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Libro Tercero

De la segunda parte de la crónica general de las Indias



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Capítulo I

De lo que hizo Cortés desembarcando en San Juan de Lúa.

     Antes que entrase en el puerto, los que iban en los navíos cantidad de indios andar por la costa, y capeando a los nuestros hacían señas para que se acercasen. El General, después que hubo tomado puerto, no quiso que nadie fuese aquel día a tierra sin su licencia y mandado, recatándose no hubiese alguna celada. Los indios, como vieron que ninguno de los nuestros saltaba en tierra, dos principales dellos se metieron en dos canoas con sus remeros, y buscando al señor del Armada, como de un navío les hicieron señas cuál era la capitana donde Cortés venía, llegáronse a bordo. Aguilar, que siempre iba con el General y Marina, preguntándoles qué era lo que querían, respondieron que hablar al General. Dixéronles que entrasen. Ellos, como vieron al General, haciendo su acatamiento, le dixeron que Teudile, gran mayordomo de Motezuma y gobernador de aquella tierra, inviaba a saber qué gente y de dónde era aquella que venía, qué buscaba y si quería parar allí o pasar adelante.

     Tenía Motezuma, según era grande su poder, mucha noticia de los españoles desde Champotón, por vía de los mercaderes que lo corrían todo Invió estos mensajeros Teudile, para luego dar aviso a su señor Motezuma de la venida de los españoles y de lo que pretendían, para que estuviese advertido de lo que debía de hacer, porque, como adelante diré, no se holgaba nada Motezuma con la venida de los nuestros, por los pronósticos que tenía, Cortés, aunque no les respondió, luego rescibiólos con alegre cara, e hízolos sentar sobre una caxa junto a su silla, mandando a todos los del navío estuviesen quedos, sin hacer bullicio, porque aquellos principales no se alterasen y rescibiesen algún miedo. Luego ellos desenvolvieron una manta y sacando della una sonajera de oro fino a manera de limeta y cinco rodelas de plata, con gran comedimiento las presentaron a Cortés, diciéndole que de parte del gran señor Motezuma, cuyos esclavos eran ellos, rescibiese aquel pobre presente. Dicen que aquí estuvo Cortés muy confuso, porque Aguilar ya no entendía aquella lengua mexicana, que es de los Naguales, que corre por toda la Nueva España, aunque luego se entendió de Marina, que la entendía. Dicen otros que estonces no se supo que Marina supiese la lengua mexicana, porque venía con Puerto Carrero en su navío, hasta que después de haber saltado en tierra, oyendo que unos indios intérpretes, que eran de los que truxo de Cuba, interpretaban falsamente, en gran daño de los nuestros lo que Cortés respondía, habló a Aguilar en la lengua que él sabía, diciendo que aquellos perros respondían al revés de lo que el General decía. Aguilar, muy alegre, lo dixo a Cortés, el cual, llamando a la Marina por lengua del Aguilar, le dixo que fuese fiel intérprete, que él le haría grandes mercedes y la casaría y le daría libertad, y que si en alguna mentira la tomaba, la haría luego ahorcar. Ella fue tan cuerda y sirvió tan fielmente hasta que algunos de los nuestros entendieron la lengua que, aunque fuera española e hija del General, no lo pudiera hacer mejor.

     Volviendo, pues, a la confusión que Cortés tuvo, acordándose de los indios de Cuba, por ellos respondiendo a aquellos principales, les dixo que él venía en demanda de aquella tierra de muy lexos, por mandato de un muy gran señor, para conoscer y tractar a su señor Motezuma, de quien tenía grandes nuevas, y para decirle algunas cosas de parte de Dios, que a él y a toda su gente convenía mucho, e que a esta causa se había de desembarcar y detenerse allí algunos días. Los principales respondieron que se holgaban mucho dello y que lo irían a decir a Teudile, su señor, el cual tenía gran deseo de los ver. Acabadas estas y otras razones que entre ellos pasaron, mandó Cortés darles colación de conservas y fructas de Castilla y de beber de nuestro vino, con el cual se holgaran demasiadamente, dando a entender el uno al otro cuán bien les sabía. Acabada Ia colación se despidieron de Cortés con mucha crianza, el cual, como era tan avisado y sabía a lo que obliga el que da y es liberal, mandó sacar unos bonetes de grana, cuchillos, tixeras y algunas sartas de cuentas, margaritas y diamantes falsos, lo cual repartió entre los dos con rostro tan alegre que claramente mostraba meterlos en las entrañas y desear darles mucho más. Dicen que los indios, visto el contento con que Cortés les daba aquellas cosas, se atrevieron a pedirle un poco de la conserva y del vino. Cortés se lo mandó dar, y ellos se despidieron dél muy contentos para Teudile, a quien dixeron que había de dar todo lo que llevaban.



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Capítulo II

Cómo después de llegado Cortés al puerto de San Joan de Lúa, invió dos bergantines a buscar puerto y de lo que les avino.

     La noche antes que Cortés saltase entierra determinó, para ver si podría hallar mejor puerto, inviar dos bergantines que corriesen la costa; en el uno invió a Montejo, y en el otro a Rodrigo Álvarez, por ser personas de crédicto y confianza. Encomendóles que llevasen la vía de Panuco, porque por aquella costa le habían dicho que había puerto; navegaron la costa abaxo, y descubrieron a do es ahora Villa Rica la Vieja y corrieron toda la costa de Almería y toda la demás costa casi hasta Isla de Lobos, adonde les dio tiempo tan bravo que nunca pensaron salir con vida del peligro en que se vieron; faltóles luego, aunque el tiempo abonanzó, el agua, y de tal manera que pensaron perescer de sed. Para socorrer a esta nescesidad el artillero mayor, con otros dos compañeros, queriendo salir a tierra se ahogó, y el otro, esforzándose lo más que pudo, no sin muy gran trabajo y grandes heridas de la mucha reventazón que el agua hace en aquellos arrecifes, salió a tierra; el otro se volvió con muy gran miedo y no sin notable peligro a los bergantines. Luego otro día, atando sogas con sogas hasta la reventazón, echaron el escutillón todo lo más largo que pudieron, para que asiéndose a él, el que había quedado en tierra pudiese volver al navío, el cual con gran dificultad tomó el cabo, y balando los marineros con muchos golpes de mar, le metieron en el navío.

     En el entretanto, Montejo y Rodrigo Álvarez mandaron que todas las armas se atasen a la tablazón del un bergantín para que la misma tormenta las echase a tierra, determinados de zabordar en tierra con los bergantines, por no perescer de sed: e ya que querían hacer esto, se levantó un norte con un gran aguacero, y como todos estaban tan sedientos, aunque el viento los fatigaba, holgaron mucho con el aguacero, porque con sábanas y algunas vasijas tomaban el agua; y era tanta su sed, que algunos abrían la boca al agua que corría por las velas abaxo, que no debía ser tan buena como la del río Tajo. Mataron una tonina, porque si no era el pan, todo el demás bastimento habían echado a la mar para quitar la ocasión de la sed, y con el norte llegaron aquel día cerca de Sant Joan de Lúa. Fueron al real a dar mandado cómo habían hallado puerto; saltaron todos en tierra, y descalzos, las cabezas descubiertas, fueron en procesión desde donde desembarcaron hasta una iglesia que el General había mandado hacer, donde llegando, con muchas lágrimas y gran alegría. postrados por tierra, dieron muchas gracias a Dios por haberlos librado de tan grandes peligros.

     Cortés se alegró mucho con ellos, porque por los vientos que habían corrido entendió el gran peligro en que se habían visto, y porque de Sant Joan de Lúa se hace tanta mención, será bien decir por qué se llamó así. Es, pues, de saber que si dicen Ulúa quiere decir «árbol», o una resina que dél sale, de la cual los indios hacían sus pelotas con que jugaban, que como los españoles con las manos arrojan la pelota, así ellos, desnudos en carnes, la rechazaban y daban con el encuentro del anca; y si dicen Sant Joan de Culhúa, quiere decir de aquella generación o gente que se enseñorearon de la tierra de México; y así, antes que los mexicanos se enseñoreasen de tan grandes provincias, los indios naturales de aquella tierra la llamaban Chalchicoeca, que quiere decir «en el agua clara».



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Capítulo III

Del buen rescibimiento que el gobernador Teudile hizo a Cortés y el presente que el Señar de México le invió.

     Después que Cortés asentó su real, y con sus amigos, como adelante diremos, dio orden y manera cómo se descargase de la obligación que a Diego Velázquez tenía, y, en nombre del Rey, por los de su exército fuese elegido, y, como parescerá, casi forzado a aceptar el cargo de General, el Domingo de Pascua por la mañana vino Teudile del pueblo de Cotasta, que era ocho leguas de allí, muy como señor, acompañado de más de cuatro mil indios bien ataviados y sin armas; los más dellos vinieron cargados con muchas cosas de comer, que mataron la hambre a todo el real. Teudile entró acompañado de los más principales a do el General estaba, el cual, como ya estaba avisado, se adereszó lo mejor que pudo y se asentó en una silla de espaldas, acompañado de todos los Capitanes, adereszados lo mejor que pudieron para mostrar el auctoridad de su Capitán a los indios, y puesto delante de Cortés, como vio el auctoridad con que estaba asentado, haciendo primero una grande inclinación, se sacó sangre de la lengua con una paja, porque la traía, al uso y costumbre de aquella gente, horadada. Fue esta la mayor reverencia y acatamiento que se le pudiera hacer entre los indios, porque sacar sangre de la lengua o del brazo o echar encienso, nunca lo acostumbraban sino cuando hacían gran sacrificio a los ídolos que por dioses tenían. Hecho este comedimiento, sacó ciertas joyas de oro y otras de pluma muy vistosas y mantas de algodón ricamente labradas, [y] mandando poner delante todo el refresco de comida, que era muy grande, por lengua de Marina y de Aguilar habló de esta manera:

     «Señor y valiente Capitán: Bien te acordarás cómo los indios que te fueron a visitar al navío antes que desembarcases, te preguntaron qué era lo que querías y a qué eras venido, para dar dello relación al gran Emperador Motezuma, cuyo esclavo soy yo, los cuales como tú respondiste que de parte de un gran Rey e señor tuyo le venías a conoscer y visitar, fueron con esta repueta y ahora son venidos con mandato del gran señor Motezuma, para que yo te resciba y sirva lo mejor que pudiere, y en su nombre te ofresca estas joyas, las cuales te invía, agradesciéndote mucho la venida y teniendo en gran merced que tan gran señor como dices que es el Emperador le quiera conoscer.» Cortés, aunque luego sospechó, como después paresció, que aquellos eran cumplimientos de Motezuma, respondió levantándose primero de la silla y abrazándole muy amigablemente, haciéndole juntamente sentar en un banquillo: «Mucho te agradesco, señor, el trabajo que has tomado de venir desde tu casa hasta aquí, pero haces lo que debes al servicio de tan gran Príncipe como Motezuma, al cual dirás que le beso las manos, y que estas joyas, por ser suyas, las tengo en mucho, e inviaré al Emperador, mi señor, como prendas del amor y conoscimiento con que tu señor Motezuma le paga.» Y luego, haciendo sacar un sayo de seda, una medalla, un collar de cuentas de vidrio y otros sartales, los dio por la mano a Teudile, el cual lo rescibió con mucho comedimiento, rindiéndole muchas gracias, porque eran cosas que él ni los suyos jamás habían visto, y como tan peregrinas, túvolas en tanto que luego las invió a su señor Motezuma, no diciendo que Cortés se las inviaba, sino que él porque las viese, le servía con ellas, pues era su esclavo; invióle asimismo con estas cosas un lienzo que los indios labran de algodón, en el cual, porque letras ni modo de escrebir no tenían, iba pintado todo el real, los navíos y cómo habían los nuestros saltado en tierra, señalada la persona de Cortés y las de los Capitanes y de otras personas principales, tan al natural como si muchos años los hubieran tractado.

     Como vio Hernando Cortés el contento que Teudile mostraba con las cosas que le había dado y que allí delante dél las había dado a ciertos indios principales para que luego las llevasen al pueblo de Cotasta, sintiendo que con ellas había de inviar la embaxada a Motezuma, mandó que delante dél saliesen todos los españoles con sus armas en ordenanza, al paso y son del pífaro y atambor, y que luego trabasen una muy reñida escaramuza, y que también los de caballo con sus cascabeles y adargas hiciesen otra escaramuza, de la cual Teudile y los suyos se maravillaron mucho, porque pensaban hombre y caballo ser una misma cosa; tuvo pavor, aunque Cortés se reía con él. Mandó, hecho esto, al artillero mayor que, puestas las piezas de artillería en el orden y asiento que es menester para dar batería a una ciudad, disparase, sin quedar ninguna, contra cierto baluarte, para que los indios viesen la gran furia de los tiros y considerasen el mucho daño que podrían hacer en las personas, pues en las paredes le hacían tan señalado.

     Muy espantado quedó de todo esto Teudile, y como era hombre de buen juicio, fácilmente coligió que con aquellas armas y bestias, aunque no eran muchos los nuestros, podían salir con lo que intentasen; y que sintiese esto, y aun muchos de los principales, paresció claro por el nuevo respecto con que de ahí adelante tractó a Cortés, aunque antes, como dixe, le honró como a sus dioses. Preguntóle Cortés que le parescía de todo lo que había visto; respondió con gran reverencia: «Señor, todo lo que he visto nunca he visto, y así no puede dexar de ser nuevo y maravilloso para mí, porque, aunque sois hombres como nosotros, sois de otro color y talle; vuestro traje es en todo diferente del nuestro, y esos hombres que andan tan altos y corren tanto y tienen cuatro pies me admiran mucho, pero lo que me ha mucho atemorizado, son aquellas armas gordas que echan fuego y suenan tanto, que me paresció que relampagueaba y tronaba el cielo.» Y los navíos, asimismo, dixo que le habían admirado a causa que eran grandes casas de madera que andaban sobre el agua.

     Cortés se holgó mucho con esta respuesta, porque della entendió que los nuestros y nuestras armas le habían puesto miedo y que todo lo haría saber a su señor Motezuma, como luego lo hizo, despachando indios por la posta, para que de palabra y por pintura diesen a entender a Motezuma todo lo que asaba.

     Dicen que Cortés, para tener espacio de hablarle, convidó a Teudile a comer y que le asentó a su mesa. Hízose servir muy como señor, para que de todo diese relación a Motezuma. Acabada la comida, después de haber reposado un poco, ya que Teudile se quería despedir para volverse a su pueblo, Cortés le hizo la plática siguiente:



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Capítulo IV

De la plática que Cortés hizo a Teudile y de lo que más subcedió.

     «Teudile, fiel criado y gobernador en esta provincia de Motezuma: Porque sé que de todo lo que has visto, has dado y das larga cuenta a tu señor, será bien que de propósito entiendas quién soy, quién me invía y para qué; para que veas lo que debes avisarle, y tu señor lo que debe de hacer. Yo me llamo Hernando Cortés, soy Capitán principal de toda esta gente que ves, soy vasallo y criado del mayor señor y más poderoso que hay en el mundo, el cual, tiniendo noticia desta gran tierra y del mucho valor de tu señor Motezuma, me invió a que le visitase y hablase de su parte, y de parte de Dios le avisase conosciese los errores grandes en que él y todos los suyos viven, adorando muchos dioses en figura de animales, con sacrificios de hombres sin culpa e inocentes, viviendo en muchas cosas contra toda razón y ley natural, no habiendo ni pudiendo haber más de un solo Dios, criador de todo lo que vemos y no vemos, el cual, en sus sacrificios, como clementísimo, no pide las haciendas de los hombres ni la sangre, ni que pierdan la vida, sino dolor y lágrimas por haberle ofendido. Sin el conoscimiento deste Omnipotente y solo Dios, ninguno puede ser salvo, porque sólo Él es el que puede matar el alma y darle vida. Hízose hombre nasciendo de una virgen sin corrupción de su virginidad, para que muriendo por el hombre, que luego al principio que le crió la había ofendido, le librase de la muerte eterna y le diese la gloria, para la cual le había criado. Para conseguir tan gran bien como éste, conviene que yo vea a tu señor y le enseñe la gran ceguedad en que con honrar a sus vanos ídolos hasta ahora ha vivido, y yo sé que cuando entienda los muchos Reyes e señores que obedescen e sirven al Emperador, mi señor, y el gran deseo que con la obra magnifiesta que tiene de que tu señor y todos vosotros os salvéis, le sirvirá como los demás Príncipes y señores y le querrá muy de su voluntad reconoscer por señor. Sabido has quién soy, quién me invía y a lo que vengo; diráslo todo a tu señor Motezuma, y que yo estoy determinado de en ninguna manera dexar de verle y hablarle y enseñarle más despacio lo que te tengo dicho y otras cosas muchas que tú ni él, sí no es con el curso del tiempo, podréis entender.»

     Después que Teudile, con muy gran atención hobo oído esta plática, le pesó de una cosa y se rió de otra; pesóle de la determinación de Cortés, porque también pesaba a Motezuma; rióse de que Cortés dixese que un tan gran Prínecípe y señor como era Motezuma sirviese al Emperador; y así, disimulando el pesar y descubriendo la risa, dixo así:

     «Cortés, hijo del sol (que era el mayor título que le podía dar, porque al que principalmente adoraban de los dioses era el sol): Mucho creo que holgará mi señor Motezuma de verte y conoscerte, así por ver lo que nunca ha visto, como por salir de esos errores en que dices que vivimos; pero a lo que dices que Motezuma reconoscerá y servirá al Emperador, tu señor, no sé cómo puede ser esto, porque mi señor tiene tantos reinos y señoríos debaxo de su mano, manda tanta tierra y obedéscenle tantos vasallos, que no puede haber señor en el mundo que tanto pueda como él; pero con todo esto, yo le inviaré mensajeros que le digan lo que me has dicho, y antes de muchos días tendrás la repuesta.»

     Con esto se despidió Teudile, haciendo luego postas para su señor, inviando pintado lo que había visto y diciendo de palabra a los mensajeros muy por extenso lo que había oído. Hecho esto, se partió para Cotasta, que fue un pueblo muy fresco, dexando, para que los nuestros conosciesen lo que los amaba y quería, a par del real dos indios principales que mandasen a dos mill indios que allí dexaba, que sirviesen con gran diligencia y cuidado a los españoles. Hicieron los indios de ramas cubiertas con paja sus moradas; en el día de carne proveían largamente el real de gallinas, galli-pavos, venados, conejos y de todas las maneras de fructa que se daban en la comarca; y en el de pescado, de mucha variedad de peces de diversos gustos y sabores, de los cuales en aquella costa hay gran copia; proveyó asimismo Teudile de muchas mujeres, para que cociesen en el pan y guisasen la comida a los nuestros a su modo y gusto; y como se desengañó que los caballos no comían carne, mandó que les traxesen toda la hierba y maíz que habiesen menester.



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Capítulo V

El presente que Motezuma invió a Cortés y de la respuesta que le dio.

     No eran pasados siete días, habiendo casi setenta leguas de la Veracruz a México, cuando los embaxadores vinieron, los cuales antes que dixesen la repuesta que su señor inviaba, sacaron una vestidura de oro y pluma a manera de coselete, con mucha pedrería, guarnescida por los cabos de cuero colorado, y del mismo pendían unas cintas con que la ropa se ataba a los brazos y a las piernas; por almete desta ropa que parescía coselete, traxeron una gran cabeza de águila hueca por de dentro, de oro y pluma, que resplandescía a maravilla, por el pico de la cual veía el que se la ponía; volaban por cima desta, cabeza muchos y muy grandes plumajes de ricas plumas de diversos colores, que son con los que en la guerra y en sus bailes mucho se adornan los Capitanes y otros varones fuertes, que en su lengua llaman tiacanes. Suplicaron a Cortés con muy grandes comedimientos que porque aquella ropa era con la que vestían al mayor de sus dioses en los días de fiesta y regocijo, y especialmente cuando de sus enemigos habían conseguido alguna victoria, se la vistiese, para rescebir el presente que su gran señor Motezuma le inviaba y para oír la repuesta que daba a su embaxada que por Teudile había inviado. Fue el motivo de Motezuma inviar esta ropa, estar avisado de Teudile que los nuestros eran inmortales; y así por muchos días los llamaron teules, que quiere decir «dioses», y que era razón que pues el mayor de sus dioses vestía aquella ropa, que Cortés, que era el mayor de los del real, se la pusiese, el cual, o por gozar de la más nueva honra que a Príncipe se ha hecho en el mundo, o por complacer a los mensajeros y que no dixesen que tenía en poco ropa tan presciosa, se la vistió sobre el jubón y calzas, y era por el oro y pedrería tan pesada, que fue nescesario que algunos caballeros de los que con él estaban la ayudasen a soliviar. Puesto desta manera, rescibió dos ruedas grandes, una de oro y otra de plata; la de oro se llamaba el sol, porque en el medio della, con gran artificio y muy al natural, estaba el sol esculpido, con otras muchas labores hechas alrededor, de vaciadizo, de lo cual hobo e hay muy diestros oficiales en esta tierra; pesaba cient marcos. La otra, que era de plata, se llamaba la luna, porque en medio estaba esculpida su figura; pesaba cincuenta y dos marcos. Cada una dellas tenía diez palmos de ancho y treinta de ruedo. Sacaron luego mucha cantidad de joyas y piedras de oro y plata, muchas plumas riquísimas y de gran estima entre ellos; muchas mantas y ropas de algodón, blancas y otras labradas de pelos de conejo y plumas muy hermosas de ver. Era el presente tan rico que valía más de treinta mill ducados.

     Dado el presente, de los indios principales que con él venían, dos, haciendo grandes reverencias a Cortés, se rogaron al hablar. Finalmente, tomando la mano el más viejo, dixo: «El gran señor Motezuma, cuyos esclavos somos cuantos vivimos en esta tierra, dice que se huelga mucho con tu venida y con las nuevas que le traes de un solo Dios, en quien se ha de creer y poner todo el corazón y esperanza, y con lo que le dicen del gran Emperador de los cristianos, al cual desde ahora rescibe por amigo y hará por él y en su servicio todo cuanto pudiere; porque, pues es señor de hombres como vosotros a quien nosotros como a dioses tenemos y reverenciamos, debe ser tan poderoso y gran Príncipe como le has significado, y que a esta causa mandará que todo el tiempo que aquí estuvieres, te sirvan sus vasallos como a su persona misma; pero que a lo que dices de hablarle, lo tiene por muy dificultoso, así de su parte como de la tuya; de la suya, porque él está enfermo y flaco y no puede baxar tan acá; de la tuya, porque la jornada es muy larga y en ella hay muchas sierras asperísimas de pasar y grandes despoblados, donde tú y los tuyos padesceréis grandes trabajos, y que demás desto has de pasar por tierras de enemigos suyos, hombres de mal corazón y muy crueles y sin piedad, que procurarán hacerte todo el daño que pudieren y estorbarte el paso.» Todas estas escusas ponía Motezuma, porque veía que ya era llegado el tiempo en que él había de perder su señorío y sus vasallos habían de profesar otra ley, por los maravillosos pronósticos que de la venida de los españoles tenía, los cuales trata en su Tercera Parte el padre Motolinea.

     Cortés, oída la repuesta de Motezuma delante de Teudile, que a todo se halló presente, reportándose un poco, mandó sacar las mejores ropas de seda que tenía, con algunas buenas joyas, las cuales dio a Teudile para que las inviase en su nombre a Motezuma, su amo, y es de saber que aunque en lo pasado he usado deste vocablo, señor, que los indios jamás a sus señores llaman sino amos, paresciéndoles que a solos los dioses se debía el nombre de señores, lo cual entre los romanos también sintió un Emperador, mandando por público pregón que ninguno, so pena de muerte, le llamase señor.

     Cortés, cuantos más estorbos para su deseo le ponía Motezuma, tanto más deseaba verle y hablar con él, porque esto tiene todo lo que se prohíbe y vieda; y como estaba con este deseo, sin tener cuenta con examinar ni inquerir las escusas de Motezuma, si eran verdaderas o falsas, como aquel a quien su buena fortuna llamaba para negocio tan grande, replicó a los mensajeros con ánimo denodado desta manera: «Diréis a vuestro amo Motezuma que, pues con tantos trabajos, por más de dos mill leguas, metidos en casas de madera, he venido por mandado del Emperador, mi señor, no a otra cosa sino a verle y a hablarle, que no haría yo lo que debía si me volviese sin hacerlo, porque lo que le quiero decir es de parte de Dios y de mi Rey, y a él importa tanto oírme como a mí hablarle, y a mí me conviene tanto hacer esto, que si pensase morir mill veces no lo dexaría, que esta costumbre tenemos los cristianos criados de los reyes, que damos por bien empleada la muerte, pues resulta della gloria a los descendientes, cuando en cosa justa morimos obedesciendo a nuestro Rey y señor, y que, pues yo estoy determinado de no caer en la indignación de mi Dios y de mi Rey, que no quiera que a cabo de tanto tiempo y de tan larga jornada me vuelva sin ver y hablar a tan gran Príncipe como Motezuma, a quien el Emperador, mi señor, desea tractar y comunicar por cartas, pues por presente conversación no puede.»

     Teudile, que no estaba muy contento desta respuesta, sin dexar responder al que vino de parte de Motezuma, dixo: «Tú haces cierto lo que debes al servicio de tu señor, aunque como Motezuma, mi amo, dice, ha de ser muy dificultoso y aun peligroso el poder verle, por las causas que te ha dicho; pero, pues tú estás tan determinado de verle, que no sé si después de puesto en ello te arrepintirás; yo despachar luego estos mensajeros que declaren a mi amo Motezama tu determinación, y en el entretanto que vuelven, te suplico descanses y tomes placer, que no te ha de faltar cosa de las que hobiere menester, y porque me paresce que aquí estás mal aposentado, sería bien que te vinieses a un pueblo que está de aquí cinco leguas, donde estarás a tu contento.» Cortés, agradesciéndole la buena voluntad y ofrescimiento, díxo que él no se mudaría de allí hasta que tuviese repuesta de Motezuma. Con esto se despidió Teudile para Cotasta a despachar con los mensajeros.



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Capítulo VI

Cómo el señor de Cempoala invió ciertos indios a ver los españoles, y cómo supo Cortés las diferencias que había entre los señores de la costa y los señores de México.

     Como era tan gran Príncipe Motezuma y los mercaderes y lengua de México se extendían por muchas provincias y reinos, entendió la venida de los nuestros, los navíos y número de gente, la manera del vestir y figura del rostro, y cómo en Champotón de toda la costa se habían juntado diversas haces a no otra cosa sino a matar y comer a Cortés y a sus compañeros, porque como ellos eran tantos y los nuestros tan pocos, creyeron que sin dificultad harían lo que intentaban, y quedaron tan burlados de su deseo, que fueron afrentosamente vencidos y muchos dellos muertos, sin que ninguno de los nuestros faltase, y que era tan grande el esfuerzo y valentía de cada uno de los nuestros, que tenía en poco a docientos y trecientos indios, y así pensaban que eran inmortales, y por esta causa dioses; y como con esto supo también Motezuma que el Dios de los nuestros podía mucho, pues estando los españoles por tres veces en tanto aprieto había inviado un hombre sobre una bestia blanca, que peleaba con tanta furia que les quitaba la vista de los ojos y entorpecía las manos, desaparesciendo y paresciendo cuando quería, extendióse la fama de tan nuevo y nunca visto negocio por toda la tierra de tal manera, que cuando Cortés saltó en tierra, luego después de pasadas las cosas que he dicho con Teudile, muchos señores de la costa secretamente inviaron criados suyos para que viesen a Cortés y a sus compañeros, en especial el señor de Cempuala, uno de los mayores señores de la costa, el cual, espantado de las cosas que de los españoles se decían, invió de los más bien entendidos de su casa hasta veinte criados, porque siendo tantos y tales le traxesen mejor relación, porque en lo que uno no advirtiese, miraría otro, los cuales, como llegaron, que no estaban de allí más de una jornada y con los otros indios no tenían comunicación, apartáronse a un lado del real de los cristianos, mirando con mucho cuidado a los nuestros que en él estaban.

     Cortés, que no se dormía nada, porque al que bien vela todo se le revela, miró en aquellos indios, y como los vio juntos y apartados de los otros indios, diferentes en rostros y trajes, y mirar con tanto cuidado, preguntando quién eran o qué querían aquellos indios, diciéndole que eran masceguales, que quiere decir como labradores o hombres baxos y de poca suerte, no se satisfizo, porque ni parescían masceguales ni estaban con tanto descuido que no se debiese mirar en ellos y sospechar, como ello fue, que debía de haber otra cosa de lo que parescía; y así para salir desta sospecha, mandó que se los traxesen delante. Ellos vinieron de buena voluntad, Cortés los rescibió humanamente y metió en su tienda; preguntóles que de dónde eran y a qué venían; ellos respondieron que de un pueblo cerca de allí, que se decía Cempuala, y que el señor dél, que era en aquella costa el más principal, los inviaba a que viesen aquellos teules o dioses que habían venido de tan lexas tierras en tan grandes acales, cuya fama tenía espantados desde Cozumel y Champotón toda aquella tierra.

     Cortés les mostró buen rostro y agradesció mucho a su amo haberlos inviado; dióles algunas cosas de rescate; mostróles los caballos y las armas y el asiento real; mandóles dar de merendar y a beber del vino, que no les supo mal; e ya que los quería despedir para que diesen relación a su amo de lo que habían visto, miró cómo los indios de Culhúa no se llegaban a ellos ni los hablaban, habiendo tantos por allí alrededor. Maravillado desto, preguntó a Marina qué era la causa de que aquellos indios no se comunicaban con los otros; Marina respondió que los indios que le habían venido a ver no eran naguales o mexicanos y que se llamaban totonaques, diferentes en lengua y costumbres de los mexicanos, y aunque en cierta manera, subjectos a Motezuma, reconoscían a otro señor que era el que al presente tenían, lo cual, especialmente entre indios, era bastante causa de discordias y poca amistad.

     No pesó a Cortés con esto, porque de las palabras de Teudile había conoscido que Motezuma tenía enemigos, y que a esta causa, por tenerlos subjectos, tenía Capitanes y guarniciones de gente por toda la costa; y para certificarse más desto, apartó en secreto a tres o cuatro dellos, que le parescieron más ancianos y que le darían mejor razón, y preguntándoles por lengua de Marina, qué señores había por aquella costa y cómo vivían y si entre ellos había guerras, los indios le respondieron que de pocos años a aquella parte los señores de aquella costa obedescían al gran señor Motezuma y tribuctaban a él y al señor de Tezcuco y al de Tacuba, porque de otra manera no se podían librar de las tiranías de Motezuma y del poder de sus armas, que había venido siempre en crescimiento, porque antes con él y con los señores que estaban la tierra adentro, habían tenido continuas y crueles guerras, y lo que al presente los señores de aquella costa sentían mucho era, no el reconoscer a Motezuma por supremo señor, sino las vexaciones y malos tractamientos que las guarniciones de Motezuma les hacían.

     Cortés holgó por extremo saber estas ocultas pasiones y las fuerzas que Motezuma había hecho y hacía, porque entendió, como ello fue, que a no haber pasiones, Motezuma era tan poderoso que en ninguna manera pudiera reducirle al servicio del Emperador, y así hizo nuevos regalos a estos indios, dióles cosas de rescate y algunas para su señor, y que le dixesen que él era venido para ser su gran amigo, por lo que dél había ido, y para favorescerle y ayudarle contra cualquiera que le tuviese enojado; y porque pensaba presto ir a verle y hablarle despacio, no quería decir más. A los indios rogó viniesen otra vez a verle, porque se holgaría mucho con ellos, pues los otros indios no eran parte para estorbárselo. Los indios respondieron que harían todo lo que su merced mandaba, y que si fuese a do su señor estaba sería muy bien rescebido, porque era dél muy deseado. Con esto se partieron muy alegres, aunque lo quedó más Cortés en haber entendido el medio con que se había de conseguir su fin tan deseado.



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Capítulo VII

Cómo Cortés rescibió la respuesta de Motezuma y cómo buscó sitio para poblar.

     Rescibió Motezuma los presentes de Cortés, y aunque por su extrañeza y novedad le dieron contento, mucho le pesó cuando los mensajeros le dixeron que Cortés estaba determinado de venir a verle, aunque más estorbos hobiese que su Alteza decía, contando, como ellos suelen, todo lo demás que Cortés respondía, con grandes encarescimientos. Oída esta respuesta aunque disimuló el pesar que sentía lo mejor que pudo, despachó luego otros mensajeros con un presente de mantas ricas, labradas de algodón y oro, con ciertas piezas, muy vistosas hechas de oro y pluma, y mandóles que yendo primero donde Teudile estaba, dixesen a Cortés que rescibiese aquel presente, y que en lo que tocaba a la venida no lo pensase, porque no era cosa que le convenía; y que si algo hobiese menester, que todo se le daría, así para volver a su tierra, como para pasar adelante, y dicen que encargó a los mensajeros que dixesen a Teudile que en todas maneras, dándole esta repuesta, procurase cómo Cortés se volviese y dexase la tierra. Teudile, venidos los mensajeros, se fue con ellos y con el presente donde Cortés estaba, y después de habérselo dado en nombre de Motezuma, le comenzó a persuadir se volviese a su tierra, o pasase adelante, porque pensar de ver a Motezuma era cosa imposible por el riesgo y peligro que en ello había, y porque claramente su señor decía que no le visitase, pues entre Príncipes bastaba el comunicarse por mensajeros, sin que fuese exército armado. Añadió Teudile que si tanto deseo tenía de ver a Motezuma, que fuese con tres o cuatro compañeros, que las guardas de su señor le acompañarían y defenderían por do fuese. Cortés se rió desta razón postrera, y aunque se enojó por las escusas de Motezuma lo más disimuladamente que pudo, en pocas palabras respondió a Teudile en esta manera: «Teudile, dirás a Motezuma que nosotros los españoles no solemos por miedo ni amenazas dexar de proseguir lo que una vez intentamos, especialmente si nuestro Rey nos lo manda. El Emperador y Rey, mi señor, me mandó, que aunque me costase la vida, no volviese hasta ver y hablar a Motezuma, con el cual, como otras veces he dicho, tiene gran deseo de comunicarse por cartas y embaxadores; y pues es este mi propósito, decirle has que yo iré presto a verle y a besarle las manos, y no es menester que sobre esto vengan ni vayan más mensajeros. A lo que dices que vaya con tres o cuatro compañeros solamente y no con tanta gente, que paresce que va en son de pelear, dirás que cualquiera destos mis compañeros es tan valiente que sabiendo el camino iría solo, sin que fuesen parte los enemigos de Motezuma para ofenderle; pero que porque yo sé que tiene muchos enemigos y muy valientes, quiero ir acompañado de algunos para que a mis ventajas haga castigo en ellos si me quisieren estorbar el camino.»

     Dixo Cortés estas palabras, así para espantar a Teudile, como para que las supiese, como luego las supo, Motezuma. Despidióse con esto Teudile, no tan graciosamente como las otras veces, porque no menos le pesó que a Motezuma la determinación de Cortés.

     Otro día cuando amanesció, toda la gente de los indios se había ido y quedaron las chozas tan vacías que ninguna persona paresció en ellas, y esto hicieron aquella noche que Teudile se despidió de Cortés tan secretamente que ninguno de los del real de los españoles lo sintió. Recelóse desto Cortés, paresciéndole que el negocio iba de mal arte, y así mandó estar a toda su gente a punto, inviando espías y corredores para ver si había alguna celada o los indios intentaban algo; y como ni de guerra ni de paz paresció indio, determinó de buscar por toda aquella costa si había algún puerto mejor del que tenía y asiento donde más cómodamente pudiesen poblar, porque a esto le habían convidado mucho las ricas muestras de la tierra y la manera de la gente, que era mucho más y más lucida y de mejor color que la de las islas, que era descolorida y poco bien tratada.

     Invió al piloto mayor Antón de Alaminos con dos bergantines para que, costeando la tierra, buscase puerto y asiento conveniente. Navegó más de veinte días; padesció muchos trabajos, llegó con mucha dificultad hasta el río de Pánuco, por los muchos arrecifes y grandes corrientes que había. Corrida la costa, no halló, como tengo dicho antes, sino un peñol que estaba salido en la mar; aquí fue Villa Rica la Vieja. Tomó Cortés lo mejor, que fue al abrigo de aquel peñol, porque tenía cerca dos buenos ríos y pastos, como era menester. En el entretanto que se buscaba el puerto, Cortés levantó su real, y metiendo la ropa en los navíos, él con los de a caballo y con cuatrocientos compañeros tomó el camino que traían los que le proveían, y a tres leguas, a par de un hermoso río, de los cuales hay en aquella costa muchos, y cerca déste está lioy fundada la Veracruz, vadeando el río, llegó a un pequeño pueblo que estaba de la otra parte, del cual toda la gente se había salido por temor de los nuestros, desde el cual pueblo vino a dar a otros tres o cuatro tan pequeños que ninguno subía de docientas casas, en las cuales, aunque hallaron muchos bastimentos de maíz, frisoles, miel, calabazas y otras semillas de que los indios usan para sus brevajes, hallaron también mucho algodón y plumajes ricos. Cortés, como vio que los nuestros se aficionaban a la ropa, mandó por público pregón que ninguno tomase cosa alguna so pena de muerte, si no fuese de los bastimentos, porque sin éstos no podían vivir. El motivo de Cortés de mandar pregonar esto fue dar a entender a los indios, como después lo conoscieron, que no venía a robarlos ni a quitarles sus haciendas, sino a comunicarlos y tractar con ellos, para tener entrada para conseguir el principal fin que llevaba, que era la conversión dellos y el reconscimiento del Emperador, que tanto bien les hacía.

     Aprovechó tanto el rigor con que Cortés executaba sus mandamientos y el no perdonar al desobediente, que ningún Príncipe ni Capitán fue tan acatado y obedescido de los suyos como él, lo cual fue causa que de ahí adelante todo le subcediese más prósperamente de lo que pensaba.

     Tornóse de allí, y mandó descargar los navíos, para que si algún temporal viniese no los desbaratase y para despachar algunos dellos con cartas para el Emperador, pidiendo más gente y dando aviso de lo que hasta entonces había entendido de la tierra.



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Capítulo VIII

Del razonamiento que Cortés hizo a los suyos y de la elección de Cabildo en la Veracruz.

     Después que hubo Cortés asentado donde es ahora la Veracruz, los principales que le seguían le requirieron delante de un escribano que, pues la tierra daba tan buenas muestras, poblase luego en nombre de Su Majestad y no le acontesciese lo que a Grijalva. Cortés, que no deseaba otra cosa, porque lo tenía así maneado, respondió que lo oía e que para el cumplimiento dello les respondería otro día, porque era razón pensar negocio que tanto importaba; y así, rogándoles que para otro día se hallasen en su casa, les habló en la manera siguiente: «Señores y amigos míos: Ayer me requeristes delante de Pero Fernández, escribano de Su Majestad, que comenzase a poblar, porque no me acaesciese lo que a Grijalva, por lo cual, considerando yo por una parte cómo fue por Diego Velázquez tan justamente reprehendido, y por otra el habernos Dios traído a una tierra de tan buen temple, tan rica, tan poblada de gente, tan abundosa de comida, me ha parescido que, pues, de poblar se han de seguir muchos provechos y ningún inconveniente, que será bien tomar vuestro parescer y ponerlo luego por la obra, porque desde allí podríamos entrar poco a poco la tierra adentro y ver a Motezuma, que es lo que yo más deseo, y para este fin tenemos tan buenos principios como son el amistad del señor de Cempoala y de otros comarcanos suyos, contrarios, como tenemos entendido, de Motezuma; porque subjectados por fuerza, será cosa acertada hacernos fuertes, edificando ante todas cosas una fortaleza. También proveeremos con esto de inviar a las islas por bastimentos y alguna gente, e inviar un navío a España con persona de confianza, para dar noticia a Su Majestad de lo subcedido, inviándole el oro y plata y otras cosas ricas que Motezuma me presentó, para que Su Majestad, entendiendo nuestra buena ventura, que debaxo de su venturoso nombre nos ha subcedido, tenga por bien de hacernos toda merced y darnos todo favor, inviándonos la gente y los demás adereszos que para esta jornada son menester; y porque en toda población es nescesario que haya justicia y regimiento para que la república sea bien gobernada, yo, como Capitán general, en nombre de Su Majestad, paresciendo así a todos vosotros, determino nombrar Alcaldes y Regidores y los demás oficios que son nescesarios para nuestra buena gobernación; y porque yo he respondido a lo que me requeristes, y he dicho otras cosas que me han parescido convenir, vos ruego me respondáis a todo, porque en el consejo de muchos se suele acertar.»

     Oída esta plática, que a todos contentó mucho, en nombre de todos los demás del real respondieron ciertos caballeros en esta manera: «Señor: Gran confianza tenemos que Dios ha de hacer prósperamente nuestros negocios, pues vuestra merced ha hablado de tal manera que paresce que entendía nuestros corazones y voluntades, porque todo lo que vuestra merced ha dicho y determina hacer deseábamos nosotros todos; por tanto, lo que tenemos que responder es que vuestra merced ponga luego por obra lo que ha dicho, pues es lo que al presente más nos conviene.»

     Cortés, oída esta respuesta, pidió luego por testimonio delante del escribano que presente estaba, cómo en nombre de Su Majestad tomaba posesión de aquella tierra con las demás por descubrir. Hecho este aucto y diligencia, nombró luego por Alcaldes a Puerto Carrero y a Montejo; por Regidores a Alonso de Ávila, a Alonso de Grado, a Pedro de Alvarado y a Escalante, y por Procurador general a Francisco Álvarez Chico, que era hombre de negocios y por Alguacil mayor a Gonzalo de Sandoval, y por escribano de Cabildo a un Godoy. Hecho este nombramiento por su mano, delante del escribano que había nombrado, dio las varas a Alonso Fernández Puerto Carrero y a Francisco de Montejo, diciéndoles así: «Yo, Hernando Cortés, Capitán general por Su Majestad, inviado por Diego Velázquez, su Gobernador en la isla de Cuba, os doy y entrego estas varas, para que en nombre de Su Majestad exerzáis y uséis el oficio de Alcaldes en esta nueva población, y os encargo y requiero que aceptando el dicho cargo, hagáis justicia, sin tener respecto a persona alguna; y a vos el escribano que presente estáis, pido me deis por testimonio cómo los dichos Puerto Carrero y Montejo aceptan los dichos cargos de Alcaldes en nombre de Su Majestad y prometen de hacer justicia.» Los Alcaldes, hecha la solemnidad en tal caso acostumbrada, tomando las varas se asentaron y mandaron al escribano que diese por testimonio en manera que hiciese fee todo lo que Hernando Cortés pedía. Púsose por nombre a la nueva población la Villa Rica de la Veracruz, en memoria que el Viernes de la Cruz habían entrado en el puerto que se llama hoy Sant Joan de Lúa.



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Capítulo IX

Cómo Cortés renunció su oficio en manos de los Alcaldes y cómo fue elegido de los del pueblo por Capitán general.

     Hecha esta diligencia, Hernando Cortés, como lo había ya tractado con los que había hecho Alcaldes y Regidores, delante del mismo escribano, quitándose la gorra a todo el regimiento, dixo: «Señores, ya sabéis cómo por los flaires jerónimos que residen en la Isla Española y de allí en nombre de Su Majestad gobiernan las Indios, yo fui nombrado por Diego Velázquez, Teniente de gobernador en la isla de Cuba por el Almirante de las Indias, para descubrir y rescatar en esta tierra que Grijalva descubrió; y porque me paresce que los susodichos no tuvieron tan bastante poder como convenía, yo desde ahora para siempre renunció el cargo de Capitán general en manos de los señores Alcaldes y Regidores que presentes están y me desisto dél, para que en nombre de Su Majestad provean a quien más convenga, hasta que Su Majestad mande otra cosa; y a vos, escribano que presente estáis, pido y requiero que deis por testimonio cómo hago la dicha dexación de Capitán general para que, como tengo dicho, este regimiento nombre por Capitán general al que mejor visto le fuere, y así lo torno a pedir por testimonio.» Los Alcaldes respondieron que se saliese fuera, para determinar lo que más convenía al servicio de Su Majestad y bien de aquella república.

     Hernando Cortés, hecho su comedimiento, se fue a su casa. Los Alcaldes y Regidores en el entretanto trataron muchas cosas convenientes al bien de aquella república, determinando, como lo tenían ya en sus pechos, de elegir por su caudillo y Capitán a Hernando Cortés; y para que la elección tuviese más fuerza, llamaron a todo el pueblo, el cual después de junto, uno de los Alcaldes dixo así: «Señores, ya tendréis entendido cómo Hernando Cortés, nuestro Capitán general, por razones que a ello le movieron, ha renunciado el cargo de Capitán general en nuestras manos, para que nosotros le proveamos en nombre de Su Majestad a quien mejor nos paresciere. En el entretanto que Su Majestad manda otra cosa, estamos todos los deste regimiento de parescer que Hernando Cortés nos gobierne y sea nuestro Capitán general y Justicia, pues se lo debemos por el buen tratamiento que nos ha hecho y porque en él caben, como habéis visto, todas las partes y calidades que deben concurrir en un buen Capitán y Gobernador; y pues todos tenemos entendido esto, gran error sería y aun cosa peligrosa dexar al que tenemos conoscido, por elegir otro que no sabemos cómo lo hará, que cierto, como la experiencia lo enseña, los cargos preeminentes truecan a los hombres de manera que el que ayer os parescía manso, afable y humilde, mañana, puesto en el cargo, no le conosceréis, hallándole tan otro como si nunca hobiera sido aquel que el día antes conoscistes; por lo cual, si os paresce, para que esta elección tenga más fuerza, os ruego deis vuestro consentimiento, que nosotros descargamos nuestras conciencias con dar el nuestro y avisaros de lo que habéis de hacer.» Tuvo tanta fuerza este razonamiento y era tan sabio y bienquisto Hernando Cortés, que sin dar la mano a uno que respondiese en nombre de todos, juntos respondieron a la par: «Cortés, Cortés es el que nos conviene, y así pedimos, y si nescesario es, requerimos a vuestras mercedes le elijan y nombren luego por nuestro Capitán general, que nosotros desde ahora le habemos por elegido y nombrado.»

     El regimiento, visto esto, determinó otro día por la mañana, acompañado de los principales del pueblo, ir a casa de Hernando Cortés, el cual ya tenía nueva de lo que pasaba, y estaba esperando lo que él, con tanta sagacidad, había tractado. Entró el regimiento; Cortés los rescibió con mucha gracia, preguntándoles, como si de nada estuviera advertido, a qué era su venida. Estonces uno de los Alcaldes a quien ya el regimiento y la demás república había cometido que tratase el negocio, respondió así: «Señor, ayer renunció vuestra merced el oficio de Capitán general y se descargó con nosotros para que como nos paresciese, hasta que Su Majestad determinase otra cosa, le proveyésemos en persona tal que nos mantuviese en justicia y acabase esta jornada que tenemos comenzada; y visto por todos nosotros que ninguno puede mejor regir y gobernarnos, venimos a vuestra merced a suplicarle y requerirle, y si necesario es, mandarle, acepte el cargo de nuestro Capitán general y Justicia mayor, porque todo el pueblo está de parescer de no elegir a otro, ni admitirle, aunque nosotros le elijamos; por lo cual será bien que vuestra merced quiera a quien le quiere. Esto es lo que venimos a pedir a vuestra merced, porque, como tenemos entendido, vuestra merced nos mantendrá en justicia y nosotros seremos regidos y gobernados, por el que deseamos.»

     Cortés, a estas palabras, disimulando lo más que pudo el contento que tenía, respondió: «Señores, aunque es grande la merced que me hacéis en elegirme por vuestro caudillo, en más tengo la voluntad y amor con que me elegís, porque sin haberos hecho tan buenas obras como yo quisiera, tenéis de mí confianza de que haré el deber, y pues me lo habéis de mandar, haré lo que me rogáis, y así, en nombre de Su Majestad, hasta que de otra cosa sea servido, acepto el cargo de vuestro Capitán general y Justicia mayor, y prometo cuanto en mí fuere de exercer y usar el dicho cargo bien y legalmente.»

     No hubo Cortés acabado de aceptar, cuando luego los Alcaldes y Regidores y los demás principales del exército acometieron a besarle las manos, dándole muchas racias por haber aceptado. Despidió Cortés con alegre rostro a los demás del pueblo, y quedándose con el regimiento, comenzó a tractar de cosas que convenían para lo de adelante. El Cabildo, tomando ocasión desto para pedirle lo que tenía pensado, dixo:



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Capítulo X

Cómo el regimiento pidió a Cortés le vendiese ciertos bastimentos y lo que él respondió.

     «Señor: porque sabemos que, pudiendo, en ninguna cosa vuestra merced nos faltará, nosotros tenemos determinado que, atento a que de nuevo ha venido un navío con bastimentos, y no siendo conoscidos en esta tierra, sería dificultoso y peligroso por el presente sustentarnos en ella, suplicar a vuestra merced que tomando dél y de los demás, lo que hobiere menester para sí y para sus criados, lo demás, tasado en justo prescio, nos lo dé y reparta, que para la paga todos nos obligaremos a lo pagaremos de montón de lo que nos cupiere en la guerra, sacando primero el quinto que a Su Majestad se debiere. Juntamente con esto suplicamos a vuestra merced mande apresciar los navíos y artillería para que de montón los paguemos, para que de común sirvan de traer bastimentos de las islas para el proveimiento desta villa y exército, que desta manera seremos más bien proveídos y más barato que por vía de mercaderes, que venden por prescios excesivos.»

     Cortés respondió que cuando en Cuba había hecho el matalotaje y bastecido la flota no lo había hecho para revendérselo, como habían hecho otros, sino para dárselo, aunque en ello había gastado su hacienda y la de sus amigos, y que le pesaba de que no fuese más, para que conosciesen lo que deseaba hacer por ellos; pero que él confiaba en Dios que gastado aquel proveimiento no les faltaría. Con esto mandó luego a los maestros y escribanos de los navíos acudiesen con todos los bastimentos que en las naos había, al cabildo, y que el regimiento los repartiese por cabezas igualmente, sin mejorar ni aun a su persona, porque en la guerra tanto comía el chico como el grande y el viejo como el mozo y en lo que tocaba al vender de los navíos, respondió que miraría lo que más conviniese a todos, y que eso haría cuando menester fuese.

     Pretendió Cortés, como sabio, porque no le faltaban émulos, con liberalidad y largueza de ánimo, hacer de los enemigos amigos, lo cual intentó siempre con mucha prudencia; y porque hasta ahora ninguno ha dicho la manera que Cortés tuvo para ser elegido sin contradicción, decirla he en el capítulo siguiente.



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Capítulo XI

De la manera que Cortés tuvo para ser elegido en la Veracruz por Capitán general.

     Aunque desde Guaniguanico, como después se supo, Cortés tenía tratado lo que después hizo con sus amigos, conosciendo la buena ventura que Grijalva dexó, no quiso, por no hacerse sospechoso, darlo a entender hasta que fuese menester, aunque de secreto, como yo supe de Diego de Coria, que fue su paje de cámara, estuvo recogido ocho noches enteras escribiendo; créese, como después paresció, que se apercebía para lo que contra él había de hacer Diego Velázquez; porque después, antes que viniese Narváez, hubo una cédula del Rey, que decía que si prendiesen a Hernando Cortés, no hiciesen justicia dél, sino que lo remitiesen a España.

     Cortés, aliende de lo que escrebía al Rey, escribió ciertas, caras a su padre y al licenciado Céspedes, para que en corte solicitasen sus negocios. Hecho esto, pocos días después que llegó a Sant Joan de Lúa, recatándose de los amigos y deudos, de Diego Velázquez que traía en su compañía, hablando de secreto y tratando su negocio con los de su tierra, que eran muy valerosos, y con otros amigos de quien él se confiaba, invió a Joan Velázquez de León, deudo de Diego Velázquez, con docientos y cincuenta soldados, entre los cuales, para desimular mejor el negocio, iban muchos de sus privados y conoscidos amigos, y para que también le avisasen de lo que pasaba. El motivo público, aunque otro era el secreto, fue para que Joan Velázquez por tierra entrase descubriendo los más cercanos pueblos y traxese comida; mandóle, para asegurarle más, que no se alexase mucho ni se detuviese sino muy pocos días. Partióse Joan Velázquez, y luego otro día, no dexando ir de la mano su buena ventura renunció, como dixe, el cargo de General para tenerle por el Rey y no por Diego Velázquez.

     Detúvose Joan Velázquez tres días, y cuando vino halló lo que no quisiera, aunque lo desimuló cuanto pudo, porque ya no era parte para contradecirlo; aunque, como adelante diré, no faltaron amigos de Diego Velázquez que lo murmuraban de secreto, e ya que no lo podían estorbar, daban orden como Diego Velázquez lo supiese.

     Estando así las cosas, para que se conosca la simplicidad que los indios tenían, dicen testigos de vista, que después que Joan Velázquez se volvió, toparon los indios con un perro que de cansado se había quedado atrás, al cual con grandes comedimientos y reverencias, poniéndole sobre una manta, le traxeron en hombros y venían detrás más de trecientos indios cargados de aves, conejos y venados guisados de diversas maneras, con ricas xícaras de cacao para que bebiese cuando tuviese sed; hacían esto creyendo que el perro era dios, por venir en compañía de los españoles, a los cuales ellos llamaban teules, que quiere decir «dioses»; y cuando el perro no quería comer ni beber porque iba harto, creyendo que estaba enojado, con palabras amorosas le suplicaban no se indignase contra ellos, y que mandase lo que quería, que ellos lo harían luego.

     Desta manera, llegados do el capitán estaba, le suplicaron dixese al perro no estuviese más enojado; el perro saltó de la manta, y los indios temieron pensando que los quería comer; metióse debaxo de la silla del Capitán, el cual, disimulando la risa, les dixo que aquél no era dios, sino una fiera muy brava que cuando se enojaba despedazaba los hombres, y que él le diría que no estuviese enojado, porque él los tenía por amigos; y así, para que de ahí adelante los indios temiesen y dixesen cómo los españoles tenían aquel animal por amigo, acaeció que saliendo debaxo de la silla retozó un rato con Cortés, que los indios lo vieron.



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Capítulo XII

Cómo Cortés fue a Cempuala y del recibimiento que el señor della le hizo.

     Cortés y sus compañeros no estando muy contentos del primer sitio que habían tomado, acordaron de ponerse al abrigo del peñol, que tenía de la una parte y de la otra ocho o nueve leguas, las cuales anduvieron los navíos costa a costa. Cortés con cuatrocientos compañeros fue camino de Cempuala; llegó a un río que parte términos con tierra de Motezuma, y como iba grande no lo pudo vadear hasta la orilla de la mar, donde el río hace una reventazón; volviendo el río arriba en demanda de Cempuala halló chozas y casillas de pescadores, donde hicieron alto, porque no sabían dónde estaban ni qué camino habían de tomar, hasta que con la lengua Cortés se informó de ciertos indios y los tomó por guías, los cuales llevaron a los nuestros a un pueblo pequeño subjecto a la ciudad de Cempuala, no lexos della, y porque era ya tarde y no se podía entrar en Cempuala sino muy de noche, determinó Cortés quedarse allí; fortificóse lo mejor que pudo; fue regalado y bien tratado por los indios de aquel pueblo, porque le dieron abundantemente de comer, sirviéndole como si fuera su señor.

     De allí invió Cortés mensajeros al señor de Cempuala, haciéndole saber cómo quedaba allí e que a la mañana iría con toda su gente a verle, pues él no había querido venir adónde él estaba. Rescebido este mensaje por el señor de Cempuala, mandó luego que muy de mañana partiesen cient indios cargados de gallinas y con ellos ciertos principales que, después de haber ofrescido aquel presente, dixesen a Cortés cómo su señor se había alegrado mucho con su venida y que le estaba esperando para hacerle en su pueblo todo servicio; y que no había dexado de ir a verle por falta de voluntad, sino porque estaba tan cargado en carnes que no se podía menear.

     Cortés rescibió el presente dando las gracias a los mensajeros, a los cuales hizo almorzar con su gente y dio a beber del vino de Castilla para aficionarlos e inclinarlos a su amistad. Después que la gente hubo almorzado, Cortés mandó hacer señal de partida; puestos todos en ordenanza con su pífaro y atambor y con dos falconetes a punto, por si algo acontesciese, caminaron la vía de Cempuala, siguiendo a las guías que el señor de Cempuala había inviado. Estaba el camino muy bueno, porque el señor lo había mandado adereszar a mano; llegaron a un buen río, el cual pasaron a vado, y desde allí comenzaron a ver a Cempuala, que estaría como una milla. Ya que estuvieron juntos, holgaron, mucho los nuestros de ver un pueblo tan populoso y de tan buenos edificios, con tantas aguas, huertas y jardines, tanto que los nuestros, por su hermosura, llamaron a esta ciudad Sevilla, diciendo unos: «Aquélla paresce a la casa del Duque de Medina»; otros, «aquélla a la casa del Duque de Arcos». Salieron del pueblo muchos hombres y mujeres de todas edades, por mandado de su señor, a rescibir a los nuevos huéspedes; ofrescieron los indios a los nuestros muchas flores y rosas, de las cuales en aquel pueblo había en gran abundancia. Llegaron a Cortés ciertos principales, a su modo ricamente vestidos, los cuales, en nombre de su señor, le dieron la norabuena de la venida, echándole al cuello una hermosa cadena de rosas y flores; pusiéronle en la cabeza sobre la celada una guirnalda de flores muy olorosas, y para que llevase en la mano le dieron un manojo de flores, compuestas y ordenadas de tal manera que hacía una graciosa labor, a la cual llaman los indios suchil.

     Cortés rescibió esto con muy alegre rostro; abrazólos y hízoles muchas caricias. Entraban los indios muy sin temor entre la ordenanza del escuadrón, con semblante de alegría, dando a cada uno de los nuestros la buena venida. Desta manera y con este regocijo, con mucha música de los nuestros y dellos, entró Cortés en Cempoala. A la entrada del pueblo salió la gente más noble y más ataviada, que era de señores y principales; por la una parte, y por la otra, de las calles, había gran multitud de gente abobada de ver caballos, tiros y hombres tan extraños; había entre esta gente muchas señoras acompañadas de sus criadas, que todas daban a entender el contento que rescebían con la venida de los nuestros, los cuales, llegados que fueron al medio del pueblo, vieron un cercado muy grande, con sus almenas, blanqueado de yeso y espejuelo tan bruñido que con el sol resplandecía tanto que a seis españoles de a caballo que iban delante por descubridores les había parescido plata chapada, o porque lo parescía, o porque llevaban el pensamiento en la plata y oro que buscaban. Pasaron luego los nuestros, desengañados de lo que los de a caballo se habían engañado, por el patio de los teucales, que son los templo del demonio. Ya que llegaban cerca de la casa del señor, salió él muy bien aderezado e acompañado de personas ancianas muy bien ataviadas; llevábanle de brazo dos señores principales, porque esta era la costumbre entre ellos cuando un señor rescibía a otro, a la manera de los Reyes de Siria. Acercándose Cortés y el señor, cada uno hizo al otro su cortesía al modo de su tierra, y saludándose con pocas palabras, por lengua de los intérpretes, el señor, dexando personas principales que aposentasen y diesen lo nescesario a Cortés y a su gente, haciendo gran comedimiento, se despidió de Cortés, volviéndose a entrar en su palacio. Cortés con toda su gente se aposentó en el patio grande de los templos y cupieron muy bien todos, porque las salas eran muy grandes, y aunque los indios habían dado muestras de mucho amor, Cortés se fortalesció, poniendo los tiros, frontero de la puerta, haciendo a los que les cabía su guarda velar toda la noche. Mandó Cortés que ninguno, so pena de la vida, saliese de los aposentos sin su licencia. En el entretanto, los indios proveyeron con gran cuidado la cena para los nuestros, que fue muy abundante; traxeron hierba e maíz para los caballos, que siempre la hay verde.



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Capítulo XIII

De lo que otro día pasó entre el señor de Cempoala y Cortés.

     Otro día por la mañana el señor de Cempoala, bien acompañado de principales, fue a visitar a Cortés; dióle algunas buenas joyas de oro, muchas mantas de algodón y algunas piezas ricas hechas de oro y pluma; podía valer todo el presente dos mill ducados. Díxole: «Señor, descansa y huélgate tú y toda tu gente como si estuvieses en tu casa, porque yo te amo y deseo servir.» Cortés le rindió las gracias con palabras amorosas y comedidas, porque lo sabía bien hacer, y con esto el señor se despidió, diciendo a la salida a ciertos caballeros de los nuestros que le iban acompañando, que avisasen de todo lo que hobiesen menester, que no les faltaría; y fue así, que de lo que sobraba proveían los navíos.

     Estuvo Cortés desta manera, rescibiendo y dando presentes quince días, hasta que un día, inviando al señor ciertas ropas de seda, que él tuvo en mucho, le invió a decir que pues le había venido a ver tantas veces, que él quería, si no rescebía dello pesadumbre, irlo a visitar a su casa. Respondió el señor que holgaba mucho dello y que rescebía gran merced. Cortés luego otro día, dexando toda su gente en orden y concierto, tomó cincuenta compañeros, a los cuales mandó que se adereszasen de paz e guerra lo mejor que pudiesen, porque así lo hacía él; fuese con ellos a palacio; el señor salió a la puerta de la casa a rescebirlo, y después de haberse hecha el uno al otro grandes comedimientos, Cortés tomó por la mano al señor, y juntos entraron en su aposento y se asentaron en unos banquillos que los señores usan, todos hechos una pieza; y apartándose la gente del uno y del otro, quedando solos con sola la lengua, comenzaron a tractar de negocios, y como Cortés, para ver lo que había de hacer adelante, deseaba mucho informarse de las cosas de la tierra y había topado con aquel señor, que era cuerdo y de buen entendimiento, estuvieron muy gran rato en preguntas y respuestas. Cortés le dio cuenta de su venida y de quién era el Emperador que le inviaba; diole asimismo a entender que el principal motivo por que el Emperador de los cristianos le había inviado, era para desengañar a tantas gentes como el demonio con falsa religión había engañado y, finalmente, todas las otras cosas que dixo en Champotón y las que había dicho a Teudile.

     El señor oyó estas cosas con gran atención y maravillado de la extrañeza dellas, porque jamás las había oído; y después de haber respondido a lo que tocaba a la adoración y creencia de un solo Dios y al engaño que hasta entonces tenían de tantos dioses, dixo «cómo sus antepasados habían vivido siempre en entera libertad, sin reconoscer a otro señor, y que de pocos años a aquella parte él y su pueblo estaban tiranizados con la fuerza y poder de los señores de México, los cuales a los principios se contentaban con que adorásemos sus dioses con los nuestros, y después, poco a poco, por armas, se han enseñoreado de nosotros y de toda esta tierra y serranía que se llama de Totonacapa, que casi llega hasta Pánuco; y porque algunos pueblos desta tierra procuraron de defenderse por armas desta tiranía y no pudieron, por la mucha pujanza de Motezuma, hales echado mayores tribuctos y puesto en mayor servidumbre; y en la guerra cuando procurámos resistir, hase tan cruelmente con nosotros que a los que llevan presos no los toman por esclavos, por no darles vida, sino sacrifícalos luego a los dioses de la victoria y cómenlos en sus danzas y bailes y en otras fiestas que hacen en menosprecio nuestro. Por este miedo estamos en esta tierra casi todos hechos esclavos, muy abatidos, padesciendo intolerable servidumbre. así por los grandes tribuctos que pagamos, como por las vexaciones que nos hacen los Oficiales y recogedores de Motezuma. De aquí, señor, verás si de buena gana desearé yo ser vasallo de un tan bueno y tan gran Príncipe como dices que es el Emperador, tu señor.»

     Diciendo estas palabras y otras de gran lástima comenzó a llorar, suplicando a Cortés se condoliese de las tiranías que él y los suyos padescían, porque si esto no hacía, ya no tenían otro remedio sino matarse; pero diciendo esto, encaresciendo el gran poder de Motezuma, dixo: «Mas, ¿quién podrá vencer a un gran señor, que aliende de su mucho poder está aliado y abrazado con otros dos señores los mayores de la tierra, el uno el señor de Texcuco y el otro el señor de Tlacopa? Allégase a esto ser México inexpugnable, lo uno, por estar asentado y puesto sobre agua; lo otro, porque sus moradores son casi infinitos y muy exercitados en la guerra, y Motezuma, su señor, es el más rico Príncipe del mundo, aunque tiene continua guerra con los de Tlaxcala, Guaxocingo y Cholula, que caen en la serranía de los Totonaques.» En esto había dos opiniones: la una y más creíble, que Motezuma tenía guerra con esta gente sin apretarlos como pudiera, para que los suyos se exercitasen en la guerra y para que los enemigos traxesen esclavos y gente para sacrificar y comer; la otra opinión es que los tlaxcaltecas eran muchos y muy fuertes y puestos en lugares ásperos, donde no podían ser vencidos sino cuando baxaban a lo llano.

     Conforme a esta opinión, prosiguiendo el señor su plática, dixo a Cortés «Si te confederas con los taxcaltecas, yo te ayudaré cuanto pudiere y así serás poderoso contra Motezuma.» Cortés le agradesció mucho habérsele descubierto y ofrescido su amistad y la de sus amigos, y cierto no se puede decir el contento que recibió en saber que tenía ya medio conveniente para conseguir el fin que pretendía. Consoló mucho al señor de Cempoala; díxole que él confiaba en su Dios, que era solo y verdadero, que antes de muchos días le pondría en su antigua libertad y le vengaría de los agravios rescebidos, pues por su parte tenía la razón, que hacía justa la guerra, y que él no había venida sino para deshacer agravios y para que de ahí adelante no se sacrificasen más hombres a los demonios, enemigos de nuestras almas y cuerpos, y a que unos no comían a otros, que era cosa contra toda razón y piedad. Díxole más, que el buen recogimiento y rescebimiento que en su casa había hallado no le perdería, y que lo mismo haría por aquellos sus amigos, a los cuales convenía que llamase y dixese a lo que había venido, para que todos le tuviesen por amigo y se hiciesen bien sus negocios, y con esto también les dixese que con el favor de su Dios cada uno de aquellos sus compañeros era más valiente que mill indios.

     Dicho esto, se levantó y pidió licencia al señor para ir a ver la otra gente y navíos que estaban en QuiaustIan, donde pensaba tomar asiento, porque bastaba lo que allí había estado. El señor de Cempoala le replicó que si quería estar allí más días, que él se holgaría dello; y que si no, que cerca estaban los navíos para comunicarse cuando fuese menester. Rógole luego que en prendas de su amistad y amor rescibiese veinte doncellas totonaques, todas señoras y hijas de principales, entre las cuales le daba una sobrina suya, que era la más hermosa señora de vasallos. Cortés rescibió el presente con todo amor, por no enojar al que se lo daba, y así se partió llevando muchos indios principales que le acompañaron hasta la mar y otros de servicio; acompañaron muchas mujeres a las doncellas, por ser tan principales, y mientras Cortés estuvo en los navíos, fue muy bien proveído de todo lo nescesario, de donde entendió que el amistad con los de Cempoala sería firme y verdadera.



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Capítulo XIV

De la llegada de Cortés a Quiaustlán y de lo que allí avino.

     Aquel mismo día que Cortés partió de Cempoala llego a buena hora a Quiaustlán, y los navíos no habían llegado, de que se maravilló mucho y no le pesó menos, porque haber tardado tanto tiempo en camino tan breve no lo tenía por bueno. Estaba bien cerca de allí un pueblo puesto en un repecho poco apartado del peñol; llamábase el pueblo Quiaustlán, que quiere decir «lugar de pluvia». Cortés, como vio que estaba tan cerca, o, porque no tenía que hacer, o por ver desde lo alto si parescían los navíos, sabiendo de los de Cempoala que era de un señor totonaca, de los opresos de Motezuma, determinó subir allá en orden, como iban. Los de a caballo se quisieran apear, porque la subida era áspera, pero Cortés se lo estorbó, diciendo que no convenía que los indios entendiesen haber lugar tan áspero donde los caballos no pudiesen subir; subieron poco a poco, y antes que llegasen a las casas toparon con dos indios que, por ser de diferente lengua no los entendió Marina.

     Entrado Cortés en el pueblo, como vio que no parescía indio ninguno, sospechó que los indios que había tomado eran espías y que había algún engaño, mas por no mostrar flaqueza entró por el pueblo hasta que topó con doce indios ancianos y de mucha auctoridad, que traían consigo un intérprete de la lengua mexicana. Salían a rescebir a Cortés en nombre de su señor, porque ya estaban avisados de los indios de Cempoala. Saludaron a Cortés, dixéronle que su señor holgaba mucho con su venida; Cortés se lo agradesció, y preguntados que por qué se habían escondido, respondieron que porque jamás habían visto hombres semejantes, pero que después que el señor de Cempoala los había asegurado con decir que era gente buena y pacífica, habían perdido el miedo y salido a rescebirle por mandado de su señor. Cortés los siguió hasta una plaza, donde el señor estaba esperando bien acompañado. Saludáronse los dos con muestras de mucha amistad; el señor tomó un braserillo de barro con ascuas, y echando en él cierta resina que paresce anime blanco y huele bien, incensó a Cortés, porque era cerimonia que a solos los dioses y a los grandes señores se hacía en señal de reverencia.

     En el entretanto que aquellos indios principales aposentaban la gente de Cortés, el señor se metió con él debaxo de

unos portales de la plaza, donde Cortés con los intérpretes le dio a entender quién era, de dónde venía y para qué, como había hecho con los otros señores. El señor le dixo lo mismo que el de Cempoala, no con poco temor de que Motezuma se había de enojar por haber hospedado a Cortés sin su licencia y mandado. Estando con este miedo, asomaron obra de veinte indios por la otra parte de la plaza con unas varas cortas y algo gruesas, a manera de Alguaciles, que en la mano traía cada uno y en la otra un moscador grande de pluma con que se hacían aire, por el calor de la tierra, aunque no los usaban sino hombres principales. El señor, como los vio, comenzó a temblar de miedo y lo mismo hicieron los que con él estaban. Cortés, preguntó la causa; respondiéronle que aquellos eran los recaudadores de las rentas de Motezuma y que temían que le dirían cómo habían hallado allí aquellos españoles, por lo cual temían ser gravemente castigados. Cortés los esforzó diciéndoles que Motezuma era su amigo, y que no solamente no se enojaría ni les haría mal por ello, pero se lo agradescería; y si de otra manera lo hiciese, que él los defendería, pues traía consigo hombres tan valientes que cada uno bastaba a pelear con mill mexicanos, y que esto lo tenía ya entendido Motezuma por la guerra de Champotón.

     No bastaron aquellas palabras para asegurar aquel señor y a los suyos, porque luego se quiso levantar para rescebirlos y aposentarlos. Cortés lo detuvo, y dixo: «Por que veas cuánto podemos yo y los nuestros, manda luego a los tuyos que los prendan, y si se defendieren, les den de palos, que yo estoy aquí con los míos para defenderte contra todo el poder de Motezuma, cuanto más, que yo sé que por mi respecto no te osará enojar.» Cobró tanto ánimo el señor con estas palabras y encendiósele tanto la cólera con la memoria de los malos tratamientos pasados, que los mandó prender; y porque se defendían, los apalearon; pusieron a cada uno por sí en prisión en un pie de amigo, que es un palo largo en que les atan los pies al un cabo y la garganta al otro y las manos en medio, de manera que por fuerza han de estar tendidos en el suelo. Puestos los indios de esta numera, preguntaron si los matarían; Cortés rogó que no lo hiciesen, porque más convenía tenerlos a buen recaudo con guardas que de noche y de día mirasen por ellos para que no se fuesen, y que él inviaría a decir a Motezuma cómo ellos habían tenido la culpa de su prisión, por los agravios que hacían. Paresció bien al señor este consejo, aunque él más se holgara de matarlos. Mandólos meter en una sala del aposento de los nuestros, y mandando hacer un gran fuego dixo que los pusiesen alderredor dél con muchas guardas para que ninguno se pudiese huir. Poso también Cortés algunos españoles para mejor guardia a la puerta de la sala. Fuese a cenar a su aposento, donde él y los demás fueron bien proveídos de lo que el señor les invió.



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Capítulo XV

De la astucia y orden que Cortés tuvo para revolver los indios totonaques con Motezuma.

     Ya que era bien de noche, paresciendo a Cortés que todos reposaban y que los guardas indios estarían durmiendo, invió a decir a los españoles que guardaban los presos, que quitasen las prisiones a dos dellos sin que los demás lo sintiesen. Los españoles lo hicieron tan bien que, cortándoles las cuerdas, que eran de mimbres, traxeron dos dellos adonde Cortés estaba, el cual hizo que no los conoscía, y preguntándoles con Aguilar y Marina quién eran y qué querían y por qué estaban presos, respondieron que eran vasallos de Motezuma y que por su mandado habían venido a aquella tierra a cobrar ciertos tribuctos que los de aquel pueblo y provincia pagaban a su señor, y que no podían saber qué fuese la causa porque los habían prendido y maltratado, porque hasta estonces los salían a rescebir al camino y con mucho comedimiento los traían a sus casas, donde les hacían todo servicio y placer, y que de tan súbita mudanza no podían entender qué fuese la causa, sino estar allí los nuestros, que decían ser inmortales y que temían no matasen a los que quedaban en la prisión, primero que Motezuma lo supiese, porque eran serranos bárbaros y vengativos, deseosos de rebelarse contra Motezuma por darle enojo y ponerle en costa, y que esto lo habían intentado otras veces; por tanto, que le suplicaban hiciese cómo ellos y los otros sus compañeros no muriesen ni quedasen en poder de sus capitales enemigos, de lo cual Motezuma, su señor, rescibiría gran pesar por aquellos que eran sus criados viejos, no merescedores de que por tan buen servicio les diesen tan mal galardón.

     Cortés, mostrando en el rostro y palabras pesar de lo hecho, les dixo: «Pena tengo que Motezuma, vuestro señor, haya sido deservido donde yo estoy, que tanto procuro su amistad y contento, y así estad ciertos que por ser criados de tan valeroso Príncipe, yo miraré por vosotros, como lo haré por todas las cosas que al señor Motezuma tocaren; dad gracias a Dios porque estáis libres, para que yo pueda inviar luego cierto despacho a México; por eso comed y esforzáos para partir luego y mirad no os descuidéis, porque si éstos os cogen otra vez os comerán vivos, y a los que quedan presos, yo procuraré cómo no se les haga mal y que vivos y sanos vuelvan a México.»

     Ellos se lo agradescieron mucho; comieron brevemente, porque no veían la hora de salir del pueblo. Cortés los despidió luego, haciéndolos sacar por do ellos guiaron, dándoles algo que comiesen por el camino; encargóles mucho por la buena obra que dél habían rescebido, que dixesen a Motezuma, su señor, cómo él deseaba hacerle todo servicio, por lo mucho que de su persona se decía, e que tenía gran contento de habérsele ofrescido tiempo en que por la obra mostrase lo que tenía en el corazón, soltándolos a ellos y trabajando que el aucturidad de tan gran Príncipe no viniese a menos, e que aunque su Alteza había desechado su amistad y la de los españoles, como lo mostró Teudile, yéndose sin despedirse dél y ausentándole la gente, no dexaría él de servirle y buscar para esto cualquier ocasión; y que tenía bien entendido que sus vasallos, pensando que le servían, habían dicho que su señor no le quería ver ni conoscer ni dexarle entrar la tierra adentro, porque tales palabras no eran dignas de tan gran Príncipe como él, especialmente que él no iba con aquellos sus compañeros sino a servirle y decirle de parte de un solo Dios y del Emperador, su señor, cosas que le convenían mucho y secretos que jamás hobiese oído; e que si por él quedaba, sería su culpa, aunque todavía confiaba de su buen seso que, mirándolo bien, holgaría de oírle y hablarle y ser amigo de un tan poderoso Príncipe como el Emperador.» Ellos quisieran mucho llevar consigo sus compañeros, pero Cortés les replicó que no llevasen pena, que él les prometía de hacerlos soltar y que luego lo hiciera sino [fuera] por no enojar a los del pueblo, que le habían hospedado y hecho buen tratamiento, y que no era razón irles a la mano en su casa hasta atraerlos con buenas palabras; que fuesen con tanto sin cuidado y le traxesen repuesta, que él cumpliría lo prometido.

     Los mexicanos se partieron muy alegres, prometiendo en todo cumplir su mandado.



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Capítulo XVI

Cómo los Totonaques se levantaron contra Motezuma y lo que sobre ello hicieron.

     Otro día en amanesciendo, echaron menos los presos que se habían soltado; y el señor, teniendo, como ello fue, que iban camino de México a dar mandado a Motezuma, rescibió tanta pasión que quiso matar a los que quedaban y hacer cruel justicia en las guardas, sino fuera porque Cortés defendió a los unos y excusó a los otros, diciendo que no era razón matar los presos, que eran personas inviadas por su señor, y que, según derecho natural, ni tenían culpa ni merescían pena por hacer lo que su señor les mandaba. Excusó a los guardas, diciendo que de veinte se hubiesen huido dos, porque el preso vela cuando los otros duermen, para salir de prisión; y porque los demás no se huyesen, que se los entregase a él, porque los echaría en los navíos con buenas prisiones, de donde no pudiesen salir.

     Con esto se aplacó el señor y mandó entregar los presos a Cortés, el cual, delante del señor, les riñó ásperamente y mandó a sus soldados que los echasen en cadenas. En el entretanto, el señor, sin que Cortés lo supiese, entró en consejo con los principales de su pueblo, proponiendo si sería mejor pedir perdón a Motezuma, inviándole su tribucto con otros presentes, o ya que habían preso a los cogedores y tenían a Cortés por amigo, levantarse contra Motezuma, desechando de sus cervices el yugo de servidumbre en que estaban opresos.

     Hubo dos paresceres muy contrario entre sí, el uno de temerosos y pusilánimos; el otro de esforzados y amigos de su libertad. Decían los temerosos que lo mejor era aplacar a Motezuma, inviándole embaxadores con los tribuctos y otros ricos presentes, desculpándose de la locura y dislate que habían cometido contra la majestad mexicana, a la cual de nuevo pedían perdón de su culpa y humildemente se sometían; y que aunque confesaban haber errado, y por esto ser dignos de riguroso castigo, todavía, confiando en la clemencia de su gran señor Motezuma y de que aquellos españoles los habían forzado a hacer tan gran desatino, Motezuma los perdonaría y rescibiría en su gracia. Los de contrario parescer dixeron que era muy mejor morir defendiendo su libertad que vivir en tan áspera y perpectua servidumbre, y que no había para qué esperar misericordia de Motezuma, pues sabían que con ninguno que lo hobiese ofendido usaba della; y que pues esto había de ser así, y al presente tenían de su parte aquellos hombres inmortales y medio dioses, que no había que temer, sino suplicar a su Capitán los favoresciese, como antes se lo tenía prometido. Finalmente, como las razones destos tenían más fuerza y todos deseaban verse libres de la tiranía de Motezuma, determinaron de rebelarse contra él y suplicar a Cortés los favoresciese.

     Con esta determinación, acompañado de todos los principales, fue el señor a hablar a Cortés, al cual en pocas palabras dixo: «Señor, yo sé que los prisioneros que se soltaron habrán dicho a Motezuma el mal tractamiento que les hecimos, y esto fue porque tú lo mandaste y nosotros holgamos dello, por vernos libres de la tiranía que padescemos. Hemos determinado, después de lo haber bien mirado, de levantarnos contra Motezuma, procurando nuestra libertad. Por tanto, tú cumple tu palabra y danos favor, que nosotros determinamos de morir primero que vivir más en servidumbre.» Cortés holgó en extremo con esto, porque vio que no había otro camino para conseguir lo que deseaba sino éste, y disimulando el contento, respondió al señor: «Mira bien lo que haces, porque ya sabes que Motezuma es muy poderoso y tiene muchos amigos», pero que si así lo querían, que él sería su Capitán y los defendería valerosamente, porque era razón querer y amar a los que le querían y amaban, y no a Motezuma, de quien era él desechado, habiéndole convidado tantas veces con su amistad; y porque para la defensa dellos convenía saber qué gente podrían juntar de guerra, les dixo que le dixesen la verdad para que él viese cómo había de repartir sus soldados cuando Motezuma los acometiese por diversas partes. Ellos respondieron que en la liga se podrían juntar hasta cient mill hombres.

     Cortés, visto esto, dixo que avisasen de lo que estaba tractado a todos los señores comarcanos amigos suyos y enemigos de Motezuma, para que cuando fuese menester se juntasen y supiesen que su favor no les faltaría; y que decía esto, no porque tuviese nescesidad dellos ni de su exército, que él solo y sus compañeros con el favor de su gran Dios bastaban para los de Culhúa, aunque fuesen otros tantos más, pero para que estuviesen a recaudo y avisados, si por caso Motezuma inviase gente de guerra contra algunas tierras de los confederados, tomándolos de sobresalto; y también porque si tuviesen nescesidad de socorro, le avisasen con tiempo, para que él los favoresciese y ayudase con los suyos. Pusieron tanto ánimo y esfuerzo a aquellos indios las palabras de Cortés que, aunque de suyo eran pusilánimos y estaban acostumbrados, aunque de tan lexos, a reverenciar y tener a Motezuma como a dios, por otra parte como eran orgullosos y no bien considerados, determinaron con grande alegría de despachar luego sus mensajeros por todos aquellos pueblos, haciéndoles saber lo que tenían acordado y rogándoles que, pues tenían de su parte aquellos teules o dioses tan valientes y esforzados, que con gran presteza se juntasen y estuviesen a punto para dar aviso cuando Motezuma inviase contra ellos su exército, porque luego serían socorridos por aquel valeroso Capitán que determinaban seguir, para desechar de sus cervices el insufrible yugo de servidumbre que Motezuma les tenía echado.

     Entendido este aviso, como los que no deseaban otra cosa por verse libres de la tiranía que padescían, respondieron que así lo harían, y porque el señor de Cempoala viese cómo le obedescían y daban las gracias por el aviso, le inviaban sus mensajeros para que con ellos más largamente fuesen avisados de lo que debían hacer.

     Rebelóse toda aquella serranía, do había gran número de indios; publicaron luego guerra a fuego y a sangre contra Motezuma; no dexaron a cogedor ni a hombres que fuese de Culhúa a vida, deseosos de hartarse de la sangre de aquellos que tan opresos los tenían. Usó destas mañas y artes Cortés para ganar las voluntades a todos y hacer su hecho, como deseaba, porque de otra guisa era imposible; y porque Motezuma no pudiese sospechar que él había sido causa de la rebelión de los totonaques, dio orden, según luego diré, cómo con la buena gracia del señor de Quiaustlán, los cogedores que habían mandado prender fuesen sueltos; habló a dos dellos en secreto, avisándoles dixesen a Motezuma cómo ellos y sus compañeros volvían con las vidas a tu tierra, y que si su persona y gente fuese menester para castigarlos y reducirlos a su servicio, que no le faltarían, aunque estaba agraviado de no haberle querido admitir a su servicio y amistad, no habiendo venido ahora con más que a ésta.

     Los indios, no viendo la hora que irse, en pocas palabras dixeron que harían todo lo que su Merced mandaba.



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Capítulo XVII

De la fundación de la Villa Rica de la Veracruz y de lo que más subcedió.

     En el entretanto que esto pasaba, ya los navíos estaban detrás del peñol; fuelos a ver Cortés; llevó consigo muchos indios de los pueblos rebelados que estaban por allí cerca, aunque los de Cempoala eran los principales, así por ser vasallos de mayor señor, e por ser los primeros que se determinaron a volver por su libertad. A éstos todos, dándoles a entender Cortés que convenía, para su defensa, que él y los suyos se hiciesen fuertes en algún pueblo edificado al modo y manera de los cristianos, les mandó cortar mucha madera y traer la piedra que era nescesaria para hacer casas en aquel lugar que trazó, a quien puso nombre la Villa Rica de la Veracruz, como había determinado cuando en Sant Joan de Ulúa nombró Alcaldes y Regidores. Repartió Cortés los solares conforme a los vecinos que había de haber; señaló los sitios y asientos donde se había de edificar la iglesia y hacer la plaza, las casas de cabildo, cárcel, atarazanas, descargadero, carnicería y otros edificios públicos que para el buen gobierno y ornato de la villa convenían; trazó asimismo, una fortaleza sobre el puerto, en sitio que a todos paresció muy conveniente. Comenzóse este edificio y los demás a labrar de tapiería, así porque la tierra era buena para ello como porque de presente no había otros materiales.

     Estando los nuestros en el hervor destas obras, vinieron de México dos mancebos bien apuestos, sobrinos de Motezuma con cuatro viejos de mucha experiencia y aucturidad, bien tratados, como ayos y consejeros de los mancebos, con los cuales venían muchos indios para su servicio. No pudieron llegar tan de súbito que algunos indios de Cempoala no diesen luego aviso a Cortés, el cual se sentó luego en una silla de espaldas, mandando a todos los principales de su compañía que, quitadas las gorras, en pie, estuviesen alderredor de su silla, a las espaldas de la cual se pusieron dos pajes y su alférez Antonio de Villarroel. Puesto así Cortés para representar el aucturidad que convenía, mandó por los intérpretes decir [a] aquellos señores que venían de México que esperasen un poco; ellos se detuvieron hasta que por otros mensajeros Cortés mandó que entrasen, los cuales a la entrada do Cortés estaba, quitándose las cotaras, sacudiéndolas y poniéndolas en la cinta a las espaldas, encubiertas con la manta de que iban vestidos, baxas las cabezas, tocando con la mano derecha en tierra, la besaron como hacían con el gran señor Motezuma, y sin hablar palabra, llegando donde Cortés estaba, le presentaron plumajes muy ricos, maravillosamente labrados, muchas mantas extrañamente tejidas de algodón, plumas y pelos de conejo y ciertas piezas de oro y plata, labradas con piedras y otras vaciadas y un casquete lleno de oro, como se sacaba de las minas, que se llamaba entre los mineros oro en grano, a diferencia del oro en polvo. Pesaría todo, según escribe Gómara, dos mil y noventa castellanos; y a lo que dice Motolinea, de quien principalmente se aprovechó Gómara, tres mill ducados. Como quiera que sea, o porque así lo sentía Motezuma, o por dar a entender la sed que Cortés y los suyos traían del oro, le dixeron que si se hallaba bien con aquella medicina para la enfermedad del corazón, que le inviaría más; diéronle con esto muchas gracias por haber soltado aquellos dos criados de su casa y haber sido parte de que los demás no fuesen muertos, y que si del todo quería hacer placer a su señor Motezuma, diese orden cómo los que estaban presos se soltasen, que en las cosas que se ofresciesen se lo agradescería mucho su señor, y que así, a su contemplación y por su respecto, perdonaba a los que se le habían alzado y eran rebeldes, con tal que conosciendo su culpa se emendasen de ahí adelante, aunque tenía entendido ser tales que presto cometerían otro delicto, para pagarlo todo junto con mayor castigo de sus personas y exemplo de otros; porque a no haberle rescebido y hospedado tan amorosamente como lo habían hecho, de que él se holgaba mucho, no bastara cosa a que no los mandara gravemente castigar conforme a la gravedad de su desacato y a la gravedad de su delicto. En lo demás dixeron que por estar su señor Motezuma no bien dispuesto y muy ocupado en las guerras que al presente tenía y con otros muy importantes negocios de la gobernación de sus reinos y señoríos, a que no podía dexar de acudir, no respondía cuándo y adónde se podrían ver, pero que, habiendo lugar, se daría manera y traza en ello.

     Cortés, a la embaxada, no respondió cosa, porque no le supo bien la excusa de Motezuma; pero rescebidos los embaxadores y presentes, con alegre rostro, los mandó aposentar todo lo bien que pudo en unas tiendas de campo que mandó armar par del río, hechas de manera que los embaxadores no pudiesen entender la urdimbre de su tela; invió a llamar al señor de QuiaustIan, que era uno de los rebelados contra Motezuma; díxole la verdad que con él siempre había tratado, cómo habían venídole embaxadores de Motezuma, de los cuales tenía entendido que Motezuma no se atrevería a hacerles guerra, sino que antes pretendía reducirlos a su amistad; pero que mirase lo que hacía, que lo que le convenía era proseguir lo comenzado y echar de sí el duro yugo de servidumbre que Motezuma había puesto sobre sus cuellos. Por tanto, que él y los confederados podrían de ahí adelante estar libres de la subjección mexicana y que para esto él no les faltaría, como era razón y era obligado.

     Entendiendo Cortés de aquel señor que con estas palabras se iba alegrando, para acabar de concluir su delgada trama, le dixo antes que respondiese; «pero ruégote, porque Motezuma no diga que no le damos en algo contento, que si dello no rescibes pesadumbre, que le inviemos libres los criados que le tenemos presos, porque así me lo invía a rogar.»

     El señor, con muy gran contento, que le había nascido de lo que primero Cortés le había dicho, le respondió que hiciese en todo a su voluntad, porque él en nada excedería della, pues él y los suyos y sus amigos pendían de su favor y estaba debaxo de sus alas. Con esto, despedido con muchos comedimientos, muy alegre se volvió a su casa; lo mismo fueron los embaxadores mexicanos, porque llevaban libres a sus amigos y de Cortés habían sido muy bien tratados; dióles, para aficionarlos más, como tenía de costumbre, muchas cosas de rescate, de lino, lana, cuero, hierro, vidrio. Iban por el camino tratando con los presos, como después se entendió, el valor y esfuerzo grande de los españoles y cómo en breve tiempo, si no se volvían a su tierra, aunque eran pocos, hinchirían toda la tierra y serían señores della hasta pasar de la otra parte de México. Trataban de la diferencia del traje, armas y costumbres de los nuestros, que todo era muy nuevo e inusitado para ellos. En el entretanto Cortés derramó la fama por toda aquella tierra del miedo que Motezuma le tenía y de cómo estando él allí, aunque todos se alzasen, no osaría tomar armas contra ellos, que les dio mayor osadía para proseguir la rebelión comenzada, y así, no quedó indio en toda la serranía de los totonaques que no se rebelase apellidando libertad y tomando armas contra las guarniciones mexicanas; vengáronse de los agravios que les habían hecho, lo cual fue causa que ciertas guarniciones de las mexicanas hiciesen guerra a los de Cempoala.



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Capítulo XVIII

Cómo se tomó a Tipancinco por fuerza por Cortés y los suyos.

     Pocos días después que esto subcedió, los vecinos de Cempoala inviaron a pedir socorro de españoles a Cortés, porque se veían muy afligidos con la gente de guarnición de Culhúa que Motezuma tenía allí; diéronle a entender cómo ello pasaba, para más moverle a que les inviase socorro, las muchas crueldades que aquella guarnición hacía, talándoles los árboles, quemándoles las sementeras, destruyéndoles las tierras y labranzas, prendiendo y matando los que las labraban.

     Confina Ticapacinga con los totonaques y con tierras de Cempoala; era en aquel tiempo, a su modo, un lugar bien fuerte, porque estaba asentado cerca de un río y tenía una fortaleza puesta sobre un peñasco alto, de la cual casi por todas partes, bien de lexos, se podían ver los enemigos. En esta fortaleza, por ser tan fuerte y estar entre aquéllos, que cada día se rebelaban, procurando, como es natural, su antigua libertad, tenía Motezuma mucha gente de guarnición, la cual, viendo que los tesoreros y recaudadores de las rentas reales, afligidos y acosados por los rebeldes de aquella comarca, se acogían allí, salía haciendo todo el daño que podía por apaciguar la rebelión, y, en castigo de los delictos cometidos, destruía todo cuanto hallaba. Prendió y castigó gravemente muchas personas.

     Cortés, vista la necesidad en que sus amigos estaban, luego fue a Cempoala y de allí, en dos jornadas, con algunos de a caballo y con un pujante exército de aquellos indios amigos, llegó a Ticapacinca, que estaba poco más de ocho leguas de la ciudad de la Veracruz. Dice aquí Motolinea que con los de caballo llevó Cortés algunos de pie, y así es creíble, por que se hiciese mejor la guerra. Los de Culhúa pensando que les había de subceder con los nuestros como con los cempoaleses, salieron al campo; pero antes que se trabase la batalla, como vieron la braveza y denuedo de los de caballo, calmaron y echaron a huir a la fortaleza, que estaba cerca de allí; pero no pudieron llegar tan presto que los de caballo no llegasen con ellos hasta el peñasco, y viendo que no le podían subir por su aspereza, se apearon cuatro dellos con Cortés, y a las vueltas, entrando con ellos en la fortaleza, se detuvieron en la puerta, hiriendo y matando a los que la querían cerrar, hasta que llegaron los demás españoles y muchos, de los amigos. Entrególes el General, con gran humildad, la fortaleza y pueblo, rogándoles que no les hiciesen ya más daño, así a los de Motezuma como a los vecinos; rogóles asimismo dexasen ir libres a los soldados, mas sin armas ni banderas. Hízose así, que fue cosa bien nueva para los indios. Los vencedores comieron aquí algunos de los enemigos muertos, y hubo quien con un niño gordo, bien asado, hizo fiesta y banquete a uno de los Capitanes indios. Aquí fue donde la primera vez vieron los nuestros comer carne humana a los indios.

     Alzada esta victoria, que fue la primera que Cortés hubo contra la gente de Motezuma, se volvió a la mar por el camino que vino. Quedó aquella serranía de ahí adelante libre del miedo y tiranías de Motezuma, y la fama desto se extendió tanto por los que eran amigos y no amigos de Cortés, que de ahí adelante, cuando se les ofrescía alguna guerra, le suplicaban les diese alguno de aquellos teules, que con él, llevándole por Capitán, tendrían por segura la victoria.

     Fue tan dichoso este principio para el fin y motivo de Cortés como fue el subcesor de Champotón. Vueltos los nuestros a la Veracruz contentos, como era razón, de la victoria habida, hallaron que había llegado Francisco de Salcedo con la carabela que Cortés había comprado a Alonso Caballero, vecino de Cuba, que había dexado allí dando carena. Traxo setenta españoles y nueve caballos e yeguas, con que los nuestros no poco se regocijaron y animaron, por ser ayuda para mejor proseguir su destino.



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Capítulo XIX

Cómo Cortés y la Villa inviaron presentes al Emperador.

     Deseoso Cortés de proseguir su intento que era la demanda de México, de quien tan señaladas cosas había oído, dio priesa en que se acabasen las casas y fortalezas de la Veracruz, para que los soldados y vecinos, cómodamente viviesen y se reparasen contra las lluvias, y para que también, cuando se ofresciese, tuviesen donde resistir a los enemigos, y así después de concertadas muchas cosas tocantes a la guerra, mandó sacar a tierra las armas y pertrechos de guerra, y cosas de rescate, las vituallas y otras provisiones que estaban en los navíos. Entrególas al cabildo, como se lo tenía prometido, y teniéndolos a todos juntos con otros principales que no tenían oficios públicos, les habló en esta manera: «Señores, ya me paresce que es tiempo que Su Majestad del Emperador, nuestro señor, sepa por relación de alguno de nosotros que la lleven, cómo ha sido servido en estas partes y la gran esperanza que de riquezas promete esta tierra, y así, si a vuestras mercedes paresce, será bien que ante todas cosas repartamos por cabezas lo que hemos habido en la guerra, sacando primero el quinto que a su Majestad pertenesce, y porque esto mejor se haga, nombro por Tesorero del Rey a Alonso de Ávila, y del exército a Gonzalo Mexía, para que, como es uso y costumbres, pasando por manos de Oficiales el negocio, se tracte con más fidelidad y confianza.» Paresció bien lo que el General dixo a todo el regimiento y a los demás caballeros que a él vinieron, y suplicáronle lo pusiese luego por obra, porque, no sólo holgaban que aquellos caballeros fuesen Tesoreros, mas que ellos los confirmaban y rogaban lo quisiesen ser. Aceptaron de buena gana los señalados sus cargos; comenzaron, acabada la junta, a entender en ello con toda fidelidad, y por que en el negocio no hobiese sospecha, mandó Cortés sacar y traer a la plaza que todos lo pudiesen ver, la ropa de algodón que había allegada, las cosas de pluma, que eran muy de ver, todo el oro y plata que había, que pesó veinte y siete mill ducados, y entregándolo todo, por peso y cuenta a los Tesoreros, dixa al cabildo que, conforme a razón y justicia, lo repartiesen. Ellos, no olvidados de la buena obra que del habían rescebido, respondieron que no tenían qué repartir, sacado el quinto que al Rey pertenescía, porque lo demás era menester para pagarle los bastimentos que les había dado y la artillería y navíos, de que todos en común se aprovechaban; por tanto, que le suplicaban lo tomase todo y inviase al Rey su quinto de lo que mejor le paresciese. Él, empero, que siempre procuró con buenos comedimientos y obras ganar amigos, les dixo que aún no era tiempo de tomar lo que le daban, porque veía que ellos lo habían más menester para ayudar a sus gastos y pagar sus deudas, y que de presente no quería más parte de la que le venía como a su Capitán general. Rogóles con esto que porque tenía pensado de inviar al Rey más de lo que le venía de su quinto, que no rescibiesen pesadumbre si excediese de lo acostumbrado, pues era lo primero que se inviaba y había cosas que no se sufría partir ni fundir.

     Halló en todos, como suelen los más españoles, gran voluntad para con su Rey. Esto es lo que dice Motolinea, y después Gómara, que en lo más de su historia le siguió. Dicen otros de los que se hallaron presentes que ningún repartimiento se hizo, sino que, apartando el General lo más y mejor que le paresció, se quedó con lo otro, y dello invió parte a su padre Martín Cortés y parte dello dio a los procuradores que habían de ir para sus negocios a España; e incidentemente, por los de la república. Lo que apartó para inviar al Rey, fue lo siguiente: Las dos ruedas de oro y plata que dio Teudile de parte de Motezuma, un collar de oro de ocho piezas, en que había ciento y ochenta y tres esmeraldas pequeñas engastadas y docientas y treinta y dos pedrezuetas como rubíes, de no mucho valor; colgaban dél veinte y siete como campanillas de oro y unas cabezas de perlas o berruecos; otro collar de cuatro trozos torcidos, con ciento y dos rubiejos y ciento y setenta y dos esmeraldas, diez perlas buenas, no mal engastadas, y por orla veinte y seis campanillas de oro: entrambos collares eran de ver y tenían otras cosas primas sin las dichas; muchos granos de oro, ninguno mayor que garbanzo, así como se hallan en el suelo; un casquete de granos de oro sin fundir, sino así, grosero, llano y no cargado; un morrión de madera chapado de oro y por de fuera mucha pedrería, y por bebederos veinte y cinco campanillas de oro, y por cimera un ave verde, con los ojos, pico y pies de oro; un capacete de planchuelas de oro y campanillas alderredor, y por la cubierta piedras; un brazalete de oro muy delgado; una vara como ceptro real con dos anillos de oro por remate y guarnescidos de perlas; cuatro arrexaques de tres ganchos, cubiertos de pluma de muchos colores y las puntas de berrueco, atado con hilo de oro: muchos zapatos como esparteñas de venado, cosidos con hilo de oro, que tenían la suela de cierta piedra blanca y azul muy delgada y transparente; otros seis pares de zapatos de cuero de diverso color, guarnecidos de oro, plata y perlas; una rodela de palo y cuero y a la redonda campanillas de latón morisco y la copa de una plancha de oro, escupida en ella Uitcilopuchtli, dios de las batallas, y en aspa cuatro cabezas con su pluma o pelo al vivo y desollado, que eran de león, de tigre, de águila y de un buarro; muchos cueros de animales y aves adobados, con su pelo y pluma; veinte y cuatro rodelas de oro, pluma y aljófar, primas y muy vistosas; cinco rodelas de pluma y plata, cuatro peces de oro, dos ánades y otras aves huecas y vaciadas de oro, dos grandes caracoles de oro, que acá no los hay, e un espantoso cocodrilo con muchos hilos de oro gordo alderredor; una barra de latón y de lo mismo ciertas hachas y unas como azadas; un espejo grande guarnescido de oro, y otros chicos; muchas mitras y coronas de pluma y oro, labradas y con mill colores, perlas y piedras; muchas plumas gentiles y de todas colores, no teñidas, sino naturales; muchos plumajes y penachos grandes, lindos y ricos con argentería de oro y aljófar; muchos ventalles y amoscadores de oro y pluma y sola pluma, chicos y grandes y de toda suerte, pero todos muy hermosos; una manta como capa de algodón, texida de muchas colores y de pluma, con una rueda negra en medio, con sus rayos y por de dentro rasa; muchas sobrepellices y vestimentas de sacerdotes, palias, frontales y ornamentos de templos y altares; muchas otras destas mantas de algodón, blancas solamente o blancas y negras, escacadas o coloradas, verdes, amarillas, azules y otros colores, del envés sin pelo ni color y de fuera vellosas como felpa; muchas camisetas, jaquetas, tocadores de algodón, cosas de hombre, muchas mantas de cama, paramentos y alfombras de algodón y otras algunas cosas que todas tenían más prescio y valor por su extrañeza y novedad que por su riqueza, aunque las ruedas tenían de por sí harta estima; y lo que mucho maravilló a ciertos plateros de España, fue ver un pez fundido, las escamas del cual la mitad eran de oro y la otra mitad de plata, ambos metales en su género bien finos.

     Inviáronse con estas cosas algunos libros, cuyas letras eran como las que dice Artimidoro, giroglíficas, de las cuales al principio usaron los egipcios. Eran figuras de hombres, de animales, árboles, hierbas, las cuales, pintadas declaraban, como nosotros por nuestras letras, los conceptos de los que escrebían, aunque confusamente; eran estos libros, no como los nuestros, sino como rollos de papel engrudado, que descogidos daban a entender lo que contenían. Era este papel hecho de ciertas hojas de árboles; paresce papel de estraza, aunque es más liso y blanco.

     Al tiempo que se adereszaba este presente, los cempoaleses, para cierta fiesta que hacían, tenían muchos hombres para sacrificar; pidióselos Cortés con mucha instancia para inviarlos al Rey con el presente; pero ellos, hechos muchos comedimientos, no osaron dárselos, diciendo que sus dioses se enojarían grandemente y no les darían agua y les quitarían los mantenimientos y que matarían a sus hijos y a ellos. Porfió tanto Cortés que, aunque muy contra su voluntad, temerosos no les hiciese algún daño, le dieron cuatro mancebos bien dispuestos y dos mujeres de buena gracia y disposición. Era costumbre, aunque más largamente toqué esto en el libro primero, que los que habían de ser sacrificados, si eran habidos de guerra, adereszados lo mejor que podían con plumajes en la cabeza y espada y rodela en las manos, bailaban en lo alto del cu, cantando cantares tristes como endechas, llorando su muerte, ofresciendo su vida a los dioses. Lo mismo hacían los que no eran de guerra, salvo que no llevaban armas. Hecho esto, se tendían de espaldas y sacábanles los sacerdotes el corazón con tanta presteza que, porque lo vieron personas de crédito, diré una cosa maravillosa; y fue, que sacando una vez el corazón los tlaxcaltecas a un indio mexicano, echando el cuerpo por las gradas del cu, se levantó y anduvo tres o cuatro pasos por las gradas, que sería ocho, porque hasta entonces le duraron los espíritus vitales.

     Estos cuatro mozos, con los demás que habían de ser sacrificados, andaban cantando por las calles y pidiendo limosna para su sacrificio y muerte. Era cosa de ver cómo todos los miraban y daban de lo que tenían, diciéndoles que hacían gran servicio a los dioses en ofrescerles su sangre y vida para el bien de los que quedaban vivos. Traían en las orejas arracadas de oro con turquesas y unos pedazos de oro en el labio baxo, que hacía descubrir los dientes.

     Los señores con el oro traían metidas en el mismo labio piedras presciosas, que en España paresció bien feo, aunque entre ellos era mucha gala y ornato; y en esto había tanta diferencia, que cada uno traía las piedras y oro como había peleado y mostrado el valor de su persona, tanto que al que no era de casta o valiente por su persona, no le era lícito traer sino una paja por oro y un pedernal por piedra presciosa.



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Capítulo XX

De lo que el Cabildo y Cortés escribieron al Rey.

     Puesto ya a punto el presente para el Rey, entró Cortés en cabildo con los demás principales del pueblo y díxoles que, así para llevar el presente como para tratar de los negocios que a todos convenían con Su Majestad, era nescesario que, como era costumbre en todos los pueblos, el regimiento nombrase y eligiese procuradores, a los cuales dixo que también daría su poder y su nao capitana en que fuesen. El Regimiento señaló a Alonso Hernández Puerto Carrero y Francisco de Montejo, que estonces eran Alcaldes. Holgó dello Cortés y dióles por piloto a Antón de Alaminos, y como iban en nombre de todos, tomaron de montón lo que de oro habían menester para ir a negociar y volver. Lo mismo hicieron en lo del matalotaje para la navegación. Dióles, como había dicho, Cortés su poder y una instrucción de lo que habían de hacer en su nombre en Corte y en Sevilla y en su tierra, porque habían de dar a su padre Martín Cortés y a su madre doña Catalina Pizarro ciertos dineros y las buenas nuevas de su prosperidad y adelantamiento. Invió con ellos la relación y auctos que había hecho, así en Cuba como en la Nueva España, sobre lo cual escribió una larga carta al Emperador, dándole sumaria cuenta de lo que le había subcedido desde que salió de Cuba hasta el día de la fecha, y por que el Emperador estuviese advertido antes que otro le advertiese. Lo que especialmente escribió fue las pasiones y diferencias que hubo entre él y Diego Velázquez en Sanctiago de Cuba, las cosquillas que había en su real por haber en él muchos de la parcialidad de Diego Velázquez, los trabajos que todos habían pasado, la voluntad que tenían a su real servicio, la grandeza y riqueza de aquella tierra, la esperanza grande que tenía de ponella debaxo de su real nombre, la tiranía y dominio que el demonio tenía sobre toda ella. Ofresciósele de ganar la ciudad de México y haber a las manos vivo o muerto al gran rey Motezuma, el fin de todo. Recontando sus servicios señalados, le suplicaba le hiciese mercedes en los cargos y provisiones que había de proveer en aquella nueva tierra para remuneración de sus trabajos y gastos que hizo en descubrirla y ganarla.

     El regimiento de la Veracruz escribió otra carta por sí, firmada solamente de los Regidores, que con brevedad decía lo que aquellos pobres hidalgos habían hecho en descubrir y ganar aquella tierra, y casi del mismo tenor otra en nombre de toda la república, firmada de los más principales que en ella había.

     Escribió otra, prometiendo por ella que en su real nombre todos ellos tendrían y guardarían aquella villa con el mayor aumento que pudiesen, y que por esto morirían, hasta que Su Majestad otra cosa mandase. Suplicáronle con mucha humildad diese la gobernación de aquella tierra y de la demás que conquistasen a Hernando Cortés, su cabdillo y Capitán general y Justicia mayor, elegido por ellos mismos para quitar pasiones y hacer mejor lo que conviniese al adelantamiento del estado real, y que porque habían visto que para este fin convenía él más que otro, le habían elegido en nombre de Su Majestad. Suplicaban también con mucho calor que por evitar ruidos, escándalos y peligros y muertes que se siguirían si otro los gobernase y fuese su Capitán, si acaso, había hecho merced destos cargos a otro, los revocase, porque esto era lo que más convenía y que no sentían ni debían decir otra cosa. Al fin le suplicaron fuese servido de responderles con toda brevedad y hacerles merced de despachar los procuradores de aquella su villa con el buen despacho que deseaban y suplicaban.

     Con estas cartas y poderes que Cortés y el cabildo dieron, se partieron de Quiaustlán los procuradores Alonso Hernández Puerto Carrero y Francisco de Montejo y Antón de Alaminos en una razonable nao, a veinte y seis días del mes de Julio del año de mill e quinientos y diez e nueve, con las dichas cartas, auctos Y testimonios y relación que dicho tengo; tocaron de camino en el Marién de Cuba; y diciendo que iban a la Habana, pasaron sin detenerse por la Canal de Bahama y navegaron con harto próspero tiempo hasta llegar a España.

     Escribieron estas cartas los de aquel consejo y exército, recelándose de Diego Velázquez, que tenía muy mucho favor en Corte y Consejo de Indias, y porque andaba ya la nueva en el real con la venida de Francisco de Salcedo, que Diego Velázquez había habido la merced de la gobernación de aquella tierra del Emperador con la ida a España de Benito Martín, lo cual, aunque ellos no lo sabían de cierto, era muy gran verdad, según en otra parte se dice.



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Capítulo XXI

Cómo se amotinaron algunos contra Cortés y del castigo que en ellos hizo.

     Aunque casi de común parescer, por el seso y valor de Cortés, le habían elegido, por su caudillo y Justicia mayor, no faltaron, como acontesce en todas las cosas humanas, contradicciones, porque algunos, por ser criados de Diego Velázquez, y algunos por ser sus amigos, y otros, o por ir tras las voces destos, o porque estaban descontentos de no haberlos puesto Cortés en cosas que no merescían, comenzaron entre sí a murmurar de la elección porque les parescía, como ello fue, que ya Diego Velázquez estaba fuera de parte; e que habiendo sido el principal auctor, era excluido de aquella felice y próspera tierra, afirmando con esto ser más elegido, por astucia, ardid, halagos y sobornos que por razón e justicia; y que el haberse hecho de rogar para que aceptase el cargo de Capitán general había sido con maña y disimuladamente, y que a esta causa no era válida la elección en perjuicio de Diego Velázquez, que le había inviado, especialmente que para esto se requería el aucturidad y poder de los flaires jerónimos, que por los Reyes Católicos gobernaban las islas; que, según se decía, ya Diego Velázquez era Gobernador de la tierra de Yucatán, en cuyo destricto estaba Cortés, el cual, como entendió que poco a poco se iba encendiendo el fuego, aunque no humeaba mucho, primero que levantase tanta llama que no pudiese ser apagado, informado de los principales auctores, sin alterar el real, los prendió y metió en un navío vara inviarlos a España presos, pero como de su natural condisción era benigno y clemente, rogado por algunos a quien deseaba complacer, los soltó; y fue quitar los grillos al furioso y darle armas, porque olvidados del beneficio rescebido, perseverando en su mal propósito, usando mal de la facultad del perdón, procuraron alzarse con un bergantín y matar al Maestre, para irse a su salvo a la isla de Cuba a dar aviso a Diego Velázquez de lo que pasaba, y del gran presente que Cortés inviaba al Emperador para ganarle la voluntad y ser confirmado por Gobernador y Capitán general, como había sido elegido.

     Querían dar estos amotinadores este aviso a Diego Velázquez para que, cuando los procuradores de Cortés pasasen por la Habana, Diego Velázquez los prendiese y quitase el presente, estorbando como el fin y motivo de Cortés no fuese adelante, y en el entretanto Diego Velázquez pudiese avisar al Emperador de lo que pasaba, para que no se tuviese por bien servido de Cortés y de los demás que le habían seguido.

     Cortés, entendida la conjuración, viendo que convenía antes que más se afistolase la llaga cortar algunos miembros, mostrando, porque así convenía, más enojo del que tenía en su pecho, prendió muchos dellos y con grande aviso, tomándoles su confesión, hallando ser unos más culpados que otros, les dio diversas penas, porque ahorcó a Joan Escudero y a Diego Cermeño, piloto, grandes cortadores de espada; y era el Cemento tan ligero, que con una lanza en la mano saltaba por cima de otra atravesada sobre las manos levantadas de los dos más altos hombres que había en el exército. Tenía también tan vivo el olfato que, andando por la mar, olía la tierra quince leguas y más antes que llegase a ella.

     Pidieron a éstos, como se acostumbra en España, dos mujeres públicas; unos dicen que ellos no las quisieron, y otros que Cortés no quiso, por lo que estonces convenía, el cual, la primera vez que los perdonó les dixo que de ahí adelante mirasen cómo vivían, porque les prometía por vida del Emperador que, si recaían, los mandaría ahorrar. Con todo esto, al firmar de una sentencia, subió en un caballo y lloró, condolesciéndose de lo que hacía; y por no ser importunado dio de espuelas al caballo, yéndose de allí con algunos que le acompañaron a un pueblo allí cercano.

     Mandó cortar el pie a otro y azotar a otros dos, que fueron Gonzalo de Umbría y Alonso Peñate. Desimuló con algunos otros, porque vio convenir así. Desta manera puso gran miedo a muchos que se iban ya inclinando. Quieto y pacífico su exército, hízose temer; aseguró su negocio, porque a descuidarse, Diego Velázquez tuviera aviso y fuérale fácil estorbar, prendiendo los procuradores, la buena ventura a Cortés; porque después lo procuró, inviando una carabela de armada tras Puerto Carrero y Montejo, porque no pudieron pasar tan secretos por la isla de Cuba que Diego Velázquez no lo supiese.



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Capítulo XXII

Del hazañoso hecho de Cortés cuando dio con los navíos al través.

     Andaba pensando Cortés cómo conseguiría su fin tan deseado, que era verse en México con el señor Motezuma, y aunque se le ofrescían muchos inconvinientes, como eran ser la tierra tan larga, tan poblada de gente, los estorbos que Teudile había propuesto, los enemigos muchos que estaban en el camino, el deseo de muchos de los suyos que tenían de volver a Cuba y la dificultad que de salir con tan gran empresa a todos se ofrescía; con todo esto, echando como dicen el pecho al agua, entendiendo que jamás grandes cosas se consiguen sin gran trabajo y diligencia, acompañando a su singular esfuerzo maravillosa prudencia, determinó de dar con los navíos al través, cosa cierto espantosa y que pocos capitanes hasta hoy han hecho, aunque Gómara en este gar cuenta otro semejante hecho de Barbarroxa del brazo cortado, que por tomar a Bugía quebró siete galeones, que comparado por sus partes con el de Cortés, es muy inferior.

     Para salir, pues, con tan memorable hazaña de manera que los suyos no se alborotasen, llamó de secreto a los maestres y pilotos, y haciéndoles grandes caricias y nuevas ofertas, dándoles en breve a entender la gran fortuna y buena ventura que entre las manos tenían, les rogó que con todo secreto, so pena de la vida, diesen barreno a los navíos, de manera que por ninguna vía se pudiese tomar el agua, y que hecho esto, cuando él estuviese con mucha gente, entrasen do él estaba algunos pilotos y dixesen que los navíos estaban cascados y comidos de broma para no poder navegar; que su Merced viese lo que sobre ello mandaba hacer, y esto como que venían a darle cuenta por que después no los culpase.

     Poniendo por obra los maestros y pilotos con el secreto que se les había encargado el negocio, vinieron algunos dellos a Cortés delante de muchos que se hallaron presentes, y con alguna alteración que cubría lo secreto del pecho, le dixeron: «Señor, los navíos ha más de tres meses que están surtos, e ahora, yendolos a requerir e visitar, los hallamos tan abromados y tan abiertos que por veinte partes hacen agua y se van a fondo, y paréscenos que se van a fondo y no tienen remedio. Vuestra Merced vea lo que manda.» Cortés, oyendo esto, mostró pesarle mucho; los presentes creyeron ser así por haber tantos días que los navíos estaban surtos; y después de haber por gran rato tractado lo que se debía hacer, mandó Cortés, que pues ya no había otro remedio, sacasen dellos la xarcia y lo demás que se pudiese aprovechar y los dexasen hundir. Los Maestres, sacando primero los tiros, armas, vituallas, velas, sogas, áncoras y todo lo demás que podía aprovechar, dieron al través con cinco navíos que eran de los mejores. No mucho después quebraron otros cuatro con alguna dificultad, porque ya la gente entendía el propósito y ardid de su Capitán; y así comenzaron a murmurar y tratar mal dél, quexándose por corrillos que los llevaba al matadero y que les había quitado todo el refugio, así para ser proveídos de fuera, como para si se ofresciese algún peligro, tener con que librarse dél.

     Cortés, visto que muchos de los principales, que eran las principales fuerzas de su exército, estaban bien en lo hecho, juntos todos, [les dixo]: «Señores y amigos míos: A lo hecho no hay remedio; Dios paresce que quiere seamos los primeros que señoreemos tan grande y próspera tierra; los que de vosotros no quisiéredes participar de tan buena andanza, queriendo más volveros a Cuba que ir conmigo en demanda de empresa tan señalada, lo podéis hacer, que para esto, queda ahí un buen navío, aunque yo no sé con qué cara podéis volver, quedando conmigo tantos y tan buenos caballeros.»

     Aprovechó mucho esta plática, porque unos mudaron el propósito y otros, de vergüenza, se quedaron, aunque hubo muchos que no tuvieron empacho de pedirle licencia; créese eran marineros y hombres de baxa suerte que querían más navegar que pelear. Reprehendidos por Cortés y por otros caballeros, se quedaron, haciendo de las tripas corazón.

     Visto esto, porque no hobiese logar de arrepentimiento en algunos otros, mandó dar Cortés a la costa con el navío que quedaba, quitando a todos la esperanza de la vuelta y dándoles a entender que en sólo Dios y en su esfuerzo y valentía habían de confiar de ahí adelante; e que pues les era nescesario, o pasar adelante, o no dexarse vilmente morir, hiciesen el deber, pues a los osados siempre ayudaba la fortuna, y que el cobarde moría más presto y con más afrenta suya e de los suyos.

     Estas palabras, con la nescesidad que había de hacer lo que debían, dieron mucho ánimo y aliento a todos, y fue muy alabado Cortés y más querido de ahí adelante por el buen consejo y astucia que en tan dificultoso negocio había tenido.



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Capítulo XXIII

De lo que a Cortés subcedió con ciertos navíos de Garay.

     Cortés, que no ocupaba el pensamiento en otra cosa, salvo en cómo saldría con la empresa que entre manos tenía comenzada, ordenado primero lo que era menester para el buen gobierno y defensa de la villa, que estaba ya casi acabada, dexando en ella ciento y cincuenta españoles, y por Capitán dellos a Francisco Álvarez Chico (y no a Pedro Dircio, como dicen fray Toribio y Gómara, porque el año de veinte y cuatro fue Teniente de Gobernador en la Villa Rica Pedro Dircio), y a Joan de Escalante por alguacil mayor, dexando con esta guarnición dos caballos, dos tiros con muchos indios de servicio e cincuenta pueblos de amigos y aliados, de los cuales, cuando fuese menester, se podría sacar cincuenta mill hombres de guerra, encomendando que la fortaleza se acabase, publicó su partida. Salió con los demás españoles, con indios de servicio e muchos amigos.

     Vino a Cempoala, que estaba cuatro leguas de la nueva villa, donde acabado de llegar le dixeron que andaban cuatro navíos de Francisco de Garay por la costa. No le supo bien; recelóse de algún estorbo que impidiese su jornada; volvióse luego a la villa, para que desde allí, estando fortalescido, pudiese defenderse y ofender si se ofresciese.

     Supo, como llegó, que el alguacil mayor Escalante había ido a informarse de quiénes fuesen y qué querían y a convidarlos a que alojasen en su pueblo. Supo también que los navíos venían hacia el Norte e que habían corrido la costa de Pánueo y rescatado hasta tres mill pesos de ruin oro e algunos bastimentos e que no les había contentado la tierra por no ser tan rica como pensaban.

     Cortés, como supo que los navíos estaban surtos y que no habían querido salir a tierra, aunque los habían convidado a ello, fue hacia allá con una escuadra de su compañía. Llevó consigo a Escalante, por ver si alguno de los de los navíos salía a tierra, para tomar lengua e informarse de lo que quería; e después de andada una legua, topó con tres españoles que habían salido de los navíos, el uno de los cuales dixo que era escribano y los otros dos testigos, que venían a notificarle ciertas escripturas que entonces no mostraron y a requerirle que partiese la tierra con el capitán Garay, echando mojones por parte conveniente, porque también él pretendía aquella conquista por primero descubridor y porque quería asentar y poblar en aquella costa veinte leguas de allí hacia poniente, cerca de Nautlán, que ahora se llama Almería. Cortés, con gracioso semblante, aunque sentía otra cosa, les dixo, que primero que nada le notificasen se volviesen a los navíos y dixesen al Capitán que se viniese a la Veracruz con su armada, porque allí hablarían mejor en lo que conviniese, y se sabría qué era lo que pretendía; e que si tuviese alguna nescesidad, le socorrería cuanto mejor pudiese; y que si venía, como ellos decían, en servicio del Rey, que él holgaba mucho dello, porque se presciaba de guiar y favorescer a los semejantes, pues estaba él allí también por el Rey y todos eran unos. Ellos dixeron a esto que en ninguna manera el capitán Garay ni hombre de los suyos saldría a tierra ni vendría do él estaba. Esto dice Gómara, aunque conquistadores que se hallaron en ello, afirman no venir allí Garay, sino cierta gente suya con un Teniente.

     Cortés, como quiera que fuese, oída esta respuesta, entendió lo que sospechaba; prendiólos y púsose tras un médano de arena alto, frontero de las naos, donde cenó y durmió. Estuvo allí hasta bien tarde del día siguiente, esperando si Garay o algún piloto o otra cualquiera persona saldría a tierra para tomarlos e informarse de lo que habían navegado y el daño que dexaban hecho, con intento que por lo uno los inviaría presos a España, y [por] lo otro sabría si habían hablado con gente de Motezuma. No cociéndosele el pan, viendo que los de los navíos se rescelaban mucho e que no llegaban a tierra, entendió que debía de haber alguna mala trama urdida, y para certificarse desto usó de un ardid, y fue, que hizo que tres de los suyos trocasen los vestidos con aquellos que habían venido, y que llegando a la lengua del agua, como que eran de los navíos, capeando, llamasen. Los de los navíos, o porque por los vestidos creyeron ser de los suyos, o porque los llamaron, inviaron en un esquife doce hombres adereszados con ballestas y escopetas. Los de Cortés, vestidos de los hábitos ajenos, como estaban enseñados, se apartaron hacia unas matas que por allí había, como que buscaban sombra por el recio sol que hacía, que era a mediodía, para hablar más a placer, y también por no ser conoscidos.

     Los del esquife echaron en tierra dos escoeteros e dos ballesteros e un indio, los cuales caminaron derechos hacia las matas, pensando que los que estaban debaxo dellas eran sus compañeros. Arremetió entonces Cortés con otros algunos y tomáronlos antes que tuviesen lugar de volver al barco, aunque se quisieren defender. El uno dellos, que era piloto, encaró la escopeta contra el capitán Escalante y no dio fuego, de cuya causa no le mató. Los de las naos, visto el engaño y burla no pararon allí más, y haciéndose a la vela, no esperaron a que llegase el esquife. De estos siete se informó Cortés cómo Garay había corrido mucha costa en demanda de la Florida, y tocando en un río y tierra cuyo rey se llamaba Pánuco, donde hallaron que había oro, aunque poco, e que sin salir de las naos habían rescatado hasta tres mill pesos de oro y habido mucha comida a trueco de cosas de rescate, pero que nada de lo andado y visto había dado contento a Francisco de Garay, por no hallar mucho oro y no ser bueno lo poco que había.



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Capítulo XXIV

Cómo Cortés volvió a Cempoala, y hecho un parlamento a los señores della, les hizo derrocar los ídolos.

     No pudiendo haber Cortés más claridad de los negocios de Garay, se volvió a Cempoala con los mismos españoles que había sacado de la Villa Rica. Salióle a rescebir el señor del pueblo con otros muchos principales que le acompañaban; comieron juntos aquel día; hízole grandes caricias Cortés; renovóse el amistad.

     Otro día, estando el señor de Cempoala con todos los principales en sus aposentos, por la lengua les hizo Cortés esta plática: «Señor y amigo mío, y vosotros, nobles caballeros: Entendido habréis el amistad y amor verdadero que os tengo, pues le he bien mostrado por las obras, siendo parte para que alanzásedes de vuestras cervices el duro yugo de servidumbre del gran señor Motezuma, que de pocos años acá tenía puesto sobre vosotros, y de aquí entenderéis que lo que ahora os quiero decir va con el mismo amor y amistad, porque sé que, no solamente conviene al autoridad de vuestras personas y aumento de vuestro estado, pero (que es lo que más se ha de mirar) al descanso y gloria perpetua de vuestras almas, que son inmortales, y salidas de vuestros cuerpos han de tener, conforme al bien o el mal que en esta vida hobiéredes hecho, holganza o pena perpetua.

     «Haos tenido el demonio, que vosotros llamáis Tlacatecolotl, por muchos años muy engañado, para después para siempre atormentar vuestras almas, haciéndoos entender que hay muchos dioses, no habiendo ni pudiendo haber más de uno. Haceos adorar animales, bestias, fieras que vosotros soléis matar; haceos que sacrifiquéis a las piedras que ponéis en los cimientos de vuestras casas, negocio, por cierto, de harto desatino, porque en la tierra todas las demás criapturas sirven al hombre y no el hombre a ellas; por lo cual es menester que sepáis que hay un solo Dios, tan grande que en todo lugar está, tan poderoso que hizo los cielos y la tierra y la mar con todo lo que hay en ella, tan sabio que todo lo rige, tan bueno que perdona los pecados, tan justo que a nadie dexa sin castigo. Este, por redemir al hombre, que por su culpa se había perdido, se hizo hombre y murió por nosotros en una cruz como ésta. En éste creed, a éste adorad, porque sólo éste es nuestro Dios, criador y auctor nuestro. Haréisle gran servicio si, dexando la falsa religión en que hasta ahora habéis vivido por engaño del demonio, derrocáredes y deshiciéredes vuestros ídolos, que no son sino palos y piedras, retratos de vuestro perseguidor, y levantad con gran reverencia la cruz en que fuistes redemidos y creed que el que en ella murió os dará bienes temporales sin derramamiento de vuestra sangre, victoria contra vuestros enemigos y después la gloria para que fuistes criados.»

     Oída esta plática con gran atención por aquel señor y sus caballeros, obrando Dios en sus corazones, respondieron en pocas palabras que les había parescido muy bien lo que les había dicho y que delante dél quebrantarían los ídolos, y poniendo la cruz, la adorarían, como se lo había dicho, porque entendían que aquel Dios que en ella murió debía de ser muy bueno, pues puso su vida por los hombres; y que pues los cristianos, que creían en él, eran tan valientes y sabios, no había que buscar otro Dios y que a éste rescebían y querían.

     Alegróse en extremo Cortés con esta respuesta; abrazó al señor y a otros principales; derrocáronse luego los ídolos; ayudaron los nuestros en ello; púsose una cruz grande en el templo mayor y otras en otros templos menores; hízose confederación con otros pueblos comarcanos contra Motezuma; ellos le dieron rehenes para que estuviese cierto y seguro que le serían verdaderos y leales amigos y no faltarían de la palabra que habían dado, prometiendo de proveer de lo nescesario a los españoles que quedaban de guarnición en la Veracruz; ofresciéronle toda la gente de guerra que hobiese menester; diéronle mill tamemes, que son hombres de carga para el servicio del exército, para hacer agua y leña y llevar los tiros; rescibió los rehenes, que fueron muchos, pero los señalados eran Mamexi, Teuch y Tamalli, hombres muy principales.

     Cortés dexó al señor de Cempoala un paje suyo de edad de doce años, muchacho bien apuesto, para que aprendiese bien la lengua; y por que le tratasen bien, dixo que era su hijo; y así, después que los nuestros se partieron, tuvieron muy gran cuenta con él, haciéndole muchos regalos y buen tratamiento.

     Concertadas las cosas desta manera, se despidió Cortés del señor de Cempoala con muchos abrazos y lágrimas. Salieron con él buen trecho del pueblo todos los principales y mucha gente del pueblo, deseándole toda buena andanza contra el gran señor Motezuma.



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Capítulo XXV

De lo que a Cortés subcedió después que partió de Cempoala.

     Partido Cortés de Cempoala, que por su grandeza y asiento llamó Sevilla la Nueva, y que fue a diez e seis días de agosto del mismo año que entró en la tierra, sacó consigo, dexada la guarnición (que dixe) en la nueva villa, cuatrocientos españoles (otros dicen que trecientos), con quince caballos (aunque otros dicen que trece), con seis tirillos y con mill y trecientos indios, así nobles y de guerra como tamemes, en que también entran los de Cuba. Los amigos eran de la serranía que llaman Totonicapán. Dicen algunos, y así lo escriben fray Toribio y Gómara, que la gente de Motezuma dexó a Cortés y que le hizo gran falta para acertar el camino; pero muchos conquistadores de quien yo me informé, que se hallaron en la jornada, dicen que dos Capitanes de Motezuma que gobernaban lo subjecto al imperio de Culhúa, le acompañaron desde Cempoala hasta Tlaxcala y más adelante, y que con malicia llevaron a Cortés por la rinconada, por tierras ásperas y fragosas, de diversos temples, unas muy calientes, para que con la aspereza de los caminos y destemplanza de las tierras enfermasen y muriesen los nuestros y así se excusase su ¡da a México.

     Las tres primeras jornadas que nuestro exército caminó por tierras de aquellos sus amigos fue muy bien rescebido y hospedado, especialmente en Xalapa. Juntáronse aquí Cortés y Pedro de Alvarado, que traían partido el exército entre sí, por no ser molestos a los pueblos do llegaban, y allí, por descuido, se quedó un potrillo que venía con las yeguas y caballos, que después pasado año y medio hallaron hecho buen rocín entre una manada de venados, de los cuales nunca se había apartado, que, enfrenado, fue un buen caballo y sirvió bien en la guerra.

     El cuarto día llegó el exército a Sicochimalpo, que es un lugar muy fuerte, puesto en áspero lugar, porque está en una ladera de una agria sierra. Tiene hechos a mano dos escalones que sirven de entrada, tan angostos que apenas pueden entrar hombres de a pie, cuanto más de a caballo. Si los vecinos quisieran, fuera imposible entrar los nuestros; pero, como después se supo, tenían mandado de Motezuma para hospedarlos y proveerlos y aún les dixeron que pues iban a ver a su señor Motezuma, que estuviesen ciertos que era su amigo y que por todas sus tierras serían muy bien rescebidos.

     Tenía este pueblo en lo llano muchas aldeas y alcarías de a trecientos y a quinientos vecinos labradores, que por todos serían hasta seis mill vecinos. Sacaba de allí Motezuma, cuando quería, cuatro o cinco mill hombres de guerra. Llamábase la provincia del nombre del pueblo; era subjecto a Motezuma; gobernábala un señor que por extremo proveyó bien el exército y dio lo nescesario para la jornada de adelante. Agradescióselo Cortés, dándoles a entender que sería muy servido Motezuma, a quien él iba a ver por mandado de un grandísimo señor que se llamaba el Emperador de los cristianos; dióle de paso a entender otras cosas de nuestra religión y poder de los cristianos, de que aquel señor quedó muy espantado. Despedido dél desta manera, pasó una sierra muy alta por el puerto que llamó Nombre de Dios, por ser el primero que en estas partes había pasado, el cual era sin camino, tan áspero y alto que no hay en España otro tan dificultoso de subir, ca tiene tres leguas de subida. Pasóle seguramente, porque a haber contradicción se padesciera gran trabajo y peligro. Hay en esta sierra muchas parras con uvas y árboles con miel; a la baxada había otras alcarías de una villa y fortaleza que se llama Texuán; que asimismo era de Motezuma, donde asimismo con el pueblo de atrás fueron muy bien rescebidos y proveídos de lo nescesario, porque así lo tenía mandado Motezuma. Díxoles Cortés algunas cosas, dándoles cuenta de su venida; despidióse dellos con mucha gracia. Antes que llegase a este pueblo, no creyendo que fuera tan bien proveído, mandó soltar dos tiros; salieron los indios al ruido, dixeron que no los espantase, que ellos le proveerían de lo nescesario. Cortés les respondió lo hiciesen así, porque si no se enojarían los tiros y les echarían el cerro encima.

     Desde aquí andubo tres jornadas por tierra despoblada, inhabitable y salitral donde fueron bien menester los regalos pasados y el buen tratamiento que el exército tuvo, porque pasó nescesidad de hambre y mucha más de sed, a causa de ser toda el agua que toparon salada, y muchos españoles que con la demasiada sed bebieron della adolescieron, aunque ninguno murió. Sobrevínoles luego un turbión de piedra y con él gran frío que los puso en mucho trabajo y aprieto, ca los españoles lo pasaron aquella noche muy mal, porque acudió sobre la indispusición que llevaban. Los indios corrieron tanto riesgo que aina perescieran; murieron algunos de los de Cuba, así por ir mal arropados, como por no estar hechos a las frialdades de aquellas montañas.



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Capítulo XXVI

De lo que acaesció a ciertos españoles de la Nueva Villa entretanto que marchaba el exército, y de lo que más subcedió a Cortés en el camino en Zacatani.

     En el entretanto que nuestro exército caminaba para México, doce españoles, con los cuales iba Escalante, que era Alguacil mayor, porque con el cargo de Capitán quedaba en la villa Francisco Álvarez Chico, persona de mucho gobierno, salieron della a ranchear, y no dándose [a] acato, dieron en un pueblo que los nuestros llamaron Almería, donde estaba una guarnición de Motezuma de quince mill hombres, los cuales, como estaban avisados por su señor que, como pudiesen, tomando algún español, se lo inviasen, porque, aunque desde que entraron los nuestros en el puerto, tenía por las pinturas que le inviaban noticia de nuestro exército y de las cosas dél deseaba ver alguno de los nuestros, porque los tenía por más hombres; y desta causa, por haber alguno a las manos, trabaron batalla con los nuestros, la cual duró hasta la noche. Murió en ella Escalante; tomaron a uno mal herido; los demás con la escuridad de la noche se escaparon por las sierras, dando mandado a la Villa Rica. El herido llevaron los indios en una hamaca a México, y por mal curado murió en el camino. No lo quiso ver Motezuma porque ya iba muy corrompido, pero mostráronle las cabezas del que murió en la batalla y del que fallesció en el camino. Mirólas por gran rato y dixo que ya se desengañaba de pensar ser aquellos hombres inmortales, aunque, como lo mostraban en los rostros, debían ser muy valientes. Dicen que se le mudó el color, porque por los pronósticos que tenía, entendió que habían de ser de aquellos los que le habían de quitar su señorío y traer nueva ley, ritos y costumbres a su tierra.

     Volviendo al camino que hacía nuestro exército, a la cuarta jornada de mala tierra, prosiguiendo su viaje adelante, subió una sierra muy áspera, y porque hallaron en la cumbre della al parescer como mill carretadas de leña cortada, puesta en orden a manera de baluarte, cerca de una torrecilla donde había unos ídolos, llamaron a aquel puerto el Puerto de la Leña, pasado el cual, dos leguas adelante, dieron en tierra estéril y pobre, y de ahí vinieron a un lugar que se llamaba Zacatlani, y no Castilblanco, como dice Gómara, porque está más adelante. Estaba este pueblo en un valle muy hermoso que se dice Zacatami, en el cual había casas muy bien labradas, porque eran de cantería, especialmente las del señor, que eran muy grandes y de mucha majestad; tenía muy grandes salas y aposentos, y, finalmente, era tan real que hasta estonces los nuestros no habían visto cosa semejante. Aquí Cortés mandó azotar a un soldado porque había hecho cierto agravio a un indio, contra lo que él tenía mandado, con que mucho se hizo respetar de los suyos y amar y servir de los extraños.

     El señor del pueblo se llamaba Olintetl, el cual rescibió a Cortés con mucho amor. Aposentóle, en su casa; proveyó a toda su gente, muy cumplidamente; hízolo así porque, como después él dixo, tenía mandamiento de Motezuma que honrase y sirviese en cuanto pudiese a Cortés; y así, por hacer todo lo a él posible por fiesta y alegría de la llegada de los nuestros, sacrificó cincuenta hombres, y esto poco antes que los nuestros llegasen, porque hallaron la sangre fresca y limpia. Hubo muchos del pueblo que traxeron en hombros y en hamacas las personas señaladas del exército hasta entrar en los aposentos, que es como si los llevaran en andas; honras fueron ambas las mayores que pudieron hacer, y sólo por mandárselo así Motezuma. Salió el señor, que era tan gordo que los nuestros le llamaron el Temblador, a la puerta de la casa a rescebir a Cortés; llevábanle de los brazos dos mozos fuertes, los más nobles de su casa; rescibiéronse con mucho amor y comedimiento. Dixo a Cortés que por estar tan pesado en carnes, como veía, no le había salido a rescebir; que fuese bien venido y descansasen él y los suyos en aquel su pueblo y casa, porque serían con toda voluntad hospedados.

     Cortés, por los intérpretes, que eran Marina y Aguilar, le dio las gracias. Entráronse desta manera juntos al aposento, que estaba adereszado para Cortés, donde en el entretanto que se adereszaba la comida, sentados comenzaron a hablar, estando en pie muchos caballeros de los nuestros y de los de la casa y familia de aquel señor. Cortés por lengua de Marina y Aguilar le dixo la causa de su venida y otras muchas cosas tocantes al honor y gloria de Dios y de su Rey, casi por la misma manera que las había dicho a los caciques y señores con quienes antes había tratado. El señor mostró holgarse mucho con tan nueva relación de cosas. Respondióle prudentemente, porque era hombre de mucha experiencia y bien entendido en negocios, así de guerra como de paz. Al cabo de la plática le preguntó Cortés (porque vía la majestad y grandeza con que se servía) si era amigo, aliado o vasallo de Motezuma. A esto estuvo callado un gran rato, tanto que le dixo Cortés casi como enojado que cómo no le respondía. Estonces, como quien despierta de sueño, con un sospiro arrancado de las entrañas, rasándosele los ojos de agua, como maravillado de aquella pregunta, respondió: «¿Y quién no es esclavo y vasallo de Motezuma?», dando, a lo que se pudo colegir, a entender el grande y tiránico poder de Motezuma, del cual le parescía que no había señor en el mundo que se pudiese librar.

     A esto Cortés le replicó que de la otra parte del agua había otro muy mayor señor, que era el Emperador y Rey de España, a quien servían muchos Príncipes y Reyes, y que él era uno de los menores vasallos suyos, que por su mandado venía a ver aquella tierra y conoscer a Motezuma y a los otros señores della. Rogóle fuese servidor de tan gran Príncipe y que en reconoscimiento desto, si tenía oro, le sirviese con él. A esto respondió que no haría otra cosa sino lo que su señor Motezuma le mandase, así en tener la amistad de aquel tan gran Príncipe que decía, como de inviarle oro, aunque tenía harto. A esto no replicó Cortés, porque le paresció que no era tiempo y vio en él y los suyos que eran hombres de corazón y gente belicosa; y por no parescer que le atajaba, le rogó le dixese el estado y grandeza de Motezuma, pues iba a besarle las manos, el cual le respondió como holgándose de haberse ofrescido aquella ocasión, y dar a entender que no podía haber otro señor tan grande como el suyo: «Motezuma es señor de muchos Reyes y tan grande que en el mundo no conoscemos otro igual, cuanto más superior; sírvenle muchos señores en su casa, los pies descalzos y los ojos puestos en el suelo; tiene treinta vasallos que cada uno tiene cient mill combatientes; sacrifica cada año veinte mill personas y algunas veces cincuenta mill; reside en la mayor, más linda y más fuerte ciudad de todo lo poblado, porque está puesta sobre agua, y para su servicio hay más de cuarenta mill acales, que son canoas; su casa y corte es grandísima, muy noble y muy generosa; acuden a ella muchos Príncipes de toda la tierra; sírvenle a la contina grandes señores; sus rentas y riquezas son increíbles, porque no hay nadie, por gran señor que sea, que no le tribute, y ninguno tan pobre que no le tribute algo, aunque no sea sino la sangre del brazo; sus gastos son excesos, porque aliende de las expensas de su casa, tiene continuamente guerra, sustentando grandes exércitos.» Maravillóse Cortés y los nuestros de tan grandes cosas, y cierto eran así, como después paresció, aunque no dexaron de creerle por ser hombre de tanta auctoridad y que lo decía como hombre que lo había visto.

     Estando así en estas pláticas, llegaron dos señores del mismo valle a ver a los nuestros. Presentaron a Corta cada uno cuatro esclavas y sendos collares de oro de no mucho valor. Rescibiólos muy bien Cortés; respondióles por las lenguas que les agradescía el presente y voluntad; ofrescióles su persona cuando la hobíesen menester; hablaron un rato con Olintetl; despidiéronse luego y fuéronse.

     Era Olintetl, aunque tribuctario de Motezuma, señor de veinte mill vasallos; tenía treinta mujeres, todas en una casa, con las de cient otras que las servían; tenía dos mill criados para su servicio y guarda. El pueblo, era tan grande; tenía trece templos, cada uno sumptuoso, con muchos ídolos de piedra de diferentes figuras, abogados para diferentes casos; sacrificabanse delante déstos, conforme a lo que se les pedía, hombres, niños, mujeres, palomas, codornices y otras cosas con sahumerios y gran veneración.

     En este pueblo y en su comarca tenía Motezuma cinco mill soldados en guarnición y frontera; tenía postas de hombres dobladas, puestas por breves trechos, que llegaban hasta México, por las cuales en muy poco espacio sabía, por muy lexos que fuese, lo que pasaba.

     Acabó Cortés de entender la grandeza e mucho poder de Motezuma, aunque antes había entendido gran parte, y fue tan grande su valor que ni en público ni en secreto mostró arrepentimiento de haberse puesto en tan grave y dificultoso negocio; antes, cuanto más dificultades, inconvenientes y temores le representaban algunos de los que con él iban, diciéndole que para un español había tres mill indios y que ellos estaban en su tierra tan amigos, como había visto, desobedescer a su señor, que tenían por gloria morir por él, y él, que estaba en el ajena, no sabida ni entendida, y que no con armas, sino a puñados de tierra, podrían ser todos hundidos y acabados, por ser el número de los enemigos casi infinito, le eran mayores espuelas para ir a ver y señorear tan gran poder como él vía y todos le decían, [y] con ánimo invencible que le prometía el dominio y señorío de tan gran imperio, dixo las palabras que por devisa en las columnas traía el Emperador, con el favor de Dios: «Señores, pues llevamos tan buena empresa, «plus ultra», que quiere decir«más adelante».



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Capítulo XXVII

Cómo Cortés, prosiguiendo su jornada, fue rescibido en Castilblanco y despachó mensajeros a los tacaltecas.

     Estuvo Cortés en Zacatlán cinco días, porque tenía fresca ribera y la gente de aquel valle era apacible; puso muchas cruces en los templos, derrocando los ídolos, como lo hacía en cada lugar que llegaba y por los caminos, y dexando muy contento a Olintetl, porque le dio algunas cosillas y le trató con mucho amor y respeto, acompañándole los principales buen trecho fuera del pueblo, se despidió. Fuéronle sirviendo muchos indios hasta otro pueblo que los españoles, por la ocasión que para ello daba, llamaron Castilblanco. Era de Yztacmachtitlán, uno de aquellos señores que le presentaron las esclavas y collares; estaba dos leguas de Zacatlán, río arriba. Está este pueblo en llano, par de una ribera; tiene dos leguas a la redonda, muchas caserías que casi tocaban unas con otras; extendíase su señorío todo por hermosa población y por lo llano del valle cerca del río tres o cuatro leguas; en un cerro muy alto estaba la casa del señor, con la mejor fortaleza que había en toda la tierra y mejor cercada de muro, barbacana y cavas; en lo alto del cerro había una población de cinco o seis mill vecinos, de muy buenas casas y gente algo más rica que la del valle abaxo, y porque la fortaleza blanqueaba mucho desde lexos y las casas que estaban en lo alto, llamaron los nuestros al pueblo Castilblanco.

     Fue aquí Cortés muy bien rescebido, porque estaban ya avisados; reposó allí tres días, para repararse del camino y trabajo pasado que el exército tuvo en el despoblado; hiciéronle muchos mitotes, que son danzas y bailes a su costumbre y otras fiestas, así por obedescer a Motezuma, como, porque son algo envidiosos, por parescer a Olintetl; detúvose también por esperar los mensajeros cempoaleses que habían inviado desde el pueblo antes a los taxcaltecas. Lo que contenía la embaxada era que él estaba informado del señor de Cempoala y de los demás señores de aquella comarca, amigos y confederados suyos, las grandes guerras y enemistades que con tanta razón tenían con Motezuma, de quien muchos años atrás habían rescebido muchos daños y agravios; que él iba a México y había de pasar por su tierra, que les rogaba lo tuviesen por bien; y que si querían favorescerse dél en sus guerras contra Motezuma, que él lo haría con la voluntad y amor que verían. Movieron a Cortés a que inviase estos mensajeros los nobles y otra gente principal que de Cempoala venía con él, diciéndole que los taxcaltecas eran muchos y muy fuertes y grandes enemigos de Motezuma, pues continuamente tenían guerra con él y que sabiendo ellos que los cempoaleses y totonaques, sus amigos y aliados, se habían confederado con los nuestros, ofrescerían con gran voluntad sus casas y personas, aunque a los principios subcedió al contrario, creo que por experimentar los taxcaltecas el valor y esfuerzo que en los nuestros había.

     Creyó Cortés que fuera así como los cempoaleses se lo habían dicho, porque hasta estonces le habían tratado mucha verdad, y así pensaron que lo trataban en esto, porque eran bastantes las enemistades y guerras que los taxcaltecas tenían con Motezuma, para pensar que, viniendo los nuestros en su ayuda, los salieran a rescebir y acarisciarían, como ellos habían hecho. Aquí tuvieron los nuestros noticia que Taxcala era una ciudad tan grande que tenía seiscientas plazas, y hubo quien con ánimo generoso dixese: «Buenos vamos, que a cada uno de nosotros caben dos plazas.»



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Capítulo XXVIII

Cómo las cuatro cabeceras de Taxcala, oída la embaxada de Cortés, entraron en su acuerdo, y de las diferencias que entre ellos hubo.

     En el entretanto que Cortés iba a Castilblanco y reposaba allí, los cuatro embaxadores cempoaleses entraron en Taxcala con cierta señal que solían llevar los mensajeros, a manera de correos, para ser conoscidos e ir seguros. A la entrada dieron mandado cómo venían así de parte de Cortés como de los de Cempoala. Saliéronlos a rescebir a su costumbre algunos principales de Taxcala; lleváronlos a las casas de su cabildo, donde después de haberles dado de comer, se juntaron a cabildo los cuatro señores que llaman cabeceras de Taxcala, con otros muchos de sus principales que eran del consejo de gobernación y guerra. Estando así juntos, mandaron entrar los embaxadores, los cuales, hecha gran reverencia, como en lugar de tanta majestad se requería, estuvieron en pie un rato sin hablar palabra, esperando les mandasen dixesen a lo que eran venidos. Estonces Xicotenga, que era uno de los cuatro señores que gobernaban aquella provincia, les dixo que propusiesen su embaxada. Los embaxadores estonces, hecho otro comedimiento, rogándose los unos a los otros, dieron los tres la mano y el proponer al más anciano, el cual, haciendo cierta cerimonia, tendiendo la mano, trayéndola a la boca, dixo.

     «Muy valientes y grandes señores, nobles caballeros: Los dioses os guarden y den victoria en las guerras y batallas que tenéis contra vuestros enemigos. El señor de Cempoala y los otros señores totonaques se encomiendan mucho en vosotros y os hacen saber que de allá, las partes de oriente, en grandes acales, han venido unos teules, hombres barbudos, muy fuertes y animosos, los cuales les han ayudado y favorescido contra las guarniciones de Motezuma y los han puesto en grande, libertad. Su Capitán se llama Fernando Cortés. Dice que él y los suyos son vasallos de un muy poderoso y gran Rey y que de su parte viene a verse con Motezuma, vuestro capital enemigo. Dicen los cempoales y totonaques que será bien que, como ellos, tengáis por amigos a estos valientes, porque aunque son pocos, valen más que muchos de nosotros; y porque entendemos que para contra Motezuma su amistad os será provechosa, aconsejamos a Cortés, que ha de pasar por esta ciudad, inviase mensajeros haciéndoos saber su venida, el cual por nosotros os besa las manos y dice que para verse con Motezuma, como el Emperador, su señor, le manda, le es necesariopasar por esta vuestra ciudad; que os suplica lo tengáis por bien, pues su deseo es contentaros en todo lo que se os ofresciere, poniendo a ello su persona y gente, y que tiene sabido las guerras que de muchos años a esta parte tenéis traído con él y los agravios y daños, aunque les habéis hecho otros, que habéis rescebido; si para esto su ayuda os es necesaria, os la ofresce.»

     Acabada esta embaxada, Magiscacín, que era otro señor de los cuatro, los mandó sentar un poco; y después de haber callado todos algún espacio, les dixo en nombre de aquella insigne república fuesen bien venidos y que besaban las manos a los cempoaleses y totonaques por el consejo que les daban y que holgaban mucho de que se hobiesen librado del duro imperio y señorío de Motezuma; y porque era menester espacio para responder a lo demás que tocaba a la venida de Hernando Cortés, que se holgasen en aquella ciudad algunos días, como en propria casa, en el entretanto que se resumían en lo que debían hacer.

     Con esto se salieron los mensajeros del Ayuntamiento, y quedando ellos solos tuvieron silencio por un rato, mirándose unos a otros. Cada uno esperaba que el otro hablase primero, hasta que Magiscacín, que era uno de los que gobernaban la señoría de Taxcala, hombre de mucho reposo y juicio, de noble condisción, bienquisto en aquella república, tomando la mano, o porque era más antiguo, o porque en las cosas de consejo era el que primero proponía, dixo: «Caballeros, señores y amigos míos que aquí os habéis juntado para oír la embaxada que los cempoaleses han traído: Entendido tendréis tres cosas della: la primera, que nuestros amigos, enemigos de nuestro enemigo, nos aconsejan hospedemos a estos caballeros que, según su valor y manera, más parescen dioses que hombres como nosotros; la segunda, que dellos podremos ser ayudados para tomar venganza de nuestro enemigo que, a la contina, con su poder, nos tiene encerrados en estas sierras sin poder gozar de los mantenimientos y trajes que las otras gentes gozan; la tercera es que nos pide el Capitán destos invencibles y valientes caballeros que le demos pasaje por nuestra tierra y le hospedemos el tiempo que en ella estuviere, ofresciéndonos su persona y las de sus caballeros. Cosa es esta que en buena razón no se le puede negar, especialmente yendo como va contra nuestro enemigo, y nuestros dioses nos enseñan a hacer caridad con los peregrinantes; si no los rescebimos, parescerá que somos crueles y, lo que más se ha de huir, que somos cobardes, que no los osamos rescebir, temiendo que nos han de hacer algún daño, teniendo entendido lo contrario por experiencia y por lo mucho que dellos dicen los de nuestra nación.

     «Lo que sobre todas tres cosas me paresce que debemos responderle es que venga norabuena y salir con toda alegría a le rescebir, porque si los españoles, que los cempoaleses y los otros que los han tratado llaman dioses y los tienen por inmortales, quieren, fácil les será pasar por nuestra tierra a nuestro pesar y destruirnos a todos, de lo cual rescibiría nuestro capital enemigo Motezuma gran contento. Allégase a esto, que no poco confirma mi parescer, lo que nuestros antepasados nos dexaron en nuestros annales y pinturas: que vendrían unos hijos del sol, en trajes y costumbres diferentes de nosotros, de muy lexas tierras, en unos acales grandes, mayores que casas, y que, aunque en número no serían muchos, serían tan valientes que uno podría más que mill de vosotros; que destruirían nuestros ídolos e introducirían nueva religión, costumbres y leyes, y que luego cesaría el imperio y mando de Motezuma, y que estos invencibles dioses harían su asiento en nuestra tierra y que vendrían inviados por un grandísimo señor que un Dios muy poderoso favorescía e ayudaba para que cesase el derramamiento de sangre, la tiranía, la sodomía y otros abominables delictos que hasta ahora por subjestión de un Príncipe de tinieblas, que nosotros llamamos Tlacatecolotl, con tanto perjuicio nuestro, han reinado. Y pues vemos cumplido lo que nuestros antepasados profetizaron tan claramente y las fuerzas humanas no bastan a resistir al poder divino y a las cosas que del cielo vienen, no hay para qué ya yo os diga más, sino que todos con alegre el ánimo salgamos a rescibir a estos dioses, que me paresce vienen en nombre de algún poderoso Dios, y mirad lo que en fin desta mi plática os digo, porque así me lo dice mi corazón: que si hiciéredes lo contrario, morirán muchos de los nuestros y, aunque no queráis, entrarán por fuerza en nuestra tierra y casas, porque no se puede dexar de cumplir lo que nuestros antepasados, que eran mejores que nosotros, nos dixeron en sus escripturas. Esto es lo que siento; vosotros ved lo que os parece, que el tiempo os dirá, si lo contrario quisierdes hacer, haberos yo aconsejado bien.»

     Como Magiscacín era hombre de mucha prudencia y de afable conversación, era tenido en su república en grande estima, aunque la gente de guerra seguía más a Xicotencatl, por ser bullicioso y aun venturoso en las batallas; y así, aunque hasta que habló Xicotencatl paresció bien a todos su razonamiento, los republicanos y hombres de auturidad y experiencia, que eran los menos, estuvieron en su parescer, porque, como luego respondieron, tenían por acertado subjetarse a la voluntad de los dioses, ir contra la cual sería locura; pero luego Xicotencatl, que a la sazón era Capitán general del estado, por quien principalmente se gobernaban las cosas de la guerra, conturbando el parescer de Magiscacín, deseoso de venir a las manos con los nuestros, engañado con los buenos subcesos que poco antes había tenido en dos batallas campales contra mexicanos, persuadido desto, contradixo apasionadamente el parescer de Magiscacín, diciendo desta manera.



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Capítulo XXIX

De la brava plática que Xicotencatl hizo contradiciendo a Magiscacín.

     «Valerosos y esforzados caballeros, Capitanes, muro y fortaleza de la inexpugnable señoría de Taxcala: Si no tuviera entendido [que Magiscacín] desea más el descanso y buen tratamiento de vuestras personas que la gloria que con vuestros belicosos trabajos habéis de alcanzar, haciéndoos cada día más señalados contra el emperador Motezuma, que todo lo ha subjectado, sino ha sido a vosotros, creyera que sus aparentes y bien ordenadas razones tuvieran fuerza para que yo y todos vosotros viniéramos en su parescer, perdiendo la mejor ocasión que jamás se nos ha ofrescido para señalar y mostrar nuestras personas, haciéndolas memorables para todos los siglos venideros; y porque entendáis la razón que tengo en contradecir, respondiendo en suma a lo que Magiscacín dixo, os descubriré lo que por ventura todos no sabéis.

     «Dice Magiscacín que el hospedar a los forasteros es precepto de los dioses y que en buena razón se usa. Esto es cuando los huéspedes no vienen a hacer daño: pero sí cuando, para conoscer nuestras fuerzas, vienen a hacerse amigos, el daño es mayor, porque con dificultad resistimos al enemigo casero. Dice también que estos españoles, que él sin razón llama dioses, son los que han, de señorear esta tierra, conforme a los pronósticos que dello hay. A esto respondo dos cosas: la una, que los más de los pronósticos han sido falsos; la otra, que no sé yo si son éstos o otros los pronosticados; a lo menos, parésceme que no haremos el deber si no viéremos, para qué son, porque si los halláremos mortales como nosotros somos, no nos habrán engañado; y si fueren inmortales y más poderosos que nosotros, fácil será el reconciliarnos con ellos, porque no me parescen a mí dioses, sino monstruos salidos de la espuma de la mar, hombres más necesitados que nosotros, pues vienen caballeros sobre ciervos grandes, como he sabido; no hay quien los harte; dondequiera que entran, hacen más estrago que cincuenta mill de nosotros; piérdense por el oro, plata, piedras y perlas; paréscenles bien las mantas pintadas; son holgazanes y amigos de dormir sobre ropa, viciosos y dados al deleite, a cuya haraganía el trabajo, la labor y coa, debe ser odioso; y así, creo que, no pudiéndolos sufrir el mar, los ha echado de sí; y si esto pasa, como digo, ¿qué mayor mal podría venir a nuestra patria que rescebir en ella por amigos a tales monstruos, para que quedemos obligados a sustentarlos a tanta costa de nuestras haciendas, que aun para hartar de maíz aquellos mochos venados que traen, no bastarán nuestros campos?; pues para ellos, ¿qué gallinas, qué conejos, qué liebres bastarán? Donosa cosa sería que estando nosotros habituados a tanta esterilidad, pues aun sal no tenemos, ni mantas de algodón con que nos cubramos, contentos con el maíz e hierba de la tierra, viniésemos a ponernos en mayores trabajos, haciéndonos esclavos para sustentar los advenedizos. No es, pues, razón que los que derramamos nuestra sangre por defender nuestra patria y vivir sin servidumbre, metamos en ella por nuestra voluntad quien nos haga tribuctarios.

     «Informaos de los mercaderes que van y vienen a esta Señoría y entenderéis que es poco lo que yo os he dicho, y considedad que si cuando vencemos a los de Culhúa y traemos los enemigos vencidos y atados no caben a bocado cuando los comemos en nuestras parentelas, ¿qué nescesidad padesceremos si, rescibiendo a éstos, los hemos de sustentar? De adonde, pues la invencible Taxcala no tiene otras riquezas que el arco, flechas, macana y fuerte rodela, ni otro mayor bien que la tostada y arrojadiza vara con que atravesamos al enemigo, no hay para qué rendir y entregar nuestra defensa a los que no conoscemos, pues estamos en ásperas y fuertes sierras. Muchos sois en número y no menos valientes en esfuerzo; los que vienen no saben la tierra ni los pasos, fácil será, si quieren venir, el resistirlos y aun hacerlos volver atrás, huyendo. Yo en lo que en mí es no os faltaré, y prometo, como lo habéis visto, de ser el primero y acometer al más fuerte; de adonde, si de los dioses, como es razón, estáis confiados que nos darán victoria, si pensáis que sois los mismos que tantas veces habéis vencido exércitos de Motezuma, si queréis vuestra libertad, que excede a todo prescio, si amáis a vuestras hijas y mujeres, si procuráis que vuestra religión esté en pie, y si, finalmente, no queréis perder el nombre de taxcaltecas que tanto temor pone a nuestros enemigos, seguidme, morid conmigo, que más vale que por estas tan importantes cosas muramos como valientes en el campo que, perdiéndolas como mujeres, las ofrescamos desde nuestras casas a los forasteros, de quien tanto mal nos puede venir.»

     Mucho alteró los pechos de los oyentes este bravo razonamiento de Xicotencatl; comenzó entre ellos un murmurio, hablando los unos con los otros, iban cresciendo las voces, declarando cada uno lo que sentía; y como eran los paresceres diferentes, que los republicanos seguían el de Magiscacín y los soldados y capitanes el de Xicotencatl, estaba aquel Ayuntamiento, diviso, hasta que Temilotecutl, uno de los cuatro señores que estonces era Justicia mayor, haciendo señal que quería hablar, callando todos, con una madura gravedad que puso atención, dixo así.



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Capítulo XXX

De la plática que hizo Temilutecutl, justicia mayor de Taxcala.

     «Señores y amigos míos: No me maravillo que, como acontesce en todas las consultas que importan algo, haya contradicción y variedad de paresceres en ésta, porque no hay negocio en las casos humanas tan claro que no tenga haz y envés, y que, tratado por buenos entendimientos, por muy fácil que sea, no se haga dificultoso. Acontesce también para la determinación de algunas cosas en las cuales uno dice sí y otro no, que conviene ni del todo seguir el sí ni del todo dexar el no, como se ha ofrescido en el negocio que ahora entre las manos tenemos, en el cual los señores Magiscacín y Xicontencalt son contrarios, porque el señor Magiscacín dice se resciban estos nuevos huéspedes, y lo contrario defiende el señor Xicotencatl. Ambos, aunque contrarios, tienen razón, y cada uno debe ser alabado por su buen parescer; pero, si a vosotros, señores, paresce, ha de ser tomando de cada uno lo que más conveniente fuere para la determinación de nuestro negocio; y así, cada uno de vosotros, señores, quedará contento de haber con razón defendido su parte. Será, pues, el medio que resultará de los dos extremos, que usemos de un mañoso ardid que creo aplacerá a todos, especialmente al muy valeroso y sagaz Xicotencatl el viejo, padre de nuestro General, que por estar ciego no sigue la guerra, y es que inviemos nuestros embaxadores al capitán Cortés con graciosa respuesta, diciéndole que con su venida rescibimos todos mucha merced y que cuando venga a esta ciudad será muy bien rescebido. En el entretanto que él viene con su gente, el señor Xicotencatl tendrá concertado con los otomíes le salgan al camino, y allí le dará la batalla una vez e muchas hasta que veamos para qué son éstos que de tan lexos vienen, que nos dicen ser dioses; y por otra parte, como dixo el señor Xicotencatl, tienen hambre y sed y aman las cosas que, siendo dioses, habían de menospreciar y tener en poco, lo cual arguye ser hombres, y aun no tan abstinentes como nosotros. Si los nuestros vencieren, nuestra ciudad y provincia habrá ganado perpetua gloria y quedaremos con mayores fuerzas contra nuestro cotidiano enemigo Motezuma, libres de las pesadumbres y trabajos que el señor Xicotencatl ha contado; y si fueren tan valientes y tan valerosos que los nuestros no los puedan empescer, diremos que los otomíes son bárbaros y gente sin conoscimiento ni comedimiento, e que sin nuestra voluntad y parescer y sin saberlo nosotros, para se lo poder estorbar, no sabiendo lo que hacían, salieron a ellos; por manera que, como, señores, veis, si esto se hace, el señar Magiscacín y el señor Xicontencatl han dicho bien y nosotros jugamos al seguro. Este es mi parescer; ahora ved, señores, qué es lo que a todos os paresce, y si otro medio hay mejor yo lo seguiré, porque no es otro mi fin sino procurar querer y hacer todo lo que más al bien común pertenesciere, dexada toda honra y gloria de salir con mi parescer.»

     Acabado Temilotecutl su razonamiento, que dio gran contentamiento a todos, sosegó y aplacó las diferencias; y así, unánimes y sin contradicción alguna, determinaron se pusiese luego por obra lo que había dicho, porque cierto en las cosas dubdosas que por ambas partes tienen pro y contra, un buen medio hace mucho y no puede prosceder sino de muy buen seso y gran experiencia de negocios.

     Fue cosa de ver cómo antes que saliesen de su cabildo se levantaron todos y abrazaron a Temilutecutl, dándole gracias y diciéndole que era la prudencia de su república, que los dioses estaban en su corazón y hablaban en su boca; alabaron mucho, demás del medio que había dado, la templanza y humildad con que había comenzado y acabado su plática.

     Sosegados todos y tornándose a sentar, como lo tenían de costumbre, mandaron llamar a los mensajeros; diéronle la repuesta que estaba determinada, aunque, con ocasión de cierto sacrificio, los detuvieron hasta que supieron que Cortés venía; y los otomíes, por industria de Xicotencatl, le salieron al encuentro y pasó entre ellos lo que después diré. Y porque al presente se hace mención de los embaxadores, y no son de callar ni pasar ca silencio las cerimonias de que usaban y cómo eran rescebidos y despachados, diré en el capítulo que se sigue, por ser muy nuevo y peregrino, lo, que en ellas había.



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Capítulo XXXI

De las insignias de los embaxadores y de cómo eran rescebidos y despachados.

     Eran, como es del derecho de las gentes de los indios de la Nueva España, tan inviolables los embaxadores, tenían tan diferentes señales de las que se usan entre todas las nasciones del mundo, eran tratados y rescebidos con tanta cerimonia y honor, que demostraban ser cosa sagrada, tanto que, aunque estas gentes, bárbaras de su condisción, son más vengativas que todas las del mundo, respetaban a los embaxadores de sus mortales enemigos como a dioses, teniendo por mejor violar cualquiera otra cerimonia y rito de su falsa religión que pecar contra los embaxadores, aunque fuese en cosa muy pequeña, porque por la tal, no menos que si fuera muy grave, eran con mucho rigor castigados, diciendo que, por los embaxadores se confiaban dellos, no debían en un punto ser engañados.

     Su manera, pues, de caminar para ser conoscidos en tierras de sus enemigos era qué cada uno llevaba una delgada manta, de punta a punta torcida, revuelta al cuerpo, que cubría el ombligo, con dos nudos a los lomos, de manera que de cada nudo sobrase un palmo de manta. Con esta manta había de entrar cubierto cuando diese la embaxada; sin ésta llevaba otra de algodón grueso, de tal manera doblada, que hacía un pequeño bulto enroscado; llevábala echada con un pequeño cordel por el pecho y hombros; llevaba en la mano derecha una flecha por la punta, las plumas hacia arriba, y en la izquierda una pequeña rodela y una redecilla en que llevaba la comida que le bastaba hasta llegar do había de dar la embaxada. Entrando por tierra de enemigos, había de ir el camino derecho sin salir dél a la una ni a la otra parte, so pena de perder la libertad y derechos de embaxador y estar condenado a muerte, la cual le daba el señor a quien llevaba la embaxada.

     Llegado que era al pueblo donde había de parar, era luego conoscido por el traje, y los oficiales de la casa del señor a quien iba le salían a rescebir; mandabánlos los reposar en la calpisca, que era casa del común del pueblo, donde, conforme a la calidad del señor que le inviaba, se le hacía en el comer y en todo lo demás el tratamiento más o menos, según convenía. Hecho esto, los oficiales decían al señor cómo había venido mensajero, el cual mandaba que viniese; iba después de haber almorzado primero, porque la comida era muy tarde, muy compuesto, callado y como recapacitando consigo lo que había de decir, acompañado de los principales de la casa con rosas en las manos que ellos le habían dado. Llegado a palacio paso ante paso, los ojos en tierra, entraba donde el señor estaba sentado con toda la majestad a él posible; haciéndole un muy gran acatamiento, se ponía en la mitad de la sala, sentado sobre sus pantorrillas, pegados los pies y recogida la manta con que todo se cubría. Hacíale señal el señor que hablase, y luego él, hecho otro acatamiento, la voz baxa, los ojos en tierra, con muy grandes cortesías y comedimientos y ornato de palabras, de que se presciaban mucho, proponía su embaxada. Oíale el señor con los principales que con él estaban, sentados a su uso y costumbre, que era sobre unos banquillos baxos de una pieza que ellos llaman yepales, con muy gran atención baxas las cabezas, puestas las bocas sobre las rodillas.

     Acabada la embaxada, no se le respondía palabra hasta otro día, si no fuese muy principal, y dando algunas gracias, salían con él algunos de los que en la sala estaban; volvíanle a la calpisca, mandándole proveer de lo nescesario. En el entretanto el señor trataba con los principales de su consejo la respuesta que se le había de dar para otro día. No le respondía el señor, sino alguno de los principales por él; echábanle en la redecilla tanto bastimento que bastase para llegar a su tierra, y según la hacienda y liberalidad del señor, se le daban algunos presentes. Rescibíalos si su señor no le había mandado lo contrario, porque si era embaxador de amigo, era afrenta y agravio que se hacía al que los daba no rescebirlos; y si de enemigo, no podía sin licencia de su señor. Salían los mismos que le habían traído a la calpisca con él cuando le despedían hasta sacarle del pueblo, donde, hechos muchos ofrecimientos, él llevaba la respuesta a su señor, y ellos se volvían a casa.

     Los embaxadores que eran de alguna Señoría o provincia nunca iban solos, porque por lo menos iban cuatro; eran hombres escogidos, de autoridad en las personas y los más facundos y elocuentes que podían hallar, para que, o desafiando o haciendo paces, o tratando de conciertos, tuviesen mayor eficacia sus palabras y consiguiesen el efecto que deseaban.

     Otras muchas particularidades dexo, porque no son tan principales. Ahora, viniendo a Hernando Cortés, digamos lo que hizo en el entretanto que los embaxadores volvían.



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Capítulo XXXII

De lo que a Cortés subcedió yendo a Taxcala.

     Como había sido Cortés aconsejado por los cempoaleses que inviase sus mensajeros a la Señoría de Taxcala y habían ya pasado ocho días que no venían, preguntó a los principales de Cempoala que iban con él cómo no venían. Ellos le respondieron que debía de ser lexos, o que por la majestad y grandeza, según su costumbre, no los despacharían tan aína, según yo dixe en el capítulo prescedente. Cortés, viendo que se dilataba su venida e que aquellos principales le certificaban tanto la amistad y seguridad de los taxcaltecas, determinó de partir con todo el campo para allá, confiado que le subcedería de otra manera que le avino, e a la salida del valle topó poco después una gran cerca de piedra seca, de estado y medio de alta y ancha veinte pies, con un pretil de dos palmos por toda ella para peleal de encima; atravesaba todo aquel valle de una sierra a otra; no tenía más de una sola entrada de diez pasos y en aquella doblaba la una cerca sobre la otra a manera de revellín por trecho de cuarenta pasos, de manera que era tan fuerte y tan mala de pasar que habiendo quien la defendiera, se vieran los nuestros en trabajo.

     Parósela Cortés a mirar, y como aquel que velaba por sí y por todos, dando con el caballo una vuelta por más de media legua, así para ver la fuerza de aquella cerca, como para ver si había algunas asechanzas, preguntando luego para qué era y quién la había hecho, respondió Yztacmichtitlán, que le acompañó hasta allí, que era para dividir los términos entre él y los taxcaltecas y que servía de mojones y también de fuerza para resistir a los taxcaltecas si quisiesen por fuerza de armas entrar en sus tierras, y que a este fin sus antecesores la habían hecho muchos años había, porque en aquel tiempo los taxcaltecas eran vasallos del señorío que Motezuma tenía a habían hecho muchas correrías en aquellos sus términos, aunque al presente ya eran amigos, aunque los taxcaltecas enemigos de Motezuma.

     De aquí entendió Cortés más claramente que los taxcaltecas eran más valientes que todos los demás indios, pues aquéllos habían hecho aquel muro tan bravo para defensa dellos, aunque a los nuestros más les paresció costoso y fanfarrón que provechoso, porque, rodeando un poco, había paso por donde los enemigos podían entrar.

     Como nuestro exército se detuvo algún tanto mirando aquella obra tan magnífica, diciendo cada uno su parescer y reparando principalmente en que tan larga y ancha cerca estuviese tan bien hecha, sin mescla de cal ni barro, e Yztacmichtitlán no entendía lo que hablaban, ni por qué se habían reparado, pensó que tenían y recelaban de ir adelante; dixo y con ahinco rogó al Capitán que no fuese por allí, pues había otro camino por donde podría ir seguro y servido, todo por tierras de su señor Motezuma; que temía que los taxcaltecas habían de hacer de las suyas, que era gente muy bellicosa y que por quedar amigos de Motezuma, les saldrían al encuentro y harían algún daño.

     Mamexi y los otros principales de Cempoala le aconsejaban lo contrario, diciéndole que en ninguna manera fuese por donde Yztacmichtitlán pretendía encaminarle, porque lo hacía con engaño y malicia, por apartarlo del amistad de los taxcaltecas, gente muy valiente y valerosa, temeroso que si los nuestros se juntaban con los taxcaltecas, su señor Motezuma sería menos poderoso. Cortés, entre paresceres tan diversos dados, como parescía, con sana y buena voluntad, estuvo suspenso por una pieza, deliberando en lo que se determinaría; y así, al fin, se arrimó al consejo, de Mamexi porque le tenía más conoscido y tenía mejor concepto dél, y también por no mostrar cobardía, que es lo que siempre el buen caudillo ha de pretender, pues en él está el desmayo o esfuerzo de los suyos; y así, prosiguiendo el camino de Taxcala que había comenzado, se despidió de Yztacmichtitlán, tornando dél trecientos soldados. Entró por la puerta de la cerca y luego, poniendo en orden su gente, poniendo los tiros a punto, comenzó a marchar, yendo el con algunos de a caballo siempre media legua delante para descubrir el campo, y si algo hobiese, dar aviso y poner su gente en concierto y modo de pelear, y también para escoger buen lugar para la batalla o para asentar el real si otra cosa no subcediese.

     Andada, pues, una legua topó con un espeso pinar todo lleno de hilos y papeles que enredaban los árboles y atravesaban por el camino. Riéronse mucho los nuestros cuando vieron esto, aunque se detuvieron en quitar hilos y papeles para pasar. Entendieron, como después se supo, que esta era obra de hechiceros que habían dado a entender a los taxcaltecas que aquellos hilos y papeles habían de tener tanta virtud que, o los nuestros no habían de poder pasar, o si pasasen habían de perder las fuerzas para no poder resistir cuando fuesen acometidos.

     Salidos del pinar los nuestros, andadas más de tres leguas desde la cerca, mandó el Capitán decir a la infantería que se animase apriesa, porque era ya tarde, y él con los de caballo fuese casi una legua delante, donde encumbrando una cuesta dieron los dos de a caballo que iban delanteros en obra de quince o diez e seis indios con espadas y rodelas y penachos pendientes de las espaldas y de la cabeza, que ellos acostumbran traer en la guerra, los cuales eran escuchas y estaban puestos, como paresció, para dar aviso cuando los nuestros llegasen, porque como los vieron, echaron a huir, o de miedo o, por dar aviso.

     Llegó luego Cortés con otros tres compañeros a caballo, y por más que voceó ni señas que les hizo, no quisieron esperar; y porque no se le fuesen sin saber algo, los siguió. Alcanzólos, pero ya que estaban juntos y remolinados, determinados de morir antes que de rendirse, comenzaron a jugar de las espadas y rodelas Hacíales señas Cortés que estuviesen quedos; acercábase a ellos, pensando tomarlos a manos y con vida, pero ellos, no curando desto, jugaron de las espadas; pelearon y defendiéronse tan bien de los seis de a caballo, que hirieron dos dellos y les mataron dos caballos de dos cuchilladas, y aun, a lo que vieron algunos de los nuestros, eran tan valientes y de tan buenos brazos que a cercén y con riendas cortaron las cabezas a los caballos que mataron, y esto no fue porque hicieron golpe, sino porque las espadas eran de navajas de pedernales muy agudas, y aunque tenían muchas fuerzas habían muy diestramente cortar.

     Esta refriega fue principalmente con los seis de a caballo que primero llegaron, porque en esto acudieron otros cuatro y tras ellos los demás. Detraxéronse por orden los indios, jugando sus espadas sin muestra de temor, hasta que Cortés, viendo que con grande alarido y grita descendían muy en orden más de cinco mill indios de guerra a socorrer a los suyos, invió a gran priesa uno de a caballo que dixese a la infantería caminase con toda furia. El escuadrón de los indios allegó tarde, porque ya las escuchas estaban alanceadas por el enojo grande que Cortés rescibió de ver que le habían muerto dos caballos, y siendo tan pocos, y habiéndoles hecho señar, no haber querido rendirse ni detenerse.



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Capítulo XXXIII

De lo que hicieron los indios y de lo que después inviaron a decir al Capitán.

     En el entretanto que la infantería caminaba, el escuadrón de los indios llegó y arremetió con buen ánimo y denuedo contra el Capitán y sus compañeros; tiráronles muchas flechas; acercáronse a los nuestros cuando las lanzas les daban licencia, los cuales mataron y alancearon a todos los que más se metían; acercóse entretanto la infantería y artillería y como del recuesto lo vieron los Capitanes de los indios, hicieron señal de retirar; volviéronse luego en buena orden, dexando el campo a los nuestros, los cuales cuando llegaron no hallaron más que los caballos e indios muertos. En este rencuentro los de a caballo entraban y salían dellos, porque tenían como cosa nueva más miedo a los caballos que a los caballeros, diciendo que aquellos venados mochos eran muy mayores que los suyos e que corrían más, e que por algún encantamento andaban los nuestros encima dellos.

     Retirado, pues, bien de los nuestros el escuadrón de los indios, inviaron luego los señores de Taxcala dos de los embaxadores que Cortés les había inviado con otros suyos a decirle cómo ellos habían sabido lo que había pasado, y que les había pesado mucho de que aquella gente bárbara se hobiese así atrevido; que sopiese que eran ciertas comunidades y behetrías de indios que sin su licencia y como les parescía, hacían lo que querían, aunque se holgaban que algunos dellos hobiesen pagado la pena que merescían por su loco atrevimiento, y que ellos eran sus amigos y deseaban verle en su pueblo para hacerle todo servicio, pues eran tan valientes; e que si querían que les pagasen los caballos que aquellos otomíes les habían muerto, que luego les inviarían oro o joyas por ellos, porque hombres tan valientes como eran él y los suyos, merescían ser muy servidos de tal gente como la taxcalteca.

     Cortés, aunque barruntó, como ello era, que el recaudo era falso, para tomarle sobre seguro, respondió como siempre sagaz y blandamente que les tenía en merced su ofrescimiento y buena voluntad y que sería con ellos lo más presto que pudiese, porque lo deseaba mucho; y disimulando la pena que la falta de los caballos muertos le hacían, y más de que los indios tuviesen entendido que los caballos eran mortales, cerca desto les dixo que no había nescesidad de que se los pagasen, que otros muchos le vendrían muy presto de adonde aquellos habían nascido. Volviéronse con esto los mensajeros, llevando consigo los cuerpos de los indios alanceados, para enterrarlos conforme a su rito y religión. Cortés mandó luego enterrar los caballos, por que no supiesen que morían. Dicen otros que creyó ser el recaudo verdadero, por ser dos de los cempoaleses los mensajeros que con los otros venían, que a venir solos era más creíble.

     Pasó Cortés casi una legua más adelante; llegó casi a puesta de sol cerca de un aroyo, lugar cómodo para asentar el exército, por ser fuerte y de agua; paró allí porque la gente venía muy cansada; dobló porque dormía en el campo, las velas de pie y las de a caballo, y aun dicen otros que por sus cuartos velaron de ciento en ciento, que no poco los aseguró. Aquella noche reposaron todos según que les cupo, mejor de lo que pensaron, porque no tuvieron ningún alarido ni rebato.

     Otro día llegaron a unas casas, de otomíes, en las cuales no hallaron más de algunos muertos de las heridas rescebidas el día antes; quemaron las casas y comieron tunas, más de hambre que de vicio, porque no las osaron comer hasta que vieron que las comían los tamemes que consigo traían; y porque es fruta muy espinosa que aunque se tome con guantes los pasa, los nuestros, primero que entendieron que echándolas en el suelo y volviéndolas con la suela del zapato se les quitaban las espinas, las metían por las puntas de las espadas chamuscándolas a la llama de las casas que ardían, de que no poco se reían los indios. Otro día, salido que fue el exército de aquella alcaría quemada, llegando a un mal paso, que era en una quebrada honda que la señoreaban sierras alderredor, antes que la pasasen, un perro sintió espías; ladró, acudió un herrador llamado Lares, excelente hombre de caballo, mató dos; huyéronle los demás. En esto llegaron los otros dos mensajeros cempoaleses que Cortés había inviado, corriendo, sudando, demudada la color, maltratados, llorando y que apenas de miedo que traían podían hablar; vinieron derechos a Cortés, echáronse en el suelo, abrazáronse con sus pies, como pidiendo favor y socorro; asegurólos Cortés; pidióles por las lenguas que dixesen cómo venían así. Respondieron que los malos y perversos taxcaltecas, violando, como aquellos que no tenían ni reconoscían superior, el derecho inviolable de la embaxada, los habían atado y guardado para sacrificarlos otro día, en amanesciendo, al dios de la victoria, diciendo y afirmando que la tendrían cierta si ellos muriesen; e que aquella noche, desatándose el uno al otro se habían escapado, porque también habían oído decir que después de sacrificados, habían de ser para buen comienzo de la guerra sabroso manjar, e que así habían de hacer con los barbudos y con todos los demás que con ellos venían.



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Capítulo XXXIV

Del segundo recuentro que Cortés hubo con los de Taxcala y de la celada que le pusieron.

     Poco después que los mensajeros contaron lo que con los taxcaltecas les había acontescido, obra de un tiro de ballesta, asomaron por detrás de un cerrillo mill indios bien armados; acercáronse a los nuestros con el alarido y grita que suelen, y los acometieron tirándoles muchos dardos, piedras y saetas. Cortés les hizo muchas veces señal de paz; hablólos con farautes, rogándoles que estuviesen quedos, porque él no venía a hacerles mal; requirióselo en forma por ante escribano y testigos, como si hobiera de aprovechar algo o ellos entendieron qué quería decir hacer requerimientos; y así, después acá en nuestros días se han engañado muchos flaires, creyendo que sin gente de guerra que les guardase las espaldas podían convertir los indios y hales acontescido al revés, porque después de haberles dado muchas voces y tratado con mucha blandura y amor, han rescebido cruelmente la muerte de sus manos.

     Viendo, pues, Cortés que mientras más les rogaba más se encendían, determinó defenderse; y así, trabada la batalla con engaño que tenían pensado, comenzaron a retraerse, llevando a los nuestros tras sí hasta meterlos en una emboscada de más de cien mill indios de guerra que estaban el arroyo arriba, que por unas quebradillas que había hacían el paso asperísimo en gran manera y de tanto peligro que los nuestros se vieron perdidos, donde, después del favor divino, que claramente conoscieron, el ánimo y esfuerzo invencible de Cortés aprovechó mucho.

     Aquí dicen que Teuch, uno de los nobles y principales de Cempoala, dixo, cortado y desmayado, a Marina: «¡Oh, Marina y cómo veo la muerte de todos nosotros delante de los ojos! ¡No es posible que ha de quedar vivo ninguno!» Marina, con ánimo varonil y espíritu profético, le respondió: «No tengas miedo ni desmayes así, que el Dios destos cristianos es muy poderoso; quiérelos y ámalos mucho, y presto verás, cómo siendo vencedores, los saca deste peligro.»

     No mucho después que Marina dixo estas palabras tan llenas de esfuerzo y de fee, diéronse tan buena maña los nuestros, que, aunque con muy gran trabajo, salieron presto de aquel paso, donde los indios amigos, por no ser sacrificados, haciendo como dicen de las tripas corazón, pelearon como deben los que pelean por la vida, aunque las acequias, guardadas y defendidas con mucha gente de guerra, eran a todos los nuestros grande estorbo, y embarazó tanto que muchos de los enemigos se atrevían a abrazarse con los caballos y quitar las lanzas a los caballeros. Perdiéranse allí muchos españoles si los indios amigos, como diestros en el agua y con fidelidad maravillosa no les ayudaran. Cortés iba delante con los de a caballo peleando y haciendo lugar a la infantería; volvía de cuando en cuando a concertar el escuadrón; decíales: «Señores, acordaos que sois cristianos y españoles y que ahora es menester vuestro animoso corazón con que la nación nuestra se señala entre todas las del mundo; mirad que peleáis por Jesucristo, por defender su honra y vuestra vida. ¡Esfuerzo, esfuerzo, que Dios es con nosotros y éstos no pueden durar mucho!»

     Con estas y otras palabras, dignas de tal Capitán, alentó tanto a la gente que peleaba, que con nuevo esfuerzo salieron en fin de aquellas quebradas a campo raso y llano donde, pudiendo correr los caballos y jugar la artillería, dos cosas que pusieron gran espanto, hicieron gran daño en los enemigos, a los cuales tiniéndolos en poco, se metían en ellos haciendo gran matanza, hasta que no pudiéndolo sufrir los indios, en orden se fueron retrayendo a un recuesto donde se hicieron fuertes. Quedaron este día en el un recuentro y en el otro muchos indios muertos y heridos; de los españoles hubo algunos heridos, pero ninguno muerto.

     Dieron los nuestros en voz alta con increíble alegría muchas gracias a Dios por la victoria que les había dado. Fue de ver, como acontesce en negocios que han sido, tan peligrosos, cómo los indios amigos, abrazaban a los españoles y entre sí los unos a los otros decían: «Grande y Poderoso Dios en este de los cristianos, pues siendo tan pocos con aunque fueran pájaros no se pudieran escapar de las manos de los enemigos y de tan peligrosos pasos, han salido victoriosos.»

     Fue también de ver el regocijado y alegre coloquio que entre Marina y el indio cempoalese pasó, diciendo él cuán bien había profetizado, y replicando ella que jamás había tenido miedo, teniendo por cierto que el Dios de aquellos cristianos no les había de faltar. Tocáronse los instrumentos que había entre los indios amigos y los nuestros, los cuales hicieron bailes y danzas a su uso, mirándolo los enemigos del recuesto, que no poco los movía a indignación y enojo.

     Estando así las cosas, un indio, Capitán de cierta parte del exército de los enemigos, acompañado de ciertos principales de su capitanía, haciendo señal de paz, baxó adonde Cortés estaba. Díxole que él veía, como por la experiencia había parescido, que él y los suyos eran invencibles y que creía ser dioses inmortales; que le suplicaba la guerra no pasase adelante, porque él procuraría con los otros Capitanes de que le tuviesen por amigo y dexasen entrar en Taxcala.

     Cortés se alegró con esto, y con la gracia que solía le respondió que fuese así, que él no venía a dar mal por mal, que su Dios, que sólo era verdadero, lo vedaba y prohibía; y que aunque él con tanta razón podía estar enojado dellos, que queriendo ser sus amigos, se desenojaría y los rescibiría por tales. Con esto se despidió el indio, y tratando de las paces con los capitanes, la dieron tantos de palos que volvió descalabrado, diciendo a Cortés que aquellos bellacos, hombres de mal corazón estaban obstinados en su malicia, aparejados para hacerle todo mal; que mírase por sí, porque él y los de su compañía serían sus amigos. Cortés le hizo curar; regalóle y agradescióle su buena voluntad; díxole que con su gente se apartase a un lado con una seña levantada para que los cristianos no le hiciesen daño en la batalla y rencuentros que con los enemigos habían de tener.



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Capítulo XXXV

Del desafío que hubo entre un indio taxcalteca y otro cempoalese, y de cómo Diego de Ordás rompió los enemigos.

     Estando así los enemigos puestos sobre aquel recuesto en su orden y concierto, escaramuzando algunas veces con los nuestros, un indio que dicen era otomí, muy valiente y bien dispuesto, exercitado en la guerra, en la cual había hecho cosas señaladas, baxó armado a su modo con espada y rodela; hizo señas a los indios de nuestro real, diciendo que saliese el que dellos fuese más valiente, con las mismas armas en campo con él, porque les haría conoscer persona por persona que era mejor y más valiente que ellos. Había entre los indios amigos de los nuestros un cempoalese, hombre noble y no menos exercitado en guerra, que viendo callar a los demás, agraviado de que el enemigo tuviese tanto atrevimiento, confiado de que los españoles le habían de socorrer si le viesen en aprieto, que no poco le puso ánimo, se fue a Cortés y le dixo: «Señor, no es justo que aquel perro que allí está tenga tan en poco a los que contigo venimos, que diga que es mejor y más valiente que nosotros y que esto lo probará por su persona; está allí braveando, y como vees esperando que alguno salga a él; dame para ello licencia, porque deshaga esta injuria, que yo confío que en tu buena ventura le venceré y te traeré su cabeza.»

     Cortés se holgó desto, alabóle su buen propósito, animóle con las mejores palabras que supo, abrazólo y mandó que fuesen con él algunos amigos suyos hasta ponerle de la otra parte donde el enemigo estaba, porque le paresció que, como taxcalteca, había de ser más exercitado en guerra y en su persona y orgullo demostraba ser más valiente. Por llevar el juego hecho y que su cempoalese no perdiese nada, mandó a un español que algo lexos tuviese cuidado de mirar por el cempoalese, y si le viese ir de vencida y que el enemigo le apretaba, le socorriese y librase.

     Puestos en campo los dos, a vista de los exércitos, comenzaron a jugar de sus espadas y rodelas, afirmándose con gentil denuedo el uno contra el otro; y después de muchos golpes que se tiraron, que reparaban con las rodelas, viendo el cempoalense que duraba la batalla más de lo que quisiera, descubrióse el pecho, cebando al enemigo, el cual, tirándole a lo que le vio descubierto, rescibiéndole el golpe en la rodela, el cempoalense le dio una gran cuchillada sobre el hombro, de la espada, y acudiéndole con otros lo derribó en tierra y cortó la cabeza, la cual, como levantó en alto, acudió la grita de todos los amigos, festejando su victoria. Los indios que con el taxealteca habían baxado, muy cabiscaídos, dexando allí el cuerpo, se volvieron donde el resto del exército estaba.

     Había debaxo de aquel recuesto una gran caverna que caía sobre un mal paso, por donde, para ir adelante, por fuerza habían de pasar los nuestros, el cual paso defendían muy a su salvo desde la caverna gran copia de flechazos. Visto esto por Diego de Ordás, hombre de grandísimas fuerzas y ánimo, pidió a Cortés sesenta soldados que él escogiese y que le aseguraría el paso. Cortés se los dio y él los escogió tales y tan buenos, que aunque más espesas que granizo venían sobre ellos las flechas, pasaron adelante, y matando muchos de los enemigos que en Ia caverna estaban, pusieron en huida a los demás. Pasaron los caballos de diestro, que no eran más de trece, que cuando se vieron en lo llano, relinchando, dieron muestra que eran señores del campo, y aunque bestias, paresce que se alegraron en verse fuera de aquellas barrancas; y de las flechas que sobre ellos caían, murieran todos si no fuera porque los rodeleros que los llevaban en medio, rescibían las flechas. Dicen que era cosa maravillosa ver cómo se apenuscaban, no andando más de lo que los soldados querían y vían que era menester.

     Visto por los que estaban en el recuesto que allí no había ya más que esperar, fingiendo que del todo se apartaban de la guerra, en breve desaparecieron todos, aguardando otra ocasión, como lo hicieron, para acometer a los nuestros.

     Retirados los enemigos, los nuestros aquella tarde bien alegres con la victoria, caminaron hacia un pueblo que se llamaba Tecoacinco, pueblo bien pequeño; zasentaron el real en un alto, donde estaba una torrecilla y templo de indios; llamáronla después los nuestros y con mucha razón la Torre de la Victoria, por las muchas que Dios les había dado desde allí contra los taxcaltecas. Hiciéronse fuertes daron en esto los indios amigos con mucho cuidado, o por vengarse de sus enemigos o por no venir a sus manos: acariciábalos mucho Cortés, porque, o por vergüenza, o por amor, hiciesen el deber; durmieron aquella noche todos, que fue la primera de Septiembre, en aquel sitio harto sobresaltados porque como la tarde antes habían visto, los cerros cubiertos de gente de guerra, temieron ser acometidos. Mandó velar Cortés por esto toda la noche en tres cuartos al exército, tomando él con la parte que le cabía el alba, que era cuando más se temían que vendrían los enemigos; pero no vinieron, porque no acostumbran pelear de noche.

     Otro día, que fue segundo de Septiembre, en amanesciendo invió Cortés mensajeros a los capitanes de Taxcala a rogarles e requerirles fuesen amigos y le dexasen pasar por sus tierras, porque él no iba a hacerles daño ni a aliarse con Motezuma contra ellos, sino a hacer lo que el Emperador, su señor, le había mandado. Con esto, dexando docientos españoles y el artillería y tamemes, y por su Capitán a Pedro de Alvarado, tomó los demás españoles y los indios amigos que traía, corrió el campo y con los de a caballo, antes que los de la tierra se juntasen, quemó cuatro o cinco lugares; volvió con hasta cuatrocientas personas presas sin rescebir daño, aunque le siguieron hasta la torre peleando. Halló allí la repuesta que los capitanes de Taxcala le inviaban, y era que otro día vendrían a verle y responderle como vería, repuesta cierto bien soberbia, aunque de pocas palabras, porque prometía mucho más de lo que después hicieron. Cortés, oído este recaudo que le paresció bravo y de mucha determinación, especialmente que los prisioneros le habían certificado que se habían juntado ciento y cincuenta mill hombres para venir sobre él otro día y tragárselos vivos, puso toda diligencia cómo el exército estuviese bien apercebido.



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Capítulo XXXVI

De lo que más particularmente los prisioneros dixeron a Cortés, y cómo otro día vino el exército taxcalteco sobre él.

     Por que el capitán que no procurare saber lo que su enemigo intenta, fácilmente será engañado y vencido, Cortés, que nunca dormía, unas veces por halagos y otras por amenazas y tormento, procuró informarse más largo de los prisioneros. Juntó algunos de los más ancianos y que mejor razón le podían dar; preguntóles que si aquel tan pujante exército era de solos otomíes o de taxcaltecas, o de los unos y de los otros, y qué era la causa que estaban tan obstinados en no dexarle pasar por sus tierras y qué número de gente era la que la señoría de Taxcala podía poner en campo, de qué ardides usaban y si peleaban de noche y qué era a lo que más miedo tenían.

     Ellos respondieron por el orden que les había preguntado, diciendo: «Señor, tus prisioneros somos y la verdad te hemos de decir, sin que por fuerza la descubramos, porque tienes buen corazón y nos haces buen tratamiento. La gente que has visto es otomí y taxcalteca, subjecta toda a los señores y Capitanes de Taxcala, aunque ellos no querrían que supieses que Taxcala te hace guerra, porque se tienen por tan valientes que, siendo vencidos, no quieren que tú sepas ser ellos; quiérente tan mal porque tienen por cierto que vas a ser amigo de su mortal enemigo Motezuma, y a esta causa están concertados de no parar hasta darte la muerte, y de ti y de los tuyos hacer muy solemnes sacrificios y ofrendas a sus dioses, que nunca tales se hubiesen hecho, y luego dar un banquete general de vuestra carne, que nosotros llamamos celestial. Y porque sepas quien es Taxcala y quién son sus Capitanes, sabrás que aquella gran Señoría se reparte en cuatro cuarteles o apellidos; llámanse Tepeticpac, Ocotelulco, Tizatlán, Quiauztitlán, esto es, como si en romance dixésemós «los serranos, los del pinar, los del yeso, los del agua». Cada apellido destos tiene su cabeza y señor a quien todos acuden y obedescen. Estos así juntos hacen el cuerpo de la república y ciudad; mandan en paz y en guerra cuatro señores, por el que dellos es ahora General del exército, porque es muy valiente y ardid y el que peor está contigo, es Xicotencatl. Este lleva el estandarte de la ciudad, que es una grúa de oro con las alas tendidas y muchos esmaltes y argentería; tráela en tiempo de guerra, como verás mañana, detrás de toda la gente, y en tiempo de paz delante. Magiscacín, que es el otro Capitán, es muy noble y no estás mal con él. Será la gente que contra ti se ha juntado ciento y cincuenta mill hombres de guerra; usan de diversos ardides con los indios sus enemigos, pero con vosotros no hay ese aparejo porque peleáis de otra manera. Lo que habéis de procurar para prevalescer contra éstos y que no os ofendan, es que no os tomen en quebradas y pasos angostos y que no peléis con ellos estando puestos en recuestos ni entre tunares, porque allí los flecheros son más señores y se guardan mejor. Lo que más temen son esos truenos que parescen del cielo y esos venados grandes, que corren mucho que paresce, no habiéndoos visto a pie, que ellos y vosotros sois de una pieza; también se maravillan de las grandes heridas que dan los tuyos con las espadas que traen de hierro. Esto es lo que sé; tú mirarás lo que te conviene.»

     De ahí a poco que esto supo Cortés, asomaron los cuatro capitanes de Taxcala con todo su exército que cubría el campo. Vio bien, como los prisioneros le habían dicho, la señal del General, y esto fue, como habían prometido el día antes, cuando amanescía; era gente muy lucida y bien armada a su uso y costumbre, aunque por venir pintados con bixa y xaguas, parescían demonios; traían grandes penachos que campeaban a maravilla; traían hondas, varas con amínto que pasaban una puerta, era el arma que más temían los nuestros; lanzas, espadas de pedernal, arcos y flechas sin hierba, que no poco aprovechó; traían asímismo porras, macanas, caxcos, brazaletes y grebas de madera, doradas o cubiertas de pluma y cuero; las corazas eran de algodón, tan gruesas como el dedo: llámanse escaupiles; las rodelas y broqueles, muy galanos y para ellos bien fuertes, ca eran de palo y cuero y con latón y pluma; otras texidas de caña con algodón, y son las mejores, porque no hienden; destas se aprovecharon después los nuestros, porque las suyas perescieron presto por los muchos y grandes golpes que en ellas rescebían de los enemigos.

     Venía el campo en muy gentil orden, repartido en sus escuadrones, y en cada cuartel sonaban muchas bocinas, caracoles y atabales que cierto era bien de ver. Nunca españoles vieron en campo tan hermoso exército y tan grande después que las Indias se descubrieron, porque los de México nunca salieron a campo. Esta gran junta y aparato fue para pocos más de trecientos españoles, que tuvieron a Dios tan de su parte que pudieron vencer este y otros exércitos. Púsose cerca de los nuestros no más de una barranca grande en medio.

     Cortés que así los vió, como si tuviera presente la victoria, se alegró, dando a entender a los suyos que aquella era buena coyontura en que con el favor de Dios habían de mostrar el valor y esfuerzo de la nación española para espantar a Motezuma mucho antes que a él llegíasen. La gente que, ya del recuentro pasado, sabían para qué eran los indios, esforzóse y deseó presto venir a las manos.



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Capítulo XXXVII

De las bravezas que los taxcaltecas hacían, y cómo acomtieron a Cortés.

     Como los enemigos se vieron tantos y tan venturosos y acostumbrados a vencer a sus vecinos, paresciéndoles que por ser tan pocos los nuestros, aunque entendían que tantos por tantos eran más valientes que ellos, comenzaron entre sí a bravear y decir palabras llenas de presunción y soberbia que la multitud más que el esfuerzo les hacía decir. Decían: «¿Quién son éstos que siendo tan pocos presumen tanto de sí, que piensan a nuestro pesar entrar por nuestra tierra para confederarse con nuestro enemigo Motezuma? ¡Bien será que entiendan lo que podemos, y por que no piensen que hacemos a nuestra ventaja los negocios y que queremos más tomarlos por hambre que rendirlos por fuerza de armas, inviémosles de comer, que vienen hambrientos y cansados, porque después, en el sacrificio y banquete que dellos hiciéremos, los hallemos sabrosos!» Después de dichas estas palabras y otras tan arrogantes y más, inviaron luego trecientos gallipavos, docientas cestas de bollos de centli, que ellos llaman tamales, que pesarían más de cient arrobas, lo cual ayudó en gran manera al trabajo de los nuestros y socorrió a la estrecha nescesidad que padescían. Hecho esto, cuando les paresció que ya habrían comido, dixeron: «Vamos a ellos, que ya estarán hartos; comerlos hemos y pagarnos han nuestro pan y gallipavos; sabremos quién los mandó venir acá, y si es Motezuma, venga y líbrelos, y si es su atrevimiento, lleven el pago.» Con estos y otros semejantes fieros que hacían, menospreciando el número de los nuestros, aquellos cuatro Capitanes inviaron hasta dos mill soldados de los muy escogidos y más valientes de todo el exército. Dixéronles:»Acometed aquellos pocos extranjeros que la mar ha rebosado por no poderlos sufrir; si se os defendieren, mataldos, pero procuraréis de tomarlos a vida, para que vivos vengan a nuestro poder y nuestros dioses sean con su sangre y muerte aplacados; mirad que hagáis como sabios y valientes, pues sois la flor de nuestro exército y peleáis por nuestros dioses y patria.» Diéronles los Capitanes una persona señalada por Capitán, que especialmente tenía oído contra los nuestros, el cual mostró tanto esfuerzo, o por mejor decir, odio, que dio a entender que se afrentaba de llevar tantos y tan buenos soldados contra tan pocos.

     Pasaron los dos mill indios con su caudillo la barranca; llegaron a la torre con mucho esfuerzo y osadía, salieron a ellos los de a caballo y en pos dellas los de a pie; trabóse la batalla y en breve, al primer acometimiento, conoscieron los indios cuánto cortaban las espadas españolas; retraxéronse un poco, tornando luego a acometer; estonces entendieron más claro, por la priesa que los nuestros les daban, el valor de aquellos pocos que poco antes tanto ultrajaban. Finalmente, al tercer recuentro sólo aquellos escaparon (que fueron muy pocos) que acertaron con el paso de la barranca, porque todos los demás murieron de muy fieras y espantosas heridas, volviéndoseles su vana presunción muy al revés de lo que pensaban; pues yendo a prender, quedaron muertos.

     Como los Capitanes que de la otra parte estaban vieron la matanza que los nuestros habían hecho, juntos, con un alarido que le ponían en el cielo, acometieron tan denodadamente que llegaron, sin poderlos resistir, hasta el real, donde entraron muchos, a pesar de los que dentro estaban; anduvieron a las cuchilladas y brazos con los nuestros. Fue este rencuentro, por ser tantos los enemigos, de gran riesgo y peligro para los nuestros, ca tardaron un gran rato en matar y echar fuera a los que habían entrado, haciéndolos saltar por el valladar; pelearon desde el valladar y fuera los nuestros más de cuatro horas, primero que pudiesen hacer plaza. Al cabo, ya que todos estaban cansados, afloxaron reciamente los enemigos, viendo los muchos muertos de su parte, las grandes heridas que habían rescebido y que no mataban a nadie de los contrarios, que lo tenían por cosa espantosa y nunca jamás vista, confundiéndose en ver que ellos eran tantos y los nuestros tan pocos y los unos no menos bien armados que los otros, y con esto, como enojados de sí mismos, como canes rabiosos, se volvieron aquel día algunas veces contra los nuestros, hasta que viendo que ya era tarde y que siempre llevaban lo peor, se retiraron de lo que no poco se holgó Cortés, porque él y los suyos tenían ya los brazos tan cansados de matar indios, que a tornar a volver de refresco otros, no pudieran dexar de o morir muchos o ser vencidos, si Dios milagrosamente no les diera nuevas fuerzas.

     Durmieron aquella noche los nuestros muy contentos, más con el poco miedo que tenían en saber que los indios no pelean con lo escuro, que con la victoria que habían ganado, aunque fue tanto mayor cuatinto mayor el peligro en que se vieron; durmieron a placer, aunque con muy buen recaudo, en las estancias, velas y escuchas. Los indios, en el entretanto, aunque echaron menos muchos de los suyos, no se tuvieron por vencidos, por lo que después, como diré, hicieron. No se supo cuántos fueron los muertos, porque los nuestros [no] tuvieron ese lugar, ni los enemigos pararon a tener cuenta en ello.

     El otro día salió Cortés bien de mañana a talar el campo como la otra vez lo había hecho, dexando en guarda del real la mitad de su gente, y por no ser sentido, primero que hiciese el daño, partió antes del día; quemó más de diez pueblos y saqueó uno de tres mill casas, en el cual había poca gente de pelea, como estaban en la gran junta; con todo eso pelearon como por sus casas y haciendas los que dentro se hallaron, aunque no les aprovechó; mató copia dellos; puso fuego al lugar; llevó muchos prisioneros; tornóse a su fuerte, sin casi ningún daño a medio día, cuando ya los enemigos acudían a más andar para despojarle y dar en el real, que de cansados y calurosos, con el resestero del sol y por miedo de los tiros que los ojearon, se volvieron atrás hasta otro día, como diré.



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Capítulo XXXVIII

Cómo los enemigos tornaron a acometer a los nuestros y de las cosas particulares que acontescieron.

     Porfiando en su demanda los enemigos, creyendo que con acometer muchas veces a los nuestros les subcedería mejor, vinieron, aunque no tantos, otro día, porque vieron que en lugar angosto la multitud dellos estorbaba y les hacía daño, inviando, como el día antes, comida; bravearon, dixeron palabras más de hombres victoriosos que vencidos; acometieron con furioso ímpetu a los nuestros; pelearon cinco horas con mucho coraje; no pudieron matar ni prender a ninguno de los nuestros, que era lo que mucho procuraban; murieron dellos infinitos, porque como estaban apretados, aunque menos que, el día antes, y se metían hacia nuestro real, donde había menos espacio, el artillería y escopetería hacía gran riza en ellos; finalmente, después de muy cansados los nuestros, y dellos infinitos muertos y los vivos mohinos y corridos de no haber podido excecutar su ira, se fueron sin ningún orden ni concierto, tratando que los nuestros debían ser encantados, pues tan poco les empecían las flechas. Luego otro día aquellos cuatro capitanes de Taxcala, más con maña que con amor, inviaron sus mensajeros a Cortés con tres maneras de presentes. Los que los llevaron le dixeron así: «Señor, si eres dios bravo que comes carne y sangre, cata aquí cinco esclavos que te invía la Señoría de Taxcala para que comas; y si eres dios bueno, ofrescémoste encienso y pluma; y si eres hombre, toma estas aves, este pan y cerezas, que tú y los tuyos comáis.» Esto hicieron los señores de Taxcala por saber si los nuestros eran hombres como ellos, porque de no haberlos podido vencer ni matar alguno, y viendo que por otra parte tenían hambre y comían, estaban dubdosos si eran dioses o hombres.

     Cortés, que en las cosas de veras y especialmente en las de nuestra religión, estaba muy recatado y advertido, no queriendo atribuirse lo que no debía por ningún interés, les dixo que él y los suyos eran hombres mortales como ellos, compuestos de las mismas calidades que ellos; pero que porque creían y servían a un solo y verdadero Dios y peleaban por su ley, los defendía y amparaba tanto, haciéndolos invencibles contra tanto número de enemigos; y que pues siempre les había dicho verdad, que de ahí adelante no tratasen mentiras ni lisonjas con él, porque se descubrirían y redundarían, como hasta estonces habían visto, todas en su daño y perjuicio, y que él deseaba ser su amigo y no hacerles más daño del que por su culpa hasta allí habían rescebido; que no fuesen locos ni porfíados en pelear, porque, peleaban contra la razón, que siempre fue invencible.

     Con estas palabras, dichas con todo el amor que pudo, procurando traerlos a sí, los despidió, dándoles gracias por el presente. No pudieron nada con te tan bárbara y tan indignada y contumaz tan buenas razones, porque otro día volvieron más de treinta mill indios de refresco, los cuales, deseosos de señalarse más que los pasados, pelearon con los nuestros hasta llegar al real tan brava y esforzadamente que fue la más reñida batalla que hasta entonces habían tenido; pero como Dios, cuyo negocio trataban los nuestros, estaba de su parte, a cabo de gran pieza, quedando muchos muertos, huyeron afrentosamente los enemigos. Y por que el que esto leyera vea la especial cuenta que Dios tuvo con los españoles, es bien que sepa que el primer día acometió todo el grande exército, que estaba dividido en cuatro cuarteles, gobernado, como dixe, por cuatro sumos Capitanes, y que por deshacer y cansar a los nuestros, en los otros días nunca acometió sino, un cuartel, que era de más de treinta mill hombres, para que el trabajo se repartiese mejor y los nuestros acometidos con más fuerza, por lo cual los combates y batallas eran más recias y más reñidas, ca cada apellido de aquellos procuraba de hacerlo más valientemente que el otro para ganar más honra, aunque fuese con más daño y más a costa suya, teniendo entendido que todo su mal y vergüenza recompensarían con la muerte o prisión de un solo español. Con esto también es muy de considerar que en quince días que los nuestros estuvieron en aquella torrecilla peleando los más dellos, nunca los enemigos dexaron de proveer de pan, gallipavos y certezas, y esto no lo hacían por darles de comer ni por hacerles bien alguno, sino que para con aquel achaque los que llevaban la comida viesen el asiento y orden del real, o si había alguno herido, o enterraban algún muerto, o qué ánimo tenían, si estaban con más o menos fuerzas. Desto estaban ignorantes los nuestros, hasta que después lo supieron.

     Alababan los nuestros mucho a los enemigos de que no hobiesen querido pelear más que con armas, porque con quitarles la comida les pudieran haber hecho gran daño. Todas las veces que venían con provisión, decían no ser taxcaltecas los que hacían la guerra, sino otomíes, gente bárbara y sin respecto; encubrían la verdad por no confesar que la nasción taxcalteca podía ser vencida.

     Entre otros recuentros que los indios tuvieron con los nuestros, en uno un Capitán de un escuadrón dellos venía tan bien adereszado y era tan animoso y valiente que peleando solo con dos españoles, les dio que hacer, hasta que Lares el herrador, que era muy valiente y muy buen hombre de a caballo, apartando a los españoles y diciendo: «¡Vergüenza, vergüenza de la nación española que dos no podáis contra uno!»; volviendo sobre el indio, aunque él le esperó con su espada y rodela, procurando dejarretar el caballo, le dio una lanzada por los pechos de que cayó muerto; y fue causa que aquel día se retirasen más presto los enemigos, porque tenían los ojos puestos en el muerto.

     Fue tan severo Cortés en la diciplina militar, que porque una noche, estando en este real, se durmieron dos españoles velando su cuarto, los mandó azotar. Otro día, porque un Hernando de Osma tomó unas manzanas de la tierra a un indio, el cual se las dio de voluntad, diciendo uno en alta voz, que Cortés lo pudo oír: «¿Cómo los indios nos han de traer de comer, pues hay entre los nuestros quien se lo toma por fuerza?», mandó a Alonso de Grado, Alcalde mayor, le mandase luego azotar, y así se hizo, sin que ruegos ni suplicaciones de ninguno bastasen. Algunos por esto culpan a Cortés, aunque esta severidad fue por estonces harto nescesaria, porque desde aquel día en adelante fue más obedescido y aun temido, y así los negocios de la guerra subcedían como convenía.



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Capítulo XXXIX

De las espías que vinieron al real y del castigo notable que Cortés hizo en ellas.

     Sabían cada día los señores de Taxcala todo lo que pasaba en el real de Cortés, porque de la torrecilla a Taxcala no había más de seis leguas. Desvelábanse en qué modo y manera podrían vengarse, siquiera en uno de los nuestros; y como hallaban que por fuerza de armas nunca les había subcedido bien, determinaron probar su ventura con engaño; y así, para asegurar a los nuestros y darles mayores muestras de paz, lo que nunca hasta estonces se había hecho, inviaron ciertos mensajeros de los más principales de su ciudad con ciertos tejuelos de oro no muy fino e algunas joyas de oro y plumajes ricos que para Taxcala era mucho, por ser tierra áspera y falta de todas aquellas cosas. Entraron con este presente los mensajeros a do Cortés estaba y haciéndole, como son cerimoniosos y como estaban industriados, grande acatamiento, el más viejo dellos y que en llevar embaxadas era más exercitado, le hizo un largo y elegante razonamiento. Lo que en suma contenía era que los señores de Taxcala le besaban las manos, y que en señal de amor y de la amistad que con él querían tener le inviaban aquel pobre presente, no porque no tuviesen voluntad de inviárselo muy mayor, sino que por la esterelidad de su tierra no alcanzaban más; que se sirviese dellos y viese lo que había menester, porque lo proveerían como mejor pudiesen.

     Cortés, creyendo que tan comedidas palabras nascían de corazones limpios y verdaderos, muy alegre les respondió que él no deseaba cosa tanto como tener aquellos señores por amigos y que su presente, aunque era muy rico, no le tenía en tanto por su riqueza cuanto por el amor y voluntad con que se lo inviaban; y que les agradescía mucho el ofrescimiento, en pago del cual le hallarían muy presto en lo que se les ofresciese; y porque no fuesen vacíos, les dio ciertas cosas de España que, aunque entre nosotros tienen poca estima, ellos las tuvieron en mucho y fueron muy alegres con ellas.

     Otro día, que fue seis de Septiembre, los señores de Taxcala, creyendo que ya tenían hecho su negocio y que no podría subceder desmán que se lo estorbase, inviaron cincuenta indios de los muy honrados, que en su arte y manera así lo parescían a los nuestros; dieron a Cortés de parte de aquellos señores mucho pan, cerezas y gallipavos, como de ordinario traían; preguntáronle cómo estaban los nuestros y qué querían hacer y si habían menester algo. Cortés les agradesció la venida y dixo que todos estaban buenos, que no había menester nada e que en su partida, no estaba determinado. Oído esto por los indios, fingiendo que no se despedían, como hombres que tenían familiaridad con los nuestros, comenzaron a entrar por el real y a mirar muy particularmente el asiento, los vestidos, armas, caballos y artillería, haciéndose más bobos y maravillados de lo que convenía, aunque a la verdad, la novedad y extrañeza de las cosas españolas pedían admiración, pero ellos las miraban más como espías que como deseosos de ver novedades. Y como lo que se hace por arte no tiene aquella fuerza que lo que se hace por naturaleza, mirando en ello Teuch, cempoalese, hombre experto y avisado en las cosas de guerra, como aquel que desde niño se había criado en ella, paresciéndoles mal lo que los mensajeros hacían, dixo a Cortés que no sentía bien de aquellos taxcaltecas, porque aunque se hacían bobos, miraban con mucho cuidado las entradas y salidas y lo flaco y fuerte del real; por tanto, que supiese si aquellos bellacos eran espías.

     Cortés le agradesció el buen aviso, maravillándose cómo él ni ningún español habían dado en aquello a cabo de tantos días como indios de Taxcala entraban en el real con comida y otros recaudos, y cierto, este indio no cayó en aquello por ser más sabio ni entendido que los españoles, sino porque vio y oyó cómo los indios taxcaltecas hablaban paso con los de Iztacamichtitlán, volviendo algunas veces el rostro a otras partes, para sacar dellos por puntillos lo que deseaban saber.

     Cortés, sospechando lo que Teuch y viendo que aquel bien no era bien, mandó luego tomar al que más a mano halló y más apartado de los otros, y metiéndolo do los demás no le pudiesen ver, por lengua de Marina y Aguilar, por buenas palabras, le preguntó a lo que era venido con los demás; demudóse y titubeó, ca esto es propio del delicuente por mucho que quiera encubrir su maldad. Amenazóle Cortés, diciéndole que le haría matar a tormentos si no le decía la verdad. El indio estonces, reportándose, dixo que él y sus compañeros, con achaque de traer comida, eran venidos por espiones a ver y notar los pasos por do mejor pudiesen dañar y ofender a los nuestros y quemar las chozas que cercaban el real, y que porque habían por muchas vías y modos procurado a todas las horas del día vengarse y alcanzar alguna victoria y no les había subcedido como pensaban, ni conforme a la antigua fama y gloria que de guerreros por todo el mundo habían alcanzado, tenían determinado de con pujante exército venir de noche, lo uno por ver si en aquello consistía su ventura, y lo otro porque con la escuridad de la noche temiesen menos a los tiros, espadas y caballos, e que para esto ya estaba Xicotencatl, Capitán general, detrás de ciertos cerros en un valle frontero y cerca de los nuestros con infinita gente.

     Oída esta confesión, por ver si los demás variaban o decían alguna cosa más, mandó prender otros cuatro o cinco; y como vio que dixeron lo mismo que el primero y que todos eran espías, prendió a todos cincuenta, y allí, delante de todo el exército, mandándoles cortar las manos, los invió a Xicotencatl, diciéndoles que le dixesen que otro tanto haría a cuantos le inviase que espías fuesen, y que supiese que de día y de noche y cada y cuando que viniese, conoscería que los españoles eran invencibles y a quien Dios subjectaba sus enemigos.

     Gran espanto y temor pusieron estos indios, cortadas las manos, a la gente de Xicotencatl, porque les paresció cosa muy nueva y que los españoles no eran hombres con quien se debían burlar; creyeron que tenían algún familiar que les decía que lo que ellos tenían en su pensamiento; y así los que dellos eran más valientes y más sabios, para espiar a los nuestros, de ahí adelante determinaron de no ponerse a peligro tan cierto, por que no les acaesciese lo mismo o peor que a los otros, a cuya causa alzaron de allí adelante los mantenimientos que solían inviar a los nuestros, de a do paresció claro la mala intención con que los traían.

     Otros dicen, y aún lo tienen por más cierto, según yo me informé, que Diego de Ordás, hombre experto en las guerras contra indios (porque se halló en la conquista del Darién), viendo que aquellos indios hacían de los bobos, no siéndolo, e que se maravillaban más de lo que permitía la conversación que con los nuestros tenían, dixo a Cortés: «No me parescen bien estos indios; no sería malo ver si son espías.» Cortés, no tiniéndolos en nada, le respondió: «Calla, ¿de qué tenéis miedo?» Diego de Ordás le replicó: «Yo no tengo miedo, pero acertado sería saber qué es lo que éstos andan mirando.» Cortés mandó luego prender a uno, y por las lenguas que dixe, con escribano, le hizo preguntas, y aunque desvariaba en algo, siempre negó, y tanto que apretándole los compañones sufrió el dolor hasta que se los deshicieron, sin confesar cosa.

     Cuando esto se hacía, ya estaban presos los demás y cerca del aposento donde éste fue atormentado; oyeron los gritos, aunque no supieron lo que había dicho; determinaron, por no padescer lo mismo, de decir la verdad si se la preguntasen; y así, poniendo al atormentado en otra parte, mandó llamar Cortés a tres o cuatro dellos y díxoles que ya el otro había dicho la verdad, que también la dixesen ellos si no querían morir a tormentos. Ellos, así por el miedo como porque creyeron que eran descubiertos, confesaron ser espías, diciendo todo lo demás que antes dixe. Castigólos como está dicho.



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Capítulo XL

De lo que Cortés hizo después de inviadas las espías y de lo que Xicotencatl dixo.

     Cortés, sabido por lo que las espías dixeron la determinación de los enemigos, hizo fortalescer lo mejor que pudo el real, puso la gente en las estancias, como convenía; estuvo muy sobre aviso hasta que se puso el sol, e vio ya que anochescía cómo comenzaba a baxar la gente de los contrarios, creyendo que venían muy secretos, para cercar nuestro real y poner en execución su propósito; pero como Cortés estaba tan avisado, paresciéndoles que no era bien dexarlos acercar al real, por el daño que con el fuego podrían hacer (ca a permitir esto, no quedara español a vida) determinó de salirles al encuentro, porque con la escuridad de la noche algunos de los nuestros no desmayasen viendo la gran multitud de los enemigos. Dexando, pues, en el real la gente que era menester, puso la que con él había de ir en orden y mandó echar a los caballos pretales de caxcabeles, para que haciendo ruido paresciesen más.

     Dicen que estando las espías, cortadas las manos, contando lo que les había acontescido, poniendo pavor con su razonamiento a los de Xicotencatl, acometió Cortés con los de caballo, gritando: «¡Sant Pedro y Sanctiago»; y fue tan grande la furia con que los enemigos fueron asaltados y acometidos y el temor que de lo subcedido a las espías habían rescebido, que sin hacer resistencia ni haber hombre que los animase sin la grita que suelen, volviendo las espaldas, se metieron por los maizales de que toda la tierra estaba casi llena, llevando consigo algunos de los mantenimientos que traían para estar sobre los nuestros si de aquella vez no los pudiesen arrancar del todo. Siguiólos Cortés por entre aquellas sementeras hasta dos leguas, de noche; mató muchos dellos, y porque los suyos descansasen y con el cebo de la victoria no se metiesen en parte donde no pudiesen salir tan presto, se volvió victorioso al real, donde los nuestros, velándolos los que en el real habían quedado, descansaron el resto de la noche hasta bien de día que, como suele acontescer, contaron lo que habían hecho, alegrándose los unos con los otros de la victoria nocturna, que era la primera en que se habían visto. Daban gracias a Dios, diciendo cuán a la clara los favorescía, pues en tierra no sabida y tan poblada y donde los enemigos, si tuvieran ánimo, puesto entre los maizales, hicieran grandísimo daño, habían salido sin herida, con estrago de sus enemigos.

     El Capitán, que como era muy valiente así era muy cristiano, juntando los principales, después que hobo comido, les dixo: «Señores y amigos míos: Ya muchas veces tenéis visto el favor y merced que Dios nos ha hecho en las batallas que con estos bárbaros enemigos de nuestra sancta fee hemos tenido, que cierto paresce claro, en especial en esta última batalla, que quita las fuerzas y ciega los juicios a nuestros enemigos, que son tantos que a puñado de tierra nos podrían anegar, y por el contrario, nos alumbra y esfuerza de manera que para los siglos venideros nuestras memorables victorias parescerán increíbles. Soy de parescer, pues todo nos subcede prósperamente, y el poder de Taxcala, con ser tan grande, nos huyó la noche pasada, que de día y de noche salgamos a buscar a nuestros enemigos, hasta que de muy seguidos y molestados vengan a querer la paz que nosotros les ofrescíamos, y con nuestra buena conversación y tratamiento los haremos tan nuestros amigos cuanto han sido hasta ahora enemigos, para que prosiguiendo nuestra jornada, si Motezuma no hiciere el deber, nos ayudemos dellos para contra él, pues sabéis, es Príncipe poderosísimo.»

     Acabado este breve razonamiento, los Capitanes y la demás gente que le oía, alegres con la victoria pasada, le respondieron en pocas palabras: «No tenemos que decir a lo que vuestra Merced nos ha dicho más de que, aunque estamos muy contentos de las buenas andanzas que hasta ahora nos han subcedido, lo estamos más en tener tal caudillo, y ver que en el buen seso y maravilloso esfuerzo de vuestra Merced nos favoresce Dios. En lo demás haga vuestra Merced su parescer, que ése es el nuestro, y sepa que nunca tan de veras le siguimos y obedescimos como le seguiremos y obedesceremos de aquí adelante.»

     En el entranto que los nuestros se adereszaban para salir a los enemigos, Xicotencatl se recogió en Taxcala bien corrido de los malos subcesos que contra los nuestros había tenido. Magiscacín, que siempre fue en favor de los españoles, con los otros señores le reprehendieron gravemente su temeridad y atrevimiento e vana presunción, diciéndole: «¿No te decíamos nosotros que estos barbudos eran muy valientes e que su Dios debía de ser muy poderoso, pues en su virtud han podido y pueden tanto que ni nuestras muchas e infinitas flechas ni los duros golpes de nuestras macanas les han podido empecer? Más nos parescen dioses que hombres, y tú, de loco y atrevido, has porfiado a pelear contra el poder su Omnipotente Dios, hasta que con más de ciento y cincuenta mill guerreros la noche pasada veniste afrentosamente huyendo, afrentando y escuresciendo con tu loca porfía la floria y honra y fama de la muy ilustre y clara Señoría de Taxcala, a la cual no has tratado como natural, sino como extraño; no como amigo, sino como enemigo; no como ciudadano, sino, como advenedizo y fugitivo; no como padre que debieras ser de tu patria, sino como padrastro aborrecible. Merescias, si no fuera por la gloria y honrosas canas de Xicotencatl el viejo, tu padre, que fueras depuesto de la dignidad en que estás, y reducido al número de los pecheros, para que de aquí adelante ninguno de tus descendientes, como hijos de hombre que tan mal ha tratado su república, tome escudo ni sea armado caballero, ni coma sal ni vista manta de algodón.»

     A Xicotencatl se le saltaban las lágrimas de los ojos; de pesar y de coraje, viendo que todo lo que aquellos señores le decían era así; y confuso de sus malos subcesos, desimulando cuanto pudo el afrenta en que estaba, les dixo:

     «Señores: No podéis vosotros encarescer tanto mi desgracia y mala andanza cuanto yo la siento y padezco en mi corazón, que quisiera más ser mill veces sacrificado que haberme puesto contra éstos, que ni sé si los llame dioses ni si los llame diablos, porque su furia, siendo tan pocos, es tanta que parescen rayos que, con gran tempestad descienden del cielo. Con vuestro parescer los acometí, pensando que me subcediera de otra manera; porfié (que es en lo que me hallo culpado) hasta ver si vivo o muerto os podía traer algunos dellos, y todavía los quiero y querré tan mal que si me lo permitiésedes volvería contra ellos, o para quedar muerto, o para matar alguno.» Magiscacín, no pudiendo sufrir que fuese adelante, reprehendiéndole de nuevo con más bravas y ásperas palabras que antes, interrompió la plática de Xicotencatl y de los demás que querían hablar, dexando para otro día la determinación de los negocios.



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Capítulo XLI

Cómo Cortés tomó a Cipancinco, y de lo que Con Alonso de Grado le pasó.

     Viendo Cortés que los enemigos no le acometían, y era porque no sabía lo que los señores de Taxcala habían tratado con Xicotencatl, se subió encima de la torre, lo que hasta estonces, no había hecho, porque no le habían dado tanto espacio, para desde ella, como era alta, mirar qué poblaciones había alderredor, y así, mirando a unas partes y a otras, vio cuatro leguas de allí, cerca de unos riscos que hacia una alta sierra, cantidad de humos, aunque no vio de dónde salían. Creyó, como ello fue, que habría allí gran población; y luego, baxando de la torre, como había dicho antes, dixo a los principales del exército:

     «Señores: Yo he visto desde lo alto de la torre muestras de alguna gran población; pues los enemigos no vienen de paz ni de guerra, no será bien estar en esta dubda; acometámoslos, para que hagan por fuerza lo que de grado debrían.» Respondieron todos que se hiciese así, aunque Gómara dice que sin dar parte a nadie, salió.

     La verdad es que era Cortés tan amigos de parescer ajeno que, aunque el suyo las más veces era mejor, por dar gusto y contento, siempre decía lo que pensaba hacer, porque si en algo se errase, ninguno le pudiese culpar de no haberlo primero comunicado. Demarcó, pues, tan bien aquella tarde la tierra, que tomando consigo la mitad de la gente con los de caballo (aunque se le ofrescieron grandes contrastes que enflaquescieran a cualquier hombre valeroso, como luego diré), entró aquella noche por un camino ancho que le paresció, por la demarcación, que daría donde vio los humos hasta llegar a Cipancinco. La noche era tan escura que apenas se veía la sierra hacia donde caminaba; la tierra no conoscida, el poco uso de andar de noche, todo ponía pavor, porque no sabían dónde podrían estar los enemigos. Con todo esto, que naturalmente amedrentaba, subcedió, porque así lo ordenaba el demonio, que veía despojarse de su imperio con la venida de los nuestros que, no habiendo andado una legua, dio a un caballo una manera de torzón que dio con él en tierra. Sabido esto por el General, mandó que el que iba en él lo volviese al real. Apenas había mandado esto, cuando cayó otro caballo y luego otro hasta cuatro o cinco. Visto esto por los que con él iban, paresciéndoles que era mal agüero y señal, le dixeron: «Señor, ¿adónde vamos, que paresce que salimos con mal pie? Volvámonos y hagamos nuestros negocios de día para que veamos lo que hacemos, que esto es tentar a Dios e ir a ciegas». Cortés, que entendía lo contrario, les respondió: «Para estos tiempos es menester el esfuerzo, que el alegría y contento en las buenas andanzas, los necios tan bien como los sabios la toman; muchas cosas hay cuyo parescer es áspero, y si bien se miran son prósperas; no hay que mirar en agüeros ni en siniestras señales que el demonio causa; Dios es sobre todo; su causa y negocio tratamos y es nescesario que de su contrario, el demonio, sintamos estorbos e impedimentos; vamos adelante y los de los caballos vuélvanse al real, porque os hago saber que me da el corazón que esta noche habemos de hacer el mayor negocio que hasta ahora habemos hecho, del cual ha de emanar y prosceder el amistad con Taxcala.»

     Diciendo esto se le cayó el caballo de entre las piernas, de que él y todos se maravillaron mucho, y no faltó quien le dixo que él daría con todo al través, pues era aquello dar con la cabeza en la pared y porfiar contra la voluntad divina. Hizo alto Cortés y replicó lo dicho, diciendo que grandes negocios no se hacen sin gran dificultad: «Tomemos los caballos de rienda y prosigamos nuestro camino, porque me paresce que veo mayor bien del que pensáis.» Caminaron un buen rato desta manera. Estuvieron luego los caballos buenos, aunque nunca se pudo saber de qué

habían caído, mas de pensar que el demonio estorbaba lo que después se hizo, porque tuzales, como dice Motolinea, no eran parte para que el caballo cayese y se tendiese en el suelo, cuanto más que a la vuelta paresció no haberlos y que el camino era ancho y muy hollado.

     Andando, pues, hasta perder el tino de unas peñas que parescían en la sierra, dieron en unos pedregales y barrancas de donde con muy gran dificultad y trabajo salieron. Al cabo, después de haber pasado mal rato, despeluzándoseles el cabello de miedo, vieron una lumbrecilla; fueron a tiento hacia ella, la cual estaba en una casa do hallaron dos mujeres, las cuales y otros dos hombres que acaso hallaron, los guiaron luego y llevaron a las peñas do Cortés desde la torre había visto los humos. Antes que amanesciese dieron sobre algunos lugarejos.

     No hicieron el estrago que dice Gómara, porque mataron muy pocos y fue mayor el pavor y miedo que pusieron con su súbita venida que no el daño que hicieron, ca siempre, como cristiano, pretendió el Capitán no hacer daño, sino cuando no se podía excusar. No quemaron aquellos lugarejos, por no ser sentidos y dar aviso a los comarcanos con las lumbres, y también por no detenerse, que ya llevaban lengua cómo allí junto estaba una gran población que era Cipancinco, lugar de veinte mill casas, según después paresció por la visita que dellas, hizo Cortés.

     Entraron los nuestros en él con gran furia y voces, que no poco perturbaron los ánimos de los moradores, que seguros estaban, especialmente cuando vieron venir de los lugarejos algunos tan despavoridos y alterados que no acertaban a decir cómo los nuestros habían ido sobre ellos. Al primer acometimiento hicieron algún daño, por ponerles algún miedo; salieron a la grita y a los llantos que las mujeres hacían, que son harto alharaquientas, muy sobresaltados los hombres, unos en carnes, otros con sus mantillas, los menos con armas, porque ni tal habían pensado ni aquella era hora para que sus enemigos los acometiesen. Huían como locos y desatinados de acá para allá, sin saber adónde iban, y era tanto el miedo que ni el padre se acordaba del hijo, ni el marido de la mujer, ni el amigo del amigo. Murieron no muchos, como algunos dicen, al principio, y como Cortés vio que no resistían, mandó que no los matasen ni les tomasen sus mujeres y ropa. Fueron tan nobles los españoles en todo y siguieron tan acertadamente la voluntad de su General, que no solamente no les hicieron daño, pero haciéndosles señas de paz, tomaron muchas mujeres y niños y regalándolos y tratándolos bien, por señas los aseguraban y decían que fuesen a sus maridos. Otros españoles por señas les pedían comida, dándoles a entender que [a] aquello venían y no a darles guerra. Desta manera los aseguraron, e ya que el sol era salido y el pueblo estaba pacificado, Cortés se subió a un alto, por descubrir tierra, y vio una tan gran población que le puso espanto. Preguntó cuya era y cómo se llamaba. Dixéronle que era la gran Señoría de Taxcala con todas sus aldeas. Llamó estonces a los españoles y díxoles: «¿Qué aprovechará matar a los de aquí, pues hay tantos allí?» Demudóse la color a muchos de los que allí estaban, y por ver qué sentían del negocio, volviéndose a Alonso de Grado que estaba más cerca, dixo: «Ya veis la gran muchedumbre de gente que aquí vemos; ¿qué os parece que hagamos?» Alonso de Grado le respondió: «Señor, para tantos muy pocos somos nosotros; si nos vencen, no cabemos a bocado; parésceme que demos vuelta a la mar y que allí nos hagamos fuertes; inviaremos a Diego Velázquez que provea de socorro, porque si perseveramos aquí, o hemos de apocarnos, muriendo de enfermedad, o todos seremos comidos, de nuestros enemigos; ya no es bien tentar a Dios.»

     Mucho le pesó a Cortés con esta repuesta, especialmente cuando tocó en Diego Velázquez, y así muy enojado replicó dos veces: «Vos habíades de ser, Alonso de Grado, el que tal consejo me diésedes. ¿No sabéis que si damos vuelta, como vos decís, que las piedras se levantarán contra nosotros, pues no podemos ir sino en son y manera de fugitivos, a los cuales persigue tanto la fortuna, que no dexa, como dicen, pelo ni hueso dellos? ¡Adelante, adelante, Alonso de Grado, que si no se excusa nuestra muerte, más vale que muramos prosiguiendo nuestro intento y mostrando el rostro a nuestros enemigos, que no como liebres, mostrándoles las espaldas!» Quedó corrido Alonso de Grado y los que estaban desmayados volvieron sobre sí.

     Con esto, sin hacer otro daño en el pueblo, se salió a una hermosa fuente que allí había, donde vinieron los principales que gobernaban el pueblo, con más de cuatro mill hombres sin amas; traxéronle mucha comida, saludáronle con gran veneración, suplicáronle con lágrimas en los ojos no les hiciese más daño, agradesciéndole con muy fecundas palabras el poco que les había hecho; prometieron de servirle y obedescerle, y no solamente guardarle la fee y palabra, pero procurar de que hobiese amistad con los señores de Taxcala y con otros comarcanos. Él se lo agradesció y dixo que aunque sabía que ellos con los de Taxcala le habían diversas veces hecho guerra, se lo perdonaba con que de ahí adelante fuesen leales vasallos de Su Majestad. Hízoles muchas caricias y con tanto los dexó y se volvió a su real harto más alegre que el mal principio de los caballos prometía.

     Decía en el camino a los suyos: «Deprenderéis de aquí adelante a no decir mal del día hasta que sea pasado, pues veemos que tras buen sol viene la tempestad, y amanesciendo muchas veces el día nubloso y áspero suele acudir la tarde alegre y serena», y llevando el pecho lleno del buen subceso que después le había de venir, dixo: «Veréis cómo los de Taxcala han de venir antes de muchos días a ser nuestros amigos, y si esto se hace, como espero, dichosa y bienaventurada será muchas veces nuestra venida.» Con esto llegó al real. Mandó luego que nadie hiciese enojo alguno a ningún indio, porque tenía entendido que en aquel día tenía acabada la guerra de aquella provincia.



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Capítulo XLII

Del temor que hubo en el real de los españoles con la vuelta de los caballos que cayeron en el camino.

     Cuando llegó Cortés a su real, aunque iba muy alegre del buen subceso, halló tristes a los que en él estaban, porque habían temido, y no sin causa, por la vuelta de los caballos, que algún desastre le hobiese subcedido; ca si así fuera, tenían por cierto su perdimiento, pues estaban entre tantos enemigos y les faltaba su caudillo, el cual parescía que traía siempre por compañera a la buena fortuna; pero como Cortés entró arremetiendo el caballo y vieron algunos indios que venían en compañía de los que con él fueron, antes que hablase palabra conoscieron el buen subceso de la jornada. Salieron los principales corriendo a él, apeáronle del caballo, el cual los abrazó a todos, y dixo: «Tened, señores, confianza que, según nos ha subcedido, seremos presto señores de Taxcala, que es principio para conseguir nuestro fin de vernos en México.» Con esto les contó por extenso todo lo que les había acaescido (según ya está dicho). Hubo aquel día muy gran regocijo y alegría en el real, aunque, como el contento nunca dura mucho, sabiendo de los que con el Capitán habían ido la gran población de Cipancinco y la que de Taxcala se había descubierto, con las palabras que Cortés había dicho, comenzaron muchos a temer y recelarse, deseando verse cerca de la mar, donde se pudiesen hacer fuertes y esperar socorro de la isla de Cuba. Tenían, cierto, para temer, razón, porque se vían pocos, cansados de trabajos, en tierra grande, cuajada de gente y toda bellicosa, bien adereszada y con ánimo de no consentirlos en ella, tan apartados de la mar y sin esperanza de socorro; a cuya causa, como iba cresciendo entre ellos el miedo, hacían de secreto corrillos, hablando entre sí y tratando cómo sería bien hablar a Cortés, y aun requerirle, que no pasase más adelante, sino que se tornase a la Veracruz, pues era nescesario que yendo adelante se habían de acabar, o por hambre, o por guerra, caminando por entre tantos enemigos, y que así sería cosa acertada dar la vuelta, lo uno para asegurar las personas, y lo otro para recoger más gente y más caballos, sin los cuales era imposible hacer la guerra.

     No se le daba desto mucho a Cortés, que cierto su corazón le prometía lo que después alcanzó, aunque algunos se lo decían en secreto con todo el encarescimiento que podían, suplicándole que antes que la gente se le amotinase o se fuese sin él, lo remediase y diese orden cómo saliesen de tanto peligro. Respondíales que no debía ser tanto el temor como se le pintaban, y que algunos, deseosos de volver a lo que bien querían en Cuba, temían donde no había qué; decíales que no le viniesen con aquellas nuevas, porque no podía creer que cayese pensamiento de flaqueza en españoles, especialmente habiéndoles subcedido hasta allí tan bien; y cierto, aunque algo creyó del miedo que su gente tenía, nunca pensó ser tanto, hasta que una noche, saliendo de la torre donde tenía su aposento a requerir las velas, oyó hablar recio en una de las chozas que alderredor estaban. Púsose a escuchar lo que hablaban e oyó que ciertos compañeros que dentro estaban, decían: «Si el Capitán es loco y quiere meterse donde no pueda salir sino hecho pedazos, seamos nosotros cuerdos y miremos que no nos ha de dar él la vida si por su causa nosotros la perdemos; digámosle claro que, o nos volvamos, o le dexaremos solo, para que haga de sí a su placer.» Entre éstos había dos principales, de que no poco pesó a Cortés, el cual, llamando dos amigos suyos, como por testigos, les dixo que oyesen lo que aquellos hablaban, y luego dixo: «Quien esto osa decir, también lo osará hacer.»

     Fuése escuchando por otras partes, e oyó que algunos decían: «Este nuestro Capitán ha de ser como Pedro Carbonero que, por entrar a tierra de moros a hacer salto, quedó allá muerto con todos los que le siguieron. Bien será que escarmentemos en cabeza ajena, porque perdido es quien tras perdido va, y no puede dexar de caer el que va tras el ciego. Remediémoslo antes que nos falte tiempo para ello, que el Capitán no nos puede ahorcar a todos ni hacer la guerra sin nosotros.»

     Estas y otras palabras oyó Cortés, que le dieron harta pesadumbre. Quisiera reprehender y aun castigar a los que las decían, pero como era cuerdo y reportado, entendiendo que era peor por estonces la reprehensión y castigo y que era tomarse con los más, acordó de llevarlos por bien y aun hacerles más caricias y mejor tratamiento, para que atraídos a sí, cuando los tuviese juntos, tuviese más fuerza lo que les pensaba decir; y así, cuando vio que era tiempo, juntándolos a todos les hizo el razonamiento siguiente.



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Capítulo XLIII

Del razonamiento que Cortés hizo a sus soldados, animándolos a la prosecución de la guerra.

     «Valerosos Capitanes y esforzados soldados míos, viva maravilla y espanto de todas las nasciones del mundo: Entendido he que algunos de vosotros, no por miedo, que éste no puede caber en vuestros corazones, sino o por el deseo de que tenéis de volver a Cuba y gozar de la quietud de vuestra casa, o por la dificultad que se os representa en acabar esta jornada, deseáis que demos la vuelta hacia la mar. Cierto, si de lo que os paresce que conviene, bien mirado, no se siguiesen peligros, muertes, hambre, sed, cansancio y lo que peor es, infamia y afrenta y otros muchos inconvinientes, que cada uno pesa más que el falso provecho que pretendéis, por daros contento, de muy buena gana viniera en vuestro parescer, ca yo hombre soy como vosotros y no menos deseo descanso y quietud; temo la muerte y recelo los peligros, y no menos que a vosotros me fatiga el hambre y cansancio. El padre que mucho quiere al hijo que está enfermo, aunque le desea complacer, no le da lo que le pide, porque le ha de hacer mayor daño. Vosotros me escogisteis por vuestro padre y Capitán, e yo siempre como a hijos, y soldados merescedores de todo honor os he tratado, haciéndoos siempre en todos los riesgos y trabajos yo la salva primero; y pues no me podéis negar que esto no sea así, razón será que en lo que os dixere me creáis, pues del bien o del mal no me ha de caber a mí menos parte que a vosotros. Todos somos españoles, vasallos del Emperador, a los cuales, en su exército, hecho de diversas nasciones, él suele decir: «¡Ea, mis leones de España!» Hemos pasado mar que hasta nuestros tiempos nadie navegó; hemos andado mucha tierra que pie de ningún cristiano, moro ni gentil holló, grande, muy poblada, muy rica; venimos a illustrar la fama y nombre de España, a acrescentar el imperio y señorío de César, a señalar nuestras personas, para que de escuderos y pobres hijosdalgo, mediante nuestra virtud y esfuerzo, César nos haga señores y queden de nosotros mayorazgos para los siglos venideros; y lo que más es y a lo que principalmente habemos de tener ojo, que venimos a desengañar a estos idólatras y bárbaras nasciones, a desterrar a Satanás, Príncipe de las tinieblas, desta tierra, que por tantos años ha tenido miserablemente tiranizada, a extirpar los nefandos y abominables vicios que como padre de toda maldad ha sembrado en los pechos desta gente miserable.

     «Venimos, finalmente, a predicar el sancto Evangelio y traer al rebaño de las ovejas escogidas éstas que tan fuera, como veis, están. Servicio es éste a que todo cristiano debe poner el hombro, pues es el mayor que a Dios se le puede hacer, y así la corona y triunfo de los mártires es mayor y más excelente que la de las otras órdenes de sanctos, pues el amor últimamente se prueba en poner la vida por el que amamos. Mirad, pues, si las utilidades y provechos que os he contado son tales que el menor dellos pide y meresce que por alcanzarlos nos pongamos a todo trabajo, y si ninguna cosa buena se consigue sin trabajo, tantas y tan excelentes, ¿por qué las hemos de alcanzar sin dificultad? Hasta ahora no tenemos de qué quexarnos, sino de qué dar muy grandes gracias a Dios por las muchas y muy maravillosas victorias que nos ha dado contra nuestros enemigos. Para lo de adelante, maldad y blasfemia sería pensar que la mano del Señor ha de ser menos fuerte que hasta aquí. El que nos ha dado vigor para vencer las batallas pasadas, si en Él sólo confiáremos, nos le dará para concluir lo que queda.

     «Confiésoos que le gente entre quien estamos es infinita y bien armada, pero también no me negaréis que nos tienen por inmortales y que nos temen como a rayos del cielo. Mientras más son, más se confunden y embarazan; muerto uno, van todos como los perros tras él; visto lo habéis y pasado por ello; no hay que deciros sino que si volvemos las espaldas, toda nuestra buena fortuna se trueca y muda en todo género de adversidad, porque, ante todas cosas, volvemos las espaldas a Dios, pues dexamos de proseguir tan alta demanda, desconfiando de su poder que hasta aquí ha sido tan en nuestro favor. ¿Cuándo jamás huyeron españoles? ¿Cuándo cayó en ellos flaqueza? ¿Cuándo no tuvieron por mejor morir muerte cruel que hacer cosa que no debiesen? ¿Cuándo emprendieron negocio que dexasen de llevarle al cabo? Poco aprovecha acometer e intentar cosas arduas si al mejor tiempo, por graves inconvenientes que se ofrescan, no se acaban. Por eso se alaba la muerte buena, porque en ella se rematan y concluyen como en dichoso fin los buenos principios y medios; en el perseverar se conosce el varón fuerte, y nunca salió con lo que quiso sino el que bien porfió. ¿Qué cuenta daríamos de nosotros si al mejor tiempo de nuestra ventura la dexásemos y mostrándosenos la ocasión por la cara que tiene cabellos muy largos para asirla, que no se vaya, dexásemos que volviese el colodrillo, donde no tiene pelo para ser asida? Gocemos, gocemos, fuerza y valor de las otras gentes, esforzados soldados míos, del tiempo que tenemos, que mañana se nos rendirán los enemigos; que si quietud y descanso, volviendo el rostro, cosa cierto vergonzosa para vosotros, buscáis, poniendo vuestra vida en cierto y conoscido peligro, adelante le hallaréis mayor, con doblado honor y gloria. El cobarde más presto muere que el valiente, porque cualquiera se le atreve y acaba más presto por livianas causas; huyendo muere la liebre, que en su alcance y huida convida y anima a los perros. De aquí a la mar hay muy gran trecho; todos los que atrás quedan nos serán enemigos y saldrán contra nosotros, porque nadie hay que sea amigo del vencido; todos huyen de la pared que se cae; breve es la vida, y cuando llega su fin, tanto monta haber vivido muchos años como pocos, porque della no se goza más del instante que se vive. Si hemos de morir, más vale que muramos por Dios y por nuestra honra, que dexando tan alta empresa, morir en el camino apocadamente o a manos de los enemigos que ahora vencimos, o a manos de los que antes subjectamos y como a dioses nos acataron y temieron. Los más fuertes se nos rinden, que son los taxcaltecas; de los de Culhúa no hay que temer; y pues la fortuna nos es favorable, seguilla, seguilla y no huilla, porque no quiere sino al que la busca; nuestra es y será si no desmayamos. Dios es con nos; nadie será contra nos; y pues esto es verdad, ved lo que queréis sobre lo dicho, que aunque piense quedar solo (que no quedaré), estoy determinado de seguir la buena andanza que Dios hoy nos promete.»

     Con esto acabó Cortés y todos quedaron tan persuadidos, que los que enflasquecían tomaron ánimo y los esforzados, le cobraron doblado; los que no le amaban tanto, de ahí adelante le quisieron mucho; cresció en todos su opinión más, y cierto fue nescesaria tan facunda, larga y prudente oración para tan arduo negocio como entre manos tenía, darle el fin que deseaba para lo cual era gran estorbo el temor que muchos de los soldados tenían, que atrayendo a sí los demás se amotinaran, y le fuera nescesario volver atrás, perdiendo la esperanza que se le prometía de lo venidero y el trabajo de lo pasado, que fue el mayor escalón que él tuvo para ponerse en la cumbre, de donde después de muchos años la muerte le llevó.



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Capítulo XLIV

De la embaxada que Motezuma invió a Cortés, y de lo que estando purgado le avino.

     Poco después que el Capitán hizo este razonamiento, entraron por el real en demanda suya seis señores mexicanos muy principales con hasta docientos hombres que traían consigo de servicio. Fueron rescibidos muy bien, porque luego los conoscieron los nuestros en su manera y traje, bien diferente del de las otras gentes. Entraron do Cortés estaba, y haciéndole, como tienen de costumbre, con muchas cerimonias muy grandes reverencias, especialmente estonces, porque habían sabido las victorias que contra los fuertes taxcaltecas había tenido, primero que palabra hablasen, le dieron un solemne presente que su señor Motezuma le inviaba, en que había mill ropas de algodón, muchas piezas de plumas ricas y extrañamente labrados y mill castellanos de oro en grano muy fino, como de las minas se coge. Dado el presente, puestos todos seis en pie, el que era más principal, más antiguo y de más elocuencia, haciendo primero cierta cerimonia, dixo así:

     «El gran señor Motezuma, señor mío y grande amigo tuyo, te saluda por nosotros y te desea toda prosperidad y cumplimiento de lo que intentas. Dice que quisiera, según tu valor, inviarte mayor presente y personas si en su reino las hobiera más calificadas que nosotros; ruégate le hagas saber cómo estás tú y los tuyos e que si has menester algo que él pueda, lo pidas, porque todo se te dará. Dice que está muy alegre con las muchas y señaladas victorias que de los taxcaltecas, sus enemigos, has ganado, y que porque te desea todo bien te ruega que tú ni los tuyos vais a México, porque el camino es áspero y fragoso y de mucho riesgo y peligro, y no querría que [a] hombres de tanto valor y que él tanto ama les subcediese algún desastre de los muchos que pueden acaescer; y que si tu intención es que él reconosca por superior al Emperador de los ,cristianos, Rey e señor tuyo, que desde ahora hasta que muera él y sus descendientes le reconocerán, y en señal desto cada año le dará tribucto de mancebos y doncellas nobles, que es el mayor reconoscimiento que entre nosotros se usa, y con esto le tribuctará oro, plata, piedras, perlas, ropa rica y presciosos plumajes, y a ti, porque vienes en su nombre te dará muchas riquezas con que próspero y rico vuelvas a tu tierra.»

     Con esto acabó, y todos seis en señal de que no querían decir más y que esperaban la respuesta, hecha cierta cerimonia, estuvieron en pie, las cabezas inclinadas, tendidos los brazos el uno puesto sobre el otro. Cortés, con la auturidad que pudo, por las lenguas les respondió que fuesen muy bien venidos y que besaba las manos a su gran señor Motezuma, así por el presente que le inviaba, que era muy bueno, como por el amor que le tenía, y principalmente por el reconoscimiento que al Monarca de los cristianos en el Emperador su señor hacía; e que porque venían cansados del camino, porque sabía que habían rodeado por Castilblanco y valle de Zacatami, por no encontrarse con los taxcaltecas, sus enemigos, les rogaba se detuviesen allí algunos días, así para que descansasen, como para que él se viese en lo que había de responder cerca del ir o no ir a México.

     Esto hacía Cortés para que por sus ojos viesen cómo si volvían de guerra los taxcaltecas los nuestros peleaban, o si viniesen de paz, cómo los rescibía, reprehendiéndoles las locuras pasadas, repitiendo las victorias habidas contra ellos, para que desto entendiesen los embaxadores su valor y lo poco que debía recelar el ir a México, y con esto se tuviesen por respondidos. Los mensajeros dixeron que harían lo que mandaba. Mandó Cortés a los suyos los acarisciasen y tratasen bien, pues eran señores y mensajeros de tan gran Príncipe.

     A aquella sazón sentíase mal dispuesto de unas calenturas, a cuya causa había algunos días que no había salido a correr el campo ni a hacer tales, quemas ni otros daños a los enemigos; solamente se proveía que guardasen el fuerte contra algunos tropeles de indios que llegaban a gritar y escaramuzar, que era más ordinario que no inviarles cerezas y pan. Purgóse Cortés con cinco píldoras hechas de una masa que sacó de Cuba, y tomándolas a la hora que se suele hacer, acaesció que el mismo día, de mañana, antes que las píldoras obrasen, vinieron tres muy grandes escuadrones a dar por tres partes sobre el real, o porque sabían que Cortés estaba malo, o pensando que de miedo aquellos días no habían osado salir los nuestros. Olvidado Cortés de la purga, cabalgó y salió a ellos con los suyos; peleó valerosísimamente hasta la tarde, que los desbarató y retraxo por un gran trecho.

     Esto miraban los embaxadores desde lo alto de la torre; maravilláronse mucho del gran esfuerzo y poder de los nuestros; encomendáronlo muy bien a la memoria para contarlo después a Motezuma.

     Cortés purgó el día siguiente como si estonces tomara la purga; no fue milagro, sino retenerse naturaleza con la nueva alteración; y también lo escribo para que se entienda cuán sufridor era Cortés de trabajos y males y cuán poco se popaba, siendo siempre el primero que venía a las manos con los enemigos, haciendo él lo que a su imitación quería que hiciesen los demás. Habiendo, pues, purgado, veló luego la parte que de la noche le cupo como a cualquiera de los compañeros, lo cual le dio mayor estima y auturidad.



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Capítulo XLV

Cómo los señores de Taxcala se juntaron con los demás principales, y se determinaron de hacer paz con Cortés, y cómo lo encargaron a Xicotencatl.

     Estuvieron algunos días los señores de Taxcala tratando en particular los unos con los otros las buenas andanzas y prósperas victorias de Cortés y cómo debía de ser ayudado y favorescido de aquel gran Dios que los nuestros adoran, pues en el postrer recuentro, delante de los embaxadores de Motezuma, estando enfermo y siendo acometido por tres partes, había salido con tanto esfuerzo como s; estuviera sano, y con grande afrenta de los enemigos y no sin gran matanza dellos los había desbaratado, durando en la batalla desde la mañana hasta la tarde, de que no poco se debían afrentar siendo testigo dello los embaxadores mexicanos, con los cuales habían siempre tenido grande estima y reputación, paresciéndole que proseguir en la guerra era tomarse con espíritus celestiales, y que con la amistad de Motezuma había de crescer el poder de los nuestros. Determinaron de entrar todos en su consistorio e Ayuntamiento, amando a él a Xicotencatl que todavía estaba de mal arte, y hecha cierta cerimonia, como invocando el favor de sus dioses para que los encaminase en que las paces se efectuasen con buena dicha, después que todos estuvieron a su modo sentados y que ninguno hablaba, Magiscacín, que como tengo dicho, era muy principal y de mucha bondad y seso, tomando la mano, hablando por todos, dixo así:

     «Señores valerosos y esforzados capitanes en quien al presente está puesto todo el negocio de la guerra, y vosotros, sabios y cuerdos varones a quien está cometida la administración y gobierno de la república: Testigos me son los dioses en quien creemos y adoramos, que es tanto el amor que a esta insigne y gran república tengo, que si con morir yo por ella y sacrificar mis hijos y parientes, o ponerlos al cuchillo de nuestros enemigos, yo pudiera haceros victoriosos contra estos invencibles hombres, lo hiciera de muy buena voluntad y pensara ganar en ello mucho, porque sé cuán gloriosa cosa es que uno muera por muchos; pero como veo que esto no puede ser, pues que el Dios de estos advenedizos quiere otra cosa y puede y vale más que nuestros dioses, que en nada, como veis, nos han favorescido, habiéndoles nosotros hecho tantos sacrificios, veo, por otra parte, que con ser tan poderoso Motezuma, quiere y procura, como sabéis, el amistad destos fortísimos varones; y si solos pueden más que nosotros, juntándose con nuestros enemigos, ¿cuánto os paresce que podrán? Por cierto, tanto que de nosotros no quedará hombre ni quien de nosotros venga para que levante nuestra memoria. Estos cristianos, que así se llaman, son nobles, y muchas veces nos han rogado con la paz; de creer es que yéndonos a ellos, diciéndoles que nos perdonen, nos rescibirán, como otras veces han hecho con los que se les han atrevido, con humano y alegre rostro.

     «Mi parescer es, pues Xicotencatl es tan avisado y de tan buena razón, que el error que hasta ahora ha cometido en porfiar a pelear con Cortés, lo entiende y deshaga con ir en nombre de toda esta provincia con algún presente, que siempre ablanda el ánimo del airado, a los cristianos; y como sabe bien hacerlo, hable largamente a su Capitán, ofresciéndose a si y a su república a la subjección y servicio de aquel gran señor en cuyo nombre viene. Desto ganaremos dos cosas muy principales: la una, que no nos gastaremos ni pelearemos en balde, afrentando nuestra nación y perdiendo cada día gente; la otra es, que después de amigos, diremos a Cortés cuán malos y perversos son los de Culhúa, para que dellos se recate, y teniéndolos por enemigos, nosotros a nuestro salvo podremos subjectarlos y vengarnos de algunos agravios que, por ser muchos más que nosotros, nos han hecho.»

     Acabada esta plática, todos, sin faltar ninguno vinieron en lo que Magiscacín había dicho, y así, algunos dellos en nombre de todos los demás rogaron mucho a Xicotencatl fuese con el presente a hacer paz con el Capitán. Entristecióse Xicotencatl y mostró bien el odio que siempre hasta que murió tuvo con los nuestros. Quiso replicar, pero estorbóselo Magiscacín, diciéndole que aquello convenía a la república, que lo hiciese luego, so pena de ser tenido por traidor y ser castigado conforme a las leyes y fueros de la Señoría de Taxcala, y que allí se determinase luego con el sí, con el cual rescibirían todos gran contento; y si se determinaba en el no, que luego desde allí sería privado de su oficio y dignidad y echado en crueles prisiones hasta que se le diese la pena que merescía.

     Xicotencatl calló por poco espacio, y como pudo más la pena, temor y amenazas que su república le ponía que su obstinación y pertinacia, fingiendo el contento que no tenía, respondió: «Nunca los dioses quieran que sea contra mi república y que no obedesca en lo que me manda. Yo me determino de hacer vuestro mandado y de hablar a Cortés lo mejor que yo pudiere, inclinándole con mis palabras aquel rescibiéndonos en su amistad, nos sea perpectuo y buen amigo.»

     Holgóse mucho con esto aquella Señoría, y en especial Magiscacín y el buen viejo de Xicotencatl, que también pública y secretamente se lo había aconsejado y mandado.



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Capítulo XLVI

Cómo Xicotencatl vino a Cortés, y de la oración que le hizo y presente que le traxo.

     Después que esto se trató en Taxcala y los taxcaltecas se certificaron bien de la venida de los mensajeros mexicanos, Xicotencatl se adereszó para llevar la embaxada; vistióse a su modo y costumbre de paz, cuanto más ricamente pudo; tomó consigo cincuenta caballeros de los más principales y más bien apuestos que, por consiguiente, se adereszaron lo más ricamente que pudieron. Iban con éstos sus criados, que eran muchos; llevaron, como siempre tienen de costumbre, aunque por la esterilidad de la tierra que entonces había, algunos presentes no muy ricos de suchiles, plumajes, mantas y algún oro; y por que el amistad fuese más firme y Cortés estuviese más cierto della, llevó también Xicotencatl ciertos mancebos hijos de señores para darle en rehenes.

     Salió de la Señoría de Taxcala acompañado de todos los señores della; despidióse cuando fue tiempo, y poco antes de que llegase al real de Cortés, invió tres o cuatro de los principales que con él iban adelante a dar aviso cómo iba y aqué; alegráronse por extremo los nuestros. Cortés con la mayor auctoridad y gracia que pudo, salió a rescebir a Xicotencatl cuando supo que estaba ya en el real, acompañado de los principales del exército. Saludáronse el uno al otro a su modo con gran comedimiento y señales de amor. Abrazólo Cortés, y tomándolo por la mano lo asentó a par de sí; llamó a las lenguas; todos los caballeros españoles estuvieron en pie, y asimismo los principales taxcaltecas. Estando así todos con mucho silencio, los nuestros por oír lo que Xicotencatl quería decir, y los otros por saber lo que Cortés respondería, Xicotencatl mandó traer allí el presente y los mancebos nobles que en rehenes de la confederación y amistad presentaba. Puestos delante de Cortés, se volvió a él y con mucha gravedad, la voz algo baxa, inclinados los ojos en alguna manera en tierra, levantándose algo del asiento, volviéndose luego a sentar, habló así:

     «Ante todas cosas, primero que algo te diga, muy fuerte y sabio Capitán, entendido habrás que yo soy Xicotencatl, Capitán general de la Señoría de Taxcala, y cómo vengo ahora en su nombre y en el mío a saludarte y tratar contigo de perpectua amistad y concordia; también entenderás el crédicto que como a Capitán general y embaxador de aquella Señoría me debes dar en lo que dixere. Salúdote, pues, y salúdante Magiscacín y todos los otros señores de aquella gran república, y como al que procuran ya tener por amigo, te desean en todo lo que emprendieres prósperos y dichosos subcesos. Suplicámoste que de lo pasado nos perdones y admitas a tu amistad, porque te prometemos serte de aquí adelante, como verás, muy fieles y leales amigos. Damos de nuestra voluntad y con alegre ánimo (lo que hasta hoy a ningún Príncipe hemos hecho) vasallaje y obediencia a ese gran Emperador en cuyo nombre vienes, por saber que es muy bueno y muy poderoso, pues se sirve de tales hombres como tú, y nos dicen que traes otras leyes y costumbres y otra religión con adoración de un solo Dios, que no permite sacrificio de hombres ni cruel derramamiento de sangre ni otros pecados abominables en que nuestros dioses nos han tenido engañados; y si hemos traído contra ti y los tuyos tan continua y brava guerra, en la cual siempre hemos sido vencidos, ha sido, por haber estado hasta ahora persuadidos de que érades otros hombres, y no sabiendo qué queríades y aun temiendo que érades amigos de Motezuma, a quien y a sus pasados hemos tenido y tenemos por capitales y mortales enemigos. Tuvimos razón de sospechar esto porque vimos que desde Cempoala han venido contigo criados y vasallos suyos, y así, por no perder la libertad en que nuestros antepasados nos dexaron, y que por tiempo inmemorial, con gran derramamiento de sangre, hambre, desnudez y otros trabajos hemos defendido, determinamos, hasta estar cierto de quién eras, defender nuestras personas y casas; y porque, como sabes, el hombre libre debe morir primero que perder la libertad en que su padre le dexó, hemos estado muchos años cercados en esta aspereza de sierras, sin fructas ni mantenimiento, sin sal, que da sabor a toda comida, sin trajes ni vestidos delicados, de que usan nuestros vecinos, sin plumajes ricos, oro y piedras, que para rescatar algo desto era menester vender alguno de nosotros. Todas estas faltas y nescesidades hemos padescido por no venir con nuestras mujeres y hijos en subjección de Motezuma, determinados de morir primero que hacer tal fealdad, pues nuestros antepasados fueron tan grandes señores como él. Ahora que hemos entendido de los cempoaleses que eres bueno y benigno y de noche y de día a ti y a los tuyos habemos hallado invencibles, no queriendo ya más pelear contra nuestra fortuna y contra lo que ese gran Dios tuyo quiere, nos damos a ti, confiados que nada perderemos de nuestra libertad, sino que antes nos ayudarás contra la tiranía de Motezuma, que más con pujanza y gente y desenfrenada ambición, que con razón y justicia, ha subjectado a muchos señoríos, haciendo inauditas crueldades en los vencidos; y en confirmación desta amistad que contigo procuramos, te ofrescemos y damos en rehenes estos mancebos, que son hijos de los principales señores de Taxcala.» (Y los ojos rasados de agua, que ya Xicotencatl no podía disimular el dolor que de rendirse en su corazón sentía, dixo, después de haber callado muy poco): «Acuérdate, Capitán valentísimo, que jamás Taxcala reconosció Rey ni señor ni hombre entró en ella que no fuese llamado o rogado. Trátanos como a tuyos, pues te entregamos nuestras personas, casas, hijos y mujeres.» Con esto acabó Xicotencatl, alimpiándose los ojos con el cabo de la rica manta con que venía cubierto.



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Capítulo XLVII

Del contento que Cortés rescibió con esta embaxada y de lo que a ella respondió.

     Cortés, como vio que en las últimas palabras tanto se había enternescido Xicotencatl, con ser tan esforzado y diestro Capitán de su nasción, considerando, como sabio por sí, lo que en el pecho de aquel Capitán podía haber, aunque muy alegre y regocijado con tan buena embaxada y con tan buen embaxador, tomándole por las manos y abrazándolo, antes que nada respondiese a la embaxada, le dixo: «Muy valiente y muy deseado amigo mío Xicotencatl: No tienes de qué tener pesadumbre, ni de qué tener pasión, porque, como verás adelante, yo y los míos te seremos, así a ti como a los tuyos, tan amigos que vosotros no os tendréis tanta amistad, porque somos de tal condisción, que no solamente hacemos bien al que nos le hace, pero procuramos bien a quien nos hace daño, como habrás visto en los recuentros pasados, porque es hermoso género de vencer, venciendo a mal con bien, hacer de enemigos amigos. Ya deseo que a la Señoría de Taxcala ofresca algo en que veáis el amor que os tengo y el bien que os deseo.» Alegróse con esto mucho Xicotencatl, y volviendo sobre sí, con mucho comedimiento respondió que porque ellos tenían creído dél más que aquello, habían venido a su amistad.

     Cortés, prosiguiendo su repuesta, dixo: «Aunque sé que me matastes dos caballos, y que unas veces debaxo de que érades otomíes y no taxealtecas, y otras no como valientes y esforzados que sois, sino como cobardes y traidores, me salistes sobre seguro al camino, debiendo como taxcaltecas desafiarme primero, os lo perdono todo, con las mentiras y engaños que conmigo habéis tratado; y pues habéis visto tantas veces que todo ha sido en vuestro daño y perjuicio, mirad cómo tratáis estas Paces conmigo, porque si hay otra cosa de lo que me has prometido, lloverá sobre tu casa y sobre toda tu tierra, que el Dios en quien nosotros creemos y en cuya virtud vencemos no sufre engaños ni maldades; y si, como creo, perseverades en la amistad que yo siempre os guardaré, como conosceréis por el tiempo, seréis en tantas cosas mejorados, que os pesará de que no hubiésemos venido mucho antes a vuestra tierra. En lo demás dirás al señor Magiscacín y a todos esotros señores que les tengo en merced el amor y voluntad que me tienen, y que cuando vaya a su tierra conoscerán de mí que no estuvieron engañados, y esto, que será después que haya despachado estos embaxadores mexicanos que también de parte de su señor Motezuma vienen a pedirme amistad.»

     Dada esta repuesta se levantó Xicotencatl, abrazáronse los dos, salió Cortés con él hasta salir de su tienda y de aquí hasta salir del real, le acompañaron algunos caballeros españoles y muchos nobles de Cempoala, donde despidiéndose de todos, siguiéndole los suyos, muy alegre caminó para su tierra.

     Quedó Cortés y su exército harto más contento que iba Xicotencatl. Cortés, porque lo que había prometido le había salido tan verdadero y veía lo que después vio, que de aquella amistad pendía todo el subceso y buena andanza que tuvo. Alegróse en ver que tan gran señor que le humillaba, con lo cual su fama y nombre se adelantaba y su reputación crescía entre todos los indios, como paresció, porque luego dentro de muy pocos días se extendió la nueva dello por todas las Indias.

     El exército, así de españoles como de indios, por estar ya libres del temor que con tanta razón podían tener, según atrás dixe, viendo que todos sus trabajos y temores se volvían en descanso y grandes esperanzas, y porque de todo esto quedase adelante memoria, el muy valiente y cristiano Cortés, en reconoscimiento que todo venía de la mano de Dios e ya que tenían lugar para ello, mandó decir misa al padre Joan Díaz, clérigo, el cual, acabada la misa, puso por nombre a la torre la Torre de la Victoria en memoria de las muchas que Dios había dado allí a los españoles, los cuales estuvieron con los trabajos que la historia ha contado casi cuarenta días. En el entretanto que esto se hacía Xicotencatl llegó a Taxcala; saliéronle a rescebir aquellos señores casi fuera de la ciudad; entró con ellos en su cabildo, donde era obligado a dar la respuesta; juntáronse los que se habían hallado a inviarle con la embaxada; puesto allí, les dixo todo lo que con Cortés había pasado, y, o porque lo sentía así, o porque desimulaba su odio, para buscar ocasión en que lo mostrase de sí, les dixo: «Bien será, señores, que pues el Capitán de los cristianos, como habéis visto de su respuesta, nos muestra tanto amor y voluntad, y de su persona contra Motezuma tenemos tanta nescesidad, que con toda priesa procuraremos traerle a nuestra ciudad, haciéndole todo regalo y servicio.» Paresció muy bien a todos esto, aunque no faltó quien sospechase que no iba dicho con verdaderas entrañas.

     Salidos de allí, se publicaron las paces por toda la provincia; hízose entre ellos en la ciudad grande regocijo y alegría; hubo un mitote, que es su danza, de más de veinte mill hombres de los nobles y principales, adereszados lo más ricamente que pudieron; cantaron la valentía y esfuerzo de los españoles, el contento que tenían con su amistad, para mejor vengarse de su enemigo Motezuma; quemaron mucho encienso en los templos, hicieron grandes sacrificios, y lo que más fue de ver, que las mujeres y niños se alegraron públicamente por la quietud y sosiego quede ahí adelante habían de tener, poniendo muchos ramos y flores a sus puertas, entre ellos, en señal de grande alegría.



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Capítulo XLVIII

Del rescibimiento y servicio, que los taxcaltecas hicieron a Cortés y a los suyos.

     Los embaxadores de Motezuma como se hallaron a la venida de Xicotencatl y a todo lo que dixo, y Cortés le respondió, pesóles en gran manera, porque claramente adevinaron por la voluntad de su señor y por la antigua y grande enemistad que con los taxcaltecas tenían, que aquella nueva amistad había de redundar en daño y destruición del imperio y señorío de Culhúa, y procurando, lo que en ellos fue, desbaratarla, dixeron a Cortés que mirase lo que había hecho y no se confiase de gente tan doblada, inconstante y mala como era la taxcalteca, porque lo que no habían podido conseguir por fuerza de armas, lo procurarían por todos los engaños posibles, y que así era su intento meterle en la ciudad, para que, como dicen, a puerta cerrada y a su salvo, le matasen sin dexar hombre de los suyos.

     Cortés, que entendía la balada, aunque no estaba muy cierto de la amistad de los taxcaltecas, mostrando el ánimo que convenía, les respondió que por malos y traidores que fuesen había de entrar en la ciudad, porque menos los temía en poblado que en el campo. Ellos, vista esta determinación y lo poco que Cortés temía, le suplicaron diese licencia a uno dellos para ir a México a dar cuenta a Motezuma de lo que pasaba y llevarle la repuesta de su principal recaudo, y que se detuviese allí hasta pasados seis días que para ellos, y si antes ser pudiese, vendría con la respuesta de su señor. Cortés dio la licencia y prometió de hasta aquel tiempo esperar allí, así por lo que de nuevo traería el embaxador, como para sanearse del amistad de los taxcaltecas.

     En el entretanto que esto pasaba, iban y venían muchos taxcaltecas al real de los nuestros, unos con gallipavos, otros con pan, cual con cerezas, cual con agí y algunos a sólo visitar a los nuestros y a comunicar y hablar con ellos. Los que traían los bastimentos no tomaban prescio y agraviábanse de que los nuestros se le ofresciesen y decían que su amistad no era para venderles los mantenimientos, sino para servirlos en lo que pudiesen. Había de la una parte a la otra buenas razones y comedimientos; rogaban a la contina a los nuestros que fuesen a su ciudad. Cortés los entretenía con buenas palabras hasta que vino el mensajero mexicano, el cual llegó, como había prometido, al sexto día. Traxo diez joyas de oro ricas y muy bien labradas, mill e quinientas ropas de algodón, mejores sin comparación que las mill primeras, hechas con maravillosa arte. Rogó muy ahincadamente a Cortés, después que le dio el presente, que no se pusiese en aquel peligro que pensaba, que su señor Motezuma le hacía cierto que si en él se ponía le había de pesar mucho dello, porque aquellos de Taxcala eran pobres y nescesitados de todo buen tratamiento y que por robarle le convidaban a su ciudad; que procurarían, aunque fuese durmiendo, matarle, sólo porque sabían que era su amigo. Acudieron luego, como barruntando lo que había de decir el embaxador mexicano, todas las cabeceras y señores de Taxcala a rogarle importunadamente les hiciese merced de irse con ellos a la ciudad, donde sería muy servido, proveído y aposentado, ca se avergonzaban que tales varones como ellos no estuviesen aposentados como merescían, que chozas no eran aposentos dignos de tales personas; y que si se rescelaba dellos, que pidiese otra cualquier mayor seguridad, que se la darían, y que supiese que lo que le habían prometido sería para siempre, porque no quebrantarían su palabra y juramento, ni faltarían [a] la fee de la república por todo el mundo; ca si tal hiciesen, sus dioses se lo demandarían mal y caramente.

     Cortés, viendo que aquellas palabras salían de verdadero corazón y que tanta importunidad con tanta seguridad no podía nascer sino de amor y amistad entera, y viendo que los de Cempoala, de quien tanto se confiaba, se lo importunaban y rogaban, determinó cargar todo el fardaje en los tamemes y llevar el artillería. Partióse luego en pos della para Taxcala, que estaba de allí seis leguas, con el orden y concierto que solía llevar para dar batalla; dexó en la torre y asiento del real, donde tantas veces había sido victorioso, cruces y mojones de piedra. Salióle a recebir al camino buen trecho de la ciudad toda la nobleza de Taxcala con rosas y flores olorosas en las manos, las cuales daban a los nuestros; salieron todos vestidos de fiesta. Entró desta manera con un gran baile, que iba delante, en Taxcala a diez e ocho de septiembre. Era tanta la gente que por las calles había, que para ir a su aposento tardó más de tres horas. Aposentóse en el templo mayor, que era muy sumptuoso; tenía tantos y tan buenos aposentos que cupieron todos los nuestros en él; aposentó Cortés de su mano a los indios amigos que consigo traía, de que ellos rescibieron mucho favor; y porque nunca estaba descuidado, puso ciertos límites y señales hasta do pudiesen salir los suyos, mandándoles so graves penas no saliesen de allí, proveyendo so las mismas penas que nadie tomase más de lo que le diesen, ni se atreviese a hacer algún desabrimiento, por liviano que fuese, lo cual cumplieron muy al pie ele la letra ,porque aún para ir a un arroyo bien cerca del templo, le pedían licencia.

     Trataron muy bien aquellos señores a los nuestros; usaron de mucho comedimiento con el Capitán; proveyeron de todo lo nescesario abundantemente, y muchos dieron sus hijas en señal de verdadera amistad, así por guardar su costumbre, como por que nasciesen hombres esforzados de tan valientes guerreros y les quedase casta para cuando otras guerras se ofresciesen. Descansaron y holgáronse allí mucho los nuestros veinte días, procuraron saber muchas particularidades; informáronse del hecho de Motezuma. Y porque es cosa mayor Taxcala y de más importancia que un capítulo decirse pueda, en los que se siguen diré algo de su grandeza y señorío y de lo que a más a los nuestros avino.



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Capítulo XLIX

De algunas particularidades de Taxcala y de lo que a Cortés le pasó con Xicotencatl el viejo y con Magiscacín.

     Después que los nuestros fueron aposentados, así los señores de Taxcala como los demás vecinos comenzaron con mucho cuidado y amor a proveerlos y regalarlos en cuanto pudieron; traxéronles luego más de cuatro mill gallinas, las más dellas vivas y las que eran menester asadas, y en lo demás que los nuestros habían menester eran proveídos, con dar por señal para conoscerlos, después, a cada indio, un pedazo del sayo roto, y así el indio con él en la mano iba a la comunidad o casa de provisión, y visto que venía con el paño de parte de algún español, se le daba todo lo que pedía, y por el mismo paño le conoscía el español que le había inviado con él; y aunque pensaron los nuestros que no tuvieran platos en qué comer, por hacerse la loza con tanto artificio y los indios carescer de aquel arte, Alonso de Ojeda, uno de los soldados, halló en su aposento en unas vasijas grandes de barro más de ochocientos platos y escudillas de loza tan bien labrada como se hiciera en Talavera, de que no poco se maravillaron los nuestros, los cuales se sirvieron desta loza y de otra mucha en que les traían la fructa y aves guisadas. Entrando adelante por el mismo aposento el dicho Alonso de Ojeda, halló un lío de petate, que es como la que nosotros llamamos estera, muy bien liado; sacóle afuera, y queriendo saber qué había dentro, con la espada cortó los cordeles con que estaba atado (e ya [a] aquel tiempo se habían llegado otros españoles), halló un hueso de hombre de la coxa, que es el hueso que va desde la rodilla al cuadril, tan grande que tenía cinco palmos. Lleváronlo luego a Cortés, por cosa digna de ser vista, el cual llamó a algunos viejos y entre ellos a Xicotencatl, padre del Capitán general, que de viejo estaba ya ciego; traxéronle unas mujeres de brazo, mandóle sentar Cortés, holgóse mucho de verle, porque tenía más de ciento y treinta años, que él contaba por soles; preguntóles muchas cosas; respondióle muy bien a ellas, y a lo del hueso dixo que muchos años había que a aquella tierra de unas islas habían venido unas hombres tan grandes que parescían grandes árboles y con ellos algunas mujeres también de disforme grandeza, e que los unos habían muerto allí y los otros pasado adelante a tierra de México. Decía que o de hambre o de flechas, por el miedo que ponían, habían sido muertos, y que aquel hueso era de uno dellos. Tentaba este viejo a los nuestros las manos, la ropa y las barbas; maravillábase mucho de la extrañeza de los hombres que tocaba; decía con grande ansia de corazón que nunca le había pesado tanto de ser ciego como hasta estonces, por no poder ver aquellos hombres de quien él muchos años antes tenía grandes pronósticos de que habían de venir, y así dixo a Cortés: «Tú seas muy bien venido y sepas que has de señorear el gran imperio de Culhúa y los míos te serán buenos amigos, que yo así se lo he aconsejado. No durarán mucho tiempo nuestros sacrificios, ritos y cerimonias, y nuestros ídolos serán quebrantados y deshechos; tomará nuevo nombre esta gran tierra, y los moradores della nueva religión y nuevas leyes y costumbres; reconoscerán otro gran señor, y el demonio mostrará grandes señales de pesar.»

     Holgóse por extremo Cortés con estas palabras, que fueron profecía; enternesciéronse con lágrimas los otros vicios que allí se hallaban, los cuales como a más viejo y más sabio respectaban al ciego Xicotencatl. Hízoles Cortés muchas caricias y buenos tratamientos, especialmente al ciego, dándoles algunos presentes y a beber de nuestro vino, que les supo bien, porque entendió que en el consejo de aquellos viejos consistía el perseverar los mozos en la amistad comenzada.

     Otro día, como entendió que el valeroso y prudente Magiscacín había sido su amigo y el que con todo calor había procurado su amistad, le invió a llamar y usó con él de muchos comedimientos, porque aliende de que era muy señor, le paresció en su persona, trato y conversación digno del buen acogimiento que le hizo. Agradescióle con muy amorosas palabras la voluntad que le había tenido; prometióle que por él y sus cosas pondría su persona y amigos; dióle algunas cosas, que aunque no eran muy ricas, eran vistosas; holgóse con ellas mucho Magiscacín; respondióle que su corazón estaba ya contento con ver en su tierra a un hombre a quien el cielo y las estrellas habían dado tan subido valor, y que aquellos dones los tomaba como por prenda de mayor vínculo y amistad, prometiendo de los guardar para que sus descendientes gozasen dellos.

     Acabadas estas y otras comedidas razones se despidió, inviando luego de las cobas, que él tenía más presciadas las mejores a Cortés; y porque los indios más que los otros hombres son envidiosos y era menester ganar a todos la voluntad, no solamente Cortés a los otros señores y hombres principales llamó en particular, dando a cada uno de lo que tenía, pero a sus mujeres y hijas hizo presentes, con que vino a ser amado, respectado y querido de todos, que aun en sus mismos negocios que fuesen importantes no hacían cosa sin su parescer, de adonde paresoe cuánto puede la liberalidad acompañada con buenas y comedidas palabras, con la cual el Capitán suele las más veces rendir a su contrario antes que con la fuerza de las armas, aunque lo uno y lo otro fue cumplido en Cortés, el cual como supo que de cierta enfermedad había muerto uno de sus soldados, mandó que sin bullicio lo enterrasen a la media noche, para que los taxcaltecas, a lo menos por estonces, no entendiesen que los nuestros eran mortales.



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Capítulo L

Del sitio y nombre que en su gentilidad tenía Taxcala.

     Dicen los antiguos naturales desta insigne ciudad que Taxcala tomó nombre de la provincia en que está edificada, por ser fértil y abundante de pan, y así tlaxcalan quiere decir «pan cocido, o casa de pan». Otros dicen que la ciudad dio este nombre a la comarca y provincia y que al principio se llamó Texcallan, que quiere decir «casa de barranco o de peñascos». Está puesta orillas de un río que nasce en Atlancatepeque, el cual riega gran parte de aquella provincia; entra después, en la mar del Sur por Zatulán. Tenía cuatro barrios que se llamaban Tepeticpac, Ocotelulco, Tizatlán, Quiahuztlán. El primero estaba en un cerro alto, lexos del río más de media legua, y porque estaba en sierra le llamaban Tepeticpac, que es «como sierra». Esta fue la primera población que allí hubo; estaba tan alta por causa de las guerras. El otro descendía la ladera abaxo hasta llegar al río; y porque allí había pinos cuando se pobló, lo llamaron Ocotelulco, que quiere decir «pinar». Esta era la mejor y más poblada parte de la ciudad, donde estaba la plaza mayor, en que hacían su mercado, que se llama tianquistli. Aquí tenía sus casas Magiscacín, que eran las más soberbias y sumptuosas de la ciudad y provincia. El río arriba en lo llano había una población que se decía Tizatlán, por haber allí cierta tierra muy blanca que paresce yeso y más propiamente albayalde. Tenía allí su casa con mucha gente de guarnición Xicotencatl, Capitán general de la República. El otro barrio estaba también en llano, río abaxo, y por ser el suelo anegadizo y aguazal se dixo Quiauztlán, que quiere decir «tierra donde llueve».

     Era, finalmente, esta ciudad mayor que Granada, más fuerte y de mucha más gente, bastecida en gran manera de las cosas de la tierra, que eran pan, gallipavos, caza y pescado de los ríos; abundancia de fructas y de algunas legumbres que ellos comen; es la tierra más fría que caliente; fuera de la ciudad, que lo más della es áspero, tiene muy buenas y llanas salidas; dentro, en casas de hombres principales, muchas y buenas fuentes. Había todos los días en la plaza mayor mercado, donde concurrían más de treinta mill personas, trocando unas cosas por otras, porque moneda, que es el prescio común con que las cosas se compran, no la había; había también en otras plazas menores otros mercados de menos contratación, en todos los cuales lo que se rescataba era vestido, calzado, joyas de oro y plata, piedras presciosas y otras para enfermedades, plumajes, semillas, fructas y otras cosas de comer. Había mucha loza de todas maneras y tan buena como se podía haber en España. Tenía y tiene esta provincia muchos valles y muy hermosos, todos labrados y sembrados, sin haber en ellos cosa vacía, aunque ahora, por darse a las contrataciones y ser demasiadamente sobrellevados, trabajan poco en el cultivar la tierra.

     Tiene en torno la provincia noventa leguas. Era república como la de Venecia, Génova y Pisa, porque no había General señor de todos; gobernábanla los nobles y ricos hombres, especialmente aquellos cuatro señores, ca decían que era tiranía que uno solo los gobernase, porque no podía saber tanto como muchos. Los cuatro señores eran también Capitanes, pero sacaban de entre ellos el que había de ser General; en la guerra, al acometer y en el marchar, el pendón iba detrás, y acabada o en el alcance, le hincaban donde todos le viesen; al que no se recogía, castigábanle bravamente. La cerimonia y superstición con que emprendían la guerra era que tenían los saetas como sanctas reliquias de los primeros fundadores, llevábanlas a la guerra dos principales Capitanes o dos muy valientes soldados, agüerando la victoria o la pérdida con tirar una dellas a los enemigos que primero topaban; si mataba o hería, era señal de victoria, y si no, de pérdida. Por ninguna cosa dexaban de cobrar la saeta, aunque fuese con pérdida de muchos.

     Tenía esta provincia veinte y ocho lugares, en que había docientos mill vecinos; son bien dispuestos, eran muy guerreros, y estonces no tenían par; eran pobres, porque no tenían otra riqueza ni granjería sino las sementeras, caza y pesca. Había a su modo toda buena policía y orden; eran los vecinos y moradores muy respectados y tenidos de las otras gentes. Hablábase en ella tres lenguas. En el templa mayor se sacrificaban cada año ochocientos y mill hombres. Había cárcel pública, donde echaban a los malhechores con prisiones; castigaban lo que entre ellos era tenido por pecado, porque muchos había que ellos no los tenían por tales.

     Acontesció, estando allí Cortés, que un vecino de la ciudad hurtó a un español un pedazo de oro. Cortés lo dixo a Magiscacín, el cual lo tomó tan a pechos que, habiendo primero la información, hizo buscar con tanta diligencia que se lo traxeron de Cholulán, que es otra ciudad, cinco leguas de Taxcala. Entregóselo con el oro a Cortés, para que hiciese justicia dél a su fuero y uso, pero él no quiso y agradesció a Magiscacín la diligencia y remitióselo para que hiciese dél. lo que le paresciese, el cual mandó que con pregón público que magnifestase el delicto, le llevasen por ciertas calles y después le traxesen al mercado, y puesto sobre uno como teatro le matasen con unas porras, y fue así, acompañando, el delincuente mucha gente, a vista de los nuestros. Puesto en aquel teatro, inclinada la cabeza, le dieron en ella ciertos mozos robustos tres o cuatro golpes con unas porras pesadas hasta que le hicieron pedazos la cabeza. Maravilláronse mucho los nuestros de aquella justicia, y de ahí adelante los tuvieron en más, y aun los indios, que naturalmente son inclinados a hurtar, se recataron (lo que ahora no hacen) de cometer hurtos.



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Capítulo LI

De cómo al presente está fundada Taxcala y de los edificios y gobernación della.

     Como los indios de Taxcala, así como los demás que se fueron sometiendo a la Corona real de Castilla, se iban aficionando a nuestras religión, leyes y costumbres, comenzaron poco a poco a tomarlas y seguirlas, procurando parescernos en todo lo que pudiesen, y así mudaron el orden y asientos de pueblos y ciudades, en lo cual especialmente se señalaron los taxcaltecas, porque está hoy Taxcala, que es cabeza de obispado, asentada en un valle, al pie de una alta sierra que en la cumbre hay todo el año nieve; está por las faldas llena de pinos y cedros, de que se han hecho, como diré, sumptuosos edificios; pasa por medio de la ciudad el río que atrás dixe; entra muy grande (aunque por aquí corre mediano) en el Mar del Sur, donde hay muchos lagartos y otros animales fieros. Está la ciudad ordenada por sus calles, que son muy anchas y espaciosas; en lo baxo della tiene una plaza cuadrada y en medio della una muy hermosa fuente de cantería con ocho caños; en las dos cuadras de la plaza hay portales, y debaxo dellos tiendas de diversas mercadurías; en la tercera cuadra hay dos casas muy sumptuosas, la una se llama la casa real, donde se resciben los Visorreyes y señores que de España vienen o vuelven por allí; en la sala principal, alrededor de toda ella, está pintado cómo Cortés vino y lo demás que le subcedió hasta llegar a México, está cosa bien de ver. En la otra casa reside el Gobernador y oficiales del pueblo que tienen cargo de la república; recógense allí los tribuctos de Su Majestad y otros servicios tocantes a la república. En la cuarta acera hay otra casa donde posa el Alcalde mayor, que es español y suele ser siempre hombre de cuenta; hace allí audiencia con el Gobernador y Alcaldes. Síguese en la misma acera la cárcel pública y luego un mesón con agua de pie y muchos buenos aposentos; está en un corredor alto, pintada la vida del hombre desde que nasce hasta que muere; la una pintura y otra con muchos edificios y policía que en la dicha ciudad hay, hizo hacer y pintar Francisco Verdugo, Alcalde mayor que fue allí, varón discreto y republicano. Al otro lado de la fuente está el rollo, hecho de cantería, donde se executa la justicia.

     En lo alto de la ciudad está fundado un monesterio de Franciscos muy sumptuoso y devoto; súbese a él por una escalera ochavada de cantería que tiene sesenta y tres escalones, con sus mesas muy espaciosas, y es tan llana y tan artificiosamente labrada que por ella puede subir un caballo. Al pie desta escalera al un lado hay un hospital donde se curan los enfermos, así los indios como españoles. Tiene el monesterio una muy hermosa huerta con muchas fuentes de muy linda agua, poblada de frutales de Castilla y de la tierra.

     La gobernación del pueblo es en esta manera: que de dos a dos años por su rueda, por evitar discusiones, se elige un Gobernador de una de las cuatro cabeceras con cuatro Alcaldes e doce Regidores, los cuales todos en negocios de repúblicas se juntan con el Alcalde mayor, y otras veces ellos por sí hacen su cabildo. Hay muchos alguaciles, porque la ciudad y provincia es muy grande, que tendrá hoy cient mill vecinos y más. Cógese en su comarca gran cantidad de grana, con que se han enriquescido los vecinos, porque son aprovechados cada año en más de cient mill ducados, y así la caxa de su comunidad es muy rica.

     Los campos son muy fértiles, así de maíz como de trigo y otras semillas. Hay tierras y asientos para ganado menor muchas y muy buenas, donde hay muy gran muy verdadero y tan al natural que es copia de ganado. Hase hecho esta ciudad muy pasajera de carretas y arrias por industria de Francisco Verdugo, que hizo en los ríos y quebradas que van a México y a la ciudad de los Angeles treinta y tres puentes de piedra muy fuertes y vistosas, cada una de un ojo y algunas de dos, a cuya causa es muy frecuentada de españoles. Hácese todos los sábados en la plaza el mercado general, donde concurren muchos españoles e gran cantidad de indios; véndense allí muchas cosas de Castilla y todas las demás de la tierra. Tienen los moradores desta ciudad gran reputación y estima entre todos los indios desta Nueva España, así por el antiguo renombre de su valentía, como por haber tan leal y valerosamente ayudado a los españoles en la conquista de México, por lo cual el Emperador los honró, y en privilegios y exenciones los aventajó de todos los otros.

     Tiene esta ciudad en su comarca más de cuatrocientas iglesias, sin muchas que han mandado derrocar los obispos, por no ser nescesarias y ocuparse el culto divino y evitarse algunas demasiadas comidas y bebidas, que con ocasión de las advocaciones de las iglesias los indios hacían, y no poderse poner en cada una ministro y sustentarse. Hanse después acá los taxcaltecas señalado en todas las cosas que se han ofrescido al servicio de su Rey y hanlo tenido por punto de honor, como ello es.



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Capítulo LII

Cómo Cortés invió a Pedro de Alvarado a México y de lo que trató con los taxcaltecas acerca de los ídolos.

     Estando así los negocios, Cortés determinó de inviar a Pedro de Alvarado a México, para que en su nombre visitase a Motezuma y le hiciese saber cómo despachando ciertas cosas le iría a ver. Partió Pedro de Alvarado con un compañero e un criado que le sirviese; llegó a Cholula, que fue la primera jornada, donde los principales de la ciudad le hicieron muy buen hospedaje, aposentándole en la mejor casa que tenían. Estuvo allí un día e una noche, pasó adelante y por todo el camino fue muy bien rescebido; llegó por sus jornadas, sin acaescerle cosa memorable, a la calzada de Yztapalapan, que de México está dos leguas pequeñas, y como él no daba paso que Motezuma no lo supiese, ciertos criados de Motezuma que allí estaban esperándole no le dexaron pasar adelante, diciéndole que no podía ver al gran señor Motezuma, que estaba malo de un gran dolor de cabeza, que dixese lo que quería y que esperase allí, que ellos le traerían la repuesta. Hízolo así Alvarado, porque no osó hacer otra cosa. Los principales volvieron y dixeron que por estar mal dispuesto su señor, no daba otra repuesta a la embaxada del capitán Cortés, más de que le inviaba allí cierto presente de oro y ropa rica e que cuando estuviese mejor inviaría sus embaxadores, respondiendo a lo demás. Alvarado se volvió y vino por Guaxocingo y por Cholula, donde especialmente le hicieron más honra y fiesta que en los demás pueblos. Llegó al real de Cortés, al cual y a los oficiales del Rey entregó el oro y ropa; holgáronse todos mucho con su venida, preguntáronle muchas particularidades, las cuales Alvarado contó por extenso, porque las había mirado con cuidado, para dar aviso cómo se habían de seguir adelante los negocios.

     A Cortés no paresció bien el dolor de cabeza de Motezuma, porque entendió que todavía quería no ser visto; aunque cuanto más el otro lo rehusaba, tanto más lo procuraba él con los mejores medios que podía; y así, acariciando cuanto en sí era a los taxcaltecas y viendo que en ellos crescía cada día la afición y que en su falsa y diabólica religión eran tan observantes, aunque como dando tientos, todas las veces que podía, les hablaba con los farautes cerca del engaño en que estaban. Un día vio haber oportuno lugar para ello. Estando juntos los cuatro señores y los demás principales de Taxcala, les dixo:

     «Señores y amigos míos que en paz y en guerra sois los más señalados que hay en estas partes: El amor que me habéis mostrado y lo mucho que por él yo os debo me convidan y aun fuerzan a que lo que por algunas veces os he apuntado os lo diga más claramente, porque de aquí adelante viváis desengañados y profeséis la verdadera religión que nosotros los cristianos tenemos. Sabed, pues, que no hay más que un Dios, que crió el cielo que veis y la tierra que pisáis, y no es posible ni cabe en buena razón que pueda haber muchos dioses, como vosotros adoráis; y esto veldo, por vosotros, porque si dos igualmente mandan en una casa, no puede ser bien gobernada, porque ni siempre pueden estar de un parescer, ni hay hombre que en el mandar quiera superior ni igual; y como no puede ser que dos hombres sean igualmente fuertes ni igualmente sabios, sin que el uno al otro haga ventaja, así no puede ser que haya muchos dioses, sino uno solo, el cual es tan poderoso que todo lo cría, tan sabio que todo lo rige y gobierna, tan bueno que nos sustenta y mantiene. Este solo Dios ninguna cosa quiere ni nos manda que no sea justa y buena e que nos convenga, porque Él manda que ni matemos ni quitemos la hacienda, ni afrentemos, ni injuriemos, ni levantemos falso testimonio a otro, porque no es razón que quiera yo para otro lo que no querría para mí. Lo contrario desto quieren y mandan vuestros falsos dioses, porque tenéis por bueno que no queriendo ser vosotros sacrificados, sacrifiquéis los innocentes; no queriendo ser robados y despojados de vuestra hacienda, robéis al que menos puede la suya. Después desto es gran lástima que siendo el hombre señor de los peces que andan en el agua, de los animales que se crían sobre la tierra y de las aves que se crían en el aire, estéis tan engañados que subjectando a vuestro poder todos estos animales, a muchos dellos hechos de piedra, de oro, plata y barro, los adoréis, adorando por dioses a los que por vuestras proprias manos hacéis y podéis deshacer, no levantando el entendimiento a que ni pues vosotros no os hecistes a vosotros mismos, ni los animales se hicieron a sí mismos, es nescesario que haya un solo Criador y Hacedor de todo esto, que ni es el cielo ni la tierra, ni el agua ni el aire, ni las criapturas que veis, ni el hombre, sino una invisible causa, un sumo principio, un Dios que como no tiene cuerpo y está en toda parte no puede ser visto con los ojos corporales, hasta que nuestras almas, criadas a su semejanza, después de salidas de nuestros cuerpos, le vean. La razón nuestra nos dicta esto, y la fee por más alta manera nos lo enseña y declara.

     «Bien sé que aunque esto que he dicho como cosa tan cierta y tan clara convencerá vuestros entendimientos, que por la costumbre tan larga que tenéis de lo contrario, se os hará de mal creerlo y seguirlo; pero yo espero en este Dios que os predico que Él os alumbrará para que no siendo parte los demonios que contradicen, sigáis su sancta y sabrosa ley, entendiendo cada día mejor el error en que por tanto tiempo os ha tenido nuestro adversario el demonio; y porque si no es oyéndonos, no podéis creer ni entender lo que digo, después que haya ido a México inviaré a quien oigáis y quien os enseñe. En el entretanto me haréis gran placer que dexéis estos ídolos, falsos y mentirosos dioses que permiten lo que toda razón rehusa, que, no queriendo ser comidos, comáis a otros.»

     Oída esta plática, como era justo, con gran atención, respondieron todos que les parescía bien, pero dividiéndose en particulares paresceres, unos dixeron que de grado hicieran luego lo que les mandaba, siquiera por complacerle, si no temieran ser apedreados del pueblo; otros, que era recio de creer lo que ellos y sus antepasados tantos siglos habían negado y sería condenarlos a todos y a sí mismos; otros, que podría ser que andando el tiempo lo harían, viendo la manera de su religión y entendiendo bien las razones por qué debían hacerse cristianos y que con la comunicación y trato y con ver sus leyes y costumbres se aficionarían, porque en lo que tocaba a la guerra ya tenían entendido que eran invencibles y que su Dios les ayudaba mucho.

     Cortés, oída esta repuesta, con afable y alegre rostro les replicó que bien estaba y que el parescer postrero llevaba más camino, que él, como había prometido, les daría presto quien los enseñase, e que entonces conoscerían el gran fructo que sacarían y el gran consuelo que sintirían sus corazones; y viendo que no era tiempo de apretarles más, les rogó tuviesen por bien que en aquel templo donde estaba aposentado se hiciese iglesia para que él y los suyos hiciesen sacrificio y adoración a Dios, y que también ellos podrían venirlo a ver. Con muy buena voluntad dieron la licencia y aún vinieron muchos y los más principales a oír la misa que se decía cada día y a ver las cruces e imágenes que allí se pusieron y en otros templos y torres, y aun hubo (porque Dios así lo guiaba) algunos que se vinieron a vivir con los nuestros. Finalmente, todos los de Taxcala mostraron grande amistad, pero el que más se señaló fue Magiscacín, que parescía que traía escripto en el corazón el nombre de Cortés, no apartándose de su lado ni hartándose de oír e ver a los españoles.



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Capítulo LIII

De la enemistad que se hizo entre mexicanos y taxcaltecas y de dónde y por qué causa proscedió.

     Ya que Cortés se aprestaba cuanto podía para ir a México, procuró de secreto informarse del poder y riquezas de Motezuma y de la causa de las guerras tan bravas y tan antiguas que taxcaltecas tenían con mexicanos; procuró también informarse del camino y de otras particularidades; y como a la sazón estaban en Taxcala los embaxadores mexicanos y los unos eran enemigos de los otros, descubrían, como dicen, las verdades para entenderlas mejor hablaba Cortés a los unos a escondidas de los otros, agradesciéndoles el parescer y consejo que le daban. Decía Magiscacín, procurando apartar a Cortés de la amistad de Motezuma y del ir a México, que Motezuma era, no solamente Rey, pero Rey de Reyes y Príncipe de Príncipes, a quien unos por amor y mercedes que les hacía, y otros por temor, tenían tanto respecto y veneración que se tenían por muy dichosos en servirle, al comer y en otras cosas que se le ofrescían; y que su riqueza de oro y plata, piedras, perlas, plumaje y ropa rica era tan grande, que podía hacer ricos a muchos Príncipes; y que la ciudad donde tenía su silla y asiento era la mayor y más fuerte del mundo, porque estaba fundada sobre una gran laguna, y que las calles eran de agua y no se andaba ni podían entrar sino con canoas, que déstas había más de vente mill, e que a esta ciudad concurrían todos los señores de la comarca y otros Príncipes de bien lexos, porque era la Corte y no había otro señor a quien seguir ni servir; y que la gente que tenía era innumerable, porque podía, haciendo guerra en tres o cuatro partes, poner en cada una un campo de docientos mill hombres de guerra, y que con esto él y sus mexicanos usurpaban los señoríos ajenos y extendían y ampliaban cada día más su imperio, usando, cuando vencían, de grandes crueldades, para que las otras gentes se rindiesen y subjectasen a su imperio, de temor de no experimentar semejante crueldad; y que eran de tan mal corazón (ca esta es su manera de hablar), que nunca guardaban palabra, ni tenían secreto, ni se acordaban de las buenas obras rescebidas, por grandes que fuesen; y pues que veía que eran muchos, malos y tan poderosos, que no se metiese entre ellos, porque no le podía subceder bien.

     Y aunque estas cosas movieran a miedo y hicieran temblar la barba a otro, por ser tan verdaderas y dichas por hombre que tanto amaba a los españoles, a Cortés pusieron nuevo esfuerzo y ánimo, engendrando en él mayor deseo de verlas. Desimuló con Magiscacín, agradescióle el consejo y parescer y díxole que se veía bien en ello antes que nada hiciese; y por saber bien de raíz los negocios, para mejor acertar en lo que emprendiese, le preguntó qué tiempo había que los taxcaltecas tenían guerra con los mexicanos y la causa. Magiscacín, como el que bien la sabía, le respondió que habría ochocientos años que los mexicanos habían venido a poblar aquella laguna, de muy lexas tierras y que eran tiranos, porque por fuerza de armas echaron a los otomíes, que eran señores della, y que de noventa o cient años a aquella parte los taxcaltecas tenían guerra con ellos por defender su patria y libertad; y que la principal causa por donde las guerras eran continuas y tan crueles, que nunca tendrían fin hasta que el mundo se acabase, era que en tiempo del abuelo de Motezuma los mexicanos con ardid y engaño prendieron a un señor taxcalteca de los muy principales, y después de haberle hecho muchas afrentas y muerto con diversos tormentos, le embalsamaron y pusieron al sol, sentado en un banquillo baxo con el brazo tendido; y cuando le tuvieron muy seco, inxuto, y que de aquella manera podría durar mucho tiempo, le pusieron en el aposento del abuelo de Motezuma para que cada noche, en oprobio y afrenta de los taxcaltecas, tuviese lumbre encendida en la mano derecha, alumbrando cuando aquel tirano cenaba. Cuando Magiscacín llegó a estas palabras, no pudiendo detener las lágrimas, con un sospiro que rompía las entrañas, dixo: «¡Oh, dioses, que mal lo habéis hecho en no habernos vengado de tan grande injuria!» Cortés lo aplacó y prometió de vengarle, diciendo que ya era llegado el tiempo en que la falsa religión de los dioses se acabaría y cesaría la tiranía de Motezuma. Esto tuvieron, aunque muy secreto, los taxcaltecas en sus pinturas y los mexicanos, los unos para que viéndolo les cresciese la seña y deseo de vengarlo; los otros para honra y gloria suya y afrenta de sus enemigos.

     Mucho se holgó Cortés de que los taxcaltecas tuviesen tanta razón de tener guerra con los mexicanos, porque entendiendo que no se podían confederar los unos con los otros, veía claro que sus negocios tendrían buen subceso.

     Despedido con esto Magiscacín, llamó a los embaxadores mexicanos, que iban y venían con embaxadas de Motezuma. Preguntóles lo que Magiscacín, y como cada uno defendía su partido, dixeron que las guerras eran muy antiguas y muy trabadas, pero que los señores de México (como ello era) las habían sustentado por dos cosas; la una, por exercitar en la guerra a los mancebos mexicanos, que con la ociosidad se entorpecían y no podían ganar nada; la otra, porque los señores de México sacrificaban cada año, especialmente en el templo mayor de Huitcilopuchtli, gran número de gente, e que por esto conservaba a los taxcaltecas, para tenerlos como en depósito para sus sacrificios, sin más lexos, como a Panco, Meztitlán Teguantepeque, donde hacía siempre guerra; y trayendo de allá prisioneros, por los diversos temples de la tierra, morían los más primero que llegasen a México. Esto negaban muy de veras los taxcaltecas, porque solían prender y sacrificar tantos mexicanos cuantos de los taxcaltecas habían los otros sacrificado, e que muchas veces los señores de México los habían cercado con todo su poder por todas partes, pero que ellos se habían defendido, haciendo más daño del que habían rescebido, y que otras veces les habían corrido la tierra hasta las calzadas de México. Esto debía ser así, porque después en el cerco de México, yendo con Pedro de Alvarado, afrentando de palabra a los mexicanos, decían: «Bellacos, salid acá. ¿No sabéis que antes de ahora como a gallinas os encerrábamos en vuestras casas?»

     Cortés, como dixe, entendida tan pertinaz enemistad, comenzó luego a dar orden en su partida, porque viendo que dexaba las espaldas seguras, tenía el juego por ganado, y así invió a llamar a Magiscacín. Díxole que estaba determinado de ir a México, que viese lo que él o lo que los otros señores de Taxcala querían que negociase con Motezuma. Magiscacín no pudo sufrir las lágrimas, porque cierto amaba tiernamente a los nuestros; pesóle de la determinación de Cortés, pero como vio que no se lo podía estorbar, le dixo: «Señor, pues estás ya determinado de ir a México, tu Dios te favoresce e ayude como hasta ahora ha hecho; rescibiremos merced en que, si pudieres, alcances de Motezuma que sin pena alguna, porque las tiene muy graves, puedan los suyos vendernos algodón y sal, que son las cosas de que al presente y siempre hemos tenido gran nescesidad.» Cortés se lo prometió y dixo que si otras cosas más hobiesen menester, que se las haría dar, como verían.



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Capítulo LIV

Cómo Cortés determinó de ir por Cholula y de lo que respondió a ciertas mensajeros.

     Los de Guaxocingo, que siempre habían sido enemigos de los taxcaltecas, visto que eran tan amigos de los nuestros, se confederaron con ellos, los cuales, por intercesión de Cortés, restituyeron a los de Guaxocingo muchas tierras que por fuerza de armas les habían tomado, porque en el hervor de sus guerras los de Guaxocingo se habían hecho amigos de los mexicanos, por defenderse de los taxcaltecas.

     Puestos los negocios en este término, ya que Cortés quería ir para México, cuanto Magiscacín y los otros señores taxcaltecas procuraban que Cortés no fuese a México, tanto más los mensajeros de Motezuma que con él estaban procuraban que, ya que había de ir a México, fuese por la ciudad de Cholula, y esto era por sacar a los nuestros de Taxcala, donde pesaba mucho a Motezuma que estuviesen, recelándose de lo que después le subcedió.

     Mientras andaban estas cosas, Cortés tuvo nueva que Motezuma, de secreto, inviaba a Cholula un exército de treinta mill hombres de guerra; y para fortificarse, si por allí quisiese pasar nuestro campo, los cholutecas tapiaron las pocas de las calles, poniendo sobre las azoteas de las casas gran cantidad de piedra; cerraron el camino real con mucha rama y palos que hincaron en el suelo, haciendo otro de nuevo con grandes hoyos cubierto por encima, hincadas dentro estacas muy agudas, para que cayendo los caballos se espetasen y no pudiesen bullirse. Creyó esto Cortés, porque los cholutecas, estando cerca, nunca habían inviado sus mensajeros, ni venido ellos, como habían hecho los de Guaxocingo y otros pueblos comarcanos, por lo cual, para certificarse si la nueva era verdadera o no, de consejo de los taxcaltecas invió a Cholula ciertos mensajeros a que llamasen a los señores y principales, diciéndoles en breve qué era la causa por qué no habían hecho los que los otros pueblos. Ellos no quisieron venir, inviándose a excusar con cuatro o cinco principalejos, diciendo que aquellos señores no podían venir, que viese lo que mandaba. Cortés se enojó, y tornando a inviar los mismos mensajeros que antes con un mandamiento por escripto, les mandó que viniesen todos dentro de tercero día, donde no, que los tendría por rebeldes y enemigos e que como a tales los castigaría rigurosamente. Los cholutecas entraron en su consejo; hubo diversos paresceres, pero como reinaba el temor, sin el cual no hacen cosa acertada los indios, resumiéronse de ir otro día los más y más principales. Llegaron do Cortés estaba, y después de hecho un gran comedimiento, porque son bien cerimoniosos en esto, habló uno que era el más viejo, y dixo: «Señor y valentísimo Capitán: Aquí venimos tus esclavos a besarte las manos y ver lo que nos mandas; pero, ante todas cosas, te suplicamos nos perdones no haber venido cuando los otros pueblos ni cuando nos inviaste a llamar, porque los taxcaltecas son capitales enemigos nuestros y era cosa temeraria meternos por las puertas de los que nos desean y procuran beber la sangre, y también porque hemos sabido que te han dicho de nosotros muchos males, los cuales no es razón que creas, pues te los dicen nuestros enemigos, a quien nunca se suele dar crédicto; y por que veas que es todo falso cuanto de nosotros te han dicho, vente con nosotros, porque te serviremos como verás y te hospedaremos en nuestra casa con más amor y amistad que los taxcaltecas, que no te aman tanto como paresce ni tú piensas.» Cortés respondió con severidad pocas palabras, reprehendiéndoles el no haber venido, diciéndoles que donde él estaba no había que recelar. En lo demás dixo que él se iría con ellos, por ver si era verdad o mentira lo que le habían dicho; y esto quiso que pasase por ante escribano, para que a su tiempo, si algo subcediese, diese testimonio dello.

     Despidióse Cortés de los taxcaltecas, los cuales hicieron tan gran sentimiento que parescía claro salirles de las entrañas el pesar que rescebían de verle ir a México y por Cholula. Magiscacín, con muchas lágrimas por el rostro, le tornó a suplicar excusase la partida; y como vio que no

podía, salió con él, acompañado de los demás señores y principales de Taxcala. Proveyó Magiscacín para si alguna cosa acontesciese, ochenta mil hombres de guerra que acompañasen nuestro exército, al cual, por más de media legua, acompañó toda la demás gente de Taxcala, hasta los niños y mujeres, que cubrían los campos, llorando y diciendo palabras de grande amor, que mucho enternescían a los nuestros. Unos decían: «Vuestro gran Dios os defienda y dé victoria contra aquellos enemigos nuestros.» Otros: «Muy solos nos dexáis, que no nos habéis hecho obras de extranjeros, sino de más que padres y hermanos.» Algunos, que eran valientes, decían: «Aunque nos hace falta vuestra presencia, bien es que aquel tirano de Motezuma sepa, como nosotros sabemos, vuestro grande esfuerzo y valentía.»

     Andada media legua, hizo Cortés señal de que aquella gente se volviese, parando un gran rato, despidiéndose con mucho amor de los viejos ancianos, que no dexó pasar adelante. Aquel día no llegó a Cholula, por no entrar de noche; quedóse a par de un arroyo que está cerca de la ciudad. Otro día por la mañana salieron otros muchos señores de Cholula, a rescebirle; suplicáronle, como vieron la gran multitud de los taxcaltecas, que no permitiese entrasen con él, porque no podían dexar de hacerles gran daño. Cortés, por estorbar el alboroto y escándalo que se podía seguir, apartó al General y a los otros Capitanes taxcaltecas y agradescióles mucho la venida. Díxoles, cómo los cholutecas, se recelaban dellos, por ser tantos y tan valientes; rogóles se volviesen a Taxcala, que solamente le dexasen cinco mill, porque de tan buena gente como ellos eran aquéllos bastaban; y que si algo se ofresciese, que cerca estaban para poder hacer el oficio de verdaderos amigos.

     El General, dexando los cinco mill hombres que Cortés había pedido, se despidió y volvió con la demás gente muy contra su voluntad, diciendo que hasta México quisiera seguirle por ver en qué paraban los negocios; pero que pues él así lo quería, se volvería luego, prometiendo en siendo llamado, de acudir con doblada gente que aquélla; y que por despedida le avisaba una y muchas veces se recatase de los cholutecas, que era mala gente, que decía uno y hacía otro, aguardando la suya, para cuando menos se cataban los que trataban con ellos.

     Cortés le agradesció mucho el consejo; respondióle que le tomaría, porque bien tenía entendido que aquella gente era de mala digestión y de corazón doblado.



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Capítulo LV

Del solemne rescibimiento que los cholutecas hicieron a los nuestros.

     Después que Cortés llegó a aquel río, antes que entrase en la ciudad, mandó que aquella noche, de cincuenta en cincuenta, por sus cuartos, se velase el exército de los españoles, los cuales en el camino, con ser trecientos e ir algunos a caballo, parescían tan pocos que Pedro de Alvarado volvió a los aposentos de Taxcala, creyendo que algunos quedaban en ellos, de adonde se podrá colegir que serían más de docientas mill ánimas las que salieron con los nuestros, porque como dicen los que lo vieron, casi no quedó persona de ningún estado y condisción que no saliese al campo, haciendo el sentimiento que antes dixe.

     Otro día de mañana, como hizo a la salida de Taxcala, concertó Cortés su gente en orden de guerra para entrar en Cholula, porque los embaxadores mexicanos que con él habían estado en Taxcala le rogaron que, ya que se determinaba de ir a México, fuese por Cholula. Comenzando a marchar nuestro campo, llegaron muchos señores vestidos de fiesta; dieron, a su costumbre, a Cortés y a los otros Capitanes muchos ramilletes olorosos, con grandes muestras de contento, por venir a su ciudad. Cortés, como solía, los rescibió humanamente, y como Cholula se divide y reparte en seis grandes barrios y señoríos, que antes entre sí eran contrarios, por seguir los unos la parte de Motezuma y los otros la de Taxcala, salieron cada uno por sí a rescebir a los nuestros. Aquí es de saber que como los tres barrios eran diferentes de los otros tres, por la causa que es dicha, los del bando de Motezuma, diciendo que serían señores de Cholula, prendieron y echaron en jaula a los tres señores cabezas de los otros tres barrios, por subjestión de Motezuma, y por grandes presentes que les invió. Soltáronse estos tres señores y viniéndose a Taxcala, donde Cortés estaba, le pidieron justicia; prometió de hacérsela; viniéronse con él, y aquella noche que llegó al río, para salir otro día a rescebirle, se fueron a Cholula. Salieron con estos señores grande música de trompetas, atabales y caracoles, y en pos dellas las personas religiosas y sacerdotes de sus templos, vestidos de ropas sacerdotales a su manera; iban cantando, con ramilletes en las manos, con gran solemnidad; lo que el cantar decía era dar la norabuena de la llegada de los nuestros; ofrescieron en el camino muchas rosas, pan, aves y fructas; era de ver cuán lleno estaba todo el campo de gente. Desta manera entró Cortés en Cholula, en la cual, por no ser las calles muy anchas y estar las casas más juntas que en otros pueblos, era tanto el concurso de los vecinos y comarcanos que acudieron a ver a los nuestros, que tardaron muy grande espacio en llegar a los aposentos, los cuales, como eran viejos y maltratados y otros de los en que habían aposentado a Pedro de Alvarado, dixo Pedro de Alvarado a Cortés: «Señor, mal me paresce esto, que éstos no son los aposentos donde a mí me aposentaron cuando vuestra Merced me invió a México; por tanto, síganme todos, que yo los llevaré a ellos», y fue así que tomando la delantera los llevó adonde había sido aposentado, de que los cholutecas se desabrieron, aunque por estonces lo disimularon, para executar después mejor la traición que tenían armada. Cupieron muy bien los nuestros y los indios amigos en aquellos aposentos, porque eran muy grandes y tenían tan grandes salas y tantos cumplimientos que pudieran caber en ellos cincuenta mill hombres; el patio de la casa era tan grande que cabían en él veinte mill personas, porque en él estaba levantado un cu muy sumptuoso y alderredor del había muchos y muy crescidos árboles.

     Aquel día proveyeron los cholutecas razonablemente de comida, así a los nuestros como a los taxcaltecas y otros amigos. Buen rato antes que anocheciese, Cortés ordenó su real, porque siempre estuvo receloso de la traición que le ordenaban; y porque en el camino y en la ciudad vio algunas señales de lo que en Taxcala le habían dicho, hizo velar por sus cuartos a toda la gente aquella noche.

     Otro día los cholutecas traxeron muy poca comida; no venían los señores a visitar a Cortés, y así de día en día se iban empeorando y dando a entender lo que en sus pechos fraguaban, de que Cortés tomó peor Sospecha. Allí los embaxadores mexicanos tornaron a porfiar y a persuadir a Cortés que no fuese a México hasta decirle, como le vieron perseverar en su propósito, que en México tenía su señor muchos y muy bravos tigres, lagartos, leones y otros fieros y espantosos animales, que echándoselos, bastarían en una hora a matar a todos los que con él venían. Cortés se rió y desimuló el enojo, por no quebrar con Motezuma. Dixo a los embaxadores: «No creo yo que vuestro señor será tan mal comedido que porque yo le vaya a ver en nombre del Emperador de los cristianos, Rey e señor mío, nos suelte y eche esas fieras que decís; y si lo hiciere, lo peor será para él y para sus vasallos, porque nosotros somos de tal calidad que no nos pueden empecer esas fieras y presto veréis, si nos las echan, cómo se vuelven contra vosotros, y nosotros las hacemos pedazos.»

     Mucho se maravillaron desto los embaxadores, y presto, sin que nadie lo supiese, dieron noticia desta repuesta a su señor Motezuma. Llegaron en este comedio otros embaxadores con algunos presentes, no tan ricos como los pasados, a porfiar que Cortés no pesase adelante.

     Viendo, pues, Diego de Ordás que por una parte los cholutecas no traían comida y que tanto menudeaban los embaxadores mexicanos, procurando estorbar la ida de los nuestros a México, dixo a Cortés, acabando de comer: «Señor, no me parescen bien éstos y creo que no me engaño, como otra vez a vuestra Merced dixe en la Torre de la Victoria.» El Capitán, por que no desmayasen los que presentes estaban, dando con la mesa en el suelo, dixo, como muy enojado: «¡Válame Dios, Diego de Ordás, y qué de miedos tenéis! ¿Qué nos han de hacer éstos ni los otros por muchos más que sean?»



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Capítulo LVI

Cómo los cholutecas se concertaron con los mexicanos para matar a los nuestros, y del castigo que en ellos hizo Cortés.

     Entendiendo los embaxadores mexicanos que casi por horas iban y venían do Cortés estaba, que contra la voluntad de su señor procuraba ir a México y que ni por amenazas ni por ofertas mudaba propósito, teniendo de secreto poder para ello de su señor, se concertaron y aliaron con los cholutecas, que antes habían sido amigos de los taxcaltecas, en que, tomando las calles y haciéndose fuertes en las azoteas, con la cantidad grande de piedra que tenían escondida, de sobresalto acometiesen a los nuestros sin dexar hombre a vida; y por que con mayor ánimo acometiesen esto, les hicieron ciertos que dos leguas de Cholula estaban cincuenta mill hombres de guerra inviados por Motezuma, así para asegurarlos, como para que si acaso los españoles escapasen de sus manos, muriesen a las de los otros. Prometieron también los mexicanos, de parte de Motezuma, grandes intereses, y dicen que dieron al Capitán principal dellos un atabal de oro; y como tras las dádivas, que suelen de ir conforme al proverbio, que quebrantan las peñas, las buenas y aparentes palabras tienen más fuerza, diciendo muchas que agradaban, movieron de tal manera [a] los cholutecas,

que unánimes se determinaron de hacer lo que los mexicanos pedían, prometiendo de entregarles a los españoles atados; pero como eran hombres de guerra, recelándose de la poca fee de los mexicanos, temiendo que debaxo de amistad no se alzasen con su tierra, no los consintieron entrar en la ciudad.

     Hecho, pues, el concierto todo lo más secretamente que pudieron, comenzaron a alzar el hato y sacar fuera los hijos y mujeres, y no a la sierra, como dice Gómara, porque Cholula no tiene sierra, sino muy lexos. Viendo Cortés el ruin tratamiento que los cholutecas les hacían y el mal gesto que le mostraban, queriéndose partir, supo de Marina, la lengua, los tratos en que andaban mexicanos y cholutecas; y la manera por donde Marina lo supo, fue que otra india muy amiga suya, mujer de un principal choluteca, apartándola muy en secreto, le dixo: «Hermana, por lo mucho que te quiero y por el amistad que estos días hemos tenido juntas, te ruego que el bien que te quiero hacer en querer salvar tu vida, me pagues con callar un secreto que te descubriré; y si piensas decirle, no te diré palabra y tú morirás antes de muchos días.» Marina, que era sabia y de buen entendimiento, barruntando lo que podía ser, le respondió, por sacarle del pecho todo lo que sabía: «No tengo yo en tan poco mi vida ni tu amistad, que aunque fuese en lo que me has de decir la muerte de muchos hombres, no lo callase como si jamás me lo hubieras dicho; por tanto, no te receles y haz cuenta que hablas contigo misma.» Estonces la otra, abrazándola, le dixo: «Estos cristianos con quien vienes son malos, roban y atalan nuestra haciendas, señorean las tierras por donde pasan, quieren ser de nosotros servidos, especialmente ahora que se han señoreado sobre los taxcaltecas; siendo tan pocos, presumen de hacer por muchos, y están engañados, porque los cholutecas y mexicanos están concertados un día desta semana, cuando estén más descuidados, o cuando se quieran ir, matarlos a todos; por tanto, porque a ti no te maten a vueltas dellos, te aviso te vayas comigo con las otras mujeres a una parte secreta, donde hemos de estar en el entretanto que esto se hace.»

     Marina se lo agradesció mucho y contemporizó con ella, diciéndole que tenía razón; y cuando tuvo lugar lo contó todo a Cortés, el cual difirió la partida y prendió luego a dos que andaban muy negociados y que le paresció que lo sabrían. Tomó a cada uno aparte, amenazóle con una daga en las manos que le puso a los pechos; confesaron ambos una misma cosa, confirmando lo que Marina había dicho; y tiniéndolos en apartado, que otros no lo supiesen, invió a llamar a los señores y principales, a los cuales dixo que no estaba satisfecho dellos por el mal tratamiento que le habían hecho y por el poco amor que le mostraban. Rogóles que no le mintiesen ni anduviesen con él en tratos ocultos, que si algo querían, como hombres valientes, le desafiasen y no anduviesen con él en traiciones. Ellos, como vieron que ninguna cosa clara les descubría, dixeron que eran sus amigos y servidores y que siempre lo querían ser y que les dixese cuándo se quería partir, para irle a servir por el camino armados, para si alguna cosa se le ofresciese con los mexicanos. Cortés, con desimulación, se lo agradesció y dixo que otro día se quería partir y que no quería más de los indios que [lo que] hobiese menester para llevar el fardaje y la comida. Pidióles de comer; ellos se sonrieron, diciendo entre dientes: «¿Habéis de ser presto comidos, cocidos con chile, y pedís comida? Cierto, si no supiésemos que Motezuma os quiere para su plato, y dello no se enojase, ya os habríamos comido.» Aunque esto dixeron murmurando y quedo, no faltó entre los nuestros quien lo entendiese y se lo dixese a Cortés, el cual, como en todo lo demás, estuvo con el recato y reportamiento que convenía para poder hacer mejor el negocio, dióles priesa que les diesen tamemes, mandó a los que tenían cargos en el exército anduviesen solícitos, mandando adereszar las cargas, para que por ninguna vía se pudiese entender la venganza que pretendía tomar de los que con tanto engaño para tanto mal como se esperaba, le habían rescebido. Llamó aquella noche a los Capitanes y a otros hombres principales, a los cuales dixo lo que tenía determinado de hacer; avisóles de que ni un punto discrepasen, por que no se perdiese el juego que tenía por cierto, que el castigo que pensaba hacer en los cholutecas había de ser causa que los mexicanos, por más que fuesen, se recelasen de intentar semejantes traiciones.

     Otro día, bien de mañana, los cholutecas, pensando que tenían el juego ganado, muy solícitos y diligentes comenzaron a traer los tamemes, y para más desimular, alguna provisión de comida para el camino. Traxeron también, según algunos afirman, aunque otros lo niegan, hamacas donde fuesen los enfermos o los más regalados, para que en ellas, como en andas, los pudiesen matar a su placer. Vinieron asimismo hombres escogidos por muy valientes, con armas secretas para matar al que de los nuestros se revolviese; y porque no acometían cosa, especialmente de guerra, que primero no la comunicasen con sus dioses, los sacerdotes sacrificaron a su Quezalcoatl diez niños de a tres años, las cinco hembras. Esta era especial cerimonia suya cuando comenzaban alguna guerra, tanto que si después les subcedía mal, echaban la culpa a la falta que en el sacrificio había habido.

     Los Capitanes dellos se pusieron cuanto desimuladamente pudieron a las cuatro puertas del patio y aposento de los españoles, con los que traían armas.

     Cortés, que no dormía, madrugó más que los cholutecas, y muy calladamente avisó a los de Taxcala, Cempoala y otros amigos de lo que habían de hacer a su tiempo; mandó estar a caballo a los que los tenían, diciendo a los demás españoles que cuando se soltase una escopeta estuviesen prestos para acometer, porque les iba en ello la vida. Ya que era bien de día, viendo que se iban juntando los cholutecas, mandó llamar los Capitanes y señores dellos con achaque que se quería despedir dellos; entraron hasta cuarenta dellos donde Cortés estaba y entraran muchos más si los dexaran, pero como faltaba uno dellos, que era el más viejo y más principal, así por su nobleza como por su consejo, dixo Cortés que se lo llamasen; respondieron los demás indios que no estaba bien dispuesto; replicó Cortés que no se iría de allí hasta que se lo traxesen, porque se quería despedir del y decirles algunas cosas que les convenían; fueron por él, y venido, estando todos juntos, con rostro grave y severo, por la lengua les dixo: «Yo siempre he tratado con vosotros verdad y vosotros comigo mentira; yo os he amado como hermano, y vosotros me habéis aborrescido como a enemigo, como se ha parescido bien desde que entramos en vuestro pueblo; rogástesme y con dañada intención, como se ha parescido, que despidiese a los de Taxcala; hícelo de grado, aunque ellos me dexaron contra su voluntad, barruntando lo que habíades de hacer; mandé el los de mi compañía que no os hiciesen enojo aunque ellos le rescibiesen; y magüer que no me habéis dado de comer, como era razón, no he consentido, como vosotros sabéis, que ninguno de los míos os tomase ni aún una gallina; heos avisado muchas veces que tratásedes comigo verdad y que si quexa alguna teníades de mí o de los míos, me la pidiésedes como valientes hombres, que yo os satisfaría, porque mi venida no era para agraviar a nadie. En pago desto, creyendo que no se había de saber, y que la maldad había de poder más que la virtud, estáis concertados de nos matar hoy a mí y a los míos; venís de secreto armados, tenéis tomadas las calles, las azoteas llenas de piedra, la ropa, niños y mujeres inviados fuera; habéis os confederado con cincuenta mill mexicanos que están dos leguas de aquí, esperándome a un mal paso, para que si nos escapásemos de vosotros no nos librásemos dellos. Ved, pues, qué merescéis por tan gran maldad. Moriréis todos, y en señal de traidores vuestra ciudad será asolada y hombre no quedará vivo, ni tenéis por qué negarlo, pues yo lo sé; ni por qué pedir misericordia, pues la gravedad del delicto no la meresce.»

     Ellos, oídas tan particulares señas de la verdad, enmudescieron, y espantados, demudada la color, se miraban unos a otros, diciendo: «Este es como nuestros dioses, que todo lo saben; no hay para qué negarle cosa», y así confesaron luego delante los embaxadores que se hallaban presentes ser verdad todo lo que Cortés había dicho, el cual apartó cuatro o cinco dellos, créese que entre ellos al viejo; preguntóles, estando lexos los embaxadores, porque así convenía para lo que intentaba, qué era la causa de aquella traición; ellos contaron el negocio desde el principio y dixeron cómo los embaxadores mexicanos por mandado de Motezuma, que no quería que los españoles entrasen en su tierra, los habían inducido a ellos y que toda la culpa era de Motezuma y de los embaxadores. Estonces, dexándonos, se volvió adonde los embaxadores estaban haciendo del ladrón fiel; díxoles cómo aquellos de Cholula le querían matar a inducimiento suyo e por mandado de Motezuma, pero que él no lo creía porque Motezuma era su amigo y gran señor e que los tales río solían mentir ni hacer traiciones, e que por esto quería castigar aquellos bellacos, traidores y fementidos, y que ellos no temiesen, porque eran personas públicas y, entre todas las nasciones, inviolables, en especial siendo inviados por tan gran Príncipe, a quien debía servir y no enojar, el cual debía ser tan valeroso y de tanta bondad que no era posible mandase cosa tan fea. Todos estos cumplimientos hacía e decía por no poner el negocio en riesgo y descompadrar con Motezuma hasta verse en México.

     Los embaxadores, como tenían tanta culpa, aunque Cortés les daba a entender que no la tenían, se desculparon como quien defiende mentira; pero quedaron contentos con la seguridad de la vida.

     Mandó, hecho esto, matar algunos de aquellos Capitanes que le paresció tenían más culpa, y dexando los demás atados, hizo disparar el escopeta, que era la señal que tenía dada a su gente. Arremetieron los nuestros de súbito con gran ímpetu y grita, siguiéndolos los amigos taxcaltecas y cempoaleses, que pelearon valerosamente. Los del pueblo, viéndose sobresaltados y que ninguna cosa menos pensaban que aquello, se turbaron de tal manera que, aunque resistían, no sabían lo que hacían.

     Fue tan grande el estrago que los nuestros y los indios amigos hicieron, que aunque los del pueblo estaban armados y las calles con barreras y la batalla duró cinco horas, mataron más de seis mill hombres, quemaron todas las casas y torres que hacían resistencia, echaron fuera los más de los vecinos, corrían las calles sangre, no pisaban sino cuerpos muertos. La grita de los que subieron a las azoteas y a las torres de los templos y la de los indios amigos era tan grande que ponía mucho pavor. Proveyó Cortés que si niños, mujeres, viejos o enfermos hallasen, no tocasen a ellos; hiciéronlo así, y así en todo le daba Dios victoria. Los más valientes se subieron a la torre mayor, que tenía cient gradas; llevaron consigo a los sacerdotes del templo cuya era la torre; defendiéronse con gran esfuerzo, haciendo mucho daño en los nuestros con flechas y piedras. Requirióles Cortés que se diesen; díxoles que por señas de aquel anillo que les inviaba se diesen, porque no les haría mal alguno. Mofaron desto todos, sino fue uno que se baxó, a quien los indios amigos rescibieron bien, guardiaron y defendieron, como Cortés había prometido; los demás se abrasaron con el fuego que los nuestros les pusieron; blasfemaban los sacerdotes de sus dioses, quexábanse de lo mal que lo defendían y de lo poco que volvían por su templo, diciendo que mal hubiesen y que les pesaba de haberlos servido. Subiése uno a lo más alto de la torre e a grandes voces, dixo: «¡Taxcala, Taxcala, ahora vengas tu corazón; tiempo vendrá que, Motezuma vengue el nuestro!» Tardó en quemarse aquella torre aquel día y la noche hasta que amanesció. Saqueó Cortés la ciudad; los nuestros tomaron el despojo de oro y plata y pluma; los indios amigos mucha ropa y sal, que era lo que más les hacía al caso; hicieron, hasta que el Capitán mandó que cesasen, el estrago que pudieron.

     Los Capitanes que presos estaban, viendo la destruición y matanza que en su ciudad se hacía, con lágrimas y compasión grande suplicaron a Cortés soltase algunos dellos para ver qué habían hecho sus dioses de la gente menuda, y que perdonase a los que vivos quedaban, para tornarse a sus casas, pues no tenían tanta culpa cuanto Motezuma que los había sobornado. El soltó dos, los cuales tuvieron tanta autoridad en el pueblo, que otro día estaba la ciudad tan llena y sosegada como si jamás hubiera faltado hombre ni habido alboroto. Luego, a ruego de los taxcaltecas, a quien los presos tomaron por intercesores, los perdonó y soltó, dexándolos libres, avisándoles que mirasen de ahí adelante cómo vivían y la merced que les había hecho en otorgarles la vida, y dixo que de aquella manera castigaría a todos los que le mostrasen mala voluntad y le mintiesen y tratasen traición .Quedaron con esto muy temerosos; hízolos amigos con los de Taxcala, como lo habían sido en tiempos pasados, antes que quebrasen el amistad que entre ellos había, como la rompieron por inducimiento de Motezuma y de sus antepasados.

     Los cholutecas, como era muerto su general, con licencia de Cortés, eligieron otro porque Cholula era Señoría como Taxcala.



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Capítulo LVII

Del asiento y población de Cholula, y de su religión.

     Cholula, después de Taxcala, era en la Nueva España la principal Señoría, porque en gente, edificios y comarca y religión, que era lo que principalmente se miraba entre los indios, tenía la primacía, aunque Taxcala, fuera de la religión, era más y tenía mayor nombre. Era, pues, Cholula ciudad muy populosa; estaba y está al presente puesta en un muy hermoso llano; tiene veinte mill casas en lo que llaman ciudad, porque caresce de muros; y fuera, bien lexos, que ellos llaman estancias, por arrabales, tiene otras veinte mill casas. Era en su gentilidad la ciudad hermosa de ver, así por de dentro como de por fuera, a causa de las muchas torres que salían de los templos, que eran tantos, según algunos dicen, como días hay en el año; y porque algunos templos tenían dos torres, se contaron más de cuatrocientas.

     Gobernábase esta ciudad por un Capitán general que la república elegía con el consejo y parescer de algunos nobles que podían ser elegidos en el mismo cargo. Asistían a los negocios los principales sacerdotes, porque ninguna cosa emprendían pública que no se tratase primero por vía de religión, por lo cual a Cholula llamaban todos los indios el sanctuario de todos los dioses. Ahora gobiérnase por un Gobernador y por Alcaldes y Regidores al fuero de España. Tiene un solo templo, tan sumptuoso como le hay en toda Castilla; tiénenle y administran en él los sacramentos, religiosos de Sant Francisco; tiene una casa de cabildo y otra do se hospedan los caminantes, muy buenas; hay en la plaza una muy hermosa fuente; las calles, al modo de Castilla, son muy largas y anchas. Cógese mucha cochinilla, que llaman grana de las Indias, de la cual hay grandes contrataciones, porque se lleva por todo el mundo. Los campos son muy fértiles, así para todo género de sementales como para ganados; mucha parte de la tierra se riega, por ser llana y tener un río grande; podríase regar mucha más, si quisiesen. Los hombres y mujeres son de buena dispusición y parescer. En lo de las mujeres, que dice Gómara, que eran plateras y entalladoras, se engaña, o, por mejor decir, le engañaron, porque nunca tratan oficios de hombres, ocupadas en hilar y texer. Había entre ellos muchos mercaderes que iban a tratar muy lexos de allí. Los vestidos de los pobres eran de nequén, que se hace de los magüeyes; los nobles y gente rica se vestía de algodón con orlas de pluma y pelos de conejo.

     Aquí los nuestros hallaron pobres, los que nunca habían visto hasta estonces; créese que los más venían de fuera a causa de la gran religión que allí había, como romeros en España. Los de la ciudad estaban así, o por enfermedades o porque no tenían tierras que labrar, a causa de la mucha gente que la ocupaba.

     El templo de la ciudad, que tenía cient gradas, era dedicado a Quezalcoatl, que quiere decir «dios del aire», el primer fundador de aquella ciudad, virgen, como, ellos afirmaban y de grandísima penitencia, instituidor del ayuno, del sacar sangre de la lengua y orejas y de que no sacrificasen sino codornices, palomas y cosas de caza. Nunca se vestió sino una ropa de algodón blanca, muy ceñida al cuerpo, tan larga que cubría los pies, por mayor honestidad; encima una manta sembrada de cruces coloradas. Tenían ciertas piedras verdes que fueron suyas, como por reliquias; una dellas es una cabeza de mona, muy al natural. Iban y venían al tiempo que los nuestros allí estuvieron, que serían veinte días, tantos a contratar y muchos a ver, que era cosa maravillosa, y lo que más a los nuestros puso en admiración fue ver la loza que en los mercados se vendía, tan prima y de tan varias y diversas colores que en España no se habían visto semejantes.

     Vieron otras muchas cosas que les dieron gran contento, aliende del suelo y cielo de aquella ciudad, que cierto son de los buenos y más alegres que hay en el mundo. Tiene, entre otras cosas notables, ocho leguas de allí, un monte que los indios llaman Popocatepec, del cual, primero que prosiga lo que Cortés hizo, diré algo en el capítulo, que se sigue.



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Capítulo LVIII

Del monte que los indios llaman Popocatepec y los nuestros Volcán.

     Porque estando en Cholula los nuestros y viendo ocho leguas de allí un muy alto monte, cuya cumbre, como el monte de Cicilia, humeaba y aun echaba fuego, preguntaron a los moradores cómo se llamaba y si alguno había subido adonde parescía aquel humo. Respondiéndoles que no, los nuestros, y especialmente Cortés, tuvo gran deseo de saber qué había allí.

     Me paresció, aunque después trataré más largo desto, por haberse tenido en este lugar la primera noticia, decir lo que estonces pasó, y es que como los indios habían encarescido mucho la subida a aquel volcán, por ser tan áspera y nunca pies humanos haberla hollado, Cortés, que para las cosas arduas y dificultosas tenía alto e invencible ánimo, estando juntos los principales de su exército, les dixo: «Bien sería, caballeros, que pues tan cerca tenemos aquel monte tan alto y tan extraño en su manera, que alguno de nosotros subiésemos a él, así porque me paresce que pues hay humo y muchas veces paresce fuego, que debe haber piedra azufre, de que poder hacer pólvora cuando la que traemos se acabare, como para que estos indios, que tanto nos encarescen la aspereza y dificultad de su subida, entiendan que lo que a ellos es imposible a nosotros es fácil. Fuera desto, que tanto, como veis, importa, llégase, que si se puede subir a lo alto puédese ver desde allí la tierra de México y la demás que alderredor delmonte está, para que siquiera, como en traza, veamos a lo que vamos y por dónde.»

     A todos paresció muy bien lo que Cortés dixo, aunque pocos se determinaron a subir, entre los cuales el principal fue Diego de Ordás, hombre para mucho en la guerra, el cual subió con nueve compañeros y muchos indios del pueblo que lo guiaban y llevaban de comer. Era la subida más áspera y embarazosa de lo que le habían encarescido, y aunque algunos se arrepintieron y otros se cansaban, alentándose los unos a los otros, Hegaron a encumbrar tan alto que oyeron el ruido grande que dentro había, pero no osaron subir a lo alto do estaba la boca, porque temblaba la tierra y había tanta ceniza que impedía el camino: pero Diego de Ordás y otro, primero que todos se volviesen, determinaron de ver el cabo y misterio de tan admirable y espantoso humo y fuego que tanto ruido hacía, e porque Diego de Ordás les decía que sería cosa vergonzosa que españoles no saliesen con lo que se ponían y dexasen de dar relación, pues a ello se habían ofrescido; y así, aunque más los indios los atemorizaban, subieron allá por medio de la ceniza y llegaron a lo postrero por debaxo de un espeso humo. Miraron por un rato la boca, que era tan grande y desemejada que les parescía tener media legua de circuito: espantáronse mucho de ver aquella profunda concavidad y del ruido grande que dentro retumbaba, que estremecía la tierra; vieron (aunque los que después subieron lo niegan) tanto fuego abaxo que hervía como horno de vidrio. Desde allí Diego de Ordás vio a México puesto sobre el alaguna; vio a los otros grandes pueblos que estaban en su comarca, porque el día hacía muy claro, y las casa principales, templos y torres blanqueaban; alegróse por extremo, por el contento que dello había de rescibir Cortés; miró bien los caminos que iban hacia México y consideró, como hombre del guerra, otras particularidades que después hicieron mucho al caso. No se pudo detener lo que quisiera, por ser tanto el calor y humo que los forzó a volverse por las mismas pisadas que habían subido, por no perder el rastro y perderse.

     Apenas (según dice Gómara) se hobieron desviado y andado un pedazo, cuando comenzó a lanzar ceniza y llama y luego ascuas y al cabo muy grandes piedras de fuego ardientes, de menara que a no hallar do se metieron, que fue debaxo de una peña, parescieran allí abrasados. Esto niega Andrés de Tapia, uno de los valerosos conquistadores que hubo, el cual subió allá con trecientos indios otra vez e dice haber entrado en este volcán ochenta brazas abaxo y afirma no haber visto salir aquel fuego de ordinario. La verdad de todo esto trataré más largo cuando diga cómo Mesa y Montaño entraron y sacaron azufre. Finalmente, como estos españoles baxaron y traxeron tan buenas señas, espantados los indios de verlos venir vivos y sanos, se llegaban a ellos con grande acatamiento, besándoles la ropa como a dioses; diéronles muchos presentillos: tanto se maravillaron de aquel hecho.

     La superstición que los indios comarcanos tenían cerca desto, por donde se maravillaron más de la baxada de los nuestros, era tener entendido ser aquella una boca de infierno, adonde los señores que mal gobernaban o tiranizaban la tierra, iban después de muertos a purgar sus pecados y de allí a un lugar de descanso y de deleite como paraíso.

     Llamaron los nuestros a esta sierra Volcán, por la semejanza que tiene con la de Cicilia. Es tan alta, que de muchas leguas alderredor se vee y jamás le falta nieve; paresce de noche que echa llama; alderredor de la sierra es la tierra más fértil y más poblada de la Nueva España, porque a cuatro, a seis, a diez e hasta veinte leguas alderredor tiene los más principales pueblos y de más gente que hay en toda la Nueva España. El pueblo más cercano que tiene es Guexocingo, pueblo muy grande, muy vistoso y muy fértil, aunque Calpa está junto a la falda.

     Estuvo diez años esta sierra, según decían los antiguos, que no echó humo, y el año de mill e quinientos y cuarenta tornó como primero; no se ha podido saber la causa. Traxo tanto ruido cuando volvió a humear que puso espanto a los vecinos que estaban a cuatro leguas y más adelante; salió tanto humo y tan espeso, que los viejos decían no haber visto cosa semejante; lanzó tanto y tan recio fuego que su ceniza llegó a Guazocingo, Quetlaxcoapan, Tepeaca, Cholula y Tlaxcala, que está diez leguas, y aún, como escribe Gómara, que llegó a quince, cubrió el campo, quemó la hortaliza y árboles y aun los vestidos e hizo en otras cosas mucho daño, de que los moradores se aternorizaron tanto, que algunos de los más cercanos pensaron dexar la tierra y apartarse más lexos.



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Capítulo LIX

Cómo Motezuma consultó con los de su consejo si sería bien dexar entrar a Cortés en México o no.

     Hecha la matanza y castigo que habéis oído en los traidores y fementidos cholutecas, que fue tal que los ballesteros tiraban a los indios que se habían subido a los árboles que estaban en el patio del templo, levantándose otro día los vivos que, para guarescer, se habían echado en el suelo y hecho mortecinos entre los muertos; y después de Lares el herrador traxo con algunos compañeros una yegua que el día de la batalla con el ruido se había soltado, que fue cosa de harto ánimo y de mucha dificultad; finalmente, después de haber inviado a la Villa Rica cuatrocientas indias para servir, porque dellas había muy gran nescesidad; y después de haber los indios taxcaltecas sacado cuatro días arreo los muertos del patio y de las plazas, porque hedían mucha; y después que los señores de Tepeaca, vista esta tan impensada venganza, inviaron en presente a Cortés treinta esclavas y alguna cantidad de oro, dándole la norabuena y ofresciéndole su tierra y casas, de que no poco holgaron los nuestros por tener aquellos más de su parte, Motezuma, que no ignoraba nada desto, inviaba a menudo mensajeros por ver si podría excusar la venida a México de los cristianos. Cortés, que no quisiera romper con Motezuma antes de entrar en México, amohinándose de tantas palabras y excusas, dixo a los embaxadores que asistían con él, que no entendía cómo un tan gran Príncipe como su señor, que por tantas veces le había inviado a decir con tantos caballeros que era su amigo y deseaba complacerle en todo, buscase maneras cómo le dañar o matar con industria ajena, porque si no le subcediese bien se pudiese excusar, y así hacer los negocios a su salvo; e que pues no hacía el deber a quien era ni mantenía su palabra como Príncipe y señor, que él iría a su pesar a México, pues de voluntad no lo quería, y que como había de ir amigo y favorescedor de sus cosas, iría como enemigo y destruidor dellas. Ellos se demudaron con estas palabras, porque Cortés las dixo conmás alteración de la que tenía. Desculparon lo mejor que pudieron a su señor y rogáronle que no se enojase y que diese licencia a uno dellos para ir a México, pues el camino era breve para volver presto con la repuesta, que sería a su voluntad. Inviaron al que dixeron, hablándole en puridad el enojo que Cortés tenía y la determinación en que estaba. Cortés dio la licencia de buena gana, porque entendía que de aquella manera iba el negocio bien guiado. Volvió dende a seis días el mensajero con otro compañero que había ido poco antes; traxeron diez platos de oro, mill e quinientas mantas de algodón, mucha suma de gallipavos, de pan y cacao y cierto vino que ellos conficionan de cacao y maíz; ofresciéronlo a Cortés; dixéronle y con grandes juramentos que su señor no había entendido en la conjuración y liga de Cholula, ni se había ordenado tal cosa por su mandado ni parescer, sino que aquella gente de guarnición que allí estaba era de Acacinco y Azacam, dos provincias suyas y vecinas de Cholula, con quien tenían alianza y comparanzas de amistad, los cuales por inducimiento de aquellos bellacos urdieron aquella maldad; y que, como vería de ahí adelante, sería leal y verdadero amigo, aunque siempre lo había sido, y que fuese norabuena a su ciudad, que allí le esperaría; y que si le había rogado que no viniese, no era sino porque no se pusiese en trabajo o no le acontesciese alguna desgracia por los caminos, que eran ásperos y de mala gente.

     Mucho holgó Cortés con esta repuesta, especialmente con aquella palabra que nunca la había podido sacar a Motezuma, el cual se movió a decirla más por el miedo que cobró del estrago y matanza que Cortés había hecho en Cholula, que por las palabras que el mensajero le había dicho, tanto que, volviéndose a los principales que con él estaban, dixo: «Esta es la gente que nuestro dios me dixo que había de venir y señorear esta tierra.» Dichas estas palabras no sin sospiro y gran alteración del alma, se fue luego a visitar los templos; encerróse en el principal, donde estuvo en oración e ayunos ocho días enteros; sacrificó muchos hombres, pensando aplacar los dioses, que debían estar enojados; hablóle allí el diablo, con quien muchas veces solía comunicar sus cosas, el cual lo consoló y animó, y esforzándole le dixo que no temiese, que él era gran Príncipe, señor de infinitos hombres muy valientes y exercitados en guerra y que los cristianos eran muy pocos; que los dexase venir, que después haría dellos a su voluntad y que no cesase en los sacrificios, en especial en los de carne humana, no le acontesciese algún desastre y que procurase tener favorables y propicios a Vicilopustli y Tezcatepucla, para que le guardasen, porque Quezalcoatl, dios de Cholula, estaba enojado porque le sacrificaban pocos y mal, y por esta causa no fue contra los españoles, por lo cual, y porque Cortés le había inviado a decir que iría de guerra, pues de paz no quería, otorgó que fuese a México a verle.

     Ya Cortés, cuando llegó a Cholula, iba con poder más que el que hasta allí, por el ayuda de Taxcala; pero después del estrago que hizo en Cholula, su nombre y fama se extendió por toda aquella tierra hasta que Motezuma y los suyos lo oían cada día por momentos, y como hasta estonces se maravillaron, comenzaron dende adelante a temer, y así, más por miedo que por amor le abrían las puertas por doquiera que iba. Procuró Motezuma, como consta de lo pasado, estorbar la venida a Cortés, poniéndole miedos con los peligros de los caminos, con la fortaleza de México, con la muchedumbre de hombres y con su voluntad, que resistía, que era más fuerte, pues tantos señores la temían y obedescían; pero como vio que con nada desto se acobardada Cortés, determinó con dádivas, que con todos los hombres pueden mucho, detenerle y vencerle, sabiendo que era aficionado a oro y que lo tomaba de buena gana. Engañóse, por [que] cuanto más le inviaba, era más cebo para desear ver los nuestros lo que había en aquella gran ciudad; y así viendo Motezuma la porfía de Cortés, tornó a preguntar al diablo lo que había de hacer en tal caso, y esto después que tomó parescer con sus Capitanes y sacerdotes. El demonio le dixo que dexase venir aquellos pocos cristianos, que en una mañana los podrían almorzar a todos en la primera fiesta y sacrificio, que hiciese.

     Estaban también Motezuma y los mexicanos deste parescer, entendiendo que era deshonra tomarse con tan pocos, especialmente siendo embaxadores, aunque esta no era la principal razón, sino el temor que poniéndose en guerra los taxcaltecas y otomíes, como después lo hicieron, lo apretaran con el ayuda de tan valerosa gente como eran los españoles.



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Capítulo LX

Cómo salió Cortés de Cholula para México y de lo que en el candno le subcedió.

     Después del castigo que Cortés hizo en Cholula, estuvo veinte días en la ciudad, así para dexarla pacífica como para informarse mejor de las cosas de México y saber, como lo hizo, lo que desde el Volcán se parescía; y así, luego que tuvo la deseada repuesta de Motezuma, salió muy en orden de Cholula, despidiendo algunos indios amigos que se quisieron volver a sus casas, aunque los más se quedaron con él.

     Los embaxadores mexicanos, que nunca pensaron que Cortés se atreviese a ir a México, fue de ver cómo a cada paso despachaban mensajeros a Motezuma, diciéndole por horas lo que pasaba. Los cholutecas principales acompañaron a Cortés, que no vían la hora que verle fuera de su pueblo, no por las malas obras que les hizo, sino por la ruin intención que ellos tenían.

     Cortés no quiso echar por el camino que los de Motezuma le guiaban, que era por Calpa, pueblo muy junto al volcán, por ser camino, como desde la misma sierra habían visto, muy áspero y muy malo y donde, como los cholutecas decían, estaban los de México en asechanza y celada para matar a los nuestros. Siguió otro camino más llano, más desembarazado y más cerca; reprehendió a los mexicanos por ello; ellos respondieron que lo guiaban por allí, aunque no era buen camino, porque no pasase por tierra de Guaxocingo, que eran sus enemigos: esta fue falsa excusa, por lo que adelante se vio. No caminó aquel día nuestro exército más de cuatro leguas, por dormir en unas aldeas de Guaxocingo, donde fue bien rescebido y proveído de todo lo nescesario; dieron a Cortés algunos esclavos, ropa y oro, aunque no mucho, porque estonces eran pobres, a causa que Motezuma los tenía acorralados por de la parcialidad de Taxcala; ahora son muy sobrellevados y muy ricos, a causa de la grana que cogen y de otras granjerías que tienen.

     Otro día antes de comer, subió un puerto entre dos sierras nevadas, de dos leguas de subida, donde si los cincuenta mill soldados que habían venido para matar los españoles en Cholula esperaran, los tomaran a manos, según la nieve y frío que les hizo. Desde la cumbre de aquel puerto se descubrían muy claro las tierras de México, la laguna con sus pueblos alderredor, que es la mejor vista de todo el mundo, por ser muchos, muy poblados, muy fértiles y de muchos y muy hermosos edificios que desde lexos campeaban maravillosamente. Holgó tanto Cortés con tan hermosa vista cuanto algunos de sus compañeros temieron, porque hubo entre ellos diversos paresceres, si llegarían o no. Los unos, confiando en la buena ventura de su caudillo, decían que sí, e que aquella era la tierra que Dios les había prometido, y que mientras más moros, más ganancia; los de parescer contrario decían que no convenía tentar más a Dios, porque había mill para uno dellos. Levantóse con esta discordia una manera de motín oculto, pero Cortés, con su prudencia y buen juicio le deshizo con cierta desimulación, acariciando a los unos y esforzando a los otros, dándoles grandes esperanzas para la gran prosperidad en que se habían de ver; y como ellos vieron que él era el primero de los trabajos y que tanto iba por él como por ellos, perdieron el miedo, aunque después de la grandeza de México, les habían puesto miedo los árboles que a la baxada deste puerto estaban atravesados por el camino, que no solamente los de a caballo, pero ni aun los de a pie podían pasar. Demás desto, en un paso hallaron hecha una cava honda y larga donde se podía esconder mucha gente, para saltear a los nuestros cuando les paresciera. Al pasar deste puerto durmió una noche en la cumbre dél nuestro exército con todo el recato posible; oyeron gran vocería de indios mexicanos aquella noche; las velas mataron quince espías, y por poco Martín López, que fue el que hizo los bergantines, matara a Cortés con una ballesta que tenía armada y encarada, porque con la obscuridad de la noche no devisaba más del bulto; ya que quería apretar la llave, diciendo Cortés «¡A la vela! se detuvo, y estonces Martín López le dixo que otra vez hablase de más lexos, no le acaesciese la desgracia que estonces, a detenerse un poco, le pudiera subceder. Cortés le alabó sa cuidado, y habiendo dado una vuelta al real, se volvió a su tienda, dando gracias a Dios por haberle guardado y librado del peligro en que estuvo.



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Capítulo LXI

De lo que otro día avino a Cortés a la baxada del puerto.

     Otro día de mañana, baxando nuestro exército a lo llano de la otra parte, halló una casa de placer en el campo, muy grande y de muchos aposentos, rodeada de muchas frescuras. Alojáronse todos los españoles en ella, y los indios amigos que venían de Taxcala, Cholula y Guaxocingo, y de presto, porque son muy hábiles para esto, hicieron muchas chozas de rama y paja, a uso de la tierra; tuvieron muy buena cena; serían hasta seis mill. Dicen que los vasallos de Motezuma se comidieron a hacer chozas a los tamemes o hombres de carga. Tuvieron encendidos grandes fuegos, y los criados de Motezuma, visto que era bien hacer de grado lo que habían de hacer por fuerza, proveyeron abundantemente a los españoles e indios de lo nescesario, y aun, por hacerles más regalo, a su costumbre, les tenían mujeres de buen parescer.

     Estando allí nuestro campo, vinieron a él muchos señores principales de México a ver y hablar a Cortés y entre ellos un pariente de Motezuma, el cual representaba bien, por el autoridad y acompañamiento con que venía, la majestad y grandeza de su señor. Diéronle tres mill pesos de Oro, rogándole mucho se volviese, diciéndole que padescería gran pobreza, hambre y ruin camino, a causa de que en México no se podía entrar sino en barquillos, ni andar por la ciudad ni entrar en las casas sino por ellos; y que aliende de ser la ciudad muy enferma, por el agua sobre que estaba fundada y los malos vapores que della salían, se podrían ahogar y los que viviesen padescer mucho trabajo, y aun con el nuevo y destemplado temple no podrían tener salud, e que por esto le rogaban y aconsejaban se volviese; e que si lo hacía por que su señor reconosciese y tributase al Emperador de los cristianos, que le darían mucho tribucto puesto cada año en la mar o donde lo quisiesen, e que para él le darían muchos haberes con que se volviese a su tierra muy rico.

     Cortés lo rescibió con la acostumbrada afabilidad, dio a todos cosillas de mercería de España, especialmente al pariente de Motezuma, a quien hizo, como era razón, más particulares regalos y comedimientos. Díxoles, desimulando bien la mohina que sentía por el contradecir tantas veces su ¡da a México, que él holgara mucho servir a tan poderoso Príncipe, si pudiera hacerlo sin enojar a su Rey y señor; y que pues de su ida no había de venir a su Alteza ningún enojo, sino mucho servicio, honra y bien, y no había de hacer otra cosa más que verle, hablarle y volverse, que no rescibiese pesadumbre dello, pues él de otra manera no podía cumplir con lo que su Rey e señor le mandaba, y que estaba su Alteza obligado a servirle y mandarle entrar, y responderle personalmente, pues era embaxador de un tan gran señor como era el Emperador de los cristianos, que le quería comunicar y tener por amigo. En lo demás dixo que de lo que aquellos caballeros, criados de su señor Motezuma, comían, comerían ellos, e que aquel agua de su laguna no era nada en comparación de dos mill leguas de mar muy profundo que habían navegado, sólo por ver y dar su embaxada al gran señor Motezuma, y comunicarle ciertos negocios de mucha importancia cerca de su religión y administración de república.

     Volvieron con esto algunos dellos, quedando muchos y, según algunos dicen, bien armados de secreto para acometer a los nuestros en viéndolos descuidados; pero como Cortés nunca lo estaba y entendió de los indios amigos que debía estar recatado, hizo saber a los Capitanes y embaxadores e a otras personas principales que Motezuma inviaba por horas, cómo los españoles no dormían de noche, ni se desnudaban las amias ni vestidos, y que si sentían andar alguno entre ellos o que estaba en pie, le matarían luego, y que él no era parte para resistírselo, porque era esta su natural condisción; por tanto, que lo dixesen a sus soldados, por que se guardasen, porque le pesaría si, siendo así avisados, matasen alguno dellos. Con todo eso, aquella noche vinieron espías por fuera del camino para ver si era aí que los españoles no dormían. Las velas y escuchas nuestras toparon con tres o cuatro dellos; matáronlos luego como habían sido avisados. El otro día, aunque los hallaron muertos, no osaron hablar en ello ni quexarse. Aprovechó tanto este ardid de Cortés, que de ahí adelante se apartaban bien lexos los mexicanos del alojamiento de los nuestros, y aún dicen que Cortés avisó a los indios amigos para que dixesen lo mismo a los mexicanos.

     Este mismo día, en amanesciendo, comenzó a marchar nuestro campo; fue a un pueblo que se dice Amecameca, dos leguas de donde salió, que cae en la provincia de Chalco, pueblo que con sus aldeas tiene más de veinte mill vecinos. El señor dél salió a rescebir a Cortés muy bien acompañado, dióle cuarenta esclavas y tres mill pesos de oro y de comer dos días abundantemente, y en secreto, descubriendo su pecho, le dio muchas quexas de Motezuma, diciendo que a él y a otros señores comarcanos tenían muy opresos; que deseaba se ofresciese tiempo en que públicamente pudiese magnifestar sus quexas y librarse de la servidumbre en que estaba. Cortés no poco holgó con estas palabras, porque aquel era gran señor y las decía con tanta ansia que mostraba bien el pesar de su corazón. Estaba cerca de México para cuando fuese menester. Consolóle Cortés, dióle algunas cosas de Castilla con que se alegró y holgó mucho; quedaron de secreto muy amigos, Y otro día cuando fue tiempo, salió con los nuestros buen trecho de Amecameca. Allí se despidió de Cortés, tornándole por un poco de espacio de tiempo a hablar en puridad, diciéndole lo que antes y suplicándole le avisase cuando menester fuese.

     Anduvo aquel día nuestro campo cuatro leguas; vino a un pequeño lugar poblado, la mitad en agua de la laguna y la otra mitad en tierra, al pie de una sierra áspera y pedregosa. Acompañaban a los nuestros muchos criados de Motezuma, proveyendo con mucho cuidado en lo que era menester, los cuales, aunque exteriormente mostraban amor, quisieron con los del pueblo aquella noche acometer a los nuestros. Inviaron sus espías para saber lo que de noche hacían; pero las que Cortés puso eran españoles, que mataron dellas hasta veinte, y así viendo los mexicanos lo poco que los nuestros dormían y lo mal que les subcedía lo que intentaban, cesaron de procurar matarlos, y era cosa, como dice Gómara, muy de burlar y de reír que cada hora procurasen de matar a los nuestros y no fuesen para ello.



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Capítulo XLII

Cómo otro día de mañana, al tiempo que nuestro exército partía, llegaron doce señores y lo que más subcedió.

     Luego otro día, bien de mañana, ya que se quería partir el exército, llegaron doce señores mexicanos con muy gran copia de gente que los acompañaba. El principal y a quien los demás respectaban era Cacamacín, sobrino de Motezuma, señor de Tezcuco, mancebo de veinte y cinco años; venía a su uso ricamente vestido, en unas andas a hombros, y como le abaxaron dellas, le iban limpiando la tierra por donde iba andando, quitando las piedras y pajas, que era la mayor veneración que le podían hacer; acompañábanle dos de los otros señores, más viejos y de más autoridad; iban siguiéndole los otros con la gente, que cubría el campo.

     Como Cortés supo quién era, le salió a rescebir fuera de la tienda; abrazóle y hízole muchos comedimientos y asimismo muy buen recogimiento a los otros. Entraron solos los doce señores con él en la tienda, donde Casamacín, con grande autoridad, con pocas palabras, dixo cómo él y aquellos señores venían a acompañarle; desculpó a Motezuma, que, por estar enfermo, no venía él mismo a rescebirle. Cortés, primero que adelante prosiguiese, recelándose de lo demás que después le dixo, le respondió ser grande la merced que él y aquellos señores le habían hecho en salir a rescebirle y acompañarle y que él se lo serviría adelante; que le pesaba de la enfermedad del gran señor Motezuma, y que aunque estuviera bueno, no era para él tanta merced, sino para otro tan gran Príncipe como él, y que por eso iba él y aquellos pocos compañeros a besarle las manos y dar la embaxada del Emperador, su señor.

     Casamacín y los otros señores todavía porfiaron en que los españoles se tornasen y no llegasen a México, dando a entender que allá no los rescibirían y defenderían el paso si porfiasen entrar, cosa cierto que con mucha facilidad pudieran hacer con quebrar la calzada, que fuera tanta resistencia que imposibilitara la entrada; pero como andaban ciegos y turbados y Dios encaminaba de otra manera que ellos pensaban los negocios, no se atrevieron, aunque no eran tantos, para resistir como pudieran. Dióles Cortés cosas de rescate, hablándolos amorosamente, como siempre lo hacía, no dexando de proseguir su jornada, procurando tratarlos así para que sabiéndolo Motezuma no se le hiciese tan de mal su venida. También salían muchos mexicanos al camino, así de la ciudad como de los lugares comarcanos, a ver los españoles, y maravillados de sus barbas, vestidos, armas, caballos, tiros y de la novedad que en todo mostraban, decían: «Verdaderamente, estos son dioses.»

     Cortés les avisaba siempre que no atravesasen por entre los españoles ni caballos, ni se llegasen a tocarles la ropa, si no querían ser luego muertos. Esta hacía con gran sagacidad, lo uno porque no se desvergonzasen con la comunicación y trato a tener en poco las armas españolas, sino que siempre, como no tratadas, las temiesen; lo otro, porque dexasen abierto el camino para ir adelante sin interromperles el orden y concierto que llevaban, en que suele consestir la mayor fuerza de la gente. Desta manera, aunque era infinita la gente que los rodeaba sin pesadumbre llegaron a un pueblo que se llama Quitlauca. Tenía dos mill fuegos; está todo fundado sobre agua; es pueblo muy fresco y de gran pesquería, antes de llegar al cual entraron por una calzada ancha más de veinte pies; duró más de media legua. Eran las casas del pueblo muy buenas y de muchas torres. El señor dél con muchos principales salió a rescebir a Cortés más adelante de la calzada; hízole muy alegre y buen recogimiento y proveyó el exército abundantemente de lo nescesario; rogó mucho al Capitán se quedase allí aquella noche, el cual lo hizo por condescender con su ruego y por saber dél qué tal era el camino de allí a México. Hablaron los dos en secreto aquella noche gran rato; quexóse mucho aquel señor de los agravios que Motezuma a él y a otros hacía; magnifestóle con harto recelo de ser entendido el deseo que tenía de por cualquier vía que fuese verse libre de su tiranía y subjección, diciendo que si él y los suyos, como parescían, eran dioses, que debían poner en su antigua libertad a muchos señores, que de secreto estaban agraviados; que sería fácil, intentándolo, salir con ello, porque todos le ayudarían, y esto, como lo decía muy de veras, no pudo resistir a las lágrimas, de ver las cuales no poco se holgó Cortés, aunque mostró compasión. Díxole que sosegase su corazón, que presto tendrían todos contento, porque el gran señor Motezuma haría lo que él le rogase. Esto dixo así, porque si el otro descubriese algo, no entendiese Motezuma que iba con ánimo de hacerle guerra. En lo demás le preguntó qué tal era el camino para México, el cual le respondió que muy bueno y todo por una calzada como la que había pasado. Descansó con esto Cortés, ca iba con determinación de parar allí y hacer barcas para entrar en México, aunque con todo estuvo con pena y cuidado no le rompiesen los mexicanos las calzadas, por lo cual llevaba muy gran advertencia, yendo muy sobre aviso él y sus Capitanes, inviando buen trecho adelante dos de a caballo, que descubriesen lo que había.

     Cacamacín y los otros señores le importunaron no se quedase más allí, sino que se fuese a Yztapalapa, que no estaba sino dos leguas adelante y era de otro sobrino del gran señor. El hizo lo que tanto aquellos señores le rogaban, porque no le quedaban sino dos leguas de allí a México, que podía entrar en ella otro día a buen tiempo y a su placer en aquella imperial ciudad. Fue, pues, a Yztapalapa, y aliende que de dos en dos horas iban y venían mensajeros de Motezuma, le salieron a rescebir buen trecho el señor de Yztapalapa y el señor de Cuyoacán, también pariente y de la casa real de Motezuma. Iban con ellos tantos indios que era bien de ver, porque toda la calzada estaba cuajada de gente; presentáronle esclavas, plumajes, ropa y hasta cuatro mill pesos de oro. Cuetlauaca, el señor de Yztapalapa, le hizo por las lenguas un muy comedido parlamento, dándole el parabién de la venida en nombre del gran señor y de los otros señores sus deudos, criados y esclavos, que así lo eran según estaban subjectos. Abrazó Cortés a estos dos señores; dióles algunas cosas, con que mucho holgaron por su extrañeza; respondióles graciosamente, diciendo que él venía de parte del gran Emperador de los cristianos a servirlos, conoscerlos, tratarlos y tenerlos por muy amigos y darles lo que en su tierra había. Con esto entró en Yztapalapa, donde Cuetlauaca hospedó a todos los españoles en su casa, porque era una de las grandes que había en el señorío de Motezuma. Tenía grandes patios, hermosos cuartos, altos y baxos, muchos y muy frescos jardines, las paredes todas de cantería y la madera muy bien labrada; los aposentos muchos y muy espaciosos, colgados de cortinas de algodón, muy ricas de su manera. Había a un lado una huerta con mucha fruta y hortaliza; los andenes de la huerta y jardines eran hechos de red de cañas, cubiertos de rosas y flores muy olorosas. Había estanques de agua dulce con muchos pescados; la huerta era tan grande que en ella había una alberca de cal y canto, de cuatrocientos pasos en cuadro y mill e seiscientos en torno, con escalones hasta el agua y aun hasta el suelo por muchas partes; tenía muchas suertes de peces, acudían a ellas muchas garcetas, labancos, gaviotas y otras aves, que muchas veces cubrían el agua, cosa cierto muy de ver.

     Miró Cortés todas estas cosas y entendió por ellas la grandeza de México y ser una cosa de las más notables del mundo, e dicen que allí se alegró más que en otra parte, diciendo a algunos de sus amigos que muy presto tendrían todos el premio de sus trabajos, y esto se le confirmó bien, por lo que luego diré del rescibimiento que Motezuma le hizo.



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Capítulo LXIII

Cómo salió Motezuma a rescebir a Cortés.

     Primero que Cortés saliese de Yztapalapa para ir a México, aunque Motezuma le había inviado a decir que viniese, todavía procuró excusarlo, inviándole allí ciertos caballeros suyos, los cuales, no de su parte, sino como que le daban consejo, le dixeron que se volviese y que se le daría todo lo que pedir quisiese, porque de allí a México no había camino, sino por agua, y que él y los suyos no sabían la manera de andar por aquella laguna y que se perderían y anegarían luego. A estas pláticas se halló Teuchi, principal de Cempoala, el cual por cierto caso había estado en México, y como vio que aquellos mexicanos tan claramente mentían, dixo a Cortés: «Señor, no creas a éstos, porque yo he estado en México y te llevaré hasta las casas de Motezuma por una muy hermosa calzada que hay de aquí allá.» Quedaron avergonzados los mexicanos y Cortés los reprehendiera ásperamente, sino que se reportó porque no subcediese algún desmán rompiéndole la calzada, que era toda la resistencia, y así les dixo que porque eran criados del gran señor Motezuma, no los mandaba castigar por la mentira que le habían dicho, que se fuesen con Dios y no le dixesen más, porque también sabía que si el gran señor Motezuma lo supiese los castigaría gravemente. Ellos se fueron, dándose a entender que Cortés no entendía otra cosa de lo que decía, y con esto, aunque infamados de mentirosos, iban contentos, creyendo que el honor de su señor estaba salvo.

     Cortés, que se le hacía ya tarde por entrar en la deseada ciudad, comenzó a poner luego en orden su gente con más aviso que hasta allí, porque acudía infinita gente y de toda se recelaba, por ser del imperio de Culhúa.

     Al salir de Yztapalapa y por el camino mandó a pregonar que ningún indio se atravesase por el camino, si no quería ser luego muerto. Aprovechó tanto este pregón que, aunque la gente era tanta que fuera de la calzada en canoas acudían a ver a los nuestros gran número de hombres, iban holgadamente por la calzada.

     Está Yztapalapa dos leguas de México por una calzada muy ancha que holgadamente van por ella ocho caballos en ringlera; es tan derecha, sino es a una enconada que hace, que desde el principio se podían ver las puertas de México; a los lados della están Mexicalcingo, que es pueblo de cuatro mill casas, puestas todas sobre agua; Coyoacán, que tendrá seis millas, sentado sobre tierra firme, fértil, muy sano y alegre; y Huicilopuchco, que tendrá cinco mill casas. Tenían estos tres pueblos en su gentilidad muchos templos y torres muy levantadas, encaladas, que desde lexos con el sol resplandecían como plata; adornaban mucho los pueblos y parescían bien desde afuera. Agora hay monesterios bien edificados y que dan mucho lustre y ornamento, hechos de la piedra que había en los cúes o templos del demonio. El mayor trato que en estos pueblos había era de sal, no blanca ni buena para comer, especialmente para los españoles y para los indios que eran nobles, aunque muy buena para salar tocinos y otras carnes; hácese de la superficie de la tierra que está cerca de la laguna y es toda salitral; los panes della son casi de color de ladrillo, redondos; hácese con artificio en cierta manera, larga de decir; era gran renta para Motezuma, y así es ahora gran trato para los moradores, tanto que muy lexos se lleva a otras partes.

     En esta calzada había de trecho a trecho puentes levadizas sobre los ojos do corría el agua, de la una laguna a la otra. La una laguna es de agua dulce y es más alta que la otra, y aunque entra en ella no se mesclan mucho, por las calzadas que están de por medio.

     Por este camino iba Cortés con trecientos españoles. Engáñase Gómara en decir que eran cuatrocientos, porque los demás quedaron en la Veracruz, y otros, como está dicho, murieron. Seguían al exército español hasta seis mill indios amigos de los pueblos que había pacificado, llegó cerca de la ciudad, donde se junta otra calzada con ésta, donde estaba un baluarte fuerte y grande de piedra, dos estados alto, con dos torres a los lados y enmedio un pretil almenado y dos puertas, fuerza harto fuerte. Aquí se detuvo Cortés, porque salieron a rescebirle cuatro mill caballeros cortesanos y ciudadanos, vestidos a su usanza todo lo más ricamente que pudieron y todos de una manera, por su orden. Cada uno como llegaba a do Cortés estaba, tocando con la mano derecha la tierra y besándola, se humillaba, y pasando adelante, se volvía al lugar de donde había salido. Tardaron en hacer esto más de una hora y fue cosa de ver y bien extraña a los nuestros. En este lugar puso después Cortés el real cuando cercó la ciudad.

     Desde el baluarte se sigue todavía la calzada y tenía antes de entrar en la calle una puente de madera levadiza, de diez pasos ancha, por el ojo de la cual corría el agua; es ahora de piedra y está cerca de las casas que fundó Pedro de Alvarado. Hasta esta puente salió Motezuma a rescebir a Cortés debaxo de un palio de pluma verde y oro, con mucha argentería, colgando; llevábanlo cuatro señores sobre sus cabezas; iban delante tres señores, uno en pos del otro, cada uno con una vara de oro levantada a manera de ceptros. Estas llevaba delante de sí Motezuma todas las veces que salía fuera, así por agua como por tierra, en señal de guión y muestra de que el gran señor iba allí, para que los que le topasen, aunque no le viesen, hiciesen la reverencia y acatamiento que a su señor debían. Llevaban a Motezuma de brazo dos muy grandes señores, conviene a saber, Quetlauac, su sobrino, o, como otros dicen, su hermano, y Cacamacín, su sobrino; venían todos tres ricamente vestidos y de una manera, salvo que Motezuma traía unos zapatos de oro que ellos llaman cacles; son a la manera antigua de los romanos; tenían gran pedrería de mucho valor; las suelas estaban prendidas con correas. Los dos señores que le llevaban de brazo iban descalzos, porque era tan grande el respecto que se le tenía, que ninguno entraba donde él estaba que no se descalzase los zapatos ni osase levantar los ojos. Iban criados suyos delante, de dos en dos, poniendo y quitando mantas por el suelo, para que no pisase en la tierra; iban a mediano trecho en pos dél docientos señores como en procesión, todos descalzos y con ropas de otra más rica librea que los tres mill primeros. Motezuma venía por medio de la calle y éstos detrás, arrimados cuanto podían a las paredes, los ojos en tierra, por no mirarle a la cara, porque, como digo, era desacato.

     Cortés, a mediano espacio, como le vio, se apeó presto del caballo y con él algunos caballeros. Como se juntaron, le fue a abrazar a nuestra costumbre; los que le llevaban de brazo le detuvieron, porque les paresció que era gran pecado que hombre alguno le tocase, pues le tenían como a cosa divina; saludáronse, empero, cada uno a su modo, dando el uno al otro la buena venida, y el otro agradesciendo el favor y merced de salirle a rescebir. Cortés con mucho comedimiento y muestras de amor le echó al cuello un collar de margaritas y diamantes y otras piedras de vidrio; Motezuma se le inclinó un poco, mostrando que con benignidad e imperial majestad rescebía el don y servicio; fuese delante un poco con el sobrino que le llevaba de brazo, y mandó a su hermano que se quedase acompañando a Cortés; llevábale por la mano por medio de la calle, no consintiendo que español ni indio se llegase. Fue esta la mayor honra que Motezuma, siendo tan gran señor, pudo dar a Cortés, porque le igualó a sí.

     En esto los docientos caballeros de la librea, uno a uno, comenzaron a darle el parabién de la llegada, según y como está dicho, a su modo. No acabaran en aquel día si todos o los nobles de la ciudad hubieran de hacer lo mismo, pero como su Rey e señor iba delante, volvían todos la cara a la pared, por la veneración grande que le tenían, y así no osaron llegar los demás que quedaban a saludar a Cortés.

     Motezuma se holgó con el collar de vidrio que Hernando Cortés le había echado al cuello, porque era extraño y nuevo para él, aunque no rico; y como sea condisción de Reyes querer más dar que rescebir, él, por no tomar sin dar mejor, como gran Príncipe, llamando a dos camareros suyos, les mandó traer dos collares de camarones colorados, gruesos como caracoles, que ellos tenían en mucho; de cada caracol colgaban ocho camarones de oro, muy al natural labrados y de a xeme cada uno. Traídos, paró Motezuma hasta que Cortés llegó, y con su proprias manos se los echó al cuello, con grande amor. Túvose esto por muy especial favor entre los indios, ca se maravillaron mucho de que tan gran Príncipe hiciese tan señalado favor cual nunca había hecho otro.

     Ya en esto acababan de pasar la calle, que duró por un tercio de legua; era ancha, derecha y muy hermosa llena de casas por ambas aceras. Tiene México, según en su lugar diré, al presente, las mejores calles y casas, a una mano, de todo lo que se sabe que hay poblado en el mundo. A las puertas, ventanas y azoteas de aquellas tan largas aceras había de hombres y mujeres tanta multitud que los unos ponían admiración a los otros. Ellos se maravillaban de la extrañeza de los nuestros, de sus barbas, rostros y vestidos, de los caballos, armas y tiros, y decían: «Dioses deben ser éstos, que vienen de do nasce el sol.» Los viejos y que más sabían de las antigüedades y memorias de su gentilidad, sospirando, decían: «Estos deben de ser los que han de mandar y señorear nuestras personas y tierra, pues siendo tan pocos, son tan fuertes que han vencido tantas gentes.» Los nuestros estaban abobados de ver tanta gente cuanta jamás no solamente no habían visto, pero ni imaginado, y así decían: «¿Qué es esto? ¿Es encantamiento, o hay aquí juntado toda la gente que dexamos atrás? Cierto, somos de buena ventura si éstos nos fueren amigos.» Desta manera llegaron a un patio muy grande que era recámara de los ídolos, que fue la casa de Axayacacín. A la puerta tomó Motezuma de la mano a Cortés; metióle dentro a una muy gran sala; púsolo en un rico estrado de oro y pedrería; díxole estas palabras, que fueron muy de señor, deseoso de le hacer toda merced y favor: «En vuestra casa estáis; comed y bebed, descansad y habed placer, que luego torno.» Cortés, sin responderle palabra, le hizo, como acetando la merced, el comedimiento que a tan gran señor convenía.

     Este fue el rescibimiento que Motezuma, Rey de muchos Reyes y poderosísimo Príncipe, hizo al muy valeroso y no menos venturoso Fernando Cortés en la gran ciudad de Tenuztitlán México, a ocho días del mes de noviembre, año del nascimiento de Christo de mill e quinientos y diez e nueve años.

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