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Parte tercera


De la rebelión general, de los indios de Arauco y Tucapel



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Capítulo XLI


Del acuerdo que los estados de Arauco y Tucapel tuvieron, confederándose contra los españoles y eligiendo capitán general


No sé qué tienen los refranes antiguos que por más que nos desdeñamos de usar de ellos por tener poco follaje de retórica y tratar las cosas con aquella llaneza de los siglos pasados, al fin, cuando menos pensamos, nos traen las ocasiones a lances en que conocemos ser ellos unas verdades muy macizas y admirables sentencias tanto más comprensivas cuanto más sucintas; digo esto porque en la materia que comienzo a tratar en esta parte, no veo otra cosa desde el principio al cabo sino el cumplimiento de los proverbios que dicen, que quien todo lo quiere todo lo pierde, y que la codicia rompe el saco, y que quien demasiadamente apura saca sangre; a los cuales añado otro, que aunque no es del número de los antiguos en las palabras eslo empero en la sentencia y estilo, esto es, que el no contentarse el hombre con mediano bien le trae a términos en que se contentaría con mediano mal. Por cierto, muy digna de lamentar es la insaciable sed que los hijos de los hombres tienen deste negro más y más sin límite, que no hay riqueza que los harte hasta que, por mucho hurgar, dan con todo al traste. No sé yo qué razón tenían para no quietarse sin buscar gollorías unos hombres que pocos años antes estaban en sus tierras, no como duques ni condes, y se veían ahora gentes de tantas tierras, siendo obedecidos y venerados, como si cada uno de ellos fuera un monarca del Universo. Harto era el callar los indios después de tan irritados con agravios, y aún robos, sin querer apurarlos más con cargas y opresiones hasta hacerlos reventar y dar al fin con todo en tierra; y no era menos el verse ya los españoles libres de batallas, pues habían ya pasado tres años de tranquilidad en que el reino todo estaba de paz sin género de inquietud ni zozobra, sin quererse meter en nuevos ruidos los que debieron tener por felicidad el verse fuera dellos con todo el regalo y comodidad que pudieran desear en esta vida. En efecto, el apetito del oro que había sido el postillón en su viaje, estaba tan en su punto, que apenas habían comenzado a gozar la paz cuando comenzaron a dar guerra a los indios porque sacasen mucho oro con notabilísimo dispendio suyo, sin tener otro cuidado sino daca daca, como si se les debiera de derecho, y llegó a tanto la extorsión con que afligían a los pobrecillos, que en sólo las minas de la Concepción echaron veinte mil indios, lo cual era lo mesmo que echarlos a todos, pues así como sacar veinte mil hombres de pelea es necesario que haya más de trescientas mil personas de donde entresacarlos, así el sacar veinte mil mineros es ocupar medio reino, pues los que restan son sus hijas y mujeres, que ni aun esas dejaban en la ocasión presente, ultra de que es inexcusable el remudarse por sus tandas, por ser el trabajo excesivo y haber ellos de ir a sembrar lo que habían de comer so pena de morir de hambre, de suerte que acudiendo siempre veinte mil, venían a ser más de cien mil al cabo del año que es lo mesmo que decir todo el reino; pues los demás que quedaban servían a los españoles de caballerizos, pajes y hortelanos, de beneficiar sus sementeras y guardar sus ganados, si suyos pueden llamarse, que no sé con cuán justo título lo poseen.

Estas molestias y vejaciones y otras semejantes juntas con las que se han arriba referido, provocaron tanto a los indios que va no podían llevarlo; ni me parece hubiera yunque tan recio que con tales golpes no quebrara. Andaban los pobrecillos como atónitos en verse en tan poco tiempo hechos esclavos de señores y admirados de sí mesmos en dejarse ir así, pudiendo poner remedio fácilmente. No se juntaban vez en sus rincones, donde no se les fuese todo en tratar desta desventura. Uno decía: «Hermanos míos, ¿de dónde nos ha venido tal infortunio? ¿Quién nos ha traído a nuestras tierras estos verdugos, estos lobos hambrientos, esta plaga tan inopinada, este yugo tan pesado? ¿Qué les hemos merecido o qué les debemos para que se aposesionen de nosotros y de nuestros reinos? ¿Qué provecho nos viene de su venida para no procurar su vuelta? Si es porque nos han hecho cristianos, ya véis que las obras que ellos hacen no son conformes a lo que nos dicen. Por tanto, hermanos míos, ved lo que os parece conveniente, que no es razón dejarnos echar barbuquejos como a bestias, pues no lo somos.» Otro decía: «Por cierto, hermanos, yo estoy corrido y afrentado de ver que nos hayamos dejado engañar como niños y cautivar como cobardes, y sobre todo de que estos españoles deben de estar haciendo burla de nosotros viendo que les bailamos el agua delante como si naciéramos esclavos suyos, teniendo nosotros fuerzas y bríos para muchos más que ellos y otros tantos. No sé quién nos tapa la boca y ata las manos para dejarnos tratar como salvajes o como gente que les sirve a más no poder, como quiera que podamos muy bien por nosotros y nuestra honra.» Decía otro: «Muy ciegos debemos de estar, pues no acabamos de conocer a estos hombres que nos tienen sujetos y avasallados: de que al principio nos espantasen, no me espanto; de que nos admirasen, no me admiro; de que nos rindiesen del todo, no me maravillo, porque entonces no era mucho que la voz del clarín nos erizase los cabellos, siendo cosa que jamás habíamos oído, ni que el ruido de las escopetas nos aterrase pareciéndonos que sólo el tronido era el que nos mataba, pues no sabíamos hasta entonces el secreto; ni que los españoles, puestos a caballo, nos fuesen formidolosos, pues se nos figuraba que el hombre y el caballo eran de una pieza, y los teníamos por monstruos y cosas del otro mundo. Mas agora que habemos entrado con ellos en tantos encuentros y guazavaras, y habemos conversado con ellos tres años estando de paz, en los cuales habemos vivido en sus casas y dormido en sus retretes, y vemos que comen, duermen y caen enfermos y tienen las demás pasiones comunes a todo género humano, y, en efecto, son hombres como nosotros y no dioses, como ellos representan, y vemos que el son de trompeta es aire y el caballo es caballo y el arcabuz es un instrumento a que correspondemos con nuestros arcos y flechas. Y que ya que en esto nos hacen alguna ventaja, se la hacemos nosotros muy incomparable en el excesivo número de gente y en nuestras fuerzas y valentía, yo no sé, por cierto, qué esperamos, ni en qué estamos embelesados, dejándonos estar hechos unos tontos. ¿Qué tenemos? ¿De qué nos espantamos? ¿En qué ley vivimos? ¿Qué aguardamos, hermanos míos, para no redimir nuestras vej aciones?... Que es vergüenza y confusión del nombre chilense no restaurar nuestra libertad y señorío; que es ignominia el dejarnos tratar al estricote; que es afrenta el no darnos a conocer a los extranjeros.»

Estas y otras pláticas tenían entre sí cada día, de suerte que el año de mil y quinientos y cincuenta y tres, habiendo ya corrido los tres de paz que en él se remataron, vino el negocio a términos en que los que entre ellos eran hombres de sangre en el ojo, como los Araucanos y Tucapelinos, acordaron de volver por sí, procurando recuperar la libertad con que habían nacido y tenían heredado de sus progenitores. Y para salir con esto de todo punto, dieron traza en que el alzamiento se hiciese fundadamente, tomando este negocio de veras, y no con solos asaltos a hurtadillas, sino juntándose todos aquellos estados para acabar con ello de una vez, y convocando gente de otras provincias comarcanas, de las cuales concurrieron las más principales cabezas con poder de los que en ellas quedaban para hacer y deshacer, según les pareciese ser expediente a la universal libertad de sus personas. No podré referir aquí puntualmente el grueso número de señores que se juntaron a esta consulta, por no prolongar nuestra narración. Sólo digo que todos ellos entraron en acuerdo, usando primero de tus ceremonias y ritos que suelen ser comunes entre ellos, donde invocan el favor del demonio y echan suertes sobre las elecciones y adivinanza de los sucesos, como lo hacían los atenienses en las fiestas consuales hechas en honor de Conso, dios de los consejos. Todo lo cual se suele hacer en medio de grandes banquetes y embriaguez, que es el vicio que más predomina en iodos los indios universalmente a la manera que lo hacían los griegos en las fiestas bacanales, llamadas orgía. En esta consulta determinaron que se señalasen doce electores, los cuales nombrasen según su arbitrio al que había de ser general de todo el ejército con absoluto gobierno de todo el reino, y así lo pusieron luego en ejecución, nombrando allí doce hombres, los más prudentes y principales que se hallaron; los cuales se conformaron poniendo los ojos en el más idóneo para tan preeminente oficio, por ser personas desinteresadas y que no dejaban llevarse de pasiones y propios intereses y respectos, que suelen ser principios de grandes disensiones, viniendo al cabo a echar mano de alguno que lo destruya todo. En efecto, estuvieron estos doce electores tan unánimes, que sin contradicción alguna, eligieron a un indio noble y rico llamado Caupolican, de tantos bríos cuanto parece significar aun la misma hinchazón del nombre, y de tanto valor, sagacidad y prudencia, que más parecía de senador romano que de bárbaro chilense. No quiero dejar de advertir al lector sobre este punto, que si acaso leyere la historia llamada Araucana, compuesta por el ilustrísimo poeta don Alonso de Ercilla, vaya con tiento en el dar el legítimo sentido a las palabras con que pondera el largo tiempo que este Caupolican tuvo en sus hombros un pesadísimo madero, arrojándole después un grande trecho de sí, como cosa en que consistía su elección, por estar determinado que el que más tiempo sustentase aquel madero fuese electo; en lo cual, me refiero a su historia, avisando aquí al lector que entienda que este caballero habla como poeta con exageración hiperbólica, la cual es tan necesaria para hacer excelente su poesía, como lo es para mi historia el ser verdadera sin usar de las licencias que Horacio concede a los poetas. Pues no es menos subido de quilates Virgilio, por haber dicho que Polifemo el de Sicilia tomó en la mano una gran viga y se fué entrando por la mar, llevándola por báculo. Y que cuando se movía el gigante Encelado sepultado en el monte Etna, movía a todo el mente; ni pondrá alguna tacha en Marcial, por haber escrito que Milon Crotonita tenía tan fuertemente un mástil en la mano que ningunas fuerzas eran bastantes para sacársele de entre los dedos, y llevó a cuestas un toro grande un largo trecho y le mató de una puñada; ni es menos famoso Lucano por haber dicho que Mónico arrojaba en lugar de dardos los árboles, y peñascos en lugar de piedras; ni tampoco Juvenal es de menos cuenta por haber escrito lo mesmo; ni, finalmente, Ovidio, por no haber escrito casi otra cosa en sus metamorfosis, sino fábulas, y así, mientras la exageración es mayor, tanto más se debe alabar a don Alonso de Ercilla; poniendo empero resguardo a que entienda el lector que no por esto deja de ser verdad comúnmente lo que escribe, pues una ficción no quita el crédito a la poesía. Y así verá el lector que en las más concuerda con lo que aquí se escribe, que es lo que pasó en efecto de verdad. Digo, pues, que ni el indio tuvo tal madero tanto tiempo corno allí se refiere, ni tampoco fué éste el negocio en que consistía el ser electo por capitán general, porque no son los indios araucanos y tucapelinos tan faltos de entendimiento que viniesen a reducir todas las buenas partes necesarias para tal oficio a una sola y de tan menuda prueba como era el sustentar un árbol siendo cosa que podía caer en el indio más incapaz de todas para tal cargo, y así se debe entender que esta prueba se hizo no sola, ni como la única que calificaba al general, sino entre otras muchas, como correr, saltar, luchar, blandear una lanza, y otras para que se diese el cargo a aquel en quien más partes concurriesen atendiendo en primer lugar a la sagacidad y prudencia; y por ser Caupolican tan aventajado en todos los requisitos concernientes a tal oficio, fué nombrado y recibido por general. Pues ya que no fué tal como Scinis, que doblegaba a los altísimos árboles juntando las puntas de arriba con las raíces, fué a lo menos tan valeroso y esforzado como Smerdis., hermano de Cambises, que encorvaba un arco que ninguno podía doblegar. Y como Timoleón, capitán de Corinto, que libró a los siracusanos del poder de Dionisio, cuya ciudad tenía tomada por fuerza, venciéndole en la batalla y saliendo con otras no menos insignes victorias.




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Capítulo XLII


De algunos encuentros que hubo entre los indios y españoles, por donde fué descubierto el alzamiento de Arauco


Estando el gobernador don Pedro de Valdivia en la ciudad de la Concepción, sin imaginación y sospecha del alzamiento, envió al capitán Diego Maldonado con cinco soldados a la casa fuerte de Tucapel, los cuales caminaron sin género de recelo como por pasos seguros, según lo habían sido hasta entonces; y ya que habían pasado por la casa fuerte de Arauco en prosecución de su jornada, estando una noche descuidados, salieron de través algunos indios armados, y dando en ellos de improviso mataron cuatro antes que pudiesen ponerse en defensa ni aprovecharse de sus armas y caballos. Con todo eso, el capitán Maldonado, con otro soldado de los cinco, tuvo maña para subir a caballo y escabullirse con su compañero, poniéndose en salvamento ayudados de la ligereza de los caballos a que los indios no pudieron dar alcance. Habiendo caminado a todo correr grande rato, vinieron a llegar a la casa fuerte de Arauco, de la cual habían salido, y allí dieron nueva del mal suceso, así con palabras como con las heridas que lo manifestaban. Llegó esta mala nueva a la casa fuerte de Puren, donde estaba por caúdillo Sancho de Coronas, el cual con gran diligencia procuró hacer escrutinio sobre, el caso, descubriendo de raíz el motín que se tramaba. Para esto mandó que se trajesen ante él ocho caciques, cuyos nombres eran Guaito, Pangue, Lincuo, Guaicha, Paineli, Renque, Llaipo, Toraquín, Millanque, a los cuales examinó con gran cuidado, dándoles un cruel tormento, que fué ponerlos sobre muchas brasas tendidas por el suelo, amonestándoles primero que dijesen verdad si querían escusar aquel dolor tan intenso. Pero son los indios de este reino tan hombres en sus cosas, que ni por esas ni por esotras quisieron declarar cosa delante de aquel caudillo. No fué menor el tormento que don Francisco Ponce de León dió a un indio de su repartimiento, que era de la provincia de Nivico donde él a la sazón residía, y fué que hizo derretir mucha manteca, y atando al indio de pies y manos, le mandó asperjar con un hisopo empapado en ella, cuyo ardor fué tan eficaz que el desventurado indio murió en el tormento sin haberle hombre sacado palabra de todo cuanto se le preguntaba. No sé qué me diga acerca destos hechos, pues otros de no mayor impiedad tienen nombre de crueldades entre los antiguos, no siendo cristianos, como el de Quinto Mucio Scévola, que hizo quemar nueve senadores, y el de Tiberio tercero, que a un pescador que dió una mula, sin género de malicia, a otra persona que le maquinaba cierto enredo, hizo refregar el rostro con los mesmos peces que sacaba. Con toda esta entereza de los indios, tuvo maña Valdivia para descubrir por el rostro el alzamiento, estando él en la ciudad de la Concepción con no poco regocijo de la grande riqueza de aquellas minas que se acababan de descubrir. Mas como sea maña antigua de la fortuna no dar larga rienda al placer sin acudir presto a echar en todo algún azar con que se vuelva amarga la dulzura, dió al gobernador aqueste tártago; que no fué pequeño el ver lo que se tramaba al cabo de tantas guerras y trabajos, cuando ya se comenzaba a gustar de los efectos dellos. Derramó esta triste nueva los solaces, de manera que el gobernador salió con solos quince hombres de a caballo, de los cuales fué uno don Pedro de Lobera, de cuyos papeles saqué esta historia; y no quiso Valdivia sacar más gente por dejar la ciudad con fuerza, y también por tener muchos soldados en las tres casas fuertes y en la tierra de las minas, de los cuales se pensaba ayudar para la guerra.

Estando, pues, el gobernador cenando dos horas antes de la noche para partirse, llegó el comisario general, fray Martín de Robleda, de la orden de San Francisco, que era recién llegado de España y el primero que entró en este reino, al cual pidió Valdivia su bendición despidiéndose de él no con poca ternura de los dos, y con esto se partió con propósito de ir a la casa fuerte de Arauco aunque, perdiendo el camino con la oscuridad de la noche, llegó al cuarto del alba a las minas donde estaban cuarenta españoles de a caballo haciendo escolta al oro que se sacaba por haber en aquel asiento más de veinte mil indios.

Mas como los españoles llegaron allí a ver al gobernador y saber la causa de su venida y entendieron ser tan infelice y peligrosa, comenzaron a temer viendo que se quería partir luego, dejándolos allí entre tanta gente bárbara en tiempo de alzamiento, y así le hicieron instancia que se detuviese hasta edificar allí un fuerte donde se recogiesen los mineros y soldados en caso de necesidad. Condescendió Valdivia con ellos, quedándose allí por espacio de ocho días, en los cuales se fabricó una fortaleza y en el ínterin ordenó que se diese mandato a los españoles que estaban en diversos puestos para que acudiesen algunos allí a estarse en aquella fuerza, y otros a la casa fuerte de Tucapel, adonde pensaba partirse luego con su gente. Aquella mesma mañana en que llegó a las minas trajo el mayordomo del gobernador, llamado Rodrigo Volante, una fuente de plata con seis libras de oro en polvo, y se la puso delante, diciéndole que aquel oro habían sacado sus indios el día antes, y que cada día le sacaban otro tanto; por otra parte, le trajeron una hermosa fuente llena de diversas conservas, mas él estaba tan amargo que ni lo primero le alegró el corazón ni lo segundo endulzó el gusto, antes mirando el oro dijo: «Yo alabo aquel que tal cría.» Y con esto mandó quitarle de delante, pues era tiempo de tomar las armas y no de cobdicias de riquezas; y de las conservas tomó una tajada de diacitrón, el cual, al parecer, se le atravesó en la garganta, donde parecía tener un nudo que lo impedía. Habiendo estado aquí ocho días, salió con veinte españoles de los que en las minas estaban, quedando los demás en la fuerza; y con éstos fué caminando a Tucapel, en cuyo camino se le juntaba alguna gente hasta que se vió con sesenta españoles, contando entre ellos sus criados. Iban allí algunos caballeros y muchos hijosdalgo, como eran el capitán Diego Oro, el capitán Francisco Gutiérrez Altamirano, Pedro de Valdivia, Juan de Lomas, Antonio de Bobadilla, Juan de Villarroel y otros valerosos soldados. Con éstos llegó aquella noche a dormir a un lebo y república que se dice Labalebo, de donde envió seis corredores con Antonio de Bobadilla, su caballerizo, para que fuesen descubriendo el campo, mandándoles que volviesen allí aquella noche; mas como amaneciese y no hubiesen acudido al real, tuvo mala sospecha de lo que podía ser, y echando, como dicen, la soga tras el caldero, despachó otros seis con el capitán Diego Oro, pero los unos ni los otros volvieron. Y fué el caso que los primeros seis corredores, y al mejor tiempo que iban su camino, sin hallar cosa que les estorbase, se hallaron re pentinamente cercados por todas partes de enemigos, sin poder volver atrás ni pasar adelante, y así fueron forzados a pelear, hasta que cansados y heridos y muertos los caballos, murieron todos, sin escaparse alguno que volviese a dar la nueva; y como los otros seis no sabían el mal suceso, dieron ellos en la mesma fosa, de suerte que tampoco escapó hombre de ellos, habiendo peleado tan varonilmente los unos y los otros que dejaron el campo sembrado de cuerpos muertos, haciendo gran matanza en los enemigos como después se supo afirmándolo los yanaconas que llevaban en su servicio, de los cuales escaparon algunos.




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Capítulo XLIII


De la memorable batalla de Tucapel entre Caupolicán y valdivia, donde murieron él con todo su ejército, haciéndole traición el famosísimo indio Lautaro


El paso más lastimoso que me parece hay en este libro es éste donde la historia ahora llega; pues se escribe en este capítulo la desastrada muerte de uno de los más valerosos capitanes de nuestro siglo y conquistador detodo Chile, cuyo suceso hace se me caigan las manos de compasión; en tal extremo, que estaba por no prolongar el capítulo más que lo que el mesmo título significa. Pero por ser cosa tan circunstanciada de muchos puntos tan notables como el principal de que se trata, no quiero perder punto de los que deben apuntarse, siguiendo el hilo hasta dar en el extremo donde está añudado. Siendo, pues, tan demasiada la tardanza de los unos y otros corredores que corrió el sol en el interior un hemisferio entero y se asomaba ya por encima de los collados a vista del desventurado ejército, causó a Valdivia tantas nubes en el corazón cuanto resplandor y alegría a la mesma tierra en cuyas hierbas y plantas esparcía sus rayos abriéndose un día muy fecundo. Entonces intentó Valdivia volverse a la casa fuerte de Arauco, sospechando el lazo que estaba tendido en el camino, como hombre experimentado en topar muchos lances y romper muchas lanzas. Mas como algunos de los suyos fuesen hombres de poca edad, recién venidos de Europa, de no menos fervorosa que noble sangre, deseaban ocasión en que estrellarse para mostrar sus bríos y ganar fama; y así procuraron animar al gobernador, diciéndole: «Aquí estamos nosotros en servicio de vuestra señoría» y en particular, el capitán Martín Gutiérrez de Altamirano le habló algunas palabras para incitarle a pasar adelante, representándole entre otras razones el manifiesto riesgo de la gente que había mandado le acudiese de la Imperial, que debía ya estar cerca y daría de improviso en manos de los rebelados. No fué menester más de media palabra para que Valdivia subiese luego en el caballo, como hombre que jamás había mostrado rastro de pusilanimidad ni quería hacer cosa que se le atribuyese a ella, y así, les dijo brevemente: «Señores míos, la causa que me movía a intentar la vuelta hágoles saber que no es cobardía ni temor, pues en mi vida me lo puso la demasiada fuerza de adversarios; pues como todos saben, me suelo arrojar entre muy grandes huestes de ellos sin que me ímpida su mucha fuerza, ni la poca gente de mi parte. Mas parecíame a mí agora que el hacer alto en la casa de Arauco para convocar suficiente número de soldados y ordenar el ejército según la oportunidad lo pide, fuera cosa expediente y acertada para dar más al seguro sobre los indios, que ya no son los que solían; pues eran antes conquistados y acometidos y agora son rebelados y agresores. Mas, pues vuestras mercedes son de otro parecer, no hay para qué dilatarlo un punto, pues el llevarme a la guerra es encaminarme a mi centro; y ha días que no peleo. Por tanto, caminemos luego; que aunque estoy viejo, soy Valdivia, y no dejo de ser Valdivia aunque soy viejo.» Apenas hubieron caminado dos tiros de arcabuz, cuando toparon a un indio yanacona muy despavorido y cansado, que les dió la triste nueva de la muerte de los corredores por haber él ido en su servicio, y juntamente un indio llamado Agustín, de mucha razón y experiencia, que servía a Valdivia desde el Perú, y le amaba tiernamente, se hincó de rodillas delante de él pidiéndole con muchas lágrimas que retrocediese, porque los indios que le esperaban eran innumerables y muy bien aderezados y resueltos en morir o vencer, haciendo en ello lo último de potencia. Pero ningunas palabras pudieron ser tan eficaces como aquellas que clavándole el corazón le habían motejado de hombre poco determinado; por las cuales rompiera con todo el mundo antes de volver el pie atrás un solo instante.

A poco trecho que hubieron caminado, se hallaron en un sitio lleno de arboleda por ambas bandas del camino, y no menos de indios belicosos, emboscados en ella, aunque es difícil determinar si las matas cubrían a los indios o los indios a las mesmas matas, ni tampoco es más fácil de resolver cuál de los dos números llegó a ser más copioso, el de las matas o el de las matanzas. Pero por más gente que vía el gobernador no interrumpió su viaje, como quien no hacía caso de ellos, los cuales, con no menor astucia, se fueron retirando y cebando a los españoles hasta llegar al sitio donde estaba todo el ejército con disposición como de gente que había trazado sus cosas muy despacio. Eran los indios que se hallaron juntos aquel día poco menos que aquellos que llevó Vectiges, rey de los godos, cuando fué a dar batalla a los romanos; pues (según Volaterrano) eran doscientos mil los que llevaba; y los de Caupolicán pasaban de ciento y cincuenta mil, que aunque no eran godos eran valerosos araucanos.

Estando los dos ejércitos frente a frente a pique de arremeter de ambas partes, se apeó el gobernador, postrándose en tierra en voz alta con hartas lágrimas, profesando y haciendo protestación de nuestra santa fe católica, y suplicando a Nuestro Señor le perdonase sus pecados y favoreciese en aquel encuentro interponiendo a su gloriosa madre, y diciendo otras palabras con mucha devoción y ternura, como lo hizo el rey Josafá cuando vinieron contra él los moabitas y amonitas con opulentos escuadrones, que, según dice el texto sagrado, convirtió todo su corazón a Dios, diciendo: «Si vinieren sobre nosotros todos los males, el cuchillo del juicio, la pestilencia y hambre, estaremos firmes en el acatamiento del Señor, invocando sin cesar su santo nombre y acogiéndonos a él en nuestras tribulaciones.» Hecho esto, ordenó que saliesen veinte de a caballo a un escuadrón donde estaban veinte mil indios que salía a mil indios por un español; éstos tenían gran suma de piquería, por entre la cual rompían los de a caballo, saliendo de la otra parte del escuadrón y revolviendo luego sobre él mismo, sin que dejasen de quedar algunos tendidos en estos encuentros. Y era cosa dever que aún no había bien caído el hombre en el suelo cuando ya estaba sobre él gran multitud de indios que acudían a porfía a ver quién podía cortarle la cabeza. Al mesmo tenor, tornó Valdivia a enviar otros veinte hombres por el otro lado; a los cuales sucedió lo mesmo que a los primeros, que mataban y morían ganando los indios siempre tierra. Viendo el gobernador el pleito mal parado, procuró animar al resto de su gente, entrándose con ella entre las grandes huestes, donde por gran espacio de tiempo anduvo la refriega sangrienta sin cesar de morir gente de ambas partes. Pero como la fuerza del sol iba creciendo y refrescándose los enemigos, quiero decir entrando siempre gente de refresco, comenzaron a desmayar los pocos españoles que quedaban, de suerte que ya la victoria casi estaba por de los indios. Entonces el gobernador se hizo afuera con los españoles, y en dos palabras les dijo razones de mucha sustancia, esforzándolos con tanto valor y demostración de ánimo y esperanza, que los nuestros sacaron más socorro y refresco de sus mesmos ánimos que los indios de la gente que para ello tenían diputada. Y así, acudiendo con nuevo ímpetu, se estrellaron tanto en los indios que les hicieron perder todo el sitio de la batalla sin quedar en él hombre de su bando fuera de los muertos a quienes iban derribando los españoles.

A este tiempo se embistió un espíritu no sé cómo le llame; pero no se puede dejar de presumir haber sido extraordinariamente pernicioso, pues ha sido total causa de que en más de cuarenta años continuos nunca haya faltado guerra dentro de Chile, cosa que dudo haber sucedido en el mundo; pues, dentro de un mismo reino y en unos mesmos sitios conservarse tanto tiempo y con tal tesón la guerra que un punto no haya de quietud (excepto un año poco más en que allanó la tierra don García de Mendoza), cosa es cierto que dudo estar escrita en historia alguna antigua ni moderna. Digo, pues, que se revistió este espíritu en un indio llamado Lautaro, que era caballerizo de Valdivia y actualmente le tenía los caballos que remudaba; éste ha sido la total destrucción de Chile, éste la causa de tantas mortandades que deben de pasar de dos millones; éste la ocasión de que se hayan perdido tantas almas, así de los indios, que eran ya cristianos y murieron como bárbaros, como de los que van naciendo y se quedan en su infidelidad sin recebir el santo bautismo; éste el que, viendo el suceso de la batalla en tal punto, se pasó a la banda de los indios, sus coterráneos, y dando una voz, les dijo desta manera: «¿Qué cobardía es ésta, valerosos araucanos? ¿Qué infamia de nuestra tierra? ¿Qué oprobio de nuestra nación? ¿Qué dirán los que supieren que de cuatro hombres medio muertos váis huyendo ciento y cincuenta mil esforzadísimos soldados? Ya véis que hasta ahora he estado de parte de los españoles y no pensaba mudar propósito si viera que iban vencidos, aunque muriera yo entre ellos, o ya que vencieran fuera a otros tantos como ellos o pocos más, o a lo menos no tantos como vosotros; pero que una infinidad de araucanos se rindan a unos hombres tan desmayados y pocos en número, ésta es como una afrenta, y aún más que ignominia del hombre araucano, y que redunda en mí, que soy uno de los deste apellido; por lo cual, si vosotros queréis admitir mi consejo, yo os lo daré presto en las manos, y si no, aquí están las mías, que bastan para quien ya no puede tenerse en pie; y si Caupolicán no quisiere resolver con el ánimo que la mesma cosa nos está poniendo, aquí está Lautaro.»

Y con estas razones diciendo y haciendo, echó mano de una lanza de treinta palmos, y como un león desatado se vino para los españoles, trayendo por secuaces las gruesas catervas que habían retrocedido, lo cual puso en el corazón de Valdivia el concepto que engendró en el de David el ver que Achitofel se había pasado a la parte de Absalón, que fué la cosa que le dió más pena. Pero como ya estaba echada la capa al toro, era el postrero remedio humano el pelear como lo hicieron de ambas partes, trabándose por largo rato nueva refriega hasta que, viendo Valdivia que no quedaban más que cinco o seis de los suyos, volvió las espaldas escabulléndose, lo cual pudo hacer por la polvareda que se había levantado, y llegando a un lugar cosa de un tiro de arcabuz de donde había partido, se halló con el padre Pozo, que era su capellán, y con él y Agustín, el indio intérprete comenzó a huir, aunque luego fué alcanzado de los enemigos, los cuales mataron al sacerdote y cogieron a manos a Valdivia y al intérprete, en las cuales fueron los dos en volandillas, llevados delante de Caupolicán y Lautaro.

Lo que hicieron del gobernador y el género de muerte que le dieron no se ha sabido con certidumbre hasta hoy, porque fué tan desastrado el suceso que ninguno de los sesenta y tres españoles que entraron en la batalla salió con vida del sitio de ella; a la manera que le aconteció al opulento ejército de Ciro, rey de los persas, que, entrando en batalla con los Scitas, no quedó un solo hombre de su parte que pudiese llevar la infelice nueva con haber metido doscientos mil hombres en campo. Pues ya que no fueron tantos los que acá murieron, con todo eso valían por muchos escuadrones, como se había visto hasta entonces, y la pérdida fué la mayor que pudo tener aquel reino. Y aunque el día era propio de historiador y más lleno de coronista que de guerra por ser el propio del glorioso evangelista San Juan a los veinte y siete de diciembre de 1553, con todo eso, no hubo uno que pudiese dar razón del fin último desta desventura ni aún la hubiera dado don Pedro de Lobera, de quien saqué lo que escribo, si no se hubiera quedado en el asiento de las minas el día antes entre los demás que allí dejó Valdivia, donde, por dichos de los indios yanaconas que iban saliendo de la refriega, y huían despavoridos, iban sabiendo por momentos el estado destos infortunios, así allí como en los demás lugares del reino.

Con todo eso se vino a saber con el tiempo todo casi lo que allí pasó, sin quedar cosa, parte por la mesma falta dé los españoles que no volvieron hasta hoy, parte por el sitio de la batalla, que se halló tan lleno de cuerpos muertos que estaban unos sobre otros; y no menos por haberse pasado Lautaro al otro bando, al cual veían cada día los españoles, pues era el que sustentaba la guerra contra ellos. También se sabe que llevaron los indios muchos despojos así de las joyas y armas de los nuestros como del bagaje y vajilla del gobernador y los demás caballeros, dejada aparte la pérdida de los caballos, que valían más de doscientos mil ducados, y también es cierto que murieron famosos capitanes araucanos, que se conocieron muertos en el campo, como Triponcio, Gameande, Alcanabal, Manguié, Curilen, Layan, Ayanquete y otros de mucha fama. Y aún lo que toca al modo de la muerte de Valdivia -ya que no se sabe puntualmente, a lo menos tiénese por cierto- fué uno de los dos que diré, en los cuales han convenido todos los indios que se hallaron a su muerte, que aunque a la sazón eran enemigos, han venido en el discurso del tiempo gran parte dellos a manos de los españoles, unos reducidos y otros cautivos, y todos ellos sin discrepar alguno han concordado que el linaje de muerte que le dieron fué uno destos dos, de donde parece que se infiere haber sido cierto el segundo, por ser tal que demás de ser muy conforme a la pasión de los indios y original ocasión de la guerra, no era cosa que los indios podían hallar tan a la mano para inventarla, si no la hubieran visto. Y el haber tantos que conviniesen en el otro que diré primero, debió de ser porque buscaban traza con que la culpa cargase sobre uno solo, y ese algo excusable. Esto fué que estando Valdivia en presencia del general Caupolicán, pidiéndole la vida con promesas de que se iría del reino con todos los españoles, apoyando esto el indio Agustín con darles a entender que desta matanza no medrarían otra cosa más de la venganza de los españoles que, irritados con la muerte de su cabeza, vendrían a dar en las suyas, vino a titubear el general y poner el negocio en consulta y aun a estar inclinado a otorgar la vida al gobernador. Y viendo esto un cacique llamado Pilmaiquen, a quien él había hecho vasallo de una criada suya, que era Juana Jiménez, y tenía pasión con su encomendero, y aun contra quien le había hecho súbdito suyo, sin aguardar más embites levantó una gran porra que tenía en las manos y la descargó con gran furia sobre el infelice Valdivia haciéndole pedazos la cabeza, a cuya imitación el indio Lautaro atravesó la lanza por el cuerpo de Agustín, el intérprete, con quien andaba a malas, como persona que vivía con él dentro de una casa, según es costumbre entre gente de servicio.

Esta manera de matanza refiere don Pedro de Lobera, y va con esta lectura sin hacer mención de otra alguna; pero por ser la segunda tan verosímil y tan digna de saber y proporcionada a las trazas del Cielo, la escribiré aquí, aunque no tengo autor cierto dello, más de que se dice comúnmente. Y es que estando los indios con extraordinario regocijo viendo en sus manos al gran capitán de los españoles, hicieron con él muchas fiestas por burla y escarnio, y por remate trajeron una olla de oro ardiendo y se la presentaron, diciéndole: pues tan amigo eres de oro, hártate agora dél, y para que lo tengas más guardado, abre la boca y bebe aqueste que viene fundido, y diciendo esto lo hicieron como lo dijeron, dándoselo a beber por fuerza, teniendo por fin de su muerte lo que tuvo por fin de su entrada en Chile. Y no es cosa ésta que se deba tener por increíble, pues demás de las circunstancias que la verifican, no es la primera vez que se ha hecho en el mundo cosa semejante, según leemos en las historias, donde se refiere que habiendo el rey Ciro muerto en batalla a un hijo de la reina de los escitas, llamado Thomyris, con todo su ejército y gente de la ciudad, procuró ella, en lugar de lágrimas, derramar la sangre de su enemigo, poniendo algunos escuadrones sacados de otras ciudades de su reino en una emboscada en el territorio Masagético, cuyo suceso fué quedar todos los persa muertos sin escapar hombre, y el rey Ciro entre ellos, cuya cabeza tomó la reina Thomyris y la echó en una odre llena de sangre, diciendo: «Hártate de sangre humana, pues has sido toda tu vida tan sediento della.» Desta manera acabó en manos de aquellos a quienes tantas veces habla subyectado el valeroso Valdivia; y desta también acabaron los Césares, Marco-Antonios, Pompeyos, Atilios y otros famosísimos capitanes, que, habiendo salido con insignes victorias, vinieron finalmente a morir vencidos.




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Capítulo XLIV


De la prosapia y discurso de la vida de don Pedro de Valdivia


El gobernador don Pedro de Valdivia fué hijo legítimo de Pedro de Oncas de Melo, portugués muy hijodalgo, y de Isabel Gutiérrez de Valdivia, natural de la villa del Campanario, en Extremadura, de muy noble linaje; fué casado con una señora llamada doña Marina Ortiz de Gaete, en Salamanca. Después pasó a Italia, dejando a su mujer, y tuvo conducta de capitán con mucho nombre. De allí volvió a España, donde con el rumor que andaba del descubrimiento del Perú y su gran riqueza, determinó a pasar a él, y sirvió a su majestad en la conquista de los Charcas, donde fué maestre de campo del marqués don Francisco Pizarro, el cual le dió una encomienda de indios que le rentaba muchos dineros. Pero como tenía tan altos pensamientos, y vió que don Diego de Almagro había desamparado el reino de Chile, tomó él esta émpresa, haciendo de nuevo su conquista como está dicho. En esta obra, salió con las hazañas y padeció los trabajos referidos en esta historia por espacio de trece años, que fueron corriendo desde el de 1540, en el mes de octubre, que se comenzó la conquista, hasta veinte y siete de diciembre de 53 en que murió. También se ha dicho cómo volvió al reino del Perú y se halló en la famosa batalla donde el cruel tirano Carvajal fué preso por industria suya, pues era tanto su valor, que el mismo día que llegó le entregó el presidente Gasca el campo del Rey, al cual dispuso de manera que el mismo Carvajal, por ser hombre extraordinariamente industrioso, reconoció que no era posible ser traza de otro sino de Valdivia, con saber que estaba en Chile; y así dijo en viendo la disposición del ejército: «O en este campo anda Valdivia o el demonio» tanta era su prudencia, industria y sagacidad. Su estatura era mediana, el cuerpo membrudo y fornido; el rostro alegre y grave; tenía un señorío ensu persona y trato, que parecía de linaje de príncipes. Juntaba con gran prudencia la afabilidad con la gravedad, y el brío con la reportación; no era nada vengativo en cosas que tocasen a su persona, mayormente con quien se le rendía; y mucho menos cobdicioso, ni sabía guardar el dinero por ser naturalmente amigo de dar; y aunque jugaba muy largo, no se reservaba cosa para sí, gustando más de darlo de barato, aun lo que ganó al capitán Machicao, que fué tanto que en sola una mano fueron catorce mil pesos de oro al juego de la dobladilla. Lo cual quiero que no se haga difícil de creer a los que en Europa lo leyeren, pues ha sucedido muchas veces en las Indias, como se vió de seis añosa esta parte en la villa de Potosí; donde jugando dos hombres ricos paró el uno dellos veinte y cinco mil pesos a una mano, y el otro envidó un ingenio suyo donde se beneficiaban los metales, que valía más de cuarenta mil; aunque estando ya para descubrir las cartas se las quitó de la mano el corregidor que estaba presente, el cual, era don Pedro Zores de Ulloa, que aunque es harto magnánimo y manirroto, no quiso pasar con este lance, pareciéndole que le sería mal contado haberse ejecutado en su presencia. Y por no acabar en cosas de juego la vida de un hombre tan sustancial y valeroso, le doy remate con decir que toda ella es juego por más estimada que haya sido, por más cosas heroicas en que se haya empleado, por más estatuas que deje levantadas en su renombre, si no se emplea toda en el servicio del señor universal delmundo y en las batallas de los enemigos invisibles del linaje humano, y en las victorias que se premian con la corona de eterna gloria, la cual sea Nuestro Señor servido de dar por los méritos de su hijo Jesucristo, y a nosotros gracia para conseguirla por los mesmos.




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Capítulo XLV


De la memorable batalla entre los catorce de la fama y los indios araucanos, y de la pérdida del fuerte de Tucapel


En este capítulo me siento por casi necesitado a prevenir al lector con persuasión a la credulidad por ser las cosas que en él se refieren tan grandiosas que podrían tener sonsonete de las que se cuentan en los libros de caballerías, sino zanjásemos bien este punto en un argumento manifiesto, y es que al tiempo que estoy escribiendo estos renglones están muchas personas a la mira que se hallaron a la sazón en los Estados de Arauco, las cuales son fidedignas y concordes en las cosas que en los papeles de don Pedro de Lobera haya escritas, de los cuales saco yo las que aquí refiero. Estando, pues, el general Caupolicán con su ejército puesto al paso por donde habían de ir concurriendo los españoles de diversas partes a formar el suyo, y teniendo aviso que venía por el mesmo el gobernador, acordó de enviar gente que se aposesionase de la fortaleza de Tucapel, que era la más cercana, para que los españoles no hallasen refugio en qué acogerse. Y así, el día antes de entrar en la batalla con Valdivia, que fué el de San Esteban, escogió algunos indios de muchas fuerzas, y les dió todas las dagas que halló entre los indios para que las metiesen en algunos haces de hierba, y cargados con ellas se entrasen en la fortaleza entre los demás indios de servicio, pareciéndoles que no se repararía en ello por no estar hasta entonces declarado del todo el alzamiento.Estaba a la sazón por capitán de la fortaleza Martín de Ariza con doce soldados muy bien apercibidos, y no muy seguros por lo que había sucedido en la matanza de los cuatro españoles que habían los indios cogido descuidados cuando mataron a Diego Maldonado; con todo eso, tuvieron oportunidad de entrar los araucanos disimulados, con un capitán muy animoso, llamado Chinchepillán y yéndose derechos a la caballeriza con la yerba, en lugar de dársela a los caballos comenzaron a darles la muerte. Estaba entonces un soldado puesto de centinela, el cual, viendo entrar tanto número de indios, y no de los que solían, que eran siempre muchachones, tuvo mala sospecha y, acudiendo a la caballeriza, echó mano a su espada y comenzó a pelear con los indios dando voces, a las cuales despertaron los soldados que estaban durmiendo la siesta y acudieron con tanta presteza, que hallaron al centinela en la refriega hecho una centella; y dando todos en los indios, mataron muchos dellos, echando a los demás fuera de la fortaleza, en cuyo seguimiento fueron peleando algún trecho. Era tan prevenido el general Caupolicán que, apenas había despachado a los indios con el capitán dicho, cuando envió tras ellos otros dos mil, para que les acudiesen al tiempo de la necesidad; y así lo hicieron en este lance, que viendo a los españoles desencastillados, acudieron de tropel a dar en ellos. Pero fué tanto el esfuerzo de los nuestros que, sin género de sobresalto, pelearon como si fueran muchos más, y viendo que iban siempre entrando enemigos de refresco se fueron retirando con mucha reportación, sin dejar de pelear un solo punto, hasta entrarse en el fuerte y muchos indios con ellos a continuar la pelea dentro de la fortaleza. Pero alzando los españoles la puente levadiza, dieron en los contrarios, que estaban encerrados, sin dejar hombre a vida; y para destruir o ahuyentar los que estaban fuera, jugaron la artillería y usaron de las escopetas con grave estrago de los indios, los cuales, así por esto como porque cerraba la noche, se retiraron, alojándose en lugar de donde pudiesen acudir a la madrugada.

Viendo el capitán Martín de Ariza el manifiesto riesgo que allí corría, así por la gran fuerza de enemigos como por el mucho temor de los suyos, que flaqueaban mucho y le insistían a que huyese, tanto que temió le habrían de matar si no lo hacía, se resolvió en desamparar la fortaleza, y así lo hizo, dejando toda la artillería bastimentos y alhajas sin sacar cosa más que los caballos en que iban, ni aún indios que los guiasen. Desta manera partieron cerca de media noche con harto temor, invocando el auxilio de Dios Nuestro Señor y su Santísima Madre, con cuyo favor llegaron al amanecer a la ciudad de los Infantes, que era la más cercana de aquel puerto. A la mesma hora acudieron los indios al fuerte con muchos tablones y machinas para escalarlo, y con propósito de cegar el foso para entrar más a su salvo; mas como llegasen con sus acostumbrados alaridos y no hallasen resistencia, antes la puente tendida y la puerta abierta, temieron mucho más, sospechando que había algún extraordinario ardid y lazo armado para cogerlos. Mas por no mostrar cobardía se determinaron algunos de los más esforzados, a entrar de tropel, como lo hicieron hasta los últimos rincones de la casa con tanto regocijo por haber hallado mucho en que hacer presa cuanto disgusto en habérseles ido los españoles, en los cuales pensaban esconder los hierros de sus lanzas y descubrir las fuerzas de sus brazos. Mas no poco contentos con los despojos se fueron adonde estaba su general con todo el ejército, dando mil saltos por el camino y llegando a él se solemnizó la fiesta de la muerte de los españoles con su gobernador Valdivia, y la huída y preseas que tomaron de estos doce.

Estando, pues, celebrando estas victorias con grandes banquetes y borracheras, llegó un mensajero a dar aviso de que por el valle de Licura iban entrando algunos españoles, cuya nueva puso en alboroto a todos los que estaban muy metidos en su fiesta y...... Mas el general Caupolicán, como hombre valeroso y reportado, dijo en voz alta que se estuviesen todos quietos y pasase adelante el regocijo; y con mucha serenidad habló aparte a algunos capitanes señalándoles cuatro mil hombres para que fuesen en sus compañías marchando hasta encontrarse con la gente española en sitio donde pudiesen pelear cómodamente. Llegando, pues, a las riberas de la laguna de Licura, divisaron a los españoles que venían hacia ellos, que eran catorce hombres, los cuales salían de la fortaleza de Puren convocados de don Pedro de Valdivia, de cuyo desastrado suceso estaban ignorantes. Estos catorce hombres, luego que vieron la multitud de indios tan adunados, y que por otra parte no habían topado indio en todo el camino como solían, luego tuvieron mala espina, imaginando lo que podía ser poco más o menos. Y comenzando a apercibirse para la pelea, vieron salir un indio del escuadrón contrario llamado Punpun; el cual se fué para ellos y les dió un pliego de cartas, las cuales entendieron ser del gobernador, y abriéndolas a gran priesa, hallaron ser sus mesmas firmas, y que era el pliego que ellos habían despachado al mesmo Valdivia, el cual no llegó a sus manos por haber venido a la de los indios, y en particular a las de este Punpun que lo cogió disimuladamente, por ser cosa en que ellos no reparaban. Juntamente con esto, les dió el indio la infelice nueva de los desastrados sucesos que no poco los entristeció, pero el ver la muerte a los ojos les hizo tratar de lo que tenían ante ellos entrando en consulta con los suyos el caudillo, que era Juan Gómez de Almagro, con la brevedad que la ocasión presente requería.

Y aunque les era fácil volver las espaldas y entrarse en su fortaleza sin ser alcanzados por ir ellos a caballo y los enemigos a pie, con todo eso sedeterminaron de acometer abalanzándose al primer escuadrón de indios y atropellándolos sin cesar de pelear y pasar adelante, dando de una en otra escuadra, de suerte que pelearon los catorce como si fueran catorce mil, dejando muchos indios muertos, saliendo todos ellos con vida, aunque algunos con heridas peligrosas. Fué tan extraordinario su valor que los indios se conocieron por vencidos, y como tales despacharon a gran priesa mensajeros a su general pata que enviase gente de socorro, el cual mandó luego salir al capitán Lautaro con treinta mil hombres bien pertrechados de armas defensivas y ofensivas, así de las que ellos usan como de las que habían despojado a los españoles; y marchando a toda priesa, aun que con puntual orden en su ejército, alcanzaron a los españoles en la tierra de Tomé. Cuando los españoles vieron tal espectáculo, ¿quién dirá que no se espantaron y perdieron el ánimo? Mas, en efecto, de las palabras que dijeron, se podrá colegir lo que en tal trance pasó por sus corazones; porque diciendo uno de ellos:

-¡Oh si fueramos cien hombres, qué matáramos de gente!

Respondió otro más valiente:

-No te turbes ni te asombres con los que tienes de frente; igual fuera ser dos menos quedando en una docena, que así fuéramos más buenos; aunque desta gente ajena fueran los campos más llenos, éste fuera menor daño, antes ventura muy cara, porque el mundo nos llamara los bravos doce del paño, y así en más nos estimara.

Y diciendo y haciendo partió a todo correr hacia los indios, y los demás españoles en su seguimiento; y dieron principio a la batalla tres horas antes de la noche, sin interrumpirla en todo el tiempo que les duró el día, hallándose al fin dél todos los españoles vivos y no pocos indios muertos; pero como la multitud de los enemigos fuese tan excesiva que los tenían cercados por todas partes, no poseían los nuestros más tierra que la que ocupaban con sus caballos. Y como viesen que la noche les desayudaba y los indios se iban cerrando para cogerlos a manos, acometieron de cuando en cuando rompiendo por entre los indios, y tornándose a recoger con el mejor orden que podían. En estos encuentros mataron a Pedro Niño, a don Leonardo Manrique y a Pedro de Neira, y los demás que veían su perdición, acordaron de huir cada uno por su parte, arrojándose a un río, que allí estaba; muriendo en el camino en manos de los enemigos un valeroso soldado, que se llamaba Diego García y otro llamado Gabriel Maldonado, y, finalmente, Sancho de Escalona.

Pasaron los demás el río como mejor pudieron, hallándose juntos cinco hombres de la otra banda, los cuales se fueron a la laguna de Licura, por donde habían entrado, y en el camino hallaron a su capitán Juan Gómez de Almagro, y al capitán Gregorio de Castañeda, que estaban a pie; y todos siete conienzaron a proseguir su viaje sin cesar de encontrar enemigos con quien peleaban, por lo cual se hubieron de quedar en el camino los dos dé a pie, el uno por no poder tener con los demás, y el otro, que era Andrés Hernández de Córdova, por haber rodado con su caballo por una ladera abajo, donde quedaba muy lastimado. Los otros cinco que restaban, llegaron con harto trabajo a la fortaleza de Puren, que estaba dos leguas del sitio de la batalla, y hallaron al capitán don Pedro de Avendaño, que había llegado con treinta españoles, pensando ser vivo don Pedro de Valdivia, a quien iba a dar socorro para la guerra. Sabida por todos los de la fortaleza la desastrada nueva y perdición de la tierra, acordaron de salirse del fuerte y acogerse a laciudad Imperial, que estaba doce leguas de allí, y así lo hicieron partiéndose luego que salió el sol a punto que llegaba otro soldado de los catorce que no había podido llegar allí hasta entonces. En este ínterin venía caminando por otra parte el capitán Juan Gómez de Almagro a pie y solo, habiéndose escapado de los enemigos en un bosque donde estuvo escondido toda la noche. Y quiso su ventura que a cabo de rato topó a un indio yanacona que estaba escondido con el mesmo temor que él. Y lo envió a la fortaleza de Puren a dar aviso de cómo quedaba a pie, y muy fatigado, para que fuesen a socorrerle. Llegó este indio al fuerte a tiempo que ya se habían ido los españoles, y no había en él más que un cacique llamado Alemanque con algunos indios, el cual mandó al yanacona que fuese luego tras los españoles con el aviso que llevaba; y por otra parte despachó a un hermano suyo en busca del capitán Almagro, para que procurase ponerle en salvo. Apenas habían partido estos dos indios, cuando llegaron algunos escuadrones de enemigos y pusieron fuego a la fortaleza, estando ellos más encendidos en él por no hallar en ella a los cristianos. Cuando los españoles oyeron la embajada del indio yanacona se determinaron en que algunos dellos se volviesen al fuerte a socorrer al capitán Almagro. Pero como hallaron tantas huestes de enemigos que estaban poniendo el incendio, fueron forzados a emplearse en otro asunto, que fué el trabar batalla con ellos, sustentándolos por gran rato hasta que de muy cansados hubieron de dar la vuelta en prosecución de su viaje. Dentro de poco tiempo alcanzaron a los demás españoles que lo estaban esperando, y con ellos el capitán Almagro, que ya había llegado adonde ellos estaban con la buena industria del indio que los guiaba; y todos juntos se fueron a la ciudad Imperial a dar las nuevas de los desastrados sucesos de aquellos tres días. Murieron en esta batalla siete españoles, que fueron don Leonardo Manrique, Juan Cortés, Escalona, Pedro Niño, Andrés Hernández de Córdova, Diego García y Andrés de Neira, quedando vivos otros siete, que fueron el capitán Juan Gómez de Almagro, el capitán Gregorio Castañeda, el capitán Juan Morán, que salió con un ojo; Martín de Peñalosa, Gonzalo Hernández, Sebastián Martínez de Vergara y el capitán Maldonado.




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Capítulo XLVI


De la destrucción de algunas ciudades de Chile y elección de Francisco de Villagrán por gobernador


La grande novedad del estado de las cosas de Chile dió mucho que pensar asi a los indios como a los españoles, sobre el entablar cada bando sus nepcios según los sucesos iban enseñando, y hablando primero de los indios, es cierto que casi todos ellos se determinaron en no hacer alto sino seguir con sus ejércitos hasta las ciudades que estaban fuera de Arauco sin alzar mano de la guerra en tanto que quedase en el reino un solo español. Pero algunos indios prudentes y experimentados, como Peteguelen, Colocolo, Villarapue y Labapie, fueron de parecer de que no saliese hombre de Arauco y Tucapel, porque la insigne victoria con que en tres días habían muerto al gobernador y su ejército y destruído dos fortalezas sin dejar español en sus provincias, aunque por una parte convidaba a proseguir la guerra a fuego y sangre, por otra daba que temer, pues era cierto que los españoles habían de echar el resto procurando vengarse con todo su caudal y fuerzas. Cuadró este parecer a todos los demás indios, y así, de común acuerdo, se estuvieron quedos y a la mira hasta ver el rumbo que tornaban los españoles. Había en este tiempo grandes sementeras de trigo en los Estados de Arauco, que pasaban de cien mil hanegas sembradas por los españoles, y como los indios no sabían el modo en que se suele usar del trigo, no hacían más que cocerlo, y así lo comían hartándose luego de agua, lo cual fué causa de gran mortandad en todo Arauco; pero ellos por disimular su barbaridad y por no dar ánimo a los españoles con su menoscabo, lo tuvieron tan oculto que no se supo en los demás lugares del reino hasta haber pasado muchos meses.

La perplejidad de todos los españoles de Chile en esta coyuntura, fué la que se podrá pensar en un negocio que les puso en tanto aprieto. Y el primero que comenzó a tratar del remedio fué el mariscal Villagrán, que a la sazón andaba visitando los términos de Valdivia, el cual acudió luego a la ciudad y trató con los regimientos de ella de que se eligiese cabeza para todo el reino mientras su majestad o el virrey del Perú proveían de gobernador; y que él sería el primero que obedeciese a cualquiera que fuese el electo para tal oficio, y sobre esto hizo un largo razonamiento a toda la gente principal con palabras de tanta ponderación y sentimiento cuanto el caso y tiempo lo requería. Juntáronse a esto los regidores, tomando pareceres de los hombres más sustanciales del lugar, y todos unánimes nombraron al mesmo mariscal Francisco de Villagrán, el cual, habiendo dado el mejor orden que pudo en las cosas, se partió a la ciudad Imperial, y de allí a la Concepción, siendo en todas partes recibido sin contradicción alguna; por otra parte enviaron a llamar los de las ciudades primeras del reino al general Francisco de Aguirre, que estaba en el reino de Tucumán en pretensión del Gobierno de aquella provincia, el cual acudió luego a la ciudad de Coquimbo, donde tenía su casa, y comenzó a tratar de que se le encargase el gobierno de Chile por estar nombrado para ello en un testamento cerrado que se halló de don Pedro de Valdivia. Sobre lo cual duraron por algún tiempo algunas disensiones en el reino. Mientras se puso esto en ejecución en las ciudades que habemos dicho, estaban en grande aflicción los de la Villarica por ser la gente poca y estar muy cerca de los enemigos. Y así se resolvieron en desamparar la villa, como lo hicieron, acogiéndose a la ciudad Imperial, donde estaba Pedro de Villagrán por corregidor y teniente general. También los del asiento de las minas, viéndose en el mesmo peligro, dejaron su población desierta y se fueron a la ciudad de la Concepción, que también estaba en no pequeño conflicto. Y, finalmente, los moradores, de la ciudad de los Confines, que era recién fundada en el Lago de Angol, despoblaron su ciudad y se fueron a la de la Concepción con el temor que tenían a los enemigos, de suerte que pudo tanto la rebelión de los indios, que al primer lance se despobló medio Chile; cosa que hasta hoy no se ha acabado de restaurar.




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Capítulo XLVII


De algunos desasosiegos que hubo entre los españoles sobre el gobierno y una batalla que apercibieron contra ellos los indios araucanos


Luego que se supo la muerte de Valdivia en Santiago, trataron sin dilación los regidores y otras cabezas de la ciudad, de enviar socorro a la Concepción, teniendo por cierto que los enemigos habían de dar en ella de recudida, por ser la ciudad más expuesta a sus tiros que a la sazón había en Chile. Para esto enviaron con gran brevedad al capitán Francisco de Riveros con alguna gente de socorro, el cual, cuando llegó a la ciudad, halló en ella al mariscal Villagrán recibido por gobernador, como las demás ciudades de arriba. Y aunque el capitán Riveros llevaba poderes del cabildo y justicia mayor de Santiago, como de la cabeza del reino, para que recibiesen a Rodrigó de Quiroga por gobernador, nombrado por tal en el mesmo cabildo con harta repugnancia suya, con todo eso no quiso este capitán exhibir los poderes ni tratar de ellos por evitar las disensiones que podrían resultar dividiéndose la gente en bandos contrarios, unos por Villagrán y otros por Quiroga.

En este tiempo llegó a Chile el general Francisco de Aguirre, dejando el gobierno de las provincias en que actualmente estaba de los Diaguitas y Juries, por haber sido llamado de algunos amigos suyos para que entrase en el gobierno de este reino, en cuyo oficio le dejó nombrado Valdivia en un Lestamento cerrado que se halló suyo. Llegado Aguirre a la ciudad de la Serena, donde tenía su casa y había siempre sido cabeza del pueblo, comenzó a juntar alguna gente, que se le llegaba, intitulándose gobernador y dejándose llamar señoría, por ser título consiguiente a tal oficio, de manera que en las tres primeras ciudades de Chile, que eran entre sí inmediatas, había tres gobernadores, comoquiera que no hubiese alguno de derecho. Y pretendiendo Villagrán allanar este barranco, envió a la ciudad de Santiago cuatro personas principales con el capitán Maldonado para que tratasen de este negocio, dando traza en que le recibiesen como en las demás ciudades lo habían hecho. Mas corno en esta ciudad habían nombrado por gobernador a Rodrigo de Quiroga, con quien estaban contentos, no quisieron innovar cosa acerca desto, dando por respuesta a los embajadores que no era razón deponer tan presto a Rodrigo de Quiroga sin demérito suyo, habiendo sido legítimamente nombrado en el oficio, por ser las personas que le nombraron a las que derechamente incumbía hacer esto, por ser las del regimiento y poder de la ciudad, que es cabeza de todo el reino. Oyó Villagrán esta respuesta con igualdad de ánimo y sin mudar semblante, por ser hombre de mucha prudencia y sufrimiento, y tenía por mejor disimular todo lo posible en razón de na causar más inquietud que la que el reino se tenía de suyo. Y con grande discreción y miramiento, acordó acudir a los negocios del gobierno como quien tenía cargo dellos, haciendo lo que convenía sin ponerse a deslindar ni sacar en limpio la resolución del caso que se trataba. Y así apercibió su gente para ir en busca de los enemigos, sacando ciento sesenta y dos hombres de a caballo muy bien aderezados y bastecidos de lo necesario, dejando en la ciudad noventa hombres que la defendiesen. Y asimismo llevó por delante ocho tiros de bronce con la munición necesaria para ellos y todos los demás pertrechos, instrumentos y vituallas que podían ser de momento en la jornada. Y para proceder en todo con más orden nombró por maestre de campo al capitán Alonso de Reinoso, hombre anciano, versado en cosas de guerra, y. por alférez general al capitán Juan de Alvarado, haciendo asimismo elección de otros capitanes y oficiales de guerra, con los cuales partió de la Concepción en fin del mes de febrero de 1554.

En este ínterin estaban los enemigos durmiendo, pues tenían por cosa cierta que los españoles habían de volver por sí y vengar la muerte de su cabeza; y en particular un cacique llamado Peteguelen y otro cuyo nombre era Colocolo, que tuvieron noticia de nuestro ejército, procuraron estar con recato apercibiéndose para su defensa y convocando toda la gente que pudieron de las provincias comarcanas. Y aunque los hombres de pelea que tenían en su tierra estos dos caciques pasaban de doscientos mil, con todo eso acudió gente de todo el reino, aun del archipiélago de Chiloé, que es lo último descubierto. Y habiéndose concertado todos estos indios, se distribuyeron por sus escuadrones bien formados y opulentos, situándose en la entrada de Arauco, junto al río de Laraquete, aposesionándose con tiempo en el sitio más cómodo que había para su intento. Pero todo esto no fué parte para que Villagrán se detuviese en la ciudad, que está siete leguas del sitio que ocupaban los indios; antes sabiendo que les esperaban, salió con mayor presteza, dejando por su lugarteniente a Gabriel de Villagrán, habiendo despachado a Gaspar Orense, natural de Burgos, con papeles de importancia para verse con su majestad y darle cuenta de la muerte de Valdivia y del estado de las cosas de Chile.




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Capítulo XLVIII


De la batalla de Arauco entre el mariscal Villagrán y los dos capitanes indios Peteguelen y Colocolo


En este tiempo acertó a llegar a la ciudad de Valdivia el capitán Francisco de Ulloa, con los navíos y gente que había llevado al descubrimiento del Estrecho sin haber hallado otra cosa que trabajos y calamidades innumerables de hambre, sed y tormentas, y aun enemigos bárbaros en cuyas manos dió, viniendo desbaratado a tomar refresco en sus pueblos, que están en la mesma costa de Chile, aunque muchas leguas más arriba. Y si no fuera por la diligencia que tuvo en recoger su gente a gran priesa, embarcándose con ella antes que se juntara más fuerza de indios, quedara, sin duda, preso en sus manos; porque apenas habían entrado en los bateles cuando ya estaban en la playa innumerables bárbaros, puestos a punto de pelea. Y como supo Ulloa la muerte de Valdivia y sucesión de Villagrán en su oficio, acudió luego adonde él estaba, a verse con él y ayudarle en lo que se ofreciese. Alegróse mucho el gobernador con la llegada de Ulloa y los navíos, para aprovecharse de ellos en tal ocasión que era muy urgente. Y así despachó luego a Gabriel de Villagrán a la ciudad de Valdivia para que cargase un navío de aquellos de todos los mantenimientos que pudiese recoger y los pusiese en el puerto de la Concepción para el sustento de la gente que andaba en la guerra. Efectuó esto Gabriel de Villagrán muy cumplidamente, basteciendo al campo del rey de las vituallas, munición y gente que pudo recoger para su socorro; poniéndole el gobernador por capitán y justicia mayor de la Concepción, se partió con su ejército en busca de los enemigos. Fué el ejército marchando con mucho orden caminando una legua cada día, hasta el séptimo, en que hicieron alto, no para descansar de las obras de trabajo, sino para poner las manos en la labor acometiendo a los enemigos. Llámase el lugar donde pará el ejército el valle de Chivilingo, donde, siendo informado el mariscal del sitio donde los indios estaban, salió en busca de ellos por la cuesta de Avemán, que es algo montuosa, aunque no de suerte que impida el paso a los caballos. A este punto fueron los enemigos ocupando el camino por donde acababan de pasar los nuestros; los cuales, como le hallasen cerrado al tiempo de dar la vuelta, procuraron de echar por la vereda menos embarazada, recogiéndose al mesmo valle de Chivilingo para dar principio a la batalla. Y llevando la vanguardia el maestre de campo comenzó el ejército a subir con mucho orden por una loma, de donde se hacían señores de los enemigos, que estaban ordenados en la llanada del valle. Habiendo llegado a lo alto de la loma, se plantó la artillería en ella, estando en guardia suya veinte soldados de a pie con espadas y rodelas y algunos con montantes, para que estuviese más segura. Y como los nuestros diesen ojeada al contorno para divisar por qué parte venían los indios a dar batalla, no pudieron discernirlo, por ser tantos, que adonde quiera que volvían los ojos no veían pedazo de tierra que no estuviese cubierta dellos, en todos los cerros y collados, y el gran valle que tenía de largo más de dos leguas. Todos estos fueron llegando poco a poco hacia la loma, y algunos escuadrones comenzaron a subir por ella con grandes alaridos y fieros, blandiendo las lanzas y tirando saetas; ultra de otras muchas especies de armas que meneaban, las cuales eran nuevamente inventadas, sin haberse jamás visto en Chile antes desta coyuntura. Fué el espectáculo más pavoroso y horrendo que se vió jamás en Chile, éste de que tratamos; así por ser el número de los indios mayor que jamás lo había sido antes, ni después acá se ha visto, como por los furibundos bríos y bravatas con que se contoneaban tanto, que muchos dellos desafiaban a los españoles llamándoles por sus nombres para que saliesen uno a uno, al modo que lo hacía Goliath retando a los israelitas, para que saliese con él la persona más esforzada. Comenzóse la batalla a fuego y a sangre, andando por buen rato trabada la refriega con extraordinario murmullo y vocería, y aunque al principio hubo escaramuza por un rato más, viendo Caupolicán que perdían mucho los suyos en este género de pelea, mandó que ninguno saliese de los escuadrones ni se menease del puesto a que estaba diputado. Viendo esto los de nuestro bando, jugaron la artillería con grandísimo daño de los contrarios, aunque no se podía discernir por entonces por la innumerable multitud en que cualquiera mella era casi imperceptible, y por la sagacidad de los indios, que en llevando alguna bala diez o doce o más hombres de un escuadrón, los echaban luego por entre los pies cerrando la escuadra con tal presteza que no se divisaba el menoscabo, y aunque era muy notable, no se notaba.

Con todo eso sentía mucho Caupolicán el grave detrimento y destrucción de su gente, que para él era manifiesto, y pareciéndole que convenía guiar el negocio por otro rumbo, envió gran suma de indios que impidiesen el camino cortando muchos árboles con que cegar las veredas, de suerte que cuando los españoles fuesen a pasar, no tuviesen por dónde y quedasen en manos de sus adversarios. De más de lo cual. les mandó hacer con gran presteza un fuerte en medio del camino en lo más alto de la cuesta de Avemán para oponerse a los nuestros más a su seguro. Y por estar cierto de que allí tenía más segura la victoria, mandó qué los escuadrones se retirasen, dando lado a la batalla. Pero viendo que los españoles tomaban deste motivo paral engreírse y dar tras ellos, revolvió otra vez con más cólera, ordenando a los suyos que se acercasen a nuestros reales, no parando hasta lo alto de la loma. Y por la cuesta que bajaba al camino real envió dos escuadras que ganasen la artillería, mientras los demás se entretenían en la refriega. Grande fué la aflicción de Villagrán en este trance; más como era tan brioso y esforzado, procuró animar a toda su gente v en particular a los que estaban con la artillería. Y viendo venir hacia ella un capitán bárbaro llamado Millaren con grande orgullo y denuedo, adelantándose como vencedor y triunfante, dijo Villagrán a un soldado de grande ánimo y conocido por tal: «¡Ah, Diego Cano!, por amor de mí, que abajéis los bríos a aquel capitanejo que viene muy arrogante.» Apenas lo hubo dicho, cuando el soldado arremetió al indio y le atravesó con la lanza de parte a parte antes que acertase a revolverse. A esto acudieron todos los enemigos y se trabó la batalla, cuya furia sentían la tierra y los vientos, señalándose los españoles más de lo que acertare a escribir en esta historia y tanto como los que se leen en cualesquiera otras por memorables que sean, mayormente por haber durado gran parte del día hasta que va los caballos no podían rodearse encalmados del calor del sol y molidos del cansancio de correr a todas partes, sin serles alivio el pisar siempre en blando, esto es en los cuerpos muertos, que no dejaban tierra descubierta. Y como toda la ansia de Caupolicán era ganar las piezas, que hacían piezas a los suyos, mandó una vez que acometiesen innumerables indios todos a una a la gente que estaba en su guarda, aunque muriesen muchos dellos a trueco de matar aquellos pocos. Y por ser este señor tan obedecido, acudieron todos puntualmente a su mandato y se abalanzaron a los nuestros cor tanto ímpetu que con solos los cuerpos, sin usar de armas, bastaron a ahogarlos. Y matando once del primer encuentro, pusieron en huida a los otros nueve, quedando señores de los tiros, que fué el mayor tiro que pudieron hacer a los españoles en castigo de su tiranía, que por tal tenían el haberse aposesionado de sus tierras. Fué grandísimo el regocijo de los bárbaros en ver la artillería ganada con tal arte, y alzaron un alarido que parecía hundirse los cerros y valles del contorno y caerse un pedazo del cielo abajo. Y teniendo el negocio por concluso, comenzaron a pelear sin orden y concierto desbaratando los escuadrones y no dando oídos a la dirección de los capitanes. En este trance, desmayaron los españoles, aunque procuraron recuperar la artillería perdida, acometiendo a ella sin sacar otra cosa que heridas y muerte. Viendo Villagrán el juego perdido, mandó a su gente que se bajase a la marina para probar la mano a ver si les iba mejor que en el lugar alto, lo cual pudieron hacer algunos, quedando los demás sin fuerzas para romper por entre tantas escuadras. Acudieron entonces los indios a cerrar con los nuestros, y llevándolos de vencida, los hicieron subir hasta el remate de la loma, arrinconándolos en un despeñadero que cae sobre el mar de más de dos mil estados de alto, de suerte que fueron forzados a hacer rostro o precipitarse. Ya que Villagrán reconoció la victoria de parte de los enemigos, mandó a los suyos que se retirasen en orden; mas aunque el retirarse fué puesto en ejecución, no lo fué en guardar orden, antes cada uno huía por el lugar que hallaba más desembarazado, sin mirar dónde iba a parar, ni si iba solo o acompañado. Con esta infelicidad volvieron los nuestros las espaldas, muriendo muchos en el encuentro de los indios que hallaban por delante. Y los que llegaban al camino pensando ser mejor librados, hallaron la cuesta de Avemán cuajada de enemigos y cerrado el camino con la multitud de matas que los mataban, y troncos de árboles que les troncaban las piernas a los caballos. Demás de lo cual, estaba ya la fortaleza armada en medio del camino de muy fuertes estacas, fajina y otras muchas albarradas en que iban tropezando los caballos. Y como faltaba ya la fuerza a los españoles, no pudiendo atropellar tantos estorbos, dieron guiñadas muchos dellos, desechando el camino, entendiendo que suele ser la mejor traza para acertar en lances perdidos el ir el hombre perdido y descaminado. Todos estos fueron seguidos y acosados de los indios hasta dar en la altura de un precipicio, donde por ir tan ciegos de temor y furia de los caballos, se despeñaron todos, sin quedar hombre, encontrándose en el aire unos con otros con no poca envidia de los indios, que la tenían al aire, el cual bebían por ver muertos a sus manos los que veían morir en las plumas del viento. Por otra parte, iba Villagrán con solos treinta hombres que seguían el camino real, seguidos de todo el ejército de los contrarios, que muchas veces iban a las colas de los caballos, hiriéndolos a gran priesa. Y ultra desto, llevaban unos lazos armados en las puntas de las lanzas, los cuales echaban a los españoles para sacarles de las sillas tomando los nuestros por remedio el travesar las astas por las celadas para impedir la entrada de los lazos. Ya iban los cristianos tan de caída, que estaban a pie algunos dellos perdidos y desarmados, entre los cuales hubo hombre tan sagaz y animoso, que sacó a otro de la silla, subiéndose él en ella con presteza para valerse mejor con la ligereza de su caballo. Desta manera fueron peleando cinco leguas hasta Andalican, que es lugar muy llano y raso en el cual descansaron los pocos que salieron vivos habiéndolos dejado los indios por codicia de los despojos que volvieron a buscar al sitio de la batalla. Y, en efecto, hallaron muchos de grande precio, como plata labrada, joyas de oro, vestidos ricos, tejos de oro, espadas, lanzas y arcabuces, ultra de los ocho tiros que fué la mayor pérdida de todos. Murieron este día en la batalla y alcance noventa y seis españoles, cosa nunca vista en Chile, entre los cuales fué un sacerdote llamado Pedro de Vades, y el capitán Juan de Samano, el capitán Diego Maldonado, el alcaide Álvaro de Zamora, Alonso de Almaras, Álvaro Núñez, Hernando de Alvarado y otros caballeros de mucha estima. Y de parte de los indios murieron pasado de cien mil y, entre ellos los famosos capitanes Raiveno, Quilán, Millanque, Aliavaro, Ayete, Unpillan, Talcapillilbo, Aillupán y Quinchan, ultra de los heridos, que fueron en mayor número.




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Capítulo XLIX


De cómo se despobló la ciudad de la Concepción


Pocas veces sucede contentarse la fortuna con dar un trabajo solo al hombre a quien ha tomado de propósito por torcedor de sus lances. Habíanse escapado algunos estos pobres soldados, que eran sesenta y seis, de las manos de los enemigos con pérdida de su sangre y armas, y cuando llegaron a refrigerarse al río de Biobio, el refrigerio fué no hallar en qué pasarlo por estar la barca rota, siendo tan necesaria la pasada que el quedarse allí no era otra cosa que entregarse a sus contrarios, los cuales, sin duda alguna, habían de sobrevenir dentro de pocas horas habiendo recogido los despojos. Por otra parte, había gran necesidad de curarse todos de sus heridas y alojarse en lugares abrigados, por ser grande el peligro que corrían en aquel campo. No tuvo Villagrán otro remedio sino enviar algún soldado a la ciudad por gente de socorro que acudiese con algunos indios yanaconas a dar traza en hacer algunas balsas para pasar el río. Más como todos los soldados estaban tan heridos y destrozados, no hubo hombre que se atreviese a pasar el río, ni el general quiso hacer a nadie fuerza para ello viendo la razón que tenían y que no era más en su mano. Finalmente, el capitán don Pedro de Lobera se ofreció a este peligro, cuya oferta no quería Villagrán admitir, por estar tan malherido que corría manifiesto riesgo de la vida; mas viendo que no había otro remedio, hubo de condescender con él, el cual salió a media hora de la noche, y cuando se halló de la otra banda era cerca del alba, habiendo tardado ocho horas en pasarlo; y sin dilación fué a la ciudad que está a dos leguas del reino, y juntando con gran brevedad sesenta indios yanaconas y treinta hombres de a caballo, los llevó a la orilla, donde hicieron balsas de carrizo en que pasó todo el ejército. Aún no habían llegado a esotra banda cuando ya asomaban los indios de guerra, pero como estaba agua en medio quedaron refriados, y así se volvieron a celebrar despacio la victoria.

Cuando los españoles se vieron de esotra parte del río, comenzaron a llorar la pérdida de su gente y hacienda y de todo el reino y a sentir las heridas que habían recibido, porque hasta entonces en nada de eso habían reparado; solamente en poner sus personas en lugar seguro. Pues es cosa ordinaria en los que se ven en algún trance donde predomina alguna pasión con grande exceso, como de cólera o temor, no atender a otra cosa sino al objeto que está delante de los ojos hasta verse libres del tal aprieto. Pero todo este dolor y agonía se dobló al tiempo que estos soldados iban entrando por la ciudad y salían por las calles las mujeres preguntando a voces por sus maridos, hermanos, hijos y padres, y se les daba tan infelice respuesta de sus desastradas muertes. Donde fué espectáculo tan doloroso el de aquel día, que no hay pluma bastante a escribir cosa que le parezca, porque ninguna otra se oía con los oídos ni veía con los ojos, sino eran voces, endechas, lágrimas y mesarse los cabellos, sin cesar los alaridos en todo el día ni la noche. Y fué tanto el pavor que se apoderó de todos los corazones de las mujeres, y, aun de muchos hombres y casi todos, que trataron luego con grande ahínco de salirse de la ciudad, dejándola desamparada, entendiendo que no podrían resistir a tan gran pujanza y fuerza de enemigos. Procuró mucho Villagrán atajar esto a los principios, haciendo todo cuanto pudo por sosegar la gente. Para lo cual mandó a su teniente que pusiese todo su conato en la guarda de la ciudad, ayudándose de las personas que estuviesen para tomar armas, y juntamente puso atalayas por t:odos aquellos cerros que hay entre la ciudad y el río, sin descuidarse en todas las prevenciones y resguardos convenientes para defenderse de tan opulento ejército de araucanos. Mas estaba la gente popular tan temerosa, que sin dar oídos a ningún género de remedio, se resolvieron en salirse del pueblo, y andaban todos alborotados aliñando sus cargas para sacar las más alhajas que pudiesen. Sintió esto el general íntimamente, y con intención de impedirlo, mandó pregonar que nadie saliese so pena de la vida. Mas como todos la tenían por perdida si se quedaban en aquel asiento, no se curaron de hacer caso de tales amenazas, y así, ejecutando de hecho su voluntad, se comenzaron a salir a gran priesa, cada uno por donde mejor podía. Viendo Villagrán que el negocio iba en derrota batida, envió un capitán con alguna gente que se pusiese en el camino de la ciudad de Santiago para detener a los que por él iban caminando, y que al que resistiese a su mandamiento se ahorcase luego sin más consultas; por otra parte, andaba el mesmo general dando voces por las calles para que la gente no hiciese tal desatino, poniendo todos los medios posibles para impedir ese destrozo y principio de destrucción del reino. Pero todas sus diligencias fueron de ningún efecto, porque cada cual se fué por su parte, quedando él con sólo los hombres de a caballo sin poder impedir la fuerza de todo el pueblo. Acertaron en este tiempo a estar en el puerto dos barcos grandes de pescar, a los cuales se acogió mucha gente en especial las mujeres y niños, llevando consigo solamente lo que podían sufrir sus hombros, y aun de eso dejaron mucho en la playa por la gran priesa con que se iban a embarcar. Desta manera, se despobló la ciudad, yéndose cada uno por su parte a la de Santiago, dejando los ciudadanos sus casas llenas de muebles y alhajas, los mercaderes las tiendas llenas de ropa, los religiosos y clérigos sus conventos y templos con todos sus ornamentos y riqueza; los soldados gran parte de sus armas, y todos, universalmente, sus moradas y haciendas. Y con esta desventura quedó desierta y desamparada la ciudad que era la flor del reino y estaba en medio de todo él por oasis de su conservación y sustento de la guerra para refrenar a los indios, teniéndole tomado el sitio más conveniente para hacerlos estar a raya. Fué ésta una permisión de Dios por los pecados del reino, tanto más manifiesta cuanto más ciega estuvo la gente deste pueblo en moverse tan arrebatadamente sin considerar lo que hacían. Porque si se detuvieran dos días gozaran del socorro que les venía de la ciudad de Santiago con el licenciado Julián Gutiérrez Altamirano, al cual toparon habiendo caminado solas dos jornadas. Con el cual y la gente que había en la ciudad pudieran muy bien defenderse de los enemigos, con los reparos, fortalezas y baluartes que había hechos y podían hacerse fácilmente. Mas como, en efecto, el mariscal fué forzado a desamparar la ciudad como lo demás dello, no pudiendo quedarse sola, y topó en el camino esta gente de socorro en el valle de Toquigua, mandó hacer alto para comunicar con las personas más calificadas los remedios de que podría usarse para que no se acabase de destruir el reino. Y el que pareció ante todas cosas necesario, fué dar aviso a todas las ciudades del desastre sucedido para que estuviesen alerta, teniéndose por cierto que habían de dar sobre ellas los contrarios. Y habiéndose nombrado doce caballeros, los cuales se ofrecieron de su voluntad a esta jornada, se tomó otro acuerdo, echando de ver que para pelear eran pocos y para llevar la nueva eran muchos. Y así fué la última resolución que fuese un soldado sólo y a pie para no ser sentido, cayéndole la suerte a uno llamado Alonso Chica, al cual dió luego el gobernador una encomienda de gruesas rentas y le metió la provisión della en el seno para que fuese más contento. Caminaba este soldado de noche escondiéndose de día en los lugares más montuosos, aunque por el rastro de las pisadas andaban siempre los indios en su busca y pesquisa hasta que, finalmente, dieron con él, sin que le aprovechase la provisión que llevaba en el seno para que los indios no cenasen usando del casco de su cabeza en lugar de taza. En este ínterin iban caminando los desventurados hombres que habían salido de la Concepción con hartos trabajos y desconsuelo, aunque llegados a la ciudad de Santiago se recuperó en gran parte el bien perdido con la mucha caridad de la gente deste pueblo, cuyos moradores salieron gran trecho a recibir a los que se acogían a ellos como a refugio y albergue, y demás desto los hospedaban en sus casas agasajándolos con tanto amor y regalo, cuanto era necesario para aliviar el peso de la congoja, y alegrar gente con tanta razón desconsolada.




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Capítulo L


Del acometimiento que el capitán Lautaro hizo a la ciudad despoblada y la disensión que hubo entre Villagrán y Aguirre sobre la pretensión del Gobierno


Aunque la gente que había salido de la ciudad de la Concepción entró en la de Santiago como queda dicho, con todo eso el mariscal Villagrán se quedó fuera por no poder entrar con la autoridad de gobernador, pues no estaba recibido por tal en el cabildo, y para esto envió personas que tratasen dello con la mayor eficacia que fué posible: pero ningunos medios fueron bastantes para que la ciudad lo admitiese a tal oficio. Por esta causa hubo de entrar sin aparato como persona particular, y pareciéndole que estando dentro fiaría más obra, echó todos los soldados que pudo para su intento, hasta venir a hacer requerimientos a los regidores de que si no le daban doscientos hombres para socorrer con ellos las demás ciudades se perdería todo el reino totalmente. Pero como todas sus trazas se quedasen sin efecto, trató en secreto su determinación con todos sus soldados y otros muchos amigos suyos, que un día a cierta hora estuviesen todos en la plaza a pique para acudir cuando él llamase, y fingiendo que estaba enfermo, envió a rogar a todos los regidores y personas que tenían voto en cabildo, que se juntasen en la casa del capitán Juan Jofré, donde él posaba, para tratar con ellos un negocio de grande importancia. A esto acudieron los del cabildo como él lo pedía, y teniéndolos todos juntos, les persuadió a que acabasen ya de admitirle en el gobierno, pues lo contrario era gran desorden por estar el reino sin cabeza que lo rigiese. Más como ellos no quisiesen condescender con su voluntad, y el maestro de campo, Alonso de Reinoso, que estaba a la puerta, viese que se había pasado gran parte del día en demandas y respuestas sin efectuar cosa, entró en la casa con mucha gente de la que estaba apercebida, y hablando palabras altas y desabridas, les hizo fuerza a que firmasen en el libro de cabildo el nombramiento de Villagrán por gobernador del reino, aunque intervinieron hartas pesadumbres y requerimientos de ambas partes. Y deseando el mariscal poner luego las manos en la obra, mandó sacar de la caja real todo el oro que en ella había para la expedición y avío de los soldados que habían de ir para defensa de los pueblos que estaban en mayor peligro. No quisieron los oficiales reales obedecer a este mandato y, en particular, el tesorero llamado Juan Fernández de Alderete, que era hombre de muchas canas y pecho varonil en cualquier lance. Y viendo el gobernador que no había remedio de convencerlos por otra vía, fué él mesmo en persona a abrir la caja, sobre la cual se sentaron los tres oficiales no dando lugar a que la abriese, tanto que Villagrán hubo de tomar un hacha y quebrar la caja a puros golpes, sacando della el oro que había, que eran cantidad de cien mil pesos, con el cual apercibió la gente para la guerra.

Todo esto vino a oídos del general Francisco de Aguirre, que estaba en la ciudad de la Serena en pretensión del gobierno, y alborotándose del caso, se trataba con más autoridad de gobernador que hasta entonces llamándose señoría, y procediendo en todo como quien tenía el cargo deste reino; sobre lo cual hubo dichos de una y otra parte, y le decía al uno que venía el otro sobre él con mano armada interviniendo en esto gran desasosiego por muchos días. Finalmente, teniendo Villagrán formado su ejército de doscientos hombres para subir a las ciudades de arriba, tomó el rumbo contrario bajando con ellos a la Serena, que está setenta leguas de Santiago, para averiguar el negocio con Aguirre; el cual, aunque tenía consigo cien hombres, no quiso ponerse a tiro, y así dejó la ciudad, yéndose a Copiapó, donde estaba su encomienda, que son cincuenta leguas de camino. Con todo eso, no hubo remedio con los de Coquimbo que recibiesen a Villagrán en el oficio por más diligencias que intervinieron, y así se volvió a Santiago, habiendo caminado ciento y veinte leguas de ida y vuelta. Y como entrasen personas graves de por medio, como fueron Rodrigo de Quiroga y el bachiller Rodrigo González, que fué después obispo en este reino, vinieron por vía de paz a poner el negocio en manos de dos letrados, que fueron el licenciado Julián Gutiérrez Altamirano y el bachiller Antonio de las Peñas. Este no quiso dar parecer en cosa tan grave, si no era con dos condiciones, la una que se le había de pagar muy bien, y la otra que al tiempo de darlo por escrito había de estar metido en un navío que iba al Perú, desde el cual había de enviar el papel firmado después de levadas las anclas y tendidas las velas. Porque siendo cierto que uno de los pretensores había de quedar frustrado de su intento, también lo era de que había de dar sobre él procurando tomar venganza, y habiendo recebido cuatro mil y quinientos pesos que le dió Villagrán por este dicho,. vino a determinar que se estuviesen así las cosas por espacio de seis meses, en los cuales se ordenaría en la audiencia de la ciudad de los Reyes lo que fuese más conveniente acerca desto. Habiéndose hecho a la vela el navío, envió el papel en una chalupa y él se fué a la ciudad de Lima, donde, sabiendo lo que pasaba por información de los que iban en el navío, le quitaron el dinero que recibió por la sentencia, dejándole tan pobre que se hubo de volver a Chile, en cuyo camino le hubo a las manos el general Aguirre, por cuyo mandato le cortaron las narices y le dieron muchos palos y cuchilladas, que fué la última paga que sacó del parecer que había dado.

Por otra parte, el mariscal Villagrán, deseando cimentar su pretensión, usó de los medios más eficaces que pudieron inventarse para consecución de su designio, y fueron granjear las voluntades de todos generalmente, casando huérfanas, favoreciendo a los, necesitados, manteniendo a los pobres y repartiendo las encomiendas de indios que estaban por distribuir en la ciudad de Valdivia, Tucapel y Arauco, que pasaban de seiscientas mil, en que había paño para satisfacer a doscientos vecinos. Lo cual, aunque por haberlo hecho en tal coyuntura lo atribuyeron algunos a industria para tener benévolos a los del reino, pero andando el tiempo se vinieron a desengañar, viendo la continuación con que perseveró en las obras pías.

En tanto que los españoles tenían entre sí estas diferencias, andaban los indios en fiestas y regocijos contando cada uno las hazañas con que se había señalado en la batalla, y blasonando con la memoria de los trofeos de que eran testigos los despojos que gozaban. Y habiendo pasado ocho días en solemnes banquetes, recibiendo favores envueltos en palabras regaladas del general Caupolicán, les pareció conveniente acabar con todo de una vez, destruyendo la infelice ciudad desde los cimientos. Y para efectuarlo así, salió el capitán Lautaro con cinco mil hombres, y recogió todas las riquezas y muebles de que estaban llenas las casas y tiendas, desenterrando muchas cosas de precio que por la priesa habían sus dueños enterrado. Y no dejando cosa de codicia, se puso incendio a todo el pueblo; en el cual estuvo por espacio de tres días, al fin de los cuales no quedó piedra sobre piedra, y como estaban estos bárbaros regustados de la sangre de los enemigos, y no menos de los despojos que les habían tomado, no quisieron parar en negociar, en que veían serles favorable la fortuna, y así habiendo Lautaro descansado pocos días en su pueblo, comenzó a ordenar ejército para dar sobre la Imperial para sacarla del real imperio. Estaba a este tiempo en ella por corregidor el capitán Pedro de Villagrán, el cual dispuso las cosas con el mejor orden que fué posible barreando la ciudad y previniendo los demás pertrechos necesarios para defenderse de tan innumerables huestes. Y teniéndolo todo puesto a punto, enviaba corredores por el distrito a destruir los rebelados que en él había, para que los demás entendiesen que los españoles ni estaban dormidos ni medrosos.




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Capítulo LI


De la batalla que hubo junto a la Imperial entre Pedro de Villagrán y el capitán Lautaro, y cómo los indios se comieron unos a otros


Habiéndose aprestado el campo del capitán Lautaro, fué marchando con mucho orden hacia la ciudad Imperial, pareciéndole que la tenía ya sumergida debajo de la tierra, diciendo algunas bravatas semejantes a las que decían los portugueses que iban con el rey don Sebastián sobre las Molucas, cantando por aquellos caminos al son de las trece mil guitarras que llevaban (si esverdadera la fama): haga Dios otra Morería, que ya está rendida. Y mientras ellos caminaban con este orgullo, estaban los españoles de la ciudad puestos en consulta sobre si sería acertado salir al encuentro a los lautarinos o estarse a pie quedo en defensa de sus casas. Y pareciendo ser mejor acuerdo el aguardar a los agresores, se pusieron en orden de pelea doscientos y cincuenta y dos hombres que se hallaron aptos para ello; entre los cuales había muchos que habían tenido conductas, y otros caballeros de calidad y experiencia en las cosas de consejo y armas, y en particular en este reino. Y estando todos aguardando por horas a los contrarios con deseo de que llegasen para mostrarse, quién era cada uno, sucedió un caso con que fué la obra bien mojada a fuerza de fuego; y fué que estando el ejército contrario cerca de la ciudad, cayó del cielo un copo de fuego, que anduvo un rato por entre los indios con no pequeña admiración y espanto suyo, y comenzando los agoreros a adivinar dando en mil dislates y devaneos, sobrevino un animal de especie incógnita a manera de algalia, que hizo sudar más gotas de algalia a los adivinos, viéndole zarcear entre ellos sin poderle coger a manos, ni aún había hombres que no las tuviesen caídas para cogerle. Con esto se dobló su temor y cayeron en más ansiosa perplejidad, así en acertar con el pronóstico como en lo que dello resultaba, que era determinar si convenía retroceder desistiendo de la guerra o pasar adelante a efectuarla. Y fué tanto el miedo de los hechiceros, que lo pusieron a los demás, persuadiéndoles a que se volviesen a sus casas si no querían ser todos perdidos. Obedecieron los capitanes puntualmente y sin réplica a los hechiceros y sin aguardar más perentorias, se volvieron en el mesmo orden que llevaban, sin otro fruto más que el cansancio y gasto que habían hecho. Supo esto Pedro de Villagrán y salió tras ellos con cien hombres de a caballo, por ser tal el temor que llevaban metido en las médulas que un escuadrón de niñas bastara a desbaratarlos. Y alcanzándolos brevemente fué picando en la retaguardia, de suerte que se fué huyendo cada uno por su parte, teniéndose por mejor soldado el que era más ligero en este lance. Con esta victoria se volvieron los nuestros a la ciudad habiendo muerto gran suma de enemigos, y dieron gracias a Nuestro Señor, animándolos a ello tres religiosos de Nuestra Señora de las Mercedes, que fueron los pri meros que entraron en el reino, cuyos nombres eran fray Antonio Correa, fray Antonio de Olmedo y fray Antonio Rondón, el cual salía siempre a las batallas a favorecer a los soldados, y en especial a los de ésta que tratamos, de cuyo número fueron don Miguel de Velasco, don Pedro de Avendaño, el capitán Peñalosa y los capitanes Gregorio de Castañeda, Gonzalo Hernández Buenosaños, Alonso de Miranda el viejo, don Francisco Ponce de León y Gregorio de Oña. Los cuales y la demás gente que estaba en la ciudad se sustentaron tres años con grandes calamidades por estar siempre en medio de los enemigos y con lasarmas en las manos.

De aquí procedió una monstruosidad estupenda, y fué que por andar todo a río vuelto, dejaban los indios de poner las manos en el arado ocupándolas en los arcos, lanzas y macanas. Y así vino la tierra a tanta esterilidad y hambre, que lo lastaban los españoles y también sentían la falta los mesmos indios. En resolución, vino la cosa a términos que se andaban matando unos a otros para comer el matador las carnes del que mataba; lo cual duró por algunos meses con tanta fiereza, que causaba no menos lástima que espanto. Y aunque después se comenzó a dar maíz y trigo y otros mantenimientos en abundancia, con todo eso no cesaba el fiero abuso cumpliéndose la común sentencia que dice: «no me pesa de que mi hijo enfermó, sino de las mañas que tomó»; de suerte que todo el año de 1554 y el siguiente de 55, habiendo tanta abundancia que se quedaron por coger doscientas mil hanegas de trigo por no haber quién las quisiese, estaban los indios tan regustados a comer carne humana, que tenían carnicerías della y acudían a comprar cuartos de hombres, como se compran en los rastros los del carnero. Y en muchas partes tenían los caciques indios metidos en jaula, engordándolos para comer dellos. Y tenían ya los instrumentos necesarios para el oficio de carniceros como tajones, machetes y perchas, donde colgaban los cuartos. Llegó la gula a tal extremo, que hallaron los nuestros a un indio comiendo con su mujer a un hijo suyo, en medio, de quien iban cortando pedazos y comiendo. Y hubo indio que se ataba los muslos por dos partes y cortaba pedazos dellos, comiéndolos a bocados con gran gusto. Finalmente, estando un indio preso en la ciudad, se cortó los talones para poder sacar los pies del cepo; y con ser tiempo de tanta turbación por ponerse en huída de los españoles, no se olvidó de los talones; antes lo primero que hizo fué irse al fuego para asarlos en él, aunque con insaciable apetito, los comió antes de medio asados.

Acontecieron en este tiempo cosas extraordinarias y memorables. La una fué, que habiendo en un lugar llamado Peltacavi cerca de la ciudad, una gran junta de enemigos, acudió a dar en ellos Pedro de Villagrán con su compañía, y habiendo dádose de las hastas por un rato, se retiraron los indios a su fortaleza yendo los españoles en su seguimiento hasta entrarse por la puerta a caballo con sus lanzas y adargas. Y habiendo peleado en el petio del fuerte y vencido a los enemigos, quisieron salir por donde habían entrado y hallaron la puerta tan estrecha que apenas cabía por ella un hombre a pie; lo cual se tuvo por manifiesto milagro de la Divina Providencia, que abrió capaz camino a su pueblo por medio del mar Bermejo, cerrándose luego para los contrarios. Y entendióse esto con más fundamenta por estar aquella casa fuerte llena de ollas de carne humana puestas al fuego, y muchas piezas de hombres colgadas para el mesmo efecto. También salió otra vez Pedro de Villagrán a las orillas de una laguna llamada Pirlauquen, la cual está a tres leguas de la ciudad y muy pegada con el mar. Está en medio de esta laguna una isleta, donde se habían recogido cinco mil indios de pelea, contra los cuales envió la mitad de su gente quedándose él con el resto en la mesma playa, y cuando se acercaban a la isla los que iban en las canoas, salió delante un caballo a nado, el cual se entró por medio de los escuadrones y fué bastante para desbaratarlos. De suerte que cuando los nuestros llegaron, fué menester poco para rendir a los bárbaros, los cuales se echaron a nado y vinieron a salir donde Villagrán estaba con su gente. Trabóse allí una refriega muy reñida, donde sucedió una cosa de grande espanto; que estando los indios con las espaldas a la mar, salió una ola de sus límites con tanto exceso que arrebató dos mil dellos y los tragó sin que alguno se escapase.

Y el año de 56 llovió en la ciudad Imperial cierto licor a manera de leche, que caía gota a gota, y de cada una se producía luego una rana de manera que vinieron a estar las calles tan llenas de ellas, que no se podía pasar sin hollarlas, por estar cubierto el suelo un jeme en alto por espacio de quince días. Y en cesando esta plaga, vino tanta multitud de ratones que hervían por las casas y calles, de suerte que les pusieron pleito, dándoles su defensor que alegase de su derecho, y habiéndoles convencido en juicio los excomulgaron, y al instante murieron todos sin parecer alguno vivo en muchos días.




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Capítulo LII


De un milagro que nuestro Señor obró en casa de Mencia Marañón y las cuotidianas guerras de la Imperial y Valdivia


Inexplicables son las calamidades que en este desventurado reino consumían de ordinario así a los indios como los españoles. Porque la hambre era común en todos y la desnudez muy propia de los nuestras en estos años de suerte que las doncellas más galanas no escapaban de muchos remiendos, y los caballeros más pulidos tenían por ornato las cotas que no se les caían de los hombros de día ni de noche, y no era la menor aflicción el miedo de los enemigos, mayormente para las mujeres que se veían cercadas de trescientos mil bárbaros, que tantos eran los que había en el distrito de la Imperial. A esto se acumulaba la grande lástima de ver a sus ojos morir de hambre a muchos indios antes que llegase el tiempo en que dijimos haberse cogido los frutos muy de sobra; más como la piedad de Nuestro Señor es tan cierta en el tiempo de la mayor necesidad, manifestó en esta ocasión los tesoros de su poder, sabiduría y misericordia con una maravilla de las que su prudencia suele en semejantes ocasiones.

Estaba en la Imperial una señora llamada Mencia Marañón, mujer de Alonso de Miranda, que habían venido de junto a Burgos pocos meses antes del alzamiento. Y como gente acostumbrada a vivir según la caridad con que se procede en Castilla, tenían esta buena leche en los labios, y se esmeraban más en obras pías cuanto más crecían los infortunios desta tierra, de suerte que esta señora daba limosna a cuantos indios llegaban a su puerta, y recogía en su casa a los enfermos, curándolos ella mesma con mucha diligencia y cuidado. Y saboreábase tanto en estas ocupaciones, que se metía cada día más en ellas hasta hacer su casa un hospital, y amortajar los indios con sus manos. Tenía demás desto, en un aposento alto, todo el trigo que había podido recoger paradar limosna cada día, no contentándose con acudir a los que tenía de sus puertas adentro, sino también a los que llegaban a ellas afligidos. Y como los indios sintieron su deseo, daban ordinaria batería en su casa, hasta que no quedó en ella de todo el trigo un solo grano. Mas no por eso dejaron de acudir después de acabado a pedirle con su acostumbrada importunidad y ansia, de suerte que ella se afligió y mandó a su dispensera que escudriñase los rincones por si acaso quedasen algunas reliquias del trigo. Y hízolo ella con diligencia barriendo todo el aposento sin dejar en él un solo grano. Pero cargaron luego tantos pobres, que tornó a mandar a la despensera que hiciese nuevo escrutinio a ver si quedaban algunas sobras; la cual, habiendo un rato porfiado que no había rastro desto, fué, finalmente, gruñendo y rezongando a puras persuasiones de su ama, y aún no había bien llegado a la puerta del aposento del trigo, cuando volvió dando voces, diciendo que estaba lleno del y que fuesen de presto a apuntalar las vigas, porque con el excesivo peso no cayese el aposento abajo. A esta voz acudieron todos losde casa, y hallaron ser verdadero el dicho de la moza, y que el trigo iba creciendo a gran priesa, de modo que era menester descargar luego el aposento para que no se hundiese, como lo fué en la nave de San Pedro, cuando por la gran multitud de peces estuvo a punto de hundirse. Por donde se ve que el medio más eficaz para todas las aflicciones es tener grato a aquel Señor en cuya mano está todo, y en cuya voluntad hay más bien para nosotros que pedimos ni entendemos. Y también se colige de aquí que si hubiese muchas Catalinas de Sena, habría muchos milagros a éste semejantes; como por haber entrado en Chile muchos hombres esalmados hay tantas desventuras y miserias.

Y viendo que eran tan innumerables, intentó Pedro de Villagrán reducir la ciudad de Valdivia a la Imperial, porque estando la gentejunta habría en todos más fortaleza, y estando dividida ni unos ni otros estaban bien seguros. Resistieron los de Valdivia a este mando, aunque no pasaban de setenta hombres, con tanto conato que hubo el mesmo Pedro de Villagrán de ir desde la Imperial con doce soldados a efectuarlo. Mas como hallase constantes a los del pueblo y él era tan prudente y enemigo de ruidos, contentóse con que lo reconociesen por teniente general, y ellos se con tentaron con recibirlo por tal a trueco de que se volviese a su casa, como lo hizo, no tratando más de la mudanza, que hubiera sido acabar de perderse el reino por ser esta ciudad y su hermoso puerto de grande importancia y utilidad para todo Chile. Y lo que más me admira en medio de tantas calamidades es la inflexibilidad que algunos mostraban en no amansar con tantas amenazas de Dios ni ablandar con tantos golpes de fortuna; largo negocio fuera hacer mención de las muchas crueldades que se usaban con los indios, como se entenderá por el modo en que se había con ellos el capitán Juan de Villanueva, el cual, saliendo a correr la tierra sajaba a los que prendía, y de entre cada dos cuchilladas sacaba una tira de carne y se la daba a comer al indio en castigo de que comían comúnmente carne humana. Y a otros ponía el arcabuz en la boca disparándolo en ella, y dándole a comer la bala por la mesma causa. Y mucho más se echará de ver por lo que hizo un soldado del capitán Alonso de Benítez, que habiendo cogido una cuadrilla de indios de guerra, los metieron en una casa para quemarlos con ella, a todos juntos, y como al tiempo de contarlos hallasen noventa y nueve, dijo este soldado (cuyo nombre era Juan Macías): «Voto a tal que han de ser ciento.» Y echando mano de un yanacona de servicio, le metió dentro, donde se quemó con los demás. Por lo cual le dió su amo del yanacona una grandísima cuchillada cuando echó a su indio menos y supo quién lo había metido en el incendio.

Entre todas éstas calamidades y robos cuotidianos que hacían los indios por los campos, hubo algún regocijo en la ciudad de Santiago con ocasión de una mina que se descubrió, cuya veta tenía diez y seis pies de ancho y un estado de profundidad, de donde en diez y seis meses se sacaron mil pesos de oro. Descubrió este mineral Francisco Moreno, natural de Sevilla, en un cerro llamado Lamillo, que está cerca de Santiago. A esta sazón estaba en la ciudad Francisco de Villagrán sin atreverse a salir della a socorrer los de arriba por recelo que tenía no acudiese el general Francisco de Aguirre desde la Serena y le cogiese el puesto y oficio. Más como se hubiese pasado un año sin salir fuera, y las ciudades de arriba estuviesen muy necesitadas, no pudo excusar el viaje. Y así salió con doscientos soldados hasta la ciudad Imperial y visitó la provincia de Moquehua y otras comarcas, haciendo gran riza en los rebelados, y por otra parte envió a Pedro de Villagrán con cincuenta hombres a los términos de Angol y Congoya, donde hizo no menores castigos y matanzas. Demás desto despachó al capitán Juan Alvarado con sólo ocho españoles al sitio de la ciudad de la Concepción, que estaba despoblada, donde le acometieron algunos escuadrones de indios por los cuales rompió, peleando siempre con ellos hasta llegar adonde estaban Pedro de Villagrán con su gente, de la cual fué favorecido, de suerte que los enemigos se pusieron en huída. También fué en este tiempo el licenciado Julián Gutiérrez Altamirano desde la ciudad de Santiago a la de Valdivía, donde era corregidor, y había salido a negocios de importancia, dejando en su lugar a Francisco de Herrera Sotomayor, el cual procedió con gran prudencia, mostrándose hombre idóneo para cualquier negocio de momento.




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Capítulo LIII


De cómo el capitán Juan de Alvarado reedificó la ciudad de la Concepción


No fué vano el recelo de Francisco de Villagrán sobre la pretensión que había de tener Aguirre de su oficio en volviendo la cabeza. Porque, en efecto, se puso a ello tan de veras, que intentó entrarse de hecho en la ciudad de Santiago para aposesionarse del gobierno. Y fué menester que Rodrigo de Quiroga saliese de su casa yendo sesenta leguas hasta la Serena para quitar a Francisco de Aguirre rogándole no alborotase la tierra. Mas como no hubiese efectuado cosa alguna se volvió a Santiago, donde casi por fuerza le hicieron capitán, y a don Pedro Mariño de Lobera alférez, para que defendiese la entrada al general Aguirre, poniéndose la ciudad en arma con el mesmo intento. En esta ocasión recibió Aguirre una carta de la real audiencia de los Reyes en que le daban relación del alzamiento de Francisco Hernández Girón, con que estaba el Perú en grandes alborotos, y le encargaban mucho la fidelidad que a su majestad debía para no admitir ni ser favorable a los amotinados, ni permitir correspondencia en Chile si alguno se desmandase. De aquí tomó Aguirre asilla para decir que la audiencia de los Reyes suponía ser él gobernador de Chile, pues le encargaba semejante negocio que era propio de la cabeza del reino, y para concluirlo envió a su hijo Hernando de Aguirre con veinte arcabuceros a la ciudad de Santiago, donde los recibieron con las armas en las manos y los desarmaron a ellos, y aún hubiera más alboroto si el obispo don Rodrigo González no se metiera de por medio.

Después desto, llegó a la ciudad de Santiago el general Villagrán, y por otra parte vinieron cartas de la audiencia del Perú con orden de que se tornase a edificar la Concepción, pues era la fuerza del reino, y que se gastasen en ello todos los pesos de oro que se hallasen en las cajas reales. Para cuya ejecución nombró la ciudad al capitán Juan de Alvarado con setenta y cinco pobladores, los cuales salieron de Santiago en veinte de noviembre de 1555, acompañándolos el general Villagrán hasta la concurrencia de los dos ríos Ñuble e Itata, que están siete leguas de la ciudad que había de poblarse.

Luego que llegaron al asiento de la desventurada ciudad, hubo general llanto en ver el grave estrago que en ella se había hecho, y en especial mostraban gran sentimiento los vecinos della, que veían sus casas hechas mostazales y llenas de otras hierbas que habían nacido en aquel año. Mas diéronse tan buena maña con la ayuda de algunos indios, que acudieron pacíficamente, que en breve tiempo hicieron alojamientos en que meterse, y una razonable iglesia enque les decía misa un clérigo llamado Nuño de Obrego, que también les ayudaba en los ejercicios militares, como se verá luego. Demás desto, fabricaron un fuerte con la diligencia de los que iban señalados por capitanes, que eran Hernando de Alvarado, Francisco de Castañeda, y del alférez general, llamado Luis de Toledo. Mas todo esto era edificar sobre arena, y un negocio considerado más apriesa que convenía a la fundación de una ciudad. Porque si cuando había doscientos hombres en ella, y esos muy pertrechados de lo necesario para paz y guerra, la desampararon no atreviéndose a conservarse entre los enemigos, no había nueva razón para atreverse a ello setenta y cinco, que habían de hacer las cosas expedientes que los primeros tenían hechas.Y así tuvo este el efecto que sepodía esperar de un acuerdo tan acelerado;porque los indios advirtieron luego esta razón, que de suyo estaba manifiesta, echando de ver que si sólo el temor había rendido a doscientos españoles, mejor los vencerían las armas de los mismos que eran temidos. Y así se resolvió el general Caupolicán en que fuese el capitán Lautaro con veinte y cinco mil hombres a destruir la ciudad y sus pobladores, pues era negocio tan fácil el salir con ello. Y fué ejecutado esto con tanta presteza que dentro de pocos días llegó el ejército al río de Biobio, y lo pasó sin resistencia, poniéndose dos leguas de la ciudad para dar luego en ella. Entonces se vieron perplejos los cristianos, dudando si sería más acertado salir a los enemigos o aguardarlos en el fuerte. Y estando en esta consulta, dijo un caballero llamado Hernando Ortiz de Caravantes que sería acertado meterse en un navío que estaba en el puerto, o por lo menos poner en él todo el bagaje, y pelear con determinación de que en caso que les fuese mal se recogiesen todos a la nao, pues eran tantos los enemigos. A esto respondió el clérigo Nuño de Obrego: «Parécerne, señor, que ya estáis ciscado»; de la cual palabra se picó el Hernando Ortiz y le dijo: «Pues, padre, tened cuenta con mi persona, y conoceréis cómo no lo hacía por mí sino por toda esta gente que está delante». Y la resolución de la consulta fué salir cincuenta de a caballo a oponerse a los contrarios, quedando los demás en guarda de la fortaleza. Fué el capitán Juan de Alvarado en delantera de los que salieron al campo, y a poco trecho divisó huestes muy opulentas de indios que venían marchando en mucho mayor número de lo que Caupolicán había mandado. Porque fueron concurriendo tantos de su voluntad, que llegaron a setenta mil, habiendo sido veinte y cinco mil los convocados; de suerte que para cada español había mil contrarios. Ya aquí no había lugar de huir el cuerpo, sino encomendar a Dios el alma, y acometer a los enemigos, y así lo intimó el capitán a los suyos, diciéndoles que hiciesen estas dos cosas, poniendo en delantera la memoria del cielo y en segundo lugar lo que traían entre manos. «No es tiempo -dice-, señores míos, de flaquear, pues el volver el pie atrás no será ponerlo en lugar seguro; bien veo que la dificultad es suma, el peligro evidente y el premio humano muy limitado o ninguno, pero pongamos a Dios delante de los ojos con pretensión pura de introducir entre esas gentes su santo evangelio, y con esto será la cosa más fácil, el peligro menos formidoloso y la remuneración más infalible. Y si alguno hay aquí presente que haya entrado en esta tierra con fines diferentes, o contrarios a este, procure ahora enderezarlos a Dios, pues que su clemencia está siempre tan pronta para suplir las faltas que proceden de la fragilidad humana que en cualquier instante que ofrezcamos a su majestad los trabajos que habíamos aplicado a otros blancos o siniestros, los recibe piadosamente, para recompensarlos de contado, poniendo en olvido la ingratitud pasada como aquel que anda buscando asillas para ejercitar su misericordia.»

Con esto partieron todos a una, con gran tropel y estrépito, a los escuadrones de los enemigos, que estaban cerrados por todas partes con las picas caladas, de modo que se les hizo poco daño. Y habiéndose cansado un tanto, comenzaron a picar en algunos indios con los cuales anduvieron a la escaramuza, sin cesar el bando índico de ganar tierra ni de derramar sangre ajena y propia. Era esto como a las ocho y media de la mañana, habiendo comenzado una hora antes; y como Lautaro era tan sagaz y experto, mandó tocar a recoger con intento de esperar a que el sol calentase más la tierra, para que con su ardor se encalmasen los caballos y fuesen menos de provecho, y cuando vió que estaba en su mayor fuerza, acometió con bravoso ímpetu, trabándose segunda vez la refriega más encendida en la entrada de la ciudad, muriendo algunas personas de ambas partes. A este punto salieron los arcabuceros de la fortaleza y con algunas rociadas hicieron notable daño a los enemigos, aunque no notable merma por la multitud de los que andaban en su ejército. La cual fué tanta, que cerrando con los nuestros, con estupendo alarido, los llevaron dando de ojos hasta la fortaleza, donde se metieron, y a vueltas de ellos algunos indios, que fueron los más mal librados, porque descargaron en ellos los españoles el coraje que tenían contra todos juntos. Todo esto aprovechó poco por ser el número de los bárbaros tan incomparable, y su deseo de acabar con esto resuelto de todo punto. Y así combatieron el fuerte con gran vigor y arrojamiento saltando dentro por diversas partes; donde anduvo la folla tan sangrienta que murieron allí quince españoles, y llegó a tanto el tesón de los indios que vinieron a ganar la alcázar echando fuera a los españoles. A todo esto, estuvo el clérigo Nuño de Obrego con su espada y rodela a la puerta de la fortaleza arrimado a un lado, y al otro Hernando Ortiz, sin apartarse ninguno de los dos un punto de su puesto sobre apuesta más por estar picados entre sí que por picar a los enemigos, aunque, en efecto, hicieron tal estrago en ellos que pudiera cualquiera de los dos aplicarse el nombre de Cid sin hacerle agravio. Mas, finalmente, vinieron los dos a ser del número de los cuerpos muertos que cerraron con su cúmulo el paso de la fortaleza como la habían cerrado estando vivos. Mas andaba ya el negocio tan roto, que no faltaban portillos por donde salir los que iban de vencida; y así salieron a la playa continuando la pelea sin cesar de matar y morir hasta que ya se caían los brazos y aun el ánimo. Y aunque hasta entonces había mostrado mucho el capitán Alvarado, poniéndolo a los suyos como valeroso caudillo, mas cuando vió ser imposible animar mucho a pocos cuerpos, comenzó a retirarse tomando el camino de Santiago, donde ni el cojo, ni el manco anduvo tanto, como dice el refrán, por las muchas albarradas en que iban tropezando y los enemigos que salían de través ultra de los que seguían al alcance. Por otra parte, acudieron otros españoles a los bateles, que estaban en la playa, metiéndose por la mar a caballo para arrojarse en ellos con harta contradicción de los indios, que se abalanzaban al agua tras ellos, y no dejaran hombre a vida si no fuera por dos soldados de mucho nombres y valerosos hechos, que echaron mano de un batel y lo defendieron favoreciendo a los suyos, que con este socorro llegaron al navío. Éste fué el fin de la batalla, donde murieron cuarenta y un españoles y más de dos mil y quinientos indios. Y los que se escaparon con el capitán Juan de Alvarado fueron Gonzalo Hernández de la Torre, Lope de Landa, Andrés de Salvatierra Narbaja, Diego Díaz, Hernando Ibarra, Francisco Lucero, Francisco de Castañeda y Hernando de Alvarado, los cuales no cesaron de pelear en todo el camino hasta llegar a la junta de los ríos Ñuble e Itata. Y también se escapó por otra vía Nuño Hernández Ragura, habiendo peleado como un César, según acostumbraba en todas las batallas. No cuento aquí los que murieron, por haber sido más que los vivos, contentándome con referir los capitanes de a caballo que fueron don Francisco Tello, don Cristóbal de la Cueva y Juan de Cabrera, que murieron habiendo peleado valerosamente. Los capitanes indios que vinieron a la batalla fueron: Manquecura,. Nicoladande, Labapié, Colocolo, Puygani, Guanchoguacol, Pichena, Pivoboro, Piotiman, Pilon y el famoso Lautaro. Y el día de la batalla fué jueves, a cuatro días del mes de diciembre de 1555.




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Capítulo LIV


Cómo el capitán Lautaro fué sobre la ciudad de Santiago con un copioso ejército y tuvo dos batallas con los capitanes Diego Cano y Pedro de Villagrán


No se debe tener en poco por ser de poco aparato de palabras aquel proverbio que dice: hoy por mí, mañana por ti, mayormente cuando el hombre se engríe y envanece con el buen rostro que hoy le muestra la fortuna con visita falsa; pues en llegando el día de mañana, habrá dado vuelta su rueda donde mostrará el otro rostro de dos que tiene, pues se sabe ser ella de dos caras. Mucho me alargué, y dije poco en decir mañana, pues siendo la rueda de su vanidad más veloz que la del primer móvil, no ha menester aguardar plazos de un día para otro ajustándose a la medida del curso del sol que causa los días y las noches; pues sabe ella darse tan buena maña en apresurar su rueda, que en un abrir y cerrar de ojos, pone de alegre triste, de sano enfermo, de rico pobre, de vencedor cautivo y, finalmente, de dichoso desdichado. Quién dijera viendo a Mitridates, rey del Ponto, triunfador de los romanos y de toda Asia por espacio de cincuenta años, que había de venir a tanta miseria en un sólo día que pusiese las manos en sí mismo, quitándose la vida deesperado de verse debajo los pies de sus triunfadores Luculo y Pompeyo. Y quien viera al arrogante Lautaro tan pomposo con sus ilustres victorias, y tan estimado y querido de los suyos, que ponían en él los ojos como en su libertador y toda su gloria, no de otra suerte que los israelitas amaban a David tiernamente por haber sacado a su pueblo del oprobio en que los tenía puestos el soberbio Goliat, contoneándose y blasonando con desprecio de Israel, que había de venir a dar en bajo, o por mejor decir, en manos de aquellos que despreciaba y, finalmente, sus enemigos. Mas, en fin, el que apriesa sube, apriesa cae; pues suele la fortuna entronizar pocas veces a hombres humildes en su prosapia, si no es para tener mayor espacio por donde vengan cayendo del pináculo donde los había subido, que eran las nubes, sobre las cuales ellos se encaramaron sin fundamento sólido en qué sustentarse. Harto ínfimo de natural era Ventidio Baseo, el cual andaba mendigando de puerta en puerta, y tuvo gran ventura de que le admitiesen en casa de Caio César por mozo de caballos; mas con esta ocasión fué poco a poco cayendo en gracia del emperador hasta venir a ser el mayor del pueblo romano, y triunfar de los partos con excelentes títulos y renombre. No fueron diferentes en todo los pasos pordonde subió Lautaro a tanta dignidad y señoría, pues había sido mozo de caballos de Valdivia, aunque no subió a la preeminencia por haber caído en su gracia, antes por haberse desgraciado con él, pues fué principio de su muerte; mas al cabo no se fué alabando, ni le duró el orgullo mucho tiempo, por parecerle que ya era todo el mundo suyo o a lo menos pretender que lo fuese. Viéndose, pues, este Lautaro puesto en tal punto que todos le reverenciaban y servían celebrando sus victorias con solemnes triunfos y banquetes, largó las riendas al apetito del más y más, donde comúnmente anhela la naturaleza deleznable, y queriendo destruir la mesma ciudad de Santiago, ofreciendo su persona al general Caupolican para esta empresa, con solos cinco mil indios escogidos de todas las huestes araucanas. No salió el general a esta oferta, teniendo por gran terneridad el pretender ir setenta leguas a buscar a los españoles donde ellos estaban tan de asiento, más fueron tantos los intercesores que interpuso Lautaro, que por no disgustarle a él y a tantas personas principales, condescendió con sus ruegos. Mas no por eso quedó el negocio concluso, porque como habían de ser solos cinco mil los escogidos para esta empresa, hubo entre ellos grandes diferencias, tomando cada uno por punto de honra el no quedar por menos hombre. Y vino a tanto rompimiento, que mandó Caupolican admitir otros tres mil más de los nombrados, y aún esos se sacaron por suertes para que ninguno quedase quejoso.

Comenzó a marchar Lautaro con ejército de ocho mil hombres que lo llevaban en andas, y fué recibido en todos los pueblos por donde pasaba con gran veneración y aplauso, hallando los caminos aderezados a mano y adornados con arcos triunfales, sin faltarle cosa de las que se pudieran prevenir para la majestad del mayor monarca del mundo. Mas cuando llegó a los lugares sujetos a Santiago, comenzó a encruelcerse contra los indios, haciendo en ellos grandes destrozos, de suerte que todos se despoblaron acudiendo los moradores dellos a la ciudad a pedir socorro y ampararse con el favor de los españoles. Y el primer reparo que se puso a este daño fué enviar al capitán Diego Cano con cuarenta hombres de a caballo, los cuales hallaron a los enemigos alojados en Mataquito, donde tuvieron una guazabara con matanza de algunos indios y pérdida de un español, quedando, finalmente. Lautaro con la lanza enhiesta y Diego Carro desbaratado. Bien entendió el sagaz indio que no había de ser ésta la postrera, y así se fortificó más en el mesmo sitio, fabricando un castillo y muchas albarradas y baluartes para su defensa. Y para mayor seguridad, mandó atajar los ríos y acequias para que reventasen y se difundiese el agua por todo el campo, haciendo grandes lodazales en que atollasen los caballos. Mas todo esto no fué para impedir a Pedro de Villagrán, que salió de la ciudad con cincuenta hombres, y tuvo algunas escaramuzas con los rebeldes el mesmo día en que llegó, hasta que el sol y los brazos iban de caída. Hallóse allí un conquistador viejo llamado Marcos Veas, que había estado en casa del gobernador Valdivia y conocía mucho a Lautaro, siéndole tan familiar como persona que vivía con él de una puerta adentro; éste pidió licencia a su capitán para carearse con Lautaro y persuadirle con algunas razones a que desistiese de la guerra, entregándose a los españoles fiándose de ellos, pues no habían de hacerle traición como él la hizo a su amo. ConcedióleVillagrán esto liberalmente, y poniéndose el Marcos Veas en parte donde pudiese ser oído, llamó a Lautaro, el cual salió a trabar con él plática por un rato, habiendo entre los dos un pequeño intervalo, de suerte que se oían las palabras distintamente. Y cuando el español llegó a tratarle de la traición que había hecho, mudó el indio el tono de las palabras, hablando con gravedad de esta manera: «No puede dejar de maravillarme mucho el ver que un hombre tan anciano y prudente como tú eres, o a lo menos te precias de ello, te hayas dejado de decir palabras tan fuera de concierto, en que has dado a entender que o eres de muy corto entendimiento o me tienes por hombre que lo soy. Porque intitular con nombre de traición a lo que, mirado por todas partes, es indubitable fidelidad, no sé de dónde pueda proceder, sino de que tú estás ciego o me quieres cegar con palabras fundadas solamente en la vana aprehensión de tu fantasía. Si traición ha intervenido entre nuestra nación y la vuestra, cierto es que está de vuestra parte, aunque se debe llamar más propiamente tiranía, pues estando nosotros seguros en nuestra patria viniste engañosamente a desposeernos de nuestras tierras, despojarnos de nuestras alhajas, quitarnos a nuestras mujeres y enseñorearos de nuestras libertades. En lo cual no se puede negar que haya habido gran mezcla de traición y alevosía, pues entraste con la voz de Jacob y las manos de Esaú, predicándonos ley de Dios, y ejercitando la del demonio para dorar vuestros engaños y cogernos el oro fino de nuestras minas. Y así, aunque a los principios nos hubiéramos dado por amigos vuestros, no tenemos obligación de conservar la amistad para delante, pues el día que falta el fundamento de la cosa ha de faltar la mesma cosa. Y siendo la amistad fundada en que pretendíades nuestro bien no debemos tenerla en pie el día que se descubre que es todo envaimientos y traiciones y que toda vuestra pretensión es hacernos el mayor mal que podéis, como se ve por experiencia, y si alguna amistad os debo a vos, señor Marcos Veas, por la buena voluntad que me habéis mostrado, en ninguna cosa os la pudiera pagar tanto como en daros un consejo de amigo, y es que os volváis con Dios a vuestras tierras así por la seguridad de las conciencias como de las vidas, porque las habréis de perder desta hecha, como las perdieron con la punta de mi lanza vuestro capitán y los de su ejército. Mas este consejo no os lo quiero yo dar por ser tan contra mi pundonor y estima, pues si os váis vosotros voluntariamente, no tendré ya ocasión de ganar la gloria que se me ha de seguir en echaros por mis propias manos. Verdad es que no sería para mí menos honroso que me cobrásedes tanto miedo que sólo él bastase a echaros sin venir a las manos, y por esta vía me parece que quizá vendría yo a permitir que os fuésedes vosotros mesmos libremente con tal condición que me habéis de servir con treinta doncellas escogidas a mi voluntad para que asistan en mi cámara, y treinta caballos blancos con los mejores jaeces que se hallaren entre vosotros y otras tantas capas de grana fina y una docena de perros grandes de esos conque vosotros soléis aperrear a los indios, y demás destos me habéis de dar esa medalla que traéis en el sombrero; la cual vos soléis llamar la medalla de Quinto Curcio.» No pudo ya Marcos Veas refrenar más la risa oyendo las bravatas de Lautaro, y no aguardando más razones, volvió las espaldas, dejándole con la palabra en la boca sin esperanza de que por bien se había de efectuar cosa. Y estando los dos capitanes contrarios resueltos en llevarlo por punta de lanza, despachó Lautaro un indio principal llamado Panigualgo para recoger dos mil indios de socorro, y Pedro de Villagrán recibió aquella noche veinte españoles que vinieron a lo mesmo, con los cuales llegó el escuadrón a número de setenta. Estos salieron por la mañana a dar batalla a los ocho mil contrarios, donde pelearon tan valerosamente, que con pérdida de sólo dos soldados mataron quinientos indios, desbaratándoles el ejército con victoria reconocida de nuestra parte. Con esto quedó el fanfarrón blasonador humillado, aunque no humilde, antes encendido en mayoría, y echando fuego por los ojos y palabras soberbias por la boca con juramento de no descansar hasta vengarse.




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Capítulo LV


De la batalla que el general Francisco de Villagrán y los capitanes Alonso de Escobar y Juan Gudines dieron a Lautaro, donde perdió la vida, en el valle de Mataquito


La conexión de la soberbia y altivez con los desastrados fines en que suele el hombre ser aterrado, ya queda apuntada en el capítulo precedente con ocasión del principio que tuvo el arrogante Lautaro de ir cayendo de su avilantez y demasía y en éste se acabará de probar consumadamente con el miserable remate de su vida. Estando este indio picado de la pasada, en que le fué tan mal como queda dicho, se recorió de la otra banda del río Maule, donde reforzó su gente que había salido destrozada, y recibió la que de nuevo le trajo el capitán Panigualgo, con que vino a poner en campo diez mil soldados. Y deseando restaurar lo que había perdido en el encuentro último que referimos, se volvió al mismo lugar de Mataquito para que el gozo de la presente victoria borrase la memoria del menoscabo pasado. Digo presente, porque por tal la tenía el bravo capitán, así por el aumento de sus escuadrones como por la fortaleza que de nuevo fabricó con todos los pertrechos y reparos que se podían desear para el menester que entonces se ofrecía. Mas quiso Dios que se contentase con poner muro y antemural en la parte que caía al camino por donde habían de venir los españoles, no asegurando las espaldas por parecerle que de suyo estaban seguras; de suerte que se dejó un gran portillo abierto para salir los suyos cuando quisiesen y entrar los nuestros cuando ellos no quisieron ni pensaron. Y fué así que acertó a venir a coyuntura el mariscal Francisco de Villagrán de la ciudad de Valdivia, y sabiendo lo que Lautaro había hecho y donde estaba encastillado con su gente, se determinó de ir sobre él con setenta hombres que traía para cogerle descuidado por la parte de que él menos se recelaba, ni aún se acordaba della, como si no hubiera Valdivia en el mundo ni Villagrán que viniese de ella. Al mesmo tiempo venía de la ciudad de Santiago el capitán Alonso de Escobar, que era valeroso soldado y maravilloso hombre de a caballo de ambas sillas, el cual traía cincuenta españoles y con ellos al capitán Juan Gudinez para dar en la fortaleza por la parte que caía al camino, que era la que Lautaro tenía pertrechada. Mas como Francisco de Villagrán tuviese noticia de su venida, les envió a decir que acudiesen a cierto lugar donde todos se juntasen para hacer la suerte más al seguro. Y habiéndose hecho esto sin que los enemigos lo entendiesen, se pusieron en orden los ciento y veinte españoles de ambas compañías, y marcharon toda la noche a paso tirado, para dar a los contrarios la alborada con un rocío, no del cielo, sino de los arcabuces y mosquetes.

Levantóse acaso al amanecer el capitán Lautaro desperezándose de la carga del sueño, no pudiendo gozar dél con la inquietud que le daba lo que había soñado, y era que moría él y todos los suyos a manos de los cristianos. Y con la angustia que se sentía despertó a una india que tenía consigo para darle parte de su aflicción, por ser esta gente muy crédula y supersticiosa en todo género de sueños y agüeros. Llamábase la india Teresa Guacolda, la cual se había críado, desde muchacha, en casa de Pedro Villagrán, y la había cogido el Lautaro a tiempo que andaba en estos asaltos, tomándola entre las demás que él y sus secuaces hubieron a las manos en los pueblos por donde iban entrando. Esta despertó gimiendo y sobresaltada, porque estaba actualmente soñando que los españoles mataban a los indios de aquel fuerte y a Lautaro entre ellos. Y como Lautaro la oyese referir lo mesmo que él quería contarle, alborotóse mucho más, y por saber si el sueño tenía fundamento, llamó a un indio cuyo nombre era Aliacan, famoso en el arte de adivinar, y le dió noticia de lo que pasaba, el cual le metió más miedo que él tenía, diciéndole podría ser que sucediese. Al mesmo punto llegaron los españoles, y entraron por el portillo desamparado cogiendo a los tres en medio de su plática, y a los demás cargados con el peso del sueño por ser la hora en que más él predomina en los mortales. Dió entonces Lautaro voces y echó manos a una partesana con que se defendió mientras acudían algunos de los suyos, aunque por presto que despertaron, había ya muchos metidos en sueño más profundo, que es el de la muerte dada por mano de los españoles, que iban entrando y ofendiendo sin perdonar lance. Mas como los indios eran tantos, acudió gran suma de ellos a la refriega, la cual anduvo por largo rato muy furiosa y sangrienta, sin salir hombre de la fortaleza hasta que echaron de ver a Lautaro muerto de una lanzada sin saber quién se la hubiese dado; entonces desmayaron los indios comarcanos de Itata, Ñuble y Renoguelen y se huyeron, saliendo cada uno por donde pudo; pero ninguno de los araucanos volvió un punto el pie atrás, por estar determinados de morir antes a manos de los españoles que volver a su tierra vivos y vencidos. Y cumplieron tan exactamente su propósito, que no cesaron de pelear hasta que todos quedaron allí tendidos sin escapar hombre con la vida, no habiendo muerto de nuestra parte más de un soldado, que fué Juan de Villagrán, deudo del mariscal, en cuya compañía andaba siempre. Fueron capitanes de nuestro pequeño ejército Gabriel de Villagrán, don Cristóbal de la Cueva, Alonso de Escobar y Juan Gudinez, y de los soldados que en él se hallaron, hubo muchos de larga experiencia y satisfacción de sus personas, de cuyo número fueron Juan de Lasarte, Alonso de Miranda, Hernán Pérez de Quesada, don Pedro Mariño de Lobera, Andrés Salvatierra Narvaja, Hernando de Ibarra y Andrés de Nápoles, que era hombre de tantas fuerzas, que tomaba una pipa de vino sobre las rodillas y la levantaba en alto. Sucedió esta felice victoria en el año de 1555 jueves último del mes de abril. La cual, aunque puso algún terror a los enemigos, no por eso desistieron de lo comenzado, antes se embravecieron más y dieron en hacer mayores daños, pareciéndoles gran locura tornarse a rendir a los españoles habiendo alcanzado dellos tres tan insignes victorias y echándolos de la mayor parte de sus tierras despoblando las ciudades en esta historia referidas. Y así estaba la tierra puesta en alborotos y rodeada de miserias, no menos por la rebelión de los indios que por las disensiones que había entre el mariscal Francisco de Villagrán y el general Francisco de Aguirre, aunque con esta victoria, fué admitido con mejor gana Villagrán al oficio de gobernador, que era la piedra del escándalo, y pasara el ruido más adelante si no viniera del Perú quien lo ocupase.








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Libro segundo



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Parte primera


De la pacificación del reino rebelde, hecha por don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y señor de las villas de Argete, habiendo salido con siete insignes victorias y fundado siete ciudades, reedificando las asoladas, con las demás memorables hazañas que emprendió siendo gobernador de este reino, como lo fué después en el del Perú, con cargo de vice-rey y Capitán general de ambos reinos



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Capítulo I


De la partida de don García de Mendoza de la Ciudad de los Reyes para Chile


El infelice estado de las cosas de este reino de Chile iba cada día tan de mal en peor con la rebelión general de los Estados de Arauco y Tucapel, y otras provincias, que no solamente congojaba a los pobres que los padecían, más también causaba lástima a los que estaban como a la mira desde afuera, como eran los del Perú, y muy en particular el visorey y capitán general de aquel reino, que era don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, el cual, por ser un príncipe tan sapientísimo como su fama hasta hoy predica, sentía íntimamente las innumerables calamidades de que este desventurado reino estaba rodeado; y no le llegaba menos al corazón el saber que había cisma entre algunos de los más principales españoles, que la guerra hecha por los indios; teniendo por cierto como persona tan cabal y experimentada, que no es tan perjudicial, ni con mucho, el daño que hace el enemigo, que está de las puertas afuera, como el que causa el doméstico; como consta de la razón y experiencia, y aun de las sentencias de los sabios; pues entre otras muchas admirables de Cicerón acerca desto, dijo que en quitando la unión y confederación de los ciudadanos ni habrá casa ni ciudad que pueda quedar en pie, ni aun la agricultura y beneficio de las plantas. Y así se experimentó en Jerusalén en tiempo de los Macabeos, cuando venía el insolente Antíoco sobre ellos; que lo que más destruyó la ciudad fué la disensión de los moradores, haciendo cabeza de bando algunos hijos de Israel perniciosos que se desunían con los demás, lo cual confirma el sagrado evangelio, donde el Salvador dice que todo reino que está diviso en sí mesmo será asolado, y caerá una casa sobre otra. Y así se experimentaron hartos inconvenientes en esta coyuntura, pretendiendo la gobernación del reino el mariscal Francisco de Villagrán y el general Francisco de Aguirre, por laber si o ambos conquistadores viejos, muy vaerosos y beneméritos en esta tierra, y se ofrecía ocasión de anhelar más a esto con la nueva de la muerte del adelantado don Jerónimo de Alderete del hábito de Santiago que, viniendo de España proveído por gobernador, murió en el camino en una isla llamada Taboga, que está en la salida de Panamá, y como el marqués de Cañete eratan proveído en todas las cosas de su gobierno, que hasta hoy no abre hombre la boca en estas partes sino para contarlas con hartas lágrimas por su muerte, no se contentó con remediar lo mucho que tenía ante los ojos en el Perú, mas quiso también favorecer a Chile tan enteramente, que jamás le ha entrado tal socorro antes ni después como el que le envió en esta necesidad, que era harto urgente.

Y para que fuese de tanta estima que no solamente se atribuyese a la sagacidad y prudencia de buen gobernador, sino también a un pecho de hombre que tenía mucho amor a su rey sirviéndole con cosa que le tocaba en los ojos, y aun a Dios Nuestro Señor, cuya gloria pretendía ante todas cosas, se determinó a encargar este asunto a su mesmo hijo don García Hurtado de Mendoza, por ser sentencia muy averiguada que el amor verdadero y firme nunca se muestra enteramente, por muchas hazañas que un hombre emprenda, si no es cuando hace o padece alguna cosa que le toca en lo vivo o cuesta mucho. Pues sabemos que el mesmo Dios no mostró tanto su amor en la fábrica del universo mundo y creación del hombre cuanto en darnos a su hijo unigénito; pues lo primero le costó un solo hágase, y lo segundo le costó la sangre de su mesmo hijo, que es el espejo enque él se mira y la lumbre de sus ojos. Y así descubrió la fineza del amor e incomparable alteza de quilates en esta dádiva,y aún las que son anexas a ella o todas las demás, que no le costaron más que un simple querer para ser hechas. Acumuláronse con esto algunos otros motivos, como era estar corriendo sangre en el reino del Perú con las guerras que entonces se acababan, levantadas por el tirano Francisco Hernández Girón cuyos secuaces no pudieron ser del todo agotados haciendo justicia de ellos, por ser tantos que era negocio inaccesible el pensar que se habían de pasar todos a cuchillo; y por sacar aquestas nocivas reliquias del reino y enviarlas a Chile sin que allá hiciese desdén alguno, no halló el marqués medio tan eficaz como enviar la persona de su hijo, cuya autoridad los tendría a todos a raya, y cuya benignidad y buen tratamiento los tendría contentos y más atados que con esposas y cadenas. Y consultando este negocio con los oidores de la real audiencia de los Reyes, donde tenía su palacio y asiento, vinieron todos en su parecer, dándole las gracias de parte de su majestad por tan insigne servicio como le hacía; siendo éste el único remedio para apaciguar y reducir, y (por hablar más propiamente) conquistar de nuevo el reino perdido, como en efecto lo estaba, porque, aunque la edad de don García no prometía mucho, por no pasar de veinte y dos años, suplíalo con grandes ventajas la antigüedad de su sangre y la autoridad de su persona, y no menos la mucha aprobación, que en sus pocos años había dado de ella en algunas ocasiones, saliendo de diez y ocho por Italia, adonde le envió su padre porque, desde luego, se emplease en servir a su rey, por verle tan aficionado a ello; y se halló en la guerra de Córcega y en la de Séna, mostrando lo que, después había de ser; también dió la mesma expectación en Flandes y Alemania y en la guerra de Rentín, donde estuvo con el emperador don Carlos, de donde se pasó a Inglaterra, donde estaba el rey don Felipe II de este nombre, en cuyo servicio estuvo hasta que pasó a estas partes con su padre, que venía por Visorrey del Perú, como se ha dicho. Y por ser tanta la satisfacción que en estos lances había dado y la prudencia con que procedía allanaba las dificultades que proponía la pueril edad, se resolvió el marqués en su intento, poniéndolo luego en ejecución con el calor posible. Con esta determinación, escribió algunas cartas de un mesmo tener a los regimientos de las ciudades de Chile, dándoles aviso del beneficio que les hacía; las cuales despachó desde la ciudad de los Reyes a los veinte y uno de julio de 1556; y poco después envió por tierra a don Luis de Toledo, con gran suma de caballos. que por ser tantos no podían ir por mar, el cual se partió con ellos con oficio de caballerizo de don García, llevando consigo a Julián de Bastida, que era hombre de muchas prendas, y que amaba tiernamente a su señor, sirviéndole siempre con gran lealtad. Hecho esto, mandó el marqués aprestar tres navíos de buen porte para los soldados y un galeón para los bastimentos, artillería y munición, que era en tanta suma, que es la que hasta hoy hace la guerra en este reino. Estando ya los navíos a pique y los soldados, que pasaban de quinientos, muy bien aderezados y distribuídos en sus compañías, envió al marqués a embarcar la gente con la recámara de su hijo, que valía más de cuarenta mil pesos; y luego le dió las provisiones de gobernador y capitán general del reino de Chile y su bendición, y abrazó con no pocas lágrimas de sus ojos, diciéndole: «Mira, hijo mío, que te aparto de mí con tanto sentimiento mío, porque te muestres más ser hijo de quien eres a los que te ven puesto a mi lado ante los ojos el temor de Dios, que es el principio de toda prudencia y ardides y de la mesma magnanimidad y buen gobierno. Y mira que te encargo mucho que el acordarte que eres hijo del marqués sea para advertir las obligaciones que tienes a tus cuestas y no para descuidarte, pareciéndote que tienes en mí quien te haga espaldas; antes debes proceder de manera como si yo no estuviese en el mundo, valiéndote por tu persona y persuadiéndote que no tienes otro favor humano más del que tus mesmas hazañas te acaudalaren. Si en algo quiero que te acuerdes de mí, es en que soy amigo de hacer bien a pobres; y con esos te doy licencia que te extiendas y que en eso pienses que te hago espaldas, enviándote el caudal que yo tuviere, para que socorras tantas necesidades; y para eso también te doy suficiente avío y recámara, con otras muchas preseas para que lo que sacares de Chile sean muclias bendiciones, sin un grano de oro, que no te faltará Dios donde quiera que fueres, si tú le sirves como debes a su majestad y a tu prosapia. Procura conservar en tu persona gravedad y trato afable, porque por lo uno te amen y por lo otro te respeten; pues ambas cosas son absolutamente necesarias para el buen gobierno y paz de las provincias. Y créeme como a más viejo, que el temor conviene que le tengan al oficio, y el amor a la persona, y que sabe el amor mejor ganar las puertas que la fuerza y ardides de muchos soldados. No seas temoso y vengativo, ni te parezca que el que tiene el absoluto gobierno está obligado a no disimular ninguna cosa, porque es gran error pensar que las leyes de los príncipes derogan a la evangélica. Cuando el príncipe se declara por sabidor de algún desacato o delito y se pone a querer castigarlo, tiene ya el negocio en punto que no ha de consentir que el otro salga con la suya y como triunfado del que gobierna; y para eso es mejor remedio el disimular a los principios antes de entrar en dares y tomares, haciéndose del que no lo sabe, por no venir después a más rompimiento. Esto es en cosas tocantes a su persona como son murmuraciones y quejas, que es cosa común haberlas del más aventajado, porque cuando el negocio es contra Dios o el rey, entonces es menester el brío, pues en tal caso hay título de castigo y no mal nombre de venganza. No des fácilmente oídos a los que te vinieren a dar cuento de lo que de ti dicen algunos; antes has de mostrar el rostro torcido a semejantes revoltosos significando que no gustas de oír chismes, y dando a entender que el príncipe que es prudente ha de estar persuadido a que ha de haber quien hable con pasión; pues lo lleva de suelo aqueste mundo, y por eso no ha de fatigarse mientras él hiciere lo que debe a su oficio. Ten por cosa muy cierta que el primer documento del que tiene el mando es el estar aparejado para sufrir odios y envidias. No te parezca que ha menester poco un hombre de tu oficio para juntar dos cosas tan contrarias como es el procurar siempre ser amado y el no dársele nada de ser odioso; siendo ambas cosas tan necesarias, que en faltando la primera, falta el reino, y en faltando la segunda, falta la justicia; porque la vara que es aborrecida de todos nunca dura mucho tiempo en la mano, y el que teme ser odioso, no sabe gobernar, porque el autor universal de todo lo criado, que con su eterna prudencia puso a cada cosa de las de esta vida su contrapeso, ordenó que anduviesen estas dos cosas juntas, que son el odio y el gobierno; y para saber dar orden y que juntamente con esto haya amor en los súbditos, es menester prudencia más que humana, y dada de Dios con especial auxilio a los que rigen, como Él lo suele hacer cuando se le pidecon humildad y oración continua, sin la cual el gobierno irá perdido. Y no sé qué mejor consejo darte por despedida que el que en semejante ocasión dió el buen viejo Tobías a su hijo, diciéndole que por donde quiera que fuese llevase a Dios en su corazón, y que se guardase de consentir en algún pecado; pues ningunos pertrechos puedes llevar más eficacespara tus negocios que llevar a Dios por amigo, en cuya mano están los fines de la tierra y los corazones de los hombres, y juntamente con esto te encomiendo la misericordia y clemencia como el mesmo Tobías la encargó, que en esto creo te habré dado algún ejemplo, aunque no tanto como yo quisiera. Aconséjate siempre con los más viejos y experimentados, y no te parezca caso de menos valer el regirte por pareceres de tus súbditos, pues no es tanto de culpar el no saber por no saber, como el no saber por no querer saber. Procura ser refugio de los afligidos, y aunque tú lo estés con ocasión bastante, procura solapar la tristeza y mostrar buen semblante para consolar al que viniera a ti, a mitigar sus pesadumbres. No te alteres con los malos sucesos, antes con igualdad de ánimo procura recebir de la mano de Dios los bienes y los males, dándole gracias por los unos y por los otros; pues los unos son regalos de esta vida y los otros merecimientos para tenerlos en la otra. Mira que los defectos de las personas públicas que están en lugar preeminente se divisan más que los de la gente plebeya, y que por el mesmo caso que tenías más larga mano para hacer cuanto quisieres, has de querer no hacer nada en que te alargues. Muy engañados van los que por verse con todo el gobierno sin haber quién les vaya a la mano piensan que el mayor bien de su estado es el poder ellos hacer lo que otros no pueden. Siendo tan al contrario que lo que es lícito a otro cualquiera, a sólo el que gobierna le es ilícito. En lo que toca defender la rectitud de tu vida has de persuadirte a que no hay otro que lo haga, sino ella misma; y en lo que toca a ser tus censores y malsines, ten por cierto que tienes tantos cuantos son los súbditos de tu jurisdicción. Claro está, hijo, que el que es mayor está obligado a mayores cosas, y esto es ser verdaderamente mayor, no el ser soberbio y arrogante, lo cual está tan lejos del ser príncipe cuanto lo está del ser noble. No ha dado la fortuna aviso más digno de agradecérsele que manifestar claramente que el más soberbio viene a estar en el lugar más bajo y abatido. Una cosa quiero que tengas por cierta, que el tener reinos y monarquías, o cualquier otro estado preeminente es caso y lance que no lo hace el hombre, pero el tener virtud es cosa que a sólo el que la tiene se le atribuye. Cuanto más que si los que ganaron tales dignidades las adquirieron con solas sus virtudes, no hay duda sino que para conservar tales potestades es necesario conservar la virtud con que se ganan. Y más te digo, que ninguna cosa aflige más al que tiene tu oficio cuando ve sucesos disgustosos, que el ver que han sido por su culpa; y ninguna le alivia más la pena, que el estar seguro de que hizo su deber en todo, pues el origen de la pena la culpa sola es y no el suceso. Plega al Señor que te lo dé bueno en todo, como yo se lo suplico, y lo haré siempre, aunque indigno.» Con estas palabras, dichas con harta ternura y afecto paternal, abrazó el buen marqués a su hijo con hartas lágrimas de ambas partes, como las hubo cuando se despidieron en el campo, y luego le dió su bendición cual otro Josué a los Rubenitas y Gaditas, cuando los envió a la tierra que les cupo en suerte.

Con este matalotaje de admirables consejos se embarcó don García en el puerto del Callao de Lima, a dos días del mes de febrero de 1557, llevando consigo la gente más florida que hasta hoy ha entrado en Chile y muchos religiosos, por mirar su padre ante todas cosas la instrucción de los indios en la santa fe católica y buenas costumbres, pareciéndole que con ésta se alcanzarían más victorias que con las armas y estratagemas de guerra; pues la palabra de Dios es más penetrante que toda espada de dos filos. Los cuales llevaba don García de poner en ejecución lo que su padre le había encomendado; y muy en particular este punto, honrando mucho a los religiosos como lo ha hecho en toda su vida, tratándolos con gran veneración, como el ejemplo de su padre y su buena educación le había mostrado.




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Capítulo II


De cómo el marqués don García llegó a la ciudad de la Serena, y prendió al mariscal Francisco de Villagrán y al general Francisco de Aguirre, y tuvo una sangrienta batalla


Fué tan felice el viaje de don García de Mendoza y sus compañías,que llegó a la ciudad de Coquimbo, llamada la Serena, a diez y ocho días del mes de abril del mismo año de 57; pero mucho más lo fué en ser su llegada en viernes, día a que este caballero ha sido siempre devotísimo, como hasta hoy lo es, haciendo particulaíes sacrificios a Nuestro Señor, así todos los viernes del año, como los días de la Cruz. Y ha sido Dios tan liberal en pagárselo, que de muchos prósperos sucesos que ha tenido en el discurso de su vida, apenas se sabe de alguno que no haya sido en viernes o en día de la Cruz. Y dejados otros muchos, diré uno que tiene correspondencia con éste, y es que el día que llegó al puerto del Callao de Lima el año de 90, fué viernes, y en este día tomó la posesión del oficio que había de virrey del Perú, y el año de 93, estando todo el reino en grande apuro por ciertos motines que se rugían en algunas ciudades de él, y en particular en la de Quito, donde estaba el negocio declarado y la ciudad puesta en arma, llegó nueva a la ciudad de los Reyes del general Pedro de Arana, que había sido enviado por don García para apaciguar la tierra y hacer justicia de las cabezas del motín: había entrado en la ciudad de Quito con sus escuadrones de soldados y puéstola toda en paz, haciendo la dicha justicia; siendo día de la invención de la Cruz el que llegó el mensajero de esta nueva al marqués don García, que la deseaba no poco, por ser negocio que si procediera adelante, pusiera en contingencia de perderse a todo el Perú, que comenzaba a alborotarse; y con ver el castigo de los rebelados, amainaron todos los bríos de los que estaban a la mira. Y el mesmo día llegó otro mensajero al mesmo don García, de que se habían perdido junto al Paraguay tres navíos de ingleses corsarios que iban a costear al Perú, volviéndose uno solo, de cuatro que eran, a su tierra harto desbaratado. Y el año de 1594, estando todo el reino del Perú en no menos aflición por andar corriendo la costa otro pirata llamado Richarte de Aquines, contra el cual había enviado don García a su cuñado don Beltrán de la Cueva, hijo del conde de Lemos, llegó al mismo virrey un mensajero que fué don Francisco de la Cueva con relación del próspero suceso de haberse tomado y puesto en prisión este corsario con todos los suyos, y el día que llegó con esta buena nueva fué el de la exaltación de la Cruz, a las diez de la noche: en la cual hora se comenzaron hacer hartos regocijos en la ciudad de los Reyes.

Así que no fué de poca alegría para el nuevo gobernador el llegar en viernes a la primera ciudad del reino que entraba a gobernar, teniéndolo por prenuncio de felices sucesos, como, en efecto, los tuvo sin una tilde de desgracias en todo el tiempo que gobernó este reino. Luego que surgieron sus navíos, salió el general Francisco de Aguirre al recibimiento, llevando consigo a don Luis de Toledo, que había ya llegado con los caballos; y en el camino del puerto encontró al camarero de don García, el cual le dió una carta del marqués, su padre, con que recibió gran contento por la mucha benevolencia que en ella le mostraba. Y en llegando a la lengua del agua se embarcó en una balsa de las que usan los indios pescadores, que son de cueros de lobos hinchados y atados unos con otros; y así se fué al navío, donde estaba el gobernador, mientras que se iba disparando la artillería con mucha música de trompetas y chirimías que había en las naves; y así llegó a la del gobernador a besarle las manos, que no fué poco para la hinchazón y estofa de Francisco de Aguirre, pues demás de ser la persona que había tenido siempre en Chile mayor autoridad y grandeza en sus cosas, estaba nombrado por gobernador en un testamento cerrado de don Pedro de Valdivia, que se halló después de su muerte. Con todo eso, se hizo un poco tardío don García en salir de suaposento, aunque cuando dél salió, mostró muy buen rostro yalegre semblante al general, diciéndole el mucho caso que el marqués, su padre, hacía de su persona; y que la cosa que más aliviaba la pena de haberle apartado de sí enviándole a tierras tan remotas, era el saber que estaba en ellas una persona como la suya de canas, autoridad y experiencia, de cuyo consejo y dirección pensaba él valerse mucho en todas las cosas concernientes al servicio de su majestad. Habiendo salido a tierra y descansado algún tanto, se partieron todos para la ciudad, que está dos leguas del puerto, en la cual tenían aparejado el más solemne recibimiento que su posibilidad alcanzaba, y llegando a la plaza mayor, tomó el general Francisco de Aguirre de rienda el caballo del gobernador, y le llevó hasta la puerta de la iglesia, donde le dijo don García que había consentido en ello por la autoridad real que representaba; y que de otra manera, no pasara por ello, por más instancia que le hiciera. Después desto hospedó Aguirre en su casa al gobernador, donde él se informó de las cosas del reino y recibió algunas cartas de las personas más principales dél, con cuyas relaciones enterado bien en las cosas del reino, envió al capitán Juan Ramón, vecino del Perú, con veinte arcabuceros a la ciudad de Santiago a prender al mariscal Francisco de Villagrán, que por andar en pretensión del oficio de gobernador, era ocasión de alguna inquietud por pretenderlo por otra parte el general Francisco de Aguirre.

Llegado que fué el capitán Juan Ramón a la ciudad de Santiago, se entró en la casa de Villagrán, que actualmente estaba en misa, y mandó que se juntasen luego la justicia mayor y regidores de la ciudad para que recibiesen a don García de Mendoza por gobernador, capitán general y justicia mayor de todo el reino, presentando para ello el capitán Pedro de Mesa del hábito de San Juan, una provisión del nuevo gobernador, donde le nombraba por corregidor y capitán de aquella ciudad, lo cual se ejecutó con beneplácito de toda ella y grandes regocijos por la llegada de don García a tierra de Chile. Hecho esto prendieron al general Francisco de Villagrán, el cual dijo al capitán Juan Ramón estas palabras: «No era menester que el señor gobernador don García de Mendoza usara de esos términos para conmigo, porque bastara enviar al menor criado de su casa con una letra suya, para que yo le obedeciera puntualmente, sin dar trabajo a Vmd. con esta venida; pero de una o de otra suerte, pecho por tierra,. y vamos adonde Vmd. me llevare y su señoría manda.» Embarcaron luego a Villagrán, el cual en breves días llegó al puerto de Coquimbo, donde ya estaba preso el general Francisco de Aguirre por orden de don García, en un navío que estaba vergas en alto para hacerse a la vela en llegando Villagrán. Estaba Aguirre a bordo del navío aguardando a Francisco de Villagrán, que iba a embarcarse en él, y en llegando le tomó de la mano, y Villagrán le dijo: «Mire Vmd., señor general, que son las cosas del mundo, que ayer no cabíamos los dos en un reino tan grande, y hoy nos hace don García caber en una tabla.» Y con esto se abrazaron, soldándose la amistad antigua en que había habido alguna quiebra por sus pretensiones. Desta manera fueron ambos presos al reino del Perú, llevándolos un caballero alemán, natural de Vannes, llamado el capitán Pedro Lisperguer, que siendo en España caballerizo del conde de Feria y marqués de Priego, pasó a la India por maestresala del virrey don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete. Una de las ocasiones que entre otras hubo de la prisión de Francisco de Aguirre, fué ésta: que el primer día que el nuevo gobernador salió a misa, se puso en la iglesia un sitial para él y una silla algo apartada para el licenciado Hernando de Santillán, su teniente general, que había sido oidor en la ciudad de los Reyes y después nuevo obispo de los Charcas; y un banco grande con una alfombra encima, para don Felipe de Mendoza, hermano de don García, que era hijo natural del virrey don Andrés, y para don Luis de Toledo, su coronel, y don Pedro de Portugal, su alférez general, y el general Francisco de Aguirre. El cual, como viese que no le daban silla, se salió de la iglesia con veinte soldados, a los cuales dijo a la salida de la iglesia: «Señores, si como somos veinte fuéramos cincuenta, yo revolvería hoy el hato.» Ultra de esto le fué ocasión de mucho enfado a don García el ver que, estando ambos comiendo, le sirvió cubierto un criado de Aguirre, llamando señoría a su amo delante dél, sin que Aguirre se lo impidiese. Y, finalmente, se desabrió don García con Aguirre por no haberle mostrado buena gana de irse con él a las ciudades de arriba, adonde quería llevarlo, diciéndoselo expresamente. Por las cuales causas y por el orden que don García traía de su padre, mandó que se ejecutase esta prisión y viaje de Aguirre y Villagrán, demás de tener ambos sus mujeres en España, lo cual se tomó por título de su prisión, diciendo que se enviaba a hacer vida con sus mujeres como su majestad lo tiene mandado.

La primera cosa en que don García dió orden en la ciudad de la Serena fué que se pusiese el Santísimo Sacramento en la iglesia mayor, que hasta entonces no le había por temor de las inquietudes de los indios, proveyendo él de las cosas necesarias y convenientes resguardos para ello. Y mandó dar principio a esto con celebrar la fiesta de Corpus Christi, que hasta entonces no se había hecho, lo cual se efectuó el día de San Bernabé, en el cual salió don García con su guarda de a pie con lucidas libreas y muchos lacayos y pajes con las mesmas, que eran de paño amarillo con fajas de terciopelo carmesí y pestañas de raso blanco; y con pífanos y tambores, chirimías y trompetas, salió a la plaza. Y por otra parte, sacó otra guarda de a caballo, donde iba el capitán de la guardia llamado Juan de Biedma, natural de la ciudad de Ubeda, y en su acompañamiento iban muchos caballeros y soldados con muy preciosos atavíos, a todos los cuales y a los mesmos de su guarda mandó que fuesen con el Santísimo Sacramento y él se fué sólo con un paje a un arco triunfal, y al tiempo que había de pasar el Santísimo Sacramento se tendió en el suelo y pasó el sacerdote que lo llevaba por encima dél, lo cual hizo el gobernador por la edificación de los indios, significándoles con aquesto la veneración que a tan alto sacramento es debida, acordándose que el rey David bailó delante del arca del testamento solamente por ser figura de este santísimo sacrificio. Pocos días después, llegaron a la ciudad de Santiago don Luis de Toledo y Julián de Bastida con los caballos, y Jerónimo de Villegas, contador mayor, para proveer las cosas convenientes a la armada y guerra, por ser hombre suficiente para cualquier negocio de importancia. Y don Luis de Toledo con el capitán Juan Ramón, hicieron gente para la guerra, teniéndola aprestada para cuando el gobernador llegase. El cual se fué a desembarcar con toda su gente al puerto de la ciudad de la Concepción, sin haber tocado en otro desde que salió de la ciudad de Coquimbo, por el deseo que tenía de dar luego traza en las cosas de la guerra. Entre los soldados que salieron de la ciudad de Santiago para la Concepción, fueron el capitán Rodrigo de Quiroga, el capitán Alonso de Escobar, Francisco de Riberos, Diego García de Cáceres, Pedro de Miranda y el capitán Juan Gudines, los cuales eran vecinos encomenderos de aquella ciudad, y no compelidos de alguno a ir a esta empresa del servicio de su majestad y del nuevo gobernador, cuya autoridad y buen trato les obligaba a ofrecérsele voluntariamente.

Fué este año de muchas lluvias y tempestades en todo el reino, y las tierras llanas, particularmente las de Maule y Cauquenes, se empantanaron de manera que no podían pasar adelante los caballos. Por lo cual no fué posible llegar esos caballeros a la ciudad de la Concepción al tiempo que estaba determinado. De suerte que hubo de llegar el gobernador primero que ellos, habiendo pasado una furiosa tormenta, tal, que se vieron a punto de padecer naufragio, por ser el temporal tan terrible que el piloto mayor, llamado Hernán Gallego, natural de La Coruña, que era el más famoso del reino, dijo que en sus días tal había visto, con haber andado en la mar desde su niñez. Al cual riesgo se puso don García, por no haber tornado el puerto de Valparaíso, ni entrado en Santiago a causa de evitar los gastos del solemne recibimiento que se le preparaba, estando la tierra muy adelgazada y pobre, y también porque no se le quedase en ella alguno de los soldados que había sacado del Perú para la guerra. Finalmente, habiendo pasado grandes tormentas y rigores del invierno, llegó al puerto de la Concepción surgiendo junto a la isla llamada Quiriquina, donde mandó, so graves penas, que ninguno entrase en las casas de los indios, ni les tomase nada, ni hiciese algún otro género de agravio, como hasta allí se había usado con poco temor de Dios y daño de las conciencias. Antes mandó el gobernador juntar todos los indios, y los acarició y regaló, dándoles algunos vestidos y sobras del matalotaje; con lo cual ellos quedaron muy gratos y no escandalizados y puestos en arma como con los desafueros pasados otras veces habían hecho. No hallaron los nuestros en esta isla alguna leña de que poder servirse; pero como la providencia del Señor es en todo tan copiosa que puede sacar de las piedras hijos de Abraham, ha proveído a esta isla de cierta especie de piedras que sirven de carbón y suplen totalmente sus efectos, y de éstas se sirvieron los nuestros para sus guisados, aunque lo que la tierra les daba para ellos, apenas era más que nabos, de que la isla estaba llena, con haberse sembrado en este reino pocos años antes. Ya que la gente había descansado y recreádose algunos días en la isla, los mandó el gobernador pasar a la tierra firme, donde lo primero que hizo fué buscar sitio cómodo para asentar sus reales, deseando poner luego las manos en la labor para las cosas de la guerra. Y habiéndose alojado en el lugar que apareció más oportuno, mandó hacer una cava profunda, y su albarrada la más fuerte que se pudo, en la cual obra trabajaban los caballeros más estirados del ejército, unos acarreando faginas y otros sacando tierra del foso, sirviéndose para esto de las fuentes de plata y la demás vajilla del gobernador, por falta de ......y bateas. Y andaba don García tan diligente en esa obra siendo sobrestante de ella, como si toda su vida no hubiese entendido en otra cosa, sino en ser aparejador o arquitecto. Estando en este lugar los españoles, comenzaron algunos indios de los rebelados a venir allí a dar la paz al olor del buen tratamiento y regalo que don García había hecho a los de la isla, y viendo que hacia con ellos lo mesmo y les hablaba con tanto amor, dándoles a entender con palabras y obras cómo venía a sacarlos de vejaciones y favorecerlos en todo lo necesario, fueron tan contentos y con tanto amor a don García, que salió luego la voz por toda la tierra de su benignidad y buenos intentos. Con lo cual iban cada día acudiendo más indios de paz convocándose unos a otros; mayormente por haberles dicho don García que él les perdonaba todo lo hecho, con que de allí adelante se allanasen al servicio del rey y mucho más al de Dios, por ser esta pretensión la que le había sacado de casa de su padre. Fué de mucho efecto el no haber allí caballos para que los indios no se recelasen de algún ardid de los pasados y viniesen muchos de ellos de paz dando crédito a las promesas que se les hacían.

Con todo eso, hubo otros indios que tomaron ocasión de lo mesmo para hacer guerra, pareciéndole que estando los españoles a pie, fácilmente los rendirían. Estando, pues, una mañana los españoles bien descuidados de cosas de guerra, se hallaron al cuarto del alba cercados por todas partes de un ejército de veinte mil indios, que venían braveando y blandiendo las lanzas con tantos alaridos y estrépito que parecían cien mil hombres. Y asomándose el gobernador a ver este espectáculo por encima de la trinchera, le dieron una pedrada con una honda que venía zumbando como si fuera bala de escopeta, y le alcanzó en la sien y oreja sobre la celada; y era tal la furia con que venía, que dió con él de la trinchera abajo. Plugo al Señor que don García tuviese prevenidas de la noche antes seis piezas de campaña asestadas hacia la parte por donde vinieron los indios, los cuales reprimieron su ímpetu y furia, que de otra manera sin duda ganaran el fuerte y pasaran a cuchillo a todos los españoles por estar a pie, y ser tanto menor el número que el de los indios que les cercaban. Demás de esto usó de otra estratagema el gobernador para suplir la falta de la munición que aún no había llegado, por venir por tierra con la gente que traía los caballos, y fué recoger la poca pólvora que había, escogiendo veinte arcabuceros los más diestros de su campo, que tirasen de puntería a los principales caudillos y adalides de los enemigos, los cuales se daban a conocer en el traje, así en las armas defensivas de cueros de lobos crudos pintados de diversos colores, como en los penachos de sus cabezas, que por más bizarría eran de colas de zorros y otras divisas que ellos usan. Demás de esto hizo don García otras prevenciones sin ser parte el molimiento de la caída y aturdimiento de la pedrada, para que dejase de andar con grande solicitud y puntualidad en todas las cosas, acudiendo a todas partes con valerosos bríos sin menoscabársele el ánimo con un espectáculo tan feroz cual nunca en su vida había visto, por ser extraordinario el terror que ponen estos indios, no solamente con la gallardía y magnitud de sus cuerpos, sino mucho más con el alarido y alharacas con que acometen. Pero por más diligencias que él hizo y ardides de que usó en esta coyuntura, no volvieron los indios el pie atrás, pareciéndoles que pues habían poco antes asolado a la ciudad de la Concepción, que estaba allí junto, con ser los españoles cursados en la tierra y teniendo caballos y las demás prevenciones de hombres que habían estado allí algunos años, con más facilidad vencerían a los chapetones y desproveídos de todo esto, mayormente de caballos, que son los que hacen ser a los españoles mejores que los indios en la guerra. Y con este ánimo se abalanzaron dentro del fuerte peleando en él algunos de los más valerosos indios del ejército, con tantos bríos que bastaran a desanimar a muchos de los nuestros, sino fueran don García tan próvido, así en los perterchos y otras prevenciones, como en mostrar buen semblante y ningún género de desmayo, para que los suyos cobrasen ánimo como lo hicieron, con tanto coraje que compelieron a los enemigos a retirarse dejando no pocos muertos junto al baluarte y en otros lugares del elegido.

Viendo los indios el pleito mal parado, se recogieron a un puesto donde no pudiese alcanzarles la artillería; y allí consultaron lo que les convenía en esta ocasión, resolviendo finalmente en alzar por entonces la mano de la batalla, para convocar más gente, y venir con más pujanza sobre los nuestros, para no desistir hasta echar por tierra la fortaleza y a los españoles, de su reino. No fué tardío el gobernador en conjeturar la intención de los indios, ni en dar luego traza en los resguardos concernientes a tal conflicto, procurando con toda diligencia reforzar las estacadas y alojamientos con el mejor orden que el tiempo, dió lugar por entonces. Y juntamente hizo a los suyos un largo razonamiento diciéndoles, entre otras cosas: «La satisfacción que tengo, soldados míos, del valor y esfuerzos de vuestras personas, me quita la ocasión y necesidad que la instancia del tiempo requería, por estar cierto, que todos los buenos consejos que en razón del servicio del rey nuestro señor y demostración de vuestras personas yo puedo y debo daros, son los mesmos que vosotros tenéis muy en el corazón, como personas que habéis venido a semejantes lances y trabajos, saliendo para esto de vuestras casas y quietud sin otro intento. Para guerras vinistes, y guerras deseastes, y para la guerra os ofrecistes al marqués, mi padre, y así estoy tan cierto de que no se os hará nuevo ni pesado el entrar en guerras, que antes me parece os sería ocasión de disgusto el faltaros la ocasión de ellas hasta haber salido con la victoria y ganado el reino. Y supuesto esto, debéis persuadiros a que estos bárbaros han de venir luego sobre nosotros, porque cuando así no fuere, no habriades perdido nada en estar determinados a resistirles como valerosos soldados. Cosa cierta es que en negocios dudosos es lo más seguro tener siempre sospecha del peor suceso, para usar de las prevenciones conforme al mayor peligro; porque en caso que después no lo hubiese, nada habría perdido por demasiado resguardo, y por una tilde de el que faltase, habría perdido mucho. Bien os acordáis de los ensayos que hicisteis en la ciudad de los Reyes ante el virrey, mi padre, con justas y torneos, y vistosos alardes, y reseñas de guerra con tanta ostentación y gallardía, que al parecer se os levantaban los pies del suelo, deseando ya veros en medio de las batallas. Y quiero que entendáis ser negocio que debe poneros no poco ánimo el haber salido con esta victoria al primer lance; pues es razón que si los enemigos quedan amedrentados, quedéis vosotros muy animosos, de lo mesmo, mayormente peleando nosotros por la causa de Dios, como yo entiendo de vuestros pechos, y la propagación de su santa fe y religión cristiana, mucho más que por la codicia del oro ni otro género de interés; pues cualquiera será de muchos menos quilates que este de la gloria de Dios nuestro señor, la cual es principal fin que pretendemos.» Con estas razones y otras más prolongadas que dijo don García, cobraron los suyos tanto esfuerzo, que les parecía ya poco todo el reino de Chile para sus bríos.

En este ínterin venían caminando hacia la playa los bateles de los tres navíos de don García con el resto de la gente que quedaba en ellos; la cual venía a dar socorro a los suyos por haber visto la batalla que poco antes andaba sangrienta. Y apenas habían llegado a la lengua del agua cuando ya los bárbaros estaban con ellos; donde pelearon valerosamente de ambas bandas, rompiendo los nuestros por entre los indios hasta ponerse en salvo dentro de la fortaleza. Finalmente quedó la victoria declarada por de los españoles, los cuales dieron muchas gracias a Dios nuestro señor por haberles dado tan buen principio; y trataron luego de curar los heridos, que eran pocos, con haber salido muchos de los enemigos con heridas de peligro, dejando muertos seiscientos hombres de su campo.

No dejaré de decir cómo habiendo muerto en esta batalla un valeroso indio llamado Pilgueno, vino aquella noche secretamente una india llamada Gualda, que le amaba tiernamente, y lo anduvo buscando por todo el campo, llamándole con voz baja, por no ser sentida; y no hallándole, aguardó hasta la mañana no desistiendo de buscarlo, aunque se puso a riesgo de ser hallada. Y reconociéndole al romper de la mañana, cual otra Tisbe de su amado Piramo, habiendo hecho extremos de sentimiento, se fué al gobernador, don García, a pedirle el cuerpo de su amado, poniéndole ante los ojos por bastante título para concedérselo el haberse puesto a tan manifiesto peligro, siendo mujer y de veinte años. La cual causa tuvo don García por vigente para otorgarle lo que pedía, con tal que añadiese otra de nuevo, que era hacerse cristiana; al cual partido salió ella, recibiendo luego el santo baptismo, que no la tuvo don García por menor ganancia que la victoria de los enemigos; teniendo por mayor empresa la vida de una alma, que la muerte de muchos cuerpos, mayormente viéndola en tan buena disposición, que habiéndose baptizado dijo, que pues ya era cristiana, no quería hacer como gentil llevando a su querido, sino enterrándolo como cristiana. El nombre de esta india fué Beatriz, y el día de la victoria fué miércoles del mes de septiembre de 1557.




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Capítulo III


De la llegada de la gente española a donde estaba el gobernador, don García de Mendoza


No era pequeña la confusión en que en este tiempo se hallaba el gobernador, viendo que tardaba tanto la gente de socorro que venía con los caballos cuanto se apresuraba la que acudía en favor de los enemigos de todos los estados de Tucapel. Y para remedio de esto, entre otras prevenciones de que usó en esta coyuntura, despachó un barco en que fué el capitán Juan Ladrillero y Alarcón de Cabrera, con orden de costear la provincia hasta llegar en paraje del río de Maule, y entrar por él en busca de la gente española, para hacerle apresurar el paso según la necesidad lo demandaba. Y juntamente escribió a Julián de Bastida que mandase de su parte al capitán Juan Ramón que volviese al Perú, y no pareciese más ante él, pues había sido tan negligente en tiempo de necesidad tan precisa. Este mensajero llegó al río de Maule cuando el ejército iba vadeándole, cuyo mensaje no les dió vado a hacer alto para descansar; antes sin dilación alguna se partieron luego cien hombres a la ligera con sus armas y caballos, quedando don Luis de Toledo con otros doscientos para caminar por sus jornadas con el fardaje y caballos que pasaban de dos mil. Y con haber veinticinco leguas desde el río hasta el asiento del gobernador, las anduvieron estos cien hombres en tres días, habiéndose gastado el uno de ellos en hacer balsas para pasar el río Nieblitato. Finalmente llegaron a vista del fuerte un jueves, a trece días del mes de septiembre de 1557, donde se tuvo un arma de enemigos, que eran los corredores de los bárbaros rebelados, los cuales venían marchando para dar sobre el fuerte donde el gobernador estaba, pero viendo la gente de a caballo, no osaron acometer ni descubrirse del todo, antes se volvieron a sus tierras sin ser seguidos de los nuestros, no por falta de bríos y deseos de pelear, sino por respeto del gobernador, que estaba cerca, y no era justo arrojarse a cosa que él no hubiese determinado.

Pero corno al tiempo del retirarse los enemigos fuesen vistos de las centinelas de la fortaleza, se tocó el arma, y se puso en ella toda la gente española, entendiendo ser muchos los enemigos, mas después que divisaron ser españoles los que venían algo atrasados, y que los indios habían pasado adelante de huida, se hizo luego la salva con la artillería y otros instrumentos, saliendo el gobernador al campo muy bien armado; donde recibió con mucho amor y buen agasajamiento a todos los que venían, excepto al capitán Juan Ramón. al cual no quiso ver en aquellos ocho días, hasta que fué muy enterado en que no había sido por culpa suya la demasiada tardanza de la gente. Aquella noche entró a hablar al gobernador sólo el capitán Rodrigo de Quiroga y Julián de Bastida, a quien don García y su padre estimaban en mucho, y de ellos se informó por extenso de todo el discurso del viaje. Y poco después llegó don Luis de Toledo con el resto de la gente, con la cual, y la demás que don García tenía consigo, salió del fuerte, y mandó se alojasen todos en el campo, puestos en orden de guerra, con ánimo de no alzar mano de ella hasta haber allanado todo el reino. En este tiempo, unos indios que habían estado rebelados vinieron de paz a donde estaba el gobernador, y le trajeron un caballo que habían tomado a los españoles en el desbarato postrero de los vecinos de la Concepción, con lo cual se alegró don García, y envió nuevos mensajeros a todos los indios de los estados, para que sin temor acudiesen pacíficamente a la obediencia de Su Majestad, como antes lo habían hecho. Recibieron bien a estos mensajeros el general Caupolican y otros capitanes de los más principales del reino, los cuales enviaron un embajador llamado Millalauco, que, aunque era mozo que no pasaba de treinta años, era prudente y bien hablado, y persona de mucha autoridad entre los indios. Este se puso delante del gobernador, y sin género de turbación ni embarazo en rus palabras, le dijo las siguientes: «Valeroso capitán de tu dichosa compañía, que por tal la tengo en ser tuya: yo vengo de parte del bravo ejército Araucano y Tucapelino, y ele los demás señores del reino, los cuales quedan en consulta sobre la determinación de lo que manda. En lo cual aún no están resueltos, por ser negocio en que no mostraríamos la prudencia de buenos capitanes, sino nos arrojásemos en un negocio tan arduo a cosa que no estuviese primero muy considerada. Mas con todo eso vengo por embajador a darte noticia de este punto, para que no haya innovación alguna hasta ver la resolución que sobre él se toma.» Oyó el gobernador atentamente sus razones, holgándose de oírle hablar tan expedita y graciosamente; y recibiéndole con mucha benignidad, y mandándole vestir de grana y seda lo mandó volver a donde estaba Caupolican, para que le quitase el temor y persuadiese a la paz con los españoles, como otra vez les había amonestado. Pero como tardase la respuesta de los indios, mandó don García a apercibir la gente, para hacer alarde, con intento de nombrar capitanes y los demás oficiales de guerra, dando traza en las cosas necesarias para entrar en los estados a hacer guerra a los enemigos. Para esto mandó que toda la gente de a caballo saliese a lo llano de la marina que está delante de la ciudad despoblada, y que cada uno pasase la carrera con lanza y adarga, haciendo después su escaramuza, lo cual se ejecutó con tanta destreza, que don García recibió gran contento de ver tan buenos hombres a caballo como lo son comúnmente los que hay en este reino y muy en particular los nacidos en él, por ser impuestos en ello desde edad de diez años. Y así salen valientes, y con otras buenas habilidades en que hacen ventaja a los demás de las Indias.

Acabada de hacer la reseña, en que se hallaron seiscientos hombres de pelea, nombró el gobernador ministros de su ejército, los que parecieron más idóneos para este asunto. Primeramente dió el oficio de coronel de campo a don Luis de Toledo, hijo del Clavero de Alcántara y vecino en el reino del Perú. Y por maestre de campo nombró al capitán Juan Ramón, y a don Pedro de Portugal por alférez mayor de todo el campo. Por sargento mayor nombró a Pedro de Aguayo, natural de la ciudad de Córdoba, y dió oficio de capitanes de a caballo a Rodrigo de Quiroga; Alonso de Reinoso Rengifo, vecino de la ciudad de la Paz en el Perú, y Francisco de Ulloa, de quien se ha hecho mención en esta historia. Por capitanes de infantería nombró a don Felipe de Mendoza, su hermano y don Alonso Pacheco, caballero muy principal de la ciudad de Plasencia, y Vasco Suárez, vecino de la ciudad de Guamanga, en el Perú; y por sargento mayor de la infantería señaló a Pedro de Obregón, muy diestro en este oficio. Demás de esto, tomó para sí una compañía de a caballo de cincuenta arcabuceros, poniendo por alférez della al capitán Pedro del Castillo, y finalmente nombró por capitán de artillería a Francisco Álvarez de Berrio. Ultra desto mandó apercibir para que entrasen con el ejército algunas personas graves y religiosas, que escogió de entre muchos que había sacado del reino del Perú en su compañía, como lo fué el licenciado Vallejo, maese-escuela de los Charcas, predicador de fama, al cual tenía por su confesor, y lo llevaba por visitador general de todo el reino; y fray Gil González de Ávila, de la Orden de Santo Domingo, predicador insigne en este reino: fray Diego de Chaves, de la misma Orden; fray Juan de Gallegos, de la de San Francisco, que también era predicador, y al sochantre de aquella iglesia catedral, que tenía más de ochenta años; Leonardo de Valderrama, tesorero de la iglesia de Quito, y otro clérigo capellán suyo. Demás de los cuales, metió consigo otros de los que halló en el reino, como fueron fray Cristóbal de Acevanera, de la Orden de San Francisco y predicador de ella con otro compañero suyo, fray Antonio Correa y su compañero dela Orden de Nuestra Señora de las Mercedes; y algunos otros sacerdotes que por evitar prolijidad no nombro. Y por tener también pertrechado su ejército de personas espirituales, había siempre en él sermones y frecuencia de sacramentos, que son las armas más principales para vencer a los enemigos, pues es cierto que ninguna estratagema ni prevención de guerra es tan eficaz para los buenos sucesos della, como el tener a Dios por amigo. Porque muchas veces acontece perderse ejércitos, cuyas ventajas eran notabilísimamente conocidas, por donde se echa de ver que ninguna industria humana ni fuerzas de hombres hay certidumbre de felices victorias, sino en sólo la voluntad de aquel Señor que gobierna todos los fines de la tierra. Y llega a tanto esta verdad, que estando Dios de parte de no ejército, puede vencer sin menearse; como consta de la divina escritura, que dice, vosotros callaréis, y el Señor peleará por vosotros. Y a este propósito dice el apóstol San Pablo: «Si el Señor es de nuestro bando, ¿quién podrá prevalecer contra nosotros?»

Juntamente con esto se despachó al capitán Francisco de Ulloa con una compañía de a caballo, para que fuese a la ciudad Imperial a juntar alguna gente que entrase con él en los estados de Arauco, queriendo acabar de una vez este negocio. Con lo cual y las demás prevenciones y diligencias que incumben a cualquier diestro capitán y gobernador, mandó que comenzase a marchar la gente hacia el río grande Biobio, en cuya pasada encontraron a los cincuenta de a caballo que venían de la ciudad Imperial llamados del gobernador, los cuales le besaron las manos, y se le ofrecieron para esta y las demás empresas que su señoría mandase, recibiéndolos él muy afable y benignamente. Y por ser este río tan ancho, que tiene en parte dos leguas y por ende menos una de travesía, y ser dificultoso de pasar, le pareció al gobernador que podría haber algún estorbo de parte de los enemigos; por lo cual usó de un admirable ardid para asegurar su campo. Y fué enviar alguna gente cinco leguas más arriba de su alojamiento a cortar madera y a hacer balsas, para que los indios entendiesen que había de ser por allí el paso del ejército, por estar allí el río más recogido, como en efecto lo entendieron, y se hicieron fuertes de la otra banda en el lugar adonde habían de salir las balsas que se hacían. Y en el entretanto que esta gente se ocupaba en esto, y tenía a los indios desvelados, fué el ejército marchando al contrario hacia la marina, para pasar el río por la boca que hace al entrar en la mar; donde mandó don García que todas las barcas y bateles que estaban en aquel puesto subiesen el río arriba cosa de dos leguas, y en ellas pasó toda su gente, caballos, municiones y bagajes con tanta diligencia y buena maña, que cuando los enemigos tuvieron noticia de ello ya estaba nuestro campo de la otra banda del río. Luego, sin dilación, comenzó a marchar el ejército llevando los estandartes enarbolados y toda la gente puesta en orden de guerra, yendo vía recta a los estados de Arauco que están tres leguas adelante; y antes de llegar a ellos se asentó el campo cerca de unas lagunas y cerros que están media legua de este río. Estando la gente en este alojamiento salieron dos soldados sin licencia a ver lo que había por aquellos campos, donde toparon gran suma de enemigos que estaban emboscados para dar de improviso en los reales de los cristianos. Estos indios aún no habían divisado bien a los dos soldados, cuando se abalanzaron a ellos para tomarlos a manos, deseando que no diesen noticia de esta emboscada a los españoles, y aunque el uno se escapó, que se llamaba Román de Vega Sarmiento, el otro, cuyo nombre era Guillen, quedó muerto a manos de los bárbaros. Y no fué poca ventura haberse escapado el uno, para que el ejército no fuese cogido de improviso; porque éste vino dando voces, llamando al arma, a coyuntura en que el capitán Alonso de Reinoso había salido con su compañía de a caballo a correr el campo, donde también topó escuadrones de enemigos, de los cuales se vino retirando hasta un cuarto de legua de los reales. De manera que casi a un mesmo punto llegó al gobernador la nueva de dos compañías de bárbaros rebelados. Y lo primero que hizo fué despachar con toda presteza dos capitanes de a caballo que diesen socorro al capitán Alonso de Reinoso, con los cuales y la gente que llevaban hizo rostro a los enemigos sin retirarse, mas como hasta allí lo había hecho. Y estando los dos bandos frente a frente no más trecho que el de una carrera de caballo, salió un soldado atrevido, que se llamaba Hernán Pérez de Quesada, y dijo en alta voz: «¡Ah, señor maestre de campo, ¿a qué venimos aquí?» A las cuales palabras le respondió: «Buena está la pregunta, por cierto, ¿a qué habíamos de venir sino a pelear?» No fué menester más que esto para que el bueno del soldado, sin aguardar más perentorios, partiese de tropel a toda furia, diciendo: «¡Santiago y a ellos!», y los demás que le vieron ir fueron en su seguimiento hacia los enemigos, desbaratándoles los escuadrones y poniéndoles en huída, quedando el Hernán Pérez de Quesada muy mal herido, de que llegó a punto de muerte. Y como los nuestros fuesen dando alcance a los enemigos y los tuviesen ya casi en las manos, dieron en el camino con más escuadras de indios araucanos, que hicieron espaldas a los suyos cesando ellos en su huída y poniendo a los, españoles en ella. Verdad es que el retirarse los nuestros no fué por desánimo o cobardía, sino por cebar a los indios a que se viniesen tras ellos acercándose a los reales donde estaba el resto de nuestro ejército. Llegaron a él a conyuntura en que estaban todos actualmente peleando con los demás indios de los otros escuadrones que habían descubierto los dos soldados que dijimos, de suerte que se halló nuestro gobernador combatido de enemigos por dos partes, aunque no turbado con ver sobre sí tanta gente determinada de morir o vencer. Antes mostrando buen semblante, dispuso las cosas convenientes con tal orden que sin confusión ni maraña se acudiese a todas partes, animando a los suyos con palabras de valeroso capitán, y con ser él mesmo el primero que salió a caballo a trabar batalla con los contrarios. Salió con tal orden la arcabucería por una parte y por otra la gente de a caballo, que solamente el verlos hizo temblar a los bárbaros y no menos el ruido de la artillería, que se jugó a muy buen tiempo, acudiendo cada cosa con la mejor sazón y coyuntura que se podía desear para el efecto. Desta manera anduvo un rato la batalla no poco sangrienta, muriendo muchos de los indios y recibiendo heridas algunos de los nuestros. Pero como el orden con que los españoles procedían era tan puntual, y tan pavoroso el tropel y estrépito de los caballos, y tan nocivo para los adversarios el efecto de la artillería y arcabucería, comenzaron a flaquear, dando indicio de ello, de manera que se lo sintió don García, cobrando él con esto mayores bríos, y dando tras ellos con mayor ímpetu, haciendo volver las espaldas a muchos dellos, que de muy turbados se metían por los pantanos, dando tras ellos don Felipe de Mendoza con su infantería, y haciendo lastimoso estrago, sin poder los miserables evadirse de sus manos. Y en los demás, que aún no habían huido, se empleaba tan diestramente la gente de a caballo, que apenas había bote de lanza ni descargar de espada que no hiciese riza en los contrarios, hasta que ellos, viéndose apurados, volvieron las espaldas todos a una, retirándose con la mayor velocidad que pudieron, sin dejar de ser seguidos de los españoles un gran trecho.

Fué éste un día de grande compasión, y un espectáculo muy lastimoso el ver de los campos teñidos en sangre y llenos de tantos cuerpos muertos, que iban los caballos tropezando en ellos; y la muchedumbre de armas que iban los vencidos sembrando por el camino: entre las cuales había lanzas de a treinta y veinte y cinco palmos, dardos, flechas, carcajes de astas, hondas, paveses, capas de cuero, capacetes y otras muchas armas e instrumentos de diversos géneros. Y aunque, por una parte, quedó el gobernador con grande regocijo de tan insigne victoria, y dió muchas gracias a nuestro Señor con todos los suyos, postrándose en tierra y reconociendo que todo el bien le venía de su mano, por otra parte se le quebraba el corazón de ver aquellos pobres indios en tanta multitud muertos de sus manos y las de su gente; no teniendo otro consuelo sino la satisfacción que tenía de su buena intención, que era buscar la paz, con lacual les había convidado tantas veces, dándoles evidentes muestras de seguridad: y que el venir a rompimiento era ya más no poder; mayormente siendo los indios los agresores en estas dos batallas referidas. Fué esta última victoria de que tratamos a diez del mesde octubre de mil quinientos cincuenta y siete, en el sitio que arriba deja dicho nuestra historia.




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Capítulo IV


De la entrada que el gobernador, don García de Mendoza, hizo en los estados de Arauco y la memorable batalla que tuvo con los indios en Millapoa


Otro día después de la felice victoria referida, mandó el gobernador alzar el campo y marchar en orden hacia el valle de Arauco para entablar de propósito las cosas de la guerra. Y habiendo caminado buen espacio de aquella tierra, hizo alto en el lebo de Andalican, legua y media más adelante del sitio de la batalla pasada; donde se asentaron los reales en un cerro grande, que es a propósito para ello; de donde salían a menudo algunos capitanes a correr la tierra haciendo de camino el daño que podían a los indios rebelados, para que con las muchas vejaciones y molestias viniesen a bajar el cuello y rendirse a la corona real de España. Con todo eso mandó don García al maese de campo, que por ninguna vía consintiese poner fuego a las casas de los indios, teniendo por buen medio que ellas estuviesen en pie, para que sus dueños, que andaban amontados por los cerros y quebradas, acudiesen de mejor gana a dar la paz teniendo tantas prendas como eran sus casas y sementeras; y también por parecerle ser esto más conforme a cristiandad y celo del servicio de Dios, que era lo que pretendía ante todas cosas.

De aquí pasó el ejército adelante y se alojó a las orillas del río de Laraquete, que está a la entrada de Arauco; de donde salieron algunos capitanes a correr la tierra sin topar con enemigos en espacio de dos leguas que anduvieron. Otro día fué campo marchando, y se asentaron los reales media legua más arriba del lugar donde había estado la casa fuerte de Valdivia donde hicieron alto por algún tiempo. No fué de poca importancia en esta coyuntura una prevención que había hecho el gobernador ordenando que saliesen dos navíos cargados de bastimentos del puerto de la ciudad despoblada de la Concepción, y los llevasen al puerto de Arauco, por si acaso hubiese falta de ellos en la tierra, no se hallase la gente desproveída: como en efecto se hallara si no interviniera esta diligencia. Saliendo, pues, de este lugar un caballero sevillano, llamado Arnao Segarra, con algunos soldados a correr la tierra, dió en el camino con un gran escuadrón de enemigos, con los cuales vino a las manos, haciéndolos retirar a unos cenagales, a donde los indios se acogieron sabiendo que no podían entrar por ellos gente de a caballo en su seguimiento. Con todo eso fué tan arrojado un español llamado Juan Ralon, que se metió por los pantanos, donde el caballo atolló sin poder ir atrás ni adelante, quedando en manos de los enemigos que le llevaron la cabeza dejando el cuerpo sepultado en el cieno donde él mesmo se había metido. Sabiendo esto, don García despachó al punto una compañía de a caballo que fuese a buscar a los enemigos para hacer en ellos el castigo que su delito merecía: mas, aunque los fueron siguiendo por el rastro, no pudieron dar con ellos, por haberse ya desparramado por diversas partes. Pero por no volver con las manos vacías, se fueron a una ciudad despoblada, donde hallaron una pieza de bronce que habían tomado los indios cuando desbarataron al mariscal Villagran. Esta pieza llevaron a los reales, con que se holgó el goberriador añadiéndola a las que él traía: y sin aguardar más en aquel lugar, pasó a otro llamado Millapoa, que es tierra de gran fertilidad, hermosura y recreación no menos extensa que poblada, mayormente en aquel tiempo, donde los indios no estaban tan disminuidos como ahora. En este lugar tuvo el gobernador noticia de que estaba un gran ejército de enemigos aprestándose para oponerse a sus fuerzas y defender sus tierras sin alzar mano de la guerra hasta morir en su demanda. Y con esta nueva salió don García, él mismo en persona, a dar una ojeada a todo el campo y considerar los sitios más oportunos para asentar las tiendas en tiempo de batalla, como lo acostumbró siempre sin fiarse en estos de tercera persona, por ser negocio en que va mucho para acertar en los encuentros de guerra.

Llegado el día del glorioso apóstol San Andrés, se determinó don García a dejar el lugar que había escogido, para pasar adelante, pareciéndole que tardaban los enemigos y que nodebía ser cierta la nueva que le habían dado; y estando toda la gente aprestada para caminar después de oír misa, acertaron a tocar las trompetas y chirimías a la puerta de la tienda de don García, haciendo salva al glorioso santo; y tocaron estos ministriles y un clarín sus instrumentos a tiempo que el grueso ejército de enemigos llegaba cerca de los reales, que por no ser sentidos habían caminado toda la noche a toda prisa, pensando llegar antes del día a dar sobre los nuestros sin que lo sintiesen; como, en efecto, no los habían sentido ni aun los sintieran, si acaso no se tocaran esos instrumentos. Mas como los indios los oyeron a tal coyuntura, tuvieron por cierto que los nuestros estaban ya apercibidos contra ellos y tocaban el arma por haberles divisado; y así respondieron ellos con sus trompetas y bocinas, y mucho más con los alaridos tan pavorosos y estupendos como suelen en semejantes encuentros. Era cabeza de este ejército el famoso general Caupolicán, con el cual venían muchos caciques y señores principales y los capitanes más diestros y valerosos del reino: de cuyo número eran el capitán Rengo, Tucapel, Colocolo... Lincollia, Paicarba, Cañumanque, Yeguati, Lambecho, Guampilcolco, Levo, Lemo, Tomé, Orompello, Ilicura, Leoco, Alonmaca, Caniotaro, Millalermo, Picaldo, Elpoma de Pinal y otros muchos de valor y experiencia en cosas de guerra. Todos estos capitanes traían sus compañías bien ordenadas y prevenidas para acudir cada uno a dar en los españoles por la parte de los reales que le estaba señalada, para que ellos no tuviesen lugar de valerse ni evadirse al tiempo del conflicto. Pero con aquel pequeño rato que la Providencia divina dió a los nuestros para echar de ver a los contrarios, se remedió todo tan suficientemente, que apenas fueron sentidos, cuando ya don García estaba a caballo el primero de todos, como lo acostumbró siempre antes y después de este lance que tratamos. Y en dos palabras acudió a todas partes, y dispuso las cosas con tal traza, como si hubiera estado ocho días en ordenarlas. Y lo primero fué mandar se recogiese toda la gente en la plaza de armas, que estaba señalada, donde se pusieron los escuadrones a punto de pelea, así los de a pie como los de a caballo, sin salir hombre un paso de su puesto. Y estando todos con este orden vieron asomar tres grandes escuadrones de enemigos, el uno de siete a ocho mil indios, que venían por una loma rasa a dar sobre la mano derecha de nuestros reales; y otro de cinco a seis mil, que venía por un camino a media ladera, para dar en la parte izquierda, donde estaba el escuadrón de la caballería; el tercer escuadrón tendría cosa de seis mil indios, que venían en la retaguardia, y éste hizo alto en un cerrillo, donde estaba el general Caupolican en un caballo blanco y con una capa de grana, como si fuera un español muy autorizado así en su traje como en el mandar y socorrer desde allí a sus escuadrones, con la expedición y traza que pudiera hacerlo el capitán más diestro de Nápoles o Flandes.

Viendo esto don García, salió sin dilación a trabar batalla; y llevando en su escuadrón seis piezas de campaña y toda la arcabucería, acometió al escuadrón mayor, que venía por la loma sobre la mano derecha de su ejército; mas apenas había hecho el primer lance, cuando, volviendo la cabeza, vió la gente de a caballo que andaba ya en la pelea con el otro escuadrón, que se inclinó hacia donde ella estaba; y,echó de ver que habiendo acometido los de a caballo dos veces al escuadrón, no habían podido romperle, por estar tan cerrado y tan bien ordenada la piquería, como si fueran soldados alemanes muy cursados y expertos en semejantes ocasiones. Demás de salir muy ordenadamente sus mangas de flechería y de fundibularios, que tiraban piedras con sus hondas con tanta frecuencia, que parecía llovían del cielo; y otros que tiraban garrotes a los rostros de los caballos para espantarlos y hacerlos retroceder de modo que ellos mesmos entre sí se confundiesen sin ser los caballeros señores de enderezarlos donde quisiesen. Advirtiendo esto el gobernador y que el escuadrón aquel se inclinaba con la infantería, se iba deteniendo de suerte que le daba algún lugar; para hacer otro lance, se determinó de repente de socorrer a la gente de a caballo, a quien los enemigos traían a mal andar; y haciendo revolver la artillería asestándola hacia la ladera, donde estaban los enemigos peleando con los de a caballo, se jugó con tanta destreza que a las primeras rociadas se abrió el escuadrón dividiéndose en diversas partidas, dando entrada con facilidad a la caballería, la cual desbarató a los enemigos alanceando a muchos de ellos y poniendo a los demás en huída con toda presteza. Entoces el gobernador, pareciéndole que ya había allanado lo que tocaba a este paso, dió la vuelta para proseguir su camino hacia el escuadrón mayor, que ya estaba muy cercano; y disparándose la artillería y las escopetas, se abrió y desbarató la escuadra de los enemigos; y se comenzó la escaramuza, que anduvo muy sangrienta por largo rato. Y, aunque salieron de ella heridos algunos de los nuestros, y quedaron muertos muchos caballos, con todo eso fué desbaratado totalmente el escuadrón araucano, poniéndose en huída a toda prisa, y yendo los nuestros en el alcance, donde fueron no pocos indios presos, y muchos más alanceados. El general Caupolican, que estaba a todo esto a la mira en la retaguardia, viendo cuán mal les iba a los suyos, y que los bríos de los españoles se estrellaban en ellos con tanto valor y gallardía como si pelearan gigantes contra niños, le pareció temeridad hacer resistencia a gente tan valerosa y presumir de sí que saldría él estando con un escuadrón, con la empresa en que los dos primeros, siendo de mayor número de gente, haban sido rendidos y puestos en huída con tanta ignominia suya y del bravoso nombre araucano y tucapelino. Se resolvió en dar la vuelta y ponerse en salvo a uña de caballo, pareciéndole que no había agujero en que meterse, y todos los demás hicieron lo mismo, teniéndose entonces por mejor no el que tenía mejores manos, sino el que tenía mejores pies. Lo cual visto por los nuestros los incitó a ir en su seguimiento, hiriendo y matando a los contrarios por espacio de media legua: y aun, se fuera siguiendo la victoria por más largo trecho, si no la prohibiera el gobernador así por ruegos de los religiosos, como por ser él de suyo tan piadoso que le era gran compasión el ver derramar a sus ojos tanta sangre de gente tan miserable, y a quien él pretendía no quitar la vida, sino dar trazas en que la tuviesen buena de allí adelante. Mas con todo eso fueron tantos los indios muertos, que estaba el campo cuajado de ellos, y teñido en sangre.

No quiero pasar en silencio las palabras que en esta refriega habló un indio, llamado Galvarino, al cual habían tomado los nuestros a manos en la batalla pasada que se tuvo junto al río de Biobio, y puesto ante el gobernador le mandó cortar las manos para que de esta manera fuese a informar a su general Caupolican del número y calidades de las personas que de nuevo entraban en la tierra, para ponerle algún temor, entre otros medios que se intentaron, para que sujetase sin venir a rompimiento. Este Galvarino hizo, en efecto, su embajada; y dió a Caupolican la relación que él pretendía; y fué tanto el coraje con que estaba emperrado, que ya que le faltaron las manos, peleó más fuertemente con la lengua, la cual suele ser más eficaz para hacer guerra que las manos de los Hércules y las industrias de los Césares. Pues sabemos que las manos pueden poco o nada sin instrumento, mas la lengua sirve de lo uno y lo otro, pues ella mesma es la espada de dos filos, y se sabe menear sin que otro la mueva, de tal suerte que aun muchas veces, queriéndola refrenar el hombre, se mueve ella tan velozmente, que sin poderse parar el tiro ni abroquelarse el que está en frente da sutilmente la herida, que por la mayor parte es incurable. Claro está que todas las manos de ciento y cincuenta mil hombres que peleaban en la batalla donde murió el capitán Valdivia, no habían sido parte para vencerlos, y sólo la lengua de un Lautaro, movida quizá del mal espíritu, fué poderosa para destruirle a él y a todo su ejército. Lo mesmo pretendía este indio Galvarino, el cual venía delante de estos tres escuadrones levantando los brazos sin manos, porque todos los viesen casi corriendo sangre, para incitar a ira y coraje de los suyos; de la manera que lo hacían los del ejército de Eupator, cuando peleaban con los macabeos cerca de Betszcaran, que a falta de sangre con que se encrueleciesen los elefantes contra los adversarios, les ponían ante los ojos un licor como sanguíneo, sacado de uvas y moras, juzgando que con la sangre o la apariencia de ella se levanta el ánimo y se remueve el brío, aun de los mesmos irracionales. Para esto levantaba las manos este indio, y mucho más la voz con palabras provocativas a venganza, representatdo a los suyos los graves daños y total destrucción, que por los españoles hasta allí habían sucedido a todo el reino. Y en razón de esto les decía a ellos: «Hermanos míos, ¿qué os detenéis en dar tras estos cristianos, viendo el manifiesto daño que desde el día en que entraron en nuestro reino hasta hoy han hecho y van haciendo? Y aún harán en vosotros lo que veis que han hecho y van haciendo? Y aún harán en vosotros lo que veis que han hecho en mí, cortándoos las manos, si no sois diligentes en aprovecharos de ellos ejercitándolos en destruir esta gente tan nociva para nosotros y nuestros hijos y mujeres.» Fuera de éste hubo otro indio, del cual entre otros mandó el gobernador hacer justicia, por haber sido de los más culpados en la rebelión de esta tierra. Este viéndose ya a punto de muerte, y que le querían colgar de uno de los árboles que por allí había, dijo en voz alta a los circunstantes: «Mirad, cristianos, sólo una cosa os ruego en este trance, y es que me colguéis en lo más alto del árbol más levantado que se hallare, para que todo el mundo vea cómo he muerto por la defensa de mi patria, como verdadero y fiel hijo de ella.» Llamábase este indio Libantureo, el cual dijo otras muchas razones acerca desto, no poco de notar para indio bárbaro como él era.

Fué esta batalla muy notable y reñida, donde se manifestó descubiertamente la gran prudencia, sagacidad y reputación de don García, y el mucho ánimo y fuerzas así del mesmo gobernador como de todos los suyos, sin haber en todos ellos hombre de cuenta y pundonor que no se señalase mucho aqueste día; de suerte que lo hicieron ser muy famoso en toda la cristiandad y aun fuera de ella. Porque aunque en cuanto al número de soldados no se hallaron aquí aquellos opulentos ejércitos que cuentan los antiguos, como el de Sesostris, rey de Egipto, que llevó contra Arabia y, Libia seiscientos mil hombres de a pie, veinte y cuatro mil de a caballo y veinte y ocho mil de servicio; ni como el de Nino, rey de los asirios, que fué sobre los bactrainos con más de un millón de soldados de infantería, doscientos mil de a caballo y cien mil serviciales; ni como el de Jerjes, res de los persas, que habiendo de pelear con los griegos, apercibió setecientos mil de su reino y trescientos mil forasteros; ni se derramó este día tanta sangre como en la batalla de Abia, rey de los judíos, contra Jeroboán, rey de Israel, donde le mató cincuenta mil hombres; ni como en la batalla que hubo entre Benadab, rey de Siria, y Acab, rey de Israel, donde murieron cien mil hombres de ambas partes; ni como en la de Claudio Nerón y Libio Salinator contra los cartagineses, en la cual les mataron sesenta mil hombres junto a Metauro, rey de Umbría; con todo eso no es esto que contamos de menor cuenta, porque la mesma pequeñez del número de los españoles engrandece más su fama, pues no habiendo sido más de seiscientos de pelea, vencieron a más de veinte mil indios diestros, determinados y fortalecidos con diversos géneros de armas ofensivas y defensivas, mayormente estando en sus tierras y sabiendo los pasos de ellas, y siendo, por el contrario, los nuestros hombres que jamás las habían paseado. Y lo mesmo que es no haberse derramado sangre con matanza de los españoles, excepto cual y cual, que faltaron, y algunos que salieron mal heridos, eso mesmo hace más insigne la victoria, por haber resistido y puesto en fuga a unos hombres de tantas fuerzas y temerarios bríos como son los araucanos y tucapelinos, de los cuales quedaren tres mil muertos en el campo y presos, ochocientos, ultra de los que salieron heridos, que fueron no pequeño número. Hubo don García esta felice victoria en los postreros días del mes de noviembre de 1557, habiendo durado la batalla desde el romper el día hasta las dos de la tarde sin cesar punto de pelear valerosamente de ambas partes.




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Capítulo V


De la fundación del fuerte de Tucapel, hecha por don García Hurtado de Mendoza, y algunos encuentros entre los indios y españoles


Otro día después de la batalla, habiéndose dado gracias a nuestros Señor con mucha devoción de toda la gente y en particular la religiosa, envió nuestro gobernador ciento y cincuenta hombres a correr el campo, repartidos en tres compañías, en las cuales iba el maestre de campo, que los gobernase. Estos anduvieron algunas leguas hasta llegar al sitio donde se juntaron los enemigos para prevenir la batalla. Y aunque en este lugar se hallaron algunos huesos y cabezas frescas de españoles, cuyas carnes habían los indios comido rabiosamente, con todo eso no pareció alguno de los enemigos, por andar todos amedrentados buscando rincones en que esconderse, y aun allí no se tenían por bien seguros. Y habiendo vuelto esta gente a su campo a dar al gobernador noticias de lo que había, mandó levantar los reales el día siguiente, y fué caminando al lebo de Tucapel, sin hallar resistencia en el camino, por haber los indios tomado acuerdo de que no les convenía andar juntos para dar batallas, sino dividirse en diversas cuadrillas que anduviesen por los campos, haciendo frecuentes asaltos en los españoles que cogiesen descuidados. Mas era tanta la vigilancia y prevención del gobernador, que no consentía que saliese hombre de su puesto, entendiendo que los indios rebelados no pretendían otra cosa sino coger alaunos fuera de su orden. Hallaron los soldados en este camino grande abundancia de mantenimientos, así de los que los indios tenían sembrados como de los que estaban escondidos en asilos y cuevas para sustentarse el tiempo de la guerra. Y habiendo tomado todo lo necesario, llegaron al lugar donde había sido la batalla en que sucedió la desastrosa muerte del capitán Valdivia y de su ejército, donde se enternecieron mucho todos los hombres antiguos en la tierra, que le tenían por padre de todos, como lo era, y arriesgaran de buena gana en esta coyuntura sus personas a trueco de topar los ciento y cincuenta mil indios que lo mataron, para tomar venganza en ellos o morir a sus manos, a imitación de su caudillo. Estuvo dos días en este asiento el campo de los españoles, donde una de las dos noches se tocó al arma al cuarto de la prima, no tanto por fundamento bastante que para ello hubiese, como por estar aquel sitio en posesión de peligroso, y muy fresca la memoria del estrago pasado hecho en Valdivia y sus compañías.

De aquí pasó el ejército al lebo de Tucapel, donde hallaron los rastros del edificio arruinado de la casa fuerte del capitán Valdivia, y se sentaron los reales en el mesmo lugar donde don García de Mendoza mandó edificar una fortaleza, dando principio a la fábrica de una ciudad con título de Cañete de la Frontera, a contemplación del virrey, su padre, que era marqués de Cañete, como se ha dicho. Lo cual intentó habiéndolo consultado con su maestre de campo, coronel y capitán y otras personas graves y de consejo y experiencia. En el ínterin que se iba edificando esta fortaleza envió al capitán Francisco de Ulloa con su compañía de a caballo al puerto que llaman del Lebo, para que descubriese lo que había por aquella parte y se fuese la gente haciendo escrutinio en todos los pasos y rincones de los estados de Arauco. Salió este capitán (como fué mandado) y fué caminando con harto recato hacia la costa del mar; en el cual camino pareciéndole a un soldado brioso que podía confiarse en su persona y ligereza de su caballo, se adelantó por buen trecho, y llegando cerca de la marina vió venir un indio solo y al parecer descuidado y seguro de enemigos. Emboscóse entonces el soldado donde el indio no le divisase hasta estar junto a él sin poder evadirse, y en viendo que emparejaba con él, salió de repente a prenderle creyendo ser espía de los contrarios. Procuró el indio no defenderse, desembrazando su arco y tirando una flecha con tanta fuerza que fúé menester todo el brío del español para averiguarse con él en este lance. Mas, en efecto, puso al indio en huída, haciéndole entrar por medio de las olas sin dejar él de seguirle, y no temió entrarse en la resaca por sacarle fuera de ella. Finalmente le asió por los cabellos y le examinó con particular escrutinio, deseando saber quién era y el intento con que venía. Y confesando el indio la verdad, le dijo que él no sabía que hubiese gente de guerra por el contorno, aunque había mucha congregada cerca de allí para bajar a la marina a coger marisco y algún pescado, según lo tenían de costumbre. Llevó este soldado al indio hasta ponerle en presencia del capitán, el cual le dió una gran reprehensión por haberse adelantado saliendo de su orden con tan manifiesto riesgo de su persona. Y siendo bien informado de la gente que estaba junta para el efecto de su pesquería, acudió luego allá y halló más de tres mil personas, de las cuales prendió todas las que pudieron llevar sus soldados, evadiéndose las demás por no haber quien les echase mano. Y siendo llevados todos los que quedaron al gobernador don García no quiso que se hiciese algún género de daño o mal tratamiento a alguno de los que allí venían; antes les dió libertad para volverse a sus tierras y ejercicios, así por las muchas intercesiones de los religiosos que se lo suplicaron, como por su mucha piedad y clemencia, a que era muy inclinado, como se mostró a cada paso en diversas ocasiones, cobrando en esto tanta fama, que se pudo poner en el número de aquellos varones insignes y nombrados con título de benignos y clementes como fueron Demetrio, que habiendo vencido a Ptolomeo, mandó enterrar los cuerpos muertos de los enemigos dando libertad a los cautivos, de quien había sido irritado y vencido poco antes; y como Jehú, rey de Israel, que mandó honrar con célebres exequias el cuerpo de Jezabel, su contraria; y finalmente Poro, que concedió liberalmente a los romanos que había cautivado que se volviesen a su patria sin detrimento alguno, favoreciéndoles él mesmo para ello. Pero por ser muchos los lances en que se manifestó esta benignidad de don García, los dejaremos para sus lugares, donde se tocará cada uno en su ocasión y coyuntura. Por el contrario, la fiereza de los bárbaros estaba tan encarnizada y tenían ya el freno entre los dientes tan rabiosamente, que toda la clemencia de los nuestros la convertían en mayor saña y coraje suyo, ensoberbeciéndose en ver la mansedumbre de que con ellos se usaba sin advertir que se tomaba por medio para rendirlos, como suele usarse con hombres de capacidad, aunque éstos por ser bárbaros no entendían el intento de quien por tal camino pretendía averiguarse con ellos.

A este tiempo llegó una nueva a los reales de que en la tierra de Caiocupil iba concurriendo gran número de indios a un banquete y embriaguez general, según su costumbre; lo cual suele ser comúnmente prevención de las batallas, o (por mejor decir) el señuelo para que acudan todos a tratar de los medios dellas. Y por no dar lugar a que esta junta de bárbaros tuviese estos efectos tan propios suyos, envió el gobernador dos compañías, que eran las de don Felipe de Mendoza, su hermano, y el capitán Alonso de Reinoso, a desbaratar esta congregación en su principio; lo cual es tan necesario como lo muestra siempre la experiencia, pues comúnmente los daños y peligros, que a los principios son una centella, si los dejan cundir y tomar fuerza, vienen a ser un fuego abrasador de campos muy extendidos. Salieron estos dos escuadrones al rendir de la prima acompañándolos don García en la salida un largo trecho, donde les iba instruyendo en cómo se habían de haber en este lance; y habiéndolo hecho como convenía, se volvió a su tienda, yendo los demás en prosecución de su camino. Mas era tanta la obscuridad de la noche, que se perdieron todos en el camino dividiéndose los unos de los otros, sin acertar a ordenarse, hasta que comenzó a apuntar el día. Estaban entonces los indios tan descuidados en sus rancherías, y tan sepultados en el vino que ellos usan y el sueño su acompañado, que no sintieron a los nuestros hasta que los tuvieron sobre sus cabezas, de las cuales fueron muchas abiertas con las lanzas de los nuestros, evadiéndose los demás, aunque harto despavoridos, en algunos lugares ocultos cuyos pasos no sabían los españoles. Pero dejaron gran suma de bastimentos, de que los nuestros se aprovecharon, llevándolos a las tiendas de sus consortes.

En tanto que estos soldados andaban entretenidos en este asalto, acudieron por otra parte algunas escuadras de indios a los demás que estaban en los reales: y poniéndose a vista del fuerte no se atrevieron a acometer, ni aun venían con propósito dello, sino solamente con pretensión de coger algunos descuidados para hacer en ellos alguna suerte. Y fué así: que en efecto salieron cuatro hombres en busca de sus caballos y fueron paseándose seguramente hasta emparejar con el sitio donde estaban emboscados los enemigos, los cuales salieron de tropel y mataron al uno de ellos, que era el espadero único, que proveía al ejército; y fueron siguiendo a los otros tres, escapándose sólo uno, que llegó dando voces a la fortaleza. Apenas oyeron los gritos cuando ya estaban en el campo hombres de a caballo enviados por don García, los cuales fueron en seguimiento de los indios, y ya que les iban dando alcance, encontraron a los soldados de las dos compañías que venían de hacer el asalto referido. Y aunque se juntaron todos para ir en seguimiento de los contrarios, pero fué a tiempo que estaban muy cerca de una espesa montaña, donde los indios se metieron sin ser posible entrar los españoles a sacarlos. De esta manera se volvieron todos a la fortaleza, donde el gobernador recibió con no buen semblante a las dos compañías que venían de hacer el asalto, porque supo de algunos soldados que habían aquella noche divisado los fuegos de las rancherías, donde estaban los indios que por la mañana acudieron a este asalto, y no llegaron a reconocer la gente que había en los lugares donde estaban los fuegos, para prevenir el daño que se siguió de la muerte de estos tres españoles cuyas cabezas llevaron los enemigos.




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Capítulo VI


De la batalla que tuvo el capitan Rodrigo de Quiroga con los indios de Paycaví y Ongolmo


Estando los españoles alojados en la rnesma fortaleza de Tucapel, llegó nueva de que en las repúblicas de Ongolmo y Paycaví se iban juntando un grueso número de indios de los cuales eran aquellos que dijimos en el capítulo pasado haber sido presos por Francisco de Ulloa y enviados libremente a sus tierras por don García de Mendoza. Y para certificarse en esto más de raíz, envió el mesmo gobernador al capitán Rodrigo de Quiroga a correr el campo un sábado del mes de diciembre de 1557. Y aunque este capitán tenía en su compañía cincuenta y cinco de a caballo, no quiso sacar más de treinta y dos, y entre ellos un solo arcabucero, siendo tal la oportunidad que no había de dejar hombre de los suyos, pues le había mandado don García correr el campo con su gente. Y así le hubiera de costar muy caro el hacer poco caso de los peligros yendo a poco más o menos, siendo al contrario de esto lo que la prudencia dicta, que el arrojarse el hombre con riesgo de la vida propia, y mucho más de las de otros, ha de ser a más no poder; mas cuando puede asegurar su negocio, es cordura no perder punto del socorro o fuerza que pudiere hallar, mayormente cuando lo tiene a mano. Mas donde falta la advertencia humana suele mostrarse más la Providencia divina, como sucedió en esta coyuntura, donde saliendo esta compañía de soldados a correr el campo, habiéndose apartado tres leguas de los reales, dieron en unos bosques y bebederos de Paycaví y Ongolmo, donde los indios rebelados estaban en las juntas que a don García se le hebían referido. Viendo éstos a los españoles, trataron luego de dar en ellos, aunque con astucia y cautela, fingiendo paz, para proceder en la guerra más al seguro. Para esto enviaron mensajeros que dijesen a Francisco de Ulloa como todos ellos estaban con deseo de conocer y servir al nuevo gobernador por la buena opinión que tenía en todo el reino, lo cual hacían por entretener a los cristianos con demandas y respuestas mientras ellos disponían sus cosas y ordenaban sus escuadrones para cogerlos de sobresalto. En este ínterin andaban los indios yanaconas que servían a los españoles, cogiendo mantenimiento y las demás cosas que podían apuñar en las casas de aquestos naturales, cosa que no poco les incitó a ejecutar sus intentos con más coraje. Volviendo pues los españolés hacia la fortaleza a hora de vísperas por el mesmo camino que habían seguido a la salida, aún no habían caminado un cuarto de legua cuando se hallaron cercados de compañías de bárbaros armados, que tenían tomadas todas las veredas para que no pudiesen pasar los nuestros sin dar en sus manos. Viendo el capitán Quiroga la multitud de enemigos que le rodeaban, hizo alto en aquel lugar, desde el cual divisó los contrarios; y distribuyendo con presteza su gente, y aligerando a los que estaban cargados de los mantenimientos y otras presas y alhajas de los pobres indios, que se oponían a la defensa. Hecho esto salió el capitán Alonso de Escobar, vecino de la ciudad de Santiago, con doce hombres escogidos y arremetió contanto ánimo y gallardía que mereció el renombre de tan valeroso capitán cuanto lo han alcanzado los muy celebrados en las historias antiguas y modernas. No se puede creer, ni aun escribir tan enteramente como ello pasó, las bravezas que estos doce insignes soldados hicieron en este conflicto, y en particular su capitán, que era extremado hombre de a caballo y de grande ánimo y robusto brazo en las batallas: pues fué tanto lo que estos pocos soldados se esmeraron, que dejaron cansados a los enemigos para que los cogiesen más mansos los otros veinte que estaban a la mira para acometer al mejor tiempo. Lo cual se hizo con tantos bríos y destreza, que cargando todos a una sobre los contrarios se mostraron tan fuertes y valerosos en las escaramuzas y encuentros, que dentro de hora y media fueron los indios desbaratados y puestos en huída dejando por el camino muchas armas de diversos géneros, las cuales arrojaban de las manos con la turbación y deseos de ir más veloces sin cosa que les estorbase. No fueron los nuestros menos ligeros en dar tras ellos en seguimiento de la victoria; pero habiendo andado dos carreras de caballo, dieron en manos de otros muchos indios que venían repartidos en dos escuadrones marchando con mucho orden a socorrer a los suyos; y así les hicieron espaldas, y animaron con su presencia a los que iban despavoridos, fortificándose los unos con los otros, de suerte que hicieron rostro los cristianos, blandiendo las lanzas y levantando los gritos para aterrarlos con esto y matarlos con los hierros de las lanzas. Fácil cosa es de entender lo que sentirían los pobres españoles, que después de tanto trabajo y heridas, cuando pensaban haberse escapado y aun ganado la victoría, se veían metidos en nueva refriega sin poder casi alzar los brazos de cansancio. Mayormente viendo la multitud de armas que traían los indios, tan afiladas y lucidas, que con sola la vista tenían filos para cortar los ánimos de los contrarios. Mas eran ellos de tan generosos bríos, que una sola voz de su adalid, que resonó diciendo: «Ea, caballeros, morir o vencer, que no hay otro remedio», tuvo más fuerza para avivar suscorazones y renovar fuerzas que todas las armas de los adversarios para cortarlas.

En efecto, se vino a traba de nuevo la batalla con tan desapoderado rompimiento, que lo sentían las mesmas yerbas del campo las cuales estando verdes se tornaron de repente coloradas con la abundancia de la sangre, que las cubría de suerte que quien las viera de repente juzgara haber nacido con aquel color rojo que tenían. El aprieto en que se vieron los nuestros en este trance es más para considerar con el discurso de la razón que para ponderar con letras de historia, ni aun de orador por diestro que fuera; mas poniendo silencio a todo esto, sólo digo en resolución que salieron los nuestros victoriosos llevando cien indios presos, y los contrarios fueron de vencida con cuatrocientos hombres menos que dejaron muertos en el campo, ultra de los ciento que iban cautivos y los heridos, que eran en mayor número. Y muchos menos se puede referir el valor y reportación con que procedió Rodrigo de Quiroga, el cual en el tiempo del mayor peligro animó a los suyos con las palabras que dijo Julio César peleando cerca de Córdoba con los españoles dejando vencido a Pompeyo, las cuales fueron: « Ea, compañeros y amigos míos, hasta ahora hemos peleado por la victoria, agora hemos de pelear por las vidas.» La cual palabra tuvo tanta eficacia, sobreviniendo el auxilio divino que es el que da a todos las fuerzas y sucesos, que no solamente salieron con las vidas, sino también con la victoria, habiendo vencido al capitán Colgomangue y otros de mucha gama con más de cinco mil indios de pelea. Halláronse en esta batalla el capitán Francisco de Rivera, el capitán Juan de Cueva, Luis de Toledo, el capitán Alonso de Escobar y el capitán don Pedro de Lobera, autor de esta historia. Y habiendo todos dando gracias a nuestro Señor por tan insigne beneficio de su mano, se fueron hacia los reales, topando en algunos sitios del camino muchas estacadas y otros estorbos que los indios habían puesto en aquel breve tiempo que los españoles estuvieron entretenidos en el lugar que se ha dicho. Pero rompiendo con todas las dificultades llegaron a la fortaleza, donde el gobernador les estaba esperado por tener ya aviso de que andaban en la refriega, siendo informado por algunos indios que venían por momentos a darle relación del estado en que estaban las cosas que sucedieron este día. Y así, en viendo asomar a tan valerosos soldados, mandó que se les hiciese la salva con la artillería y trompetas, y él mesmo la hizo más favorable con las regaladas palabras con que recibió esta compañía diciendo: «Señor capitán Rodrigo de Quiroga, de capitanes tan valerosos como Vmds. No esperaba yo menos de lo que veo. Tengo en mucho el servicio que hoy ha echo a Su Majestad, y lo agradezco como ministro suyo, y no menos a todos esos caballeros que tan generosamente se han empleado según la relación que de cada uno en particular tengo. Yo lo gratificaré con la mayor brevedad que el tiempo y guerras permitiesen, para lo cual quiero que Vmd. haga lista de sus nombres para que ninguno quede sin premio, pues ninguno dellos deja de tener muy grandes méritos». Con estas y otras semejantes palabras y alegre semblante abrazó don García a todos aquellos soldados agasajándolos con mucho regalo, y mandando que se atendiese con mucho descanso a su descanso y refrigerio según su necesidad lo requería. Y en esto fué muy esmerado siempre don García de Mendoza, mostrando benignidad y tratando con palabras graves y regaladas a los suyos sin exasperarse con ello, sabiendo que no hay medio para tener de su mano las voluntades de los súbditos, como tener suavidad con ellos mostrándoles amor y buen semblante, y significándole el que es cabeza que está satisfecho de su servicio y contento de ellos para animarlos a proseguir siempre en otros tales, y aun otros más calificados, dejando en ellos el resto de sus fuerzas. Y así mostró bien la experiencia en todo el tiempo que don García gobernó a Chile, cuan diferente estaba entonces el reino de lo que antes y después ha estado, tanto que parecía otro por el modo de proceder de este gobernador, que plugiera a Dios no hubiera salido dél en muchos años: pues como estuvo el remedio en su entrada, así estuvo su perdición en su salida.

Después de conseguida esta victoria, no faltaron en diversas ocasiones algunos encuentros entre los indios y españoles sin acabar de amainarse la hinchazón y rebeldía araucana. Hasta que a fuerza de calamidades y prisiones y muchas mortandades que veían a cada paso por sus casas, se fueron amansando poco a poco, acudiendo algunos a sujetarse a don García cuyo tratamiento y halagos los vencía mucho más que la fuerza de las armas.




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Capítulo VII


De la memorable victoria que don García Hurtado de Mendoza alcanzó en la quebrada de Puren


En este tiempo estaban los españoles del ejército necesitados de bastimento por haber algunos días que no se metía refresco en los reales, y para provisión de ellos mandó el gobernador que se comprase abundancia de ganado en la ciudad imperial, enviando para esto a don Miguel de Velasco con cincuenta hombres que hiciesen escolta llevándolo al lebo de Puren, donde él ordenaría lo que pareciese más conveniente. Y habiendo pasado los días en que le pareció se habría ejecutado aqueste orden, y habría llegado la gente al lugar definido, llegaron a la fortaleza algunos mensajeros del general Caupolican, y dijeron de su parte a don García, como él había juntado toda la gente del reino para determinar si sería conveniente allanarse pacíficamente o proseguir la guerra, sobre lo cual estaban todos resueltos en rendirse a su señoría y quedaban congregados para ello. Y que pues ellos venían a ofrecerle la paz en nombre de todo el reino, le suplicaban humildemente los recibiese con su benignidad acostumbrada poniendo en olvido sus yerros y durezas, pues ellos proponían la enmienda con tantas veras como el tiempo iría manifestando. Llamábanse estos embajadores Talbachína y Amochehue a los cuales hizo el gobernador algunas preguntas, y oídas sus respuestas volvió el rostro a los suyos, que estaban presentes y les dijo: «Caballeros, ya habéis oído. Y debéis haber considerado la embajada con quie vienen estos indios; quiero que lo ponderéis atentamente, y lo confiráis entre vosotros, mayormente los que sois antiguos en esta tierra y tenéis experiencia de la condición y trato desta gente conociéndola mejor que yo, que he tenido pocos dares y tomares con ellos. Y gustaré de que cada uno me dé su parecer acerca desto, pues es negocio de tanta importancia que no es razón perder punto de aviso y diligencia de las que fuere posible hacerse entre vosotros.» Dicho esto se fué a su tienda con los dos embajadores: y en presencia del secretario los examinó con muchas preguntas y escrutinios llenos de advertencia y cautela para ver si hallaba en ellos rastros de mentira o contradicción en sus palabras. Después de lo cual salió a oír los pareceres de los suyos amonestándoles que dijesen lo que sentían ser conveniente, pues el bien, o el mal, que resultase había de ser común a todos. Y hallándolos a todos tan unánimes y resueltos que no había hombre que discrepase del común parecer, que se admitiesen los indios a la paz que pretendían, se determinó don García en seguir su resolución, y mandando vestir muy honrosamente a los embajadores, los envió a su general a decir que viniese con los suyos seguramente donde él estaba presto para recibírlo y ampararlos, pues era ésta la intención conque había entrado a Chile. Y despachados los mensajeros se regocijó en su tienda, donde dijo a su secretario Francisco de Ortigosa Monjaraz y a Julián de Bastida estas palabras: «Paz piden estos; plegue a Dios no sea lo que dice la escritura: paz, paz y no era paz.» Y dicho esto se estuvo paseando media hora pensativo sin hablar palabra, y la primera con que salió a cabo de rato fué ésta: «Que me maten si estos no han sabido como don Miguel de Velasco viene da la Imperial haciendo escolta, y para dar sobre él y quitarle el ganado vienen a entretenernie con esta paz falsa, que por tal la tengo.» A esto le respondió Julián de Bastida que pudiera no haberla admitido si le parecía que era falsa, pues estaba en su mano hacer o deshacer como quisiese. A lo cual replicó don García que no era cosa justa resolverse por sólo su parecer estando en contrario todos los de los suyos. Y en esto mostró bien su madureza de juicio y mucha prudencia, pues muchas veces es más acertado errar por el parecer de todos que acertar por el propio cuando es solo. Porque si el electo es adverso queda el capitán suficientemente disculpado con haber seguido los juicios de muchos, y si alguna vez le sucediese mal por regirse por el suyo, se le echaría a él toda la culpa, mayormente siendo de no mucha edad, pues dicen todos en semejantes desgracias: bien parece que es mozo y se arroja a lo que le dicta su albedrío sin consideración ni madureza. Cuanto más que el haber admitido la oferta de los indios no era inconveniente, aunque fuese de falso; antes lo fuera mayor el declararse por su enemigo, pues con darles a entender que estaba seguro de ellos, los aseguraba para que se fuesen poco a poco en lo que emprendieran con más diligencia si se vieran repelidos del gobernador del reino. El remedio que pudo haber para poner resguardo a lo que se sospechaba, fué el que acordó don García ordenando al capitán Alonso de Reinoso. que con todo secreto apercibiese cien hombres de a caballo, y en siendo media noche se pusiese con ellos a las puertas de la fortaleza; lo cual fué ejecutado puntualmente sin entender algunos de ellos su designio. Y llegando el tiempo determinado salíó don García a caballo y mandó que fuesen marchando yéndose con ellos por espacio de un cuarto de legua hasta un lugar donde hizo alto para decirles la causa de su salida, esto es, la sospecha vehemente que tenían de que los indios estaban en la quebrada de Purén aguardando a don Miguel de Velaseo para saltearle de repente cogiéndolo en lugar fragoso y estrecho, donde apenas se pueden rodear los caballos. Y por la relación que le habían dado de que había de llegar al cuarto del alba a esta quebrada, se había él determinado de salir a media noche por llegar puntualmente al tiempo preciso en que era necesario el socorro de su parte. Y comenzando a caminar en este intento, le suplicaron todos que su señoría se quedase, pues era el capitán Alonso de Reinoso, persona a quien se podía encargar este asunto y esperar que daría satisfacción, como siempre lo había hecho. Mas todos estos ruegos no fueron bastantes a que don García desistiese de su propósito, hasta que le hicieron tanta instancia, que le obligaron casi por fuerza a volver a la fortaleza intimándole mucho de cuánta importancia era la existencia de su señoría para el bien del reino. Lo cual era más conforme al servicio de Su Majestad que ponerse a riesgo tan manifiesto en cosa que podría suplir suficientemente con los capitanes que allí tenía para estas semejantes empresas. No fueran parte otras razones, por eficaces que fueran, para que el gobernador dejase el viaje comenzado, si no fuera el haberle puesto ante los ojos que convenía así para el servicio del Rey, pero en oyendo esto, condescendió con las persuasiones de los suyos, volviéndose a su tienda habiendo encargado íntimamente este negocio al capitán Reinoso y a todos los soldados que con él iban de socorro.

Estos fueron caminando con tal paso que llegaron sobre la quebrada al rendir del alba, a tiempo en que don Miguel de Velasco iba entrando por la quebrada, con más de dos mil vacas y otros bastimentos, como harina, bizcochos, quesos y otras cosas necesarias para provisión de los soldados. Estaba en esta coyuntura el general Caupolican emboscado con toda su gente, que era en gran número; y el capitán Alonso de Reinoso estaba con los suyos en lo alto de la quebrada puesto a la mira deseando ver lo que pasaba sin ser visto de los enemigos. Ya que la gente de la escolta estaba en lo más áspero de la quebrada, salieron de repente los enemigos con gran ímpetu y alaridos, y dieron en los cincuenta españoles, y los pusieron en grande aprieto haciéndoles desamparar el ganado y cargas que traían pareciéndoles que hacían harto en salir con el pellejo de semejante conflicto. Y trabándose batalla muy reñida, anduvieron un rato a la mesapela hasta que estando los indios muy ufanos pareciéndoles que tenían la suya sobre el hito, cargó de repente el capitán Reinoso con los ciento de a caballo dando en los indios de improviso, los cuales, aunque pasaban de quince mil, comenzaron a flaquear viendo sobre sí inopinadamente aquellos hombres sin saber de dónde ni cómo habían venido, pues, los que estaban en los reales vivían seguros y descuidados con la paz que el día antes se les había ofrecido. Mas aunque anduvo bamboleando el ánimo de los bárbaros, les ayudó tanto la disposición del lugar por ser angosto y pedregoso y lleno de montañas por todas partes, que se animaron a pelear valerosamente como lo hicieron por largo rato. Y como el lugar era profundo y lleno de boscaje, y la gente que le ocupaba en tanto número, era cosa estupenda oír el ruido así de las voces como de las armas, y el que hacían los caballos con los relinchos y pisadas con que sonaban las herraduras en las piedras, de suerte que parecía día de juicio. Y vinieron los españoles a ser de tanta peor condición por las contradicciones del sitio, que le pareció a Reinoso convenía retirarse hasta llegar a parte más cómoda para valerse de sus armas y caballos. Pero hubo tantos que lo contradijeron, crue no se atrevió a seguir su parecer, sino los ajenos, y así fué continuando lo comenzado sin cesar en la pelea por largo rato. Y vino el negocio a estar en tanta contingencia, que ganaron los indios la parte superior de la quebrada, de donde tiraban piedras y garrotes, y tenían a los nuestros debajo de sus lanzas, y casi ganada la victoria. Pero hubo algunos españoles tan arriscados y valerosos que subieron con fuerza y velocidad de leones por aquellas breñas y riscos asperísimos por entre la lluvia de piedras, flechas y palos que les tiraban: y arremetiendo a los enemigos dieron en ellos con tan bravo ánimo y denuedo, que los compelieron a retirarse ganándoles el sitio, y haciendo el paso llano para los demás de su bando, de suerte que subieron todos trayendo su ganado y otras vituallas sin perder cosa, y fueron tras los enemigos siguiendo el alcance y quitándoles la presa que habían hecho y otros muchos despojos de las armas que traían, y -lo que más es- las vidas de muchos demás de los que habían muerto en la quebrada, cuya sangre dejó teñido el arroyo que por ella corre. Con esta victoria de tanta estima volvieron los nuestros a la fortaleza: y llegando a un lugar que está a una legua de ella, toparon al gobernador que les había salido a recibir con semblante tan regocijado que los alegró tanto a todos como el mesmo suceso tan felice y apetecido. Y dando gracias a nuestro Señor, que fué el autor dél, por haberles hecho esta misericordia en coyuntura de tanta importancia, que era eficacísimo motivo para que los indios se rindiesen viniendo a conocimiento suyo y oportunidad de ser instruídos en Él y, ayudados en las cosas de sus almas, dió también las gracias a los vencedores por haberse mostrado tan buenos caballeros en un trance tan peligroso, y les hizo muchas ofertas para gratificación de méritos tan calificados. No sé a quién se deba más atribuir después de Dios este dichoso suceso: si a los que se hallaron en la refriega o al gobernador que les envió previniendo con tan prudente resguardo lo que en efecto se vino a ver por experiencia. Porque en el concepto de todos los capitanes viejos de Chile, y las demás personas cursadas en cosas de guerra, fué esta hazaña de las más loables y maravillosas de don García, por haber él solo entendido los pensamientos de los indios siendo tan mozo y nuevo en esta tierra, no habiendo dado en ello otro alguno de los seiscientos que con él estaban. Y mucho más se espantaron todos de la aran puntualidad que tuvo en poner el remedio conveniente enviando el socorro a tal coyuntura, como si los mesmos contrarios le hubieran dicho adónde y a qué hora habían de hacer el asalto, sin errar en ello un palmo de tierra ni instante de tiempo, cosa que puso en grande admiración a todos, así a los suyos corno a los enemigos, que les pareció negocio de encantamiento el hallar sobre sí a los cien españoles tan puntualmente al tiempo que ellos estaban haciendo la presa, sin saber cómo pudiese ser esto en día que los nuestros estaban confederados con ellos, sin pensamiento de que hubiese de haber más guerra en todo Chile. Y así comenzaron de allí adelante a temer a don García pareciéndoles que tenía juicio más que ordinario, de la manera que los israelitas temieron que el rey Salomón cuando al principio de su gobierno le vieron descubrir tan maravillosa prudencia en aquel juicio que hizo en el pleito de las dos mujeres, que pretendían llevar a un niño recién nacido alegando cada una ser hijo suyo. Y por haber sido el que salió vencido de la batalla el general Caupolican con más de quince mil hombres, dejando pasados de dos mil muertos en ella. Fué esta victoria de más importancia y de más estima en todas las personas graves y versadas en la guerra, y que ponderaban las cosas consideradamente conociendo los quilates de cada una. Fué esta batalla jueves 20 de marzo de 1558.




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Capítulo VIII


Cómo el gobernador mandó gente que descubriese el estrecho de Magallanes


Cuando el gobernador don García Hurtado de Mendoza se embarcó en el Perú para este reino, trajo consigo al capitán Juan Ladrillero, al cual le dió el marqués su padre por soldado de los de más fama sabiendo que era hombre de mucha experiencia y sagacidad en todos los negocios que se le encomendaban, mayormente en los de la mar, en que él era muy versado. Y así le mandó traer consigo este capitán para que se diese traza en descubrir por su industria el estrecho de Magallanes conforme al orden de Su Majestad, como el capitán Valdivia lo había intentado, no saliendo con su pretensión por haberle la muerte atajado en este tiempo. Y así luego que don García pudo poner en ejecución este negocio, lo hizo con grande diligencia despachando a Juan Ladrillero con alguna gente del puerto de la Concepción en dos navíos bien aderezados que se hicieron a la vela en fin del mes de julio de 1558. Dentro de pocos días llegó a la ciudad de Valdivia, donde se había de pertrechar del matalotaje necesario para tan largo viaje habiendo mandado el gobernador que no se les tomase cosa alguna a los vecinos, ni se echase derrama para ellos, supliendo con las rentas de los diezmos de aquella ciudad y de la Imperial, que entonces se metían en las cajas reales por no haber obispos que los gozasen. Por lo cual se gastaban en ornamentos de las iglesias y las demás cosas pertenecientes al culto divino, aprovechándose de lo que sobraba para algunas cosas necesarias, a las cuales no se podía acudir por otra vía.

Habiéndose abastecido suficientemente de las vituallas necesarias, se levaron las anclas y tomaron el rumbo hacia el estrecho, y habiendo llegado cerca dél anduvieron muchos días tentando vados como dicen, y barloventeando a muchas partes con diversas entradas y salidas vacilando siempre, sin atinar dónde estuviese la canal por donde se continúan los dos mares, que son el océano y el del Sur. Y fué tanto el tiempo que pasó en dar puntos a una y otra parte, que vinieron a faltar los mantenimientos sin topar persona que les socorriese ni diese noticia de lo que buscaban, de suerte que en lugar de estrecho vinieron a dar en gran estrechura y angustias y aflicciones. Porque los indios que algunas veces hallaron en la costa eran tan silvestres y salvajes que casi parecían bestias, y tan pobres que apenas tenían de qué sustentarse, de suerte que ni podían favorecer a los navegantes con aviso del lugar que buscaban ni con mantenimiento con que se entretuviesen en sus tierras. En este modo o (por mejor decir) sin modo alguno, anduvieron estos hombres desventurados surcando el mar sin saber por dónde se iba, hallándose algunas veces en mayor altura de cincuenta grados hacia la parte del Sur sin hallar rastro del estrecho de Magallanes. Acertó a ir entre esta gente un portugués llamado Sebastián Hernández, vecino de la ciudad de Valdivia, que se había hallado en la primera navegación hecha por el capitán Francisco de Ulloa; y como hombre más experimentado en este viaje, dijo al capitán Juan Ladrillero que le convenía volverse en todo caso; donde no que le certificaba sin duda alguna, que se había de perder con toda aquella gente, si difería la vuelta al reino de Chile. Y aunque el capitán Ladrillero era muy viejo y tenía en el Perú a su mujer, y encomienda de indios con mucha quietud y descanso, con todo eso tenía tanto pundonor y presunción de no volver atrás, ni mostrar pusilanimidad y flaqueza, que determinó de morir antes que volver sin haber conseguido el efecto a que le enviaban. Y en razón de esto trató mal de palabra al portugués, que le persuadía a lo contrario, dejándole indignado de manera que trató de secreto con algunas personas de dar la vuelta a la costa de Chile contra la voluntad del capitán, que para todos era tan pernicioso. No pudo esto hacerse tan secretamente que no viniese a oídos de Ladrillero, el cual mandó ahorcar luego al portugués de una entena porque la inquietud no pasase más adelante.

Dentro de pocos días sobrevino una tormenta tan furiosa, que desbarató los dos navíos, yendo cada uno por su parte sin tornar más a verse hasta hoy los que en ellos iban. Acertó a ir en el uno de ellos un famoso piloto llamado Diego Gallego que iba por almirante, el cual por la mucha industria que usó en el viaje volvió a la ciudad de Valdivia dentro de diez meses, y surgió en el puerto con cuatro hombres habiendo los demás perecido de hambre. Y no fueron estos cuatro los peor librados, porque el navío de Ladrillero no pereció, ni se supo de él si era muerto o vivo, hasta que pasados dos años se entró la nave por el puerto de la Concepción con sólo el capitán y un marinero y un negro de servicio, los cuales venían tan desfigurados que no había hombre que los conociese. Y así por más regalos que les hicieron no fué posible volver en sí alguno de ellos: porque todos murieron dentro de pocos días no habiendo sacado otro efecto de su viaje. No se puede explicar el lastimoso llanto que hubo en la ciudad de la Concepción y de Valdivia en las personas a quien tocaban los miserables que en el degastroso viaje perecieron. Y aun a los que no les tocaban causaba gran compasión el ver salir a las mujeres a la marina a preguntar por sus maridos, y a las hijas por sus padres, y a las madres por sus hijos, y a las hermanas por sus hermanos sin que alguna de ellas recibiese otra respuesta sino que habían perecido de hambre y otros trabajos y calamidades del viaje. Sobre lo que hubo llanto común en todos, y general dolor en todos los que los veían afligidos con tan justa causa.




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Capítulo IX


De cómo el gobernador don García reedificó la ciudad de la Concepción y fundó de nuevo la de Cañete de la Frontera


Ya los indios rebelados de estas tierras andaban tan cabizcaídos y acosados de los españoles, que mermaban mucho sus fuerzas y se disminuían sus ánimos notablemente. De suerte que le pareció al gobernador ser necesario menos gente española que lo había sido hasta entonces para acabar de rendirlos del todo; dió licencia a los vecinos de Santiago para que se fuesen a descansar a sus casas, por ser hombres muy cansados de andar en batallas desde la primera conquista, y los más de ellos de más edad que la concerniente a inquietudes y trabajos de la guerra. Pero teniendo por cosa de grande importancia para poner al reino en orden como deseaba, el ir edificando ciudades en que los españoles fuesen aposesionándose de la tierra, determinó de comenzar por la ciudad de la Concepción, que estaba despoblada desde los cimientos como queda dicho en el primer libro de esta crónica. Y resolviéndose en poner luego en ejecución este intento, le pareció esto buena coyuntura juzgando que las personas que iban a Santiago podrían en el camino ayudar a esto a los demás que iban de propósito a entender en el edificio; y tomando pareceres de letrados mandó dar pregones con trompetas, en que se notificaba a todos que las encomiendas de los vecinos de la Concepción estaban vacas y se habían de repartir en los nuevos pobladores por haber sus propios encomenderos desamparado la ciudad fatigados de los enemigos sin haber en ellos fuerza bastante de echarlos della porpunta de lanza, si los vecinos quisieran resistir con la obligación que tenían, conforme lo habían hecho los demás moradores de ésta y de otras ciudades en semejantes coyunturas. No fué pequeña la tribulación y desosiego que causó a los desventurados vecinos el verse despojados de sus haciendas al cabo de tantos años de sudor y derramamiento de sangre entre otras innumerables calamidades de hambre, desnudez y peligros en que se habían visto. Y sobre todo en ver que en la estimación de don García preponderaba una señal de flaqueza que presumía dellos, a las demás hazañas que habían hecho, las cuales eran tantas y tan calificadas que merecían remuneración incomparable a la miseria que le rentaban aquellos desventurados tributos, que demás de ser pocos andaban a pleito, por estar los indios de guerra lo más del tiempo sin acudír con un real a sus encomenderos. Cuanto más que el mesmo medio que por una parte parecía útil para este intento, mirado con más circunspección y advertencia parecía contrario al mesmo fin, pues por el mismo caso que los soldados veían que al primer tris de negligencia desposeían a hombres tan beneméritos de los que a peso de sangre habían ganado, se habían de desanimar entendiendo que vendría por ellos otro tanto. Mayormente que si hubo alguna culpa en la pérdida de la ciudad se debía poner a cuenta de Francisco de Villagrán que la gobernaba, y la desamparó mandando los demás que saliesen de ella, lo cual hicieron por obedecer, como estaban obligados, sin que debiese imputárseles el cargo que podía resultar de ello. Mas el único consuelo que les quedó a los afligidos en este caso fué el entender que tenían refugio en la audiencia real de la ciudad de los Reyes del Perú, y mucho más en el visorrey, padre del mesmo don García, de cuyo consejo esperaban mejor galardón que el que les daba su hijo, aconsejado por ventura por algunos de los que iban con él y querían gozar de lo que otros habían ganado.

En efecto, salieron para esta fundación casi doscientos hombres con el capitán Jerónimo de Villegas, a quien se encomendó este asunto. Y en su compañía iba el licenciado Hernando de Santillán, oidor de la ciudad de los Reyes, para que habiendo asistido al principio con el capitán en el establecer esta fundación, pasase de allí a la ciudad de Santiago a visitar la tierra y poner en orden a los indios haciendo instrucciones y ordenanzas que se guardan en el reino hasta el presente día. Y para que se prosiguiese la fábrica de la ciudad con más fervor, encomendó don García los repartimientos de indios desde luego, poniéndolos en cabeza de don Miguel de Velasco, don Cristóbal de la Cueva, el capitán Villarroel, Pedro Pantoja, Pedro Aguayo y don Pedro Mariño de Lobera, de cuyos papeles saqué lo más de esta historia, y con ser interesado en ello no sintió bien de que se quitasen las encomiendas a sus dueños por causa tan leve. Juntamente con esto mandó don García que todas las personas que habían servido a su majestad en este reino diesen memoriales de sus servicios para remunerárselos, distribuyendo entre ellos las encomiendas de indios que iban conquistando. Acudieron a estos muchos pretensores; aunque otros no quisieron admitir haciendas en los estados de Arauco y Tucapel, entendiendo que no había seguridad en ellos hasta estar las cosas más asentadas, como en efecto no la hubo; pues en volviendo la cabeza don García se perdió todo con su salida, sin haberse podido restaurar en treinta y seis años que desde entonces han corrido. Ultra desto escogió el gobernador cuatro personas de experiencia y antigüedad en el reino, y de buena fama en lo que toca a la entereza de la buena conciencia, que fueron el capitán Rodrigo de Quiroga, don Miguel de Velasco, el capitán Pedro Esteban y el capitán Francisco de Vivero, para que le ayudasen en la distribución de las encomiendas informándole de las personas beneméritas del reino, y poniendo su industria en el modo de encomendar los repartimientos para que tuviese efecto con más comodidad y acierto en todo.

Y para que las cosas fueran siempre en mayor aumento, se resolvió en fundar en aquel asiento de Tucapel una ciudad en el sitio más oportuno que se hallase, saliendo él en persona a considerar los lugares que pudiesen ser para esto más a propósito, y habiendo elegido el que parecía más cómodo, que estaba cerca de la fortaleza, fundó la ciudad con la solemnidad y ceremonias acostumbradas en semejantes poblaciones, y le dió por título la ciudad de Cañete de la Frontera por respeto de su padre, que era marqués de Cañete en España. Dióse principio a esta población en el mes de enero del año de 1558; y habiéndola puesto medio en orden con todos los requisitos concernientes para conservarse, así de moradores como de armas y municiones, se partió della dejando por capitán y justicia mayor a Alonso de Reínoso, del cual se ha hecho mención arriba.

Habiendo concluido esta fundación fué don García a visitar las ciudades de la Imperial y Valdivia, donde fué recibido con gran solemnidad y regocijo así por la autoridad de su persona como por haber estado siempre en el campo no queriendo gozar del regalo de las ciudades a trueco de medrar con los trabajos de la guerra. Con todo eso no faltó azar entre estas fiestas, pues nunca la fortuna se descuida de mezclarlo en cualquier regocijo desta vida. Y fué que estando un encomendero de la ciudad de Valdivia haciendo algunas ramadas y tambos en el distrito de su encomienda para recibir en ellos a don García, que había de pasar por aquel camino, y al tiempo que iba dando fin a su obra, sobrevinieron los indios de sus mesmos repartimientos con algunos otros comarcanos y mataron al encomendero y a otro español que con él estaba, poniendo también fuego a las tiendas que habían hecho, quedándose los indios por allí cerca esperando la gente que había de venir, para que en lugar de quietud y descanso hallasen guerra y desabrimiento. A este tiempo llegó allí Diego García de Cáceres con alguna gente de a caballo, el cual se había adelantado para prevenir lo necesario del recibimiento como persona nombrada por don García por justicia mayor y lugarteniente de general en la ciudad de Valdivia. Y como halló los tambos recién quemados, entendió que debía de haber alguna desgracia, y buscó los indios que por allí andaban, los cuales, como vieron ser la gente de a caballo más de la que ellos pensaban, no osaron acometer, antes se volvieron luego a sus pueblos.




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Capítulo X


Del descubrimiento de la provincia de Ancud y reedificación de la ciudad Rica hecha por don García Hurtado de Mendoza


Habiendo don García descansado algunos días en la ciudad Imperial, no quiso que fuesen muchos los de la quietud habiendo tantas cosas a que acudir en el reino, y en particular la remuneración de muchas personas beneméritas que iban en su seguimiento por todos los lugares que visitaba. Y teniendo noticia que en la costa del mar hacia el estrecho de Magallanes había muchas provincias ricas de oro, ganados y pesquerías y otras cosas de mucha estima, acordó de ir a descubrirlas para satisfacer con su riqueza a los que al presente no podía por otro camino. Y con este propósito se fué a la ciudad de Valdivia, donde fué recibido con el mayor aplauso que antes ni después se ha hecho a gobernador deste reino. Pero como él iba anhelando al descubrimiento de nuevas tierras, pasó adelante sin detenerse mucho en este pueblo. Y habiendo llegado a un grande lago cerca de la costa donde entra un río muy caudaloso llamado Purailla, anduvo por allí con su gente buscando camino para pasar adelante en prosecución de su intento. Pero es la tierra tan escabrosa y cerrada de montañas, que no fué posible atinar con alguna senda por donde pasasen. Y así se asentaron los reales junto a la boca del río en una loma alta de por donde él corre y se buscaron unas piraguas, que son a manera de barcas hechas de tablas largas cogidas unas con otras con cortezas de árboles de capacidad para diez o doce hombres cada una. En éstas pasó el ejército y el bagaje, con tanto trabajo por ser grave la corriente del río; y los caballos fueron a nado sin peligrar la gente en esta travesía excepto un soldado que por arrojarse a pasar nadando, le atajó la muerte los pasos, siendo mayor el brío del torrente que los que él llevaba si tales pueden llamarse, y no temeridad y arrojamiento. Habiendo pasado el río con hartas dificultades, dieron traza en ir abriendo sendas en la montaña con hachas y machetes que llevaban, haciendo esto a costa de su sangre, lastimándose a cada paso en los espinos y matorrales y pasando grandes pantanos y arroyos de agua sin haber pedazo de tierra que no fuese un lodazal de mucha pesadumbre. Y estaban tan enredadas las raíces de los árboles unas con otras, que se mancaban los caballos, y aún algunos dellos dejaban los cascos encajados en los lazos de las raíces perdiéndose de esta manera muchos dellos. Por esta causa iban los más de los soldados a pie y no pocos descalzos derramando sangre y haciéndose cardenales y aberturas, que,era lástima verlos, sin poder excusar el andar por el agua y lodo gran trecho de este camino. Iba don García al tenor de los demás, esforzándolos con la esperanza del bien que pretendían, aunque no fuera ella bastante para que muchos dejaran de retroceder si no fuera por no tornar a pasar el camino que habían andado, pensando no podía dejar de ser mejor el de adelante. Mas como viesen que todo era de esta suerte, echaron de ver que era maraña de los indios de guía, que los iban enmarañando en aquel boscaje porque no llegasen a sus tierras. Y entendida esta traición, mandó don García hacer justicia del cacique llamado Orompello y los demás indios que guiaban, yéndose los españoles por aquel arcabuco a sus aventuras, pero sin saber por dónde ni a qué paradero, hasta venir a dar a una playa del archipiélago, que allí está, adonde llegaron el segundo domingo de cuaresma, por cuyo respecto se le puso por nombre el archipiélago de la Cananea; porque en aquel tiempo se leía en la iglesia el evangelio que trata della en la segunda dominica de cuaresma. Tiene este archipiélago más de ochenta leguas de distrito, cuyas islas estaban entonces muy pobladas de indios que se ocupaban en pesquerías y crías de ganados. Y por ser la tierra muy fría andaban vestidos con más abrigo que los demás del reino, trayendo calzones y camisetas, y en lugar de capas unas mucetas de lana muy finas y sus sombreros de la misma materia, aunque en la forma tiraban algo a caperuzas. Entre estas islas está una muy grande que llega a la costa de la mar brava a la cual llamaban los indios Chilué, donde se pobló después la villa de Castro de la Nueva Galicia, como se dirá en otra parte de este libro. Y aunque vieron los españoles poca disposiciónpara pasar adelante, con todo eso se ofreció al capitán para este asunto el licenciado Julián Gutiérrez de Altamirano como caballero animoso, y que deseaba mucho emplearse en el servicio de su majestad en algún negocio de importancia conforme al beneplácito y dirección de don García. Con cuya licencia y compañía de gente que le dió para ello, se embarcó con algunos soldados arcabuceros en las piraguas que para ellos fueron suficientes, en las cuales anduvieron tres días con sus noches entre grandes peligros de bajíos y borrascas padeciendo todo esto por solo tomar noticia de lo que había en estas islas. Y no habiendo sacado otra cosa más de la relación y noticias de ellas, trató don García de volverse luego por otro mejor camino donde había tierra poblada, hasta que llegó al desaguador del gran lago que habernos dicho, con propósito de poblar una ciudad en el sitio más oportuno que en toda la comarca se hallase.

Para esto mandó visitar aquel distrito el cual, aunque era montuoso, con todo eso estaba muy poblado de indios que tenían mantenimientos suficientes dentro de sus tierras. Y para poner esto en ejecución más fundadamente, mandó llamar a todas as personas prácticas de aquellos confines para informarse muy por menudo de las calidades de la tierra y condiciones de la gente, y en particular de los repartimientos de indios que estaban distribuidos y a qué vecinos estaban encomendados. Y estando enterado en todo esto, habiendo despachado los visitadores para más particular noticia de lo que deseaba, fué prosiguiendo su camino hasta un caudoloso río llamado de las Cinoas por donde había pasado cuando fué a este descubrimiento dejando en él perdida toda su vajilla, que iba en una acémila que se ahogó en este paso, sin poder sacarse una pieza della, de suerte que fué la pérdida de grande cantidad de dineros.

No es razón dejar de advertir el buen ejemplo y edificación que dió don García a este viaje; pues con ser tan excesivos los trabajos que padeció caminando a pie y derramando sangre, en tiempo de cuaresma no dejó de ayunar un sólo día de toda ella, procurando que los suyos hiciesen lo mismo, y vivieren cristianamente, mostrando más devoción que en el demás tiempo del año. Y así le favoreció Dios, sacándole con bien de tantos peligros como hemos dicho, y de las manos de los indios de guerra, que le iban saliendo al encuentro a cada paso. Y tanto más resplandece la clemencia del Señor en haber sacado a los suyos de estos peligros y la tolerancia y la magnanimidad suya en haberlos sufrido, cuanto mayores se entiende haber sido ellos como en efecto lo fueron. Porque ya que las calamidades y hambres de éste y de otros caminos que hicieron no fueron tan extremas como las que hubo en Melo, pueblo de Thesalia, cuando estuvo cercado de los atenienses y su capitán Nizia -de donde salió el proverbio de llamarse por exageración la hambre Nizia- ni fueron tan memorables como las que se experimentaron entre los soldados romanos que estaban en Casilino cercados de las grandes huestes de Aníbal, los cuales llegaron a tanta desventura que se vendió un ratón por doscientos reales, como refiere Plinio, ni como aquella miserable hambre que padecieron los españoles de Sagunto causada del diuturno cerco que le pusieron los cartagineses, apurando tanto a los moradores, que hicieron en la plaza una gran hoguera donde echaron todas sus riquezas, finalmente a sus hijos y mujeres y a sus mesmas personas por no vivir de vasallaje de sus enemigos, a lo menos fueron trabajos, hambres y aflicciones de las más grandes que se cuentan en las historias de nuestros tiempos, y tales que apenas podrán ser creídas según todo el rigor que en sí tuvieron.

Pasado este río de las Canoas, asentó don García su campo cerca de sus orillas, y pareciéndole el sitio apacible y bastecido de lo necesario, determinó de fundar allí un pueblo, y así lo puso por obra intitulándolo la ciudad de Osorno, a contemplación de su abuelo el conde de Osorno, por haber ya cumplido con la obligación que tenía a su padre en la población de Cañete de la Frontera que fué la primera que fundó en estos reinos. Fundóse esta ciudad de Osorno en el lebo de Chauracavi, en 27 días del mes de marzo de 1558. Es la tierra abundantísima de pan y carne, y muy regalada de miel de abejas que se da en gran abundancia sin cuidado en beneficiar las colmenas, y no es menor la fuerza de frutas de España, que se cogen a manos llenas, cuanto quiere cada uno, sin haber quien lo contradiga. Tiene también grande abundancia de pescado así del río como del mar, que está muy cerca, y es el distrito que el gobernador le dió al tiempo de la fundación, cinco leguas que corren desde el río hacia la ciudad de Valdivia, y hacia la banda de oriente todo lo que estaba descubierto y después se descubriese, lo cual también le dió por la parte que corre hacia el estrecho de Magallanes. En el cual distrito había más de ciento y treinta mil indios visitados, aunque después acá han venido en grande disminución con las nunca interrumpidas guerras y trabajos. Las calles de la ciudad corren de oriente a poniente, y son muy anchas y parejas; y los edificios de las casas muy grandes, fuertes y de hermosa vista. Está este pueblo en cuarenta grados de altura con invierno y verano en los tiempos contrarios a los que lo son en Europa; porque cuando allá es verano es acá invierno, y cuando allá es invierno acá verano. Fueron los vecinos de esta ciudad, a quienes don García señaló encomiendas de indios al tiempo de su fundación, sesenta hombres poco más o menos, todos de calidad y mérito, cuyos nombres no pongo en esta historia por evitar prolijidad. En efecto, ella quedó muy bien puesta desde su primera fundación, de suerte que hasta hoy se conserva por las muchas comodidades que tiene así del buen temple y sanidad de aires, como de las granjerías que hay en ganados y paños que se labran de sus lanas, así de los que se gastan en vestidos como de los de tapicerias, las cuales labran los indios con tan perfectas figuras y vivos colores que parecen hechos en Flandes. Hay en esta ciudad una iglesia de clérigos y tres monasterios de religiosos y uno de monjas, y muchas personas principales que viven en ella por la paz que siempre hay en este distrito, sin haber jamás rebeládose contra los españoles; porque los que han acudido a la guerra han salido de sus tierras yendo en socorro de los araucanos, que están muy lejos de este sitio, de suerte que todas estas comodidades y otras muchas, como son las grandes heredades, las amenas huertas, las fuentes deleitables, la hermosura del río, la grande abundancia de cal, ladrillo y maderas de muchas especies, convidan a los que entran en este reino a hacer asiento en esta ciudad, aunque fué la última que hubo en Chile en tiempo de don García; y aún hasta hoy no hay otra después de ella, sino es la de Castro, que está situada en Chilué, adonde llegó el mesmo don García como en este capítulo se ha dicho.

Habiendo puesto el gobernador esta ciudad en mucho orden, se partió a la de Valdivia dejando por su lugarteniente y justicia mayor al licenciado Alonso Ortiz, y estando en Valdivia hasta la Pascua de Flores del mesmo año, dió orden en repartir las encomiendas de la mesma ciudad de la Imperial, poniéndolas en cabeza de las personas que pareció más beneméritas a juicio de los cuatro consultores que para esto había diputado, como se ha dicho al principio de este capítulo, removiendo algunos encomenderos nombrados por su antecesor Francisco de Villagrán por haber sido gobernador electo sin autoridad real ni nombrado por alguno de los visoreyes del Perú, sino por solo los cabildos del reino. Y así habiendo consultado esto con personas graves, y habido resolución en que no eran válidas las dichas encomiendas, hizo nueva distribución sin atender quiénes eran poseedores, sino solamente quienes eran merecedores.

Estando las cosas en este estado y don García a pique de tomar a Tucapel y Arauco para acabar de concluir las cosas de la guerra, llegó nueva de que su majestad había proveído por gobernador de Chile a Francisco de Villagrán, porque al tiempo que esta provisión se despachó en corte se entendía en ella que Villagrán estaba todavía en el gobierno por no haberse sabido cómo el marqués de Cañete había enviado a su hijo con este oficio. Y viendo los del Consejoque era forzoso nombrar gobernador por muerte de don Pedro de Valdivía, pareció que ninguno sería más apropósito que el que actualmente estaba en posesión del oficio y había tomado el pulso a las cosas dél, teniendo también experiencia y méritos de muchos años como uno de los primeros conquistadores deste reino. Esta nueva fué causa de cortarse el hilo al buen progreso de las cosas de Chile, así por entibiarse y entristecerse casi toda la gente del reino, como por el orgullo o avilantez que tomaron algunos de los que habían sido despojados de sus encomiendas, y en particular aquellos que las tenían de mano de Villagrán, de más de algunos apasionados que nunca faltan donde quiera por muy agestado que viva el que gobierna. Y sobre todo por ser condición del mundo el apoyar los hombres al que actualmente tiene la vara mientras dura en el oficio, y en viniendo otro de nuevo acudir todos a su bando conforme al común refrán: viva quien vence. Con todo esto no se inmutó don García, ni dejó de acudir a las cosas del Gobierno y guerra como hasta allí lo había hecho ni aun hizo caso de los alborotos y dichos de sus adversarios acordándose del consejn de su padre que le dió al tiempo de la despedida: que se persuadiese que a ninguno por justificado que esté en sus cosas le han de faltar émulos; y que habiendo hecho el hombre de su parte lo que es conforme a justicia y buen gobierno, no se ha de fatigar mucho por las pasiones y dichos ajenos, pues es cosa que la lleva el mundo de suelo, haberlas donde quiera.

Y además desto era causa de no fatigarse don García el ver el extraordinario amor y afecto con que todo el reino le amaba, y no abría la boca hombre que no fuese para echarle mil bendiciones, teniéndole todos sobre los ojos y mirándole cada uno como si fuera cosa propia suya, excepto los que hemos dicho, que eran cual y cual persona lastimada por la innovación de los repartimientos.




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Capítulo XI


De la entrada del gobernador en la Imperial, y la insigne victoria que alcanzó en la memorable batalla en que fué desbaratado el fuerte Quiapo y la que hubo en la ciudad de Cañete. Y la prisión de Caupolicán en la quebrada


Con el deseo que el gobernador tenía de dar fin a las cosas de la guerra, determinó de irse llegando a los estados dejando la ciudad de Valdivia y entrando en la Imperial que está más cerca de Arauco. Habiendo entrado en esta ciudad tuvo nueva de que los indios rebelados habían dado batalla al capitán Alonso de Reinoso en la ciudad de Cañete de la Frontera, cuya fortaleza tomaron los españoles por refugio por haberla fabricado don García con gran cuidado toda de piedra de mampostería, fortaleciéndola con los más pertrechos que pudo. En este fuerte estaba un indio yanacona de servicio de los españoles, llamado Baltasar, que era natural del mismo distrito. Este habló con los indios de su patria secretamente exhortándolos con largos razonamientos a que procurasen recuperar la libertad en que habían nacido, no dejándose hollar de extranjeros, pues eran hombres que podían volver por sí soldando la quiebra que había habido en su honor y reputación, y restaurando los daños que de los españoles habían siempre venido a todo el reino. Y con esto se ofreció a darles entrada en la ciudad y fortaleza al tiempo que hubiese mayor oportunidad para dar en los nuestros, cogiéndolos descuidados 'para hacer el lance más a su salvo. Por otra parte, acudía este indio al capitán Reinoso y comunicaba con él todo lo que había concertado con los indios, para que estuviese alerta y puestó en armas al tiempo que ellos acudiesen a la batalla, y habiéndose prevenido todo esto persuadió el yanacona a los indios rebelados que la hora más a propósito para hacer presa sin riesgo suyo era la de la siesta, cuando los españoles dormían profundamente, por haber estado de noche en vela entendiendo que los indios no se atreverían a acometer de día. Fiáronse los indios del yanacona, y juntándose grandes huestes acudieron un día a la hora concertada llevando sus escuadrones con grande orden y concierto, pensando que no habría más de entrar y cortar cabezas sin resistencia de los de dentro. De todo esto estaba ya avisado el capitán Reinoso, el cual mandó que toda la gente estuviese armada a punto de pelear dentro de la fortaleza sin quedar hombre fuera della. Y de propósito mandó que se dejase abierta la puerta principal del pueblo, para que los indios entrasen más a gusto y pensando que los de dentro estaban descuidados. Sucedió, en efecto, como él lo había pensado; porque se entraron los enemigos de tropel por todo el pueblo, y estando ya en la plaza dél cerca de la fortaleza, salieron de ella de repente los españoles: por una parte los de a caballo y por otra los arcabuceros, y dando con gran furia en los adversarios, causando en ellos grande espanto en ver tan despiertos a los que pensaban estar dormidos, según Baltasar les había dicho. Y fué tan grande el estrago que se comenzó a hacer en ellos, que luego comenzaron a desmayar viéndose cogidos de aquellos a quienes ellos pensaban coger de sobresalto, y sin poder sufrir el ímpetu de los españoles se comenzaron a retirar con el mejor orden que pudieron, yendo los nuestros en su alcance sin dar paso en que no hiciesen riza en los innumerables indios, los cuales hubieron de huír a toda prisa con gran pérdida de los suyos, queestaban tendidos por las calles y campos causando,gran compasión a todas las personas pías, que veían a sus ojos un espectáculo tan lastimoso. Murió en esta batalla el capitán Quapolicán, el capitán Ayangaclín, Torelmo, Pari y otros muy valerosos capitanes de los bárbaros, quedando todos los nuestros con la vida, aunque heridos muchos dellos.

Y la causa de tan insigne victoria fué después de Dios la gran prudencia y vigilancia de don García, al cual daba el Señor tan felices sucesos en todo, que siempre le ponía en corazón las cosas al mesmo punto que era necesario acudir a ellas. Y así, estando en la Imperial se le asentó en la imaginación que la ciudad de Cañete estaba ocasionada para grandes peligros. Y como si ya los viera con los ojos, envió con gran presteza al capitán Gabriel de Villagrán con ochenta hombres de lanza y adarga, los cuales llegaron a Cañete la noche antes de aquel día en que los enemigos dieron la batalla, cuyo socorro fué de tanta importancia que a no haber llegado a tal coyuntura, perecieran todos los de dentro, que eran muy pocos respecto de la multitud de bárbaros que acometieron; y consta haber sido esto de mayor momento para toda la tierra, de los efectos que se siguieron desta victoria, los cuales fueron a acabar los indios de persuadirse que les iba mal por esta vía con los españoles, y quedar tan constreñidos a buscar paz que, aunque no les salía del corazón, tampoco se les alzaban las manos para bravear como solían. Verdad es que no quedaron quietos del todo, ni daban seguridad a los españoles, aunque cesaron en la guerra por algún tiempo. Y así Alonso de Reinoso enviaba siempre gente que corriese la tierra para que los indios no se atrevíesen a desmandarse: los cuales ya que no hacían guerra al descubierto, con todo eso mataban al español que cogían descuidado por los caminos, y hacían semejantes asaltos sin perdonar lance en que viesen la suya. Y aunque don García estaba a la sazón en la Imperial esperando a que pasase el invierno para poner manos en la labor, con todo -eso no se dijo- andaba pronto en la previsión y resguardo necesario para prevenir y contrastar las astucias y máquinas de los indios, estando siempre corno en atalaya la barba sobre el hombro, acudiendo a todas partes para evitar inconvenientes y asegurar más su partido.

A este tiempo, hubo noticia de que el general Caupolicán estaba invernando en una sierra que llaman Depilmaiquel, alojado con los suyos en unas quebradas muy ásperas, adonde se iban recogiendo algunos capitanes y otros indios amigos suyos de quien él más se fiaba, para estar todos como a la mira de lo que el tiempo fuese mostrando que les convendría poner por obra acerca de su vida. Y deseando don Pedro de Avendaño encontrarse en esta ocasión, se ofreció a desbaratar esta gente; para lo cual salió con cincuenta hombres los más de ellos vizcaínos, los cuales primeramente corrieron la tierra, y cogieron algunos indios que les sirviesen de guía, gustando ellos de servir en este oficio porque les diesen libertad en acabando su viaje. Desta manera partieron a prima noche de la fortaleza de Cañete, y habiendo caminado a toda priesa por tan ásperos pasos que aún de día dieron mucho en que entender a los caminantes, llegaron sobre la quebrada donde vieron los fuegos de las rancherías en que estaba alojado el general y sus escuadras. Y queriendo efectuar su hecho con más certidumbre, se apearon todos los soldados, así por la dificultad de aquel paso que aún a pie no se podía andar sin mucho trabajo, como por ir más sin ruido a coger los indios descuidados, que lo estaban harto por entonces. Y llegando antes del amanecer al alojamiento de los indios, dieron en el galpón de Caupolicán, abalanzándose a la gente que estaba dentro, matando unos y cogiendo a manos otros, según podían. Apenas había oído Caupolicán el estruendo, cuando salió por una puerta falsa con una alabarda en la mano pensando escapar sin ser sentido o cuando mucho topar algún soldado, con quien se tuviese bueno a bueno. Mas como al salir por la puerta falsa hallase falso su pensamiento por estar cercado de españoles, comenzó a bravear como toro agarrochado saltando a todas partes, y echando espumarajos por la boca con tanta fiereza y valentía, que hacía campo con la alabarda jugando della como quien tenía la vida vendida. Pero por más bravatas y ostentación que hizo de su persona, quedó cogido en el garlito, yendo preso en manos de los españoles con otros capitanes que con él estaban.

No se puede explicar el regocijo con que volvieron don Pedro de Avendaño y los de su compañía trayendo tal presa y tan deseada de todo el reino, por ser este bárbaro cabeza de todo él entre los indios y el que había muerto a Valdivia con su ejército y alcanzado las demás victorias desbaratando a Villagrán y otros capitanes y destruyendo ciudades echándolas por tierra, de suerte que todo el daño y calamidades de Chile habían sucedido por el valor y gobierno de este indio; y así el haberle atado las manos se estimó por el más felice suceso que a la sazón podía apetecerse. Llamábase el soldado que le prendíó Juan de Villacastín, hijo de español y de india natural de la ciudad del Cuzco del Perú, donde él mesmo nació, y era buen soldado y de mucha estima por su grande ánimo y valentía. Este traía al general por prisionero con el contento que podrá pensarse; y caminando con él desta manera llegó una india corriendo tras él a toda priesa con un niño en los brazos de edad de un año, hijo del mesmo Caupolicán; la cual, arañando su rostro y mesando sus cabellos daba gritos rabiosos y dolorosos gemidos sacados de lo más intenso del alma. Y haciendo largo llanto por la prisión de su esposo, le reprendía por haberse dejado prender debiendo morir antes que rendirse; y entre otras palabras rabiosas acerca desto, dijo que, pues había venido a tanta infamia y desventura, no quería ella quedar con prenda suya por no acordarse dél más en su vida; y diciendo esto, tomó la criatura y dió con ella en un peñasco haciéndola pedazos cruelmente, y así se volvió llena de congoja dejando a Caupolicán en manos de los vencedores.

Llegada esta compañía a la ciudad de Cañete, fué recibida con el mayor regocijo y fiesta que fué posible. Y luego trató el maese de campo de hacer justicia de Caupolicán para poner temor a todo el reino. Y fué su muerte celebrada con más solemnidad por haberse hecho cristiano llamándose Pedro, el cual murió al parecer con muestras de viva fe y verdadera penitencia pidiendo a Dios perdón de sus pecados, y a los españoles de los agravios que él y otros por su causa les habían hecho; aunque muchos menos que ellos pensaban, porque en muchos lances que habían visto en detrimento suyo, no había él sido causa dellos como primer motor que los inventaba; antes acudía de mala gana y por cumplir con su oficio, pues era elegido para que guardase fidelidad a su patria, siendo siempre leal a ella; no como el indio Baltasar (de quien tratamos en este capítulo), que engañó a los mismos de su nación poniéndolos en manos de extranjeros con maraña y astucia no pensada. De la manera que lo hibo Silicón, natural de Mileto, que entregó a traición a su patria en manos de los enemigos. Y como también se refiere en muchas historias haberlo hecho Eneas y Antenor, que vendieron a Troya su patria poniéndola en manos de los griegos, que la destruyeron.

Sabida esta nueva por don García, trató de poner en ejecución la partida que ya estaba apercibiendo para los estados. Y estando con el pie en el estribo llegaron cartas de España de que el príncipe don Felípe, hijo del emperador don Carlos V, de felice memoria se había coronado por rey de las Españas renunciando en él su padre todos sus reinos, por dejarle entablado en el gobierno antes que muriese. Y respecto de esto se hicieron en la ciudad algunos regocijos; y entre ellos uno a que salieron ciertos caballeros armados, a la cual fiesta salió don García, por ser el motivo tan alegre. Y saliendo con él dos caballeros, entre otros el uno llamado don Alonso de Ercilla, y el otro don Juan de Pineda, tuvieron ciertas diferencias sobre quién había de ir en mejor lugar en este acto. Y de palabra en palabra se vino a encender la cólera de suerte que vinieron a poner mano en las espadas, y en consecuencia desto desenvainaron las suyas para meter paz todos los demás de a pie y de a caballo, y andaba la refriega a los ojos del gobernador sin entender él el origen de ella. Y como ha sido cosa tan frecuente en estos reinos haber algunos motines buscando siempre los traidores semejantes coyunturas para descubrirse, alborotáse don García en ver sobre sí tantas espadas recelándose no fuese alguna traición de las que en estos lances se han experimentado en las Indias. Mas como vió que era don Alonso de Ercilla el primero que había puesto mano a la espada, fajó luego con él y dándole en las espaldas un furioso golpe con una maza de armas que tenía en la mano, le postró del caballo abajo y mandó al capitán de la guardia le llevase preso a buen recaudo.Por otra parte, acudió el coronel don Luis de Toledo a echar mano de don Juan de Pineda, el cual se retiró a la iglesia y se metió en ella con el caballo en que iba, aunque le valió poco el no haber apeádose fuera de ella, porque el coronel le sacó por fuerza llevándole a la plaza a ver lo que mandaba el gobernador hacer de su persona. Pero como don García estuviese ya en su casa, le pareció al coronel que sería justo hacer el debido castigo de los dos caballeros cortándoles las cabezas, así por el desacato que tuvieron ante el gobernador como por la presunción y sospecha que él tuvo de que siendo los dos tan amigos no debía ser la pendencia con ánimo de ofenderse, sino alguna maraña y ardid concertado entre ellos para matar a don García. El cual como tuvo nueva de que ya los dos estaban a pique para ser ajusticiados, envió a toda priesa a don Pedro de Portugal que lo impidiese hasta mirarlo más despacio y hacer la información de lo que entre ellos había pasado. Porque aunque la sentencia sea muy justa, no por eso es justificada, y aunque sea muy buena, será muy mal fulminada si se pronuncia precipitadamente donde puede tener lugar la cólera, que con la pasión ciega al entendimiento; de suerte que es circunstancia necesaria para que sea loable, el mirarse con reportación y acuerdo, mayormente cuando el juez averigua causas que tocan a su persona. Y tuvo por tan necesario esto el glorioso San Ambrosio, que por haber el emperador Teodosio pronunciado apresuradamente una sentencia rigurosa, le prohibió por muchos meses el entrar en la iglesia obligándole a penitencia pública, con ser el emperador tan esmerado en cristiandad cuanto se vió por los efectos, pues estuvo tan sujeto al arzobispo, que no discrepó un punto de su mandato. Y así mandó don García hacer información mus despacio, y viendo que de lo que de ella resultaba no se podía presurnir traición de parte de estos caballeros ni otra culpa, más de lo que llanamente parecía de haber sido repentina pasión que entre sí tuvieron, los mandó llevar al reino del Perú ante el marqués, su padre, para que él determinase en este caso lo que pareciese más conveniente. Y aunque el virrey dió a don Alonso de Ercilla provisión para ser uno de los lanzas con mil pesos ensayados de sueldo y le hizo otras mercedes, con todo eso le quedó muy arraigado en el corazón la memoria del aprieto en que se vió en este día, y el golpe que le dió don García le estaba siempre dando golpes en él, de suerte que nunca mostró gusto a sus cosas, como se ve por experiencia en el libro que escribió en octava rima intitulado La Araucana, donde pasa tan de corrido por las hazañas de don García, que apenas se repara en alguna dellas, con haber sido todas de las mas memorables y dignas de larga historia que han hecho famosos capitanes en nuestro siglo, así en salir con victorias de las batallas, edificar ciudades y volver a su estado las asoladas, como en las demás cosas tocantes al gobierno y en particular el apaciguar a los indios y granjearse las voluntades de suerte que en dos años que estuvo en Chile no solamente los dejó en paz y quietud pero tan afectos a él, que lo miraban como a su oráculo y que lo llamaban San García, como hasta hoy le llaman con haberlos hallado cuando entró en el reino tan bravos y encarnizados, cual nunca jamás habían estado. Y así se ha visto por experiencia desde el punto que salió del reino; pues no aguardaron tres días para tornarse a rebelar como de antes, sin haber hasta hoy remedio de restituirlos a la paz de los españoles y aunque se han intentado muchos para ello, a ninguno jamás han salido, sino a uno sólo: y es que vuelva don García al reino, a cuyos pies vendrán cruzadas las manos. Y así, después que don García ha entrado por victoria en el Perú sin llegar a Chile, se han ido allanando los indios de este reino solamente por entender que le tienen cerca, y que es gobernador de esta tierra, aunque no ha llegado a ella él mesmo en persona.

Acabadas las fiestas de la coronación del nuevo rey, se partió don García de la Imperial al principio del mes de octubre de 1558 llevando consigo la más gente española que halló a mano, con la cual llegó a la ciudad de Cañete donde estuvo algunos días dando asiento a las cocas necesarias al buen progreso de la tierra y en particular de la quietud de los indios tucapelinos. Y pareciéndole que para asegurar más los estados de Tucapel y Arauco sería de grande importancia reedificar la casa fuerte de Arauco que el capitán Valdivia había fabricado y estaba arrasada por tierra desde que comenzó la rebelión general de los estados, determinó de ir él mismo en persona a poner esto en ejecución para que se hiciese con más firmeza y diligencia. Vino luego esta determinación a noticia de los indios, los cuales, entendiendo que era tenerlos a raya el fundar tantas fortalezas y alojamientos españoles dentro de sus tierras, salieron luego a la demanda juntándose catorce mil de ellos a impedir el paso a don García en un lugar llamado Quiapeo por ser paso áspero y estrecho, donde por más seguridad suya edificaron un fuerte con la mayor diligencia y traza que pudieron. Apenas habían comenzado a poner manos a la labor, cuando ya estaba don García informado de ello, el cual tuvo esto por estímulo para apresurar el paso llevando doscientos españoles muy bien aderezados, entre los cuales eran ciento arcabuceros y los demás de lanza y adarga y otros géneros de armas de las que usan los españoles. Cuando esta gente llegó a vista del fuerte. ya los indios estaban encastillados con las armas en la mano para resistir con todas sus fuerzas con determinación de perder la vida antes que rendirse. El gobernador asentó luego sus reales media legua del fuerte delante de una densísima montaña en la cual hay una gran ciénaga por donde no es posible pasar hombre. Y habiendo salido él mismo a reconocer el sitio dispuso el orden del ejército con el mejor modo que fué posible, dividiéndolo en dos escuadras, poniendo por caudillo de la una al capitán Gonzalo Hernández Buenos Años y tomando el mesmo don García la otra para acometer con ella. Demás de lo cual puso algunos soldados en frontera de la fortaleza donde estaba asentada la artillería para que mientras ella se jugaba acudiesen los dos escuadrones por los dos lados de la fortaleza. Llegado el día de Santa Lucía se tocó al arma buen rato de la noche que era harto oscura, y se echaron dentro del fuerte gran suma de bombas de fuego y alcancías arrojadas desde afuera antes de acometer los soldados, que para ello estaban prevenidos. A esto respondieron los indios con gran estruendo de alaridos, trompetas y tambores mostrando más ánimo del que tenían aunque muchos de ellos se huyeron aquella noche sin atreverse a esperar más embates. Luego mandó el gobernador hacer puentes de varas de avellano para pasar un barranco que estaba delante del fuerte, las cuales se hicieron con tanta diligencia y secreto que al cuarto del alba estaban ya puestas en sus lugares. Hecho esto se comenzó a jugar la artillería con muy poco daño de los enemigos por ser muy alta su palizada y las piezas tan pequeñas que apenas había alguna que pasase de diez quintales. Puso esto avilantez a los indios para salir a campo raso, acometiendo algunas mangas dellos con flechas y gorguces hacia la parte donde estaba don García con solos veinte hombres de a caballo, por haber dejado la demás gente en guarda de los reales y artilleria, ultra de la que estaba en el escuadrón de esotro cuerno en compañía de Gonzalo Hernández. Y comenzando a trabarse la escaramuza fué tanto lo que se encolerizó don García, que estando ciego del coraje se arrojó tras los indios yendo en su seguimiento sin mirar por dónde caminaba, de suerte que se metió con el caballo por aquel áspero barranco que aun a pie se pasaba dificultosamente, y sin temor de un peligro tan evidente, se abalanzó tras los indios dentro de la fortaleza entrando por un estrecho portillo por donde ellos se metieron, en cuya entrada se le quebró la lanza hallándose solo y casi sin armas dentro del fuerte de los bárbaros en medio de todos ellos. No sé si se le pueda apropiar a este hecho el nombre de temeridad o el de valentía, si no es que queramos intitularlo con ambos nombres. Porque si no es el atrevimiento de Bellorafón, que se arrojó a caminar por el aire con el caballo Pegaso, y el de Jason y Tifis, que intentaron caminar por la mar de pie enjuto, no sé yo qué hecho pudiera ser más precipitado que este de don García, mayormente estando con tan pocos soldados y sin advertir si le seguía alguno de ellos. Y, en efecto, de verdad estuvo gran rato solo en medio de los contrarios peleando con sólo su espada sin haber hombre a su lado que le ayudase. Verdad es que todos sus soldados se arrojaron tras él, mas hallaron cerrado el portillo y así estaban acometiéndole por todas partes para entrar a dar socorro a don García. Y plugo al Señor darles santa industria y esfuerzo que entraron con brevedad a socorrerle, lo cual hicieron todos valerosamente. Y en particular un soldado genovés llamado Andrea, que arrojándose a entrar por la palizada, se quedó encajado entre dos palos sin poder ir atrás ni adelante, y con la rabia de verse en tal agonía meneaba la espada con tanta furia que peleaba mejor que los que andaban muy sueltos, hasta que llegaron a sacarle de aquel estrecho. Y corno estaba tan metido en coraje de haberse visto en tal aprieto, entró como león desatado por la fortaleza adelante dando en los indios sin perder lance hasta llegar a ponerse al lado de don García. No se puede explicar la gran refriega y alboroto que hubo en este trance, porque como el lugar era estrecho sin tener los soldados de ambos campos en qué esparcirse, estaban tan apiñados que a cualquier parte que se revolvía cualquiera de ellos hallaba a la mano a quien dar y quien le diera. Y lo que más admiraba en este caso era ver dos cosas tan contrarias en don García, como son la ceguedad de cólera y la reportación y advertencia en todo, porque así mandaba y acudía a prevenir las cosas sin cesar un punto de pelear, como si en cada cosa de por sí tuviera empleada enteramente su persona. Y aunque todas estas cosas parecen grandes, con todo eso lo fué tanto más el suceso en que pararon, que casi parecerá increíble. Porque llegó a tal extremo la fuerza y brío de los españoles, que echaron de la palizada a los contrarios que pasaban de doce mil, con ser ellos tan pocos, como está dicho. Y no contentos con esto fueron en seguimiento suyo por lugares asperísimos y casi impertransibles, por los cuales se iban los indios metendo de propósito teniendo por cierto que no podrían ir caballos por donde ellos iban. Pero con todo eso no dejaban los nuestros de ir tras ellos, así los que estaban con don García como los demás que habían quedado fuera en las demás escuadras, que eran la de Gonzalo Hernández, y la que estaba en guarda de las piezas.

Halláse en esta batalla don Miguel de Velasco, don Simón Pereira, don Felipe de Mendoza, don Francisco Manrique, don Martín de Guzmán, don Pedro de Godoy, Gabriel Gutiérrez, Francisco Peña, Alonso de Miranda, Pedro de Aranda Valdivia y otros valerosos soldados de tanto esfuerzo y ánimo, cuanto predica el hecho de este día. Y del bando de los indios se hallaron muchos capitanes de los más nombrados de este reino, entre los cuales estaban Talcahuano, Tomé, Orompello, Ongolmo, Licura, Leocotán, Talcomara, Ancotaro, Mollalermo, Picoldo, Lipomandi, Rengo y Anauillo. De todos estos y otros de mucha fama salieron muchos heridos, y quedaron algunos muertos con gran multitud de soldados de su ejército, con no haber perdido la vida alguno de los nuestros, que fué cosa de grande espanto en todo el reino. No fueron pocos los despojos que se hallaron en el fuerte, así de las vituallas que eran en gran suma, como de las armas de todos géneros usadas entre los indios y aun algunos arcabuces que habían tomado en las victorias pasadas y mucha munición que habían rescatado a los indios yanaconas, aunque esto les aprovechaba poco por no saber usar de los arcabuces, porque al tiempo que van a ponerles fuego no tienen ánimo para tener el ojo firme en la mira, y así es lo ordinario asestar el arcabuz hacia bajo con particular providencia divina, pues a saber aprovecharse deste instrumento no hubiera hoy cristiano en todo Chile. Halláronse también cinco piezas de bronce que habían los indios ganado al mariscal Villagrán en el desbarate de la cuesta de Alaraquete, que no fué cosa de poca estima en este reino, pues lo fuera en cualquier otro donde hay más aparejo para hacerse. Y aunque de lo que resulta de las victorias de don García referidas, lleva la historia consigo más puntual ponderación que los comentos pudieran atribuirle, con todo eso me parece haber sido ésta tan insigne que cualesquier alabanzas que en este lance se acumulasen no deberían tenerse por exageraciones, pues cuanto más quisiésemos subirlas de punto no habríamos llegado a ponerlas en el que ellas están de suyo, ni sería exceder de los límites de la moderación el contar a este caballero en el número de aquellos famosísimos vencedores que cuentan las historias antiguas, como Ciro, triunfador de los persas y babilonios, y Darío, hijo de Histaspis, que venció a los Yonas en batalla naval, y Arsaces, que con gran ejército de scitas venció a los partos y al rey Seleuco de Siria y, finalmente, a los hircanos, y Cleómenes, capitán de los lacedemonios, que rindió al adalid de los aqueos, llamado Arato, y a los de la inexpugnable ciudad de Argos. y el famosísimo Demetrio Poliorete, hijo de Antígono, rey de Macedonia, que alcanzó victoria de los babilonios y chipriotas, y Epaminondas, príncipe de los tebanos, que alcanzó ilustres victorias de los lacedemonios en diversos encuentros. Porque si lo que hizo a todos éstos ser famosísimos fué el haber conseguido triunfos sobre ellos con opulentos ejércitos, ¿cuánta mayor gloria será haber vencido tan ilustremente y con tan extraordin arias circunstancias tan gran número de enemigos, teniendo tan pocos hombres de su bando? Y sí eternizó tanto su nombre el espartano Leónidas por haber acometido al opulentísimo ejército de Jerjes con sólo cuatro mil soldados, saliendo finalmente victorioso, no sé yo en qué predicamento se podrá poner el nombre de don García, que se abalanzó con sólo veinte entre tan excesivas huestes de bárbaros araucanos. Mayormente habiendo hecho él una hazaña tan aventajada a la de Leónidas, como fué entrarse no solamente el delantero, pero sólo, sin mirar quién le seguía, el cual hecho o caso semejante fué tan eficaz para ennoblecer en el mundo la fama de Arquidamo, príncipe de los lacedemonios, que solamente por haber saltado el primero de todos sus soldados en la galera del contrario, en la batalla naval que tuvo con Pilón, sin haber perdido el escudo ni recibido herida, se celebró tanto su nombre que está hoy tan fresca la fama de este hecho como si ayer hubiera sucedido. Por lo que se puede muy lícitamente inscribir don García en el número de aquellos famosísimos triunfadores: Lucio Atilio Calatino, que triunfó de los sardos; Libio Salinator, de los ilirios; Marco Atilio, de los salentinos; Paulo Emilio, el menor, de los ligurios; Mecenio Agrippa, de los sabinos; Marco Antonio, de los armenios;Marco Aquilio, cónsul, del rey Aristónico; Marco Curio, de los samnitas y otros semejantes que refieren las historias antiguas. Y, en consecuencia de esto, se le debería dar a este tan excelente caballero un y aun muchas de las coronas con que la república romana y algunas otras honraban a los vencedores. y en particular la corona que llamaban castrense, la cual se daba al soldado que entraba primero que los demás en los reales de los enemigos. Y por el consejo se le debía dar la corona llamada mural que se ponía al primero que escalase el muro o entrase por fuerza de armas en el alcázar de los contrarios. Mas ya que nuestros siglos no son de aquellos en que estaba en uso este género de premios para los triunfadores, se debe siquiera procurar que no estén escondidas en la oscuridad del silencio hazañas tan memorables y dignas de ponerse en historia. Ni es razon que consintamos que los indios sean tan arrinconados en todo que aun las cosas que tienen para salir en público en todo el mundo y ponerse delante de la provincia o reino más felice, las dejemos por sólo descuido estar debajo de la tierra, y más resultando esto en honor de los españoles, que por gran negocio y nobleza de nuestra prosapia traemos en la boca a cada paso al Cid y a Bernardo del Carpio, de los cuales no sabemos haber hecho con la espada en la mano lo que en este trance hizo don García. Y lo que más es de alabar en este caballero, fué el haber hallado tan en la manga la benignidad y clemencia que al tiempo de su mayor coraje, aun no se había bien dado fin a la batalla, cuando usó della mandando quitar de los palos ciertos indios, de los cuales estaba haciendo justicia el maese de campo Alonso de Reinoso por haber sido autores desa sedición y alboroto. Y en particular usó de esta su piedad acostumbrada con un indio llamado Peteguelen, de edad de veinticuatro años, de muy linda disposición y gallardía, hijo de Cayo Mangue, cacique del valle de Arauco, el cual estando con la soga a la garganta, como vió pasar al gobernador se asió de un estribo de su caballo sin haber traza de dejarlo hasta llegar al sitio de la casa fuerte, donde le sirvió de lo que se dirá en el capítulo siguiente.




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Capítulo XII


De la reedificación de la casa fuerte de Arauco hecha por don García, donde le intentaron matar a traición los indios. Y de una batalla que hubo entre dos caciques por causa de una mujer


Lo primero que don García hizo habíendo conseguido este felice victoria, fué dar gracias a Nuestro Señor por tan excelente beneficio recibido de su mano, procurando que todos los suyos hiciesen esto con la mayor solemnidad y devoción que fué posible. Así lo acostumbraron en semejantes ocasiones los santos macabeos y en particular cuando se vieron libres de las manos de Demetrio y Jasón, que así como habían acudido a Dios en la tribulación para que los socorriese, así también cuando se vieron favorecidos de su majestad tuvieron cuidado de darle las gracias diciendo que pues habían tenido diligencia en acudir a Dios en el tiempo de la necesidad ofreciéndole sacrificios, también era razón no descuidarse en hacerle las debidas gracias por haberlos librado de tan evidente peligro. Y lo contrario es cosa muy vituperable y aun vituperada en la divina escritura, como se escribe en el libro de Ester, donde se pondera mucho la fealdad de la ingratitud, mayormente de aquellos que, olvidados de los beneficios, ofenden al autor dellos, y así dice expresamente estas palabras: por no ser dignos ni capaces de tanta gloria, se vuelven contra aquel que la puso en sus manos. Y no se contentan con dejar de darle gracias por los beneficios, quebrantando los derechos entre los hombres, mas también se persuaden a que se escaparan de la sentencia de Dios, que ve todas las cosas. Por lo cual los hombres circunspectos y bien mirados no solamente tienen advertencia de dar gracias a Dios por sus misericordias, pero también las dan a los hombres de quienes han recibido algún beneficio, y aun a los que han hecho cosas que resultan en provecho suyo. Tanto que oyendo decir Thou, rey de Emath, que David había ganado por las fuerzas de armas a Siria de Damasco destruyendo a Darecer, envió a su hijo Jorán a que le diese las gracias de su parte, con haber hecho David su negocio solamente porque redundaba en utilidad del mesmo Thou. Y llegó el negocio a tanto que aun por las buenas obras que uno hace a su mesma patria suelen los amigos della rendirle las gracias, como lo hicieron los romanos recibiendo a Clominio, embajador de Jerusalén, con la buena nueva de la victoria que Simón Macabeo había ganado para aquella insigne ciudad, por lo cual se sintieron ellos obligados a Simón como si hubiera arriesgado su persona por el mesmo pueblo romano diciendo entre sí mesmos estas palabras: «¿Qué acción de gracias será bastante de nuestra parte para Simón y sus hijos, pues ha restituido a sus hermanos y destruido a sus enemigos?»

Hecho esto llegó el gobernador al valle de Arauco, donde alojándose en el sitio donde había estado la casa fuerte, trató muy despacio con el indio Peteguelen, el cual iba con él asido de su estribo, que enviase mensajeros a su padre y a los demás señores de los estados para que acabasen ya de allanarse reconocíendo las ventajas de parte de los españoles, pues ninguna vez habían entrado con ellos en juego que no volviesen con las manos en la cabeza, con ser los bandos tan desiguales como ellos mesmos veían por sus ojos. Y que debían de juzgar ser terneridad de bárbaros el querer resistir más a gente por quien peleaba Dios, favoreciéndoles tan manifiestamente por ser cristianos que profesaban y guardaban su santa ley a la cual estaba obligado todo el mundo. Ultra de que con esto se acabarían sus inquietudes y trabajos y vivirían muy a gusto con los cristianos por ser hombres de razón, políticos y de buenos respectos. Y que él en particular se ofrecía a tenerles por hijos favoreciéndolos y regalándolos sin permitir que persona alguna les hiciese agravio. Y sobre todo esto que mirasen les iba en ello la salvación, la cual se alcanza viviendo cristianamente y no como ellos en su gentilidad y ritos antiguos en que los tenía instruídos el enemigo del linaje humano para llevarlos al fuego del infierno eternamente. Fueron tan eficaces estas y otras persuasiones de don García para convencer a los indios, que casi todos los circunvecinos a los estados acudieron pacíficamente a sujetársele, y primeramente Cayo Mangue, padre de Peteguelen, y tras él el cacique Colocolo, Longonabal, Petumilla, Carilemo y otros capitanes de mucha estima con todos sus vasallos y secuaces. Todos los cuales se allanaron con verdad y sin fingimiento, quedando la tierra con casi total seguridad, de suerte que se caminaba de una ciudad a otra sin algún riesgo o muy extraordinario. Y viendo don García el felice estado en que se iban entablando las cosas del reino, edificó la fortaleza poniéndola por presidio de los estados, la cual fabricó con gran firmeza aprovechándose de la mucha gente que tenía a mano de la que había venido de paz para servirle. Y así la fortificó con altas murallas y le dió dentro suficiente aposento para muchos soldados y grandes caballerizas para sus caballos. Y porque en todo estuviese cómoda y sin inconvenientes, mandó cubrir los techos de teja y hacer pozos de agua muy profundos y bien labrados y tomó esto tan de propósito que no quiso salir de allí en mucho tiempo hasta dejar la tierra segura de todo punto. Para lo cual enviaba a menudo corredores del campo que limpiasen la tierra de enemigos si acaso quedaban algunos y les talasen sementeras y haciendas para que, compelidos de la necesidad, viniesen a sujetarse.

No fueron pocos los trabajos que don García padeció en este tiempo, porque demás de no comer otro pan sino de cebada, teniendo los demás regalos a este tono, le apegaba mucho la máquina del gobierno cargada en hombros de persona tan tierna en la edad, habiendo de contentar hijos de tantas madres y averiguarse con todos conservando su autoridad sin faltar en mostrarles buen semblante, y sucedióle un día que salió de la fortaleza a pasearse con cincuenta de a caballo, que llegó un indio de los rebelados y mostrándose en su presencia le pidió la mano para besársela y cogiéndola de repente le metió en ella con gran disimulación un grano de oro que pesaba más de veinte pesos. Entendió luego él que aquel indio venía con alguna demanda, pues hablaba con obras de antemano. Y así fué, como lo suele ser comúnmente, porque explicando el indio su petición dijo que ciertos corredores de la ciudad de Cañete le habían llevado a su mujer con un hijo, por locual estaba muy afligido y no sabía otro remedio sino acudir a su señoría por la pública fama que de su benignidad volaba por la tierra. Respondióle el gobernador que ya su dureza dellos era tan inflexible y demasiada que cerraba las puertas a la clemencia, mayormente porque jamás cogían españoles a las manos que no les despedazasen viendo que los españoles perdonan cada día a muchos de los que cogen con el hurto en las manos. Mas con todo esto quería concederle lo que demandaba para que echase de ver la diferencia que había de la nobleza de los cristianos a su dureza y villanía. Y juntamente le volvió su grano de oro para que entendiese que no lo hacía por codicia sino por hacer como quien era. Habiéndole despachado con gran contento, ponderó el gobernador delante de los suyos cuánta verdad sea lo que comúnmente se dice que todo el mundo es uno, pues había tomado aquel bárbaro por medio para negociar a gusto el cohecharle con dinero, siendo este el medio más eficaz que suele hallarse para todos los negocios y no menos en los de guerra que en otros de cualquier género. Y así cuando la codicia se había arraigado más en los pechos de los romanos, le pareció a Jugurta que tenía llano el camino para salir con la suya a fuerza de dineros y así cuando salió de la ciudad para poner en ejecución sus intentos, que eran de rebelarse, volvió la cabeza hacia ella y se la puso a mirar diciendo: «Ciudad vendible, poca dificultad tenemos en efectuar nuestro negocio.» Lo cual se experimentó después trayendo él su ejército por Numidia, que siendo enviados diversas veces algunos cónsules por emperadores del ejército romano, no salían con cosa que el senado pretendiese porque luego entraba el dinero de por medio con el cual cerraba los ojos y tapaba las bocas Jugurta a los cónsules, y así se hacía todo noche.

En este tiempo sucedió que, reparando algunos indios rebelados en que por fuerza de armas iba su negocio perdido, acordaron de guiarlo por otra vía intentando matar a don García a traición. Habiendo elegido para efectuarlo la persona que parecía más sagaz y astuta, lo quisieron poner en práctica desta suerte: que el indio electo llamado Mecial, que era muy valiente y animoso, llevase al gobernador un presente de fruta para que al tiempo de recibirla cerrase con él y le matase. Y para esto le ofrecieron gran suma de oro en recompensa y premio de tal hazaña. Mas como Nuestro Señor guardaba a don García con particular providencia, movió el corazón del cacique Colocolo a que enviase un hijo suyo a dar aviso a don García de la traición que contra él se tramaba secretamente. Agradeció mucho don García este aviso remunerándole como noble caballero, y poniendo resguardo a la maraña, previno algunos soldados que estuviesen a punto para coger a manos al traidor al tiempo que él quisiese poner las suyas en su persona. Y llegando el indio con su canastilla de fruta a coyuntura que el gobernador se levantaba de dormir la siesta, le echaron los soldados mano y le hallaron un puñal escondido para matarle como él luego confesó, descubriendo todos los autores de la traición interrumpida, en lo cual se manifestó la astucia y sagacidad de los indios, que intentaron usar de la traza con que entregó Judas al Salvador dándole beso de paz al tiempo que le ponía en manos de sus enemigos, donde se descubre claramente lo que ha poco dijimos acerca de la fuerza que tiene el oro para mudar los corazones haciéndolos acometer maldades y, traiciones no sólo contra los extraños, pero también contra los suyos. Bien claro se vió esto mesmo cuando Mirtilo, coligado de Pelope, entregó a Hippodamia, hija de Oenomas. Y con la misma codicia mató Polimnester, rey de Tracia, a Polidoro, y, finalmente, alude a esto la traición de Aníbal. hijo de Asdrúbal, que mató a Cornelio cónsul con achaque de tratar con él los medios de paz entre los cartagineses y romanos. Habiendo don Garcia sacado en limpio la mala intención de los indios, mandó traer ante sí a los más principales de ellos y les habló con razones graves y prudentes intimándoles mucho la dureza de sus corazones y cortedad de sus entendimientos. Y sobre todo les dió a entender cuán favorecidos y amparados de Dios son los cristianos, pues en cosa que ellos trataban tan ocultamente, no quiso Su Majestad que se encubriese tan pernicioso fraude por guardar sin lesión al que era cabeza de su pueblo, para que acabasen ya de conocer que el pensar de prevalecer contra los cristianos era quimera indigna de hombres de entendimiento. Y con esto los despidió perdonándolos a todos y entre ellos al indio Metical, que venía por, ejecutor de la traición ordenada entre ellos.

En este tiempo era capitán de Cañete de la Frontera Gonzalo Hernández Buenos Años, el cual tuvo noticia de dos grandes escuadrones que venían de diversas comarcas a juntarse en un lugar, y entendiendo que era su intento coadunarse para dar sobre la ciudad como era costumbre, se alborotó en gran manera y salió luego con ochenta hombres a ponerse en defensa della. Mas como entre los indios fuese manifiesto el motivo de aquella gente armada, acudieron muchos dellos a sosegar al capitán informándole de que aquellas escuadras eran de capitanes encontrados entre sí por haber el cacique Marcomán hurtándole su mujer al cacique Aynaval, y a esta causa salía el ofendido con mano armada a vengarse del adúltero y él defenderse del agresor con toda la gente de su distrito. Y estándole certificando desto los indios yanaconas, llegaron mensajeros de los capitanes desafiados cada uno por diverso rumbo a rogarle que no saliese de su casa, pues era negocio que a ellos solos incumbía el mirar por su honor y volver por sus personas. A esto respondió Gonzalo Hernández que viniesen luego ante él los capitanes a representarle sus quejas, donde no que iría sobre ellos a destruirlos. Parecióle ésa buena coyuntura al agraviado para alcanzar justicia, y así obedeció acudiendo sin réplica, y lo mesmo hizo el cacique Marimán creyendo que libraría mejor poniendo su negocio en manos de juez que no era parte en el negocico que el avenirse con quien tan justamente se tenía por injuriado. Y viniendo los dos a la presencia del capitán Gonzalo Hernández, fueron reprendidos de él asperamente por haber intentado averiguar la causa por sus mismas personas sin hacer caso del juez a quien competía desagraviar y hacer justicia desapasionadamente. Y hecha información sobre el caso, mandó traer a la india, llamada Crea, que era muy blanca y hermosa de las que andan entre holandas, y en presencia de todos la entregó a su marido Aynaval con intento de proceder en la causa contra el robador Marimán, el cual dió por excusa solamente la flaqueza de la carne inclinada al mal. Y juntamente suplicó al capitán que le adjudicase la india, pues Aynaval tenía tantas mujeres que no le podría ésta hacer falta alguna. Y para esto ofreció gran parte de su hácienda al indio agraviado rogándole que le vendiese a Crea, pues era de tan poco crédito para con él. A lo cual respondió Aynaval que no lo creyese ni esperase tal cosa en los días de su vida aunque le diese el oro de todo el reino. Y como el capitán Gonzalo Hernández puso la india en manos de su marido, las ensangrentó él luego en ella cortándole la cabeza en presencia de todos con tal presteza que cuando acudiesen a quitársela estaba ya la cabeza quitada de los hombros. Y no es nuevo en el mundo haber disensiones y batallas por mujeres; que la prolongada guerra de la famosísima Troya y la total destrucción de ella, no tuvo otro origen sino una mujer, que fué Elena, la cual sacó París troyano de casa de su marido Menelao. Y la guerra entre Pelope y Oenomas sucedió por haber negado él, Oenomas, a su hija Hippodamia al rey Pelope, que se la pedía en casamiento. Dejo aparte la historia infalible que refiere la muerte y estrago de Sansón y los filisteos, originada de la hermosura de Dalila. Esta fué la causa de la sangrienta guerra entre Piritoo y los Centauros, que hurtaron mañosamente a Hippodamia, hija de Atracio y mujer de Piritoo. Y también refiere Volaterráneo haber sido muerto Arquelao, rey de Macedonia, a manos de un mozo llamado Craliba por no haberle concedido el rey su hija en matrimonio. Y no es menos sabida la guerra que hizo Pericles a los Amios por Aspasia, de quien estaba Pericles aficionado. Pero mucho más notoria es la famosa guerra entre Turno y Eneas por haber pretendido ambos casarse con Lavinia, hija del rey Latino. Y si se ha de dar crédito a algunas de las cosas que cuentan los poetas, fué notable el desafío entre Hércules y Neso por causa de Yanira, por la cual tuvo el mesmo Hércules otra batalla con Arquelao. Y no me quiero detener en referir la guerra entre Tolomeo y Alejandro, rey de Siria, por causa de Cleopatra, hija del mesmo Tolomeo. Ni el incendio que Alejandro puso a Persépolis instigado por Thaidis, su amiga. Ni el alboroto que se levantó por causa de Lucrecia. Ni la destrucción de Antíoco, que al tiempo que traía guerra contra los romanos fué vencido y desbaratado por dejarse llevar del amor y regalos de Calcidene. Ni la muerte de Antonio Commodo, emperador, por mano de Atleta, instigado de Marcia, aficionada más al Atleta que al emperador Antonio. Solamente, quiero hacer memoria del calamitoso suceso que todos saben ocasionado del amor que el rey Rodrigo de los godos tuvo a la hija de Juliano prefecto de Tingitania cayendo con ella en adulterios, por lo cual convocó su padre grandes huestes de moros que le ayudasen a tomar venganza trabándose guerra tan sangrienta que murieron sesenta mil de ambas partes. A esto alude la historia de la guerra que Luchino, conde de una parte de Italia, hizo a Ugolino Gonzaga por haber cometido adulterio con su mujer, Isabel, según cuenta Volaterráneo. Y aun el santo Gandulfo mártir fué entregado a los enemigos por haber reprehendido a su mujer, a quien cogió en adulterio, poniéndole ella en manos del adúltero que lo matase. Y no puede dejar de ponderarse el demasiado celo que hubo en el corazón de un bárbaro como éste, al cual aun no llegó aquel celo de Fano, que se dice haber sido muy estrecho a causa de haber puesto todas las puertas de su casa enquiciadas y engoznadas de suerte que al abrir y cerrar hiciesen ruido, rechinando y crugiendo en los quicios, para sentir desde lejos el ruido y atalayar a la persona que entraba o salía de su casa solamente por ciertas sospechas que tenía de su mujer no muy mal fundadas, pues ella estaba tan adelante en su maleficio que para remediar esto abrió un portillo en el tejado, del cual sabían todos si no era el marido, que estaba muy seguro en nunca oír el rechinar de las puertas. Y apenas se sabe de hombre cuyo celo haya llegado a tanto encendimiento que se atreviese a un hecho como el que acometió este bárbaro delante de una persona de tanto respeto como era el capitán de la ciudad y otros muchos españoles y naturales de la tierra, si no es alguna mujer por ventura cuyo celo suele ser incomparable al de los hombres en furor y saña, como se cuenta de Dirse que puso en los cuernos de un toro clavada en ellos a una mujer llamada Antiope teniendo sos. pecha que andaba en malos pasos con su marido Lico. Y finalmente Elena fué ahorcada en un árbol por mandato de Poliza, mujer de Hipolemo, que tuvo celos de ella, siendo llevada a la isla de Rodas.

No me quiero detener en ponderar el sentimiento que tuvo el gobernador de que Gonzalo Hernández hubiese estado tan remiso en castigar al indio Aynaval dejándole ir con su gente como se vino. De lo cual resultó tornarse a encontrar los dos escuadrones y darse de las hastas de suerte que murió no poca gente de ambas partes, lo cual se evitara con haber cortado sólo una cabeza o a lo menos detenido alguno de los dos contrarios hasta que se hubiese la cólera asentado.




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Capítulo XIII


Del descubrimiento de minas de oro de la Madre de Dios y la fundación de la Ciudad de Mendoza y partida de don García para España


Habiendo estado el gobernador nueve meses en la casa fuerte de Arauco, no queriendo desampararla por tener a los indios más a raya y conservarlos en la paz en que había intervenido, tuvo nueva de que Francisco de Villagrán estaba nombrado por gobernador de este reino con provisiones de su majestad que tenía en su poder. Y aunque había ya don García oído algo de esto, como está dicho, pero en esta coyuntura se enteró en ello por cartas de su padre, en las cuales le mandaba que se embarcase luego para el Perú donde él estaba gobernando. Y en cumplimiento de esto se partió luego, habiendo padecido muchos trabajos en estos nueve meses, mostrando en todos ellos sereno ánimo y alegre semblante por esforzar a los suyos, sacándolos cada día a festejarse en juegos de cañas y otros ejercicios semejantes holgándose mucho con los que eran señalados hombres de a caballo, y en particular con el capitán Hernando de Aranda Valdivia, por ser extremado en este ejercicio y de mucha nobleza en su trato y costumbres. Luego que llegó a la ciudad de la Concepción, no quiso pasar sin dejar hecho algo bueno y así dió principio a una iglesia catedral juntando veinte mil pesos de oro de limosna con lo cual la dejó comenzada y es hoy el mejor templo que hay en este reino. Y para dejarlo todo puesto en orden mandó llamar al general Rodrigo de Quiroga, que estaba en la ciudad de Santiago, y le nombró por gobernador en el ínterin que Villagrán llegaba, y con esto se partió a la, ciudad de Santiago para proseguir el viaje comenzado. Y como los indios vieron que se iba alejando con ánimo de salir del reino, comenzaron luego a malear volviéndose a la inquietud pasada, haciendo siempre de las suyas. Por lo cual fué forzado don Pedro de Avendaño, que era el capitán de la ciudad de Cañete, a correr el campo y dar tras los indios según su costumbre apurándolos hasta meterlos en los rincones más ocultos sin dejarles alzar cabeza ni lugar seguro. Porque demás de ser valiente y animoso, era tan gran trabajador que no cesaba de noche ni de día de andar en batallas, y era para él dar trasnochadas como si saliese a pasear por dilatación del ánimo. Estando este caballero un día en la provincia de Puren, de la cual era encomendero, teniendo consigo solos cuatro españoles, le embistieron de repente los mesmos indios que le estaban sirviendo y le mataron con otros dos españoles de los que con él estaban, escapándose los otros dos mientras los demás andaban a la mesapela. Túvose ésta por muy grande pérdida por ser este caballero de grande importancia para la guerra y muy afable, liberal y comedido, y así lo sintieron todos íntimamente y mucho más el general Quiroga, que era su suegro y lo tenía sobre sus ojos.

Por otra parte, andaban afligidos otros muchos indios araucanos por ver que se alejaba don García, y así se determinaron dos caciques de Arauco y Tucapel de irse tras él a la ciudad de Santiago, que está más de sesenta leguas de sus casas, a quejarse de que los dejaba sabiendo cuánto ellos le amaban y todos los demás de aquellas provincias. Y demás de eso le representaron el temor y angustia en que estaban por haber entendido que Francisco de Villagrán había de sucederle en el oficio, el cual tomaría venganza dellos por haberle vencido y desbaratado dos veces con tanta destrucción y pérdida de su gente y menoscabo de su presunción en cosas de guerra. Admiróse don García de que hubiese tanta lealtad en corazones de indios que les hubiese sacado de sus casas haciéndoles caminar tantas leguas; y agradeciéndoles mucho el amor que le mostraban, los apaciguó y procuró quitarles el temor que tenían certificándoles del intento de Villagrán que era favorecerles en todo y gozar de la paz en que el reino estaba sin acordarse de las injurias pasadas mientras ellos no diesen nueva ocasión con que irritarle. Y con eso los despidió dándoles muy buenos vestidos para ellos y sus criados y muchos regalos para su camino, pues se habían puesto en él por su respeto.

En este tiempo se descubrieron unas minas de oro en un río que llamaron de la Madre de Dios siete leguas de la ciudad de Valdivia, cuya riqueza fué tanta, así por la mucha cantidad como por la fineza, que llegaba a veinte y tres quilates, que acudió mucha gente del reino a ocuparse en su labranza. Dió esto a don García mucho contento viendo que su entrada y salida en Chile había sido con buen pie, y alegrándose de que la gente tuviese con qué salir de su pobreza. Y fué tanta la gravedad de estos principios respecto de haber indios de paz que labrasen las minas, que envió la ciudad de Valdivia a ofrecer a don García buena cantidad de oro para los gastos del viaje. Mas como él estaba tan desinteresado de todo esto que aun lo que le había quedado de lo que sacó del Perú lo fué repartiendo entre personas necesitadas, dejando el resto en la ciudad de la Concepción por ir más ligero, respondió que les agradecía mucho la voluntad y oferta que le hacían y se alegraba mucho de que en su tiempo se hubiese descubierto tal tesoro para remediar sus necesidades.

Estando ya don García de Mendoza para partirse, llegó nueva de que el marqués, su padre, virrey del Perú, había fallecido muriendo a la manera que había vivido, dejando a estos reinos grandes prendas de su salvación por la mucha cristiandad notoria a todos particularmente en limosnas y obras pías en que fué muy señalado. Y habiendo en la ciudad universal sentimiento por la noticia que del tenían y por los indicios que se veían en su hijo, se juntaron dos causas de dolor para todos: la una, la partida del marqués al otro mundo, y la otra, la de, su hijo a otro reino. Y aunque don García tuvo el sentimiento y dolor concerniente a la obligación filial a tan buen padre, de quien había sido amado con más muestras de afición que a esotros hijos, con todo eso no se entibió entre el luto, lágrimas y exequias de emplearse en las obras que siempre acostumbraba. Y así quiso por fin de su viaje fundar una nueva ciudad para que con ésta fuesen siete las pobladas por su mano. Y para esto puso los ojos en el capitán Pedro del Castillo, natural de Villalva del rey en la Rioja, encargándole este asunto como persona de quien tenía satisfacción por muchas experiencias en que se había mostrado. Y dándole la instrucción del lugar, traza y circunstancias del pueblo que había de edificarse, lo despachó con alguna gente enviándolo a esotra parte de la cordillera, donde quería que la ciudad se fabricase. Partió este capitán de la ciudad de Santiago con intento de poner en ejecución puntualmente lo que el gobernador le mandaba. Y llegando a la provincia de los Guarpes, fué recibido del cacique Ocoyunta y otro llamado Allalme con algunas que ocurrieron de aquellos valles, cuyos nombres eran Gueimare, Anato, Tabaleste y otros, obedecidos de todos los indios del contorno. Todos éstos son indios de pocos bríos y consiguientemente muy quitados de cosas de guerra, y así recibieron a los españoles sin resistencia permitiéndoles no solamente hacer asiento y edificar pueblos a su gusto, sino también se dejaron sujetar dellos, así en el servicio personal como en los tributos, que desde luego les impusieron. Viendo el capitán Castillo esta comodidad tan apacible, buscó el sitio más oportuno para fundar la ciudad según le era mandado, y habiéndolo considerado atentamente la edificó en la provincia de Cuyo en un valle llamado Guentota, por ser lugar fértil y bastecido, no menos sano en sus aires que apacible en su contorno. Y habiendo comenzado la fábrica de esta ciudad, le puso por nombre la ciudad de Mendoza por respeto de don García de Mendoza, que había reservado este título para echar el sello a las fundaciones de las ciudades que edificó en Chile, queriendo primero cumplir con los dictados de sus padres y abuelos que con su propio renombre, por el cual era conocido. Habiendo salido con esta obra el capitán Pedro del Castillo, nombró luego los vecinos de la ciudad, señalando a cada uno la parcialidad de indios que habían de tributarle, lo cual se ejecutó sin contradicción de parte dellos. Antes están tan sujetos a los españoles, que siendo enviados dellos suelen ir a servir a otras ciudades, como son Santiago y la Serena, que cualquiera dellas está distante de sus tierras más de sesenta leguas, en cuyo camino está interpuesta la grande cordillera nevada. Está esta ciudad de Mendoza en la mesma altura que la de Santiago, que son treinta y tres grados; cógese en su distrito mucho trigo y cebada y gran abundancia de frutas de Castilla trasplantadas en esta tierra. Hay también mucha abundancia de viñas, ganados de todas especies y peces de ríos y lagunas. Y lo que en esta tierra es de más fama entre las cosas de comidas son las granadas, las cuales son muy grandes y sin pepita, lo cual fuere gran falta con otras que no son granadas ni aun merecen tal nombre por estar sin pepita, antes les estuviera muy bien tenerla.

En tanto que el capitán Castillo andaba ocupado en esta obra, puso don García en ejecución su viaje repartiendo entre pobres las pocas alhajas que le quedaban, habiendo dado la mayor parte dellas en la ciudad de la Concepción -como poco ha dijimos-, teniendo por uno de los mayores blasones de sus hazañas el haber entrado con mucho carruaje y salir tan desnudo que por más extremo se embarcó con sólo un vestido de bocacé, que suele servir de aforros y no de materia principal del ropaje, queriendo, por ventura, manifestar en esto que no llevaba cosa metida entre el aforro y lo exterior de la ropa, teniéndose por muy rico en llevar los corazones de todos y la buena fama de un gobernador mozo y viejo, pobre y rico, novel y experimentado, grave y afable, que había estado dos años en el reino y dejaba hechas obras que parecían haberse hecho en ciento,

Resumen de las obras memorables que el gobernador don García Hurtado de Mendoza hizo, en Chile con algunas de las calidades de su persona y origen de su prosapia.

Don García Hurtado de Mendoza fué hijo de don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, y de doña María Manrique, y nieto de Diego Hurtado de Mendoza, marqués del mismo estado y de doña Isabel de Bobadilla; segundo nieto de don Honorato y doña Francisca de Silva; tercero nieto de Juan Hurtado de Mendoza, señor de Cañete, y de doña Inés Manrique; cuarto nieto de Diego Hurtado de Mendoza, señor de Cañete, y de doña Teresa de Guzmán; quinto nieto de Juan Hurtado de Mendoza, alférez mayor y ayo del rey don Enrique tercero, y de doña María de Castilla, hija del conde Tello, hermano del rey don Enrique; sexto nieto de Juan Hurtado de Mendoza, señor de Mendibil; séptimo nieto de Hurtado de Mendoza y de doña María de Mendoza, señores de Mendoza y Mendibil; octavo nieto de Lope Díaz de Mendoza y doña María de Haro y Salcedo; nono nieto de Diego López de Mendoza; décimo nieto de Lope González de Mendoza; undécimo nieto de Gonzalo López de Mendoza; duodécimo nieto de Lope Íñiguez, señor de Lodio; treceno nieto de Íñigo López; catorce nieto de Lope Íñigo; quince nieto de Íñigo López, diez y seis nieto de Lope Sánchez, mayordomo mayor del rey don Sancho el Mayor; diez y siete nieto de García Sánchez, señor de Lodio; diez y ocho nieto de don Sancho, señor de Vizcaya; diez y nueve nieto de Lope, señor de Vizcaya; vigésimo nieto de Íñigo, señor de Vizcaya; vigésimo primo nieto de Íñigo López, señor de Vizcaya; vigésimo segundo nieto de Zuria, señor de Vizcaya, de donde consta ser el linaje de don García por parte de su padre de los de mayor antigüedad que hay en España, pues apenas hay algunos de quien se sepa veintitrés generaciones por los propios nombres de las personas como se sabe de éste. Y vista la genealogía por parte de su madre es poco menor la diuturnidad del tiempo, porque se viene derivando esta sucesión por nombres conocidos. Porque su madre fué doña María Manrique, hija de don García Hernández Manrique, conde d Osorno, y de doña María de Luna y su bisabuelos por parte de madre fueron don Pedro Manrique, conde de Osorno y comendador mayor de Castilla, y doña Teresa de Toledo, y es tercero nieto de don Gabriel Manrique, conde de Osorno y comendador mayor de Castilla, y de doña Aldarza de Vivero; cuarto nieto de don García Hernández Manrique y de doña Isabel de Haro; quinto nieto de don García Hernández Manrique, Adelantado mayor de Castilla, y de doña Teresa de Toledo; sexto nieto de don García Hernández Manrique, señor de Ávia, y de doña Urraca de Leiva; séptimo nieto de don García Hernández Manrique; octavo nieto de don Pedro Manrique y de doña Teresa de Sotomayor; nono nieto de don García Hernández Manrique; décimo nieto de don Hernando Pérez Manrique y de doña Teresa García de Braga; undécimo nieto de don Pedro Manrique el viejo; duodécimo nieto de Aymeric de Narbona, descendiente de los antiguos condes de Barcelona y de los condes de Tolosa.

Era don García de buena estatura, aunque no muy alto, algo metido en carnes cuando yo le conocí, que fué en el reino del Perú en tiempo que le gobernaba y era de más de cuarenta y nueve años; tenía el rostro grande y lleno, blanco y de lindas facciones. Y mirado todo él, así pieza por pieza como todo junto, era hombre de tan ilustre persona y tanta gravedad en su semblante, que cualquiera hombre que le topara, aunque no le conociera, le guardaba el respeto que se le debía. Porque juntaba admirablemente extraordinaria gravedad con alegría y buen semblante, según era menester para su oficio y estado, que era de gobernador, el cual incluye en sí la autoridad de la justicia y la afabilidad de protector y refugio de los suyos. Era hombre loable a maravilla en sus costumbres, porque jamás le vieron jugar viejo ni mozo, ni en esta coyuntura en que tuvo tanta mano en Chile, usó de ella para descomponerse en cosa menos honesta ni injuriosa a las cosas de los moradores; antes se vió en él una perpetua circunspección con que edificaba a todos universalmente. Era muy amigo de no negar a nadie la puerta para negociar con él, porque no le pusiesen la calumnia con que acusaba Absalón a su buen padre David, notándole de hombre retirado que no daba patente puerta y audiencia a los suyos, y procuraba consolarles a todos trazando las cosas de manera que los contentase a todos dando a unos y entreteniendo a otros con suavidad de palabras hasta ofrecerse cosa con que contentarlos. Gustaba mucho de acudir a las cosas pías, como a sermones, fiestas de templos particulares, procesiones generales, edificios de iglesias, hospitales y semejantes obras, a las cuales puso siempre el hombro así en este reino de Chile como en el Perú, siendo virrey en él por espacio de más de seis años. Y era para él día de grandes júbilos aquel en que se consagraba a Dios algún templo de las ciudades que edificaba o cualesquiera otros que fabricaba en otros pueblos, donde con grande exaltación levantaba las manos diciendo las palabras del rey Salomón: «Poned, Señor, los ojos en este tabernáculo, para oír en él con piadoso oído los unísonos cantos, devota oración y humildes ruegos de vuestros siervos, de suerte que estén vuestros ojos abiertos y vuestros oídos atentos a ésta, de la cual dijistes: «Estará mi nombre en ella.» Y a este tono iba prosiguiendo su oración por las mesmas palabras y otras semejantes a las que en el sagrado texto se refieren. Y procuraba que se hiciese la dedicación con gran solemnidad y músicas de voces e instrumentos como se usaban en los tiempos del rey Ezequías, cuando se postraban todos con gran veneración mientras duraba el sacrificio, humillándose el mesmo rey señaladamente, dando ejemplo a los demás con palabras y obras, persuadiéndoles a que alabasen a Dios con las palabras de David y Asaf profeta, en los cuales días eran extraordinarios los júbilos de este rey y todo su pueblo viéndose empleados en cosas de Dios y su divino culto. Y procuraba autorizar mucho con su persona los sermones en estos y otros semejantes días imitando a los príncipes del tiempo de Esdras, que se esmeraban mucho en este punto. Mas lo que sobre todo resplandecía en este príncipe era la caridad y clemencia no sólo en limosnas y benignidad con que se inclinaba siempre a lo menos riguroso, sino muy en particular en lo que toca a no exasperarse ni desabrirse con alguno, de suerte, que jamás se vió en él espíritu de venganza ni hacía caso de las injurias aunque viniesen a sus oídos las palabras descompuestas de algunas personas, que nunca faltan en el mundo por más justificado que sea el que gobierna. Y yo supe de boca de una persona muy grave que trataba con él en particular las cosas de su conciencia, que en toda su vida se fué a dormir noche alguna con rencor o desabrimiento con su prójimo, lo cual mostraba bien su trato y modo de proceder en todas las ocasiones ocurrentes. De manera que ni se alteraba con repentina cólera como otros suelen, ni tampoco guardaba las obras o palabras que eran en su ofensa, mas echándolas por las espaldas no hacía más caso de ellas que si tocaran al gran turco. Y esto no sólo era para con gente vulgar, sino también en muchos lances que se ofrecían entre personas graves, donde tuvo grandes ocasiones para mostrar los dientes y romper con todo muy lícitamente según convenía a su oficio, y con todo eso era tanta su reportación y su sufrimiento, que pasaba por todo disimulando y aun perdiendo algo de su derecho por no venir en rompimiento. Porque tenía por cosa de grande importancia el sufrir algo a los principios, aun en negocios que podía no sufrirlo, en razón de no oponerse en quintas obligándose a salir con la suya con notable baja y detrimento de otro y escándalo de todo el pueblo. Y aun en las cosas que rastreaba, antes que sucediese, que se había de ofrecer ocasión en que hubiese algo desto, prevenía él, ganando por la mano en convidar de su voluntad a lo que aguardando al punto crudo había de ser condescendencia. De lo cual soy yo testigo que hice en esto particular reflexión muchas veces, advirtiendo la grande reportación y prudencia de don García. Y si hubo algo en que murmurasen de él comúnmente, era esto de sufrir demasiado y el no estrellarse y atropellar personas graves en cosas concernientes en su oficio.

Mas viniendo a tratar de su entendimiento y juicio, me parece que atasco en este caso por no saberlo describir, según él era y el concepto que yo tenía dél, con mucho fundamento. Cosa cierta es que en un ingenio, por claro que sea, hay diversas habilidades y talentos, de suerte que unos son agudos y sutiles por cosas delicadas y metafísicas, otros llenos de elocuencia, de la cual procede la que se expresa por la lengua, otros dotados de grande inventiva y discurso, con multiplicidad de conceptos sabrosos y galanos, otros fáciles para dichos salados y graciosos, otros para cosas artificiosas que proceden a las obras exteriores, y otros, finalmente, de grande peso y profundidad para penetrar las cosas prudenciales y dar buen orden y traza en todas ellas sin faltar punto en la prevención y resguardo conveniente; y habiendo de explicar en cuál de estas habilidades y excelencias tenía don García conocido caudal, me hallo tan llenas las manos de todo esto, que casi estoy perplejo viendo que en todo ello tenía eminencia. Porque de lo que es dichos agudos a propósito de cualquier materia, no hay persona de las que le conocieron a quien no le conste cuán corto quedo para haberlo de referir, no teniendo suficiencia para otros semejantes a los suyos. Y en lo que es elocuencia y maravillosa labia era un Demóstenes, hablando siempre con tanta retórica y natural artificio que era superior a todos los que le veían, aunque fuesen muy letrados, como si fueran niños delante de su maestro. No era menos lo que cabía en él acerca del dar juicio en las cosas ocurrentes, y como se hallaba ordinariamente en los acuerdos de los oidores como presidente dellos, estaba a la mira cuando conferían algunos pleitos, y al tiempo de querer resolverse en sus votos para sentenciarlos les decía: «Yo apostaré que sale sentenciado esto y esto acerca destos artículos propuestos», y de diez pleitos en que decía esto acertaba nueve, según a mí me dijeron algunos de los mesmos oidores, y lo decían comúnmente cuando en conversación venían en plática de don García. Pero sobre todo esto fué eminente en la capacidad y comprensión de cosas de gobierno, tomando en breves días el pulso a las cosas y penetrándolas con gran prudencia y señorío. Y juntamente con esto sabía dar tales medios y expedición a los negocios, que en nada se ofuscaba y confundía, antes con gran facilidad daba a todo tan buen despacho que dejaba admirados a todos los que les parecía que eran enredos y marañas bastantes para atajar al hombre más prudente del mundo. Y así se vió esto en los buenos sucesos que siempre tuvo en las siete batallas que están referidas en este libro, por las cuales mereció ser contado entre aquellos famosísimos vencedores que escribimos en el capítulo undécimo y entre los insignes triunfadores que allí contamos y entre otros muchos de no menor fama, como Quinto Fabio Máximo, que triunfó de los ligurios; Marco Fulvio, de los ambracienses; Lucio Lucrecio Tricipitino, de los volseos; Mario, de los Teutones; Quinto Metello, de los númidas; Lucio Munio, de los aqueos; Marco Horacio, cónsul, de los sabinos; Pompeyo el Magno, de Yarva; Mitrídates y Antígono rey, de los judíos; Scipión Africano, de Aníbal; Lucio Valerio, de los sabinos; Marco Atilio Glabrio, de Antíoco y de los etolios; Aurelio, emperador, de Zenobia, reina de los palmirenos; Septimio Severo, emperador, de los de Arabia; Dagoberto, rey de Francia, de los de Sajonia; Papirio Nason, de los corsos; Baccho, de los indios; Gordiano, de los persas; Antonio Commodo, de los germanos. Y si Julio César, que fué el más famoso de los triunfadores, alcanzó cinco triunfos, que fueron de los franceses, de los alejandrinos, de los del Ponto, de los africanos, y, finalmente, de los españoles, ¿en qué lugar será razón poner a don García, que alcanzó siete con tan ilustres victorias, como parece por el discurso de este libro? No dudo de que si estuviéramos en tiempo de los romanos o griegos, donde se remuneraban con más aplauso las heroicas obras de semejantes capitanes, se le pusiera a don García alguna de las coronas que apuntamos en el capítulo XI, y aun todas juntas, pues todas eran correspondientes a sus hazañas. Y también estoy cierto de que se le hubieran levantado las estatuas acostumbradas en aquellos siglos a las personas tan dignas de ellas: como se le puso a Cononio ateniense por haber usado loablemente el oficio de capitán. Y a Títo Corozano, como refiere Plinio; y a Marco Atilio Glabrio, por haber vencido al rey de Asia; y a Horacio, capitán, por haber detenido él solo a un escuadrón de los etruscos al paso de una puente; y a Claudio Marco Marcelo, por haber rendido a los franceses, siracusanos, y a Aníbal, finalmente. Y si los atenienses levantaron estatua a Foción, su principe, por haber hecho muchas buenas obras a la república, ¿que oiremos del que hizo tantas cuantas refiere su historia, y muchas más que ejerció en otros cargos de mayor estofa? Pero ya que las estatuas faltan, podríamos decir lo que dijo Demetrio Falerio a quien por haber gobernado a los atenienses diez años muy loablemente, le pusieron trescientas y sesenta estatuas, las cuales fueron después echadas por tierra, no pudiendo sufrirlas el ansia de los envidiosos sin que Demetrio se fatigase, porque dijo acerca de este caso: «Si derriban las estatuas, no podrán derribar las virtudes por cuya causa fueron levantadas.»

Y porque hemos tocado materia de beneficios hechos a la república, no me quiero olvidar de los que don García hizo, entre otros muchos fundando ciudades no solamente en Chile, mas también, en Tucumán, cuyo gobierno estaba en aquel tiempo anexo al chilense. Para lo cual envió al capitán Juan Pérez de Zorita a las provincias de Juries y Diaguitas a fundar tres ciudades, que son Santiago del Estero, la ciudad de Mérida y la de San Miguel. Estas son fuera de las siete que pobló en Chile, de las cuales o las más dellas se ha tratado en este discurso dejando para este resumen la fundación de la ciudad Rica y la de los Infantes, a quien puso este título por los Infantes de Lara, de quien él mesmo descendía. Y porque he tocado en esta ciudad, diré un punto tocante a ella por donde se verá claramente el amor y estima en que en este reino era tenido don García. Y fué que intentando algunos llamar esta ciudad con nombre de los Confines por haber sido fundada antiguamente por Valdivia con este título, se opusieron todos los principales del pueblo a defenderlo respecto de haber sido la fundación de aquella ciudad en un sitio algo apartado de este donde está al presente la de los Infantes edificada en el valle de Angol, habiéndose arrasado por tierra la de los Confines por mano de los enemigos. Y con haber veinte años que don García estaba en España y actualmente en la guerra de Portugal sin pensamiento de volver a estos reinos, como en efecto no volvió en aquellos dos años, se juntó el poder de la ciudad a determinar lo que está escrito en un papel cuyo tenor es el que se sigue:

«En la ciudad de los Infantes de las provincias de Chile, martes, día de Santa Lucía, trece de diciembre de 1580 años, el ilustre cabildo, justicia y regimiento de la dicha ciudad se juntaron en su ayuntamiento según costumbre conviene a saber: el ilustre señor capitán Miguel de Silva, corregidor y justicia mayor, y el capitán don Cristóbal de la Cueva y Bernardino de Arroyo, alcaldes ordinarios, y el capitán Juan Morán de la Cerda, y Juan López del Barrio, y Diego de Loaisa, regidores, porque los demás que lo son están ausentes desta ciudad, y Juan Baptista Maturano, procurador y mayordomo de la dicha ciudad, por ante mí, Martín de Argaráin, escribano del dicho cabildo, y público, y del número de esta dicha ciudad por su majestad. Habiendo tratado cosas tocantes al servicio de Dios Nuestro Señor y al de su majestad y bien y pro y acrecentamiento de la dicha ciudad, unánimes y conformes de un parecer y voto ordenaron lo que se sigue:

Lo primero, Nos, los dichos consejos, justicia y regimiento de la dicha ciudad de los Infantes, decimos que el gobernador don Pedro de Valdivia, primer descubridor, pacificador y poblador de esta gobernación, entre otras poblaciones que hizo, pobló este pueblo y le puso el nombre de los Confines porque señaló el sitío de él en los confines de los términos de las ciudades de la Concepción e Imperíal sin le señalar ni dar términos, mas de que ordenó que tuviesen por pastos comunes las tierras y baldíos de las dichas ciudades según que todo consta y parece más largamente por los recaudos dellas, a que nos referimos, y que así es; que después se alzaron y rebelaron contra el real servicio la mayor parte de los naturales de este reino y en una batalla que con ellos hubo el dicho gobernador Valdivia le mataron y a todos cuantos con él se hallaron sin que ninguno escapase, por lo cual fué en tan gran crecimiento la dicha rebelión, que a fuerza de armas y guerra vencieron batallas campales y hicieron despoblar las casas fuertes de Arauco, Tucapel y Puren y la dicha ciudad de la Concepción y este pueblo que así se llamaba entonces, y unos se recogieron a Santiago y otros a la Imperial, y mataron muchos españoles y robando sus haciendas y asolado, quemado y destruido, y despoblado las dichas tres fortalezas y dos ciudades mediterráneas tan necesarias e importantes y se cerraron los caminos de arte que las ciudades de arriba no se podían comunicar ni socorrer con las de abajo ni sabían los unos de los otros y no contentos con tanto mal, muertes y daño como hicieron, alborotaron la dicha ciudad de Santiago, cabeza de esta gobernación, y hicieron alzar mucha parte de los naturales de sus términos y en ellos fué desbaratado y muerto el capitán Lautaro, que iba sobre la dicha ciudad y a los vecinos y moradores della pedía tributo y doncellas, capas de grana, caballos y halcones y otras cosas. Y otra vez estándose haciendo gran junta de gente en Arauco y Tucapel para vengar la muerte del dicho capitán Lautaro y su gente e ir sobre la dicha ciudad de Santiago, do había harto temor y rumor de armas por sospecharse que había alianza y conformidad entre los que así habían de ir y los naturales de los términos de la dicha ciudad y por ello estar puesto todo el reino en notable peligro y necesidad. Y a esta coyuntura vino por gobernador capitán general y justicia mayor dél don García Hurtado de Mendoza, hijo segundo del marqués de Cañete, con trescientos soldados, entre ellos muchos nobles y principales bien armados y encabalgados con cantidad de artillería y municiones, aderezos y pertrechos de guerra y sin parar en tierra de paz ni llegar a la dicha ciudad de Santiago ni su puerto, en lo más recio del invierno pasó de largo a la isla de la Concepción do invernó y proveyó que la gente de a caballo llegase por el mes de agosto, que es como el de febrero en Castilla, y en este mes saltó en tierra firme y cerca de la dicha ciudad de la Concepción hizo un fuerte que llaman el de don García y una mañana amanecieron sobre él gran número de indios rebeldes y le cerraron por todas partes y le combatieron y los venció y desbarató y castigó y dende pocos días le llegó la gente de a caballo por tierra y formó ejército de cuatrocientos y cincuenta hombres y con ellos personalmente fué a conquistar y castigar los indios rebelados y andando en ello demás de la dicha batalla le dieron otras seis, que son la de Andalicán, Millarapue, quebrada de Puren, Ongolmo, fuerte de Tucapel y la otra última la de Quiapo, en todo lo que llaman el Estado y la gente más belicosa y rebelde del reino sin otros muchos reencuentros y trasnochadas y corredurías que hizo en la prosecución de la dicha guerra sin perdonar a peligro trabajo ni costa. Y hecho esto fundó y pobló en el dicho Tucapel la ciudad de Cañete de la Frontera, y asimismo pobló la dicha ciudad de la Concepción en el sitio que solía y luego subió a visitar las ciudades de arriba y pasó el lago que llaman de Valdivia y descubrió un gran archipiélago de islas que llaman de Ancud, do después pobló en una dellas el señor gobernador Martín Ruiz de Gamboa la ciudad de Castro, y hecho el dicho descubrimiento volvió el dicho don García y en Chauracaví fundó y pobló la ciudad de Osorno, muy principal, e invernó en la de la Imperial, y a la primavera volvió a la dicha ciudad de Cañete y pasó a la provincia y valle de Arauco, y en el camino le dieron los rebeldes la dicha batalla de Quiapo, en la cual los venció, desbarató y castigó y pasó al dicho valle de Arauco, do pobló e hizo de nuevo la casa fuerte de aquel valle, y estando en ella acabaron de tomar asiento y dar la paz todos los guerreros; y de la dicha casa de Arauco envió a poblar esta dicha ciudad y la pobló de vecinos muy principales en linaje y calidades así de antiguos como de los con que la acrecentó y porque fuese ciudad y tuviese nombre correspondiente a tan principales vecinos, la nombró ciudad de los Infantes. Y demás de las batallas que venció y pacificación, descubrimiento y poblaciones dichas, envió dos navíos con capitanes y gente al descubrimiento y navegación del estrecho de Magallanes y lo descubrieron y tomó la posesión y razón de su navegación. Y demás desto el dicho don García siempre de ordinario personalmente residió en la dicha casa fuerte de Arauco los veranos, y el invierno en la dicha ciudad de la Concepción sin ir a la de Santiago ni a otras partes de recreación, aunque su edad se lo podía pedir, porque en aquel tiempo sería como de veinte y dos años, y con su gran prudencia y valor sustentaba a los soldados con mucho contento partiendo con ellos su hacienda y teniendo gran cuenta y buena orden con los heridos y enfermos, y mediante sus grandes y señalados servicios y mucha cristiandad con vida y ejemplo puso todo este reino así de españoles como naturales en tanta paz y quietud como lo suele estar Castilla la Vieja. Y se andaba y caminaba de unas ciudades a otras con toda seguridad porque de cuatro a cuatro leguas había tambos, y en los ríos, balsas y canoas, y en su tiempo se descubrieron grandes riquezas de Chuapa y las minas de la Madre de Dios de Valdivia, de do se ha sacado y saca oro innumerable. Y demás de haber reducido, poblado y pacificado este reino, envió al de los Juries que lo trajo a su cargo al capitán Juan Pérez de Zorita por su teniente general, el cual halló aquel reino tan perdido y despoblado como éste el dicho don García; y lo pobló y pacificó y se caminaba de éste a él como de una ciudad a otra, y demás de todo lo susodicho el dicho don García servía a Dios y a su majestad en la administración y ejercicio de la real justicia y buen tratamiento, doctrina y conservación de los naturales, y al cabo de tanto trabajo, peligro y gasto, dejando esta gobernación en paz y sosiego y tranquilidad y grandísima riqueza salió della, porque así lo quiso su majestad y fué muy pobre y gastado, porque sustentó ochenta criados, cien caballos y casa tan grande como cuando un señor en España se quiere señalar en algún viaje que su majestad le manda hacer. Y para que se entienda su gran valor y merecimiento, se ponga esto en el libro de cabildo y se envíe a su majestad y su real consejo de Indias un traslado con aviso del peligro y extrema necesidad, gran pobreza y inquietud con que se vive, porque después que así se fué el dicho don García, en tiempo de los demás gobernadores que ha habido se han alzado muchos naturales y se despobló la dicha ciudad de Cañete y casa fuerte de Arauco, y ésta y la de la Concepción están en notable peligro. Y con haber la mitad de los indios menos de los que dejó el dicho don García, porque se han muerto y menoscabado, y haber tres tantos de españoles en el reino de los que había en tiempo del dicho don García y muchos caballos y más mantenimientos, y con haber todo esto y los gobernadores viejos y de provecta edad, no tan solamente no pudieron sustentar la paz y quietud que el dicho don García dejó, mas se han alzado y rebelado y han muerto muchos españoles y han puesto todo el reino en armas y se gasta la hacienda real y la de los particulares. Por tanto, pedimos y suplicamos a su majestad que al dicho don García como a tan merecedor, pues dos reinos perdidos conquistó y redujo a su real servicio, le haga merced conforme a tan grandes servicios, y mandamos que esta dicha ciudad se llame de los Infantes como él la nombró y pobló, y no de otro nombre, y que así se pregone y se le envíe un traslado de este auto en respuesta de la carta que nos escribió, y poder general para todo lo que puede esta república con facultad de sustituirlo, como a quien tanto bien hizo, y desea a esta dicha ciudad, y lo firmaron Miguel de Silva, don Cristóbal de la Cueva, Bernardino de Arroyo, Juan Morán, Juan López del Barrio, Diego de Loaisa, Juan Baptista Maturano. Pasó ante mí, Argaráin. Y yo, el dicho Martín de Argaráin escribano público y del cabildo de esta dicha ciudad de los Infantes y del rey nuestro señor, hice sacar el traslado de los autos de suso en estas dos hojas incorporadas del libro de cabildo que está en mi poder, según en él están, en la dicha ciudad de los Infantes, en 17 de septiembre de 1589 años, estando presentes por testigos el regidor Hernando Ortiz de Argaráin y Juan López del Barrio, vecino de la dicha ciudad, en fe de lo cual hago aquí mi acostumbrado signo que es tal, en testimonio de verdad, Martín de Argaráin, escribano público y cabildo.»

Hasta aquí llega el auto proveído en la ciudad de los Infantes, el cual está autorizado al tiempo que le tengo en mis manos para trasladarlo, como aquí lo he trasladado por el mesmo tenor de verbo ad verbum. De lo cual consta primeramente cuanta verdad haya sido lo que acerca de esta historia dejó escrito don Pedro de Lobera y otras personas fídedignas de cuyos papeles, información y pláticas me he aprovechado para lo que aquí se escribe. Y también se ve con la mesma claridad cuán bastantes causas dió este gobernador de ser amado, pues a cabo de veinte años de ausencia, que suele causar olvido, estaba tan fresca su memoria, mayormente no habiendo presunción ni indicio de que hubiese de venir a estos reinos, como en efecto no vino en aquellos dos años y, finalmente, consta ser verdad lo que en ésta se contiene, porque si don García tenía émulos no se habían de poner personas tan grandes a escribir en libros de sus cabildos y pregonar por las plazas cosas de que podían ser argüidos de mentirosos, y si no tenía émulos, por tantoconsta más cuán querido era de todos y por consiguiente cuán suficientes motivos tenían para ello.

Esto se ha escrito con ocasión de las fundaciones de ciudades que hizo este caballero, en lo cual no le echaron el pie adelante César Augusto, fundador de Nicópolis en memoria de la victoria alcanzada de Antonio y Cleopatra, ni Darío, que fundó a Susa, ciudad de Persia; Alejandro, a Heraclea; Antíoco, a Lodicea; Boromeo, a la de Argos; Nino, a Nínive; Sichen, a Sidón; Ocuo, a Mantua; Ajeno, a Tiro; Amiclas, a la ciudad de Miclas; Neleo, a Pilón; Rómulo, a Asilo; Perano, a Masilia, y, finalmente, Manucio Placio, a Lugduno. Porque si todos éstos fueron famosos en haber fundado una ciudad cada uno dellos, mucho más debe serlo el que fundó a tantas, que ya que no son tan grandes, tampoco fueron esotras en sus principios.

Y por concluir con todo esto sólo diré la cosa más notoria que hubo en don García por no haber persona que la ignore, que es el haber sido felice en todo cuanto puso mano, así en este gobierno como en el que tuvo del Perú, donde jamás perdió victoria, ni tuvo suceso que no fuese cual él podía desear, como se vió en la batalla naval que tuvo con el pirata inglés Richarte de Aquines, en la cual le rindió tomándole sus bajeles y prendiendo su persona por mano de don Beltrán de la Cueva, su cuñado, hijo del conde de Lemos, a quien cometió este asunto. Y en la pacificación del reino del Perú, que se iba alborotando por las alcabalas que su majestad el rey católico don Felipe puso en él, que fué negocio en que fué menester la sagacidad y prudencia de don García para que no se perdiera todo el reino, estando ya algunas ciudades inquietas y en particular la de Quito, que se hubo de allanar por fuerza de armas. Y en todas las demás cosas que le sucedieron, así en estos reinos como en España, Italia, Inglaterra, Flandes y otros lugares por donde anduvo sirviendo a su majestad siempre con felices sucesos. Por lo cual se puede comparar con aquellos varones a quien el mundo llama bienafortunados en lances de fortuna, de cuyo número fueron Diágoras, Rádano, que vió en un mesmo día dos hijos suyos coronados de victoria, y Edipo, rey de Grecia, cuyo escudo era llevado por toda la ciudad cada año con grande honor y aplauso. Y Mario, que después de siete consulados murió en su casa con gran tranquilidad después de muy anciano. Y Quinto Metello, que fué el más diestro entre los guerreros, más prudente entre los gobernadores y más dichoso entre los felices. Pero porque mi asunto no es escribir la vida de don García, sino solamente en cuanto pertenece a esta historia, no he querido poner aquí más que este breve resumen dejando las demás cosas suyas, aunque estoy cierto que tenía tan aventajada materia para ello como cualesquiera otros historiadores insignes que han escrito hechos de monarcas, aunque entren en ellos Cornelio Tácito, Mario Máximo, Tulio Cardo, Tranquilo Suetonio, Optaciano, Gargilio, Marcial, Fabio Marcelo, Julio Capitolino, Elio Lampridio, Flavio Vopisco, Eutropio, Orosio, Herodiano y Apiano. Pues ni en lo que es lustre y grandeza de hazañas, ni en lo que es puntualidad en tratar verdad en lo que escribo, tengo ocasión de confesarme por atrasado, aunque lo estoy harto en los requisitos convenientes para no quitar los quilates que las cosas tienen de suyo. Y si en algo hay diferencia de aquellas historias a la mía, es en tener tantos testigos de lo que escribo cuantos fueren los lectores que en este tiempo vieren esta historia, sin que alguno me pueda argüir de otra cosa sino de muy corto en materia amplísima, donde el no ser el libro cual debe ha quedado por el autor y no por la materia.





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