de décadas posteriores.

Si tenemos en cuenta únicamente la relación de Jorge y Elisa se puede considerar que la historia de la familia del primero (el pasado familiar, el personaje del forastero Pepe que se hace con la fábrica textil, la vida infeliz de Germán, etc.) no logra engastarse debidamente en la de la pareja. Y sucede, entonces, que el espectador esperaría un mayor desarrollo profundizador de las relaciones de los amantes. Pero creo que bien puede interpretarse la película desde otra perspectiva, viendo en ese romance fracasado una de las posibles historias situada en ese mundo en declive y transformación de la España de la época que comienza a explicitar el hastío por la sociedad cerrada y el deseo de otros horizontes. Entre esas historias estarían la lucha por el poder de Pepe (falangista, marido y adúltero de conveniencia), la rutina matrimonial del padre de Elisa, la supervivencia con sueños literarios de su tía Olga, el aislamiento de Bárbara, la hermana mayor de Jorge, o el fracaso profesional y sentimental de Germán. Y, por supuesto, la soledad de Jorge y las esperanzas frustradas de Elisa.

La plasmación audiovisual revalida la pericia, el rigor y la solvencia mostradas por el director en sus anteriores trabajos. Incluso hay una mayor depuración de lo que podían ser recursos de género (el personaje de la madre de Elisa) o propiciar el voyeurismo (resultan sintomáticas las elipsis de sexo explícito en los encuentros de los amantes) para concentrarse en el interior de unos personajes que no hablan demasiado. A ello contribuye la música, la fotografía, los encuadres, las localizaciones, el vestuario, etc. que siempre optan por un tono menor. Además de la pareja protagonista, en la interpretación destaca Vicky Peña, en un personaje agradecido que hace recordar la Carmen Polo de Franco que encarnara en Dragon Rapide. Solo el poco habitual recurso de cambio de secuencia sin cortar el plano -por trucaje o nueva iluminación que dé cuenta del paso de tiempo- que el director utiliza cinco o seis veces se aparta del lenguaje más clásico en un filme interesante, bien rodado e importante dentro del actual cine español.




ArribaAbajoLeón y Olvido

(Xavier Bermúdez, 2004)


A pesar de la exitosa carrera en nada menos que dieciocho festivales, con premios relevantes en los de Málaga y Karlovy Vary, tarda en estrenarse y lo hace en pocas salas, esta convincente, emotiva y un tanto inquietante película, tercer largometraje del director gallego Xavier Bermúdez. Si las obras de arte hay que juzgarlas por la distancia entre lo que se proponen y lo que consiguen o, también, por los riesgos que corren y su capacidad para salir indemnes de ellos, León y Olvido es, sin duda, una película muy lograda, ponderada e inteligente como para superar las tentaciones a que está abocada por el planteamiento inicial.

Hay que reconocer que contar en la pantalla la vida de dos hermanos, huérfanos muy pronto, desasistidos y proyectados a la delincuencia, con su relación conflictiva por la pobreza y la supervivencia tiene muchos riesgos que aumentan si uno de ellos padece síndrome de Down. Porque, a estas alturas de la Historia del Cine, un planteamiento inicial como ese tiene que superar todo miserabilismo, ternurismo y hasta el didactismo o la exhibición de un mensaje de quien se atreve con un tema de discapacidades. Y Xavier Bermúdez acierta plenamente en ese sentido al contar la relación de la joven Olvido y su hermano León, quien se niega a vivir en un internado para personas asistidas y cuya existencia le parece a la chica una carga que le impide llevar la vida normal de las jóvenes de su edad. Ambos malviven con el sueldo y trabajo precario de Olvido que está empleada en una fábrica textil y, posteriormente, en una tienda de ropa de novias; León va a un colegio especial y progresa en adquirir autonomía personal, pero al final siempre depende de su hermana, cuyo novio parece asustado a la hora de comprometerse más. En varias ocasiones Olvido planea e intenta deshacerse de su hermano, pero no lo consigue.

El director supera ampliamente el riesgo de un guión cuyo protagonista es un chico con síndrome de Down porque, a los pocos minutos, el espectador se percata de que el personaje, más allá de un «caso», tiene nombre propio, es León, una persona con esa disfunción genética; y, otros pocos minutos más adelante, se da cuenta de que la película no habla esencialmente de León, sino de su hermana y de la carga que una relación familiar puede exigirnos, o de la supervivencia en una sociedad que no regala nada y donde las ayudas públicas son siempre insuficientes con el lastre de un ser humano adulto que necesita una atención continuada. Es decir, que León y Olvido habla del cariño entre los hermanos que solo se tienen el uno al otro, de la supervivencia económica, de la excesiva responsabilidad que se exige a Olvido y de las (falsas) salidas que tiene una situación tan inestable. Para Olvido estas son el abandono de su hermano o incluso la propia muerte, y a ello se dispone en varios momentos, pero con un resultado estúpido (lo deja en la carretera secundaria donde lo recoge la Guardia Civil; las balas de la pistola son de fogueo), porque parece que la vida y el cariño se imponen hasta de forma fortuita, en lo que es una buena resolución dramática.

Probablemente debido a la elección de Marta Larralde, una actriz con ojos y rostro demasiado dulces para el papel, uno no acaba de creerse -al menos en el caso del abajo firmante- la maldad y voluntad criminal de Olvido. Su comportamiento puede ser coherente con el personaje y con la situación, aunque esa voluntad no casa con los dos o tres momentos de ternura que viven los dos protagonistas. Tampoco convence el tramo final con la intriga sobre la relación de Olvido y Damián, el dueño de la tienda de trajes de novias, y de su mujer, porque nos aparta de lo fundamental -la relación entre los hermanos- y porque plantea el tópico de la prostitución como salida de la miseria... Estas dificultades no son insalvables en una película muy bien escrita y rodada, con el tempo adecuado, música escasa pero elocuente y una planificación medida que destila autenticidad y honradez de planteamiento; también hay que valorar las localizaciones coruñesas, aunque la foto está necesitada de mayor empaque y trabajo de iluminación, sobre todo en las secuencias interiores. Con todo, una película oportuna socialmente, muy digna de verse y valiosa en la profundización de las reacciones que tenemos ante los «diferentes».




ArribaAbajoLos abrazos rotos

(Pedro Almodóvar, 2009)


A estas alturas hemos perdido toda inocencia ante un estreno del consagrado Almodóvar, tanto por los condicionantes del público general como por las del crítico en particular, que se debate entre el incienso abrumadoramente mayoritario con que se recibe ese estreno y el desacuerdo sospechoso y expuesto de inmediato al reproche (la envidia como argumento arrojado a quien disiente). Pesa tanto el paratexto del óscar a Penélope Cruz, de la presencia mediática del director y de su corto La concejala antropófaga como inédito (o no tanto) mecanismo de promoción del largometraje que el visionado de este resulta imposible sin una buena cantidad de prejuicios, sean a favor o en contra.

Prácticamente articulada en dos tiempos (la actualidad y unos tres lustros atrás), cuenta la historia de amor y pasión de un director de cine, Mateo Blanco, con una actriz, amante de un hombre adinerado mucho mayor que ella. Mateo ahora está ciego es cuidado por una amiga productora, Judith y el hijo de esta, Diego. Ha dejado atrás un pasado y quiere sobrevivir con otro nombre, pero los secretos acaban desvelándose en cuanto Diego sufre un accidente y necesita cuidados. Con esos dos tiempos se quiere articular una intriga suficiente como para hacer avanzar el relato, muy descompensado en sus diversas subtramas y personajes.

Película de cine en el cine, tras los personajes de directores de La ley del deseo y La mala educación, es el tercer alter ego de Almodóvar, debidamente transformado, claro, en la figura de Mateo Blanco / Harry Caine que interpreta con la solvencia que le caracteriza Lluís Homar. No solo del cine como profesión, sino del cine como referencia (ahí está la cita de Viaggio in Italia -aquí llamada Te querré siempre- de Rossellini con los amantes de piedra de Pompeya) y hasta como autorrefencia, con la recreación del supuesto rodaje de Mujeres al borde de un ataque de nervios ahora rebautizada como «Chicas y maletas». Pero también es una película que remite al cine en la forma de exponer los conflictos y de hacer presentes los sentimientos de los personajes que, más que a experiencias reales, nos llevan a pensar en términos cinematográficos: un ejemplo entre otros muchos, la caída por la escalera de Lena (Penélope Cruz). A través de la película «Chicas y maletas» mal montada por el productor como venganza, con los peores planos elegidos, se habla de la manipulación torticera de la obra artística y de la destrucción del prestigio del creador. Por no referirnos a los cameos y presencias agradecidas, con actrices en pequeños papeles (Ángela Molina, Lola Dueñas, Kivi Mánver, Mariola Fuentes, Rossy de Palma, Kira Miró y Chus Lampreave) que, inevitablemente, llevan al espectador a una labor de reconocimiento -en el doble sentido de identificación y homenaje- propia de una recepción autoconscientemente cinematográfica.

El mismo cine deviene también -y, quizá, principalmente, por encima de todo lo anterior- herramienta de conocimiento con la cámara de Ernesto hijo / Ray X que documenta el rodaje de una película y sirve para desvelarle a Ernesto padre la infidelidad de Lena, aunque para ello necesite reconstruir los diálogos con una persona experta en la lectura de labios. Es la omnipresente cámara de vídeo el medio para ese conocimiento y, para el joven Ernesto, el intermediario entre su mirada y la realidad. De igual modo, gracias a esa cámara consigue Mateo Blanco ser consciente de los últimos momentos antes del grave accidente de coche; es decir, que la grabación audiovisual le revela una información decisiva que para él pasó desapercibida en su momento. Desbordante de cine, Los abrazos rotos parece un filme un tanto redicho precisamente por el corsé de la apariencia, representación y artificio inherente al mundo del cine como paralelo al real.

Al igual que en Hable con ella o en Volver, en este Almodóvar maduro (sesenta años en 2009) aparecen hospitales, enfermedades y la amenaza de la muerte con una centralidad dramática inexistente en otros títulos: la ceguera del protagonista es enfermedad física, pero también -y sobre todo- es la herida moral en quien se vale de la visión para situarse en el mundo y hacer de la mirada su forma de aprehender la realidad. Esa centralidad se debe a la condición radical, extrema, que adquieren los conflictos abordados y a un tratamiento del que está ausente el humor -con la excepción del epílogo o falso final- probablemente porque a estas alturas el director ya no tiene necesidad del chiste o la provocación gamberra ni el pudor le impide lanzarse a tumba abierta. Ese epílogo, con Carmen Machi, es prácticamente una pieza aparte que ha dado lugar al citado cortometraje.

El desequilibrio es notable entre distintos personajes y las situaciones que supuestamente están viviendo; así, mientras la relación de Mateo y Judith tiene garra en su historia no explicitada (menos en la revelación del secreto que no logra alcanzar la altura de clímax a la que parece aspirar), en el caso de la historia de amor de Lena y Mateo todo parece más dicho que vivido, apuntado antes que representado. También parecen deshilachadas otras situaciones y algunos personajes, como Ray X, no logran engarzarse debidamente. La narración en dos tiempos no logra la tensión que requiere el relato, rematado con desgana en la citada secuencia humorística sobrepuesta.

Al final y a sabiendas de que cualquier juicio viene muy condicionado por las circunstancias y las expectativas del espectador concreto, a juicio del abajo firmante Los abrazos rotos es una película un tanto manierista, rebuscada argumentalmente, falta de credibilidad en su vertiente más dramática y tramposa en un desarrollo narrativo que termina con un voluntarioso final de comedia. A pesar de que todo esto pueda parecer muy severo y hasta negativo, como siempre sucede con el cineasta manchego hay momentos de gran fuerza, actores muy convincentes y una voluntad de hablar desde el dolor adulto que se agradece en el último Almodóvar.




ArribaAbajoMataharis

(Iciar Bollaín, 2007)


Con su cuarta película, Icíar Bollaín aborda nuevamente un retrato de mujeres donde las figuras particulares emergen desde un contexto social actual con el que la directora se compromete. Viene a repetir el esquema de Flores de otro mundo (1999) con tres mujeres y sus respectivas historias de amor: allí eran emigrantes llegadas a un pueblo castellano en trance de desaparición y el resultado era el fracaso de dos parejas y el éxito de la tercera. Ahora, más optimista, invierte ese resultado. Una película bien hecha, honrada, consistente, aunque no alcanza la rotundidad de obra maestra de su anterior trabajo, Te doy mis ojos (2003).

Que a nadie despiste el título ni la profesión de detectives privados de Eva, Inés y Carmen. No hay espionaje con glamour ni tramas políticas de altos vuelos ni sofisticados sistemas de escucha: se ría muy extraño a las preocupaciones de la directora cualquier mundo jamesbondiano, incluso con matices carpetovetónicos. En realidad, esas mujeres podían desempeñar cualquier otra profesión; pero el ámbito de espionaje -aunque sea muy casero- viene bien para profundizar en el tema fundamental de la confianza en la pareja y en cuestiones aledañas como la conveniencia de conocer la verdad. Carmen (excelente Nuria González, liberada de concursos televisivos) es la mayor de las espías, tiene como cliente a un tipo que, espiando el trabajo de un socio, descubre la infidelidad de su mujer; Carmen lleva una vida rutinaria, con un marido absorbido por el trabajo y pegado al ordenador incluso en casa. Eva es de una edad intermedia, avanzada la treintena, y tiene un bebé y una niña de unos cinco años; le resulta problemática la conciliación de la vida familiar con la profesional, aunque esta le depare gratificaciones como la localización de un antiguo amor para un anciano que siente la soledad mordiéndole los huesos. Pero, sobre todo, Eva desvela un secreto que su marido no se ha atrevido a revelar desde hace varios meses. Por último, la más joven de las detectives, Inés, recibe el encargo de infiltrarse en una empresa para averiguar si dos empleados están robando; pero lo que descubre es la honrada lucha de los trabajadores para evitar mayor precariedad laboral con la externalización de algunos trabajos.

Las tres protagonistas y sus dimensiones familiares y profesionales se alternan y entrecruzan en algunos momentos a lo largo de un metraje que no desfallece, aunque el interés es muy desigual. En ocasiones, hay personajes, secuencias, diálogos o breves apuntes que parecen más destinados a «demostrar» algo, como sucede con el jefe de la agencia de detectives -previsiblemente explotador y machista- o con los agobios domésticos de Eva cuando tiene al niño con fiebre y ha de llevarlo a la oficina. Por el contrario, la película alcanza la expresividad de la obra maestra cuando consigue dosificar la información y hace de las elipsis un mecanismo poético de primer orden, como en el baile de Carmen en Peñíscola o en las palabras no dichas de Iñaki, agobiado por la paternidad sobrevenida.

Bollaín sabe hacer cine y su cine tiene interés hasta cuando, como es el caso, escribe y rueda una historia menos ambiciosa y, sobre el papel, más fácil. El latido de compromiso con las injusticias hacia sectores sociales -la mujer por ser mujer, los trabajadores- o con la verdad que debe presidir las relaciones humanas y de pareja son admirables, además de respetables. Mataharis abunda en la lucha por la felicidad y el amor de los seres humanos presente en las otras películas; en particular indaga en la desconfianza como enfermedad letal de nuestra época, tanto en un ámbito social, como en las relaciones de pareja. Hace unos años ya fue abordada, bajo la forma explícita de la mentira, por la novela de Félix Bayón Adosados, llevada al cine por Mario Camus. Esta unidad en el tema que permite entrelazar sólidamente los ámbitos profesional o social y familiar y de pareja me parece uno de los aciertos no menores de la película, amén de constituir un tema absolutamente pertinente y dotado de varias dimensiones. La desconfianza es el arma del poderoso en el engaño y la explotación (empresarios que vigilan a sindicalistas), pero también es la equivocada perspectiva de Eva que juzga con excesiva dureza el secreto que su marido no se ha atrevido a confesarle. Como en el cliente de Carmen, la desconfianza puede estar muy justificada, aunque la solución de averiguar la verdad quizá no sea la mejor.

El espionaje se presenta -con la excepción del caso del anciano que interpreta Florentino Soria- como la solución al conflicto generado por la desconfianza, pero el conocimiento conseguido nunca proporciona satisfacciones, como vemos por la mujer que comprueba la infidelidad de su marido o la propia Eva que sigue a Iñaki hasta Zaragoza. Incluso la vigilancia puede llevar a poner en crisis la profesionalidad de la espía que se ve implicada tanto en la dimensión sentimental, enamorándose de su víctima, como en la ético-ciudadana, participando de las opciones de los vigilados en detrimento de las de los clientes de la agencia. Por detrás del espionaje está la desconfianza y, en último extremo, la incomunicación y la soledad. Carmen podía preguntar a su marido o intentar averiguar por qué está tan absorto con su trabajo o ha sido incapaz de avisarle de que la hija común no iría el fin de semana; pero Carmen ha visto y oído lo suficiente como para saber que hay un punto de no retorno en el cual sirve de muy poco encontrar las razones inmediatas a los comportamientos.

Al final, Mataharis es una película bien hecha, que se ve muy a gusto, nos trata como adultos en sus reflexiones y aborda cuestiones pertinentes sobre la sociedad actual, aunque no haya demasiada novedad. La perspectiva de la directora es progresista y feminista sin demagogia. En un panorama del cine español tentado de huir de la realidad no está nada mal que se estrenen obras como esta.




ArribaAbajoNubes de verano

(Felipe Vega, 2004)


No cabe duda de que el leonés Felipe Vega posee la suficiente personalidad y el buen oficio como para ser un director a tener en cuenta. Así lo ha demostrado en Mientras haya luz (1987), El mejor de los tiempos (1989) y El techo del mundo (1995), aunque también ha filmado encargos no del todo satisfactorios como Un paraguas para tres (1991) y Grandes ocasiones (1997), escrita, al igual que en el filme que comentamos, en colaboración con Manuel Hidalgo. A Vega le interesa la realidad y las personas, sobre las que dirige una mirada atenta, comprensiva y serena que tiene como resultado películas de cierto tono menor, historias sin grandes temas, emociones ni sorpresas. Y ello juega en contra del director en unos tiempos que tienden a la grandilocuencia o, por lo menos, a tratar de impresionar al espectador.

En Nubes de verano la historia es también de tono menor. Una pareja de profesionales madrileños (Ana y Daniel) y su hijo se dispone a pasar unas vacaciones en la Costa Brava cuando dos lugareños -un anticuario (Robert) y una comerciante (Marta), primos entre sí- pactan ayudarse mutuamente a ligar, respectivamente, a Ana y Daniel. No les conocen más que de encuentros esporádicos de otros veranos, lo que no impide toda una estrategia de acoso cuyo resultado es incierto para el espectador. Se trata de personajes de clase media entrados en la treintena, similares a los de otras películas también producidas por Gerardo Herrero.

El guión estructura debidamente los sucesivos encuentros entre los cuatro personajes, con conversaciones que van profundizando en el conocimiento mutuo al mismo tiempo que -dada la trampa que anima esas relaciones- dejan entrever los intereses, ambigüedades e imágenes personales que se proyectan por debajo de diálogos cotidianos y banales. Se ha citado el cine de Eric Rohmer como referencia en que se puede inscribir Nubes de verano; ciertamente, hay muchos puntos en común entre varias películas del director francés y la de Felipe Vega: el tiempo estival propenso a la aventura, los personajes sometidos a dudas o crisis sentimentales, las relaciones interpersonales indefinidas entre la amistad y el amor, los diálogos interminables y, en ocasiones, redundantes y/o pedantes, etc.

Lo de menos en esta obra de cámara, sencilla pero no simple, bastante poco inusual en el cine español, es el resultado del plan donjuanesco. Por debajo de este, lo que interesa es cómo una pareja estable y feliz entra en crisis y, sobre todo, cómo su relación, basada en la confianza mutua, ya no podrá ser la misma. O, dicho de otro modo, lo que al final viene a plantear Nubes de verano es la fragilidad de las relaciones de pareja debido a la permanente disposición que tenemos los humanos para la aventura sexual/sentimental o la atracción por el deseo que nos saque de la rutina. La fidelidad queda en entredicho incluso cuando, en el mejor de los casos, la relación entre Ana y Robert no pasara a mayores. En definitiva, una película interesante, bien rodada e interpretada, muy centrada en la sucesión de diálogos, aunque a veces resulten poco naturales, con una narración distanciada, que se ve con agrado a pesar de que no deje una huella duradera en el espectador.




ArribaAbajoObaba

(Montxo Armendáriz, 2005)


Con una filmografía pausada y pensada, donde escribe, dirige y produce de forma casi artesanal, convirtiendo cada proyecto en la ocasión de su vida, Montxo Armendáriz figura -para quien esto firma- dentro de la media docena de directores más importantes del cine español. Y ello es así al menos por dos razones de peso; en primer lugar porque no tiene una sola película mala en su carrera, lo cual es consecuencia tanto de su valía personal como del cuidado con que aborda cada proyecto (solo 7 largos de ficción en veinticinco años); y porque tiene un cine coherente donde convergen dos miradas, aparentemente opuestas, pero de enorme necesidad: el compromiso con la realidad social contemporánea (27 horas, Las cartas de Alou) e histórica (Silencio roto) y la indagación poética del pasado y de las raíces que nos han construido, como aparece en su primer largometraje, Tasio y en Secretos del corazón, su mejor película hasta el momento.

Obaba se sitúa en la órbita de estas dos últimas y parte de una lectura muy personal del texto polifónico de Bernardo Atxaga para elaborar su propia visión de ese mundo, tan cercano y a la vez tan extraño, que es el pueblo norteño con que se identifica plenamente el director navarro. De Atxaga toma básicamente tres relatos que vienen marcados en la película con los rótulos de «La maestra», «Los hermanos Pellot» y «El hijo del alemán»; son tres historias situadas en el pasado que nos hablan de la soledad de una jovencísima maestra que espera cartas en vano, atraída por su alumno adolescente y juzgada severamente por el pueblo; la segunda nos habla de la locura, de la pérdida de la razón que lleva al crimen y al aislamiento; y la tercera es la curiosa de un chico, huérfano de madre, a quien su padre mantiene también un tanto aislado, lo que le lleva a rebelarse, al tiempo que aprende alemán por el extraño método de recibir falsas cartas de una mujer «aparecida» en una visión misteriosa.

A estas tres historias, que suceden en un pasado de hace tres o cuatro décadas (el mismo de Secretos del corazón y de la infancia de Armendáriz), se les da pie a partir de los protagonistas en tiempo presente encontrados por Lourdes, una estudiante de comunicación audiovisual que tiene que hacer una práctica y ha de filmar hasta encontrar un sentido a lo filmado. Pero Lourdes se encuentra en un momento de búsqueda personal y, llegada a Obaba, un pueblo de montaña situado a decenas de curvas de cualquier lugar conocido, queda completamente fascinada. No es que Obaba seduzca por su condición de paraíso con tipos extraordinarios, pues más bien producen miedo ese dueño del hostal que cría lagartos o el Tomás enloquecido cuya hermana explica que un lagarto le sorbió el cerebro. Las tres citadas historias son más bien tristes, pues hablan de personas con dificultad insalvable para situarse ante la realidad o mantener cierta reconciliación con ella; y, curiosamente, se encuentran expulsados de ese pueblo. Más que fascinar por cosas estimables, Obaba produce cierta intriga y Lourdes intuye que detrás de tipos extraños, mentiras o exageraciones, gentes desconfiadas o enloquecidas, accidentes mortales o crímenes, hay un mundo que es compendio y reflejo del Mundo. Su actitud compulsiva para captar con la cámara de vídeo todo detalle revela una voluntad destinada al fracaso para captar ese mundo.

El espectador se interesa y deja fascinar al mismo tiempo que Lourdes (magnífico nuevo rostro y magnífica interpretación) por esa madre de Miguel tan cariñosa, lo mismo que por el Ismael inquietante con sus lagartos o el templado alemán escuchante de arias. No digamos ya por la maestra a quien sirve bien la delicadeza de Pilar López de Ayala; más dificultad hay para admitir al personaje interpretado por Eduard Fernández, pues en su exceso patético resulta distante.

Armendáriz rueda su película más compleja, ambiciosa y -en el doble sentido de creativa y sensible- poética. En Obaba convergen miradas complementarias como son la rememoración del pasado y de la infancia (el hijo del alemán iniciándose a la edad adulta, el alumno con sus primeros ardores, Tomás, Ismael, Ester y el resto de adultos fotografiados de nuevo) con lo que tiene de intento inútil de reinstalarse en un tiempo o de explicar sus rincones oscuros, y un presente deficitario donde Lourdes parece llegar a atisbar cierta felicidad en su encuentro con los tipos de ese pasado y con el presente de Miguel. Como en los mejores relatos, pasado y presente se articulan en un diálogo fecundo, pero aquí hay varias novedades, pues no se trata de personajes que indagan en su pasado (salvo, parcialmente, Esteban) y algunos ya no figuran en el presente (como la maestra, un tipo con enorme fuerza) o su presencia es una paradójica ausencia (Pellot); y todo lo que sucede en tiempo actual es original en el guión y, por tanto, no existe en el libro de Atxaga.

Esa dialéctica compleja que sitúa también la película dentro del ciclo de «cine en el cine» y propone una reflexión sobre el hecho de narrar como medio para poner orden en el mundo (la cita de Balzac) o señala los límites para conocer una realidad hace de Obaba una película más «moderna», menos ingenua, de lo que suele ser habitual en Armendáriz. Pero, a mi juicio, ello produce el efecto indeseado de restar fuerza a lo que se cuenta. Quiero decir que el espectador se enfría en ese viaje interrumpido, en ese vaivén entre Lourdes y los tres personajes del pasado ya que -a juicio de quien esto firma- estos dos polos no encuentran un justo equilibrio. Y uno está tentado de recomendar al guionista que debería haber hecho más hincapié en uno de los dos extremos (o la situación personal de Lourdes y su itinerario de búsqueda de lo otro que es búsqueda de sí misma, o añadir otros tipos e historias al Obaba del pasado) para lograr mayor empatía con el espectador. Pero, en cualquier caso, este y otros juicios dependen de los espectadores que merece una siempre sugerente película.




ArribaAbajoOtros días vendrán

(Eduard Cortés, 2005)


Aunque hablamos mucho (describimos, opinamos, señalamos, juzgamos) no es fácil comprender el mundo; no ya este mundo -o esta sociedad que nos ha tocado vivir- sino cualquiera, con sus ambigüedades y polisemias que nos sumen en el escepticismo de que todo es según el color del cristal con que se mire. El ser humano es ángel y demonio simultáneamente y la diferencia entre el más vil y el más ejemplar es menor de lo que parece; al menos en ese punto de vista se sitúa Eduard Cortés en las dos películas rodadas hasta ahora: La vida mancha y Otros días vendrán, dos títulos más importantes que llamativos o taquilleros, de calidad por encima de la media del cine español, que revelan a un cineasta joven pero maduro y, sobre todo, con ganas de hacer un cine de ambición estética.

En ambos casos el director se basa en hechos reales tomados de las páginas de sucesos para intentar comprender a personas que llevan una doble vida de engaños y acaban siendo responsables de un suceso muy doloroso; en La vida de nadie era un impostor que se hacía pasar por empleado de banca y terminó matando a su familia, en Otros días vendrán es una profesora de instituto que mantiene una relación esporádica, pero de consecuencias fatales, con un adolescente. Y también ahora podemos concluir con las palabras que cerraban nuestra crítica del primer título: «es una película con más entidad de la que un visionado desatento muestra, ya que lleva a preguntarse nada menos que por el sentido de la vida y la identidad del sujeto».

Eduard Cortes aplica la misma mirada de entomólogo que observa los comportamientos de sus personajes, sin juzgarlos, rebajar la responsabilidad moral o, por el contrario, subrayarla. Se limita a constatar lo compleja que es la vida y lo crueles que pueden llegar a ser con nosotros los conflictos a que estamos abocados; quizá porque está convencido de que la realidad es deficitaria y, como en el penúltimo de los «Cien sonetos de amor» de Neruda de donde viene el título del filme, confiamos en que vengan otros días donde «será entendido / el silencio de plantas y planetas / y cuantas cosas puras pasarán! / Tendrán olor a luna los violines! / El pan será tal vez como tú eres: / tendrá tu voz tu condición de trigo, / y hablarán otras cosas con tu voz: / los caballos perdidos del otoño». Porque, más allá de la anécdota argumental (y en la novela y el cine, en los relatos de ficción, al final, todo argumento es anecdótico) lo que plantea esta película en un primer momento es la soledad, el desamor y la conjunción del azar y los errores para salir del aislamiento; es decir, que habla de las torpezas que cometemos cuando necesitamos cariño (Alicia, su padre). Y, en un segundo momento, el derecho a las segundas oportunidades, al muy humano borrón y cuenta nueva, tanto por parte de quien se equivocó como de quien fue ofendido (y que, quizá, se equivocó a su vez en otro momento).

La historia de Alicia es la de una profesora madre de una adolescente que chatea y se encuentra con un chico de 17 años, Zak, con quien mantiene una relación. Por azar, posteriormente se enamorará de Luis, el padre de Zak, que es un viudo que tiene un negocio de importación de productos chinos y admira profundamente la cultura de Extremo Oriente. La película tiene en Alicia y en Luis dos personajes de enorme densidad a la vez que definidos dejando margen para que el espectador imagine: ella porque se muestra como una mujer inmadura y desorientada que se agarra al sexo rápido y fácil como a un clavo ardiendo; él porque es un hombre herido por la vida que mantiene la sensibilidad íntegra para admirar cuanto le rodea. Y aunque la película sea, básicamente, el itinerario de Alicia me resulta mucho más interesante la figura de Luis con su dolor callado y su voluntad de supervivencia optimista, esperanzada. Probablemente porque se trata de un héroe, un valiente, debido no a lo que comúnmente llamamos heroísmo, sino a la capaz de perdonar que se le ha presentado -y que, tal vez ha aprendido por los errores cometidos en el pasado con su mujer-, como también tiene esa oportunidad Alicia con su padre enfermo de Alzheimer. En el tratamiento del perdón, las oportunidades y los afectos está lo mejor de una película poseída por una estimulante entraña humanista.

Bien interpretada por los protagonistas, muy gratificante la presencia de Nadia de Santiago, posee una estimable música e imágenes de empaque. Como en el mejor cine, los cabos sueltos secundarios y el amueblamiento de la trama principal no solo están muy cuidados, sino que resultan enormemente sugerentes: el personaje episódico que encarna Álex Angulo, todo lo relativo a la cultura china y que cuestiona tanta apreciación superficial e injusta existente en nuestro país. Es, también, una película arriesgada por el material melodramático que maneja y que, en otras manos, terminaría en el efectismo más vacuo. No es una película perfecta, hay que superar la «casualidad» que relaciona a los personajes y alguna interpretación claramente deficitaria (las conversaciones de las niñas con Luis para agradecerle el transplante con la amiga de Vega en un diálogo completamente inverosímil); pero, sin duda, es una película meditada, cuidadosamente escrita y resuelta con honradez y profundo respeto hacia el espectador.




ArribaAbajoPara que no me olvides

(Patricia Ferreira, 2004)


La hermosa autenticidad del drama

P: Pancho Casal para Continental Producciones y Tornasol Films (España, 2004). G: Patricia Ferreira y Virginia Yagüe. D: Patricia Ferreira. F: Marcelo Camerino. M: fragmentos de música clásica. Mon: Carmen Frías. I: Fernando Fernán-Gómez (Mateo), Emma Vilarasau (Irene), Marta Etura (Clara), Roger Coma (David), Víctor Mosqueira (Antonio), Mónica García (Ana), Marisa de Leza (Leonor). Dis: Alta Classics. Estreno: 18-2-2005. 108 min.

Como en ningún otro caso, la visión de Para que no me olvides revela que, considerando los géneros cinematográficos, hay un abismo entre el drama y todos los demás. Ante una película «de género» -y, señaladamente, de algunos como la comedia o el terror- el espectador siempre está fuera del mundo propuesto en la ficción y reacciona con placer y voluntad de disfrute ante la historia narrada o los personajes construidos sin otro objetivo que pasar el rato o, en el mejor de los casos, admirar la creatividad, belleza, capacidad de sorpresa... de la obra artística. Por el contrario, el drama -y, señaladamente, el drama de sentimientos, esto es, el melodrama- más allá de la innegable posibilidad de una recepción estética funciona siempre para el público como un espejo donde se refleja el propio mundo del espectador, de suerte que el mundo de la ficción en el drama, gracias a la magia del cine, acaba siendo un duplicado perfecto de la realidad que uno lleva al entrar en una sala de cine y, por tanto, un mundo reconocido donde uno se sumerge, deambula por los mismos lugares que los personajes y vibra con sus problemas.

Queremos decir que esta tercera -tras dos intrigas de aprendizaje profesional- y muy madura película de Patricia Ferreira alcanza la perfección como poderoso melodrama y sumerge al espectador en un muy reconocible mundo que habla del dolor, la memoria y la supervivencia. El propósito de la directora ha sido formulado de forma inequívoca por ella misma: «El mejor cine europeo, el que caracteriza a los últimos años, es un cine que privilegia el sentimiento como elemento de comunicación. Un cine en el que, más allá de un pudor convencional, se busca la conexión con el espectador a través del sentimiento, sin reservas intelectuales; porque creo que lo que nos importa a los espectadores es que la película nos afecte de alguna forma, que su contemplación nos permita ejercer la función de catarsis que es inherente a cualquier espectáculo». Y a fe mía que logra ese propósito, con el buen tino de quien se sitúa en el filo de la navaja y supera el peligro de caer en la sobredosis de la lágrima.

Irene es una mujer separada que trabaja con un taller de teatro para ciegos; vive con su padre, Mateo, un anciano que habla con los familiares fallecidos y rememora su juventud durante la Guerra Civil, y con su hijo David, estudiante de arquitectura. Este decide irse a vivir con su novia Marta, que trabaja como cajera en un hipermercado, a pesar de que a Irene no le gusta la idea ni la propia relación con Marta. Al poco tiempo, David sufre un accidente de tráfico y muere. El golpe es terrible para los tres personajes: Mateo tiene que comer y pasar más tiempo en una residencia de ancianos donde parece enloquecer progresivamente; Marta se encuentra de nuevo desnortada y juega con los afectos de un compañero enamorado secretamente de ella; y la existencia de Irene oscila violentamente entre el deseo de olvidar a su hijo para hacer borrón y cuenta nueva y el de reprocharse en cada momento los detalles ignorados sobre David. Algunos encuentros entre Irene y Marta no contribuyen a que ambas se ayuden mutuamente a superar la dolorosa ausencia aunque, al final, David les ha dejado una tarea común: el rescate de la casa familiar con el olivo de tronco hueco evocada tantas veces por el abuelo.

Las guionistas Ferreira y Virginia Yagüe escriben un prodigioso drama de sentimientos que habla, fundamentalmente, del dolor insoportable por la ausencia de los seres queridos. Y este tema se plasma con las reacciones de cada uno de los personajes ante la muerte de David, pero también aparece en la equívoca locura (o demencia senil) del abuelo, que se ha negado a borrar a su familia y habla con ellos como si estuvieran presentes. Las dos mujeres -y hay que reconocer que por su fibra sentimental las mujeres saben sufrir más y mejor- experimentan con la muerte del hijo o novio un golpe tan fuerte en su mundo afectivo que el resultado es una sucesión de conductas tan incoherentes y contradictorias como solo los seres humanos podemos tener: la tentación del suicidio, el deseo de quemar toda huella del hijo y el consiguiente arrepentimiento, la «venganza» de buscar un simulacro sexual del novio... en fin, la búsqueda inútil de sentido para una vida que no se concibe con esa ausencia. A la hora de reflejar el indescriptible duelo hay en ese tramo del filme una prodigiosa autenticidad que no deja impasible al espectador; porque el discurso se sitúa más allá del tópico y profundiza justamente en la irresoluble contradicción: para superar el dolor hay que olvidar, pero el hecho de olvidar al ser querido desaparecido produce un inmenso dolor.

Muy unido a ello está, por supuesto, la memoria, que es un recuerdo filtrado por la distancia, la conciencia de las raíces y el reconocimiento agradecido; es decir, que es la solución al dolor de la ausencia que el abuelo ha encontrado en el mundo de su padre, con la imprenta, la estantería con los libros que leyó de niño y el olivo de la casa familiar donde se ocultaba. Y con el libro sobre la infancia de David que escribe para Marta como legado. Pero esa memoria es, también, el cimiento de la personalidad para el nieto de republicanos que sufrieron la guerra y la represión franquista, con lo que se apunta la existencia de un «dolor colectivo»; y la ausencia de la ella pesa sobre Marta, a quien no le hablaron del pasado de los suyos y ello ha supuesto una inseguridad hasta que conoció a David.

Quizá haya momentos de música que subrayan innecesariamente la acción, pero el resto de la puesta en escena, la planificación y la prodigiosa interpretación -sobre todo de Marta Etura y de la no muy conocida Emma Vilarasau: para mí todo un descubrimiento- hacen de Para que no me olvides una película redonda, con un inteligente, por difícil, desarrollo narrativo y segmento conclusivo. De imprescindible visionado y, sin duda, una de las mejores películas de la temporada.




ArribaAbajoPlanes para mañana

(Juana Macías, 2010)


Hay en esta película imperfecta con resabios de dejà vu una inesperada capacidad para captar ciertos rasgos de la atmósfera moral de nuestra sociedad que se agradece mucho. Si uno se pregunta qué queda en nuestra memoria, al cabo de los años, de las películas que hemos visto contestamos con retazos un tanto caprichosos: un paisaje de verano, un ambiente carcelario, un tema específico, el rostro de un actor, el humo de una habitación, los besos de los protagonistas... De Planes para mañana nos quedarán las huellas de unas vidas entristecidas por el dolor del fracaso sentimental o de la ausencia. Y me parece que, al margen de las consideraciones que se van a hacer más adelante, la película es certera en el retrato de esas vidas inseguras y tristes, siempre pendientes de un futuro mejor que no llega porque lo que viene suele ser peor que el presente. Son mujeres y mujer es la directora, porque la mitad del cielo que constituyen las mujeres tiene más desarrollado el músculo de la afectividad y la vida sentimental. Las clases medias satisfechas y la sociedad de nuevas tecnologías crecientemente asombrosas que vivimos no tienen resuelto el equilibrio afectivo y la deseada conciliación de vida laboral y familiar sigue siendo una asignatura fundamental pendiente, como prueba ese odioso jefe que exige a su empleada renunciar a la maternidad para continuar en la empresa.

Inés (Goya Toledo) es una profesional de ademanes resueltos a quien el test de embarazo de la farmacia le cambia la vida el mismo día que tiene que ser ingresada en un hospital por un accidente automovilístico; no tiene claro seguir adelante con su embarazo, que pone en crisis su trabajo y que no es aceptado por su actual pareja. Pero algo le dice que no puede llegar a los cuarenta sin ser madre o, simplemente, se deja sorprender por la vida que le trae una criatura que le trastocará toda su existencia. Antonia es la madre de un chico adolescente que hace música a quien la madurez le sorprende con la llegada de un antiguo novio inglés; en una decisión incómoda y arriesgada decide dejar a su marido y a su hijo para marcharse a vivir a Londres.

Marian vive con su hija Mónica y detrás parece que ha dejado una historia de malos tratos; una noche su marido regresa a la casa y quiere que le dé ropa, pero Mónica exige a su madre que corte con su padre. Al día siguiente el padre insiste y la madre, apurada porque le ha hecho una visita incómoda en el trabajo, le hace subir al coche y juntos fallecen en un accidente cuando chocan contra el vehículo de Inés. Finalmente, Mónica, desesperada por haber perdido a sus dos progenitores, se encuentra físicamente con el chico que ha conocido en un chat.

La estructura de historias entrecruzadas con algunos hilos en común y sucesos donde se unen los distintos retazos narrativos es deudora del cine de Robert Altman, los nuevos directores mexicanos o, más recientemente, Rodrigo García (Nueve vidas, Madres e hijas). Aquí se hace converger dos de las historias (el accidente une a Marian y a Inés) y el hospital une a personajes de otras dos. La estructura temporal establece un chat donde dos adolescentes -cuyas madres participan en dos fragmentos- se conocen y terminan yendo juntos de excursión, anunciándose así una nueva relación. Ya digo que la película tiene algo de ya visto y sabido, pero hay autenticidad en lo que se cuenta y el acierto en llamar la atención sobre esa realidad actual de mujeres -también de hombres, aunque los varones seamos más sordos a la cuestión- con deficiencias afectivas a pesar del éxito social o de su capacidad para sobreponerse hace que merezca la pena.




ArribaAbajoPrimos

(Daniel Sánchez Arévalo, 2011)


Tras su prometedor debut con Azuloscurocasinegro, un lustro después el director Daniel Sánchez Arévalo presenta su tercer largometraje, muy en continuidad con su anterior Gordos. Historias entrecruzadas con similares representaciones de la debilidad sentimental y todo aquello que nos lleva de la risa al llanto. En el caso de Primos hay mayor concentración narrativa, así como más humor y voluntad de una película festiva, a lo que contribuye la ambientación en un pueblo costero de Cantabria donde se ubica la acción.

Diego, Julián y José Miguel son tres primos que se juntan en la casa de los veranos de sus infancias donde coinciden con Martina, prima suya y madre de Dani, un niño de diez años prematuramente hipocondríaco en grado extremo. Diego acaba de recibir un estruendoso plantón de su novia en el mismísimo altar, por lo que necesita una terapia de urgencia. José Miguel es un joven militar bastante debilucho, también con cicatrices sentimentales frescas, que ha perdido un ojo en una misión humanitaria y ahora se medica a la mínima. Julián, Sardinuca, hace de padre de los otros dos, dando seguridad y marcando rumbo para reconstruir las vidas maltrechas. En el camino se encuentra con Clara, la hija de Bachi, un tipo borrachín también necesitado de terapia. Por su parte, Diego rememora una primera relación con su prima Martina, diez años atrás, y ahora quiere continuar esa experiencia; y el hijo de esta encuentra en José Miguel (en realidad ambos se encuentran mutuamente) un alma gemela con los mismos miedos y cobarde refugio en mujeres hiperprotectoras (la madre en el niño, la novia en el soldado) que prolongan la infancia de forma enfermiza.

Primos tiene en su haber unos diálogos estupendos: frescos, con gracia e inteligencia. Quizá demasiado densos en algunos momentos, pero el ritmo conseguido con ellos funciona muy bien. También está la facilidad del director para pasar de una secuencia a otra, con esa fluidez que hace que las secuencias parezcan haber comenzado cuando se sumerge el espectador en ellas. Este no ha de buscar -porque no lo encontrará- una estructura narrativa clásica con fuerte causalidad que explique la motivación de cada acción de los personajes en función de sucesos anteriores o de rasgos de carácter, ni tampoco un conflicto único bien diseñado y resuelto. Las nuevas generaciones de directores desde los años noventa, formados como espectadores o profesionales en las series corales de televisión, no trabajan la estructura narrativa según los parámetros heredados, lo que tiene como consecuencia una distancia del espectador ante un relato que puede sufrir cualquier giro, aceleración, digresión, ralentización... todo parece estar permitido en esta forma de contar. Más bien prefieren el bosquejo impresionista, las pinceladas sueltas que, en todo caso, permitan la identificación con personajes que siempre se sienten próximos.

El humor es la baza bien jugada de esta película al poner en escena a unos doblemente primos con los que no es difícil encariñarse; son personajes que funcionan, aunque sean convencionales (Diego, Martina y Julián) y hasta reconocibles como prototipos y hasta tópicos, como el borrachín que se tira al agua a la mínima y vigila a su hija en el puticlub. Resultan más gratificantes en cuanto más imprevisibles, como el soldado miedica y el niño que juega a identificar síntomas de enfermedades. Por debajo del humor -que es bastante y del bueno: y esto es lo fundamental en una comedia- está el trasfondo de seres humanos con heridas sentimentales, nómadas por el presente incierto, inseguros ante decisiones vitales... Ahí es donde el director vuelve sobre los mismos temas de sus anteriores películas, incluidos los cortometrajes (particularmente Exprés y La culpa del alpinista), y que hacía de Gordos un filme valioso como retrato generacional más allá de sus deficiencias como película. En Primos el desamor del novio plantado ante el altar y el vértigo sentimental posterior cuando vuelve la novia y él quiere retomar una vieja relación, o la preocupación paternal de Bachi por esa hija tan echada a perder como lo está él mismo, y la propia pareja de hipocondríacos con miedo al barco de la feria muestran bien ese universo de debilidades y angustias que atenazan a estos antihéroes que somos nosotros mismos.




ArribaAbajoReinas

(Manuel Gómez Pereira, 2005)


Creo que solo en la intriga Entre las piernas (1999) se aparta el director Manuel Gómez Pereira de la comedia, género con que debutó a principios de los noventa con guiones escritos junto a Yolanda García Serrano y que le ha proporcionado algunos aciertos, como Boca a boca, y sonoros fracasos de taquilla (Desafinado), aunque lo peor ha sido repetir la misma película (o, al menos, dar la sensación al espectador de que así era). En esta misma temporada ha estrenado la, para mí, mucho más conseguida Cosas que hacen que la vida valga la pena, que es una comedia dramática de gente madura. Reinas es un trabajo que se ve a gusto, entretiene lo suficiente, acierta en algunos aspectos de guión o de reparto y resulta insuficiente la escasa ambición que demuestra Gómez Pereira con ella.

La casualidad ha querido que la prometida aprobación del matrimonio gay por el gobierno de Rodríguez Zapatero convierta a la película en una pequeña profecía, pues, efectivamente, cuenta los tres días anteriores a la celebración en un juzgado de un multitudinaria boda de homosexuales varones y mujeres con motivo de la legalización de ese matrimonio. Sabiendo el ritmo que tiene el cine no se puede hablar de oportunismo y más bien hay que pensar en inevitable coincidencia cuando cualquier historia de ficción tiene su base en la realidad social. Pero tampoco hay oportunismo porque Reinas no plantea una batalla a favor de los derechos de los homosexuales ni constituye apología alguna del matrimonio gay, más bien se sitúa en un futuro (parece que inmediato) donde esa unión tenga un alto grado de aceptación social. Ni siquiera hay una perspectiva gay en la película, pues el punto de vista más bien reside en las reinas a que se refiere el título y que son las madres de los novios.

Gómez Pereira se vale de un formato tan agradecido como el relato coral de historias entrecruzadas, donde es posible tal variedad de personajes y situaciones que el espectador menos dispuesto llega a entretenerse. Las madres, que responden a diferentes roles y estilos (dura empresaria, ninfómana, juez homófoba o frívola sobreprotectora), y los padres de los novios gay viven situaciones de conflicto con sus parejas, con lo que se previene el argumento de que la pareja heterosexual resultará más estable o sólida. Varias de las pequeñas historias quieren ser sintomáticas de algún rasgo de nuestra sociedad o alguna situación actual, mientras otras se alejan del realismo para buscar el efecto de género, como la estrella de cine liada con el jardinero o el inmigrante sindicalista que se acuesta con la patrona.

La película es como un tobogán que lleva al espectador en un movimiento oscilatorio desde el disfrute a la desatención, pues hay incongruencias gravísimas como la bajada de Marisa Paredes por la escalera que quiere ser un momento de clímax glamouroso y... para qué calificar. Gana muchos enteros la presencia de Lluís Homar, un excelentísimo actor descubierto hace tiempo por el teatro pero a quien el cine no le ha proporcionado aún un papel decisivo; el resto de los varones encarnan personajes sin demasiado relieve. Carmen Maura parece escasa de registro mientras la aquí desconocida actriz argentina Betiana Blum da mucho juego. Gómez Pereira es elegante con el formato panorámico y la ambientación y fotografía; pero su película no va más allá del discreto entretenimiento.




ArribaAbajoRivales

(Fernando Colomo, 2008)


Dos consideraciones iniciales. Frente a una equivocada promoción que, desde el título al cartel pasando por el tráiler, ubica esta película en el mundo del fútbol, afortunadamente este deporte -o mejor, el trasfondo sociológico español de este deporte, tanto profesional como aficionado- es solo el marco en que se desarrolla una comedia ágil y entretenida. Digo afortunadamente porque, contra lo que creen muchos, no hay correspondencia entre las masas de futboladictos que siguen los innumerables torneos en los estadios o la televisión y el público potencial de una película sobre fútbol; creo que, en general, a la gente le gusta el fútbol de verdad y rechaza las ficciones de cine deportivas. Me temo que la promoción equivocada -probablemente sugerida por la fecha de estreno: la antevíspera de la celebrada hasta el agobio victoria hispana en la final de la Eurocopa 2008- ha restado espectadores a uno de los mejores y potencialmente más populares títulos del cine español del primer semestre del año. La segunda cuestión es que, independientemente del juicio estético propiamente dicho, si hemos de valorar una comedia por su capacidad para hacernos reír, para divertirnos y pasarlo bien, hay que estimar Rivales como una película excelente.

El ya veterano Fernando Colomo se ha dedicado prácticamente a la comedia desde que inicia su carrera en la tradición contribuyendo a la llamada comedia madrileña con Tigres de papel (1977), el semimusical ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este? (1978) o la digresión neoyorkina La línea del cielo (1983). Creo que es un cine que ha envejecido mal y resultan mejor títulos más recientes como Alegre ma non troppo (1994) y los dramas de fuerte anclaje histórico Los años bárbaros (1998) y Al sur de Granada (2003). Venía de una insulsa El próximo Oriente (2006), ambientada en el madrileño Lavapiés multiétnico donde ya había rodado la adaptación teatral Bajarse al moro (1988). Afortunadamente Rivales corona, de momento, esta carrera desigual pero siempre con interés de uno de los directores relevantes del cine español de la democracia.

Los equipos infantiles del Barça y del Madrid han de viajar a Sevilla para jugar la final de la liga. A lo largo del camino se van narrando en paralelo las microhistorias de diferentes personajes: una pareja (Gonzalo de Castro y María Pujalte) que es invitada a ir en el vehículo de otra, un tanto hortera, formada por Maribel y Jorge (Goya Toledo y Jorge Sanz), a quienes creen asiduos al intercambio de parejas; el separado (Ernesto Alterio) comercial de cava catalán en Madrid que se encuentra con su jefe; el amante de la ópera (Santi Millán) con su hijo repelente y su novia (Kira Miró) que cree albergar una violencia indomable; el falso sacerdote (Puigcorbé) que quiere ligarse a la abuela (Sardá) cuyo nieto italiano, extraviado por la compañía aérea, se ha traído a su novia... hasta los entrenadores gays de los dos equipos. Un «teatro del mundo» que funciona gracias a un reparto sabiamente elegido, unos diálogos bien escritos y la agilidad que precisa una comedia de enredo.

El espectador se sumerge con facilidad en la acción, sintoniza con los tipos humanos y, gracias al talante de crónica de nuestro tiempo o cierto costumbrismo, agradece mucho las puyas a diestro y siniestro que Colomo reparte con eficacia. La inseguridad de las parejas, los roles ante el sexo, las siempre conflictivas relaciones con los adolescentes, la paranoia antiterrorista en los aeropuertos... en un recorrido donde los padres resultan ser más inmaduros e inseguros que los hijos, de lo que se saca partido para el humor del filme. Quizá haya demasiada insistencia en la crítica al anticatalanismo mesetario o en la apología de la lengua del Principado. Al final, sin ser nada del otro mundo Rivales proporciona un buen rato con cine que hace reír sin desmadres escatológicos, con la inteligencia suficiente y valor para una mirada irónica hacia la sociedad actual.




ArribaAbajoSanta Liberdade

(Margarita Ledo Andión, 2004)


Al comentar la estimable Ser y tener, nos hacíamos eco de la vitalidad del documental, un género o formato que parecía secuestrado por la televisión y perdido definitivamente para el cine; y citábamos algunos títulos valiosos de los últimos tiempos (entre otros, La pelota vasca, Suite Habana, En construcción, El efecto Iguazú, Los espigadores y la espigadora o Bowling for Columbine, el primer premio de Cannes para una película documental en varias décadas...) para mostrar esa vitalidad que puede entenderse como redescubrimiento de nuevos/viejos territorios del cinematógrafo. Un valor añadido para nosotros se encuentra en los trabajos que contribuyen a recuperar la memoria histórica desde la Guerra Civil (Los niños de Rusia, serie Exilio), en el que se inscribe este interesante Santa Libertade y, coincidiendo en las pantallas, La muerte de nadie. El enigma de Heinz Ches, sobre uno de los últimos condenados a muerte por el franquismo.

Debido a la censura franquista, que ha dejado su huella negativa en las hemerotecas, nos era desconocido el secuestro, en enero de 1961, del Santa María, un trasatlántico portugués que hacía la ruta Caracas-Lisboa-Vigo, a cargo de una efímera célula antifascista llamada Directorio Revolucionario Ibérico de Liberación (DRIL). El grupo secuestrador estaba dirigido por dos republicanos gallegos (Pepe Velo y José Fernández, el «comandante Sotomayor») y el polifacético militar portugués Henrique Galvao, apoyados por el célebre general antisalazarista Humberto Delgado. El comando se hace con el buque, que bautizan como Santa Libertade, al poco de salir de Caracas y consigue el objetivo de llamar la atención internacional sobre los regímenes fascistas de la península ibérica. Bien pronto la Marina norteamericana cerca al barco y los gobiernos de John F. Kennedy y del brasileño Janio Quadros les ofrecen una salida honrosa: atracar en el puerto brasileño de Recife y dar por finalizada la acción armada.

La labor de la periodista y profesora Margarita Ledo, autora del sugerente ensayo Documentalismo fotográfico (Cátedra), ha sido encomiable en la búsqueda de imágenes de todo tipo (filmaciones en el barco, noticiarios, periódicos, fotografías) con que ilustrar un hecho tan olvidado que reconstruye básicamente con entrevistas a tres de los protagonistas supervivientes y otros testimonios. Apenas profundiza -probablemente por falta de datos- en la articulación política del DRIL o en el papel del general Delgado, pero narra con rigor y buen pulso los pasos del secuestro y lo hace con inteligencia al tener en cuenta las cuatro décadas pasadas y la distancia moral existente entre la lucha guerrillera de idealistas cargados de razón democrática y el terrorismo nihilista de nuestros tiempos.

Así las cosas, el episodio del secuestro se revela como caso particular de una ética política muy sesentayochista -se subraya el hecho del triunfo de la revolución cubana en aquella época- que enlaza con la agónica resistencia del maquis antifranquista de los cuarenta y cincuenta. Esa moral impide confundir a los miembros del DRIL con meros bandidos o utopistas desnortados, lo que queda puesto de manifiesto con detalles -que podrían parecer patéticos, si no se atendieran a las motivaciones últimas- como el recibimiento con honores militares y cántico de himnos en el Santa Libertade al militar norteamericano que exige su rendición o el «pasaporte» para acceder al barco, considerado territorio libre.

Hay una mirada cómplice, a unos tipos que eran auténticos personajes, desde la admiración y la cercanía del testimonio de los familiares. Y, por supuesto, Santa Libertade tiene no poco de homenaje a toda una generación de generosos luchadores que, con su gesto un tanto anacrónico, pusieron de relieve las aún más anacrónicas dictaduras de Franco y Salazar.




ArribaAbajoSegundo asalto

(Daniel Cebrián, 2005)


Mira tú por dónde, el año de Million Dollar Baby coinciden en las pantallas en un intervalo de una semana dos películas españolas ambientadas en el boxeo y en barrios con delincuencia juvenil, conflictos con inmigrantes y bolsas de marginación. Mala suerte porque -osadía de la ignorancia- habrá quien acuse al cine español de inspirarse en obras foráneas o hasta de copiarse a sí mismo; en cualquier caso estas coincidencias son, más que aquella actriz, «veneno para la taquilla». Aunque animadas por el mismo espíritu, A golpes y Segundo asalto mantienen una distancia estética considerable, pues mientras la primera se sitúa en la categoría de filme bien intencionado pero fallido, esta última es una película apreciable, sólida, que revela detrás de la cámara un director con maneras.

No es Segundo asalto una película deslumbrante ni contiene un argumento original o sorprende por una factura novedosa. Más bien hay que considerarla como hija de mucha cinefilia y lecciones bien aprendidas; pero se ve muy a gusto, resulta interesante en todo lo que plantea y convence sobradamente en el modo de contarlo. Es decir, es una película que no llega a la altura de la obra maestra aunque supera ampliamente la media del cine que se estrena, resulta muy digna y el espectador se siente gratificado con su visión.

Cuenta el devenir de Ángel, un joven aspirante a boxeador que vive con su madre y se ve tentado por un antiguo amigo de la familia (Vidal) llegado de Argentina y que, según confesión propia, es atracador de bancos. Vidal es un tipo seguro de sí mismo, elegante, irónico y extrañamente interesado por la vida y el futuro del boxeador, quien está preocupado por el desahucio que amenaza a él y a su madre. Ángel duda entre comenzar una incierta carrera como púgil profesional o acceder a ese dinero fácil que le promete Vidal, disyuntiva que le ayuda a resolver su novia cuando es contratada por el argentino.

Este argumento sirve para hablar de cosas muy sabidas y hasta tópicas (el boxeo como medio para salir de la miseria y su vinculación con la delincuencia) y realmente no hay ninguna novedad en personajes, situaciones o ambientes; pero ya es mucho mérito manejar un material poco original y convencer al espectador para que le preste interés. Ello es así por la solidez del guión en la construcción de los personajes, los eficaces diálogos y una puesta en escena que cumple su objetivo sin énfasis ni deseo de demostrar nada. También contribuye un reparto bien elegido, con rostros nuevos (el protagonista muestra una madurez impropia de su inexperiencia), la presencia arrolladora de Grandinetti y una interpretación muy medida en todo momento, quizá con la excepción de Maru Valdivielso cuya composición parece decantarse por lo más sabido. La progresión dramática posee la virtud de la naturalidad, como si el transcurso del tiempo y la evolución de los personajes y de la historia fuesen fruto de la siempre misteriosa mezcla de azar y necesidad que comprobamos en la vida y no, como suele ser tan frecuente, de las decisiones caprichosas del guionista.

No hay mensajes en el bosquejo del barrio ni en los conflictos de fondo; el director se limita a indicar en qué mundo viven los personajes y cuáles son las situaciones habituales. Como tampoco en el repertorio de temas (la fidelidad de la amistad, la ambición de los jóvenes, el arribismo de gente de clase obrera, el cinismo del delincuente, los amores callados... y, sobre todo, la paternidad y el arrepentimiento) que maneja sin voluntad editorialista. El título hace referencia a las segundas oportunidades que brinda la vida para llevar a cabo lo que quedó pendiente. Pero lo más interesante, a mi juicio, de «Segundo asalto» es su capacidad para, tratando de atracos y de boxeo, superar de algún modo lo que podía ser un cine de género; es decir, para contar algo sustantivo y no limitarse a entretener al personal. Ello se consigue, quizá, porque los personajes siempre están en primer plano y nos resultan mucho más cercanos que los conflictos; pero, sobre todo, porque hay un momento del filme (conversación de Vidal y Estrella) en que cobra interés todo lo no dicho del pasado de los personajes y, sin énfasis y hasta con cierta ambigüedad, se explicitan las motivaciones. Es precisamente el pasado de Estrella, Vidal y Paco (y el ausente marido de la mujer) en cuanto realidad determinante para la historia presente, pero no conocida por el espectador, lo que otorga adultez a la película y lo que permite superar el cine de género.

Otros aspectos, como la infidelidad de Alicia y la relación de Vidal con Pilar quedan en un segundo plano y parecen recursos de género sin demasiada función en el núcleo argumental. Rodada con una foto muy «americana» de colores mates y grano grueso, bien ambientada, con temas de rap urbano y encuadres ajustados, posee la factura del cine auténtico. Por ello el espectador sale convencido de que, habiéndosele respetado, ha amortizado los seis euros de la entrada.




ArribaAbajoTambién la lluvia

(Iciar Bollaín, 2010)


Con paso firme y el ritmo que ella misma se exige, Iciar Bollaín va labrando una carrera tan sólida como coherente; en su quinto largometraje se aparta de un cine volcado sobre los problemas de las mujeres, desde una perspectiva de mujer, pero permanece fiel al compromiso con los conflictos de nuestro tiempo; más concretamente ese compromiso se manifiesta con la frase de Milan Kundera que subyace a esta valiosa propuesta titulada También la lluvia: «La pelea contra el poder es la pelea de la memoria contra el olvido». En este caso, el guión de su marido Paul Laverty -a quien conoció en el rodaje de La canción de Carla, en Centroamérica- le viene bien para mostrar su sensibilidad hacia el continente hermano y lograr su película más ambiciosa y universal, un título que revela una madurez más que notable en el manejo de materiales variados y confirma la maestría de la cineasta madrileña a quien ya podemos considerar una de las mejores directoras/es del cine español en activo.

También la lluvia cuenta las vicisitudes de un equipo de rodaje en Cochabamba en el año 2000 mientras la ciudad vive una «guerra del agua» por la privatización de este recurso y los precios prohibitivos que, en la práctica, impiden el acceso de la población a un bien tan elemental. Los cineastas liderados por el productor Costa y el director Sebastián se plantean la reconstrucción de episodios de la llegada de Colón y los enfrentamientos entre los conquistadores y algunos miembros de la Iglesia (los dominicos Bartolomé de las Casas y Antonio Montesinos) que intentan poner freno a las exigencias de vasallaje y a la violencia desplegada para ello. Cuando uno de los actores indígenas se ve comprometido fuera del plató en esa guerra del agua, el equipo se pone a temblar, porque sin él la película sobre Colón se va al traste; cada vez más implicados en los problemas actuales de los bolivianos, los cineastas foráneos ven revalidar las motivaciones iniciales para mostrar al mundo la actitud de lucha por los derechos humanos de los indígenas que en el siglo XVI lideraron aquellos frailes.

El paralelismo entre la actitud de Colón y el poder monárquico de los conquistadores llegados al Nuevo Mundo y el neocolonialismo de los cineastas que buscan localizaciones y extras baratos para rodar su película al margen de los intereses y de los problemas de los latinoamericanos está perfectamente ensamblado y recorre toda la historia en una eficiente dialéctica. No se explicita demasiado el argumento de la película histórica, basta con algunos datos que describen con elocuencia el tema de fondo: el sometimiento de los indios al poder político y religioso y su explotación económica con el impuesto de un cascabel de oro, y las consecuencias de la rebeldía con la defensa de los derechos de los indios como seres humanos. En el presente, la arrogancia del productor hablando en inglés sobre sus manipulaciones -y creyendo que no le entienden- va diluyéndose a medida que se compromete con la suerte de Daniel y de su hija, sobre todo cuando la niña ha de ser trasladada al hospital. Como en las grandes historias, los personajes van evolucionando y, de hecho, cambian los roles radicalmente: Costa experimenta una transformación desde su prepotencia inicial hasta arriesgar su vida y la propia película para salvar a la niña mientras el más concienciado Sebastián acaba atenazado y presa del miedo y del instinto de supervivencia. Del mismo modo, el actor que encarna al padre Las Casas resulta ser el más egoísta mientras el vividor y alcohólico que hace de Cristóbal Colón tira del grupo para no abandonar ni a los extras bolivianos ni el rodaje.

El diálogo realidad/ficción, pasado/presente, ideales/compromiso... encuentra una feliz fórmula en el «cine en el cine» que explora a fondo ese diálogo con múltiples referencias y la reflexión estructural de que la cámara supone una actitud voyeurista, un cómodo espectáculo o incluso cambia la realidad. En algún momento hay tres niveles de referencia: el pasado del siglo XVI filmado por el equipo, el presente del making off del rodaje y la «realidad» vista por el espectador que somos nosotros. La directora es muy consciente del privilegio que supone parapetarse tras una cámara y hasta de la profesión de cineasta, que permite comprar extras a dos dólares diarios, como, por otra parte, reprocha a los peliculeros la autoridad de la ciudad que tiene que reprimir las protestas populares. De ahí que, a la hora de la verdad, la realidad se impone con tanta fuerza que se impone quitar de en medio la cámara, como hace Costa dando un manotazo a la manejada por María, la encargada del making off: al fin y al cabo, como dejó dicho, André Bazin no se puede filmar ni el amor ni la muerte. Y ambos están demasiado cerca cuando Costa se enfrenta a los soldados para salvar a la hija de Daniel.

Al igual que La dolce vita de Fellini se abre también con un Cristo/Cruz en el cielo que -según interesa a unos u otros- viene como Señor del Mundo a someter a los infieles, legitimación espiritual de la depredación, o por el contrario, a implicarse en la suerte de los humanos. El trasfondo de la prototeología de la liberación de Bartolomé de las Casas también tiene actualidad, lo mismo que el reverso de la gesta colombina que supone obligar a los indios al impuesto del oro y perseguirlos con perros y hasta quemarlos vivos si se rebelan. Pero hay que subrayar que la revisión de la dominación de los colonizadores en el siglo XVI al hilo de la guerra del agua es, también, la ocasión para revisar las actitudes actuales de compromiso con las injusticias. Los personajes de Costa y Sebastián ejemplifican trayectorias paradójicas y muy reales de modos de insertarse en el mundo y, en concreto, de situarse -posicionarse se dice ahora- ante las desigualdades internacionales y los conflictos subsiguientes. Ello lleva a También la lluvia a una reflexión sobre el poder, lo que proporciona a la cinta mayor universalidad: poder político-militar para imponer un rey o un régimen de vasallaje o contrapoder religioso para deslegitimarlo, poder del pueblo boliviano para evitar la privatización del agua, poder económico de los cineastas para filmar su historia y, también, poder de la cámara para ser testigo de esa filmación o de las protestas. Cine histórico, religioso, drama social... son variados los palos que toca Bollaín con gracia, aunque no se trate de una película absolutamente redonda ni -a nuestro juicio- sea la mejor candidatura para los Óscar. Pero es cine del grande, bien escrito y rodado, convincente, comprometido, que dice mucho.




ArribaAbajoTiro en la cabeza

(Jaime Rosales, 2008)


Se presenta esta tercera película de Jaime Rosales en San Sebastián con cierta polémica, tanto cinematográfica como política. Viene en el clima caliente de una carta al periódico El País, con un centenar de firmas encabezadas por Víctor Erice y José Luis Guerín, que pone en cuestión la línea informativa sobre cine y, en concreto, al crítico Carlos Boyero, cuyo rechazo del cine más vanguardista o innovador produce el escándalo de un sector de la cinefilia. Boyero tacha a Rosales de «artista» y rechaza Tiro en la cabeza como un tipo de cine que a él no le emociona ni le dice nada; no está solo, pues parece que el premio donostiarra de la Fipresci se debe más a la crítica extranjera que a la española... Por su parte, del lado político, Fernando Sabater habla de unos iniciales «sesenta minutos de estática inanidad» y desprecia la película como fría o equidistante, poco combativa con ETA.

Una película tan discutible y discutida, políticamente polémica, capaz de poner en crisis al estamento crítico requiere un tratamiento singular a la hora de escribir un juicio estético, aunque solo sea por la diversidad de perspectivas -incluso contradictorias- con que ha de abordarse. Con el fin de que estas reflexiones sean lo más provechosas y clara para el lector intentamos formular unas respuestas a las preguntas que la película suscita o incluso plantea.

  • 1. ¿Se trata de cine, lo que convencionalmente venimos llamando cine, o de audiovisual poscinematográfico destinado a museos y otras formas de recepción?

    El rechazo de Boyero y otros viene precisamente de la constatación de que Tiro en la cabeza pertenece a una línea de postcine, de desarrollo del audiovisual por caminos de ruptura de la narratividad y de las estructuras heredadas del clasicismo norteamericano. Ya no hay personajes definidos ni un conflicto explícito ni una vertebración dramática ni un espacio físico, social o humano reconocible ni menos aún un género de referencia; tampoco pide un espectador deseoso de historias, intrigado por el desarrollo narrativo, identificado con los personajes ni emocionado por los temas. Ni se puede buscar el entretenimiento o el espectáculo. Este postcine rompe con las elipsis y la funcionalidad del relato cinematográfico para abrirse al museo donde las videocreaciones son contempladas de pie y fragmentariamente, donde la película se inserta en un espacio con pinturas o músicas. De hecho, Rosales estrena en algunas salas comerciales, una página web y un par de sesiones en el Museo Reina Sofía, con coloquio posterior a la proyección. Un sector notable de la audiencia rechaza este tipo de audiovisual porque no está dispuesto a cambiar el registro para sintonizar con él.

  • 2. ¿No puede ser desesperante la lentitud de esta película?

    De acuerdo con los cánones del cine al uso, Tiro en la cabeza es una película lenta, premiosa hasta la desesperación, cuyo contenido se podía exponer en la mitad de los 85 minutos que dura. Pero, precisamente, el valor que pone en circulación es que no trata de narrar sino de mostrar; ello lleva a un tempo lento que construye un nuevo espectador dispuesto a dejarse empapar progresivamente en el líquido amniótico que destila este tipo de relatos y crecer sumergido en él. No es solo que el estándar de la duración de las películas cambie, sino que también cambia el ritmo. De hecho, si Rosales fuera más clásico a la vez que más independiente de los mecanismos industriales se decantaría por una menor duración; y si fuera más vanguardista quizá nos llevara a tres o cuatro horas para esta historia. Pero ya se sabe que, al menos desde las cinco horas de Sleep (1963) o las ocho horas de Empire (1964) de Andy Warhol, esos formatos no son viables en el cine comercial actual.

    Jaime Rosales forma parte de un grupo de cineastas de la contemplación donde se ubican películas como las dos anteriores de Rosales, La silla (Julio D. Wallovits, 2006), Honor de cavalleria (Albert Serra, 2006), o el cine de José Luis Guerín (muy señaladamente En la ciudad de Sylvia, que prácticamente tiene el mismo esquema que Tiro en la cabeza) y de Marc Recha. Pero no es un fenómeno barcelonés, pues en la misma línea están Gerry (Gus van Sant, 2002), El custodio (Rodrigo Moreno, 2006) o La hamaca paraguaya (Paz Encina, 2006), entre los estrenos que nos vienen a la memoria. Y de similar espíritu de la mostración o de la experimentación vicaria del espectador participan cineastas del otro extremo del mundo, como Kim Ki-Duk o Won Kar Wai.

  • 3. ¿Por qué renunciar a la elocuencia del diálogo? ¿no resulta regresivo volver a una forma de cine mudo?

    Probablemente lo más novedoso que hace Rosales es renunciar al diálogo en toda la película y justificarlo por una cámara alejada de los personajes, de manera que se subraya la condición de espía o público de excepción que tiene el espectador. Tiro en la cabeza es una película distinta por distante; pero no por fría, sino porque, como si se trata de una cámara oculta, el teleobjetivo nos mantiene alejados de la acción sin escuchar las palabras. Este silenciamiento es provocador, pues, salvo en el último tramo, exige un espectador en constante ejercicio especulativo sobre la realidad mostrada (otra cosa sería alguien capaz de leer los labios...) No se trata de una renuncia al diálogo por la concepción del espectáculo como en La sala de baile (Le bal, Ettore Scola, 1983) o por imperativo de la realidad misma, como en El gran silencio (Die grosse stille, Philip Gröning, 2005). Aquí se fuerza la distancia espacial y sonora para provocar una nueva aproximación, decididamente fenoménica. En ocasiones se ha montado un plano contraplano o se ha variado la posición de la cámara para darle ritmo visual al texto fílmico. En ausencia de toda música, tampoco está muy conseguida la banda de ruidos, que debería de sonar más fuerte para -como sucedió en la proyección del Reina Sofía- evitar que el chisporroteo o el zumbido de los altavoces se sobrepongan a ella. Esta renuncia al diálogo es una opción legítima y valiosa, aunque, a mi juicio, no se le saque todo el partido que debiera; puestos a explorar la manipulación del audiovisual quizá hubiera aportado mayor expresividad añadir conversaciones incidentales u otros ruidos.

  • 4. ¿Es una película comprometida con la denuncia del terrorismo etarra? ¿Peca de equidistancia o de ejercicio estético alejado de un discurso más directo?

    No creo que Tiro en la cabeza -a pesar de la rotundez del título- pase a la historia como una película comprometida con la denuncia del terrorismo. Cierto que su mera existencia, mostrando el monstruo terrorista de forma inteligente como algo instalado en la cotidianeidad, ya es valiosa; pero me temo que las buenas intenciones del director no lleguen a conmover al público, ni siquiera a la exigua minoría a la que va destinada la película, y menos a los interlocutores públicos, por más que uno lea declaraciones como «Tiro en la cabeza insta a buscar nuevas soluciones a la violencia» (La Vanguardia, 23-9-08). Tampoco es equidistante y detalles como la delicadeza de la terrorista maniatando a un árbol a una secuestrada no la convierten en una película tibia. Pero la opción de la distancia y la renuncia al diálogo impiden, precisamente, un discurso político, que es necesariamente una toma de postura ante unos hechos y no la mera recreación de los hechos.

    El paratexto de las declaraciones del director, la recepción festivalera, las ruedas de prensa, las crónicas y artículos de los diarios... y el suceso del asesinato de dos guardias civiles en Capbreton en diciembre de 2007 permite al espectador conocedor de estas circunstancias la recepción de una película bien distinta de la de, pongamos por caso, un neozelandés que careciera de toda información previa. Rosales busca la abstracción y la generalización; de hecho, en ningún momento se dice que sean guardias civiles los asesinados y no hay referencias a ETA: las únicas indicaciones espaciotemporales son la parada del euskotren de Amara-Donosti y un cartel en eusquera que anuncia la frontera francesa. El hecho de la violencia monstruosa e incomprensible ya estaba presente en sus dos títulos anteriores y aquí irrumpe con más fuerza. Y creo que el espectador idóneo es el neozelandés, por más que la utilización cinematográfica del azaroso, además de cruel y desalmado, asesinato de los guardias civiles levante ampollas en algunos.




ArribaAbajoTodas las canciones hablan de mí

(Jonás Trueba, 2010)


Por parte de un director novel resulta muy atrevido proponerse un proyecto como Todas las canciones hablan de mí por más que ese cineasta novato venga arropado por un padre y un tío directores -este hace cameo como funcionario que ejecuta una boda de conveniencia- o incluso creamos en un gen cineúrgo capaz de dar consistencia a cualquier guión. Es atrevido porque Jonás Trueba ha querido resucitar el espíritu sentimental de Truffaut y sus historias de amor deficitario y rodar un peculiar romance con elementos contradictorios que difícilmente se mantienen en pie, pues se trata de contar con entusiasmo los fracasos amorosos, de que el espectador se identifique con el protagonista ambiguo, de tener fe en el futuro de una relación sin que esta posea la mínima consistencia en el presente, de apostar por ligues cuando solo se cree en el mito llamado amor... en fin, se trata de plasmar en la pantalla esas turbulencias amorosas, llenas de dudas y contradicciones, melancolías e inseguridades, deseos de algo y de lo opuesto... que tienen lugar entre la tercera y la cuarta década de nuestra existencia, en esos años en que ya no hay coartadas para el sexo tan esporádico como insatisfactorio pero no ha llegado el arrobamiento total de la pasión amorosa cuya prueba del nueve será pronunciar algo así como «Eres la mujer/el hombre con quien me gustaría envejecer». Por tanto, una apuesta demasiado atrevida para una primera obra.

Trueba hace una película madura en todos los órdenes: lo que quiere contar, la historia compleja que formula, el diseño de los personajes, los referentes cinéfilos y literarios y el estilo que imprime a su relato. Podríamos decir que pone en pie un romance deconstruido, con deliberada alteración de tiempos y una estructura en capítulos que vienen a ser estadios sentimentales, lo que otorga a la historia cierto talante de ensayo sobre el amor a lo Rohmer.Pero hay demasiada ambición para ser una primera película y el resultado final es una obra muy desigual, escasamente creíble, con ratos aburridos, parlamentos necesitados de mayor síntesis y demasiada distancia para que el espectador vibre emocionalmente, como requeriría una historia melodramática. Aunque considerada por su director como «comedia dramática», la verdad es que de lo primero hay poco -y es lo más agradecido, sobre todo en los secundarios varones, aunque tópicos- y se le ha ido la mano en la vertiente nostálgica y en ese romanticismo pesimista que destila un relato bastante impostado. Tampoco funcionan bien las canciones del título, que deberían ser expresión de los estadios sentimentales del protagonista, pues no quedan ensambladas bien con la historia. Porque lo que, definitivamente, constituye el lastre principal de Todas las canciones hablan de mí es su condición artificiosa, con abundancia de citas literarias y cinéfilas, personajes inspirados en otros y elementos anacrónicos, pero de mucha enjundia cultural, como las cartas.

Compañeros de la crítica han valorado el espíritu nuevaolista y el trasfondo literario que maneja el director; tienen razón y, efectivamente, en algún momento uno cree estar viendo una edición actualizada de La maman et la putain (Jean Eustache, 1973), con ese protagonista desnortado como nuevo Jean-Pierre Léaud que va de unos brazos a otros en peregrinaje sin rumbo, pero hace falta mucha carrera detrás para mantener en pie hora y media larga de conversaciones (¡Eustache se atreve con 217 minutos sin que el relato se venga abajo en ningún momento!). Los críticos se congratulan de adivinar influencias y parentescos en una película que, en el peor sentido de la palabra, resulta muy cinéfila pero escasamente capaz de sintonizar con las emociones del espectador, que es lo que pide el trasfondo de la historia.




ArribaAbajoTodo lo que tú quieras

(Achero Mañas, 2010)


Un decenio después del estimulante debut que fue El Bola, el también actor Achero Mañas vuelve al cine de ficción con Todo lo que tú quieras, igualmente con un menor encabezando el reparto. En medio ha filmado un par de documentales, Noviembre, sobre la profesión de actor y la ubicación del actor en el mundo actual, y Blackwhite, una serie de entrevistas sobre el conflicto norirlandés apenas difundido. En esta breve pero insobornable carrera, Mañas muestra el anclaje con la realidad de su cine y la preocupación por los niños y las carencias afectivas.

La historia que cuenta en este caso tiene como raíz el fallecimiento de la madre de Dafne, una niña de cuatro años, y las dificultades de Leo, su padre, para salir adelante y lograr que esa tragedia cause las menores heridas en un ser tan frágil. Leo ha vivido feliz en su rol de varón -siempre subsidiario de la mujer en la educación de los hijos y las tareas domésticas- con bastante éxito profesional como abogado y hasta tiempo para echar una cana al aire. El vacío provocado por la muerte de su esposa le sume en una crisis profunda, sobre todo porque se siente inerme para lograr que su hija supere ese trauma y salga adelante. Como la niña demanda la presencia de la madre, Leo no encuentra otra solución que disfrazarse y hacer ese papel, para lo que le ayuda un viejo transformista, cliente de su despacho, que actúa en un cabaret.

Desde el punto de vista sociológico, Todo lo que tú quieras es una película que refleja una mentalidad muy extendida en las generaciones con hijos menores de edad de la actual sociedad española: la visión de la educación de los hijos como problema y una autoconsideración de impotencia o déficit de conocimientos a la hora de enfrentarse a ese problema, con la consiguiente inseguridad y hasta miedo a defraudar o escuchar reproches, lo que sucede con mayor frecuencia de la esperable. Es decir, que los padres sienten que la tarea de educar es más difícil que nunca porque no saben cómo hacerlo o tienen miedo a equivocarse, además de que, como suele ser común, adoptan comportamientos proteccionistas que alargan la infancia y retrasan la consecución de la madurez y la adultez de los hijos. En ese sentido, esta película es interesante porque la respuesta de Leo ante el lógico trauma de su hija parece desmedida (además de contraproducente), con una subordinación al deseo infantil que refleja la deficitaria preparación de ese padre para educar a su hija. Una película que permite debatir un tema de tanto alcance es un valor en sí misma. El otro valor viene dado por la autenticidad y la honradez de la propuesta. Mañas no busca la taquilla ni trata de amueblar su historia con recursos facilones; rueda una cinta muy sentida que el espectador hace suya desde el primer momento, a pesar de la dureza inicial que le transmite la áspera fotografía. A ello contribuye el capítulo del reparto y la interpretación: la niña Lucía Fernández (aunque siempre cabe la afirmación de que los niños no actúan, sino que son), un muy maduro como actor Juan Diego Botto y el veterano José Luis Gómez son los tres puntos firmes sobre los que se asienta esta historia de amores y dolores; resulta poco menos que imposible no sintonizar con esa niña y reprimir la ternura que suscita.

Y dicho todo esto, pasando al terreno estrictamente cinematográfico, hay que afirmar que estamos ante una película bastante insuficiente y débil, casi un telefilme que podía ocupar poco más de una hora y que ha sido incomprensiblemente alargado. El guión necesitaba al menos un par de versiones más donde se resolvieran deficiencias y se otorgara complejidad a personajes y situaciones secundarias. Todo lo que tú quieras es una película muy plana, elemental en todo lo que cuenta y en cómo lo cuenta, con reiteraciones, subrayados y explicaciones que le terminan proporcionando un talante muy escolar. Por ejemplo, no queda claro por qué el padre se siente obligado a hacer el rol de madre, cuando en el comportamiento de la niña no hay nada anormal dentro de las circunstancias que vive; personajes como el compañero del despacho o Marta apenas si tienen entidad; secuencias como las entrevistas con el psicólogo no descubren nada que no averigüe el espectador en su mero enunciado... en fin, todo bastante previsible. De hecho, el personaje de transformista y homosexual que hace José Luis Gómez, que ayuda al padre a transformarse en la madre, debería servir para que Leo cuestionara su propia identidad masculina; y nada de esto sucede, quedando ese personaje en la pura anécdota, casi como un relleno cuya función de ayudar al maquillaje parece bastante inútil a tenor de los resultados. Es una pena que, con un material que daba de sí, Mañas no haya buscado un guionista solvente que le ayudara a dar empaque a sus ideas.




ArribaAbajoTodos estamos invitados

(Manuel Gutiérrez Aragón, 2007)


No se puede negar a Manuel Gutiérrez Aragón su querencia por un cine atento al devenir de la historia inmediata y a los conflictos actuales desde una revisión constante de los valores morales de cada momento. Aunque con filtros metafóricos, ficcionalizaciones y digresiones oníricas o fantásticas, películas como El corazón del bosque (1979), Demonios en el jardín (1982) y La mitad del cielo (1986) -que, a mi juicio, se encuentran entre lo mejor de su filmografía- constituyen reflexiones sobre distintos aspectos del franquismo, desde la represión de la guerrilla en la posguerra hasta la mitología caudillista y la supervivencia y la lucha por el poder, del mismo modo que en Camada negra (1977) se alerta sobre los huevos de serpiente del franquismo, en El rey del río (1995) se formula una pertinente crítica al arribismo y La vida que te espera (2004) revisa las tensiones de la España rural en proceso de transformación definitiva. Por tanto, que el director cántabro se haya fijado en el terrorismo etarra -conflicto por excelencia de la España contemporánea- parece lo más natural del mundo.

Hay una mala conciencia en el cine español por sus silencios sobre el terrorismo o por no mostrar la suficiente valentía hasta muy recientemente, con los documentales de Eterio Ortega producidos por Elías Querejeta sobre las víctimas Asesinato en febrero (2001) y Perseguidos (2004). El tratamiento meramente descriptivo o contextual en varias películas de Imanol Uribe -desde La fuga de Segovia (1981) y La muerte de Mikel (1984) hasta Días contados (1994)- nos parece insuficiente, algunos títulos pronacionalistas como Días de humo (Antón Eceiza, 1983) puede llegar a resultar repugnantes y películas más centradas en abordar la cuestión con honradez han pasado de puntillas por las salas, a pesar de tratarse también de obras valiosas desde el punto de vista cinematográfico. Me refiero al díptico de Mario Camus sobre el olvido y el perdón Sombras en una batalla (1993) yLa playa de los galgos (2002), la muy estimable Ander eta Yul (Ana Díez, 1988) y dos títulos particularmente recomendables: Yoyes (Helena Taberna, 1999), sobre la trayectoria de la antigua terrorista, y la muy completa El viaje de Arián (Eduard Bosch, 2000). En cualquier caso, no hay una gran película sobre el terrorismo etarra; quizá porque no se ha podido o no se ha sabido hacer hasta ahora, quizá porque ha sido un tema para el que se necesitaba una distancia imposible.

Gutiérrez Aragón se compromete con una película de cierta ambición a la hora de abordar esa tragedia contemporánea, hecha desde la honradez y la indignación moral que produce en cualquiera considerar que los escoltas ya forman parte del paisaje en el País Vasco. El título, además de la referencia a la mesa, apunta claramente a cualquier espectador/ciudadano. Su perspectiva básica es la de las víctimas, los amenazados por el terrorismo cuyas existencias se encuentran aplastadas por la muerte anunciada; y el protagonista es un profesor, Xavier Legazpi, que se atreve a levantar la voz y decir en público lo que piensa la mayoría, y por ello es amenazado. El recado de la banda etarra le llega a través de un amigo con quien comparte manduca ritual en una sociedad gastronómica, sin que los demás comensales quieran enterarse del aviso mafioso. Lejos de la anécdota, queda reflejado con ello tanto el crimen permanente de cuadrillas de amigos condenados al silencio y al tabú de las relaciones, en las que está prohibido hablar de política o pronunciarse contra la extorsión terrorista. También resulta cruel que el espacio de amistad y camaradería de la mesa, del ritual amoroso de la comida, sea precisamente el lugar donde se anuncia y anticipa la muerte.

En paralelo, un joven del terrorismo callejero, Josu Jon, queda malherido al salir volando el coche para evitar un control policial tras un atentado, y sufre amnesia. La recuperación tiene lugar en un centro donde trabaja Francesca, una médica siciliana que es novia de Xabier Legazpi. Despertar a la realidad le supone la dura experiencia de constatar la muerte que van sembrando sus colegas y en lo que él mismo ha participado. Además de enemigos, de situarse a un lado y a otro de la trinchera, ambos personajes tienen en común la condición de víctimas, lo que habla bien de una película que huye de cualquier maniqueísmo. De hecho, tanto el personaje de la italiana como el etarra amnésico y zombi vienen a poner distancia para poder observar con mayor ecuanimidad el panorama cegador.

Todos estamos invitados no es una película redonda, pues maneja muchos datos, quiere responder a muchas preguntas y mantener siempre el tipo. Diríase que la escritura del guión ha recibido más presiones de las que podía soportar. Se nota en la abundancia de los huecos y flecos, en ciertos diálogos excesivamente mensajísticos, en los simbolismos empleados y en una estructura narrativa necesitada de mayor afinamiento. Pero ello no impide valorar positivamente un título que llega cuando puede, tras las citadas denuncias de Eterio Ortega, con la honradez de mostrar la crueldad de la amenaza, la complicidad de los silencios y las ambigüedades calculadas: todo un clima insano que lleva instalado cuatro décadas en un País Vasco que no deja de crecer económicamente y de alcanzar cotas de autogobierno como nunca se habían visto. Su visionado es, como explicita el título, una invitación a participar del espíritu del pastor luterano Martin Niemöller (1892-1984), resistente antinazi que escribió un célebre poema3 de denuncia del silencio cómplice. Gutiérrez Aragón comprende las muy humanas razones para estar callado, como las del compañero de Xabier en la sociedad gastronómica que muestra las fotos de sus nietos, pero nos recuerda que el crimen pervive precisamente gracias al miedo y a los silencios.




ArribaAbajoTren de sombras

(José Luis Guerín, 1997)


El rótulo inicial informa de que en noviembre de 1930 Gérard Fleury rodó junto al lago Le Thuit la última película de su vida y que tres meses antes había filmado a su familia en una obra muy deficientemente conservada y que ahora se ha reconstruido. Este documental se estructura en cuatro partes:

  • I. Durante unos veinte minutos desfilan por la pantalla lo que parecen fragmentos de viejas películas de cine doméstico con momentos de ocio como paseos por el parque que rodea la casa familiar, excursiones, juegos de niños, meriendas campestres, paseos en barca de remos o poses de la familia al completo. Repartidos en capítulos precedidos de un rótulo inserto en un recuadro y con acompañamiento de piano, claramente remiten a cortos de cine silente; la acción parece tener lugar en las dos primeras décadas del XX y la película rota, manchada y fragmentaria simula tratarse de auténtico cine familiar.

  • II. En tiempo actual, la cámara desfila por los mismos escenarios ya vistos pero sin personas; la banda sonora se compone del ruido ambiente y la película es en color.

  • III Las imágenes en blanco y negro ya vistas en el primer fragmento aparecen ahora en una nueva dimensión, con repeticiones de planos, fotogramas proyectados en su integridad (con las perforaciones incluidas) y otras manipulaciones, y breves acompañamientos de música clásica.

  • IV. Los personajes parecen cobrar vida y aparecen en color; sale el citado Gérard Fleury montando una cámara en una barca y adentrándose en el lago.

Cineasta de obra de lenta cocción, José Luis Guerín (Barcelona, 1960) se decanta por la experimentación con el lenguaje cinematográfico y la indagación en la historia del cine. Tras una primera obra que el director parece rechazar, Los motivos de Berta (1984), filma Innisfree (1990) (–»), que es un homenaje al John Ford de El hombre tranquilo (The Quiet Man, 1952), Tren de sombras y el documental de autor En construcción (2001), que conoce una enorme difusión y reconocimiento que le vale a Guerín el Premio Nacional de Cinematografía.

Subtitulada «El espectro de Le Thuit», Tren de sombras es un ensayo sobre el paso del tiempo, la imposibilidad de conocer el pasado, los engaños de las imágenes y, en fin, sobre la identidad y la huella que una existencia concluida puede dejar en nuestro mundo. Se trata de un falso documental que no trata de engañar, pues el rótulo inicial advierte que «partiendo de ciertos indicios suministrados por algunos fotogramas, hemos intentado rehacerla: la hemos filmado de nuevo. Atendiendo a criterios de máxima fidelidad, hemos recreado las circunstancias originales, reconstruyendo localizaciones, reproduciendo escrupulosamente gestos, encuadres y movimientos». El título procede de un texto de Gorki sobre la presentación del cinematógrafo en Moscú: «No es la vida sino su sombra, no es el movimiento sino su espectro silencioso... pero también este es un tren de las sombras».

El director se vale para su expresión de todo tipo de materiales fílmicos: película rota o atacada por hongos, con la emulsión saltada, proyección con vibraciones, fotogramas manchados o parcialmente velados, con y sin sonido diegético, desenfocada y oscura, con baja resolución impresionista, foto fija, diferentes velocidades de paso de proyector, etc. de tal suerte que, también, Tren de sombras es un ensayo sobre el propio cine en su materialidad física, donde el soporte de celuloide revela ser un continente frágil a la hora de capturar una realidad pasada. La película carece de todo diálogo y de toda historia. Hay instantes en que parece que se inicia una narración (¿la criada a punto de ser seducida por un señorito?), pero siempre queda abortada la plasmación de cualquier suceso completo. De hecho, en los antípodas de la transparencia narrativa y la ilusión del cine clásico, el espectador siempre está advertido de que asiste al visionado de unas imágenes que, en su fragmentariedad de todo tipo, son huellas incompletas y, quizá, engañosas de la realidad a la que remiten. Por tanto, esas imágenes muestran tanto como ocultan y ahí radica gran parte del interés de esta singular producción española.

Las cuatro partes son otros tantos momentos que permiten diversas reflexiones de naturaleza y niveles muy variados. La primera nos lleva a indagar en la posibilidad de conocer vidas ajenas a través de documentos audiovisuales muy deteriorados y fragmentarios; esas imágenes semidestruidas permiten, también, pensar el cine en su fisicidad -el fotograma como material frágil destinado a la misma muerte que las personas que aparecen en él impresas- y como huella de un tiempo inasible. En algún momento, el espectador siente que esos fotogramas tan deteriorados, apenas unas manchas, como el «tren de sombras» del título, son como las láminas del test de Rorschach donde el paciente ve aquello que quiere ver y proyecta su subconsciente sobre unas imágenes carentes de referente. En la segunda parte es la cámara solitaria quien hace un viaje a través de los lugares del documento reconstruido en el tiempo actual del espectador; con ello, parece invitar a reflexionar sobre el tiempo, como indica la imagen del péndulo del reloj con fotos antiguas de fondo, y a desentrañar el espíritu de los ausentes con el voyeurisme de esos lugares. En el tercer «movimiento» de esta sinfonía de imágenes, el espectador asiste a una manipulación creativa por la que los personajes del pasado parecen dialogar con nosotros y hasta guiñarnos, como la mujer del columpio. La pantalla no está ocupada por todo el fotograma, de manera que vemos materialmente la tira de celuloide discurrir, pararse o ralentizarse y, con los sucesivos ritmos, crear nuevas significaciones con las imágenes de la película familiar. El último momento nos lleva al enigma del principio, cuando se nos informa que Gérard Fleury desapareció en el lago con una cámara; ahora se insertan las figuras del pasado en tiempo actual y, como fantasmas familiares, parecen recobrar una nueva existencia.

La crítica subraya la condición elitista del filme, aunque valora que se trata de un «sorprendente caso de puro cine que no se lleva, una austera y asombrosa indagación contra la corriente de los recovecos y articulaciones del tiempo y el lenguaje fílmicos» (A. Fernández-Santos, El País, 25-1-1998). En bellas y certeras palabras, para Quim Casas (Dirigido por, n.º 265), Guerín «recupera el tiempo perdido del cinematógrafo, reencuentra y aísla la pureza de un arte otrora sin contaminar para ejercer de fabulador de las imágenes en estado puro, resolver sus misterios, invocar sus fantasmas, embellecer el grado de ilusionismo y poesía que los años, las modas, el peso de la industria y la influencia sobre el espectador han conseguido desposeer». La difusión ha sido tan restringida que solo tiene poco más de once mil espectadores en las cifras oficiales. Ha participado en Cannes y una veintena de festivales, habiendo sido premiada en Sitges y por la crítica catalana como Mejor Película española.




ArribaAbajoTu vida en 65 minutos

(María Ripoll, 2006)


Tiene este cuarto largometraje de María Ripoll (Barcelona, 1965) un problema de comunicación con el espectador, ya que este se encuentra desorientado en la mayor parte del metraje (no sabe de qué va la película) y no acierta a comprender el sentido del azar en la conexión de los personajes e historias de Tu vida en 65 minutos. Basado en una obra teatral de Albert Espinosa, el autor del argumento de Planta 4.ª (Antonio Mercero), también tiene a la muerte como tema y también las bromas quieren ofrecer un distanciamiento; pero mientras Mercero conjuga sabiamente los materiales de partida, me temo que Ripoll solo ofrece una amalgama resuelta de forma muy irregular, con momentos acertados y otros que despistan al público.

Dani es un joven de veintipocos que recuerda los momentos de ensimismamiento delante del ojo de buey de la lavadora de su infancia y el trauma que supuso la muerte de su padre cuando tenía 12 años. Un domingo se reúne con dos amigos, Francisco e Ignacio, para pasar el día, pero descubren una esquela en el periódico que informa de la muerte de un compañero de colegio, Albert Castillo. Van al tanatorio y allí Dani se encuentra a una antigua novia y conoce a Cristina, la hermana del difunto, de la que se enamora instantáneamente. Luego, los tres amigos acuden a la playa donde piensan comer y ven un partido del Barça, pero Dani les abandona y busca a Carolina, una chica de la que estuvo enamorado y que ahora trabaja de acomodadora en un cine. En una breve conversación, esta le da seguridad y anima a ir a ver a Cristina.

En buena medida la historia viene contada por Dani, cuya voz en off explicita en algunos momentos los sentimientos del personaje, y sucede en un tiempo continuo de veinticuatro horas. Dani es un joven frágil a quien el azar parece sacudirle hasta que se rompe; como el niño que se deja fascinar por las evoluciones de la ropa y la espuma en el tambor de la lavadora, Dani parece que aspira a que la vida le ofrezca ese mismo encantamiento un tanto absurdo, con casualidades y sorpresas pequeñas e inocuas. Y su fragilidad es grande, pues, al igual que a su amigo Ignacio, la muerte de un pez puede marcarle para el futuro. El deambular de la vida le lleva de un lugar a otro sin que su voluntad parezca disponer nada; y esa inseguridad parece la causa de su destino fatal.

Al final de la proyección el espectador reconstruye mentalmente la historia otorgando un sentido más claro e interesante a lo visto. Como la película nada entre muchas aguas -ni los chistes hacen de ella una comedia, ni el tema de la muerte un drama ni el azar una historia abierta- cuesta trabajo esa recomposición y hay lagunas inexplicables que ponen a prueba la lógica y diálogos inverosímiles. Hay momentos en que la película no funciona y el público no «entra» en el mundo de ficción (ni siendo culé o cinéfilo de Kamchakta); y la casualidad supera lo deseable de cualquier sorpresa. Pero, con todas sus deficiencias, creo que nos sentiremos más satisfechos si optamos por una lectura que vea en La vida en 65 minutos un Jo, qué noche (After Hours, Martin Scorsese, 1985) cambiando la comedia de aventura por la clave dramática y fatalista. Una clave que permite aceptar el final inexplicado y que sitúa esta obra en la senda de Romeo y Julieta y otras reflexiones donde el amor y la muerte viven en cruel vecindad para nuestra desesperación.




ArribaAbajoUna rosa de Francia

(Manuel Gutiérrez Aragón, 2005)


Casi una década después de Cosas que dejé en La Habana (1997), cuya acción transcurría íntegramente en Madrid, con la ayuda del mismo guionista cubano (Senel Paz) y la colaboración de dos actores isleños (Perugorría y Broselianda Hernández) el director cántabro evoca la capital caribeña y, por extensión, la vida cubana transmitida por su abuela en su infancia. En ninguna de las dos películas la ciudad de La Habana queda plasmada en su realidad histórica, pues en la primera solo es una evocación constante por parte de personajes empujados a sobrevivir en el desarraigo y en Una rosa de Francia se trata del territorio mitificado de unos felices cincuenta de cabarés con orquestas espléndidas, reputados contrabandistas, trata de blancas, jueces corruptos y sexo que busca el amor. Este viaje cubano de Gutiérrez Aragón viene motivado por el deseo de recomponer el imaginario que su abuela le transmite con leyendas, comidas y sones tan cálidos como contrastados en la Cantabria nublada de su infancia; y se inscribe en la vertiente más lúdica y sensual de una ya larga carrera del director, la que cultiva en La noche más hermosa (1986), El rey del río (1995) y el título citado más arriba.

Situada la acción en los años cincuenta, en la Cuba precastrista de burdeles de lujo y aventureros inconscientes, Una rosa de Francia cuenta la vida de apenas cuatro personajes: Simón que se dedica al transporte ilegal de emigrantes a Estados Unidos y participa en el negocio de una madame que está enamorada de él. En ese negocio situado en una auténtica mansión donde se habla francés, se practica la higiene del bidet en común y se desayuna a mediodía se encuentra Marie, una virgen casi adolescente que ha venido de provincias medio secuestrada o medio engañada para ser «vendida» como esposa a algún habanero ricachón y viejo. Pero Marie se enamora de Andrés, un chico en quien Simón confía plenamente, pues le libró de un intento de motín cuando eran perseguidos por la Guardia Costera norteamericana.

Siendo una película agradable de ver, que siempre mantiene la atención del espectador y maneja con la soltura del cine de género registros de aventura y drama romántico, la crítica ha subrayado el potencial interpretativo de una obra que parece ir más allá de lo que cuenta y deja entrever por sus grietas un mundo más complejo del que muestra a primera vista. En efecto, hay no pocas contradicciones en la historia de Una rosa de Francia -título tomado de la letra de una de las canciones del filme- y en el modo de contarla: a saber, la idealización del lugar y la época en que transcurre la acción no se lleva hasta sus últimas consecuencias, pues el glamour y la fascinación que habrían de destilar esas veladas con esmóquines blancos o ese capitán del viejo barco pirata dejan mucho que desear y, a la postre, son leche cortada para un espectador que, a poco que lo piense, le resulta repugnante la armonía del burdel o un tipo como Simón, que convierte en cebo para los tiburones a un marinero que quiere salvar el pellejo. Incluso hay aparentes incongruencias como la ingenuidad de Simón al poner a la chica al cuidado de Andrés, sin sospechar que pudiera arrebatársela...; o el hecho de centrarse en un relato intimista, con solo cuatro personajes, para diseñar una época o poner en pie una historia de aventuras.

Confieso que, en un cine español tan abocado al miserabilismo estético, uno está deseando ver películas que jueguen la baza de la fascinación, del encanto, del ensueño proporcionado por realidades transcendidas por la leyenda o la imaginación libérrima. Y esta perspectiva parece haber tomado inicialmente el director, pero a poco que el espectador comienza a obtener las gratificaciones de la aventura marina, las pupilas ociosas y su erotismo ingenuo o el romance juvenil, pronto aprecia una distancia en el relato o un detalle que le impide disfrutar lo que ve. Por ello el resultado es una contradictoria película donde la superficie de cine clásico de género y personajes atractivos queda rota por el fondo dislocado, un tanto amargo, que viene a subrayar el paisaje social de corrupción que fue caldo de cultivo para el triunfo de los rebeldes de Sierra Maestra.

Bien rodada y fotografiada, con cuatro espléndidos actores como protagonistas (los dos más jóvenes con un importante atractivo físico: la debutante Ana de Armas con un rostro del que se enamora cualquier cámara), con la música precisa y varias canciones estimables, con localizaciones brillantes y, en fin, con todo lo que la película necesita, Una rosa de Francia consigue lo que el director quiere, que es un relato de emociones y aventuras contado desde un tiempo en que ya no creemos en ese tipo de historias; la plasmación de una Habana de leyenda para un presente duro de los últimos coletazos del castrismo; el gusto por evocar épocas históricas que han alcanzado la pasión y la emoción de la leyenda gracias a nuestra imaginación y por componer tramposos cínicos como Simón a quien la vida quiere otorgar una última e imposible satisfacción; mujeres solitarias y esperanzadas como la madame que vuelca en sus pupilas los deseos de futuro que están marchitándose en ella; y tipos que triunfan con su ingenuidad como Andrés y Marie que seducen sin proponérselo... Aunque el resultado no satisfará a todos los paladares -lo que siempre sucede en Gutiérrez Aragón- y aunque esta vertiente lúdica de su filmografía puede resultar menos ambiciosa que la más metafórica, no cabe duda de que es una película que merece verse y disfrutarse. Incluso cuando se prescinda de interpretaciones.




ArribaAbajoVa a ser que nadie es perfecto

(Joaquín Oristrell, 2006)


Debido a que se trata de un encargo, en su sexta película como director el reputado guionista de comedia Joaquín Oristrell -uno de los nombres claves de la comedia de los últimos años del cine español- ha dejado la escritura en manos de otro para centrarse en una dirección eficaz. Que un guionista acepte rodar un libreto ajeno es síntoma de la calidad de este, que viene firmado por Albert Espinosa, el feliz autor de Planta 4.ª. El director barcelonés ha explicado las razones de esa apuesta: «Cuando los productores me pasaron el guión me quedé trastornado porque nunca había visto tratada la minusvalía de un manera tan original, desprejuiciada, moderna, divertida, profunda y necesaria». Como aquella historia de niños con cáncer filmada por Antonio Mercero, sobre el papel es una propuesta un tanto arriesgada y habla de la amistad y la búsqueda de la felicidad de seres humanos con cuerpos heridos. Hacer comedia a partir del dolor, la enfermedad o las deficiencias físicas, además de arriesgado, requiere una habilidad que no está al alcance de cualquiera. Y Espinosa y Oristrell salen bien parados de su proyecto con una comedia sencilla, nada pretenciosa, original por su tema, bien interpretada y comprometida con las personas discapacitadas que sufren todo tipo de trabas en nuestra sociedad.

Tras un prólogo que muestra cómo consiguen un alquiler barato de un piso, en un tiempo continuo de una tarde y noche se nos cuenta el deambular por la ciudad de tres amigos que buscan divertirse para celebrar la despedida de soltero de uno de ellos. Este es Carlos, un ciego que vende cupones; los otros son Rubén, que sufre sordera pero lee los labios con facilidad, y Dani, un «cojo con mala leche» que tiene una pierna ortopédica. Como el ciego es un gran cinéfilo entran en una sala a ver una película española -guiño del director justificado por el hecho de que el sordo solo ve películas en las que pueda leer los labios...- y allí Carlos se enamorará de una carcajada que buscará toda la noche. Quieren ir de marcha a una discoteca, pero el portero matón (el actor porno Nacho Vidal) no deja entrar a Dani, que se ve envuelto en una disputa, se le acaba rompiendo la pierna ortopédica y se echa un amigo con quien acaba bañándose en la playa a la luz de la luna. En la discoteca, Carlos liga con una chica que aún lleva la foto de su ex novio; vagan por la ciudad hasta el amanecer y Carlos acaba confesándole que se va a casar al día siguiente sin estar enamorado de su prometida. Por su parte, Rubén liga con la chica que había ocupado con su coche la plaza de minusválidos argumentando que ella no distingue los sabores...

Con un reparto bien elegido y eficaz interpretación, el trío protagonista está muy bien caracterizado y ensayado para representar el comportamiento de los discapacitados. Quizá los personajes del ciego y el sordo se parezcan demasiado, con su idealismo y su ingenuidad, pero les ofrece un buen contrapunto el cojo. El guión desarrolla la idea argumental encontrando el tono adecuado de comedia amable, de buen rollo, alocada pero menos, que tiene no poco de viaje por la noche donde los tipos «raros» son realmente aquellos con quienes se encuentran los tres discapacitados, pues ocultan sus minusvalías afectivas o mentales con ropajes de discoteca. Consigue mantener el ritmo fluido en ese tiempo continuo que no conoce desfallecimientos, aunque no todas las secuencias funcionan igual de bien y en algún caso (la visita del cojo a la tumba donde está su pierna) no se logra el humor patético pretendido. Pero se ve muy a gusto y hay varios momentos realmente graciosos, lo que salva la tarde a cualquier espectador.

El desconocimiento y los prejuicios de las personas «normales» frente a los minus son la base para sacarle punta a distintas situaciones y a equívocos y meteduras de pata en los diálogos; en algunos casos con cierta voluntad de denuncia y con el didactismo de buscar la reflexión del espectador, en todos, con un humor sano y actual, desprovisto del paternalismo a que el tema podía abocar, como queda bien plasmado en la secuencia en que se ponen a mendigar instrumentalizando su minusvalía porque se quedan sin dinero para la discoteca... Es este acercamiento a las personas como tales, con humor y sin necesidad de una conmiseración improcedente, lo que, al final, convierte a esta comedia en un producto reivindicativo y comprometido con la integración social de los discapacitados.

El ciudadano que se lo pasa bien en el depósito municipal de vehículos viendo el espectáculo de los conductores protestotes a una empleada que no les escucha (tiene puestos unos auriculares para oír un programa de radio de confesiones...) da la clave al señalar que en nuestra sociedad todos tenemos nuestras razones y problemas: la cuestión es que nadie es más que nadie y hemos de ser sensibles a las razones ajenas. Respecto a los discapacitados este es el mensaje que viene a postular la película, pues no se trata de que nos den pena a los «normales» (si es que no somos «gilipollas», como sostiene Dani), sino de que los aceptemos y respetemos sus derechos. Y, por supuesto, desde la consideración de que pueden ser tan antipáticos como nosotros mismos... Porque, efectivamente, va a ser que nadie es perfecto (y el que crea lo contrario, peor para él).




ArribaAbajoVampir - Cuadecuc

(Pere Portabella, 1970)


En una noche de lluvia y tormenta, un coche de caballos deja a un joven en una posada; por la noche tiene pesadillas. Un equipo de cine se dispone a rodar una película sobre Drácula protagonizada por Christopher Lee. En un castillo se inicia el rodaje y el joven se acerca. Drácula cena con él y conversa al calor del fuego de la chimenea; por la noche, es atacado por unas mujeres que le chupan la sangre de la yugular. Al día siguiente ve las marcas de los colmillos en su cuello. De día sueña que se ve cuidado por un médico y damas muy elegantes. Van Helsing acecha para salvar a Lucy y desenmascarar a Drácula. Con la ayuda de Quincy Morris consigue clavar una estaca de madera en los cuerpos de las personas vampirizadas.

Cineasta experimental, militante político o agitador cultural, la personalidad creadora y la propia obra de Pere Portabella (Figueras, 1928) resultan inclasificables. La breve filmografía -seis largometrajes y 16 cortos a lo largo de cuatro décadas- indica que no ha habido una dedicación exclusiva al cine; se trata de un director más reconocido que conocido, cuyo territorio (político, artístico, cultural) parece en todo momento difuso e imprevisible. En su labor como cineasta se aprecia una diversidad radical de tareas, intereses y estilos, desde el trabajo como productor de filmes renovadores del realismo crítico de la tradición solanesca y valleinclanesca en los inicios de su carrera (Los golfos, El cochecito, Viridiana) a los largometrajes de deconstrucción del dispositivo cinematográfico (Nocturno 29, Vampir Cuadecuc, Umbracle) y a nuevas formas narrativas El puente de Varsovia y El silencio antes de Bach, pasando por obras de compromiso militante (El sopar, Informe general) y piezas de reflexión sobre la creación plástica, como los cortos sobre Joan Miró, o musical, como las filmaciones de conciertos de Carles Santos.

Ante una película que se estrena en 2008, casi treinta años después de su rodaje, no se sabe qué es más relevante, si el tiempo pasado y su huella en la recepción, la naturaleza de la obra, su «inexistencia» oficial, el formato a que se anticipa o su condición de obra de vanguardia en un panorama de cine español más bien pobre en ese sentido. Vampir Cuadecuc es un experimento sobre el rodaje de la coproducción, mayoritariamente alemana, El conde Drácula (Nachts, wenn Dracula erwacht, Jesús Franco, 1970) protagonizada por Chistopher Lee, Herbert, Klaus Kinski, Soledad Miranda, Maria Rohm, Fred Williams, Paul Muller y Jack Taylor, de los cuales varios se prestan a dejarse filmar mientras ensayan o ruedan el filme del autodenominado tío Jess. En cuanto filme sobre otro filme, Portabella se anticipa de algún modo a los ya imprescindibles -para la promoción y para la edición digital- cómo se hizo o making off. Sin embargo, por su contenido Vampir Cuadecuc se refiere más al propio mito de Drácula que al filme de Franco, del que apenas nos dice nada. Y sobre ese mito hay una recreación abierta, polisémica, en la que se inician muchas acciones sin una narración medianamente conclusiva; es decir, con la apertura y la ambigüedad de la obra propia del arte contemporáneo. Más allá de la obra concreta de Bram Stoker, el conde transilvano ha adquirido la condición de mito y Portabella opera una muy sesentayochista «deconstrucción» en la que, al final, más que reflexionar sobre los lugares comunes del tema (los mordiscos, la estaca, los ataúdes cama...) lleva a indagar en el propio dispositivo cinematográfico, lo que, por otra parte, es muy coherente con su singular carrera. Solo un breve monólogo al final, con la lectura por Christopher Lee / Drácula de unas líneas de la novela -alguien ha dejado dicho, provocativamente, que ese procedimiento era ideal para la adaptación cinematográfica- sobre la muerte del vampiro parece otorgar cierto cierre al relato.

Se sitúa, por tanto, claramente en una perspectiva de vanguardia -un largometraje de setenta minutos filmado en negativo de sonido, en blanco y negro sin matices de gris y en mudo, sin rótulo alguno- en un tiempo en que la dimensión política resulta insoslayable y hasta Drácula ha de identificarse como antifranquista. Merece la pena la larga cita de un texto de presentación de Portabella para un pase de la película en el MOMA neoyorkino en 1972 a fin de contextualizar debidamente, «uno de los primeros filmes marginados hechos en mi país. Advirtiendo que la marginación, en nuestro caso, no es el resultado de una opción voluntaria, sino forzada por nuestro contexto político, social y cultural. Es la única respuesta posible, la única salida para un cine independiente en España, que empieza por la renuncia definitiva a la "protección" del Estado y a la tutela de las grandes distribuidoras, de la censura y del control oficial e industrial y a la necesidad de arraigo con nuestra realidad concreta, con una política de producción ideológicamente coherente con nuestras necesidades; rechazando de plano las vías de la Administración, que en el mejor de los casos no son otra cosa que una manifestación más del aparato de poder. Con unos medios de financiación reducidísimos, pero propios y métodos de trabajo desligados del sistema que deben transformar el concepto tradicional de producción-calidad-artística, en un proceso de mutación ideológica de la práctica cinematográfica (del medio). Único camino o alternativa que nos permite asumir la búsqueda de un lenguaje, específicamente cinematográfico, que corresponda a una visión consciente y profunda de la realidad española. Hecho desde dentro, desde su propia raíz y por lo tanto vinculado a la misma vanguardia revolucionaria que no exime al realizador de su compromiso (histórico) en la acción cotidiana. Desenmascarando la noción de vanguardia (política y artística) que descarta a las masas y se construye "fuera" de su lucha misma».

Pasado el tiempo ¿qué ha quedado de tan nobles propósitos? Creo que, en primer lugar, la película resulta incluso hoy muy moderna en su planteamiento de deconstrucción irónica sobre el mito y sobre el propio cine, aunque, ciertamente, le sobran metros y reiteraciones. Uno no sabe muy bien a qué carta quedarse en este paratexto vampírico tan insistente. La textura con mucho grano, la cámara en mano y la muy eficiente banda sonora construida básicamente con ruidos, otorgan a la propuesta el aspecto preciso de un filme alternativo que quiere ir más allá de la narrativa heredada, pues «Aunque la utilización de un argumento es perfectamente legítima, no hay que perder de vista el resto de posibilidades expresivas que concurren en el cine: si se considera la necesidad de un argumento como un hecho fundamental a la hora de desarrollar una película, se degradan las posibilidades del lenguaje» (subrayado nuestro). Quizá, por otra parte, su espacio de exhibición no sea exactamente el de una sala, sino que habría que pensar las paredes de una galería de arte donde es posible una mirada distinta, en la que el espectador sobrepone su actividad fruidora a la obra artística que permite otro ritmo de contemplación.




ArribaAbajoVidas pequeñas

(Enrique Gabriel, 2010)


Víctima de la cruel alianza de una producción poco profesional -que logra rematar la película a duras penas y no tiene ya energías para la imprescindible promoción- y el efecto Torrente cuyo estreno masivo el fin de semana anterior acapara las pantallas y no deja sitio para otros títulos, Vidas pequeñas aparece de forma casi marginal en la cartelera madrileña, en un cine del extrarradio y otro especializado en estrenos fantasmas (Cines Luchana), con solo dos pases diarios. Pero sin ser una gran película, merecía mucho mejor trato porque, en todo caso, tiene un interés por encima de la media del material que llega a las salas.

El esquema de vidas cruzadas se aplica aquí a varios tipos que coinciden en un camping en medio de la nada, entre una urbanización con las grúas paradas por el estallido de la burbuja inmobiliaria y el fondo de las cuatro torres del final de la Castellana que se alzan como (falso) testimonio de la modernidad urbanita y del progreso económico. Ese espacio del camping con casitas prefabricadas y caravanas de segunda mano acoge a gentes de vida nómada, como los feriantes de los caballitos (Alicia Sánchez y Pepo Oliva), y marginados, como el tenor ruso, emigrante proletarizado por la falta de oportunidades, pero sobre todo, a víctimas directas de la crisis económica como el dramaturgo y la periodista de temas esotéricos (Emilio Gutiérrez Caba y Ángela Molina), la esteticién que queda en paro (Alicia Borrachero), el charlatán sin talento para los negocios (Francisco Boira), el mimo desencantado de la competitividad capitalista (Roberto Enríquez) o la protagonista Bárbara Helguera (Ana Fernández), una diseñadora de clase acomodada que no logra colocar su colección de moda. Un microcosmos que habla de soledades, fracasos, frustraciones... pero también de la solidaridad y los escasos bienes compartidos, como subrayan las figuras de los feriantes, únicos habitantes del camping contentos con su suerte o, al menos, optimistas y vitalistas ante una realidad áspera.

El director bonarense afincado en nuestro país Enrique Gabriel viene desarrollando un cine comprometido con el tema del trabajo desde su primer título, la comedia Krapatchouk (1992) y, sobre todo, desde En la puta calle (1996), donde Ramón Barea encarnaba a un electricista vasco, en paro por las crueles reconversiones de la época, que emigraba a Madrid en busca de fortuna. Con una tan estricta como inusual coherencia continúa esa línea de trabajo en Vidas pequeñas, donde abunda en las condiciones laborales para mostrar a algunas víctimas de la crisis actual, más extrema y destructiva porque no solo afecta a la clase trabajadora (hijo de los feriantes) sino también a profesionales cualificados (escritores) e innovadores (modista); una crisis que, más allá de la dimensión económica, tiene un trasfondo moral en cuanto deja heridas emocionales y hasta trastornos psicológicos en quienes la padecen.

El resultado es una película muy desigual en todos los aspectos: el esquema de relato coral no acaba de cuajar por las diferencias notables de diseño de los personajes, lo que conlleva altibajos en el interés del relato. El reparto es casi de lujo, con actores de primera fila en papeles pequeños que, en determinados momentos, uno quisiera ver más desarrollados, como sucede con el de Alicia Borrachero; por el contrario, otorga mayor peso al de la diseñadora de moda que encarna Ana Fernández cuando ni la actriz ni el papel están a la altura que el guión les concede. Desigual en diálogos sabidos y otros de envergadura, en pasajes previsibles y otros llenos de emoción. A pesar de todo, y aunque en su conjunto no ofrece novedades, Vidas pequeñas es un título que merece la pena verse y se ve con agrado la mayor parte de su metraje, porque hay convicción en lo que cuenta y solvencia en el modo de hacerlo.




ArribaZulo

(Carlos Martín Ferrera, 2005)


De Cataluña llega el cine más inquieto y arriesgado que se hace en nuestro país en las últimas temporadas; y esto hay que decirlo porque, precisamente por su voluntad de construir nuevos lenguajes y nuevas miradas, es un cine muy poco conocido y escasamente apreciado, cuando no frontalmente rechazado. En tiempos en que hasta los otrora marginales y profesionales del escándalo pisan alfombras rojas con indisimulado deleite y las cifras de taquilla (suena mejor lo de «box-office») o las candidaturas a la dorada estatuilla se erigen en patrones de la valía de las películas hay que tener agallas para propuestas como Zulo, que se suma a Honor de cavalleria, en cuanto cine dirigido a un público muy restringido.

La historia argumental es bien fácil de resumir: un tipo llamado Miguel se despierta encerrado en un cilindro de unos dos metros de diámetro y cinco o seis de altura, abierto solamente por unas trampillas en el techo. Está secuestrado por dos encapuchados que le dan mal de comer, le hablan lo imprescindible y amenazan con las armas a la mínima desobediencia. Las horas y los días producen un progresivo deterioro mental y físico en Miguel. La historia queda sin concluir, dado que el final enlaza con el comienzo del secuestro, y el desenlace viene a explicar que el zulo queda interiorizado de por vida por quien ha sufrido esa tortura.

Apenas folio y medio de diálogo, un espacio pequeño y único, un tiempo indeterminado y un personaje solitario en lo que podíamos considerar un docudrama en cuanto se trata de una levísima ficción que quiere trasladar al espectador la experiencia traumática de una persona sometida a esa forma tan cruel de tortura como es el secuestro. Porque no se trata de contar una historia, sino de poner al espectador en la piel de quien sufre esa privación de libertad, ve invadida su intimidad, se encuentra desorientado por el tiempo (no sabe la hora ni si es de día o de noche)... y -como parece que suele suceder en la realidad- llega a desear su propia muerte antes que continuar viviendo en esas condiciones; el director quiere que los espectadores, aunque sea de forma vicaria, vivamos esa experiencia. Nada más y nada menos.

Como se quiere representar el confinamiento en sí mismo, desprovisto de cualquier explicación o de los antecedentes y consecuentes, la película adquiere cierto grado de abstracción, a lo que contribuye la austeridad de episodios y detalles argumentales (la comida, el cubo de zinc para las heces, el intento de fuga, la duda de uno de los secuestradores, el intento de suicidio), pues en la mayor parte del metraje no pasa nada. Únicamente hay tres o cuatro insertos con imágenes exteriores que funcionan como flases de la memoria del protagonista, que recuerda de forma fragmentaria su secuestro. Pero hay una trampa en esa condición abstracta buscada por el guión, pues al renunciar de antemano a la empatía del espectador con el protagonista -ocultar su pasado y las condiciones del secuestro impide hasta cierto punto la solidaridad básica del público- entra en contradicción con el objetivo de trasladar la experiencia traumática. Esta es la única dificultad que se puede objetar a una propuesta tan arriesgada como bien resuelta.

En efecto, el pie forzado del espacio y protagonista únicos y la opción por un argumento desnudo de subtramas o de recreaciones que le dieran variedad, no impide hacer un muy sabio uso de la banda sonora y el montaje, sobre los cuales descansa la sustancia fílmica de la película. Además de estar interpretada con convencimiento y fotografiada con luz azul casi en blanco y negro adecuada por completo al espacio y al talante del relato, es la banda sonora -junto a varias puntuaciones de prolongados fundidos en negro- la que contribuye a vertebrar el ritmo de la película y conseguir algo tan difícil en un relato desnudo como es otorgar entidad dramática al paso del tiempo. Esa banda sonora, enormemente trabajada y rica en su diversidad, juega con los silencios, los ruidos, hermosos temas musicales y canciones de Pau Vallvé y piezas preexistentes, como un aria de «La forza del destino», que adquieren un nuevo sentido adheridas a las crueles imágenes. Y alcanza su mayor expresividad en la plasmación de las vivencias y estados de ánimo del protagonista que no son expresados de otro modo, sino «construidos» en la mente del espectador a través de lo que banda sonora evoca.

Si toda escritura es biografía o plagio, en cuanto arte del tiempo, todo filme es una reflexión sobre el tiempo. Y en Zulo la indagación es plural: no solo es reflexión sobre el devenir del tiempo como elemento vertebrador del relato (que alcanza mayor entidad en el momento en que el otro eje, el del espacio, queda constreñido deliberadamente), sino también la necesidad de estar orientados y percibir el tiempo (eliminar el reloj como forma de tortura), la incertidumbre sobre el paso del tiempo y el futuro que aguarda o el pasado olvidado como supresión del tiempo.

Aunque las gacetas hablen de «thriller psicológico» y haya participado en un evento tan clasificador como el Festival de Cine de Sitges, creo un error contemplar esta sugerente película como una obra de cine de género (aunque, bien mirado, ojalá los adolescentes adictos a este cine fueran a verla...). Como queda dicho, más bien es un docudrama al que las opciones de guión elevan a categoría de filme experimental. No es una obra que satisfaga grandes expectativas ni invita a un visionado cómodo, pero no cabe duda de que estamos ante una pequeña obra maestra que revela el talento de sus creadores.