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Libro tercero


Desde el año 1575 hasta el de 1595



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Parte primera


Trata del gobierno de Rodrigo de Quiroga



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Capítulo I


Al fin deste mesmo año de 1575, estando la ciudad de Valdivia en la mayor prosperidad que jamás había estado y la gente a los principios de su quietud y contento, quiso nuestro Señor que les durasen poco los solaces acumulando nuevos infortunios a los pasados. Sucedió pues en 16 de diciembre viernes de las cuatro témporas de Santa Lucía, día de aposición de luna, hora y media antes de la noche, que todos descuidados de tal desastre, comenzó a temblar la tierra con gran rumor y estruendo yendo siempre el terremoto en crecimiento sin cesar de hacer daño derribando tejados, techumbres y paredes, con tanto espanto de la gente, que estaban atónitos y fuera de sí de ver un caso tan extraordinario. No se puede pintar ni describir la manera de esta furiosa tempestad que parecía ser el fin del mundo, cuya priesa fué tal, que no dió lugar a muchas personas a salir de sus casas, y así perecieron enterradas en vida cayendo sobre ellas las grandes máquinas de los edificios. Era cosa que erizaba los cabellos y ponía los rostros amarillos el ver menearse la tierra tan apriesa y con tanta furia que no solamente caían los edificios, sino también las personas sin poderse detener en pie, aunque se asían unos de otros para afirmarse en el suelo. Demás desto mientras la tierra estaba temblando por espacio de un cuarto de hora, se vió en el caudaloso río, por donde las naos suelen subir sin riesgo, una cosa notabilísima, y fué que en cierta parte dél se dividió el agua corriendo la una parte de ella hacia la mar y la otra parte río arriba, quedando en aquel lugar el suelo descubierto, de suerte que se veían las piedras como las vió don Pedro de Lobera, de quien saqué esta historia, el cual afirma haberlo visto por sus ojos. Ultra desto salió la mar de sus límites y linderos corriendo con tanta velocidad por la tierra adentro como el río del mayor ímpetu del mundo. Y fué tanto su furor y braveza, que entró tres leguas por la tierra adentro, donde dejó gran suma de peces muertos, de cuyas especies nunca se habían visto otras en este reino. Y entre estas borrascas y remolinos se perdieron dos naos, que estaban en el puerto, y la ciudad quedó arrasada por tierra sin quedar pared en ella que no se arruinase. Bien excusado estoy en este caso de ponderar las aflicciones de la desventurada gente de este pueblo que tan repentinamente se vieron sin un rincón donde meterse, y aun tuvieron por gran felicidad el estar lejos dél, saliendose al campo raso por estar más seguros de paredes que les cogiesen debajo como a otros que no tuvieron lugar para escaparse, y no solamente perdieron las casas de su habitación, mas también todas sus alhajas y preseas, estando todas sepultadas, de suerte que aunque pudieron después descubrirse con gran trabajo fué con menoscabo de muchas y pérdidas de no pocas, como eran todas las quebradizas con lo que estaba dentro, y otras muchas que cogían los indios de servicio y otra gente menuda, pues en tales casos suele ser el mejor librado aquel que primero llega. Y demás de esto se quedaron tan sin orden de tener mantenimiento por muchos días, en los cuales padecieron hambre por falta de él y enfermedades por vivir en los campos al rigor del frío, lluvias y sereno y -lo que es más de espantar- aun en el campo raso no estaban del todo seguras las personas, porque por muchas partes se abría la tierra frecuentemente con los temblores que sobrevenían cada media hora sin cesar esta frecuencia por espacio de cuarenta días. Era cosa de grande admiración ver a los caballos, los cuales andaban corriendo por las calles y plazas saliéndose de las caballerizas con partes de los pesebres arrastrando o habiendo quebrado los cabestros, y andaban a una parte y a otra significando la turbación que sentían y acogiéndose a sus amos como a pedirles remedio. Y mucho más se notó esto en los perros, que como animales más llegados a los hombres, se acogían a ellos y se les metían entre los pies a guarecerse y ampararse mostrando su sentimiento, el cual es en ello tan puntual, que en el instante que apunta el temblor lo sienten ellos alborotándose tanto, que en sólo verlos advierten los que están delante que está ya con ellos el terremoto. Este mesmo sentimiento hubo en todos los animales, generalmente tanto que se revolcaban por la tierra, y cada especie usaba de sus voces acostumbradas, como aullidos, relinchos, graznidos, cacareos y bufidos, con modo en algo diferente del suyo representando el interno sentimiento y pavor con que se estremecían imitando a la mesma tierra. Mas, ¡oh providencia de Dios, nunca echada menos en ninguna coyuntura, aunque sea en las que se muestra Dios más bravo y celoso de echar el resto en afligir a los hijos de los hombres, nunca cansados de ofenderle! Que al tiempo que la tierra está atribulando a los afligidos, manda a los montes que dejada la natural alteza de sus cumbres se arrasen por tierra para remedio de lo que mirado desde abajo parece contrario, como quiera que lo dé por medicina el que lo mira desde arriba. Cayó a esta coyuntura un altísimo cerro que estaba catorce leguas de la ciudad, y extendiendo la máquina de su corpulencia, se atravesó en el gran río de Valdivia por la parte que nace de la profunda laguna de Anigua, cerrando su canal de suerte que no pudo pasar gota de agua por la vía de su ordinario curso, quedándose la madre seca sin participar la acostumbrada influencia de la laguna. ¿Quién dirá que hubo aquí aquellos efectos de la Providencia eterna experimentados en tiempo de Josué, cuando las aguas del Jordán retrocedieron contra su natural curso a la manera que dijimos poco antes haberse dividido las aguas de este río, y en tiempo de Moisés, cuando se abrió el mar Bermejo para dar paso a pie enjunto a los israelitas? Pues antes parece haber sido contrario todo lo que aquí sucedió este día porque ¿cómo entran en esta gran laguna cinco ríos originados de otras de a veinte y treinta leguas de circunferencia cada una, con cuyo concurso era forzoso reventar este gran lago hallando cerrada la puerta por donde suele desaguar, que es este caudaloso río de Valdivia? Mas en efecto de verdad fué la traza de Dios tan importante, que a no caer este cerro tan a punto cerrando el paso de las aguas que corrían velocísimamente, se anegara todala ciudad y sus confines con la salida de la mar, lá cual como halló la madre del río desocupada tuvo lugar de recogerse allí subiendo por ella arriba, lo cual no fuera posible si se encontrara con el torrente ordinario que le impidiera el paso con su furia. Y fué tan grande la máquina del cerro, que tuvo cerrada la boca del desaguadero por más de cuatro meses, represándose siempre el agua en la gran laguna hasta que reventó, haciendo los efectos que se dirán a su tiempo.

Y porque a las personas que han visto y leído poco desto se les podría hacer difícil de creer siendo testigo el reino entero, les quiero avisar de otros muchos prodigios de mayor admiración que se han visto en el mundo, los cuales hallarán escritos en historias auténticas escritas en romance, latín y otras muchas lenguas diferentes. Cosa fué muy notoria la ruina de la mayor parte de Antioquía, Damasco y Trípoli, causada de un terremoto semejante al que referimos, y lo mesmo sucedió en Sicilia, donde en semejante ocasión murieron más de quince mil hombres, habiendo en ello la circunstancia de la salida del mar con grande daño de toda la costa. Y también se sabe que en otro tiempo cayó en Italia gran fuerza de granizo tan grueso como huevos de avestruces, y hubo frecuentes eclipses del sol con otras señales de grande temor y espanto de aquellas provincias. Y en el año de 1012, cuando los turcos de Persia tomaron la santa ciudad de Jerusalén, precedieron a la desastrada pérdida estupendas señales y pronósticos, como salir la luna de color de sangre y temblar la tierra con gran frecuencia, donde también cayó una columna de fuego a manera de una grande torre, y salió la mar de sus límites tan desenfrenadamente, que destruyó muchas ciudades cercanas a la costa. Y en el año de 985 hubo en Roma y su distrito un terremoto tan furioso que se hundieron muchas ciudades, de cuyo número fué la de Capua. Y en la ciudad de Bresa de Lombardía llovió sangre fina tres días enteros. Y así mismo el año de 974 cayó en Roma una piedra de extra ordinaria magnitud, y se vieron muchas cruces en las capas de los hombres, y en el año de 850 hubo extraordinarios terremotos en la mesma ciudad, de cuyos edificios se arruinó gran parte lastimosamente, y caían pedazos de nieve de a quince pies y algunos mayores, y hubo cometa que echaba rayos tan fuertes que mataban los hombres, lo cual duró por espacio de cuatro meses. Y al tiempo que murió el Papa Silvestre II y el emperador Oton, hombre cristianísimo, hubo señales monstruosas: y señaladamente un día del mes de diciembre del año de 1003 cayó del cielo un grandísimo copo de fuego que ardió por largo rato, y después parecía que estaba abierto el cielo en el lugar de donde había caído; y del punto que se cerró apareció en el mesmo lugar una espantosa serpiente que aterraba al mundo con sólo su aspecto. También es cosa cierta haber aparecido muchas estrellas juntas al sol descubierto, al tiempo que Augusto César tomó la posesión del Imperio por muerte de su padre. Y en tiempo del consulado de Spurio Posthumio y Quinto Minucio se vieron tres soles juntos en el cielo, y semejantemente tres lunas en tiempo de Domicio y Lucio Antonio, y en el consulado de Marco Acilio y Cayo Porcio se escribe que hubo pluvia de leche y sangre, y otra de pedazos de carne en tiempo de Lucio Volumnio y Servio Sulpicio. Y en el principado de Tiberio hubo el más memorable terremoto que se sabe haber sucedido en el mundo con cuya violencia cayeron una noche veinte y una ciudades de las más populosas que había en Asia, y en el pontificado de Nicolás V hubo temblor en la cuidad de Nápoles, en que perecieron muchos millares de personas.

Y porque no sean las historias antiguas concluiré con una cuyo suceso es aún más moderno que éste de Chile que contamos. Porque acaeció el año 1580 en las Terceras en una isla llamada de San George. Y si no fuera tan cierta y sin género de duda la relación que de ello tengo, no me atreviera a referirlo en este lugar. Estando, pues, harto descuidada la gente de esta isla en el dicho año de 1580, postrero día del mes de mayo, comenzó a temblar la tierra con furor que entraba a capa y espada con zumbido que a los pavorosos oídos de los moradores parecía que hablaba diciendo echa y derrueca; y así lo hizo, porque a pocos vaivenes dió con todo en tierra; pero no he dicho nada, ni lo es esto en comparación de lo que resta, aunque fué tanto que hizo a pocos remesones no ser ciudades las que tres credos antes lo habían sido. Luego inmediatamente reventó un cerrillo, abriéndose en él una gran boca por donde comenzó a salir fuego, y tras esto salían piedras encendidas revueltas en una corriente de metal ardiendo, lo cual corrió hacia lo llano haciendo una manera de muro o baluarte espantoso al ver y al decir inexplicablemente. Dejo de entretenerme ahora en los llantos y sentimientos de los isleños y sus fervientes oraciones y plegarías, remitiendo esto a la ponderación del que leyere las causas de ello. Y prosiguiendo con la historia, digo que tornó aquel boquerón a lanzar piedras encendidas con tanta fuerza y estruendo como las bombardas arrojan sus balas; y habiendo subido por el aire gran trecho, caían a manera de plomo derretido entre espesísimo humo de diversos colores. Abrióse esta boca hacia la parte austral, y habiendo echado de sí tan estupendo espectáculo por espacio de más de tres horas, se abrió otro boquerón hacia la parte del Este, el cual tenía quince varas de travesía; comenzó a brotar fuego con gran priesa y arrojar por el aire piedras encendidas, todo lo cual se amontonó en lo llano cerca del otro montón que salió por la boca austral, y con su grande fuerza atrajo hacia sí toda aquella máquina incorporándola en sí misma con crecimiento y cúmulo estupendo. Después desto se abrieron otras tres bocas, las cuales se fueron ensanchando hasta hacerse una de todas tres, y escupió piedras mayores que una gran casa, cada una de las cuales y el fuego que de ella manaba se fué haciendo un cerro, el cual tuvo fuerza para sacar al primero de su lugar uniéndole a sí mismo. Y hecho todo un cuerpo, produjo de sí un río de fuego que fué talando toda la tierra; y abriendo con su fuerza una profunda canal enderezada al desventurado pueblo, fué corriendo por ella como amenazando que quería tragarlo con toda la gente que por allí estaba. Pero llegando a una cruz que estaba delante de la ciudad, al tiempo de embestir con ella le tuvo el respeto que se le debía a la que había tenido en sí al fuego infinito y consumidor, que es Dios, para apagar el fuego que destruye a los hombres no solamente en las almas, cual es el de la concupiscencia, sino también los cuerpos, como éste que ahora vamos contando. El cual, como no pudiese proseguir su camino prohibiéndoselo la cruz, que es el único remedio de los hombres, se dividió en dos brazos, que corrieron el uno hacia la mar, en cuyo curso topó una roca y embistió en ella con grande furia; mas corno ella era muy fuerte, hízole resistencia de modo que el río batía, en ella como suelen las olas del mar estrellarse en semejantes riscos, y con los golpes que en ella daba saltaban chispas con que salpicaban el contorno. Y demás desto salían de aquella lucha unos relámpagos que espantaban la gente de la isla. Mas como fué tanto el licor que se iba represando en esta peña, vino a crecer de suerte que la excedió en altura y fué corriendo por cima de ella hasta dar en el agua de la mar, donde perdió su furia vencido de sus olas; el otro brazo del río se fué entrando por las huertos, viñas y sementeras destruyéndolo todo aun hasta el mesmo terreno. Lo cual duró toda la noche entera. Y cuando salió el aurora con cuyo refrigerio esperaba la gente tener alguno, se abrió otro boquerón como los pasados exhalando de aquéllos humos gruesos que hacían a los aires no ser líquidos. Y con esto lanzó de sí centellas o ascuas de a cien pies de largo y ancho, y algunas mayores. Y habiendo volado en tanta altura que se perdían de vista, venían A caer un cuarto de legua del lugar donde salieron, y se hallaba ser a manera de piedras encendidas, lo cual duró hasta la puesta del sol de este día, que era tercero de la calamidad y segundo de junio. Y no paró aquí la monstruosidad -que así me parece puede llamarse-, porque se abrió otra boca tan grande, que todas las referidas quedaron dentro della haciéndose todas una, y salieron della escuadrones muy bien ordenados de piedras a manera de metal ardiente, las cuales fueron en orden por el aire, a manera de cuadrillas de zorzales, grullas, cuervos, hombres y otros animales descabezados; y algunas como bolos redondos poniendo en tanta perplejidad a cuantos las veían dudando si eran demonios transfigurados en tales bultos, mayormente por venir envueltos en nubes blancas, negras, verdes, moradas, rubias, azules, colorados y amarillas. Era ya tres de junio y no tenía talle de ir a menos el tempestuoso torbellino, y juntándose la gente del pueblo en procesión por aquel campo regándole con hartas lágrimas, vieron salir una nube a manera de exhalación encendida que iba a embestirlos, con cuyo aspecto quedaron tan despavoridos, que huyó cada uno por su parte dejándose allí una cruz que llevaban y una imagen puesta en sus andas, y acudieron a la playa a meterse en las balsas entrándose desatinados por el agua que les daba a la cinta por escaparse del fuego. Mas como llegase la nube cerca de la imagen y cruz, halló tanta resistencia, que manifestando la violencia con que estaba reprimida, estuvo una hora rechinando con un estruendo mayor que el de muchas bombardas juntas, hasta que se vino a deshacer en presencia de la cruz e imagen, por respeto de aquel Señor con cuyo poder se desvanecen como humo las potestades de las tinieblas con más facilidad que se derrite la cera puesta al fuego.

Todo aquesto se echaba de ver en otro pueblo donde estaba un hombre muy caritativo y fervoroso, el cual acudió con alguna gente en un batel bogando a toda priesa para dar socorro a los afligidos con tantas causas, y al tiempo que llegaba a desembarcarse tembló la tierra y mar desaforadamente, y se oyeron truenos más furiosos que nunca; juntamente disparó aquel volcán gran suma de balas encendidas y arrojándolas hacia el batel como cuando se juega el artillería de algún castillo marítimo contra los enemigos que entran en el puerto, y menudeaba la lluvia de pelotas de suerte que parecía estaban en el volcán cien condestables y mil culebrinas y basiliscos. Mas era aquel buen hombre de tan varonil pecho, que por entre aquellos peligros saltó de presto en tierra, y recogiendo toda la gente se fué con ella hacia el volcán en procesión de sangre y lágrimas; y habiendo andado algún trecho toparon otra procesión de la misma forma, y alzando todos a una el alarido pidieron a Dios misericordia. La cual alcanzaron de su benignidad, que oyó sus clamores y puso en olvido -según píamente se espera- los pecados de aquellos pueblos, como lo ha hecho siempre apiadándose de aquellos corazones rendidos, y lo hará todas las veces que el hombre se convirtiere a Su Majestad de veras, no solamente con poner estanco al fuego semejante al de esta tempestad referida, sino también al eterno a que estaban condenados los que con sus iniquidades se habían aprovechado mal de su clemencia.




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Capítulo II


Del alzamiento de los indios circunvecinos a la ciudad de Valdivia y a la paz a que se redujeron por algún tiempo


Ya que los moradores de Valdivia pensaban haberse acabado sus trabajos, se les comenzó a tramar otro nuevo casi de mayor pesadumbre que el pasado. Y fué que los indios de aquel distrito que jamás habían tomado armas contra españoles intentaron en esta ocasión dar en ellos por afligir más a los afligidos, y la ocasión con que se movieron a esto fué haber salido algunos días antes cuatro mil dellos en favor y servicio de Martín Ruiz de Gamboa que los llevó en su ejército a pelear con los araucanos y tucapelinos, satisfecho de la fidelidad que ellos guardaban como gente nacida y criada entre cristianos y doctrinada en la policía y costumbres de la religión evangélica. Y como éstos se enseñaron a tomar armas y estaban ya saboreados en ellas, quedaron en tan mala maña, que cuando volvieron a sus tierras las quisieron ejercitar contra los mismos cristianos de quien habían recibido la doctrina de la ley que profesaban y los primeros que pusieron esto en ejercicio fueron los de Renigua y Lame y Quinchiba, donde por principio de la rebelión mataron a dos españoles que estaban seguros de semejante traición y desafuero. Luego que vino el caso a oídos del Corregidor, que era el capitán Pedro de Aranda Valdivia, despachó con toda presteza un caudillo con algunos soldados que atajasen el daño antes que cundiese más adelante, y por otra parte envió mensajeros a los pueblos de su distrito para que estuviesen con centinela y atalaya, la barba sobre el hombro, para prevenir los inconvenientes a que suelen dar entrada los descuidos. Y por tomar esto más de propósito, salió él mesmo en persona con el mayor número de gente que halló a mano; pero halló tan fortalecidos y pertrechados a los indios, que juzgó ser temeridad el acometer por entonces hasta aumentar más su compañía. Y para esto envió a dar aviso a un caudillo que andaba corriendo la tierra enviado del Corregidor de la Ciudad Rica, para que acudiese luego a socorrerle según la necesidad lo demandaba; mas como éste era de otra jurisdicción, no se atrevió a hacer mudanza sin comunicar primero a su Corregidor, que era Arias Pardo Maldonado, el cual no solamente condescendió con esta petición tan justa, mas también salió él mesmo en persona con estar medio tullido y llevó consigo veintidós hombres, que fueron los más que pudo juntar en tiempo de tanta priesa. Y como le cogiese la noche j unto al desaguadero de Renigua, no pudiendo pasar adelante, envió doce hombres con su capitán, los cuales llegaron al amanecer donde estaba el capitán Pedro de Aranda a coyuntura que los indios intentaban acometerle, mas como vieron gente de socorro, se detuvieron algún, tanto hasta que aclarase más el día, en cuyo intervalo se fué juntando más gente de a caballo, con la que dieron los nuestros en los indios haciéndolos retirar desamparando su alojamiento. Verdad es que se iban retirando con tal orden, que no cesaban de pelear, echando espesa lluvia de piedras sobre los nuestros por ser muy pocas las armas que tenían a causa de no ser gente ejercitada en batallas. Estando en este conflicto llegó el capitán Arias Pardo Maldonado, con cuyo socorro se animaron los españoles y dieron a huir los enemigos, desapareciéndose en breve tiempo. Y pareciéndole al capitán Valdivia que se negociaría mejor con éstos por otro término respecto de ser gente criada en paz y ejercitada en ella, determinó de ir en persona a hablar con los capitanes del bando indio tratando con ellos de su remedio, que era dejarse de alborotos y asentar el pie viniendo en paz y quietud como hasta entonces, pues eran cristianos bautizados y sabían bien cuánto les convenía no innovar las cosas tan importantes al bien de las almas y sosiego de sus hijos y mujeres. A lo cual respondieron ellos que el haber muerto a los dos españoles no se debía atribuir a rebelión, sino a cólera encendida con millones de causas, injusticias y opresiones que les hacían por momentos por ser el uno griego, llamado Dimo, y el otro de tan mala condición como él, cuyo nombre era Pero M. Redondo. Y que cuando hubieran salido de medida pretendiendo alzar bandera contra los españoles no se les debía atribuir a deslealtad, pues eran tantos los motivos que tenían para ello viéndose llevar por fuerza a manadas como carneros, o entender en cosas de excesivo trabajo y totalmente contra su natural, como eran la guerra, y labor de las minas y otras ocupaciones en que los trataban como a jumentos, cargándolos de noche y de día después de haberlos apartado muchas leguas de sus casas, hijos y mujeres. Procuró el capitán apaciguarlos diciendo que ellos tenían la culpa en no haberle dado parte de ello representándole los agravios de que justamente se quejaban. En lo cual él protestaba de poner remedio de allí adelante si querían rendirse luego; donde no los daría luego por rebeldes ejecutando el castigo que merecen los que están declarados por tales. La respuesta que ellos dieron a estas palabras no fué con otras palabras, sino con obras, tirando muchas piedras y saetas entre grande murmullo de alaridos y amenazas hechas a los nuestros. Los cuales aunque pelearon valerosamente no pudieron resistir la lluvia de piedras que los cubría, por ser tan espesa como granizo en tiempo de grande tempestad. Por esta causa se retiraron, no pudiendo hacer otra cosa hasta que dentro de pocas horas llegaron los españoles de socorro con algunos indios amigos. Y a esta sazón se habían los indios encastillados otra vez en su palizada, que era muy alta; y no pudiendo los nuestros acometerles fácilmente, salió el capitán con veinte de a caballo subiendo a lo alto de la cordillera para cogerlos por las espaldas dando en ellos desde un lugar que estaba más alto que su fuerte, mas halló en medio del camino un paso muy escabroso y, tomado de enemigos, cuya dificultad le obligó a retirarse a su alojamiento topando en el camino otros españoles de la ciudad de Valdivia con algunos indios amigos para socorrerle.

En el ínterin que el capitán Aranda andaba en esto le pareció al capitán Arias Pardo Maldonado probar la mano en tratar con los indios de los medios de paz, llegándose para ello a la entrada de su fortaleza. Era este caballero muy discreto, prudente y bien hablado, cuyas razones fueron de tanta eficacia para con los indios, que los vino a convencer de modo que condescendieron con él con tal que les asegurase la vida. Volvió Arias Pardo muy contento con esta respuesta y trató con el capitán Aranda, que había ya llegado al real, este caso, el cual se puso luego en consulta entre todos los vecinos y hombres prácticos que allí había. Y habiendo pasado hartos dares y tomares y considerado el negocio atentamente, fué la resolución que los indios se admitiesen a la paz con tal que dejasen el fuerte y restituyesen todo el ganado y herramientas de mina con el oro que habían tomado a los dos hombres que mataron, y que sirviesen en adelante como hasta allí lo habían hecho fiándose de la cristiandad de los españoles que soldaría la quiebra que había intervenido en su buen tratamiento y justicia que se les debía. Y habiéndose declarado a los indios la determinación de los españoles, enviaron a un cacique hermano del capitán general con cuatro indios al real de los españoles como por prenda y seguridad de la paz, y los demás desampararon el fuerte aquella, noche yéndose a vivir a sus pueblos, como solían. Y así mismo los españoles, habiendo paseado y desbaratado el fuerte, se volvieron seguramente yéndose cada uno a su casa por el camino que había venido.

Dentro de quince días tornaron los indios a inquietarse, o por temor de que habían de ser castigados por la rebelión, o por querer restaurar su libertad, como ya lo habían intentado, y confederándose todos los que habían en el distrito de cuatro ciudades, que eran Valdivia, Osorno, la Imperial y la ciudad Rica, salieron todos a una declarándose por rebelados y corriendo la tierra mataron los españoles que pudieron haber a las manos, y quemaron las sementeras, chozas y caserías de los españoles, cogiendo todo el ganado que había por los ejidos y haciendo otros muchos daños semejantes. Y prosiguiendo en esta destrucción llegaron a la laguna de Ranco, donde estaban ocho españoles con gran número de indios domésticos, los cuales por tener allí sus casas y haciendas se pusieron en defensa de ellas no osando los agresores proceder adelante por hallar en ellos tanta resistencia, y echando de ver que tenían necesidad de más gente para llevar adelante la guerra contra los españoles, convocaron a unos indios llamados puelches, que es gente muy apartada de la demás del reino y vive en unas sierras nevadas con gran pobreza sin traza de pueblos ni orden en su gobierno, sino como cabras monteses, que donde les toma la noche allí se quedan, y por ser esta gente muy diestra en el arco y flecha y deseosa de tener dinero, los convidaron estos rebelados prometiéndoles estipendio porque les ayudasen en la guerra. En tanto que ellos andaban haciendo gente, envió el capitán Aranda un caudillo con alguna gente a los llanos para impedir a los enemigos sus corredurías, y otro a la provincia de Ranco, y fué Hernando de Aranda Valdivia, pariente suyo y muy versado en las cosas de guerra. Acertaron los indios a dar con una de estas cuadrillas, que tenía sólo ocho hombres, y dando en ellos los hicieron retirar escapándose a uña de caballo, excepto uno, que quedó en las suyas, cuya cabeza pusieron en medio del camino en la punta de una lanza por triunfo de su victoria y temor de los españoles. Y fuera el negocio muy adelante si no concurriera prestamente mucha gente española, entre ellos el capitán Juan de Matienzo con doce hombres, que fueron de mucho efecto para refrenar a los indios algún tanto, y mucho más los que después llegaron con el corregidor Pedro de Aranda Valdivia, que salió con cincuenta hombres a la provincia de Ranco, donde estaban más de 4.000 indios de guerra con propósito de no pasar hasta echar a los españoles de su tierra. Estos no entendían que dieran tan presto con ellos los españoles, y así se alborotaron por no estar aún fortalecidos, y así se fueron a gran priesa a lo alto de un cerro asperísimo que tiene por una parte la gran laguna de Ranco y por la otra un caudaloso río, y por la subida una piedra tajada por donde no podían subir hombres sino yendo uno a uno. Era el lugar inexpugnable, y tan lleno de piedras, que con tres hombres que las arrojaran impidieran la subida a un gran ejército. Y así no fué posible acometerles por entonces hasta que estuviesen en lugar más acomodado para los nuestros. Por lo cual acordaron de dar sobre otro gran escuadrón de dos mil indios que estaban encastillados junto a un río por donde les entraba el mantenimiento del valle de Maque, que está de la otra banda. Tuvo el capitán Juan de Matienzo deseos de hacer suerte en esto, y embarcando la gente que pudo en las canoas, que fueron treinta hombres, se quedó con cincuenta por no caber más en ellas, y viendo que era poca gente, se determinó a pasar el río a vado aunque con gran peligro arrojándose él delante de todos, con lo cual los obligó a ir en su seguimiento. Y fué tan bueno el lance, que los indios de aquella tierra se encogieron y arrinconaron no osando ponerse a brazos con los nuestros; y los puelches, que eran noveles, y por no saber de aquel achaque salieron muy orgullosos flechando sus arcos y crujiendo sus hondas, hubieron de volver sus espaldas a la segunda instancia, y sin más dilación salieron renegando de la tierra y acogiéndose a la suya con propósito de no trabarse más con los españoles en los días de su vida.




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Capítulo III


De la salida que hizo la laguna de Renigua y desbarate del fuerte de Liben y Mangue


Ya queda dicho en el capítulo II la represa que hubo en la gran laguna de Renigua a los seis días del mes de diciembre de 1575. Habiendo, pues, durado por espacio de cuatro meses y medio por tener cerrado el desaguadero con el gran cerro que se atravesó en él, sucedió que al fin del mes de abril del año siguiente de 76 vino a reventar con tanta furia como quien había estado el tiempo referido hinchándose cada día más, de suerte que toda el agua que había de correr por el caudaloso río la detenía en sí con harta violencia. Y así por esto como por estar en lugar alto, salió bramando y hundiendo el mundo sin dejar casa de cuantas hallaba por delante que no llevase consigo. Y no es nada decir que destruyó muchos pueblos circunvecinos anegando a los moradores y ganados, mas también sacaba de cuajo los árboles por más arraigados que estuviesen. Y por ser esta avenida a media noche cogió a toda la gente en lo más profundo del sueño anegando a muchos en sus camas y a otros al tiempo que salían de ellas despavoridos. Y los que mejor libraban eran aquellos que se subieron sobre los techos de sus casas, cuya armazón era de palos cubiertos de paja y totora, como es costumbre entre los indios. Porque aunque las mesmas casas eran sacadas de su sitio y llevadas con la fuerza del agua, con todo eso por ir mucha., de ellas enteras como navíos, iban navegando como si lo fueran y así los que iban encima podían escaparse, mayormente siendo indios, que es gente muy cursada en andar en el agua. Mas hablando de los de la ciudad de Valdivia, había tanto que decir acerca de esto, que excediera la materia a lo que sufre el instituto de la historia.

Estaba en esta ciudad a esta coyuntura el capitán don Pedro de Lobera por corregidor de ella, el cual temiendo muchos días antes este suceso, había mandado que la gente que tenía sus casas en la parte más baja de la ciudad, que era al pie de la loma donde está el convento del glorioso patriarca San Francisco, se pasase a la parte más alta del pueblo, lo cual fué cumplido exactamente por ser cosa en que le iba tanto a cada uno. Con todo eso, cuando llegó la furiosa avenida puso a la gente en tan grande aprieto que entendieron no quedara hombre con la vida, porque el agua iba siempre creciendo de suerte que iba llegando cerca de la altura de la loma donde está el pueblo; y por estar todo cercado de agua no era posible salir para guarecerse en los cerros si no era algunos indios que iban a nado, de los cuales morían muchos en el camino topando en los troncos de los árboles y enredándose en sus ramas; y lo que ponía más lástima a los españoles era ver a muchos indios que venían encima de sus casas y corrían a dar consigo a la mar, aunque algunos se echaban a nado y subían a la ciudad como mejor podían. Esto mesmo hacían los caballos y otros animales que acertaban a dar en aquel sitio, procurando guarecerse entre la gente con el instinto natural que les movía. En este tiempo no se entendía en otras cosas sino en disciplinas, oración y procesiones, todo envuelto en hartas lágrimas para vencer con ellas la pujanza del agua, aplacando al Señor que la movía, cuya clemencia se mostró allí como siempre poniendo límite al crecimiento a la hora de medio día, porque aunque siempre el agua fué corriendo por el espacio de tres días, era esto al paso a que había llegado a esta hora que dijimos, sin ir siempre en más aumento como había ido hasta entonces. Y entendiérase mejor cuán estupenda y horrible cosa fué la que contamos, suponiendo que está aquel contorno lleno de quebradas y ríos y otros lugares tan cuesta abajo, por donde el agua iba con más furia que una jara; que con estos desaguaderos no podía tener el agua lugar a subir a tanta altura si no fuera tan grande el abismo que salió de madre. Finalmente fué bajando el agua a cabo de tres días, habiendo muerto más de mil y doscientos indios y gran número de reses, sin contarse aquí la destrucción de casas, chácaras y huertas, que fuera cosa inaccesible.

Y pareciéndole a don Pedro de Lovera que podía haber a río vuelto ganancia de pescadores, tuvo recelo de algún desmán que podía suceder en el valle de Maque y en el fuerte de Lliben por donde andaba el capitán Pedro de Aranda veinte leguas de la ciudad. Envió a Hernando de Salazar, vecino de ella, a visitar aquel distrito, dando por él una vuelta a ver si el capitán Aranda estaba necesitado de su socorro. Caminó este caudillo con algunos soldados con gran trabajo por estar la tierra muy mojada y llena de troncos de árboles y viscosidad, que hacía el camino impertransible. Por lo cual cejó por otra vereda de un camino poco usado, y a una legua poco más fué a dar en un pueblecillo, donde se iban juntando los indios de guerra en tanta suma que había ya diez y siete caciques con sus escuadras; mas como no les pasaba por pensamiento haber de llegar español allí en toda la vida, estaban tan descuidados de tal suceso que aquellos pocos de españoles con no pasar de doce fueron bastantes a desbaratarlos por dar en ellos tan inopinadamente. Y aunque algunos acudieron a las armas y se defendieron un breve rato, fueron muchos más los que huyeron por diversas partes, procurando quitarse delante de los ojos de los españoles. Y fueron éstos lo mejor parados aunque anduvieron, porque los demás que se pusieron a hacer resistencia quedaron mal heridos, y algunos muertos y no pocos presos en manos de los yanaconas, que iban en compañía de los españoles. A todos éstos, que eran más de doscientos, mandó Hernando Salazar poner a recaudo en una casa que allí estaba en la encomienda de Esteban de Guevara, de donde envió aviso al capitán don Pedro de Lobera, el cual acudió a ello con veinte hombres y hizo justicia de los principales cabezas de los rebelados, y con esto se volvió a su casa dejando orden al capitán Salazar de que fuesen prosiguiendo el castigo en los demás, que eran sus secuaces, aunque menos rigurosamente.

Poco después acudió el capitán Aranda a poner cerco al fuerte de Lliben, donde había gran suma de enemigos, y habiendo estado veinte días sin poder hacer suerte por estar muy trincheados y fortalecidos con todo género de pertrechos, se vino a meter en cólera cansado de tanto esperar, de modo que quiso aventurarse por no perder más tiempo sin sacar fruto; para esto llevó su gente a un lugar que caía sobre la fortaleza para entrar por un paso harto peligroso, por no haber otro descubierto, y aunque los enemigos les arrojaron menuda lluvia de piedras y saetas, se abalanzaron por entre ellas en razón de acabar de una vez con esta empresa. Acudieron los rebelados al lugar por donde eran acometidos, dándole a los españoles que estaban fuera para arrojarse por entre las albarradas mientras ellos estaban entretenidos con la escuadra en que el capitán andaba, y desta manera les dieron trato por tres partes, de suerte que los desatinaron no dándoles vado a tomar acuerdo, y aunque acometieron a todas partes peleando por un rato, cayendo y levantando, hubieron luego de dejar las armas y desamparar la fortaleza poniéndola toda en los pies, y aún quisieran tener para ello alas de ave. Mas con todo eso quedaron más de quinientos en el lazo: unos que murieron en la batalla y, otros de quien se hizo justicia por haber sido causa della. Mas el efecto fué un gran temor que se metió en los corazones de los indios, con el cual se fueron rindiendo poco a poco a los españoles, acudiendo a dar la paz y pedir perdón de lo pasado.




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Capítulo IV


De la batalla y desbarate del fuerte de Renigua y otros encuentros que tuvo el capitán Pedro de Aranda con los indios


Con estos servicios que el capitán Pedro de Aranda Valdivia iba haciendo a su majestad, sin cesar noche ni día de andar allanándole la tierra, iba cobrando mucho crédito y animándose a proseguir semejantes obras y otras mayores, ofreciéndose ocasiones para ello.Y habiendo salido con la victoria pasada, salió de allí a poco a otro encuentro del mesmo tenor, dejando en el sitio de Ranco a un capitán con veinte hombres por acudir él mesmo a desbaratar el fuerte de Renigua, a donde se partió con treinta soldados y buen número de indios a 8 días del mes de mayo de 1576. Y habiéndole acudido alguna gente de la ciudad de Valdivia, formó un escuadrón de setenta de a caballo y otro de indios amigos, con que acometió el fuerte de Guaron, donde había poco más de 2.000 enemigos encastillados. Estos estaban con las armas en las manos aguardando a los nuestros; pero viendo que eran más que ellos habían pensado, desampararon el fuerte y se metieron en un sitio algo más retirado, que tenía por una parte la gran laguna y por otra una serranía muy escabrosa, y lo que estaba en la parte interior era un espeso bosque; de suerte que por todas partes estaba el lugar fortalecido. Demás de lo cual hicieron sus trincheras y baluartes, de donde salían cada día a escaramuzar con los nuestros, retirándose presto sin aguardar largos embites..Y como no fuese posible estar los de a caballo donde ellos estaban, mandó el capitán hacer cuatro canoas, en las cuales entró alguna gente, y fué navegando por la laguna para hallar entrada más fácil y para que otra escuadra que iba por tierra tuviese también lugar para entrar en el fuerte con el amparo de los que iban en las canoas a facilitarles el paso. Y acometiendo al fuerte por ambas partes se trabó una sangrienta pelea en jueves 7 días del mes de abril (sic) del mismo año de 1576. Y fué tal el aprieto en que se vieron los indios en este trance, que el mayor cuidado que finalmente tuvieron fué el mirar cada uno por donde podía evadirse por estar tan difícil la salida para ellos como lo había estado la entrada para los nuestros o poco menos. Mas con todo eso quedaron muchos muertos y otros presos, de los cuales se hizo justicia con ejemplares castigos para escarmiento de los demás rebelados. Fué de mucha estima esta victoria en toda la tierra, y en particular en Valdivia, donde se hicieron devotas procesiones dando gracias a Nuestro Señor por ella, y alegres regocijos en significación del contento que de ella procedía. Halláronse en este encuentro, y los pasados, Rodrigo de Sande, Hernando de Aranda Valdivia, Francisco de Herrera Sotomayor, Juan de Matienzo, Juan de Alvarado el Mozo.-Alonso Domínguez de Blanca y don Alonso Mariño de Lobera entre los demás caballeros que están arriba nombrados.

Y aunque el capitán Arias Pardo Maldonado se había hallado en algunos de los lances referidos como está dicho, mas en este último estuvo ausente por permisión divina, acudiendo a la Ciudad Rica, donde era corregidor, para evitar una maraña que se iba tramando entre los indios. Y fué que uno de ellos llamado don Juan Vilinando, cacique principal y gran hechicero, tanto que era tenido de los indios por inmortal, intentó destruir a la Ciudad Rica matando en una noche a todos los moradores de ella. Para esto envió mensajeros a los pueblos comarcanos, y con ellos un collar suyo de piezas de oro y perlas y turquesas, que por ser muy conocido en la provincia lo envió por señal para que los indios viniesen seguramente certificados de la victoria con la palabra de una persona de tanta autoridad entre todos ellos. Y habiéndose juntado hasta doce mil poco más o menos, se conjuraron de matar a los españoles sin dejar hombre a vida so pena de perjuros y de ser tenidos por infames. Para efectuar esto tomaron ocasión de las procesiones de la Semana Santa, con cuyo achaque metió este cacique a los doce mil indios en la ciudad para ejecutar sus intentos el último día de la Pascua, que era el de San Marcos, y pretendiendo hacerlo más a su salvo, se confederaron con los yanaconas de servicio, los cuales habían de coger las sillas y frenos a sus amos para que no fuesen señores de sus caballos, que era lo mesmo que dejarlos sin pie y manos. Estando el negocio tan a pique que no faltaba sino llegar la hora señalada, plugo a Nuestro Señor de descubrir la conjuración por medio de un indio del Perú, yerno del mesmo don Juan Vilinango, el cual por ser de otra nación más noble y tener más arraigada en su alma la ley de Cristo que los chilenses, no quiso permitir tan gran traición, pudiendo fácilmente desbaratarla con dar el aviso que dió al corregidor Arias Pardo Maldonado. Este, por ser hombre discreto y buen cristiano, acudió ante todas cosas al remedio más eficaz, que fué mandar que se dijese una misa solemne con invocación del Espíritu Santo, a la cual hizo que se juntase la mayor parte de la ciudad, hallándose él allá con la mayor devoción y lágrimas que pudo. Y comunicando allí lo que se tramaba, con algunas personas secretamente, se fué luego, derecho al lugar donde estaba el general Vilinango con el capitán Antequin, Coninango, don Francisco Quembo Talmavida, Juan Reque y los demás, que por todos eran doce, y los prendió y mandó poner a recado, donde los examinó haciendo escrutinio de sus intentos, los cuales descubrió manifiestamente por confesión de muchos de ellos, y en particular por la de un cacique muy ladino llamado don Martín Vilinango, que declaró de plano todo lo que se tramaba. Y por ser negocio en que iban tantas cabezas, lo consultó el corregidor con algunas personas graves, y llevó algunos religiosos que dispusiesen para morir a los presos, estando él mesmo toda aquella noche a caballo con alguna gente armada por prevenir con bastante resguardo el alboroto que podría haber entre los indios. Y cuando quería ya amanecer, mandó ahorcar los caciques presos en la Plaza de la ciudad para que saliendo la luz del día fuesen vistos de los suyos y tomasen escarmiento con tan doloroso espectáculo para ellos. Y cuando víó que había gran número de indios puestos a la mira llorando a sus capitanes, salió él mesmo a la plaza y les hizo un largo razonamiento, intimándoles cuán mal les estaba intentar ocultamente cosa contra los cristianos, teniendo experiencia de que siempre Dios descubría sus lazos al tiempo que ellos pensaban tenerlos asidos en ellos.

Con todo esto estaban los indios tan obstinados y con el freno entre los dientes, que aunque por algún tiempo no osaron descomponerse, finalmente vinieron a brotar la ponzoña, congregándose como primero en un lugar que estaba seis leguas de Valdivia. Y por haber allí muchas casas de mita a donde solían acudir españoles, las quemaron todas dejando sólo una, donde ellos se iban recogiendo para la guerra. Tuvo el capitán Arias Pardo Maldonado noticia de este desconcierto, y despachó con gran presteza a un capitán llamado Juan de Almonacid con alguna gente que lo remediase. La cual habiendo caminado toda la noche llegó antes de amanecer a la casa donde estaban los indios totalmente descuidados y dormidos. Y aunque al puntoque los nuestros llegaron a la puerta comenzaron algunos indios a alborotarse, pero valióles muy poco por haberla cerrado el capitán por de fuera sin dejarles portillo por donde pudiesen evadirse, y por acabar de una vez con ellos puso fuego a la casa, queriendo quemarlos con ella como lo hizo, sin escapar hombre de los ciento y setenta que dentro estaban. Al alarido que éstos levantaron con la agonía de la muerte, y mucho más al resplandor del fuego y volar del humo, acudieron los indios que se hallaron más cercanos, y juntándose quinientos de ellos trabaron furiosa refriega con los nuestros, arremetiendo como tigres con la rabia que tenían de ver quemados a los suyos tan lastimosamente; mas lo que medraron en la feria fué dejar allí las vidas los más de ellos, escapando muy pocos, y ésos con harta ocasión de quedar escarmentados.

Andaban en este tiempo las cosas tan revueltas en los términos de Valdivia, Osorno y la Ciudad Rica, que parecía la mesma tierra brotar enemigos, pues apenas se habían allanado en una parte cuando salían por otra en mayor número. Esto sucedió en particular con achaque del desbarate referido en el fuerte de Lliben, de donde salieron los indios de vencida como está dicho, y el capitán de ellos fué preso por mano de un cacique de los confederados con los españoles llamado Mellid, que vivía cerca de estos indios rebelados. Los cuales, por tomar venganza del cacique por haber puesto a su capitán Tipantue en mano de españoles, acudieron poco más de dos mil de ellos al distrito de Mellid, donde le mataron con muchos de los suyos y ejecutaron su crueleza en destruir sementeras y ganados, llevándose de camino los que podían. Y así por esto como por ver que les llevaban las mujeres, se pusieron en defensa los indios de aquel repartimiento del capitán Juan de Matienzo usando de una estratagema para poder valerse, que fué echar fama que llegaba cerca gente española en su defensa, diciendo a voces: «Aquí, aquí, señores», como si los tuvieran a la vista. Rétiráronse con esta voz los enemigos creyendo ser verdad lo que se decía; pero después que entendieron haber sido burla y fingimiento de esotros indios, tornaron a revolver sobre ellos a tiempo que llegaban españoles de los llanos, tan a punto como si hubieran medido el número de los instantes de tiempo y pasos de camino. Y como los vieron los contrarios al tiempo que se abalanzaban sin tal pensamiento, dieron la vuelta con tanta velocidad como habían tomado la corrida para dar en los otros indios. Dióles esto mucho que pensar y mucho más sus mismos agüeros, por los cuales tienen por cierto que nunca les podrá ir bien en alguna fortaleza donde una vez fueron vencidos, y por esta causa se apartaron un poco de aquel lugar acogiéndose a otro de una llanada que está entre la laguna y el río, fortalecida de una y otro, para no ser acometidos fácilmente. Mientras andaban ellos en estas mudanzas despachó el capitán Pedro de Aranda Valdivia doce hombres con un caudillo llamado Francisco de Pereira Sotomayor, que a la sazón era alcalde de la ciudad, persona muy benemérita en este reino y en el Perú, donde había servido a su majestad, y poco después envió a su hermano Hernando de Aranda Valdivia con otra compañía de soldados, saliendo él mesmo a acompañarle hasta una loma que llaman de Curaca, desde la cual tomó él otro camino hacia los llanos para llegar a la ciudad de Osorno a recoger gente, con que llegó dentro de tres días a la provincia de Lliben a ordenar el campo con los que había enviado adelante y algunos otros enviados del corregidor don Pedro de Mariño de Lobera con la munición y arcabucería. Tenían los indios ya hechas sus trincheras y baluartes y un foso muy malo de pasar por el mucho lodo y agua que había con la aspereza del invierno, que era entonces 3 de julio del dicho año. Mas con todo eso se arrojaron los españoles a pasar aquella cava tan dificultosa, tomando para ello la madrugada, a la sazón que los más de los indios estaban algo retirados en un lugar donde se habían juntado a sus borracheras dejando solos trescientos en guarda del foso y albarradas. Y aunque estos que estaban en custodia y centinela quisieron al primer ímpetu defenderse, fué tanta la fuerza de los españoles que les hicieron ir más que de paso habiendo alanceado muchos de ellos. Y no contentos con esta presa prosiguieron, en rompiendo el día, por la tierra adentro, corriéndola a todas partes hasta dejarla limpia de enemigos, tomándoles el ganado que ellos habían robado a los indios de paz de la comarca.




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Capítulo V


De la batalla que hubo entre el capitán Arias Pardo Maldonado y los indios de la Ciudad Rica y otros encuentros


Nunca faltaban en estos tiempos frecuentes desasosiegos en todo el reino, y muy enparticular en los lugares circunvecinos alas ciudades de arriba, tanto que aun el día de la fiesta de Corpus Cristi no dejaron los bárbaros de inquietar a los que se habían recogido en la Ciudad Rica a celebrarla, juntándose ellos dos días antes a fiestas de embriaguez y bailes, según sus ritos, en un cerro muy escabroso para sustentar en él guerra contra los nuestros. Y así la víspera de esta festividad hubo de salir la mayor parte de la gente de pelea que había en el pueblo, que fueron hasta treinta hombres con su capitán Arias Pardo Maldonado, llevando consigo hasta dos mil indios yanaconas. Y habiendo caminado todo el día, llegaron a la noche a la vista del fuerte de los enemigos, para cuyo encuentro y asalto se dividió la gente en dos escuadras, que acometieron por diversas partes según la disposición del sitio permitía. Y aunque a los principios se tuvieron los indios en buenas con la primera cuadrilla que acometió por la frontera, mas después que vieron otro escuadrón que cargaba por las espaldas perdieron luego el ánimo y desampararon el fuerte con disminución de su gente, y aun los que salieron huyendo no todos se fueron alabando, por el gran coraje con que los indios yanaconas iban siguiendo el alcance sin perdonar a hombre que pudiesen coger debajo de su lanza. Con esta victoria se vino a celebrar la fiesta del Santísimo Sacramento con mayor solemnidad que se había pensado, añadiéndose la acción de gracias que por tal merced se debía al Señor, a quien aquel día estaba dedicado.

No se descuidaba en este tiempo el capitán Pedro de Aranda Valdivia de correr la tierra y enviar gente que hiciese lo mismo por todas partes, señalando adalides que capitaneasen los corredores, y en particular a Gaspar Biera, vecino de Valdivia, hombre de calidad, animoso y de buenas costumbres, a quien puso por caudillo de la provincia de Mangue. Este usó de los medios posibles para traer a los indios de paz, aunque también era riguroso con los que hallaba rebeldes, y así redujo a muchos de ellos en el tiempo que tuvo este cargo hasta que le sucedió en él Salvador Martín por estar él necesitado de algún descanso. Empleóse siempre este caudillo en correr el campo, que a sazón estaba mal seguro por andar en él los indios puelches haciendo suertes en los naturales, dándoles su merecido por haberlos ellos convocado contra los españoles cuando se rebelaron, según está arriba referido. Dióse este capitán tan buena maña, que venció dos veces a los puelches en batallas que con ellos tuvo, y limpió el distrito de estas sabandijas, que andaban robando a los naturales de él no solamente las haciendas y ganados, sino también los hijos y mujeres. A esta coyuntura llegaron a este reino tres cientos setenta y siete españoles enviados de su majestad con el capitán Juan de Losada, del hábito de Santiago, para aumento de las ciudades y persecución de la guerra comenzada. De éstos envió al gobernador Quiroga setenta hombres a la ciudad de Valdivia con el capitán Gaspar Verdugo, que los llevó por mar y los entregó al mariscal Martín Ruiz de Gamboa, que había ya llegado con poderes del gobernador, su suegro, para asistir a las cosas ocurrentes en los términos de las ciudades de arriba. Fué esto de mucho efecto para impedir una conjuración de indios convocados por un cacique de Renigua y Guaron llamado Ripillan, contra el cual salió el mariscal Gamboa con los soldados que habían venido de refresco, con cuya salida cesó el daño que se iba tramando por el temor que los indios tuvieron de oponerse a esta gente, y así se hubo de quedar solo el cacique promotor del alzamiento. Y lo que resultó de la maraña fué el venir los indios cruzadas las manos a los pies del mariscal, rindiéndose a él con grandes ofertas y servicios y dando excusas de las sospechas que de ellos había tenido. Admitióles Gamboa con buen semblante con tal que le trajesen a su presencia al indio Ripillan, causador del desasosiego, dándoles palabra de poner en olvido todos sus delitos si se le ponían en las manos. Juntáronse para esto cincuenta caciques con toda la gente de sus pueblos, y echaron todos los rodeos que al parecer de ellos podían para cogerlo, aunque se entendió ser de cumplimiento, pues al cabo de ocho días volvieron al mariscal sin la presa que deseaba. El mostró entonces mucho enojo y los persuadió a que le diesen contento, donde no que esperasen de él poca amistad, pues andaban tan fuera de su gusto. Con esta amenaza y otras en que les mostraba más los dientes, tomaron los indios el negocio de veras, sin dejar rincón donde no le buscasen hasta dar con un cuñado suyo que murió a puros tormentos por no querer confesar donde estaba; como también lo negó su mismo hijo, que murió después en el tormento por guardar a su padre la lealtad que le debía; mas, en fin, donde entran mujeres de por medio no hay que hacer mucho caso de secreto. Después de haber muerto el hijo y el cuñado por no descubrir el lugar donde Ripillan estaba, vino su mesma mujer a caer en manos de los indios que andaban en la pesquisa, la cual con temor femenil, que suele ser casi tan grande como sus bríos y coraje cuando se enciende, los llevó a un risco donde su marido estaba metido entre unas peñas, donde apenas acertara el mesmo diablo de la peña. Y como los indios intentasen persuadirle a que fuese de su voluntad y pidiese perdón del crimen cometido, pretendió él, por el contrario, inducirlos a proseguir el alzamiento sin querer rendirse por bien ni por mal, hasta que un cacique llamado Chao le atravesó la lanza por el cuerpo, cuya cabeza, quitada de los hombros, fué llevada en la punta de la misma lanza al mariscal Gamboa acompañada de otras dos, que eran de un hijo y una mujer que consigo tenía, demás de los referidos. Mas no es de espantar que una persona que era india y mujer, las cuales son dos cosas que arguyen pusilanimidad y falta de firmeza, entregase por temor a su marido, mayormente no siendo ella sola su esposa, ¿pues no sabemos haber hecho lo mismo Eriphila por sólo el interés del oro que le dió Adrastro en un collar, entregándole a su marido Anfiaro, que estaba escondido en un lugar oculto? Y también se lee haber caído en la misma nota la famosa Helena, que vencida del amor, puso a su marido Deiphomo en manos de los griegos al tiempo que estaba durmiendo. En efecto, con este castigo de Ripillan y la riza que iba haciendo Gaspar Viera en el valle de Mangué, donde venció tres veces a los puelches, se vino a pacificar la tierra por entonces dando algún vado a los ejercicios militares.




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Capítulo VI


De una batalla que hubo en la ciudad Imperial y otra en el valle de Congora entre el mariscal Gamboa y los indios


Habiendo pasado algunos meses sin alborotos, salió el mariscal Gamboa de la ciudad de Valdivia para Villa-Rica, donde se habían descubierto unas minas, y envió por otra parte a su sobrino Andrés López de Gamboa a la ciudad Imperial con gente de socorro por tener noticias que se percibían los indios para combatirla. Este capitán llegó a tiempo que estaban ya los enemigos en una loma a vista de la ciudad, en cuyo medio está una quebrada y el hermoso río, llamado de las Damas por su amenidad y frescura. Y como los ciudadanos se vieron favorecidos con tal refresco, salieron a dar en los indios, trabando con ellos batalla en que los desbarataron y vencieron, matando a muchos de ellos sin que hubiesen llegado a la ciudad, como ni otra alguna vez lo han podido poner por obra habiendo venido con tal determinación a destruirla.

Apenas se había ganado esta victoria cuando llegó el mariscal con toda la más gente que había podido recoger en los lugares por donde había andado, y habiendo hecho alto allí pocos días, fué marchando con ciento y ochenta españoles y muchos indios yanaconas a encontrarse con el gobernador que venía con su campo a entender en las cosas de la guerra; y llegando Gamboa al valle de Congora una legua de la ciudad de los infantes, tuvo aviso de que andaban por allí cerca algunos indios inquietos hacia la parte de la sierra, por lo cual hubo de dejar su camino metiéndose por la serranía hasta dar en los escuadrones de los indios, con quien tuvo una refriega muy reñida. Mostróse mucho en este conflicto Rafael Puerto Carrero entrándose el primero de todos en medio de los enemigos, que estaban con su capitán Mellicande, los cuales serían obra de quinientos. Y con este capitán cerró con grande ímpetu el Rafael Puerto Carrero, peleando valerosamente hasta rendirle con muchos de los suyos, ganando mucho nombre entre los soldados. Finalmente, los enemigos fueron desbaratados con pérdida de muchos de los suyos muertos y presos en labatalla, la cual duró poco rato por haber tan conocidas ventajas de parte de los nuestros.

Concluido esto retornaron al camino real, prosiguiendo por sus jornadas hasta llegar al campo del gobernador, que estaba con buen número de soldados, con los cuales y los de Gamboa se formó un ejército de quinientos, ultra de los indios yanaconas, que eran de tres mil arriba. Estaba el campo en este tiempo muy hastecido de vituallas, munición y armas y mucho más de caballos, que pasaban de diez mil los que habían de guerra y de servicio. El efecto que imprimió en los indios el ver un campo tan opulento y ordenado no fué acobardarse ni rendirse, sino cobrar más orgullo para oponerse, convocándose unos a otros, en particular los del valle de Congora, que con esta ocasión se resolvieron de dar sobre la ciudad de los Infantes por ser como terreno y blanco donde siempre han asestado sus tiros, dándole batería sin que se pasasen mucho tiempo libre de zozobras e inquietudes. Estaba a esta sazón el capitán Pedro Fernández de Córdova por corregidor de la ciudad, el cual sabiendo el alboroto que se rugía salió con veinte hombres muy armados a cogerlos antes que se reforzasen para venir sobre el pueblo con más pujanza. Pero por mucha priesa que se dió venía ya el capitán Guacaya con su ejército formado precediendo veintiséis indios escogidos para corredores del campo, los cuales como vieron a los españoles se subieron en tatanquera enviando a toda priesa un mensajero que diese aviso al capitán bárbaro de la gente que le salía al encuentro. Y aunque ellos quisieran volver las espaldas acompañando al embajador, no se atrevieron a hacerlo pareciéndoles que se les había de dar alcance con la ligereza de los caballos, y así hubieron de hacer rostro a los nuestros viniendo con ellos a las manos, donde pelearon como hombres desesperados de la vida. Apenas hubo soldado en ambos bandos que no saliese herido, y entre los demás no fueron los mejor librados los dos capitanes, por que el de los indios llamado Arruay recibió algunas lanzadas y el Pedro Fernández deCórdova, una que le pasó la mano habiéndola ejercitado valerosamente en este trance. Finalmente se hubo de volver cada escuadra por su parte quedando algunos indios muertos y un español entre ellos cuyas canillas sacaron después para hacer flautas, como suelen para tocarlas en las batallas.

Quedaron con esto los indios llenos de avilantez y orgullo viendo que se habían tenido los de su nación con los nuestros casi tantos a tantos con haber ventaja en los españoles, que es la de los caballos y armas en que exceden a los contrarios. Y así tomaron motivo para convocar más gente y acudir a esto con más veras, lo cual húceron con eficacia poniéndose a punto de dar sobre la ciudad sin faltarles cosa para ello. Pero fué Nuestro Señor servido que en esta coyuntura sobreviniese desgarrón y borrasca con una manera de oscuridad tan espesa que en cuatro horas no se vieron los unos a los otros. Hallose allí un indio principal y tenido en opinión de discreto, el cual dijo al capitán Guacaya que le parecía mal agüero salir en tal ocasión a un negocio de tanta importancia en que siempre los capitanes prudentes atendían con grande vigilancia a los prenuncios y pie con que entraban. Mas era tanto el señorío y gravedad de Guacaya, que mostrando semblante muy airado de oír tales palabras, respondió al consejero, llamándole de cobarde y supersticioso, no contentándose con sólo esto sino con hacerle matar en su presencia. Viendo la gente de Calboqueo originada de haber dado consejo sin pedírselo, procuraron cerrar sus bocas por no caer en las manos de Guacaya, el cual, considerando mejor el negocio, desistió por entonces del acometimiento que intentaba.

Dentro de ocho días se tornaron a congregar más de cuatro mil indios con el mesmo capitán Guacaya y comenzaron a marchar a 2 de febrero de 1577, día de la Purificación de Nuestra Señora, con intento de dar en la ciudad antes que amaneciese, por coger a los moradores de sobresalto. Pero quiso Nuestro Señor que antes que llegasen a vista de ella comenzó a asomar la aurora, de suerte que se vieron perplejos y muchos de ellos se resolvieron de no pasar adelante viendo que habían de ser vistos necesariamente. Mas era el Guacaya tan animoso, que dijo en voz alta: «El que fuese hombre venga en mi seguimiento.» Y prosiguiendo su viaje sin dilación con mil quinientos que le acompañaron, se puso media legua de la ciudad en una estancia de Nuño Fernández Rasura, vecino del mesmo pueblo. Estaba a esta sazón el famoso General Lorenzo Bernal de Mercado en esta ciudad de los Infantes donde tenía su casa de asiento como vecino della, y viendo lo que pasaba, no pudo sufrir la insolencia de los indios porque no estaba hecho a sufrir gasquetas; y armándose como solía, subió a su caballo y fué derecho a donde estaba el corregidor y capitán de la ciudad, que era Pedro Fernández de Córdova, dando traza en recoger las mujeres y gente menuda, y prevenir lo necesario para la defensa del pueblo, y se le ofreció para esta empresa rogándole que le dejase salir al encuentro antes que los enemigos llegasen a poner cerco. Admitió el capitán esta oferta, y diále solos catorce hombres quedándose él con setenta en guarda del pueblo, porque no diesen los enemigos en él mientras los demás andaban peleando. Salió este pequeño escuadrón de Bernal, aunque grande en los bríos y experiencia, y en llegando a lo alto de un pequeño collado fueron vistos de los indios que venían marchando muy en orden sin pensar que hallarían estorbo en el camino mas como reconocieron ser poca gente, hicieron rostro con muy buen ánimo ordenando su ejército en forma de media luna con un escuadrón muy bien dispuesto en cada cuerpo para coger los españoles en medio. Pero como Bernal era tan eminente en conocer las trazas y ardides de los indios, dijo a sus soldados que acometiesen con él a desbaratar una de las dos alas descuidándose de la otra, porque ella mesma se desordenaría, y que al punto que él revolviese la dejasen todos y fuesen en su seguimiento. Y como si lo hubiera visto efectuado, así sucedió puntualmente porque al tiempo que acometió al cuerno derecho acudieron los indios del otro cuerno a favorecer a los suyos, y viéndolos Bernal fuera de sus puestos, dejó a los de aquel lado que iba acometiendo y revolvió sobre los otros que estaban desconcertados, y trabó con ellos la batalla. Viendo los del cuerno derecho que los españoles lo habían burlado dejándolos con las picas caladas y blandiendo las lanzas para dar en sus consortes, acudieron con grande ímpetu desamparando el puesto en que estaba el escuadrón formado, y así se desbarataron ambas escuadras, y anduvo la refriega de revuelta. Dos cosas solas ocurren que decir en este lance que bastan para que se entienda lo que intervino en este encuentro; la una haber sido catorce estos solaados que parece es número encantado en este reino, pues siempre han sido de catorce sus más memorables hazañas que se han visto; la otra ser Lorenzo Bernal el que guiaba la danza, el cual aunque cayó con el caballo por habérsele muerto con bravas heridas, se levantó ligeramente poniendo mano a la espada, con que hizo de las suyas sin perder golpe ni cimbrarla en parte donde no fuese muerte. Y eran tan nobles los pocos secuaces que llevaba, que apeándose algunos a ponerse a su lado, le hicieron instancia a que subiese a caballo, quedándose a pie el soldado que se le ofreció. De esta manera estuvo un rato sangrienta la pelea en la cual se señaló extraordinariamente Nuño Fernández Rasura matando por sus manos gran número de indios, y ejercitando sus fuerzas y ánimo, que era mucho y muy conocido, por las presentes ocasiones en que se probó con gran ventaja. Mas aunque el esfuerzo de los nuestros era el que se ha dicho, no dejaban de recibir heridas y sentir el cansancio por ser excesivo el número de los contrarios, los cuales no andaban lerdos en ofender y en defenderse, y se vieran en mayor aflicción si no les acudiera el auxilio primeramente de Dios y su gloriosa Madre, a quien era el día dedicado; y después de éste el de algunos indios amigos y tal cual español que venía del pueblo, con cuyo socorro comenzaron a desmayar los indios y a poco rato volvieron las espaldas con pérdida de trescientos hombres y el capitán Guacaya entre ellos, quedando los nuestros con gran regocijo reconociendo lo mucho que a la Virgen se le debía, a cuyo templo acudieron todos a celebrar la victoria y dar las gracias a ella y a su Hijo.




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Capítulo VII


De la batalla que hubo en Mague entre los indios puelches y el capitán Cosme de Molina, en donde él fué desbaratado


Entre otros nombramientos de corregidores y capitanes que el gobernador Quiroga hizo cuando salió a visitar la tierra, proveyó al licenciado Hernando Bravo de Villalba por Corregidor de Valdivia, que entró en ella a tomar la posesión con el mariscal Gamboa. Estaba en la ciudad en este tiempo un vecino llamado Cosme de Molina, en cuya casa se hospedó el mariscal los pocos días que allí estuvo, y al cabo de ellos le dejó nombrado por capitán del pueblo y su distrito para los lances que se ofreciesen. Y no tardó mucho uno que le obligó a salir a ponerle remedio; y fué que en el valle de Mague andaban hasta quinientos indios puelches haciendo asaltos en los demás indios robándoles sus haciendas y llevándoles sus hijos y mujeres. Para castigar estos salteadores juntó Cosme de Molina treinta hombres no muy diestros ni apercibidos de los requisitos para la guerra, y con ellos se fué en busca de los enemigos, que estaban encastillados en un lugar alto de la serranía donde apenas pudieran recibir daño de un gran ejército que los buscara. Mas con todo eso se puso el capitán al pie de la sierra, y de allí envió a un caudillo con algunos españoles de a pie por no ser lugar apto para andar caballos, y poco después mandó subir otro caudillo que hiciese espaldas al primero con cuatrocientos indios amigos que le siguieron con sus armas y flechas. Cuando los puelches vieron esta gente, comenzaron a subirse más arriba para llevarlos cebados hasta una punta donde hicieron rostro a los nuestros y comenzaron a echar tan espesa lluvia de piedras, flechas y dardos de caña brava tostada, que en breve tiempo hirieron y mataron muchos indios y con ellos a un vizcaíno llamado Pedro Solórzano y un genovés cuyo, nombre era Juan Nativio. Viendo los cristianos que les llovía en la cabeza el acometimiento de su osadía, volvieron más que de paso por donde habían subido, dando en ellos los enemigos tan victoriosos, que les hacían ir rodando por lacuesta abajo hasta llegar al pie della, donde estaba su capitán Cosme de Molina, en cuyas manos dieron tan molidos que no les púdo poner otro remedio sino sacarlos a toda priesa de aquel distrito llevándolos a la ciudad de Valdivia.

Pocos días después de este desastre envió el gobernador a Luis de Toledo, vecino, de la Concepción y conquistador de los primeros del reino, a la ciudad de Valdivia por corregidor della, en lugar del licenciado Hernando Bravo de Villalba. Este comenzó a disgustarse en hallar la tierra tan revuelta que le daba mucha inquietud sin algún provecho habiendo dejado el sosiego de su casa, donde vivía descansadamente con su mujer e hijos, y no pudiendo sufrir tal vida se volvió a su casa dentro de seis meses dejando el oficio al capitán Cosme de Molina consintiéndolo el mariscal Gamboa que a la sazón estaba en Valdivia. Y pareciéndole ser suficiente este capitán para tal cargo, se fué con su campo a la Imperial, habiendo visitado las ciudades comarcanas. Y como los indios vieron que se había recogido a descansar con su gente, comenzaron a hacer de las suyas, y en particular un cacique llamado Andinango, que fué el que salió con el trofeo del encuentro y retirada de que salió desbaratado el capitán Molina. Vino esto a noticia del mariscal con relación de que este indio andaba con otros muchos destruyendo los pueblos que estaban de paz, talándoles sementeras y haciendo otros robos y daños con que los naturales de Mangue estaban demasiadamente apurados. Y como el Gamboa no era amigo de parar cuando había lances de importancia, no quiso tomar el reposo a que había entrado en la ciudad, antes saliendo luego della se fué con la más gente que pudo en busca de los enemigos. Y para tomar esto más de propósito, despachó un mensajero a la Villa-Rica donde estaba el maese de campo Juan Álvarez de Luna con orden de que saliese luego con cuarenta hombres bien, aderezados al valle de Llangague a refrenar los indios, que andaban desbocados, haciendo en ellos ejemplar castigo, y que le esperase allí, porque él llevaba su designio hacia el mismo lugar para concluir de una vez con los rebelados. Mientras el maese de campo se aprestó para ejecutar este mandato iba el mismo Gamboa haciendo gente a orillas de la laguna de Rodrigo Alonso y Vitalauquen, que es la que desagua en la laguna de Renigua. Y habiendo juntado buen número de soldados entró en el valle de Llangague, donde ya andaba Juan Álvarez de Luna metido en obra; y haciéndose un ejército de ciento treinta donde se incorporaron ambas compañías, se fueron entrando por unos valles que están entre las sierras nevadas, donde pasaron innumerables calamidades por ser el camino de los más ásperos que pueden imaginarse, así en cuestas agrias y cenagosas como por los muchos ríos que bajan de la cordillera; y en particular corre uno por una quebrada de una peña viva, tan recogida y derecha que parece hecha a mano, por donde va el agua con extraordinaria furia por ser mucha y el lugar estrechísimo. Y habiendo corrido dos leguas con este ímpetu, por la parte alta de la montaña viene a dar en vago y cae toda de golpe por el aire más de dos mil estados, con tal velocidad que quita la vista de los ojos. Y aunque va la canal a este río, tan angosto que se pasa por una puente de veinte y cuatro pies de largo, con todo eso apenas había soldado que se atreviese a ir por ella por ser tan angosta que no pasa de una vara, y tan alta respecto del río, que dista de él más de viente lanzadas. Y así se hubo de atravesar en ella el capitán don Pedro de Lovera con una lanza en una mano, y con la otra iba pasando a los flacos de cabeza por que no cayesen desvaneciéndoseles con la mucha altura. En este camino iban los nuestros topando muchos indios rebelados en quien se hacían ejemplarescastigos para que los demás escarmentasen, y demás dentro se echaron al agua en la laguna dos canoas que se habían traído por tierra con grandísima dificultad, en las cuales se embarcó el capitán don Pedro del Barco para escudriñar una isleta que está en la misma laguna de Vitalauquen, donde halló alguna gente que envió a la ciudad de Valdivia para ser castigada según la culpa de cada uno. También envió Gamboa por otra parte al maese de campo Juan Álvarez de Luna a coger la gente de otra isleta; la cual viendo se les acercaban los españoles, desampararon la isla y se fueron a la tierra firme, dejándolos burlados.

Estando los unos y los otros en medio de grandes trabajos, sobrevino una gran tempestad con tanta fuerza de nieve que les cubría a todos, poniéndolos en gran peligro por el poco reparo del lugar y aderezos que ellos llevaban. Y en especial se vieron a punto de perecer los que iban con el maese de campo por cogerles el torbellino en parte donde no tuvieron otro amparo sino una peña en que se acogieron. Y así no aguardaron los unos y los otros más perentorias, dando vuelta a los reales, a donde llegaron primero los que iban con Martín Ruiz, y prepararon algún regalo y abrigo para la escuadra del maestre de campo, que llegó después con harta necesidad de todo esto. Y por que estaba ya el gobernador aguardando a su yerno Gamboa con gente de socorro para entrar en Arauco, se fué luego el mismo Gamboa a la ciudad de Valdivia a ordenar sus escuadrones dejando en aquellos reales del valle de Llangague al maestre de campo para correr la tierra y al capitán Hernando de Aranda Valdivia que asistiese en ellos con alguna gente.

Llegado el mariscal a la ciudad, echó derrama entre todos los vecinos y mercaderes para que contribuyesen con ropa, armas y caballos con que aderezar los soldados, y así mesmo con munición y vituallas y los demás requisitos a propósito. Lo cual causó gran desabrimiento a todos los moradores generalmente, por ser ya como ley en Chile el echar semejantes derramas cada año en esta ciudad más que en otras, como si por particular sazón fuera subjeta a pechos y tributos. Y teniendo ya el mariscal su gente a punto, supo que un indio llamado Andinango andaba haciendo estrago en el valle de Mague, y había pervertido a otro cacique cuyo nombre era Netinangue, que le hacía espaldas en sus insultos; y como era tan puntual en acudir a donde quiera que se ofrecía ocasión de castigar enemigos, dilató la jornada para que se iba aprestando y fué a dar orden en remediar este alboroto por ser grave el detrimento que los indios de paz recibían de los rebelados. Y habiendo estado allí veinte días haciendo algunos castigos sin poder haber a las manos al autor del alboroto, se volvió a la ciudad para proseguir su designio dejando en este valle de Mague al capitán Gaspar Viera al cual entretuvieron los indios tratando algunos medios de paz sin tener efecto cosa de las que prometían. No estuvo mucho el mariscal Gamboa en sacar la gente de Valdivia, por tenerla ya apercibida anles de salir a este castigo. Y así comenzó luego a marchar con su campodejando por capitán de la ciudad a Juan de Matienzo, por ser persona experimentada y suficiente para ello. Y teniendo este capitán relación de la cautela de los indios que traían en palabra a Gaspar Viera, y de una pesadumbre que intervino entre los dos caciques rebelados por lo cual murió Andinango a manos de Nitinangue, se partió luego de la ciudad con setenta hombres con deseo de allanar el valle de Mague, que de tantos días antes estaba en frecuentes desasosiegos. Y habiendo hecho de su parte las diligencias posibles para coger a Nitinangue, que retaba cada día a los cristianos con demasiada soberbia y orgullo sin poder asirlo como se deseaba, fabricó un fuerte en que puso veinte españoles con Juan de Montoya que los acaudillase, teniendo esto por importante para que los indios no se desmandasen como solían.

No quiero dejar de apuntar aquí cómo apareció en este tiempo aquel famoso cometa de extraordinaria magnitud que dió vuelta a todo el universo por espacio de cuarenta días según es notorio en todas las naciones, y está escrito en muchos libros, y así no quiero detenerme en esto contentándome con haber apuntado que comenzó el primero día de noviembre de 1577, y tuvo fin cerca del remate del mesmo año. Causó este espectáculo grande admiración en los indios, y muchos dares y tomares en adivinaciones y agüeros, como se podía presumir de gente tan amiga de ellos, pues aún los que están muy lejos de semejantes supersticiones, escribieron espantosos pronósticos, de los cuales salieron algunos verdaderos como es de la muerte de don Sebastián rey de Portugal en la batalla que dió a los moros en las Molucas, y la peste general del sarampión y tabardillo, que corrió desde cabo Verde hasta el estrecho de Magallanes, con extraordinaria y presurosa mortandad de la gente nacida en las mesmas tierras, la cual sucedió desde el principio del año de ochenta y ocho hasta el fin del ochenta y nueve. Cuyas circunstancias, así de las calidades de la gente y tierra en quien la enfermedad caía como las demás de los dolores, hinchazones de garganta y mal olor que traía consigo con otras muchas menudencias, se escribieron en un libro impreso en Aragón más de ocho antes de que la peste sobreviniese.

Estando pues los indios amedrentados con esto, se volvió el capitán Matienzo a la ciudad de Valdivia por acercarse la Pascua de Navidad, donde estuvo muy pocos días con sosiego, porque el segundo día de la Pascua tuvo nueva de que iba gran fuerza de indios sobre la fortaleza nuevamente edificada, para cuyo socorro comenzó a apercibir gente con harta pesadumbre del pueblo que veía no solamente cumplirse el dicho del Espíritu Santo que a los fines del gozo los ocupa el llanto, más aquel que dice que la misma fiesta se torna en lloro. Mas porque segundó otra nueva de que los contrarios tenían tomados todos los caminos sin dejar paso seguro, se atrevió Matienzo a salir en tal coyuntura por ser el riesgo manifiesto; pero no faltó la Providencia divina con el auxilio necesario a los que lo esperaban en el fuerte; porque acudió el capitán Hernando de Aranda Valdivia que andaba corriendo la tierra con algunos soldados, y por otra parte el capitán Rodrigo de Sande con su pequeño escuadrón, que todo junto fué motivo de ánimo para los que estaban en la fortaleza harto faltos de él y de ella, y para el capitán Matienzo a que saliese de la ciudad rompiendo por entre los enemigos, que por estar ya desmayados del socorro ajeno, no le hicieron mucha resistencia hasta que se encastilló en el fuerte con los demás que llevaba. Entonces el caudillo que estaba con los veinte hombres, viendo flaquear a los indios salió a dar en ellos con grande ímpetu y los puso a todos en huída hiriendo y matando a los que alcanzaba sin dejar de seguir la victoria hasta haber hecho grande riza en ellos. Y pareciendo que ya estarían escarmentados de esta y las pasadas, se volvieron los capitanes españoles a sus puestos quedando en la fortaleza los veinte hombres con su caudillo.




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Capítulo VIII


De la ruina del fuerte de Gualqui, donde el general Lorenzo Bernal de Mercado venció a los enemigos, y otra victoria que alcanzó en Millapoa del ejército de Anguilemo


No fué pequeña la inmutación que causó en los indios araucanos y penquinos el ver que venían por diversas partes dos ejércitos de españoles para reducirse a uno, mayormente viniendo en el que salía de Santiago el mesmo gobernador Quiroga con quinientos hombres, y en el otro el mariscal su yerno con ciento treinta; y para imitar ellos en algo de esto a los nuestros, se dieron buena maña a convocar gente de su bando, y habiendo juntado gran suma de ella pusieron su campo en los términos de la ciudad de la Concepción, donde fabricaron una fortaleza en un lugar llamado Gualqui para irse recogiendo allí todos los confederados para la guerra. Mientras andaban ellos en esta obra, llegaron los dos ejércitos de españoles al lebo llamado Quinel ocho leguas de la Concepción, donde se juntaron en un solo campo para acabar de una vez con las cosas de la guerra. Y viendo el gobernador que tenía tan a mano gran suma de enemigos, para comenzar por ellos, envió a llamar a Lorenzo Bernal de Mercado queriendo aprovecharse de su valor, industria y fuerzas tan notorias en todo el reino, y muy en particular en el tiempo que el mesmo Quiroga tuvo la gobernación por nombramiento del licenciado Castro. Acudió Bernal a este mandato con gran presteza, con buen número de soldados escogidos de todo el ejército, con los cuales puso cerco a la fortaleza de Gualqui donde estaba ya gran suma de indios con las armas en la mano. Mas acometió Bernal con tanta gallardía, que con solo ver su persona comenzaron a temblar los indios, y aunque a los primeros encuentros se defendieron, no lo llevaron adelante vencidos de los españoles, de suerte que desamparando la fortaleza fueron huyendo casi sin ver por donde hasta dar consigo en el caudaloso río de Biobio a donde se abalanzaron, teniéndose por más seguros en medio de su raudal que en el de la cólera de los españoles, y así se ahogaron muchos de ellos y otros quedaron alanceados en el camino sin los que fueron presos, que por todos fueron en gran suma.

Habida esta victoria puso en orden el gobernador su ejército basteciéndole de mucha arcabucería, lanzas, dardos y armas defensivas con mucha munición y vituallas, y sobre todo con más de diez mil caballos, y lo demás anexo a lo que toca al bagaje. Y queriendo marchar hacia los estados distribuyó los oficios del campo entre las personas más aptas para ello, nombrando por coronel al mariscal Gamboa, su yerno; por maese de campo al general Lorenzo de Bernal de Mercado; por alférez general, a don Antonio de Quiroga Losada; por capitanes, a Gaspar de la Barrera, Tomás Pasten, Antonio de Avendaño, Gregorio Sánchez, Gaspar Verdugo, Francisco Jofré, Campo Frío de Carabajal, Alonso Ortiz de Zúñiga; por sargento mayor, a Juan Martínez Palomeque, y, finalmente, a Basco Zabala por capitán de la artillería. Con esta disposición pasaron el río de Biobio por la parte que cae hacia Talcamavida, donde es su anchura de media legua, y habiéndole pasado todos en salvamento, entraron en Arauco donde asentaron los reales muy despacio con propósito de invernar allí para tener a raya a los enemigos.

Viendo los indios araucanos tan grueso ejército de españoles en medio de su tierra donde se enseñoreaban de ellos no dejándoles alzarcabeza, comenzaron a tratar medios de paz, más por temor y necesidad que por gana que tuviesen de ella. Y en particular en el distrito del cacique Colocolo se trató de darla fingidamente por industria de un mulato facineroso que andaba entre los rebelados, y de un mestizo que también estaba con ellos habiendo huído de entre cristianos por un delito de los más enormes que se pueden imaginar en el mundo, y fué que estando prendado excesivamente del amor de una india con quien vivía en mal estado, vino a morir ella en medio de sus ilícitos deleites, y el desventurado hombre estaba tan captivo en los lazos de la lascivia, que embalsamó a la india no queriendo dar a la india sepultura por estarse él sepultado en ella estándolo también en las tinieblas de la muerte, pues hacía vida con la difunta con el mismo estilo, o por mejor decir, desorden que cuando estaba viva. En lo cual se manifiesta la muy lamentable miseria de los que viven en semejante ceguedad, pues llega a tanto su torpeza que los confunde en tan profundo abismo de inmundicia. ¿Qué males han sucedido en el mundo en que no haya intervenido ocasional o principalmente algún rastro de esta ceguera? Notorio es, y muy cierto por la gravedad del autor que lo refiere -que es Tertuliano- haber muerto Espensipo en el mismo acto de lujuria en que se estaba deleitando. Y no menos lo que refiere Plinio de Quinto Heterio, que despidió el alma estando encenagándose en el mismo pantano, enviándola de un infierno de culpa a uno de pena. Y aun en los siglos más propincuos a los nuestros, le sucedió lo mesmo a un barcelonés llamado Beltrando Ferreiro, como lo refiere Juveniano Pontano. Dejo aparte los que murieron en el mismo ejercicio detestable a manos de otros, que cosieron con sus espadas a los que estaban irritando a la de la justicia divina, como le aconteció al ateniense Alcibíades, que al punto de que estaba en esta abominación con Tirnandra murió a manos de Lisandro. Siendo pues los autores y guías de los indios tan buenas dos cabezas como éstas, ¿qué se podía esperar de la paz procurada por consejo suyo sino que toda era fingida para asegurar a los nuestros con intento de proceder más libremente en sus insultos? Con todo eso no quiso el gobernador recibirlos tan rasamente que dejase de mostrar enojo por lo pasado, y hacer alguna manera de castigo desterrando algunos a Coquimbo para que sirviesen en las minas y los demás entendiesen que habían de estar sujetos a la disposición de su gobierno. Y experimentóse luego cuanta razón tenla de ir con ellos con la rienda en la mano, pues en son de paz andaban por los caminos salteando y cogiendo lo que podían, en especial armas y caballos, de los cuales llevaron más de dos mil en pocos días. A este tiempo tuvieron los nuestros oportunidad de haber a las manos a los enemigos con ocasión de una trama que había entre unos indios naturales de Millarapue. Y fué que un indio llamado Nilandoro andaba en malos pasos con una india llamada Quida, mujer de un cacique muy poderoso cuyo nombre era Anguilemo. Y como viniese a noticia del marido el mal recado en que su mujer andaba, determinó matar al adúltero tomando en él venganza con un género de muerte cruelísimo. Supo esto la india malhechora, y por evitarlo eficazmente, dijo a Nilandoro que no había otra puerta para su remedio sino irse a poner en manos de los españoles ofreciéndoles su persona con protestación de que les entregaría al cacique su marido con toda la gente rebelada, que estaba debajo de su bandera. Ejecutó el indio este consejo dando al gobernador noticia de la ladronera donde estaban los enemigos, ofreciéndose por guía de los escuadrones que fuesen en su busca: y admitiéndolo el gobernador envió a Lorenzo Bernal con doscientos arcabuceros que diesen cabo de tal gente. Y habiendo llegado donde los indios estaban en su junta, dió el indio la traza en distribuirse los soldados para acometer por los lugares más oportunos, lo cual se hizo según su dirección y consejo. Y dando todos a una en los enemigos, se trabó batalla muy sangrienta en que murió el cacique Anguilemo, y los demás de su bando fueron desbaratados con pérdida de muchos de ellos quedando la india en manos de Nilandoro, que la tomó por mujer por haber muerto su marido como ambos deseaban. Consiguieron los nuestros esta victoria el octavo día de setiembre de 1577.

Con estos sucesos estaban ya los indios tan apurados que a más no poder mostraban algún resentimiento, de suerte que cesaron por algunos meses las inquietudes de Arauco, aunque sin salir de él el gobernador, no contentándose con cualquier muestra de paz por la experiencia que tenía, que no siempre era verdadera. Mas envió a su yerno Gamboa a las ciudades de arriba pareciéndole que en Arauco no había por entonces tanta necesidad de su persona como en otros distritos que estaban algo desordenados. Y en el entretanto mandó al maese de campo Bernal correr la tierra hasta no dar lado a los enemigos si acaso intentasen menearse. Y como anduviese corriendo los lebos de Ongolmo, Paicabí, Tucapel y Millarapue, se le antojó de hacer un chaco de indios como de ordinario se hace de ganado. Y para que se entienda el vocablo que es propio del Perú, es de saber que muchas veces se juntan seis mil o más indios en campo poniéndose todos en rueda o cerco a manera de corrillo cogiendo en medio gran distrito, y luego se van juntando poco a poco de suerte que todo el ganado que anda en aquel espacio del cerco se va recogiendo hacia el medio huyendo de los indios, que se van acercando y cerrando más la rueda hasta venir a acorralar tanto las reses, que las cogen a manos sin dejarles resquicios por do evadirse: y esto es lo que propiarnente llaman chaco. Y pareciéndole a Lorenzo Bernal que era buena la traza para cazar hombres, juntó gran suma de indios amigos de todos estos lebos, y disponiéndolos corno está dicho, cogió en medio más de cuatrocientos enemigos a los cuales desterró el gobernador a Coquimbo como a facinerosos y alborotadores.

Después de esto alzó el gobernador los reales de aquel sitio y los situó dos leguas de la Imperial con intento de aguardar al mariscal Gamboa y a su alférez general don Antonio de Quiroga, que había ido a traer gente de la ciudad de Santiago. Y al tiempo que entraba por el valle de Puren, cargaron de improviso algunos escuadrones de enemigos que le dieron en la retaguardia, la cual llevaba el capitán Rodrigo de Quiroga el Mozo. Y por ser la entrada muy estrecha pusieron a los nuestros en aprieto, aunque no se detuvieron mucho, contentándose con hacer suerte de primer ímpetu, por no llevar la medra que solían. Mas habiendo los nuestros salido a lo llano, se hizo castigo ejemplar en algunos de los rebelados aunque algo de paso porque pretendía el gobernador llegar presto al lebo de Tomelmo, donde asentó sus reales para proseguir las cosas de la guerra. No estaban los adversarios lerdos en convocarse unos a otros y ponerse en más de ocho mil de ellos para defender su partido no dejándose sujetar de los españoles. Y por esto se,pusieron en emboscada en las lomas de Longonaval por donde había de pasar el gobernador con su ejército. Mas como Lorenzo Bernal les penetraba sus intentos, dió luego alcance a su designio y para sacarlo de rastro mandó echar un caballo cerca de donde ellos estaban para que entendiesen que daban sobre ellos los españoles, y con el alboroto descubriesen la emboscada. Y como si lo hubiera visto por sus ojos así sucedió: de suerte que los indios hubieron de desamparar aquel lugar por ser ya notorio a los nuestros, habiendo sido ya su pretensión cogerlos repentinamente; y aunque la escuadra en que venía el mestizo llamado Alonso Díaz por la república de Colocolo, y la de Miguel Caupe, que entró por el lebo de Codico se fueron retirando, con todo eso tuvo ánimo para acometer un indio llamado don Juan, el cual con solos cien indios dió una noche cerca del cuarto del alba en los reales de los españoles poniendo fué o a algunas tiendas con harto daño de las alhajas que en ellas había, anque plugo Nuestro Señor que el fuego no cundiese más adelante. Tuvo el gobernador tanto coraje de esto, que salió él mesmo,en persona a correr la tierra para castigar este atrevimiento, y habiendo hecho escrutinio por espacio de una legua lo cometió a su sobrino Rodrigo de Quiroga para que no parase hasta dar con los contrarios. Dióse tan buena maña este capitán que a pocas vueltas dió con los indios agresores, de los cuales mandó el gobernador matar algunos empalando al capitán de ellos que había en otras ocasiones sido preso y perdonado.




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Capítulo IX


De cómo los capitanes Juan de Matienzo y Hernando de Aranda Valdivia redujeron a la paz algunos pueblos de indios puelches


Ya queda dicho en el capítulo séptimo cómo el capitán Juan de Matienzo dejó en el fuerte de Lluen sólo veinte hombres de pelea por haber otras muchas partes que socorrer con la demás gente que le seguía. Pues como los indios de estos términos eran tan inquietos y vieron la poca fuerza de los españoles, juntáronse en un copioso número para dar sobre el fuerte con mano armada. Y para hacer esto más a su salvo tomaron los pasos del camino por donde podía entrar socorro, aunque no por eso lo impidieron por la mucha presteza que el capitán Matienzo tuvo en acudir a esto con setenta hombres. Con esta venida acordaron los indios de mudar lugar subiéndose en un alto risco donde no podían recibir daño de los agresores por ser grande la suma de piedras que de allí arrojaban, y algunas tan grandes como de molino, que una sola bastaba a desbaratar un ejército por la furia con que iba dando saltos dividiéndose en diversos pedazos en cualquier punta que tocaba; y ultra de esto llovía gran fuerza de flechas enherboladas con una hierba tan ponzonosa que mataba dentro de veinticuatro horas irremediablemente, con la cual murieran todos los heridos si no se atinara con el remedio que es echar sal en la herida, con que no ha lugar el efecto de la ponzoña. Y experimentando los nuestros lo poco que podían con los indios por fuerza de armas, acudieron a las sementeras y ganados destruyéndolo todo hasta que los indios desaparecieron por no incitar con su presencia a los españoles para proseguir este destrozo.

Y por no volver con las manos vacías, se fué el capitán Matienzo entrando por la sierra nevada en busca de los indios puelches, teniendo noticia de que se iban congregando en un lugar de aquella serranía para bajar con grandes huestes a trabar guerra con las ciudades de Valdivia, Osorno y las demás comarcas. Y cuando estaban cerca unos de otros, precedió el capitán Hernando de Aranda con treinta hombres, los cuales dieron de improviso en los indios a tiempo que estaban en un solemne banquete, derramándoles los solaces y obligándolos a tornar las armas, aunque con la turbación pudieron hacer poco daño con ellas, teniendo por mejor remedio volver las espaldas para ponerse en la punta de un cerrillo escabroso donde no podían llegar caballos; y como el intento de los nuestros era pacificar la tierra, llegáronse a un lugar de donde pudiesen ser oídos de los indios, y les intimaron cuánto les convenía dejarse de guerra y allanarse con los españoles si no querían ver perpetua inquietud por sus casas. A esto respondió su capitán llamado Irpantue que ellos no tenían intención de meterse en guerras, y así lo mostrarían desde luego sujetándose a los cristianos si les daban palabra de seguro. Y habiéndola Hernando de Aranda interpuesto debajo de la fe de caballero con grandes promesas de regalo y buen tratamiento, bajaron los indios a donde él estaba y prosiguieron su compañía hasta el valle donde había quedado el capitán Matienzo, el cual recibió a los suyos y a los nuevamente reducidos con salva de arcabucería y otras muestras de regocijo, y se fué con ellos a la ciudad de Valdivia.




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Capítulo X


De la entrada que hizo el gobernador con su ejército en la provincia de Mareguano


De la segunda parte del libro segundo de esta historia, consta ser los indios del distrito de Mareguano los más difíciles de allanar que se han hallado en todo Chile así por la aspereza del famoso cerro de Catirai, donde se fortalecen con grandes ventajas, como por las memorables victorias que han conseguido de los españoles. Por esta causa determinó el gobernador de entrar en estos términos por ser mucha la gente y aparejo que a la sazón tenía para valerse con estos indios, que estaban demasiadamente orgullosos y soberbios. Y lo primero con que toparon los nuestros fué una cuadrilla de gente desarmada que andaba con otros pensamientos entendiendo en cosas concernientes a su hacienda. Echó mano de esta compañía un capitán que dió con ella, lo cual fué de grande pesadumbre para un cacique llamado Ulpillan, que tenía prendas entre los presos de algunos parientes y mujeres suyas, y viéndose afligido con esta desgracia, procuró valerse de un español llamado Juan de Fuentes a quien él había cautivado en una batalla, el cual le consoló con firme promesa de su remedio escribiendo una carta al gobernador en un pedazo de cuero con un palo en lugar de pluma, la cual llevó un indio enviado del cacique con más miedo que vergüenza. Y aunque el gobernador cuando recibió la carta río entendió la letra, a lo menos entendió al punto lo que era escribir en cuero por falta de papel, y para remediarlo dió al indio papel y tinta que llevase a la persona que lo había enviado. La cual escribió por extenso su cautiverio suplicando a su señoría lo rescatase en trueco, de aquella gente que habían tomado. Salió el gobernador a este partido tanto con más voluntad cuanto más entendió haber sido el tratamiento que el cacique había hecho a Juan de Fuentes era como de hermano, y no como de enemigo. No fué poco, venturoso este soldado en haber sido cautivo hasta entonces por ser costumbre de los indios despedazar luego al español que han a las manos de suerte que son contados los que han sido libres habiendo caído una vez en ellas. De las cuales fué el primero Antonio de Rebolledo que estuvo dos años, preso en la isla de la Mocha, y Juan Sánchez que había sido preso en una de las batallas del gobernador Valdivia, y don Alonso Mariño de Lobera que estuvo cinco días preso entre los adversarios con tres heridas peligrosas y fué libre de las prisiones por la buena diligencia de su padre don Pedro Mariño de Lobera, que con el amor paternal se atrevió a sacarle con solos nueve de a caballo y catorce arcabuceros que llevaba el capitán Lamero, los cuales dieron a los indios batalla campal y libertaron al capitán con otro compañero suyo hijo del capitán Rodrigo de Sande.

Efectuado el sobredicho rescate anduvo el ejército español corriendo todos aquellos campos de Mareguano, Millapoa y Talcamavida por todo el mes de febrero del año de 1578, sin cesar de destruir sementeras, huertas y ganados para oprimir a los indios con estas vejaciones con intento de reducirlos a la paz, que sólo ésta se deseaba.

Ya que los indios de este distrito no se atrevían a manifestarse por enemigos, escarmentados de los frecuentes asaltos que ordinariamente habían en ellos los corredores que salían de nuestro ejército, le pareció al gobernador que se podían levantar los reales para acudir a otros lugares más accesitados de su presencia y fuerzas de sus capitanes, y sin detenerse más dió una vuelta por las provincias más alteradas entrándose por la de Puren, y prosiguiendo por la de Guadaba, Tomelmo, Quiaupe, Coipo y las tierras que están a la falda de la serranía y llanos de los Coyuncos. Y habiendo hecho algunos castigos por donde quiera que pasaban, se tornaron a juntar las compañías que el mariscal Gamboa traía de la ciudad de Valdivia con las demás que el gobernador tenía en su campo. También llegó a esta coyuntura el capitán don Antonio de Quiroga con los soldados que había recogido en Santiago y la Serena. Todos los cuales vinieron a hacer un copioso ejército respecto de los españoles que hay en Chile. Y sin descansar muchos días, tornó a salir el mesmo don Antonio de Quiroga a correr las tierras de los Coyuncos acompañado de cien hombres bien aderezados, los cuales hallaron gran resistencia en los escuadrones que tenían los indios apercibidos, viniendo a darse con ellos de las astas con efusión de sangre de ambas partes y muerte de muchos de los indios, hasta que fueron de vencida quedando el campo por los españoles.

En este tiempo se fueron recogiendo los indios de Mareguano y algunos otros que apellidaban, al escabroso cerro de Catirai, donde siempre habían probado bien la mano. Vino esto a noticia del gobernador, el cual mandó alzar sin dilación alguna los reales y se fué marchando a Mareguano donde los asentó una legua del mesmo cerro. No fueron pocos los pareceres que allí hubo entre todos los capitanes sobre el acometer al lugar tan dificultoso y desgraciado para españoles y en especial tuvieron sobre ello larga contienda el gobernador y el maestre de campo, aunque con gran resignación y modestia de parte de Lorenzo Bernal que se profería a seguir el mandato de su cabeza, lo cual obligaba al mesmo gobernador a proceder con más recato cargándoselo todo a él para tener excusa si algún desastre sucediese. Mas como Bernal era experimentado y sabía bien lo que le convenía, dijo que él estaba presto de ejecutar la orden de su señoría con tal que se la diese firmada de su nombre para que después hubiese claridad de la persona a quien se había de atribuir el suceso. Seguía en esto el parecer de Bernal Martín Ruiz de Gamboa, como quien había probado la dificultad de este cerro volviendo con las manos en la cabeza según se dijo en la segunda parte del segundo libro. Y finalmente era de esta opinión el alférez general y el capitán Alonso Ortiz de Zúñíga, y Antonio de Avendaño a las cuales contradecían otros pareciéndoles que no se podría después hallar tan buena oportunidad como la presente para acabar de una vez con la guerra, cuyo fin consistía en ser los indios vencidos sólo una vez en este fuerte, en que tenían toda su confianza; pues sería muy malo de juntar en otra ocasión la multitud de gente española que se hallaba en ésta con grande abundancia de armas, caballos y vituallas con todo lo demás que podía desearse para provisión del ejército. Y apoyaban más esta sentencia con el orgullo que los indios cobrarían de ver tantos españoles temerosos para entender que ellos eran inexpugnables, y podían tenerse en buenas en todas las demás ocasiones que se ofreciesen. Las cuales razones y otras muchas acumulaban Alonso de Alvarado, el capitán Baltasar Verdugo, Gabriel Gutiérrez, Juan de Torres Navarrete, el capitán Cortés y Hernando de Alvarado, todos los cuales se ofrecían a venir con la victoria o poner las cabezas al cuchillo para pagar su atrevimiento. Con todo esto no quiso el comendador Quiroga resolverse por entonces por mirarlo más despacio, contentándose con hacer reseña de toda su gente con ostentación del número, galas y bizarría, para causar temor a los indios que estaban a la mira. Y el día siguiente, habiéndolo encomendado a Dios con mucho cuidado, envió al mariscal y al maestre de campo con doscientos hombres que marcharon por una loma contraria a la que ocupaban los enemigos, más por hacer aspavientos y quitarles la sospecha de cobardía, que por venir a las manos. Mas como Bernal era tan amigo de no perder lance, no pudo acabar con su condición el contentarse con lances echados al aire. Y así se adelantó con veinticinco hombres con que dió alcance a un escuadrón de contrarios, que estaban disimulados en defensa de aquel paso. Y arrojándose en su seguimiento hasta lo alto de la loma, se vino a carear con todo el campo de los contrarios que estaba en la otra punta sin haber lugar de darse de las astas por no haber paso por aquella parte. Por esta ocasión se volvieron los nuestros a los reales, de donde partieron luego sin haber acometido a los enemigos, y se fueron marchando la vuelta del río grande de Biobio sin cesar de hacer lances en el camino, cogiendo indios y destruyendo sementeras hasta pasar de esotra banda por la provincia de Talcamavida, donde también se hicieron algunas presas. No pasaré en silencio una cosa que sucedió en este lugar, y fué que estando más de cuatro mil caballos junto al ejército, parte atados y parte sueltos paciendo por el ejido, se alborotaron todos de repente como si hubieran visto algún espectáculo estupendo, y partieron de carrera sin haber cabestro que no quebrasen por huir de lo que nadie entendía qué cosa pudiese ser, y con el mismo pavor se alborotó el ganado que era en gran suma, de suerte que por espacio de una legua no hubo animal que parase, obligando a sus dueños a ir en su seguimiento, como lo hicieron, corriendo gran trecho sin poder dar alcance a los caballos y ganado. Antes en lugar de cogerlos fueron cogidos de algunos indios, con quien pelearon valerosamente aunque iban desapercibidos. Acabada esta refriega y recogidos los caballos, se distribuyó la gente del ejército para acudir a diversos puestos entrándose el mariscal en la Concepción con buena parte de la gente y llevando al capitán Rafael Puerto Carrero casi todo el resto a las ciudades de arriba, que a la sazón estaban necesitadas. Mas como estos soldados fuesen a tan diversas partes, hubo de quedar el capitán Puerto Carrero con solos tres, y esos mal apercibidos y desarmados, y sucedió que llegando a los llanos a orillas del río Nibiqueten, que es poderosísimo, se determinó a pasarlo, y aunque en efecto le pasaron, no por eso les quedaba poco por pasar, pues en la salida dieron en un escuadrón de cien indios que los esperaban con las lanzas en las manos. Y viendo el capitán tan manifiesto riesgo de la vida, no por eso se olvidó del fardaje con que iban algunos indios, y por asegurarle más dijo a sus tres compañeros que se fuesen a favorecerlos porque los enemigos no los robasen, ofreciéndose él mesmo a entretenerlos a todos confiado de sus fuerzas y buen caballo y las lucidas armas que tenía. ¿Quién dirá que al primer encuentro no quedó este capitán en manos de los contrarios? Como quiera que haya sido tan al contrario que peleó tres horas enteras sin flaquear punto hasta que vino a cansar los cien hombres con quien tenía la contienda, los cuales viendo un caso tan extraordinario hincaron las lanzas en tierra y le preguntaron qué hombre era y dónde había nacido pues nunca habían visto cosa semejante. A esto respondió ser él uno de los conquistadores primeros del reino y un hombre muy hecho a matar indios, y así lo haría en esta coyuntura si no se le sujetaban de su voluntad. Y aunque ellos no vinieron en ésta, a lo menos dejaron la pelea y se fueron de su presencia dejándole solo, herido, y merecedor de diuturna fama.




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Capítulo XI


De la batalla de Guaron, donde murió el capitán Cosme de Molina


Llegado el mes deabril de 1578, hubo nueva en la ciudad de Valdivia de que los indios de Mague habían vuelto a su pertinencia tomando armas contra los que estaban en paz, y asaltando a los españoles que iban descuidados. Para remediar este daño comenzó el capitán Juan de Matienzo a juntar algunos soldados, entre ellos a un vecino que por resistir a su mandato fué puesto en prisiones contra voluntad del corregidor, que era Cosme de Molina, y vino a proceder tan adelante la disensión que hubo sobre esto, que estuvieron a canto de venir a las manos con grande alboroto de la ciudad que tenía hartas guerras de los de fuera sin que hubiese otra entre los domésticos. Finalmente vino a parar el negocio en que el mismo corregidor tomó la mano en hacer gente y salir a los enemigos, aunque la tuvo tan mala, que no juntó más de siete hombres con los cuales salió en busca de los contrarios. Y aunque le persuadieron muchos que no pasase del lugar de su encomienda, donde había alguna más seguridad que en la tierra que está más adelante, con todo eso hizo poco caso de admoniciones y se dejó ir hasta el sitio de Guaron, orilla de la gran laguna de Renigua. Apenas había sacado el pie del estribo cuando los rebelados dieron sobre él arremetiendo con gran coraje, y fué tal la triste suerte del capitán Molina que al primer encuentro cayó de su caballo en medio de los enemigos, los cuales se cebaron en él aunque se levantó de presto, y procuró zafarse de sus manos. Viendo sus compañeros el pleito mal parado, picaron a los caballos volando por el campo raso, sin socorrer al desventurado capitán, que les daba voces corriendo tras ellos a pie hasta emparejar con un monte donde se metió a buscar remedio aunque lo halló poco, porque le cogieron luego los indios, y le sacaron del boscaje y el alma del cuerpo. Y era tanta su rabia y barbaridad, que por tomar en él toda la venganza que quisieran haber de esotros siete, le cortaron los brazos y piernas por todas sus coyunturas habiéndole quitado el cuello de los hombros, y así lo dejaron como a un tronco, donde fué hallado al cabo de pocas horas y llevado a la ciudad que hizo no menor llanto en ver un cuerpo tan deforme, que sentimiento en ver a su corregidor muerto a manos de sus contrarios.

Y aunque la huida de los siete consorte fué tan a tiempo que no aguardaron a segundo lance, con todo eso murieron dos de ellos, a quienes siguieron los enemigos hiriendo otros tres con saetas enherboladas, de cuyas heridas vinieron a morir dentro de veinticuatro horas. En este alcance se mostró muy animoso y esforzado un mancebo llamado Juan de Padilla, que había pretendido hacer rostro a los indios ayudando a su capitán, y lo puso por obra por un rato hasta que vió que lo dejaban solo obligándole a retirarse, aunque siempre peleando sin volver las espaldas como los demás de su compañía.




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Capítulo XII


De la entrada del gobernador en los estados de Arauco donde tuvo algunas batallas con los indios


No poco orgullosos quedaron los indios de Catiray de la pusilanimidad que los españoles mostraron en no querer acometerles según se refirió en el capítulo décimo. Y teniendo entre sí larga consulta con ánimo de dar sobre algunas ciudades del reino, hizo el general un largo razonamiento a todos sus capitanes y las demás personas de su campo, que pasaban de quince mil, animándolos a esta empresa y juntamente haciendo dejación del cargo de general por estar ya muy viejo y cargado de enfermedades. Sintieron todos mucho la mudanza de gobierno por ser Longonaval hombre de grande autoridad entre ellos y muy probado en las cosas de la guerra. Mas por el mismo caso que él tenía esta opinión entre ellos, tuvo por necesario para conservarla el no proseguir en el oficio donde la falta de los pasados bríos le había de disminuir la opinión y autoridad ganada. Y midiendo el cargo con sus fuerzas, como viese la desigualdad tan patente, es persuadió que admitiesen en su lugar al capitán Antimangue, así por la satisfacción que sus obras daban de su persona, como por un sueño que su madre había tenido de que no podría ser vencido de cristianos, antes los rendiría a todos quedando por señor del reino. Y así por esto corno por la autoridad de Longonaval que lo mandaba, fué electo por general con aplauso de todo el ejército y regocijo de los Estados de Arauco.

Y como entendiese el gobernador Quiroga los nuevos bríos que habían cobrado los araucanos, se puso luego en camino para los Estados comenzando a marchar con su campo hasta el valle de Chivilingo, que es paso peligroso y desgraciado para los españoles, como se vió en la pérdida del ejército del mariscal Villagran y otros encuentros referidos en esta historia. Y por estar el gobernador tan enfermo y viejo que le llevaban en una silla, no quiso el maestre de campo que pasase adelante, sino asentando los reales en el lugar donde estaba actualmente el ejército, salió con ciento ochenta hombres de a caballo y mil indios amigos a reconocer el campo de los contrarios. Y aunque su intento no era pelear por entonces, sino solamente tomar noticia de lo que había del bando araucano, con todo eso no pudo dejar de venir a las manos por la presteza con que los indios acudieron a trabar escaramuza por un rato con la gente de a caballo, y después con los indios de nuestro ejército que pelearon valerosamente. Más en pudiéndose evadir de esta refriega, volvió Bernal a ordenar sus escuadrones con los quinientos españoles que allí tenía, estando toda aquella noche en vela por estar cercado de los adversarios, que dieron tres armas falsas en los tres cuartos que se suelen velar en los reales. Venida la mañana se puso nuestro ejército en orden subiendo el mismo gobernador a caballo para tomar el tercio de la batalla, y poniendo al maestre de campo en la vanguardia con cien arcabuceros y ochenta de lanza y adarga y en la retaguardia al mariscal Martín Ruiz de Gamboa con ánimo de romper por medio de los enemigos sin volver el pie atrás por más resistencia que hiciesen. Y habiendo hecho un breve razonamiento para alentar a sus soldados con palabras que procedían de pecho cristiano y prudencia de valeroso capitán, mandó acometer en nombre de Jesucristo Nuestro Redentor y su gloriosa madre. Y fué tan buena la suerte del primer encuentro, que murió en él el nuevo general Antimangue de un arcabuzazo que atravesó los corazones de los suyos. Acudió luego su sargento mayor llamado Polican a usar oficio de cabeza, y para mejor bandearse envió a llamar a uno de sus capitanes, el más diestro y estimado del ejército, el cual estaba peleando con los soldados de la retaguardia del nuestro, y cuando llegó el mensajero donde él estaba le halló muerto con otros muchos que estaban tendidos en tierra. Viendo esto los enemigos perdieron el ánimo, y se fueron retirando sin salir de orden dándoles batería los nuestros sin cesar de seguir el alcance hasta pasar toda la cuesta. Fué extraordinariamente lastimoso el estrago que se hizo en los indios este día, que fué jueves a 20 de marzo de 1578 una semana antes de la santa.

Sintió el general viejo Longonoval esta pérdida entrañablemente, acordándose de la victoria que había alcanzado en aquella misma cuesta del mariscal Villagran; y para restaurar algo de lo perdido, quiso él tomar la mano en volver por su tierra usando de su antiguo oficio de general. Y se pusiera luego a ello si no lo impidiera un cacique llamado Anguilande, que era entre ellos de mucha estima, el cual hizo una larga plática a todo su ejército persuadiéndoles ser total destrucción del reino andar haciendo asaltos donde no medraban otra cosa que volver con las manos en la cabeza y que el remedio estaba en juntarse todas las provincias de una vez y dar en los nuestros para matarlos todos, o morir todos.




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Capítulo XIII


De la entrada que el capitán Diego Maso de Alderete hizo en el archipiélago de Chiloé, y algunas batallas que tuvieron con los indios el mariscal Gamboa y otros capitanes


En tanto que la gruesa de la gente española andaba con mucho contento de haber vencido a los enemigos en Arauco sin cesar de destruirles las sementeras y ganados y despojarlos de sus haciendas, hijos y mujeres en frecuentes asaltos, le pareció, al capitán Diego Maso de Alderete corregidor de Castro de Chiloé que sería acertado seguir el descubrimiento de aquel archipiélago, como se había hecho en tiempo de don García de Mendoza y el doctor Saravia. Y metiéndose en un bergantín con nueve españoles y treinta indios, embocó por un brazo de mar de cien pasos de ancho, y vino a dar en la anchura del archipiélago, donde halló más de mil quinientas islas, y parte de ellas tan pobladas, que pasan de doscientos mil indios los que en ellas habitan de ordinario. Halló también gran suma de piraguas hechas de tablas cosidas con cortezas de árboles y calafateadas con hierbas molidas en lugar de estopa y betumen. De éstas acudieron a dar muchas en el bergantín para matar los que, en él estaban, aunque les salió tan al revés que los mismos agresores tiñeron el piélago con sangre por arrojarse sin orden y concierto y por tener los españoles dos tiros de campo, cuatro arcabuceros y tres alabardas, ultra de sus espadas y las flechas de los indios de su compañía, y aunque los contrarios arrojaban gran fuerza de dardos y piedras y peleaban con lanzas y macanas, no pudieron hacer daño a los del bergantín por falta de experiencia y destreza, la cual tenían valerosamente los nueve españoles, que fueron Maso de Alderete, Leonardo Rosa, Hernán Rodríguez de Gallegos, Andrés Aguado, Francisco González, Manuel Álvarez, Diego Muñoz, Juan Hernández de Cepeda y Pedro de Porras, los cuales volvieron a sus casas al cabo de dos meses sin haber hecho otro efecto más de descubrir islas y derramar sangre.

Pasáronse algunos días después de las batallas referidas, sin que los indios tomasen armas contra los nuestros cansados de tanta desventura como veían por sus tierras causada de las continuas guerras, y en especial los indios de Arauco que veían a nuestro ejército alojado en medio de su comarca junto al río de Pangue y una laguna donde él entra, por ser sitio que dejaba sólo un portillo para entrar los enemigos y muy cómodo para salir a correr la tierra y traer bastimentos en abundancia para la gente que estaba allí invernando. Y por no haber rumor de enemigos, envió el gobernador a su yerno Gamboa con treinta hombres a visitar las ciudades de arriba, el cual llegando al camino de Ancapel, que está junto al valle de Angol, dió con una gran junta de indios de guerra,que estaban preparados para dar batalla a nuestro ejército, y acometiendo repentinamente los desbarató y mató muchos de ellos, y les quebró cuatro mil cántaros y más de mil tinajas de vino y chicha de la que ellos beben, que lo sintieron más que la efusión de sangre de sus heridas.

Habiendo conseguido esta victoria, se entró en la ciudad Imperial, de donde envió cincuenta hombres al valle de Langague para socorrer al capitán que allí estaba, que era Juan Álvarez de Luna, y él se fué por otra parte a castigar la muerte de Cosme de Molina, y para ello se alojó con sus soldados a orilla de la laguna por ser sitio cómodo para acudir de él a todas partes. Con esta novedad despertaron también los enemigos para defender sus tierras y personas, y se juntaron más de tres mil de ellos en una fortaleza donde tenían mucha provisión de vituallas y armas de diversos géneros, y no menos de piedras para tirar de lo alto del fuerte, y muchas tinajas de hierba ponzoñosa molida para enherbolar las flechas, cuyo número era excesivo. Con esta preparación estaban los indios a pique para acometer a los reales del maestre de campo Juan Álvarez de Luna, pero viendo el mariscal tan cerca que le hacía espaldas con cien españoles y muchos indios amigos, no usaron desmandarse por entonces, y con esta ocasión hubieron de volverse a sus casas sin aprovecharse de las prevenciones que con tanta solicitud habían acaudalado. Con este tenor estuvo la tierra en continuo desasosiego, porque en llegando el mariscal se enfrenaban los indios, y en apartándose de aquel distrito llevando la gente a los estados de Arauco, tornaban los indios a rebelarse. Y para poner resguardo a esto, no quiso Gamboa levantar esta vez los reales hasta llamar a su presencia al capitán Juan de Matienzo, dándole instrucción para quedar en aquel lugar favoreciendo a Juan Álvarez de Luna, por ser necesaria más fuerza que la que él tenía. Hecho esto se fué Gamboa a la ciudad,de Valdivia donde juntó alguna gente y mucho mantenimiento, para ir con ello a los estados de Arauco donde estaba el campo del gobernador esperando a que pasase el invierno.




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Capítulo XIV


De la batalla que hubo en el fuerte de Lipingueda entre los indios y españoles y el cerco de la Villa Rica


Muchos días había ya que el capitán Juan Álvarez de Luna estaba con noventa hombres en el valle de Llangague padeciendo innumerables trabajos por estar en mano de los enemigos, y así mismo estaban ellos irritados con los nuestros por los frecuentes asaltos que les hacían destruyéndoles las haciendas y empalando a los que topaban descuidados, por lo cual se recogieron a un fuerte, que fabricaron en un lugar alto y muy áspero en la subida, donde se enseñoreaban de los españoles,que estaban en lo llano. Y para darles socorro en tal coyuntura, acudió el capitán Juan de Matienzo con alguna gente de la ciudad, formándose de los unos y de los otros dos razonables escuadrones. Mas por haber un río entre la fortaleza de los indios y el real de los españoles, fué forzoso que los nuestros le vadeasen para acometer a los contrarios, que estaban de la otra banda. Pero como ellos estaban tan a la mira y puestos a punto de pelea, en viendo a los nuestros en el vado no aguardaron a dárselo un solo punto, mas acudiendo con furia y ligereza de leones, los cogieron a tiempo que ya la mitad de la gente había salido del agua. En esta ocasión se trabó una batalla de las más reñidas y sangrientas que se han visto en este reino, donde así los españoles y los indios de su compañía corno los contraríos, pelearon sin cejar por espacio de medio día con el mayor ahínco y braveza que puede encarecerse. Y estaban tan encarnizados los de ambos bandos, que vinieron a quebrar la mayor parte de sus armas, que eran lanzas, picas, dardos, macanas y espadas y otras de diversos géneros, tanto que por falta de ellas echaban mano de las cabezas, que estaban por el suelo cortadas y se las tiraban unos a otros. Tanta era la rabia con que peleaban los de ambos ejércitos. No se puede explicar la furia y efectos de ella que se vieron en este conflicto, donde corría la sangre por el suelo como si hubieran allí degollado algún gran número de reses. Y no quedara español a vida si no proveyera nuestro Señor de la industria y ánimo de un mulato llamado Juan Beltrán, que con otros tres hombres acometió a la fortaleza mientras los indios andaban fuera de ella, y mató algunas de las mujeres y gente de guardia, cuyo alarido descompuso a los indios que andaban en la refriega tan encarnizados, que a falta de armas tiraban puños de tierra, y con el grande estruendo de los de dentro estuvieron algo aterrados y comenzaron a retirarse para socorrerlos. Mas por presto que lo acordaron, habían ya muerto de su bando pasados de mil quinientos, siendo los de nuestro ejército solos cuatro, ultra de los heridos que fueron veinticinco. Y así quedó el campo por los españoles, y la victoria declarada por suya en este día, que fué el de San Agustín a los 28 de agosto de 1578.

No quiero pasar en silencio un caso donde el mulato Juan Beltrán manifestó su valentía, y fué que al tiempo de entrar en el fuerte, se abrazó con él un indio de grandes fuerzas, rnuy alto, membrudo y animoso, y viendo Beltrán que le tenía impedido para clefenderse de la gente que, venía sobre él, se arrojó con el indio por una ladera y lo llevó abrazado rodando con él casi un cuarto de legua sin descalabrarse en el camino por la defensa que le hacía la celada, y en llegando allugar donde hizo pie, hizo también lo que convenía de sus manos poniéndolas en el indio con tal vigor que le mató al primer golpe. Después de lo cual se fué la gente recogienda a la ciudad de Valdivia quedando por capitán de los reales Juan de Almonacid en compañía de algunos españoles.

Al cabo de algunos días tuvo nueva el capitán Juan de Matienzo de que se apercibían indios de guerra en grande número, para dar con mano armada sobre la fortaleza de Lleven. Y para obviar esto puse, a punto algunos soldados para acudir él con ellos, y así mismo envió un caudillo, a recoger gente a la ciudad de Osorno y valle de Linquino. Con esta prevención fué acudiendo alguna gente a la fortaleza, aunque sin necesidad ni efecto, y muy a gusto de los enemigos cuyo intento era apuntar allí y acudir a otra parte que era la Villa Rica. Con todo eso no se fueron alabando de este lance porque el capitán Hernando de Aranda, que estaba en la fortaleza de Mague, recelándose de que habían de dar en él de recudida, mandó ahondar las cavas y abrir un pozo por si acasa los enemigos le atajasen el agua, que entraba de fuera, ultra de otras cosas de que se previno. Y por ganar por la mano, salió en busca de los contrarios, y mató algunos de ellos de cuyo número fué el capitán Licapillan quedando también presa su cuñada, mujer del capitán Netinangue, y su hijo Unecaulo con algunas otras mujeres. Habiendo hecho grande estrago en sus sementeras y ganados, y no contento con esta presa, salió segunda vez y mató al capitán Chaniande, y un hijo del capitán Panguetareo llamado Chepillan, cuya cabeza fué cortada por no haberse querido rendir a los nuestros.

Con todo eso no desistieron los indios de su intento, que era dar sobre la Villa Rica,. para cuyo cerco se alojaron tres leguas de ella aguardando ocasión oportuna. Entendió esto el capitán Juan de Matienzo, que tenía ya gente apercibida para el socorro con la cual se partió luego de la ciudad de Valdivia. Y por otra parte salió de la Iniperial Martín Ruiz de Gamboa con los soldados que halló a mano como persona que estaba acostumbrada a no aguardar segunda voz para acudir a lo necesario. Pero como los enemigos estaban más cerca de la Villa, no quiso el capitán Gaspar Verdugo aguardar a que le pusiesen cerco, por lo cual salió con veinte hombres al valle de Caton, donde, se alojó en un pueblezuelo de indios hospedándose en cada casa tres o cuatro soldados según la capacidad que había en ellas. Y a deshoras de la noche llegaron en su seguimiento otros veintiséis españoles, que por todos vinieron a ser cuarenta y seis los que estaban en el lugarejo día de San Cipriano y Justino, que era viernes a 6 de septiembre del año 1578. Y aunque la llegada de esta gente era con el solo fin de coger a los enemigos descuidados, lo estuvieron ellos tanto que se pusieron a dormir muy despacio como si no tuvieran quien les buscase la vida o por mejor decir la muerte. Mas no fué así, porque llegado el cuarto de la modorra, acometieron los indios y pusieron fuego a las casas en que estaban alojados para quemarlos en ellas si no saliesen, y si saliesen cogerlos a la salida, como en efecto lo ejecutaron dando en la cabeza a los que salían huyendo del fuego. Murió en este rebato Diego Pérez Payan de una lanzada, y algunos indios yanaconas ultra de los que se quemaron no acertando a salir a las puertas. Pero como los que tuvieron algún tino acudiesen a ensillar los caballos y tomar las armas, reconocieron los contrarios ser más gente que ellos habían pensado, y así se fueron retirando contentos con dejar muchos heridos con flechas enherboladas, y algunos muertos como se ha dicho. Con todo eso salieron los nuestros a tiempo que pudieron dar alcance a los indios en los cuales hicieron grande riza alcanzando a los menos ligeros, a quien dieron con mano más pesada.

Poco después acudieron los indios a vengarse haciendo algunos asaltos en los térrninos de la Villa, aunque no muy a su salvo porque luego salía contra ellos el mulato Juan Beltrán con otro compañero de su linaje y algunos amigos que le seguían, y mostraba tanto valor en esto, y el buen ejemplo que con su vida y obras daba a la república, que vino el mariscal a poner en él los ojos para encargarle empresas de honra y le hizo merced en nombre de su majestad.




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Capítulo XV


De la batalla naval que tuvo el capitán Julián Carrillo con los indios en el río de Ancud


En volviendo la cabeza el mariscal Martín Ruiz de Gamboa para acudir a donde estaba su suegro el gobernador, se comenzaron a inquietar los indios de los términos de Valdivia y Osorno. Y en especial los de Guaron y Renigua hicieron cierta junta donde se hallaron tres caciques llamados Carollanga, Langueche y Pinquenaval a un solemne convite y embriaguez. Estos convidaron a otro cacique llamado Picolican, y le persuadieron a tomar armas contra los españoles como los demás lo habían determinado. Este había recibido buenas obras del mariscal Gamboa mayormente en haberle perdonado la muerte de su encomendero Pedro Martín Redondo, dándole vara de justicia en el distrito de sus pueblos por justos respetos que le movieron, pareciéndole que por aquí granjearía las voluntades de los indios para venir a dar la paz. Por esta causa no quiso Picolican quebrantar la fidelidad interviniendo en la rebelión, por lo cual le mataron los tres caciques, siendo el primero que le puso las manos un hermano suyo llamado Quetemilea. Y sin aguardar más embites, se fueron entrando por los términos de Valdivia robando y destrozando cuanto hallaban sin guardar respeto aun a sus mismos parientes.

Contra estos rebelados comenzó el capitán Juan de Matienzo a convocar gente de todas partes. Y teniendo nueva de que los enemigos llegaban a la tierra de Quinchileo, envió al capitán Salvador Martín con veinte de a caballo, el cual despojó a los foragidos de la presa que habían cogido, habiéndolos desbaratado con la poca gente que llevaba.

Por otra parte salió el capitán Julián Carrillo, corregidor de Osorno, en busca de unas cuadrillas de indios que habían muerto a dos españoles que les habían hecho hartos agravios. Y llegando al lago de Valdivia con treinta hombres muy bien aderezados, halló al corregidor de la ciudad de Castro, y juntos los dos trataron del remedio y pacíficación de este alboroto. Y fué la resolución de su consulta que Bartolomé Maldonado, corregidor de la ciudad de Castro, fuese a preparar bastimentos y piraguas, y el otro capitán tomase a cargo el castigar el atrevimiento de los indios. Lo cual se efectuó como lo concertaron, embarcándose Julián Carrillo con toda su gente en cincuenta piraguas, con las cuales entraron por un brazo de mar a nianera de estero, tomando el rumbo hacia la cordillera donde estaban los rebelados.Y habiendo surgido en la tierra de Lincar, despachó dos indios que tratasen con los rebelados algunos medios de paz dejándose de andar montaraces, pues eran cristianos, y tenían obligación de acudir a donde había doctrina y modo de vivir según la ley de Cristo, y no andar amontados corno cabras, y con esto les prometió el corregidor perdón de la muerte de los españoles mayormente por haber dado ellos tantas causas con sus desafueros. Pero como la intención de los rebelados era llevar la suya adelante, no dejaron volver los embajadores, antes se pusieron a punto de pelea nombrando por general al cacique Beliche, y convocaron mucha gente de los cabies y pueblos, Ralon, Purailla y otras provincias comarcanas. Y habiéndose juntado gran número de gente, se embarcaron en sus piraguas viniendo el río abajo por el cual habían ya subido los nuestros un largo trecho. Y al tiempo que habían de toparse las armadas, quiso su fortuna que la de los indios se fuese entrando por una ensenada sin que se echasen de ver los unos a los otros con la oscuridad de la noche, de suerte que los nuestros fueron navegando más arriba dejando por las espaldas la armada de los contrarios. Y ya que salía la aurora, llegaron a la tierra de Pudoa, donde saltaron los indios amigos que iban en las piraguas a saquear las casas de aquellos naturales yendo por capitán el cacique Quintoia, que era valeroso y muy amigo de españoles. Y diéronse tan buena maña, que mataron al cacique del pueblo, que había quedado para guarda de las mujeres y gente menuda con algunos flecheros, que estaban en su compañía. Y habiéndose trabado una batalla, donde murieron algunos indios de ambos bandos, salieron vencedores los del nuestro trayendo presas muchas mujeres y gran suma de ganado y ropa, con que se recogieron a las piraguas.

Por otra parte iban los indios de la otra armada desatinados en no topar a los nuestros de quien sabían estar mucho más arriba, mayormente cuando llegaron a la tierra de Lincar y se informaron de ello más de raíz de los indios que habían allí quedado. Y teniendo sospechas de lo que podría ser, enviaron algunos corredores a toda prisa que se informasen de lo sucedido, los cuales volvieron con la triste nueva del estrago que los españoles habían hecho en sus tierras por medio de los indios amigos. Por lo cual, encolerizados y aun rabiosos como toros agarrochados, comenzaron a bravear, y sin detenerse un solo punto, se embarcaron en sus piraguas y bogaron a toda prisa con grande ansia por verse ya trabados con los que les habían hecho tales obras. Y fué tanta su diligencia, que en poco tiempo se vinieron a poner a la vista ambas armadas estando más de diez leguas de la costa metidos el río arriba. Con esta coyuntura se pusieron los nuestros en oración, la cual acabada, se apercibieron para la batalla, que era ya inexcusable por la angostura del río que sería de un tiro de escopeta, ayudando a los unos y los otros la tranquilidad del tiempo, que era muy claro y sereno, y la subida de la marca que impedía al agua su corriente. Pero antes de acometer mandó el general de la armada indica distribuirse las piraguas en tres escuadrones, tomando él el medio del río y ordenando que los otros dos estuviesen cerca de las orillas. Y puestos con esta traza, fueron acometidos de nuestra armada con tanto ímpetu que a poco rato se fueron todos retirando hacia la tierra, aunque antes de llegar a ella fueron alcanzados y se trabó batalla de las más sangrientas que se saben en este reino, donde por espacio de cuatro horas anduvieron revueltas las piraguas saltando los que iban dentro de unas en otras, y lloviendo continuamente piedras, dardos, balas y saetas con matanza de muchos indios, los cuales eran tan astutos que tenían instrumentos para asir las piraguas de los nuestros no dejándolas gobernar ni menearse. Mas con todo eso, fueron finalmente vencidos con pérdida de veintisiete piraguas y quinientos hombres que murieron, ultra de ciento setenta que fueron cautivos. Sucedió esta victoria en el mes de octubre de 1578 por la cual dieron luego los vencedores las, debidas gracias a nuestro Señor, y se fueron a la ciudad de Osorno para hacerlo más despacio.




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Capítulo XVI


De una, famosa batalla que tuvo el comendador Rodrigo de Quiroga en Guadaba con los indios araucanos


Estaba en estos tiempos tan calamitoso el estado de las cosas de Chile, que andahan en él actualmente cuatro ejércitos por diversas partes. El uno, en los términos de Valdivia que está a cargo del capitán Juan de Matienzo; y, otro que traía el mariscal Gamboa en la Villa Rica, ultra de las compañiías con que salió el licenciado Calderón a socorrer al gobernador desde la cuidad de Santiago, y finalmente el de Rodrigo de Quiroga que estaba en los estados de Arauco. De éste salían muy a menudo algunos capitanes a correr la tierra entre los cuales tenía el primer lugar el maestre de campo Lorenzo Bernal de Mercado, que entre otros lances hizo uno en Ongolmo donde prendió un viejo llamado Andimapo hombre de mucha estima entre los indios. Tenía éste un hijo, cuyo nombre era Anquepillan, el cual se fué a la presencia del gobernador, y le suplicó diese libertad a su padre sirviéndose de él misnio en trueco y rescate pues era mozo y podía servirle más enteramente. Condescendió Quiroga con esta petición con grande repugnancia del viejo porque anduvieron porfiando un largo rato el padre y el hijo sobre quién había de quedar preso queriendo cada uno de ellos tomar la peor parte, por dar la mejor el padre al hijo y el hijo al padre, y procedieron tan adelante en la contienda como antiguamente Pílades y Orestes, que siendo el Orestes el culpado decía Pílades que él era Orestes por librar del castigo al que lo era, y el mesmo Orestes, declarando la verdad, decía constantemente que él era el que buscaban y Pílades estaba libre de aquella nota. Finalmente fué el viejo libre de la prisión quedando el hijo en ella, el cual fué enviado a la ciudad de Santiago con otros cuatrocientos cautivos con guarda de nueve españoles y algunos indios. Supo esto el viejo Andimapo, y juntando con presteza quinientos hombres fué en seguimiento de los presos y los alcanzó junto al río Paepal, donde los libertó de las prisiones desbaratando al escuadrón de los nueve españoles yanaconas que con ellos iban.

Llegó nueva en este tiempo a los reales de la muerte de la mujer del maestre de campo llamada doña María Monte para cuyas exequias acudió Bernal a su casa, que estaba en la ciudad de los Infantes. Y como los enemigos sintieron que estaba fuera del ejército, acudieron luego más de ocho mil de ellos distribuídos en cuatro escuadras, y vinieron sobre él a tiempo que estaba alojado en un lugar llamado Guardaba. No consintió el gobernador que se echase menos la persona del maestre de campo estando él en los reales. Y olvidado de, su vejez se puso a caballo muy bien armado y salió con su gente a defenderse de los contrarios. Mas ellos por mostrarse muy diestros en la guerra, enviaron por delante un escuadrón solo para acudir luego los otros tres a dar por todas partes en las tiendas. Y plugo a nuestro Señor que se dieron los nuestros tan buena maña en pelear con los primeros, que aunque se vieron en grande aprieto y recibieron muchas heridas, salieron al fin con la victoria de suerte que, cuando las otras tres compañías acudieron, ya iban los suyos de vencida, y les hicieron perder el ánimo volviendo las espaldas corno sus compañeros sin cesar los nuestros de seguir el alcance con gran matanza de los contrarios, cuya sangre regó aquel día el sitio de la batalla y del camino por donde huían que estaba lleno de cuerpos muertos, muriendo también de nuestra parte Rodrigo de Quiroga el mozo; y se vió a punto de lo mismo don Antonio de Quirogo de una flecha que le dió en la boca, la cual acertó a topar en los dientes, y aunque ella venía muy furiosa, con todo eso viendo que le mostró los dientes,reprimió su braveza no pasando más adelante.

Por esta victoria que sucedió en 27 de noviembre de 1578, quedaron los indios amordazados y con propósito de vengarse para lo cual tornaron a confederarse en más grueso número que primero. Y para hacer mayor ostentación de su opulencia, trajeron consigo dos mil mujeres en hábito de hombres y con sus lanzas en la mano, para poner espanto a los españoles con la multitud de gente de su campo. Mas previno esto la divina providencia con traer a coyuntura al licenciado Calderón teniente de gobernador con la gente que había recogido en Santiago para aumento de los escuadrones españoles. Y demás de esto sucedió que estando los enemigos emboscados aguardando ocasión de hacer suerte, salió un español en busca de su caballo, y viendo ellos que eran descubiertos, salieron a él con su acostumbrado alarido, y fueron con grande estrépito a dar en los reales para coger a los nuestros de improviso. Acertó a llegar en esta ocasión Lorenzo Bernal de Mercado, que venía de poner en orden su casa, el cual apeándose del caballo en que venía, subió a otro descansado y salió sin dilación alguna a ordenar su gente con tanta reportación como si los hubiera prevenido muy despacio y trabándose una sangrienta batalla tuvo el mismo efecto que la pasada, quedando el campo por nuestro aunque poseían gran parte de él los cuerpos de los indios que murieron en este conflicto.

Habida esta victoria y habiendo dado los vencedores las debidas gracias al autor de ella por tan frecuentes beneficios de su liberalidad y munificencia, llegó nueva al gobernador de un galeón de ingleses corsarios que había llegado al puerto de Valparaíso. Y recelándose de la peste de su herejía -que es más perniciosa que la infidelidad de los bárbaros- salió luego de su alojamiento con setenta hombres y se fué a la ciudad de Santiago, aunque no fué necesaria su asistencia porque no aguardaron mucho los piratas por acudir a la isla de la Mocha a buscar refresco, aunque no hallaron otro sino el de las rociadas de flechas que les dieron seiscientos indios, matando al primer encuentro dos soldados, no saliendo el capitán de ellos, que era el famoso pirata Francisco Draque, alabándose de la fiesta, porque sacó una flecha travesada en el rostro sin hallar consuelo para tanto daño hasta que después cogió en la misma costa en los términos del Perú al navío de San Juan de Antona con millón y medio de pesos de oro, con quien se olvidaron todos los males, habiendo él hecho muchos a estos reinos.

Combatían en estos tiempos al desventurado Chile golpes de mar y tierra, sin haber cosa que por todas partes no estuviese en un perpetuo desasosiego. Los indios estaban cada día más ladinos, más diestros, más saboreados en la guerra, más encarnizados en sus contrarios. Los españoles estaban cada día más pobres, más codiciosos, más desesperados y más amigos de hacer molestias a los indios usando con ellos de extraordinarios desafueros y crueldades. Y así era todo inquietudes y todo alborotos, todo guerras y todo mortandades. Porque los indios, demás de las ocasiones que les daban, es gente de su natural bárbara y de tal calidad, que ni el temor de Dios los retrae, ni el del rey los reforma, ni la conciencia los reprime, ni la vergüenza los impide, ni la razón se señorea de ellos, ni la ley los tiene a raya, ni aun la hambre y sed los apura, ni hace bajar la cabeza el yugo. Y es gente tan precipitada que lo que quieren eso dicen, y lo que no pueden osan acometer, y lo que osan llevan adelante sin desistir de aquello en que afirman si no es a fuerza de armas.

Especialmente los indios que habitan junto a los lugares y cordilleras, andaban tan desvergonzados que dieron una trasnochada en Ranco, donde mataron muchos indios de paz, y quemaron sus casas, imágenes y cruces sin respetar las cosas sagradas y venerables. Salió contra éstos el capitán Juan de Matienizo a 5 de diciembre de dicho año y con la mucha diligencia que puso en perseguir los rebelados, cogió algunos de ellos en quien hizo ejemplares castigos. Y corno después de esto llegase el mariscal Gamboa a la Villa Rica y anduviese corriendo sus términos, se vino a juntar con el escuadrón del capitán Juan de Matienzo, y haciendo un cuerpo de guerra de ambas compañías, dieron en el fuerte de Guaron un lunes cinco días del mes de enero de 1579. Pero como los indios habían entendido que les querían poner cerco, habían ya desamparado la fortaleza metiéndose en la tierra adentro para fortalecerse más con la aspereza de una quebrada que está delante del sitio donde hicieron sus baluartes, pareciéndoles que no podría llegar allí gente de a caballo. Mas como Gamboa era hombre de sangre en el ojo, no pasó hasta dar fin de ellos. Para lo cual envió al capitán Matienzo dentro de siete días, que se contaron doce del mismo mes, a dar caza a los encastíllados, y aunque la quebrada era totalmente contraria, con todo eso no fué bastante a quebrar sus bríos ni a que dejasen de quebrar su cólera los que iban llenos de ella a estrellarse en los adversarios, ni el ser paso incómodo para los caballos les hizo aprovecharse de la comodidad de sus pies para ponerse en salvo,antes arrojándose a mayor riesgo se apearon, y pasando dela otra parte, vinieron a las manos estando a pie los unos y los otros. No me quiero detener en ponderar cuan furiosa y sangrienta fué la batalla de este sitio, pues duró desde medio día hasta que el sol se traspuso, y aun procediera mucho más adelante si el general de los indios llamado Tipantue no echara de ver el grande menoscabo de su gente, y que le convenía no insistir más en las armas pudiendo evadirse seguramente. Y para esto comenzó a dar voces jactándose de que había cautivado un español, al cual había de matar luego si no cesaba la batalla. Por esta causa le pareció a Juan de Matienzo cosa acertada el alzar mano de ella pues quedaba ya por los indios, y así se recogió por entonces con ánimo de recudir el día siguiente con más fuerza. Era el cristiano que habían cautivado los indios un mestizo llamado don Esteban de la Cueva, hijo de don Cristóbal de la Cueva, mancebo de 22 años que se había señalado mucho en otras batallas particularmente en esta que contamos. Y aunque los indios trataron aquella noche de darle libertad por un buen rescate que ofrecía el capitán Matienzo, con todo eso lo impidieron algunos principales viendo que habían muerto muchos capitanes de su bando en el conflicto, de los cuales fueron Calmavida, Aullanga, Pelebei, Aimango, Contanaval, Manqueibu, Raldican, Liquepangue, Purquen, Arigachon, Llanquepillan. De más de esto se aficionó al don Esteban la hermana del general, llamada Lacalma, que era doncella y de gran fama entre los indios, y de tanta gravedad que no quería casarse sino era con español de mucha estofa. Pero como don Esteban tenía temor de Dios, vivió con ella con recato sin querer usar del matrimonio hasta que se hiciese cristiana, y la procuró atraer a ello con persuasiones y halagos. De todo esto dió noticia la mujer a sus parientes diciendo que aquel hombre le trataba de cosas del cielo, por lo cual le cogieron los indios, y atándole en un palo le desollaron todo el cuero dejándole como el rey Artiages dejó al glorioso apóstol San Bartolomé, que había convertido al rey Polimio con doce ciudades.




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Capítulo XVII


Del cerco que los españoles pusieron al fuerte de Pochunco, y el que fundó el mariscal en Llangague, donde tuvo una batalla


El mesmo año de 1579 a 26 de enero, aparecieron en el cielo cerca de la hora de vísperas dos soles colaterales al sol natural, los cuales se apartaron un poco poniéndose a manera de arco, y después se tornaron a juntar más, cogiendo al natural en medio mudando los dos el color resplandeciente en otro que tiraba a sangre. Que fué un espectáculo muy manifiesto a todo el ejército, y muy formidoloso a los indios, que tiemblan en viendo estas cosas, echando los juicios al arco en diversas adivinanzas y pronósticos. Con todo eso no desistieron de la guerra, aunque dejaron el fuerte de Puchunco metiéndose la tierra adentro a fortalecerse en un peñón inexpugnable. Y deseando darles caza, mandó el mariscal al capitán Juan de Matienzo que fuese abriendo camino con los gastadores que había en el campo, lo cual se ejecutó con presteza acudiendo todos a poner cerco al peñón donde estaban los enemigos. Pero como el lugar era de tal traza que un solo hombre era bastante a defenderse de un ejército con sólo dejar caer piedras desde arriba, no fué posible hacer los nuestros otra cosa más de estarse quedos impidiendo el paso a los que acudían con mantenimientos a los indios para tomarlos por hambre. En estos días hubo muchos dares y tornares entre los indios y españoles sobre los medios de paz, alegando los indios las injusticias que se les había hecho obligándoles a ponerse en arma, y prometiendo el mariscal de poner estanco en tales vejaciones tratándoles de allí adelante con otro tenor que hasta entonces. Y para resolver esto les envió un indio de mucha capacidad que lo tratase con ellos más por menudo, al cual cogieron los enemigos y lo hicieron pedazos comiendo sus carnes a bocados y bebiendo su sangre con ansia de beber la de los españoles. Y para dar respuesta a su embajada, pusieron los capitanes de su bando los ojos en un indio llamado Naupillan muy sagaz y discreto, con quien estaban mal muchos de ellos parecíéndoles que era enviarlo al matadero, pues los españoles habían de pagarles en la misma moneda la matanza de su embajador; y teniendo por cierto que no había de volver con la respuesta, le dieron un compañero que se quedase un poco más afuera acechando lo que pasaba para dar noticia de ello. Mas como el Naupillan penetró la traza de sus émulos, usó en aquel lance de su astucia para matar dos pájaros con una piedra: y fué matar en el camino a su compañero a traición cogiéndole descuidado, y cortándole la cabeza la llevó en una mano, y en la otra una cruz muy enramada, con que entró por medio de los reales de los españoles diciendo que le llevasen ante el mariscal. Y puesto en su presencia dijo que él era cristiano natural de Renigua, y se había escapado de manos de los enemigos, saliendo disimuladamente con uno de ellos que iba a buscar mantenimientos cuya cabeza traía por testimonio de este hecho, y aquella cruz por insignia de la ley que profesaba. Recibíóle Gamboa con buen semblante, aunque de allí a poco tuvo pesadumbre sabiendo que los enemigos habían desamparado el fuerte dejando a los españoles burlados, los cuales aunque fueron en su seguimiento y el mariscal en delantera, no pudieron darles alcance por la aspereza del lugar, que no era para caballos.

Viéndose Martín Ruiz frustrado de esta presa, pasó su campo al valle de Llangague, donde fabricó una fortaleza poniendo por capitán de ella a Salvador Martín con sesenta soldados que saliesen de ordinario a correr el campo, y con esto se fué a la ciudad de Valdivia. Apenas había sacado el pie del estribo, cuando le dieron nuevas del cerco que los enemigos habían puesto a la fortaleza de Mague donde estaban trescientos indios arnigos de los españoles para presidio con dos capitanes muy leales y afectuosos a los cristianos llamados Talcahuano y Revo, no menos esforzados que prudentes. A estos dieron rebato los rebelados al cuarto del alba, siendo los principales adalides de su ejército el capitán Tipantue, Niupangue y Netinangue, los cuales traían muy buenas cotas de malla y otras armas de las que usan los españoles, con que se animaron a dar batería a la fortaleza por la parte más flaca arrimando tablones y vigas para escalarla. A todo esto hacían gran resistencia los de dentro echando gran lluvia de piedras, flechas y dardos, con que se defendieron valerosamente matando a muchos de los contrarios. Y mientras ellos sustentaban el cerco, acudió el capitán Gaspar Viera, que estaba dos leguas de allí en el fuerte de Lliven, llevando consigo quince de a caballo, con cuyo aspecto se retiraron los enemigos, yendo tras ellos los indios que estaban en la fortaleza siguiendo el alcance sin perdonar hombre que pudiesen haber a las manos.

No faltaban en este tiempo ordinarias batallas en los estados de Arauco donde andaban el maestre de campo Lorenzo Bernal con el principal ejército de este reino sin cesar de día ni de noche de perseguir a los indios, dándoles siempre guerra para obligarlos a darse de paz, y en particular estando una vez alojado en la ribera del río Niniqueten, fué acometido del cacique Tarochina, que venía con gran suma de indios a dar en los reales a media noche; y aunque los nuestros no estaban prevenidos para este lance, era tanta la puntualidad de Lorenzo Bernal, que lo dispuso todo con gran presteza y salió al campo con toda su gente, trabando batalla tan sangrienta, que murieron más de seiscientos indios del bando contrario y algunos yanaconas del nuestro, entre los cuales también cayeron tres españoles. Y aunque los indios salíeron de vencida, quisieron dentro de pocos días tornar a probar la mano viniendo a dar batalla a los nuestros en un sitio muy cercano al pasado, a orillas del mismo río, de donde volvieron también con las manos en la cabeza como siempre lo habían experimentado en todos los lugares donde venían a las manos con Lorenzo Bernal de Mercado. El cual, vista su rebeldía, no cesaba de apurarlos haciéndose temer de ellos en todo el reino.

Mas con todo eso, comenzaba ya a ir el negocio algo de caída por estar los soldados aburridos de andar dos años y medio por aquellos campos comiendo mal y durmiendo peor, pobres, desnudos y melancólicos, y sobre todo sin esperanza de remuneración de las tejas abajo. Y, en efecto, era negocio pesadísimo y casi intolerable para todos, y mucho más para la vejez del gobernador, que no quiso salir de Arauco en dos años continuos; pero cuando vino a salir para acudir a otras cosas, no quiso que los demás estuviesen lastando lo que él había visto por sus ojos y sufrido en su persona. Mayormente por ser la entrada del invierno, donde no se podían esperar sino muchas enfermedades y congojas. Y así se resolvió en que el ejército se descuadernase, de suerte que los soldados se distribuyesen por las ciudades y estuviesen en ellas fortalecidos sin buscar a los araucanos que estaban en su tierra, pues no se podía acudir a tantas partes enteramente. Recibió el maestre de campo Bernal la orden del gobernador, y en cumplimiento de él, hizo una plática a todo el campo el Domingo de Ramos del año de 79, donde los consoló con las más eficaces razones que él pudo, y les señaló las ciudades a donde había de acudir cada uno a descansar tomando algún aliento.




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Capítulo XVIII


De algunas batallas que tuvieron con los indios el maestre de campo Álvarez de Luna y el capitán Gaspar Viera y otros caudillos


La diligencia que el capitán Juan de Matienzo tenía en visitar siempre las ciudades y fuerzas que estaban a su cargo era tanta que, muchos años, apenas paró mes entero en un lugar a tomar descanso, y como los enemigos andaban con vigilancia acechándoles los pasos para acudir donde él no estaba, luego que vieron que se había apartado de la fortaleza de Renigua aderezaron sus armas y ordenaron sus escuadrones con ánimo de arrasarla por tierra. Y para esto sobrevinieron un domingo primero día de marzo del mismo año de 79, y le dieron tanta batería, que eran menester muchos más hombres que los que estaban dentro para defenderse. Mas como el valor y sagacidad suplía la falta del copioso número, no desmayaron los españoles, antes salieron al campo los sesenta que allí había con el capitán Gaspar Viera, y desbarataron a los enemigos matando gran parte de ellos y cautivando muchos, de los cuales empalaron algunos para escarmiento de sus consortes. Supo el capitán Matienzo este suceso, y pareciéndole que eran demasiados encuentros los que por momentos había en la comarca, fué allá con algunos soldados, y sacó la gente que allí estaba con su capitán Viera llevándola al desaguadero de Vitalauquen para defensa de la Villa Rica y todo su contorno; y para asegurar más este lugar puso por adalid al capitán Arias Pardo Maldonado, el cual tenía gracia particular para tratar con los indios induciéndolos a la paz, como se experimentó en esta ocasión en que redujo algunos.

Mientras este capitán andaba pacificando a los indios, se desavinieron entre sí algunos españoles en la ciudad de Valdivia, porque entrando en ella por corregidor Gaspar de Villarroel, comenzó a dar traza en las cosas de la guerra y a atender a ellas como anexas a su oficio. Lo cual pretendió impedir el capitán Juan de Matienzo por estar a su cargo todo lo tocante a guerra en las cuatro ciudades comarcanas que eran Valdivia, Osorno, la Imperial y la Villa Rica. Y estuvo el negocio en contingencia de rompimiento si no llegara a coyuntura Juan Álvarez de Luna proveído por maestre de campo en lugar de Lorenzo Bernal de Mercado, que estaba ya molido de batallas y muy metido en carnes. Con esta entrada del maestre de campo, y los soldados que metió consigo, cesó la ocasión de las diferencias y se comenzó a tratar de cosas de la guerra por ser ya el mes de agosto y andar alborotados muchos indios de aquellos términos. Y Porque el gobernador deseaba hacer alguna buena suerte en los araucanos, dió traza en que se les acometiese por dos partes, entrando el ejército que traía Juan Álvarez de Luna por la ciudad Imperial y el mesmo gobernador por el río de Biobio cogiendo en medio los araucanos: para lo cual se aprestaron los dos ejércitos, y llegó el del maestre de campo a la Imperial el mes de noviembre de 79, y el del mismo mariscal, que era de cien españoles y muchos indios, llegó a los términos de la Concepción al principio del año 1580. Y por asegurar más los pasos por donde andaba, fabricó Gamboa un fuerte en Chillán correspondiente a su condición, que era inclinado a edificar fortalezas donde quiera que veía oportunidad para ello. En el ínterin que él se ocupaba en esta obra, andaba el maestre de campo corriendo los términos de la Imperial con ochenta hombres, en especial los lebos de Moquegua, donde habiendo un día corrido siete leguas, se confrontó con las huestes de los enemigos y acometió a ellos haciendo lastimoso estrago en muchos y poniendo en huída a los demás hasta que se reconoció la victoria por suya. Y volviendo hacia la ciudad a celebrarla, se pusieron a descansar en el camino en un lugar que está cuatro leguas del sitio de la batalla, donde por el mucho calor se desnudaron algunos de ellos poniendose a dormir muy despacio, y otros a jugar con mucho gusto como si no hubiera enemigos en el mundo; mas engañoles tanto su concepto, que apenas se habían puesto en sus lugares cuando estuvieron sobre ellos los indios vencidos con pretensión de salir vencedores. Y por su mucha presteza y el descuido con que estaban los nuestros, hubo muy pocos que pudiesen enfrenar los caballos y aún algunos que apenas pudieron armarse, mas en efecto mal o bien hubieron de salir todos a darse de las astas supliendo con el ánimo y bríos la falta del aderezo necesario, hasta que tornaron a vencer a los indios matando más de quinientos de ellos. Verdad es que los nuestros salieron muchos heridos y lastimados, en particular el maestre de campo que llegó a punto de muerte, habiendo mostrado grande valor en animar a los suyos y ejercitar su ánimo en la refriega. También quedó mal herido y lisiado de una mano Rui Díaz de Valdivia, y don Fernando de Zaina, natural de la frontera, salió con un ojo menos, sin otros muchos que no refiero por evitar prolijidad.

De todo esto resultó que los indios rebelados de las ciudades de arriba, como vieron que los españoles de guerra andaban cerca de Arauco, y los que habían quedado entre ellos eran viejos o impedidos con otros oficios, tomaron avilantez para hacer de las suyas. Y juntándose dos mil de ellos dieron en los pueblos de los indios de paz, que estaban a las orillas de la laguna de Ranco haciendo grandes robos y matanzas sin dejar cosa que no talasen. Contra éstos salieron los españoles, que estaban legua y media de allí en la frontera de Lliven, y aunque no eran más de treinta hicieron todo lo que pudieran hacer quinientos trabando batalla con los enemigos sin interrumpir la pelea en todo un día hasta que de puro cansados se recogieron a su fortaleza. Entonces se animaron los contrarios, y pusieron cerco a los nuestros con ánimo de destruirlos o impedirles la entrada del sustento. Supieron esto dos capitanes de los indios de paz llamados Tecagnano y Relio, los cuales vinieron con sus compañías a favorecer los españoles, y aunque del principio tuvieron los nuestros algún recelo no fuese ademán falso para sacarlos a plaza y ponerse al lado de sus connaturales, mas luego se desengañaron viendo el recio combate que trabaron con los que tenían puesto el cerco, y con esto salieron a darles socorro y desbarataron a los enemigos con pérdida de muchos de ellos.

En este tiempo fué por capitán de las ciudades de arriba y corregidor de Valdivia, un vecino de la Imperial llamado Juan Ortiz Pacheco, el cual acudíó luego a castigar la osadía de los rebelados que no cesaban de hacer asaltos así a los indios como a los españoles. Y demás de esto andaban incitando a los pacíficos a que se amotinasen. Y lo acabaron con muchos de ellos, con los cuales acometieron con gran pujanza al fuerte Vitalauquen un lunes del mes de enero del sobre dicho año, donde mataron algunos indios y dos españoles, teniéndose en buenas con los demás que defendían la fortaleza, hasta que acudiendo gente de socorro de la Villa Rica, alzaron el cerco y se volvieron a sus tierras para reforzarle más y convocar gente de nuevo para la guerra.




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Capítulo XIX


De la batalla de Codico en que murió el capitán Gaspar Viera y otros españoles, y cómo desampararon los fuertes de Lliven y Quinchilca


Andaban en estos calamitosos tiempos las cosas de la guerra tan sangrientas que no había lugar seguro, y en particular la tierra de Quinchilca donde estaba el capitán Gaspar Viera; el cual por tener poca gente en la fortaleza la dejó desamparada, pasando su pequeña escuadra al valle de Codico, donde se alojó en ella en una casa de la encomienda de don Pedro de Lobera, que era capaz para su gente. Sintieron luego los indios su mudanza, y sin que él los sintiese a ellos, acudieron una noche y le cogieron de sobresalto, de suerteque salió con los suyos despavorido y mal pertrechado a defenderse. Y habiendo andado un rato dándose de las astas, vinieron a morir seis españoles y el mismo capitán Viera entre ellos, y fué preso don Alonso Mariño de Lobera, hijo del capitán don Pedro Mariño de Lobera, habiéndole dado primero tres heridas mortales. Sintió mucho esto su padre que estaba en la ciudad de Valdivia, y con deseo de hacer el castigo por su mano, se ofreció al corregidor que era Francisco de Herrera Sotomayor a ir él en persona a ejecutarlo. Aunque era tan poca la gente de la ciudad, que no fuera posible darle soldados si no acertara a llegar un navío del capitán Lamero, que había salido del Perú con muchos soldados. Porque yendo el mismo Lamero con trece de ellos en compañía de don Pedro de Lobera que tenía otros doce, llegaron a la tierra de Parea, por donde los enemigos iban marchando con intento de hacer otros asaltos. Y acometiendo a ellos con gran ímpetu, los pusieron los nuestros en huída, y les quitaron la presa de que estaba don Pedro de Lobera bien descuidado, porque halló a su hijo vivo aunque peligroso, y con él a un hijo del capitán Rodrigo de Sande que también había sido preso en la batalla.

No era sólo este lugar el que estaba lleno de enemigos; antes apenas había alguno que no lo estuviese cuajado de ellos. Y andaba ya la cosa tan de rota batida que no dejaban iglesia, cruz, ni imagen que no quemasen. Estaba con esto en gran peligro Martín de Santander con treinta españoles que guardaban el fuerte de Lliven. Y no teniendo esperanza de remedio humano desampararon la fortaleza un sábado a 20 días del mes de febrero del dicho año, caminando hacia Valdivia con el silencio de la noche por pasos harto dificultosos; y habiendo andado legua y media toparon con algunos indios que les dijeron estar de paz toda la gente comarcana y ser falsa cualquiera fama contraria a ésta. Por lo cual se tornaron los españoles a su alcázar, donde hallaron a los dos capitanes indios Relio y Teguano, que eran grandes amigos de los españoles y residían en un fuerte tres leguas de este de Lliven con los indios de paz de sus pueblos, atreviéndose a esto animados con las espaldas que les hacían los españoles. Estos dos mostraron gran sentimiento de que los nuestros los hubiesen desamparado dejándoles como ovejas entre lobos en lo cual les aseguró el capitán Santander diciéndoles no ser su intento dejar la fortaleza, y así los despidió sin darles a entender lo que había intentado. El día siguiente tuvo nueva de que un español llamado Pedro Vaez, que le había enviado a la isla con algunos yanaconas, había muerto a mano de los rebelados. La cual relación le dieron los dos capitanes referidos Teguano y Relio trayendo con gran tropel a un indio embajador de los rebelados que venía a persuadirles de parte del general que estuviesen a pique para ayudarles aquella noche, en la cual ellos habían de venir con toda su fuerza de gente a poner cerco a la fortaleza. Y que mirasen la obligación que tenían a su patria y connaturales, y los muchos agravios que les hacían los cristianos para dejarse de favorecer a hombres extranjeros contra sus mesmos amigos y parientes. De lo cual informaron los dos capitanes a los nuestros mostrando su fidelidad de muchos días antes aprobada. Pero como Santander viese que no había traza de entrarle entendimiento y que sin duda había de perecer allí con toda su gente, dijo a los dos capitanes que si ellos querían traer luego sus hijos y mujeres del asiento donde estaban, gustaría mucho de llevarlas consigo para librarlas de los enemigos. A lo cual respondieron los capitanes que ellos no podían aprestar su gente con tanta brevedad como él quería, pues estaba ya con el pie en el estribo; pero que le suplicaban fuese servido de no ir por el camino real, sino por otro de mucho rodeo donde estaba el fuerte de los capitanes para llevar de allí a sus hijos y mujeres con las demás gente de presidio. Y prosiguiendo por la tierra de Renigua tuvieron nueva de algunos asaltos que los indios rebelados habían hecho en los españoles quitándoles luego las vidas, y de que toda la tierra por donde habían de pasar estaba tomada de los contrarios. Con esta voz mostraron los españoles grande pusilanimidad, como lo habían hecho antes a cada paso, de suerte que el capitán Teguano salió de medida dejando caer la lanza de la mano, fijando los ojos en el cielo con hartas lágrimas que destilaba por ellos entendiendo el triste suceso a que habían de venir los que le seguían por la flojedad de los españoles en quien tenían su confianza, los cuales considerando que su remedio estaba en caminar apriesa, comenzaron a picar los caballos dejando atrás a los pobres indios que por llevar mujeres no podían caminar tanto, sobre lo cual hicieron ellos grande llanto en ver que les dejaban en medio de la fuerza de sus contrarios. Y aunque los españoles derramaron hartas lágrimas, así de lástima como de ver que dejaban doscientos flecheros de a caballo, con todo eso venció el temor a la razón y pasaron adelante. Apenas se habían apartado, cuando los dos capitanes indios vieron, venir uno de los suyos dando voces y mordiéndose las manos porque dejaba hecho un gran destrozo por manos de los enemigos, los cuales habían dado en la fortaleza y echándola toda por tierra, y demás de esto venían ya en su seguimiento donde habían muerto a sus hijos y mujeres y toda su gente que había quedado algo atrasada mientras los dos capitanes iban hablando con los españoles con deseo de detenerlos algún tanto, pues los habían sacado de sus casas.

Viéndose los pobres capitanes perdidos, se subieron en lo alto de una roca con la poca gente que les quedaba, donde luego fueron cercados de los enemigos, los cuales procuraron, persuadirles con palabras blandas a que se entregasen en sus manos, pues eran su propia sangre y no tenían por qué recelarse de sus hermanos. Y pareciéndole el capitán Teguano que por mal no podría medrar mucho, se entregó a don Cristóbal Alos, que era un indio harto ladino y astuto, el cual lo llevó a su pueblo haciendo grandes fiestas por el camino; pero antes de esto procuró inducir al capitán Relio a que se rindiese siguiendo el ejemplo de su compañero, el cual no quiso condescender con él, hasta que a cabo de tres días, le vino, la necesidad a obligar a ello. Fueron los indios muy contentos con esta presa, y habiéndola solemnizado en su pueblo ahorcaron a los dos capitanes con voz de pregonero que declaraba haber sido traidores a su patria y los condenaba a ser comidas sus carnes en un solemne banquete y borrachera. Este fué el fin de los desventurados caciques; y casi hubieran de venir a lo mismo los treinta españoles que pasaron adelante, los cuales fueron rompiendo por grandes escuadrones de enemigos matando muchos de ellos con pérdida de un solo, soldado, hasta que llegaron al río del pasaje donde estaba el capitán Baltasar Verdugo con cuarenta hombres de a caballo con los cuales recibieron extraordinario consuelo.




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Capítulo XX


De las batallas que los capitanes Lamero y Juan Ortiz Pacheco tuvieron con los indios de Codico, y otra que tuvo Gaspar de Villarroel con don Cristóbal Alos y la ......del maestre de campo contra Toqueande


A cabo, de cinco días de la batalla que tuvo don Pedro Mariño de Lobera, donde sacó a su hijo de poder de enemigos, iba caminando en conipañía del capitán Juan Ortiz Pacheco y el capitán Lamero un sábado a 26 días del mes de febrero de 1580. Y llegando a un bosque toparon al mestizo Juan Fernández de Almendras casi para morir de pura hambre por haber estado tres días escondido en aquella montaña. Y pasando más adelante hallaron así mismo a Hernando de Herrera, que había salido la misma batalla, y estaba emboscado sin sabor del mestizo que andaba en el mismo arcabuco. Y habiendo regalado a estos dos soldados por espacio de dos días, llegó este pequeño escuadrón al sitio donde habían muerto los enemigos al capitán Viera, los cuales viendo la gente que venía, salieron a ella con grandes alaridos y se trabó una batalla muy reñida que duró más de tres horas, donde murieron muchos de los rebelados poniéndose los demás en huida, que serían hasta dos mil cuyo general era don Pedro Guayquipillan, que se intitulaba rey de toda la tierra, habiendo sido tributario de don Pedro de Lobera que lo crió desde su niñez.

Habiendo salido con esta victoria, se alojó la gente española a las faldas del cerro de Ruypulle donde el día siguiente revolvieron los enemigos con tanta presteza como el sol y en mayor número que el día pasado, aunque sin ningún estruendo ni pretensión de él, antes del silencio posible para coger a los nuestros descuidados. Mas,como en efecto no lo estaban, tocaron a arma prestamente y se fué encendiendo la batalla con mayor coraje,que la pasada, de la cual plugo a Nuestro Señor sacar a los. nuestros con victoria con muerte de más de quinientos indios, y fuera mucho mayor el estrago si quisieran los españoles seguir el alcance, el cual desistieron a poco trecho por ser los indios de las encomiendas de algunos soldados que allí peleaban y les llegaba al corazón ver que se disminuían tanto sus rentas faltando los que habían de acudir con los réditos. Señalóse en esta batalla particularmente Juan de Alvarado. y el capitán Hernando Lamero que anduvo animando a los suyos valerosamente. Pero con todo eso dijeron después los indios que había sido mucho más eficaz la fuerza que los había rendido afirmando que el glorioso Santiago había peleado en la batalla con un sombrero de oro y una espada muy resplandeciente. Y aunque esto es verosímil y no se debe echar por alto, pues es cierto que este glorioso santo ha favorecido en otras ocasiones a los conquistadores de este reino, con todo eso se debe proceder con mucho tiento en dar crédito a indios ladinos, que son por extremo amigos de novelas y cuentos semejantes. Mayormente sabiendo muy bien todos éstos lo que se lee en las historias de este glorioso patrón de España y oído mucho de ello en sermones, demás de las imágenes de su figura que veían cada día por los templos. Finalmente pasaron nuestros españoles por entre otros muchos escuadrones de contrarios que estaban en pasos estrechos, sin volver pie atrás, animándolos mucho sus caudillos y el capitán Pedro Ordóñez Delgadillo, que era de los principales de este número, hasta que finalmente llegaron en salvamento a los llanos, donde estaban algunos soldados de presidio.

Estaba en este tiempo la ciudad de Osorno en grande aprieto porque se aprestaban para venir sobre ella cinco mil indios que se juntaron en la isla que está entre los dos ríos. Contra éstos envió el corregidor Juan de Montenegro al capitán Gaspar de Villarreal con treinta y tres hombres de a caballo y algunos indios amigos, de quien tenía satisfacción que guardarían fidelidad a sus soldados. Apenas habían visto los rebelados a los nuestros que iban hacia ellos, cuando salieron campo raso metiéndose trescientos de ellos en una emboscada para salir en viendo la suya y darles por las espaldas, y sin aguardar más consultas arremetió el general don Cristóbal Aloe, y en su seguirniento los demás de su campo, los cuales habiendo peleado por largo rato se pusieron a descansar en un sitio a donde no podían llegar caballos.

No quisieron los nuestros otra cosa para dar de recudida en las emboscadas, lo cual hicieron con tantas veras que no dejaron vivo ninguno de ellos, y cuando salieron los demás a proseguir la batalla, ya eran menos los enemigos, los cuales fueron finalmente vencidos con pérdida de cuatrocientos hombres habiendo durado la batalla desde las nueve del día hasta la puesta del sol, la cual fué en primero día del mes de marzo de 1580. Cuya memoria es de tanta fama, que la pequeña montañuela llamada Coipue mudó de nombre desde aquel día, y le dura hasta hoy el nombre de la montaña de la Matanza. No se puede pasar en silencio el valor que en esta ocasión mostraron los nuestros siendo los más de ellos tan ancianos que tenían de 60 años adelante, de cuyo número fueron Juan de Figueroa de Cáceres, Hernando Moraga, Antonio de la Torre, Gaspar de Robles y Juan de Sierra. Los cuales y los demás triunfadores fueron recibidos en la ciudad de Osorno con grandes júbilos y fiestas saliendo los nuestros con palmas en las manos, cantando alabanzas al autor de la victoria, la cual estaban actualmente pidiendo a su Majestad todas las mujeres pías y devotas sin salir del templo ni interrumpir la oración desde que entendieron se comenzaba la batalla hasta que tuvieron nueva de la victoria.

No escarmentaron con todo esto los forajidos, antes con la rabia que sentían de verse tan ultrajados, andaban por las tierras de los indios de paz talando cuanto hallaban por delante, en particular un cacique principal llamado Toqueande que envió un mensajero al maestre de campo que estaba en la Villa Rica con ochenta españoles, para que le intimase de su parte que se saliese de sus tierras contentándose con los daños que en ellas había hecho, donde no que se aparejase para el día siguiente en que él iría con su ejército a darle el castigo que merecía con la crueldad que él acostumbraba darlo a los indios sin culpa suya. Y tuvo este cacique tanto pundonor en cumplir su palabra, que fué marchando el día siguiente que se contaron 5 de marzo del dicho año, en el cual vinieron a las manos los de la ciudad y los indios de este ejército con tanta cólera que parecía no estimaban en nada las vidas en razón de quitarla a sus contrarios. Mas al fin prevalecieron los españoles con tantas ventajas que muchos de los indios se arrojaron al río por evadirse de sus manos, y se ahogaron los más de ellos en el pasaje ultra de otros ochocientos que se hallaron muertos en el sitio de la batalla. No contento con esto el maestre de campo procedió adelante corriendo la tierra y haciendo terribles castigos en toda ella hasta haber pasado el río grande del Pasaje, donde halló al almirante Juan de Villalobos de Figueroa con veinte arcabuceros que había traído de la ciudad de Valdivia. Este había traído a su cargo la nao almiranta de las que fueron del Perú a descubrir el estrecho de Magallanes, la cual aportó al río de Valdivia, de donde él salió con esta poca gente a dar socorro al maestre de campo para el conflicto referido. Lo cual él le agradeció mucho como era razón aunque dió muchas más gracias por no haber necesidad de auxilio humano, habiendo vencido con el divino de su providencia. Mas con todo eso no le faltó al Villalobos ocasión para no haber venido en vano, pues estaba la tierra tan abundante de enemigos que aunque no quisiera había de topar con ellos como se verá en el capitulo siguiente.




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Capítulo XXI


Del desbarate del fuerte Indico que estaba en los llanos de Valdivia, y la batalla de la isla que está en el río Bueno


No habían caminado mucho los escuadrones del maestre Juan Álvarez de Luna y el almirante Juan Villalobos de Figueroa, cuando al pasar por los llanos de Valdivia dieron en una gran junta de enemigos que estaban atravesados en la cuesta de Palpalen, con los cuales entraron en algunas escaramuzas en que murieron dos capitanes de los indios con algunos otros de su campo, retirándose los demás no pudiendo resistir a las fuerzas de los españoles. Después de esto se juntó a nuestro campo la compañía del capitán Juan Ortiz Pacheco que lo estaba esperando con cuarenta hombres de a caballo para acometer a un fuerte donde estaban encastillados los enemigos en un lugar montuoso y difícil para los caballos. Pero como ya los españoles eran ciento cuarenta y estaban bien pertrechados de lo necesario, animaronse a romper con cualesquier dificultades en razón de ganar el fuerte a los contrarios. Y para hacerlo más a su salvo, se dividieron en dos escuadras para acometer por las dos partes opuestas de la fortaleza acudiendo a cada una setenta hombres a un mismo tiempo cogiendo en medio a los indios descuidados. Y por ser el lugar tan cerrado de boscaje que no se veían unos a otros, fué el concierto que al tiempo del acometer se disparase un arcabuz del escuadrón que llegase primero a vista de la fortaleza, no acometiendo hasta oír respuesta de la otra compañía. Acertó a estar entre los indios uno ladino y experto en cosas de guerra, el cual oyendo el tiro, que se disparó en la escuadra de Juan Ortiz Pacheco, respondió él con su escopeta aunque sin saber el provecho que se hacía. Porque entendiendo Juan Ortiz que era la respuesta concertada con el maestre de campo, acometió con cuarenta hombres pasando un riachuelo que estaba delante la fortaleza, y anduvo un rato en la refriega con los indios sin tener el socorro que esperaba. Pero no tardó mucho la otra escuadra en llegar, a punto donde oyó el ruido que al parecer llegaba al cielo, y sin esperar más intervalo acudieron con gran presteza a dar a los indios por las espaldas haciéndoles perder el ánimo, de suerte que a pocos lances desampararon su alcázar huyendo cada uno por su parte con pérdida de muchos de su bando, y de todas sus alhajas, y otras muchas que habían hurtado en diversos asaltos, demás de las mujeres que habían quitado a los indios de paz, que eran muchas y quedaron todas en poder de los españoles con no poco consuelo por verse en manos de gentes cristianas que las restituyesen a sus maridos.

Quedaron los nuestros tan saboreados de esta victoria, que propusieron luego trabajar por otra semejante, pues había buena ocasión en la isla que está entre los dios rebelados teniéndose por casi segudos ríos donde residía gran suma de inros con el amparo de los dos ríos que los cercaban. Y para acabar con ellos de una vez, aumentó el maestre de campo su ejército metiendo cuarenta hombres de refresco, con que el número de españoles llegó casi a doscientos, ultra de los indios amigos que eran en mayor suma, y con la industria y valor de los dos capitanes Juan Ortiz Pacheco y Juan de Villalobos de Figueroa emprendió el maestre de campo este asunto con tantas veras que al fin salió con su intento desbaratando los escuadrones contrarios, cuyo capitán era don Pedro Eposomana que peleó medio día entre los suyos antes que se rindiese a los españoles. Paréceme a mí que tendrá el lector por cosa incompatible haber tan frecuentes victorias sin acabar de allanarse los rendidos. A lo cual respondo que también me pusiera a mí en harta admiración si no entendiera ser juicios del cielo para castigo de las ordinarias exorbitancias que en este desventurado reino se han visto en sus principios, y aún ahora no faltan algunas. Y si hubiera de escribir todos los encuentros de estos tiempos, aún diera mucho más que pensar a los lectores cansándome yo también en escribirlos, y así concluyo con un caso notable que sucedió en esta isla de río Bueno, y fué que estando don Cristóbal Aloe preparando a los suyos para la batalla referida, se entró el demonio en medio de ellos y les dijo que él era un indio puelche deseoso de que saliesen con la victoria y poderoso para dársela en la mano como lo verían por experiencia; y para que desde luego la tuviesen por cierta, travesó con la lanza un grueso tronco de un árbol que allí estaba, de donde salió un grueso cañón de sangre que no cesó de correr por espacio de media hora, de lo cual se admiraron tanto los indios como el caso lo requería y anduvieron con grandes pronosticos sobre el vencer o ser vencidos, viniendo finalmente al desastre referido en el suceso de la batalla. De donde se pudo colegir queandaba el demonio suelto con tanta ansia por sacar sangre, que cuando cesaba de derramar la humana la sacaba de los árboles.




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Recopilación


Del discurso que tuvo el comendador Rodrigo de Quiroga en su gobierno


El gobernador Rodrigo de Quiroga fué natural de un lugar de Galicía llamado Souber, hijo de Hernando de Camba y María López de Souber. Salió muy mozo de casa de sus padres para servir al conde de Lemos, el cual le encaminó al Perú, donde se halló en las famosas batallas del tiempo de los Pizarros y Almagros. Después de esto fué a la entrada de los indios chunchos, donde pasó innumerables calamidades, y no habiendo esperanza de su conquista, pasó a la de Chile con el capitán Valdivia, como consta del primero libro de esta historía en su segunda parte; y habiendo servido al rey en todos los lances que por largos años se ofrecieron, casó con doña Inés Suárez que fué la primera mujer que entró en Chile, como en diversas ocasiones se ha referido. Y andando el tiempo vino a ser gobernador de este reino por nombramiento que en él hizo el licenciado Castro, gobernador de los reinos del Perú, y después lo fué más de propósito por provisión de su majestad, por espacio de cinco años que fueron desde el de 1575 hasta el de 80 en el cual pasó a mejor vida, según las prendas que dejó a los que le conocieron y fueron testigos de sus obras, cuya muerte sucedió en la ciudad de Santiago a los 25 de febrero del año referido. Fué hombre de muy buenas partes como fueron sobriedad y templanza y afabilidad con todos. Por lo cual era muy bien quisto, querido y respetado en todo el reino, y por no descender en particular a todas las muestras de mucha cristiandad que eran manifiestas a todos sus conocidos, las reduzco a una sola, que fué las muchas limosnas que hacía de ordinario, gastando con los pobres y los soldados descarriados, treinta mil pesos de oro que tenía de renta cada año, de suerte que se amasaban en su casa de ocho a doce mil fanegas de pan para los pobres entre otras semejantes obras pías, que iban a este paso. Y así se lo remuneró Dios dándole el fin que tiene prornetido a los que se esmeran en hacer bien a sus pobres, pues murió en su cama habiendo recibido todos los sacramentos como persona que los había frecuentado en vida, a lo cual corresponde la muerte de ordinario. Sucedió a Rodrigo de Quiroga en el oficio de gobernador y capitán general de este reino el mariscal Martín Ruiz de Gamboa su yerno, que había sido general muchos años antes y dado mucha satisfacción de su persona en todos los lances que se ofrecieron, tanto que aun en vida descuidaba con él de muchas cosas del gobierno el comendador Rodrigo de Quiroga, y así al tiempo de su muerte le nombró en su lugar por gobernador en tanto que su majestad el rey don Felipe y su real Consejo de Indias proveían persona idónea para tal cargo, que no podía ser tan presto por la mucha distancia que hay entre las Indias y España, de que no puede dejar de resultar larga dilación en las provisiones de los oficios.






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Parte segunda


En el cual se trata del estado de las cosas de Chile desde el año de 1580 hasta el de 1583. En que gobernó el mariscal Martín de Gamboa



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Capítulo XXII


De la batalla que hubo en el fuerte de Vitalauchen, y de cierta plaga de ratones que hubo en Chile


A penas había expirado el gobernador Rodrigo de Quiroga, me pareció que le habían inspirado asu yerno Martín Ruiz de Gamboa, que estaba en la ciudad de Chillan, la muerte de su suegro y el nombramiento de gobernador que dejaba hecho en su persona. Oyendo esto bajó luego a la ciudad de Santiago, donde tomó la posesión del gobierno despachando a su sobrino Andrés López de Gamboa a las ciudades de arriba con cargo de teniente de gobernador, por estar tan lejos estas ciudades de la de Santiago, donde él residía en este tiempo. Estaban en las lagunas de la Ciudad Rica dos capitanes llamado el uno Juan de Godoy y el otro Rafael Portocarrero. Estos tuvieron noticia que allí cerca había una gran junta de indios donde había pasados cinco mil, los cuales acometieron con gran ímpetu y coraje a los españoles, que allí estaban que no eran más de cuarenta y cinco, donde se trabó batalla muy furiosa y sangrienta donde se vieron los nuestros en gran peligro, sin tener otro refugio sino el de Dios, el cual consiguieron con la oración, de suerte que los enemigos fueron de vencida con menoscabo de muchos de su bando. Fué casi milagrosa esta batalla por haber cogido los indios a los dos capitanes españoles en disensión y enemistad sobre cual de los dos había de mandar en el campo, lo que suele ser comúnmente causa de la perdición de los ejércitos desavenidos. Y fué así, que viendo Rafael Portocarrero los escuadrones de los indios puestos en orden, acometió a ellos antes de tiempo queriendo ganar por la mano y que se le atribuyese la victoria. Y habiendo rompido el ejército de los enemigos atropellando algunos de ellos, dió muestras fingidamente de flaqueza, retirándose poco a poco para cebar a los enemigos hasta dar en el otro escuadrón del capitán Juan de Godoy, que salió de improviso a socorrer a los cristianos peleando tan varonilmente que fué mucha la sangre derramada en los pobres indios que volvieron tarde las espaldas por haber mostrado demasiado pecho. Murieron en este conflicto el capitán Alchinanco, Anchotureo, Nigualande, Naicoyan, Calmangue y otros caudillos y caciques de los más famosos que había entre los indios.

No fué de poca importancia el haber salido estos capitanes al encuentro de los indios para que no destruyesen a Cañete de la Frontera que estaba a la sazón en harto peligro. Mas no cejó con esto la pretensión que entre ellos había de querer cada uno ser cabeza, sobre lo cual vinieron a rompimiento poniendo mano a las espadas, peleando con gran coraje donde hubieran de matarse si no entraran algunos buenos de por medio que los pusieron en paz sin volver más a encontrarse. Consiguieron esta victoria en 18 días del mes de abril del año de 1580, en tiempo que había en todo el reino alteraciones y alborotos de los indios rebelados, los cuales no sacaron escarmiento de este desastre de su parte, antes se encarnizaron más para hacer cada día asaltos a los españoles, y no solamente daban inquietud los indios pero también otros muchos desasosiegos levantados entre los mismos españoles. Y uno de ellos fué el querer el nuevo gobernador poner la tierra en orden poniendo tasa a los tributos con que habían de acudir los indios a sus encomenderos, ordenando que cada indio pagase siete pesos de oro y en algunas provincias ocho o nueve según la riqueza de cada una, de lo cual se habían de pagar los curas, justicia y otras personas que intervienen en el beneficio de los mismos indios, sobre lo cual hubo grandes alborotos en los encornenderos, y mucho más porque el gobernador les prohibía el entrar en los pueblos de sus encomiendas por evitar agravios y vejaciones que los vecinos suelen hacer a los indios de sus repartimientos. También hubo algún disgusto con la ocasión de la residencia que el licenciado Calderón teniente de gobernador estaba dando al doctor Aszocar que entraba en su oficio. Para lo cual y las demás cosas que había que entablar en el reino, salió Martín Ruiz de Gamboa de la ciudad de Santiago a visitar los demás pueblos y lugares de su distrito. Y lo primero que hizo en llegando a la fortaleza de Chillan, fué fundar una ciudad para principio de su gobierno poblándola con cincuenta españoles que llevaba y otros sesenta que allí halló con el capitán Hernando Maldonado; y edificando en ella su iglesia mayor, habiendo puesto horca y cuchillo con regimiento y ministros de justicia, intituló el pueblo con nombre de San Bartolomé de Chillan y Gamboa a 25 de junio del año de 1580.

En este tiempo andaba el maestre de campo Juan Álvarez de Luna corriendo la tierra en los valles de Arauco con cien hombres que tenía consigo, y de todas las demás ciudades del reino salían corredores por momentos respecto de la gran inquietud que daban los indios rebelados excepto los de Santiago y la Serena, los cuales han estado siempre de paz desde el primer día que la dieron a Valdivia. De suerte que iban las cosas tan de mal en peor, que no había otra cosa sino guerras y desventuras, y mucha hambre y desnudez, sin otro género de alivio o socorro humano. Y sobre todo se debía tener por lastimosa calamidad las vejaciones hechas a los desventurados indios por cuyas casas y haciendas se entraban los soldados tomándoles sus ganados y simenteras, y aun las mismas personas para servirse de ellas, y -lo que peor es- las mujeres para otras cosas peores, de suerte que en sólo el lugar en que estaban los soldados recién venidos de España juntos con los demás que tenía el maestre de campo, hubo semanas que parieron sesenta indias de las que estaban en su servicio aunque no en el de Dios, según consta del hecho, y así estaban los indios tan justamente irritados, que no es de espantar de que hubiesen tantos rebelados, sino de que se hallasen tantos de paz en medio de tantas injurias y malas obras que recibían de los españoles. Pero como la providencia de nuestro Señor nunca duerme, tampoco dejaba de dar recuerdos a personas tan desalmadas y aun muchas de ellas endurecidas, pues no escarmentaban con los sucesos pasados que habían experimentado en semejantes lances, donde usaban de estas exorbitancias y desafueros con los miserables indios volviendo siempre con las manos en la cabeza. Y en consecuencia de esto se hubo Dios con estos hombres como con gente empedernida y casi incorregible, tratándoles como a los egipcios a los cuales afligió con diversas plagas haciéndoles bajar la cerviz, para que se rindiesen dejando sus pecados y atrocidades. Y la plaga con que nuestro Señor visitó a esta gente fué una gran suma de ratones tan innumerables que cubría la tierra y no solamente se entraban por las casas y chácaras a comer lo que había comestible, pero también acudían a las cunas de los niños y los mataban comiendo parte de ellos, dando señal que aun hasta los primogénitos mataba Dios por las iniquidades de sus padres. Y cundió tanto aqueste azote que no perdonaban a las manadas de animales, dando de noche en ellos y desangrándolos por el cerebro, mayormente a las reses menores, de suerte que hubo noche en la cual de cuatro mil cabras que estaban en un corral, amanecieron muertas las quinientas. A tanto llegaba el celo y furor de la justicia divina, y era el negocio tan estupendo, que viendo los indios los escuadrones tan copiosos de estos animalejos, decían que los ejércitos de españoles se habían convertido en ejércitos de ratones, cosa que no inventó Ovidio ni se acordó de ella entre todas cuantas conversiones escribió en sus metamorfóseos. Y para que no se presumiera ser esta persecución casual como acontece, quiso nuestro Señor apoyarla con otra para que se fuese pareciendo en todo a la egipcia, para lo cual envió a la ciudad de los Infantes tanta cantidad de langostas que destruyó totalmente las viñas, no contentándose con cortar los racimos por el pezón sin dejar uno solo, mas también royendo las mesmas cepas para que no fuesen de provecho.




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Capítulo XXIII


De la prisión de doce caciques por mano de los españoles. Y de la fundación de una fortaleza en la tierra de Quinchilca, y la batalla del capitán Antonio de la Torre con catorce hombres


Mientras el gobernador andaba visitando la tierra y dando orden en la nueva tasa que habían de pagar los indios a sus encomenderos, con no pocos desasosiegos, estando quejosos los nuestros y los otros, unos por parecerles mucho y otros por tenerlo por demasiado, sucedió que la nao almiranta, habiendo salido de la ciudad de Valdivia para el Perú, se halló en una tormenta tan peligrosa que fué forzada a arribar al puerto del Carnero en los estados de Arauco. Y como los indios rebelados vieron surgir el navío en aquel lugar, entendieron que aquella gente iba a hacerles guerra según otras veces había sucedido, y para oponérseles a la entrada y defender sus tierras y personas, acudieron luego más de diez mil con las armas en las manos para que los que venían en la nao no se atre viesen a saltar en tierra. Viendo los españoles los peligros que les rodeaban de todas partes y que el salir al puerto era meterse en más profundo abismo de alteraciones y borrascas, acordaron de usar en esta coyuntura de las trazas de Ulises y otros semejantes capitanes que alcanzaban victorias en sus encuentros más por astucias y engaños que por valor y fuerza de armas. Y así fingieron que eran ingleses enemigos de los españoles a los cuales venían a matarlos como hombres malvados y robadores de las haciendas de los indios; y para dar olor a esto, tomaron ocasión del navío que era muy grande y de diferente traza que los demás que hasta entonces habían aportado a aquella costa y de la mucha artillería, munición y gente que traían, demás de lo cual hablaron con los indios en una lengua nunca oída inventando cada uno de su cabeza los vocablos que se les ofrecían para que los indios se persuadiesen a que no eran españoles. Con esto se sosegaron los indios trabando mucha amistad con estos hombres, como sus fautores contra los cristianos, y entraban y salían por momentos a ver el navío holgándose demirarlo muy despacio y en particular las piezasde bronce que era para ellos lo más admirable; y así estaban como abobados viendo armada encima del agua una máquina con tantas casas y retretes donde cabían muchos de los suyos. Al cabo de algunos días estando ya la amistad muy adelante y confederados todos para dar tras los españoles, teniendo esto los indios por gran ventura y pareciéndoles que se les abría el cielo, les dijo el capitán del navío que la mejor traza era meterse en el navío cuatrocientos de ellos los más aventajados y flecheros para dar sobre la ciudad de la Concepción sin temor de perder la presa en lance donde acometía tanta geni te y tan bien aderezada. Y que ganada esta ciudad era fácil tomar las demás del reino echando totalmente a los cristianos. Cuadró esta traza mucho a los indios, y creyéndose de ligero lo fueron ellos harto en comenzarse a embarcar, entrando a tomar posesión del navío doce capitanes de los más valientes y belicosos de todo Arauco. Viendo los nuestros esta coyuntura pusieron a los capitanes debajo de cubierta, y saliendo a tierra una batelada de soldados, dieron en los pobres indios de improviso dejándoles despavoridos y atónitos de una traición tan repentina; y como estaban sin capitanes y vieron sobre sí tantas espadas repentinamente, perdieron totalmente el ánimo así por esto como por la rociada de balas que sobre ellos vino, y mucho más por la artillería que se jugaba desde el navío. Y aunque pelearon un rato a la lengua del agua, no pudiendo sufrir el fuego que salía de ella, digo, de las piezas que se disparaban difundiendo sobre el agua el fuego que echaban por las bocas, finalmente desmayaron de todo punto, y volviendo las espaldas dejaron a los españoles libres y a sus caciques presos. Hecho esto se embarcaron aprisa los navegantes, y levando las anclas tendieron las velas, y dentro de pocos días llegaron a Santiago con los doce caciques araucanos a los cuales pusieron a buen recaudo para llevarlos al virrey del Perú como después se hizo. Y aunque esta estratagema o industria de los nuestros no fué negocio de mucha virtualidad mirado por sí solo, pero visto lo que de ello resultó accidentalmente, fué de más provecho que la misma cosa traía de suyo. Porque llegando a aquella costa un navío de ingleses corsarios dentro de pocos días, y tratando con los indios verdad diciendo ser ingleses enemigos de los católicos y perseguidores suyos, como en efecto lo son, se azoraron tanto los indios en oír el nombre de ingleses y más en aquella lengua que ellos naturalmente hablaban parecida a la que los españoles habían fingido, que sin más exámenes ni escrutinios comenzaron a dar en ellos con tal furia, que los pobres ingleses hubieron de embarcarse a ruin el postre, con menoscabo y pérdida de buena parte de los suyos y efusión de sangre de los que por salir con el cuero se tuvieron por dichosos.

En este tiempo hizo el gobernador una fortaleza en el asiento de Quinchilca donde puso cuarenta españoles con Rafael Portocarrero por capitán suyo, para que saliesen a correr la tierra molestando a los indios con desasosiegos y sobresaltos que los obligasen a procurar la paz con los cristianos. Por otra parte andaba el maestre de campo ocupado en el mismo oficio, y llegando a la encomienda de don Pedro Mariño de Lobera despachó alguna gente que llevase mantenimiento a la ciudad de Valdivia que a la sazón estaba necesitada, y para esto envió al capitán Salvador Martín con veinte españoles que llevasen el ganado y las demás vituallas necesarias para este intento; pero advirtiendo que estaba la tierra llena de enemigos y no se podía pasar sin gente que hiciese escolta, envió para esto al capitán Antonio de Latorre con catorce hombres que la hiciesen. Llegaron estos a la cruz que llaman de Tanguelen, donde hallaron rastro de gran número de indios cuyas pisadas estaban frescas, y caminando en su seguimiento, se comenzó a inquietar un mastín que llevaban, acometiendo hacia una montaña que estaba a un lado del camino, y entendiendo los enemigos emboscados que eran ya sentidos de los españoles, salieron de tropel a trabar batalla con los catorce, la cual fué tan sangrienta que apenas se puede escribir con tinta; mas por decir en una palabra todo lo que se podía dilatar en este punto, digo que fué más memorable que aquella de los catorce de la fama llamados así por antonomasia, la cual queda referida en el capítulo XLV del primer libro de esta historia. Porque si aquellos fueron de tanta fama con haber muerto los más de ellos, ¿qué se puede decir de estos que habiendo muerto muchos enemngos salieron todos con las vidas quedando el campo por suyo? Por cierto ninguna otra cosa se puede escribiren este caso ultra de sus propios nombres porque no queden puestos en olvido, que fueron: Alonso Sambrano, natural de la Fuente del Maestre; Alonso Becerra Altamirano, natural de Trujillo; Andrés Sánchez, de Ciudad Rodrigo; Juan de Montenegro, de Guadalajara; Cristóbal Maldonado, de Galicia; Barrulta, vizcaíno; Blas de Robles, Andrés Vásquez de Cazalla, Alonso López de Córdova, con su caudillo Antonio de Latorre.




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Capítulo XXIV


De la fundación de un fuerte fabricado por Martín Ruiz de Gamboa a orilla de la laguna de Ranco y los medios de paz que se trataron con los indios


Uno de los dictámenes de prudencia que tenía el gobernador Gamboa, era el ser cosa muy útil para dar fin a las cosas de guerra, fabricar fortaleza en todos los lugares donde hubiese coyuntura para ello. Y así entre otras que hizo fué una que se situó en la tierra de Codico, para lo cual salió él en persona de Quinchilca con algunos españoles dejando cuarenta en guarda de aquel lugar. Fabricóse este fuerte un sábado primero día del mes de octubre de 1580, cuyo edificio se acabó dentro de pocos días, por ser estas fortalezas de Chile de poco aparato y ruido respecto de no usar los indios de piezas de batir ni otras máquinas bélicas para derribar murallas. Hecho esto, salió con sesenta hombres a dar una vuelta por la tierra y halló muchos indios reducidos nuevamente a la paz, entre los cuales estaban don Pedro Guiaquipillan y don Martín Chollipa, que habían dejado a don Cristóbal Aloe su consorte en una estacada con otros muchos indios de guerra. Y para allanar de una vez estas reliquias de estos rebelados, se partió para la Isla donde estaba el campo de los españoles, llamado con este nombre por estar entre dos ríos que casi la cercan del todo. Habiendo pasado el río Bueno, juntó cosa de ochenta hombres y despachó los cincuenta de ellos al capitán Gaspar de Villarroel, a la parte donde estaba la palizada de los rebelados; los cuales se alborotaron viendo inclinarse hacia aquel lugar los españoles armados entendiendo que iban contra ellos. Mas corno el intento de los nuestros era defenderse, enviaron un mensajero que los sosegase diciendo que ellos no venían a proseguir la guerra, sino a comenzar la paz, y para tratar de esto más fundamentalmente envió el capitán a decirle a don Cristóbal Aloe que se asomase en parte donde pudiesen hablarse rostro a rostro, para acabar de una vez con esta pesadumbre. Comenzaron a hablarse los dos dando y tomando por largo rato, insistiendo el capitán Villarroel en que se rindiesen los de dentro, con algunas razones que les quitaban el miedo, y en particular en persuadirles a que el gobernador estaba enterado en las causas de su alzamiento, las cuales eran agravios que les hacían los españoles, y muchas injusticias de parte de los jueces. A todo esto iba respondiendo el indio ya con palabras de sumisión y rendimiento, ya con bravatas y retos no acabando del todo de declararse: antes cojeaba a la manera que lo hacían los profetas de Baal cuando los argüía el profeta Elías, diciendo: «¿Hasta cuándo habéis de cojear en dos partes? Si sois de Dios, sujetaos a Dios; y si de Baal, acabad ya de declararos por suyos.» Iba con Villarroel un cacique de aquel partido llamado don Juan Ibanvelei que se había reducido poco antes, habiendo sido en la conjuración con don Cristóbal Aloe. Este procuró persuadirle con muchas razones a que se dejase de andar en bandos pues veía la poca medra que de ello sacaba fuera de una perpetua inquietud y pérdida de hacienda y aun vidas de muchos de los suyos. Respondió don Cristóbal estas palabras: «No sé yo cómo tienes tú atrevimiento para parecer en mi presencia, pues fuisteis el atizador de este negocio que me metiste en la pelaza y después te saliste afuera dejándome en el garlito. Y lo que más siento es que habrás ido al gobernador a informarle siniestramente poniendo el negocio en derecho de tu dedo, y diciéndole mil mentiras para disculparte y cargármela a mí, habiendo sido todo al revés, pues fuiste tú el primer motor del desasosiego. Y si tú fueras hombre de término y circunspección de buen capitán, no hubieras dado la paz sin comunicarlo primero conmigo y con los demás a quien metiste en la danza, para que llevaras contigo al remedio a los que llevaste al daño. Y por no ser yo tan mal mirado como tú, no me quiero resolver sin comunicarlo primero con estos capitanes que están en mi compañía, para lo cual quiero tres días de término interponiendo mi palabra que al fin de ellos enviaré mensajeros al gobernador a declararle la determinación que saliese, que entiendo será a su gusto, respecto de estar toda esta gente con concepto de que es muy afecto su señoría a toda nuestra nación y nos conservará en rectitud y justicia con más entereza que los ministros de ella, que nos han irritado hasta hacernos salir de los términos de la razón, tomando armas contra los cristianos.»

Con esta respuesta se partió el capitán Villarroel con su gente concediendo al indio el plazo que demandaba, y habiendo llegado delante del gobermidor le dió razón de lo que se había negociado, el cual lo tuvo por bien, y mucho más por lo que mostró el efecto, pues dentro de los tres días cumplió don Cristóbal su palabra enviándole los embajadores prometidos. Vérdad es que no trajeron entera resolución sino algo confusa, diciendo que sus capitanes estaban deseosos de saber los nuevos conciertos que se habían de capitular con ellos sobre el servicio y tributos, de modo que no fuesen esclavos como hasta entonces. A esto respondió el gobernador que estaba satisfecho de la razón que tenían para sentirse, la cual era bastante para hacer reventar a cualesquier hombre prudente. Y que él interponía su palabra de remediarlo eficazmente, impidiendo las vejaciones y malos tratamientos que se les hacían. Y aplacando al embajador con algunos halagos, lo despidió enviándolo a su capitán con esta respuesta. Y para que no fuese todo palabras, comenzó luego a dar orden en el reparo, enviando visitadores que dispusiesen las cosas con traza que no causase ofensión a los indios, para lo cual puso los ojos en el capitán Pedro de Maluneda, burgalés, al cual envió a la ciudad de Valdivia, y en el capitán Alonso de Trana, natural de Ciudad Real, encargándole el distrito de Osorno. Habiéndose entretenido en esto algunos días, viendo que don Cristóbal andaba ronceando en acudir con la paz prometida, se fué llegando hacia él con sesenta hombres de a caballo hasta ponerse junto a la fortaleza, Y como los indios entendiesen que iba con mano armada, se alborotaron con más miedo que vergüenza, y en particular don Cristóbal, el cual dió una voz diciendo: «¿Qué manda vuestra señoría?» Entonces tuvo Martín Ruiz asilla para decirle su pretensión, que era recibirlos pacíficamente perdonándoles todo lo pasado si se allanaban confiándose de su persona, donde no que dentro de tres días les haría guerra a fuego y a sangre, sin aguardar más largos plazos. Con todo eso no quiso don Cristóbal aclararse del todo; y por hablar más libremente por tercera persona, sacó allí a un mestizo que tenía preso llamado Pedro Mendoza, el cual dijo que el intento de los indios era pedir a su señoría tres años de descanso en los cuales fuesen reservados de tributar servicio personal para acudir en este tiempo al reparo de sus haciendas. Mientras estaban todos en estos dares y tomares, salió otro capitán llamado don Pedro Epoeman y se puso sobre la albarrada diciendo a voces: «¿Qué es esto, cristianos? ¿Qué habéis visto en éste don Cristóbal Aloe para hacer tanto caso de su persona tratando con él a solas los negocios de importancia, habiendo aquí tantos señores y valerosos capitanes en cuyas manos está la resolución de este caso?» Y en consecuencia de esto dijo otras muchas razones, en las cuales y las demás que se han apuntado se pasó gran parte del día sin determinar cosa de momento. Viendo el gobernador que era todo barbaridad y behetría, se fué mohino a su alojamiento que era un pueblo cercano al fuerte, llamado Villaviciosa, donde mandó edificar una fortaleza con su contrafuerte y cavas hondas y llenas de agua, el cual se comenzó un lunes postrero de octubre del mismo año de 80, y dentro de dos días se puso en él la última mano intitulándole el fuerte de San Pedro. Este hizo el gobernador para refugio de los indios reducidos que venían temerosos de los demás de su patria, poniendo en él cincuenta españoles que los defendiesen y amparasen. Fué este acuerdo muy acertado, por ser esta tierra muy poblada de gente necesitada, que es la que dijimos arriba ser llamada Isla por estar entre dos ríos que la cercan en cuyo medio hay muchos pueblos y entre ellos uno llamado Ranco, por el cual se llama este fuerte de San Pedro de Ranco.




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Capítulo XXV


Del cerco que pusieron los españoles a las islas de la Laguna y el rebato del fuerte de Chillán


Cuando el gobernador vino al edificio de este fuerte, trajo consigo dos piraguas que son a manera de barcas, las cuales se trajeron por tierra siete leguas con harta dificultad para echarlas al agua en esta laguna con designio de llegar a las islas que hay en ella. Y llegando a oportunidad de poder ejecutarlo, envió un caudillo con diez arcabuceros y la demás gente que cupio en las piraguas, el cual fué navegando hacia la mayor isla que tiene de boj cosa de cuatro leguas, donde hay doscientos indios que a la sazón estaban bien descuidados de esta entrada. Y antes que las piraguas llegasen a la isla, hallaron cuatro canoas grandes llenas de indios rebelados que iba a llevar bastimentos al fuerte de don Cristóbal Aloe, y dando en ellos los prendieron a todos, volviéndose con esta presa al gobernador el cual mandó que los llevasen al pie del fuerte donde ellos iban con otro semblante, y allí a vista de los suyos los pasasen todos a cuchillo sin dejar hombre a vida. Ejecutóse esto puntualmente de modo que los rebelados quedaron atónitos viendo tan inopinadamente hacer esta matanza en la gente que ellos estaban esperando con vituallas. Y fué el sentimiento y lágrimas muy grande en todos ellos así por la afrenta que se les hacía, como por ver morir ante sus ojos a sus hermanos, hijos y mujeres,que habían salido a buscar con que mantenerse.

Por otra parte enviaba el gobernador ordinariamente algunos capitanes a correr la tierra desde el nuevo fuerte de San Pedro, y entre ellos al maestre de campo y a Rafael Portocarrero que daban frecuentes trasnochadas a los indios en las orillas de la laguna y a Quinchilca y Codico donde los dos tenían hechas sus albarradas, y él mismo se fué al fuerte despoblado de Lliben donde asentó su campo enviando desde allí al capitán don Pedro del Barco con veinte de a caballo, el cual topó con indios de guerra y peleó con ellos matando algunos, aunque al cabo se fué retirando por ver que cargaban muchos de refresco. No salió la gente española de esta refriega sin muchas heridas, y lo pasaran mucho peor si no llegara a tiempo a donde estaba el campo del gobernador con cincuenta hombres que hicieron espaldas a los veinte que iban maltratados. Después de esto comenzó el maestre de campo a bogar la laguna donde cogió quince canoas y las llevó al gobernador que las tuvo por gran presa por haber quitado a los rebelados los instrumentos que eran sus pies y manos, aunque no supo aprovecharse de este lance como se dirá en su lugar.

Así mismo, en la ciudad de San Bartolomé de Chillán, andaban todos de revuelta por haber dado sobre ellos una noche al cuarto de la modorra trescientos indios araucanos que andaban siempre capitaneados de un mulato que gustaba de pasar su vida entre esta gente. Y traía otra escuadra de a pie de otros tantos indios flecheros, todos los cuales mataron muchos indios de servicio y quemaron el pueblo haciendo todo el daño que pudieron, mientras los que estaban en la fortaleza se despabilaban los ojos y rebullían para salir en su defensa. Y universalmente en toda la tierra, excepto las ciudades de Santiago y la Serena, había cada día rebatos y encuentros con los enemigos y en particular en la ciudad de los Infantes donde tomaron los indios mucho ganado con un español llamado Diego de Mora. Y en San Bartolomé de Chillan hicieron lo mismo, matando a los indios de paz que podían haber a las manos y llevando a otros presos entre los cuales fué el cacique Reno después de haberse defendido valerosamente. De suerte que a donde quiera que el hombre volviera los ojos, no podía ver otra cosa que calamidades de las que este reino lleva de cosecha.

Y porque las islas de la laguna de Ranco eran el refugio de los indios y tomaban de ellas provisión para sustentar la guerra, envió elgobernador a su sargento mayor Alonso Rodríguez Nieto con doce hombres, los seis de ellos arcabuceros, para que entrasen en dos canoas a ver lo que había en la isla y destruir todo lo que pudiese ser de provecho para alimentar los rebelados. Salieron éstos del fuerte de San Pedro un lunes nueve de enero de 1581, y fueron bogando por espacio de una legua de golfo que hay entre la isla y tierra firme, en cuyo viaje les sobrevino un temporal de viento desgarrón que levantaba olas como en el mar, que les obligaron a arribar al fuerte. Tomó esto muy mal el gobernador no permitiendo que parasen allí una sola hora, y así se hubieron de volver travesando el golfillo con harta dificultad, hallando después otra mayor al tiempo de surgir en tierra, porque era la gente de aquel lugar tan astuta que se recogió toda en una emboscada, de suerte que anduvieron los nuestros desatinados sin topar indio excepto uno cojo que por ventura era echado de propósito; éste comenzó a entretenerlos con muchas patrañas sin hablar verdad en cosa alguna hasta que vino a morir a puros tormentos sobre el caso, y estando los nuestros metidos en esta obra salieron de repente los de la emboscada, que pasaban de dos mil, y dieron sobre ellos repentinamente, donde se trabó una sangrienta batalla por no poder los españoles excusar la causa de haber los indios ganado por la mano en apoderarse de las piraguas dejándolos sin remedio de evadirse por alguna vía. Y aunque murieron casi todos vendiendo muy bien sus vidas, y en particular el caudillo que estando con las tripas de fuera no dejaba de pelear y animar a los suyos, con todo esto reservaron los indios dos soldados llamados el uno Pedro Cordero y el otro Martín Muñoz, natural de Cazalla, vara festejar con ellos la victoria, y queriendo celebrarla con más solemnidad, se fueron con ellos a la provincia de Niber, donde en medio de la fiesta y risa mataron al Cordero aunque no por ceremonia judaica, sino rito de los trofeos índicos. El otro soldado que era Martín Muñoz estaba en esta coyuntura echando la barba en remojo viendo pelar la de su vecino, teniendo por cierto que le guardaban para la tornaboda que había de ser para el día siguiente. Mas como el licor en que podía remojar la barba era tan abundante que remojó: las cabezas de los indios con tal cargazón que se quedaron todos tendidos por tierra, tuvo lugar para escabullirse sin saber dél los que no sabían de sí mismos. Y caminando de día a pie y descalzo por los lugares más montuosos y cerrados, y de noche por las sendas descubiertas, anduvo diez y seis leguas con excesivos trabajos de pasos impertransibles y ríos caudalosos que pasaba a nado arrojándose a ellos como quien no tenía otro remedio de su vida; de esta manera llegó al fuerte de San Pedro de donde había salido, y le halló despoblado por haber salido de allí el gobernador con recelo de los bríos que habrían de cobrar con esta victoria los indios comarcanos, en particular don Cristóbal Aloe, que estaba muy cerca de esta fortaleza. Grande fué la aflicción en que se vió el pobre caminante hallando tan donoso albergue y descanso después de tan estrecho peligro de la vida e intolerables angustias del camino; pero a más no poder hubo de caminar otras ocho leguas con las mismas dificultades, hasta llegar a la punta de la isla llamada el Pasaje de Juan Gómez, cuatro leguas de la ciudad de Osorno, a donde el gobernador había pasado sus reales, sabiendo por relación de los indios amigos que vinieron huyendo el desastre del sargento mayor y de los demás soldados, según queda referido en el discurso de esta historia.

Y para poner conveniente resguardo a lo que podía resultar de esta victoria de los indios, cuyo orgullo era tanto que andaban por toda la tierra haciendo ostentación de todas las cabezas de los españoles, mayormente de la del sargento mayor Alonso Rodríguez Nieto y de Felipe Díaz de Cabrera y Cristóbal Hernández Redondo que se habían señalado en la batalla, fabricó allí Martín Ruiz de Gamboa una fortaleza dejando en ella alguna gente para su defensa y guarda de la comarca: hecho esto se fué al embarcadero de Tanquelen en cuyo camino halló al maestre de campo Juan Álvarez de Luna con cincuenta españolesque estaban sacudiéndose el polvo por salir dé una refriega que en aquel punto habían tenido con más de dos mil indios, matando gran parte de ellos con tres capitanes llamados Guaitopangue, Talqueperel yRenque, con lo cual, y la llegada del gobernador a tan buena coyuntura, hubo gran regocijo por largo rato hasta que Gamboa fué en prosecución de su camino, quedando el maestre de campo para sustentar la guerra en todo el distrito.

En este tiempo andaba el capitán Baltasar Verdugo en la tierra de Ancud, términos de la ciudad de Osorno corriendo el campo con cuarenta hombres, donde padeció muchos trabajos por la dificultad y aspereza de los caminos y frecuentes encuentros que tenía con los enemigos sin cesar de perseguirlos de día y de noche; y universalmente por todas las ciudades de arriba y sus comarcas, andaban siempre corredores limpiando la tierra de adversarios, talándoles las sementeras y llevándoles los ganados para compelerlos a rendirse a pura fuerza de trabajos. Y en particular envió el gobernador a su alférez general Nicolás de Quiroga con alguna gente a la tierra de Chillan y al valle de Angol y Penco, donde se preparaban para dar sobre las ciudades de arriba. Y por otra parte envió al capitán Pedro de Olmos de Aguilera con provisiones para hacer gente y recoger mantenimientos de que tenía necesidad los que andaban en Arauco. Y sin detenerse más se partió el mesmo mariscal a la provincia de Lliben, llevando por tierra un grande bergantín por espacio de quince leguas para echarlo al agua en la laguna de Ranco y entrar en las islas a castigar los rebelados que habían muerto al sargento mayor Alonso Rodríguez Nieto con su compañía. Y habiendo llegado a la frontera de Quinchilca y asentado de propósito los reales, envió a su maestre de campo con cincuenta españoles y doscientos indios a correr la tierra de Renigua destruyéndola toda, así gente como haciendas sin dejar cosa de provecho.

A este tiempo llegó nueva de que se había hecho justicia de don Pedro Guaiquipillan intitulado rey entre los indios, por haber acometido a los españoles que estaban en la encomienda de don Pedro Mariño de Lobera. Y juntamente con él, se dió muerto a otros muchos de su compañía los cuales se habían alborotado de puro aburridos de sufrir las molestias de algunos españoles, y en particular uno muy desalmado que los trataba como a perros, como lo hacen otros muchos en estos reinos. Tras esta nueva llegó otra más pesada de que toda la tierra por donde acababa de pasar, que era la de Marquina, se quería poner en arma para dar en los españoles. Para cuyo remedio mandó convocar todos los caciques que halló en mano un domingo, doce días del mes de marzo del sobredicho año, y les hizo una larga plática acordándoles como eran cristianos, y ofreciéndoles su favor de allí adelante para librarlos de las vejaciones de los encomenderos que les chupaban la sangre. Dicho esto mandó luego ahorcar diez de ellos los más indiciados, y puso algunos otros hasta que diesen descargo de sí, dejando ir a los demás libremente. Y quiso su ventura que un día después de este castigo, llegó otra nueva deque estaba ya declarado el alzamiento de Codico, estando los indios debajo de la bandera del bárbaro Guaichamanel que había muerto a su padre y a un sobrino suyo. Sintió mucho esto el mariscal Camboa, y para dar el debido castigo a los rebelados, despachó al capitán Rafael Porlocarrero en compañía de ochenta hombres con orden de que se juntasen con el maestre de campo Juan Álvarez de Luna y diesen luego en los enemigos, de los cuales iban topando algunas cuadrillas que iban con otros cuidados a entender en sus haciendas, y mataron a los varones haciendo algunas crueldades en las mujeres, como era cortarles los brazos, pechos y otras partes de sus cuerpos sin atender al detrimento de las criaturas que amamantaban ni a la piedad que profesa la ley de Jesucristo, sino solamente a ponerles terror y obligarles a rendirse.




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Capítulo XXVI


Cómo los españoles de Chile vendieron con título de esclavos a los indios cogidos en la guerra


Muy poca esperanza de quietud tenían ya las cosas en este tiempo, tanto que el gobernador tuvo por último el sacar de sus pueblos a los indios de paz de la provincia de Codico, trasponiéndolos en el valle de Callacalla y Andalue donde fuesen amparados con la asistencia de los españoles de la ciudad de Valdivia. Y aunque habían de sembrar en las tierras a donde se pasaban, hicieron el riego en la que dejaban con muchas lágrimas de sus ojos y gotas de sangre del corazón de verse sacar de sus naturales y dejar sus casillas y muchas de sus pobres alhajas que no podían llevar a cuesta sacando solamente las que sufrían sus espaldas. Y a vuelta de esto echaron mano algunos españoles de los indios a quien podían achacar alguna culpa del alzamiento, y llevándolos al puerto entre los culpados, los embarcaron para que fuesen vendidos fuera de sus tierras como esclavos cautivos en guerra lícita. Sobre lo cual hubo en aquella playa un llanto tan doloroso que la hacía estar mas amarga con las lágrimas que salada con las olas. Lloraron lasmadres por sus hijos, y las mujeres por los maridos, y aun los maridos por las mujeres, pues se las quitaban para esclavas de soldados y otras cosas peores que ellos suelen hacer teniendo en sus tiendas algunas mujeres. Y en esto hay hasta hoy grandes abusos saliendo cuadrillas de soldados a correr la tierra, alejándose del cielo por los desafueros que hacen, arrebatando manadas de indios para vender los muchachos y enviar las niñas presentadas a muchas señoras conocidas suyas: y así anda todo revuelto viviendo cada uno como le da gusto.

En particular salían en este tiempo Rafael Portocarrero con cuarenta hombres a correr el campo diversas veces, y por otra parte envió el gobernador a un mestizo llamado Juan de Almendras con trescientos indios amigos a las montañas que caen sobre la mar, para hacer estrago en los moradores de aquella tierra, pareciéndole que era expediente llevarlo todo a fuego y sangre apurando a los rebelados, pues no había remedio de atraerlos por otra vía. Y dióse tan buena maña el capitán, que trajo gran caterva de gente, dejando algunos otros muertos que pretendieron defenderse.

Hecho esto levantó el mariscal sus reales de la tierra de Quinchilca dejando con ella al capitán Martín Gallego, natural de Badajoz, que era de los antiguos conquistadores del reino. Y con esto pasó a Codico donde estaba su maestre de campo con sesenta soldados de presidio, donde tuvo nueva de que Martín Gallego había dado licencia a ciertos soldados de su compañía para irse a la ciudad de Valdivia; y tomando esto pesadamente, envió a un soldado cuyo nombre era Juan de Lisama a desposeer del oficio de capitán a Martín Gallego entrando en su lugar en este cargo, como lo hizo puntualmente, sentenciando al Martín Gallego a dos años de servicio personal en aquel fuerte bajando a simple soldado de capitán obedecido; y porque en el sitio de Codico no había ya indios poblados por haberse pasado a Callacalla, desamparó el gobernador la fortaleza poniéndole fuego para que no fuese de provecho a los enemigos. Y con esto se fué a los llanos donde estaba el capitán Salvador Martín con alguna gente española para defensa de los indios pacíficos de la comarca. Era ya tiempo de Cuaresma del año de 1581, en el cual, con ocasión de las confesiones y predicación de un religioso de la orden del glorioso patriarca Santo Domingo llamado fray Pedro Beltrán que andaba entre los soldados, hubo alguna reformación en ellos, ayudándole el gobernador con su autoridad a extirpar las ocasiones de los vicios y solución de muchos que vivían desenfrenadamente.

Después de esto llegaron cartas de que en la ciudad de Santiago no habían querido obedecer al capitán Pedro de Olmos de Aguilera que había ido con provisiones para recoger veinte mil pesos de ropa con que se vistieran los soldados, echando una derrama entre los mercaderes donde todos contribuyan. Y demás de esto habían enviado los del cabildo sus procuradores al virrey del Perú don Francisco de Toledo para que remediase la vejación de los ordinarios tributos de esta tierra. Y sintió esto el mariscal tanto más gravemente, cuanto más graves eran las personas que intervinieron en ello, que fueron el doctor Azocar, teniente de gobernador, y el maestre de campo Lorenzo Bernal de Mercado que se embarcó para el reino del Perú, aunque con designio de que se le remunerasen en algo sus muchos y muy calificados servicios y hazañas. Por esta causa se partió luego el gobernador a la ciudad de Santiago con cuarenta soldados, dejando a su maestre de campo con ciento y veinte y al capitán de la fortaleza, que era Antonio Galleguillos, con otro razonable número. Cuando los de la ciudad supieron el viaje del gobernador, lo salieron a recibir un cuarto de legua en forma de cabildo yendo en el principal lugar el doctor Azocar como teniente general y justicia mayor del reino, al cual como llegase a pedirle las manos quiso el gobernador echárselas diciendo: «Sed preso de parte de su majestad»; pero como él respondiese que de parte de su majestad había mandato contrario, a esto sacando una cédula en que le nombraba por justicia mayor del reino, se apearon luego el capitán Juan de Lisama, Nicolás de Quiroga y otros soldados y dieron con él de la mula abajo, y lo llevaron medio arrastrando a la ciudad, de donde fué llevado dentro de tres días al puerto de Valparaíso y desde allí a la ciudad de los Reyes donde gobernaba ya el virrey don Martín Enríquez.




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Capítulo XXVII


De la salida del gobernador con su ejército de la ciudad de Santiago, para proseguir la guerra en los términos de la Concepción y los Infantes


Llegado el tiempo de salir a la guerra por haber cesado las aguas, determinó Gamboa salir a ella en persona como siempre lo acostumbraba. Y para que el trabajo fuese de provecho, dispuso las cosas de manéra que el maestre de campo andaba por el distrito de las ciudades de arriba que son la Imperial, Valdivia, Osorno y la Villa Rica, y él señaló para su campo los términos de Penco, Angol y Congoya, don. de están la ciudad de la Concepción, San Bartolomé de Chillan y los Infantes. Y para bastecer a sus soldados del aderezo y vituallas necesarias, echó derrama entre los mercaderes y otras personas en la ciudad de Santiago como también lo hizo su maestre de campo en la de Valdivia y lo han hecho otros gobernadores ordinariamente librando la paga en la casa real para cuando tuviese de que pagar, placiendo a Dios quehasta ahora no tiene un grano de sobra. De más de esto mandó se preparase en el camino, en la provincia de los paramocaes, el mantenimiento necesario para el ejército; lo cual se hizo luego poniendo a punto tres mil quintales de bizcocho, cuatro mil tocinos, gran suma de cargas de cecina, muchos carneros y cosas de refresco, todo lo cual salía del sudor de los pobres indios sobre cuyos hombros cargaba el trajín de las cargas después de haber salido de sus costillas casi todo lo que había en ellas. Y aunque escribo esto en cual o cual coyuntura, no es porque no haya sido y sea cosa ordinaria en todos tiempos, sino por no repetirlo tantas veces dando enfado al lector, si lee por desenfado, o demasiada lástima si lee con deseo de saber el fruto que los cristianos han hecho en Chile aderca de la conversión de los infieles. Y por evitar este mismo fastidio voy pasando muchas batallas dignas de memoria y tocando superficialmente algunas otras que no fueron de menos ruido que las primeras, donde se pudieran celebrar los hechos de muchos valerosos soldados, pareciéndome que cumplo con advertir al lector que los encuentros de estos tiempos pudieran y aun debieran escribirse tan extensamente como los pasados, si el evitar prolijidad no fuera tan conveniente para la acepción y gusto de la lectura. En razón de esto apuntaré sucintamente el cerco puesto a la ciudad de Chillan por los indios araucanos y penquinos, cuyo capitán fué Buta Calquen, hombre de grande sagacidad y valentía, contra el cual salió el capitán Miguel de Silva con algunos soldados bien apercibidos y mató a muchos de los enemigos poniendo a otros en prisiones, volviendo el resto de ellos desbaratado en diez y siete días del mes de octubre del año de 1581. Y en el mismo tiempo salió el mariscal Martín Ruiz de Gamboa de la ciudad de Santiago con doscientos españoles y algunos indios amigos, llevando de camino el avío que les tenían preparado en los paramocaes, con que tuvieron sustento en abundancia para muchos meses que anduvieron por los confines de la Concepción, Angol y Congoya, haciendo suertes en los enemigos y pasando calamidades a vuelta de esto que fuera negocio largo referirlas. Y viendo el mal talle que llevaban las cosas de Chile y la poca esperanza de su remedio, envió al reino del Perú al capitán Rafael Portocarrero que era hombre de mucha suerte, así por su prosapia como por su persona, para que tratase con el vicerrey don Martín Enríquez el progreso de las cosas dándole cuenta por menudo de todas ellas, y pidiéndole algún socorro para no dar con todo al traste.

Apuntaré dos cosas que sucedieron en este tiempo en la ciudad de Santiago. La una fué una grande nube que apareció a prima noche, que tomaba desde la sierra que está a la parte del oriente hasta la costa del mar que cae al occidente, la cual era de color de sangre, y parándose por un rato, comenzó a echar rayos resplandecientes y largos a manera de lanzas; y demás de esto menguó la mar tan extraordinariamente, que se quedaron en seco dos navíos que estaban en el puerto. Lo otro fué que un hombre llamado Juan Caballero, mató a un hijo suyo de poca edad sobre lo cual pedía justicia su mujer y madre del muchacho, sin que fuesen poderosas con ella las muchas intercesiones de personas graves para que desistiese de la querella, hasta que en efecto ahorcaron al marido. No es cosa nueva en el mundo haber muerto muchos padres a sus hijos como se lee en las historias, pues consta de la de Plutarco que Epaminondas mató a su hijo Stesibroto, Erichtes a su hija, y también Lisimaco mató a su hijo Agatocle, y Ptolomeo al que le nació de Cleopatra su hermana, y finalmente Deyotaro a muchos que engendró excepto uno. Pero el haber muerto muchas mujeres a sus maridos ha sido y es tan ordinario en el mundo, que no es menester recurrir a los historiadores, aunque no se halla poco de esto en sus libros. Notorio es que Laudisea mató a su marido Antíoco, Fabia al suyo llamado Fabio, Agripina a Tiberio, Lucila a Antonio Vero, y por abreviar concluiré con lo que refiere Volaterrano que las treinta y dos hermanas de Albina hija del rey de...... mataron a sus maridos como cosa que lo tenían por clima.




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Capítulo XXVIII


Del fin del gobierno del mariscal Martín Ruiz de Gamboa, y la salida de los obispos al concilio provincial de Lima


Habiendo estado algunos días el gobernador en San Bartolomé de Chillan procurando traer de paz a los indios circunvecinos, supo cómo en las ciudades dearriba iban las cosas de mal en peor cada día por la granfuerza de enemigos que los combatían. Y como era tan amigo de acudir enpersona al lugar más necesitado, partió luego con todo su ejército para remediar esto en cuanto le fuese posible. Y llegando al río de Nibiquiten, hallaron cierta frutilla a manera de garbanzos la cual nunca se había visto otras veces que por allí habían pasado los españoles; y así se tomó experiencia de ella como de fruta nueva, mostrándose ella misma en sus efectos, puesdentro de cuatro horas caía muerto cualquiera que había comido de ella. Y no hallando otro regalo mejor que este, se fueron marchando hasta los Infantes, de donde salieron algunos capitanes a correr la tierra haciendo ejemplares castigos en los rebelados. De aquí pasó la gente a la Imperial donde se empleó en los mismos ejercicios, sin dejar a los indios un solo día de sosiego ni tomarlo para sí en razón de acabar ya con tan prolija guerra. Finalmente distribuyó el mariscal sus soldados, enviando al maestre de campo con los ciento de ellos a correr las provincias de Lliben, Ranco y Mague quedándose él con otros ciento alojado en los llanos de Valdivia donde tenía frecuentes guazavaras y rebatos. No fué de poca utilidad para el sosiego de muchos indios la prisión de uno de ellos llamado Butacalquin, que era de grande valor y estima y guiaba la danza de los araucanos; el cual como se viese en cadenas ablandó el corazón cual otro rey Manasés, según mostraba en las señales exteriores, y por medio de algunos mensajeros atrajo muchos indios a la paz en la provincia de Chillan y estados de Arauco.

En este tiempo se convocó en la ciudad de los Reyes del Perú concilio provincial donde se hallaron los obispos de todo el reino, y del de Tucumán, Quito y Chile. Y fué negocio de mucha importancia para el asiento de la doctrina que se enseña a los indios, por haberse hecho catequismo en todas lenguas de las más generales de estos reinos. Para esto salieron de Chile don Diego de Medellín obispo de Santiago y el de la Imperial don Antonio de San Miguel, ambos del hábito de San Francisco, los cuales embarcaron en el puerto de Coquimbo a los 25 días del mes de junio de 1582. Y estuvieron más de dos años sin volver a sus obispados por haber durado mucho el concilio.

Y llegado el mes de octubre del mismo año, hicieron los indios consulta general de guerra en el lebo de Taleaguano, orillas del río grande de Biobio, donde según sus ceremonias se subían los principales capitanes y consejeros sobre una columna de madera para que todos oyesen su razonamiento estando sentados en el suelo como es costumbre en todas las Indias generalmente. Y subiendo el primer adalid llamado Almilican comenzó a detraer de los cristianos y a la tercera palabra enmudeció, quedando absorto y con los ojos fijos en el ciclo; y estando los demás suspensos por muy largo rato, salió el que había de hablar después de él, y le preguntó la causa de tan extraordinario espanto; a lo cual respondió que estaba mirando una gran señora puesta en medio del aire, la cual le reprendía su delito, infidelidad y ceguera; a cuyas palabras respondieron todos con los ojos levantándolos a lo alto donde vieron a la gran princesa que el capitán les había dicho. Y habiéndola mirado atentamente bajaron luego las cabezas quedando por media hora tan inmóviles como estatuas, y sin hablar más palabra se fué cada uno por su parte y se entraron en sus casas, sin haber hombre de todos ellos que tomase de allí adelante armas contra los cristianos. Y así se caminaba seguramente desde la Concepción a los Infantes sin haber estorbo en el camino con haber sido hasta allí el paso más peligroso de este reino. En el mesmo tiempo tuvo el maestre de campo una sangrienta batalla con los indios de Ranco y Mague, de los cuales quedaron muchos muertos, y heridos algunos de los españoles que eran poco más de ciento. Y era tanta la calamidad de los términos de Valdivia, que ni se podía salir una legua de ella ni meter los mantenimientos y provisión que se traía por mar sin que saliesen pasados de cuarenta hombres a hacer escolta. Y aun con todo esto no caminaban bien seguros, como se experimentó en una salida que hizo el capitán Andrés de Pereda con su escuadra a los llanos circunvecinos, donde le mataron a él y algunos de los suyos, escapándose los demás por la ligereza de los caballos. Y a este paso andaban cada día los asaltos y desasosiegos sin haber punto de reposo.




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Resumen


De las obras que el mariscal Martín Ruiz de Gamboa, hizo en Chile en el tiempo de su gobierno con algunas de las cualidades de su persona y prosapia


Martín Ruiz de Gamboa, hijo de un hermano segundo de Martín Ruiz de Avendaño cabeza de bando en Vizcaya, salió de casa de su padre de muy poca edad el año de 1548. Y anduvo en las galeras de don Bernardino de Mendora, con principios que daban muestra de lo que había de ser. Después pasó a las Indias con una prima suya llamada doña Ana de Velasco, mujer del mariscal Alonso de Alvarado. Y estando en la ciudad de los Reyes del Perú se ofreció ocasión de pasar a Chile en compañía de su primo don Martín de Avendaño, a quien envió el vicerrey don Antonio de Mendoza con cien hombres de socorro. Estando en este reino sirvió mucho a su majestad en todos los lances que se ofrecieron sin perdonar ocasión a que no saliese. Por lo cual se le dieron algunos pueblos de indios en encomienda, aunque no tantos como sus obras merecían. Andando el tiempo le casó el general Rodrigo de Quiroga con una hija suya natural, criada en mucho regalo, la cual había sido casada con el capitán don Pedro de Avendaño. De aquí tuvo ocasión de ser general de este reino donde tuvo por muchos años casi toda la administración del gobierno por estar ya su suegro muy viejo y cansado de las antiguas batallas. Y así cargaba todo el peso sobre los hombros del Martín Ruiz dos veces que fué gobernador Rodrigo de Quiroga, ultra del tiempo en que lo fué el mesmo Martín Ruiz como consta de la historia. Fué hombre valerosísimo en las cosas de la guerra y gobierno, y muy puntual en salir a las batallas por su persona, sin impedirle la vejez cuando llegó a ella. Era muy templado en el comer y beber, y juntamente con esto era para mucho trabajo con estar lisiado de las piernas y brazos de los muchos encuentros que había tenido en cuarenta años que estuvo en fronteras de enemigos. Tomóle la residencia don Alonso de Sotomayor, comenzando a pregonarla en Santiago estando el mariscal en Valdivia. Y fueron tantas las exorbitancias, tan desaforadas las sinrazones, tan patentes las injusticias, tan graves las atrocidades que se le acumularon, que parecía piadoso castigo cortarle diez cabezas si diez tuviera. Como quiera que en realidad de verdad le estuviera muy bien tenerlas para recibir en ellas diez coronas. En lo cual se vino a desengañar el nuevo gobernador sacando la verdad en limpio. Y sabiendo que la primera información se fundaba en pasiones de los vecinos, señores de indios, por haber el mariscal puesto tasa en los tributos, de lo cual se ofendieron mucho porque querían llevar los réditos a boca de costal sin cuenta ni razón, como hasta entonces lo habían acostumbrado chupando la sangre a los desventurados indios de sus encomiendas. Y también porque echaba derrames para sacar ropa y, mantenimientos para los soldados, ordenando que los vecinos los sustentasen o acudiesen por sus personas a la guerra; lo cual experimentó don Alonso ser muy excusable so pena de dejar a los enemigos a su albedrío, pues no pueden los soldados pasarse sin comer ni tienen otra parte de donde les venga. Y así, habiéndolo considerado todo, juzgó al mariscal por hombre cabalísimo en su oficio, como lo era.






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Parte tercera


En la cual se trata del estado de las cosas de Chile desde el año de 1583 hasta el de 1592, en que gobernó don Alonso de Sotomayor, del hábito de Santiago



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Capítulo XXIX


De la entrada del comendador don Alonso de Sotomayor en Chile a gobernar el reino


Habiendo corrido tres años después de la muerte de Rodrigo de Quiroga sin gobernador propietario, proveyó su majestad en este oficio a don Alonso de Sotomayor del hábito de Santiago, persona muy calificada y de larga experiencia en cosas de guerra por haberse hallado en las alteraciones de Flandes y en algunos lugares de Italia, donde había servido a su majestad con mucha satisfacción de su persona. El cual, con deseo de entrar con buen pie, procuró traer consigo lo que era más necesario para este reino, que fué gente de guerra para socorro de la que estaba en ella muy cansada; y para esto alzó bandera e hizo lista de soldados nombrando por sargento mayor a Francisco del Campo, soldado viejo de Flandes, y por capitán a Alonso García Ramón y a Francisco de Cuevas. Y pareciéndole que sería acertado tomar nuevo rumbo, dejó el camino cursado por donde se viene a Nombre de Dios, y Panamá, y la ciudad de los Reyes y desde allí a este reino, por excusar el paso de dos mares y tantas embarcaciones, y se vino por el Brasil con intento de entrar por el estrecho de Magallanes. Pero como el tiempo les fuese contrario y el paso de suyo muy peligroso, mudó parecer y se fué entrando por el gran río de la Plata navegando por él hasta el puerto de Buenos Aires; y algunos días antes de llegar allí descubrieron una isla llamada San Miguel, a donde envió el gobernador al capitán Francisco de Cuevas con sesenta hombres para descubrir lo que en ella había. Eran los indios de esta isla astutos y nada noveles en ver españoles, porque antiguamente habían muerto de una vez doscientos de ellos, y queriendo hacer también ahora una buena suerte se escondieron todos, de modo que los cristianos juzgaron estar la isla despoblada, y así anduvieron seguramente sin temor de adversarios, y en particular acudieron algunos a cierta laguna donde había tantos peces que los cogieron fácilmente con alfileres encorvados a modo de anzuelos; y como los indios estaban a la mira acechando a los pescadores para pescarlos a ellos mismos, en viendo dos o tres solos salían a ellos y los arrebataban, llevándolos en volandillas para trasponerlos donde comiesen de sus carnes; y de esta manera cogieron veinte sin que ninguno de ellos se escapase.

Y porque de los cuatro navíos que don Alonso traía quedaba el uno algo atrasado, dejó toda su génte en Buenos Aires para que esperasen a los de aquella nave y él se partió con solos ocho españoles dejando por cabeza de su ejército a don Luis de Sotomayor su hermano, y con él a Francisco del Campo con cargo de coronel como después lo fué en Chile, y a don Bartolomé Morejón por alférez de Francisco del Campo. Largo sería de contar el discurso y calamidades de este viaje por haberse tomado por caminos no acostumbrados hasta llegar a la ciudad de Mendoza en la cual entró el comendador algunos días antes que su gente, que fueron a los doce de abril de 1583. Y porque habían de pasar muchos días mientras llegaba su campo, y había cuarenta leguas de asperísimos caminos desde la ciudad de Mendoza hasta la de Santiago, despachó mensajeros con papeles en que nombraba cinco personas con títulos de comisarios para que en su ausencia asistiesen a las cosas del gobierno con el mariscal Gamboa, que fueron: Lorenzo Bernal de Mercado, el capitán Pedro Lisperger, el capitán Barrera, el capitán Diego García de Cáceres y el capitán Ordóñez. Y entre otras cosas que los envió a encargar fué la más principal lo que tocaba a la tasa puesta por el mariscal Gamboa de que le habían dicho grandes cosas y había dado grande estampido como negocio muy perjudicial a todo el reino. Estas se juntaron en ausencia del mariscal que estaba en Chillan, y pidieron pareceres a los principales letrados del pueblo y en particular a fray Cristóbal de Ravaneda, provincial y comisario de la orden del seráfico patriarca San Francisco, el cual lo dió por escrito extensamente inclinándose a que no hubiese tasa, por parecerle que así los encomenderos como los mismos indios, lo llevaban con pesadumbre. Y la causa era porque los encomenderos pretendían sacar lo más que pudiesen sin peso ni medida, y los indios sentían esto menos por darlo poco a poco y menos perceptible, de suerte que aunque al cabo del año habían dado mucho más de la tasa, lo tenían por menor daño respecto de no ponérseles por delante aquella mohina de decir: tanto hemos de dar necesariamente aunque no queramos.

Llegado el mes de septiembre entró el nuevo gobernador en la ciudad de Santiago, día de San Januario que cae el 19, según el orden de la adición de santos que puso el Papa Sixto quinto. Fué recibido con grande aplauso de todo el pueblo, llevándole el caballo de rienda por la plaza el corregidor que a la sazón era el maestre de campo Lorenzo Bernal de Mercado. Y luego se dió principio a las fiestas guardando parte de ellas para cuando llegase el resto de la gente que venía con don Luis de Sotomayor. Mas no pudo ser esta llegada tan breve por las innumerables dificultades que había en este camino de escabrosos pasos y no tolerable hambre, la cual llegó a tal extremo que comían las abarcas poniéndolas al fuego para que se ablandasen algún tanto. Y entre otros peligros en que se vieron fué el que diré ahora digno de ponerse en historia así para que se vea la industria y ánimo de estos soldados, como para aviso de los que en adelante podrían verse en ocasión de aprovecharse de esta traza; y fué que llegando al cuarto río que llaman de Tucumán entraron por una larguísima...... llena de una especie de paja que crece en esta tierra muy espesa y alcanza a cubrir un hombre. Estaban en ella algunos indios mal intencionados los cuales pusieron incendio en viendo pasar a los españoles para que los alcanzase y quemase a todos por no haber lugar raso a que acogerse. Acertaron, por mejor decir erraron en esta coyuntura, en ir unos divididos de otros en dos cuadrillas, de suerte que en breve tiempo alcanzó el fuego a los atrasados, los cuales viendo que el aire le llevaba a ellos y había de ser más ligero que sus pies, dieron la vuelta hacia el mesmo fuego y lo pasaron de carrera trasponiéndose de la otra banda, donde ya no había sino ceniza aunque no acababa de apagar del todo. Y por más diligencia que hicieron en taparse los rostros y correr apriesa, con todo eso quedaron tan lastimados, que aquella noche murieron cinco de ellos y después fueron muriendo poco a poco otros siete, quedando los demás desollados sin recuperar su salud por muchos días. Y como el fuego corría con tanta velocidad, llegó brevemente a vista de los que iban delante, los cuales viendo que habían de ser presto alcanzados, consultaron lo que se podía hacer en tan manifiesto peligro donde sin duda lo pasaran tan mal como los referidos, si no fuera por la industria de un soldado a quien inspiró nuestro Señor que encendiese, como en efecto encendió con la mecha del arcabuz, el mismo lugar donde llegaban, de suerte que el viento que los seguía de espaldas llevó la llama hacia adelante, yéndose ellos poco a poco tras ella entrando por las cenizas que dejaba, de modo que cuando llegó el fuego que les venía dando alcance, no halló paja en que prender por haberse ya quemado con el incendio que ellos pusieron, y así cesó allí sin poder acudir más, quedando la gente libre de este enemigo dejando correr la llama que iba adelante y no podía serles detrimento.

Por estas dificultades llegaron harto destrozados a Santiago donde fueron bien acogidos y se acabaron las fiestas que estaban guardadas para cuando ellos llegasen. Y queriendo el gobernador dar principio a las cosas de su oficio, los mandó aprestar para la guerra, y envió por otra parte al capitán Pedro Lisperger a la ciudad de los Reyes del Perú, para que diese cuenta los oidores de aquella audiencia, que gobernaban por muerte de don Martín Enríquez de la venida de esta gente y del mismo gobernador, y también para que determinasen lo que pareciese más conveni nte acerca de la tasa que había puesto el mariscal Martín Ruiz de Gamboa, llevando para ello los pareceres que se han tocado.




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Capítulo XXX


De la entrada del coronel don Luis de Sotomayor en Angol, y la del gobernador en la Imperial y Ranco y las batallas que allí se tuvieron


Estaban las cosas de la guerra tan necesitadas de socorro, que no dieron lugar a que los soldados recién venidos descansasen muchos días ni el gobernador lo permitió, antes hizo luego reseña de la gente de guerra que halló en la ciudad y de la que él metió en ella, y dió traza en que se le diese algún socorro de mantenimiento y vestidos para que por falta de esto no la hubiese en lo principal que el pretendió. Y para que desde luego comenzasen a marchar confirmó en el oficio de coronel a don Luis de Sotomayor su hermano, y a Francisco del Campo nombró por maestre del mismo campo; y así mismo a don Alonso González de Medina por alférez general, y, por capitanes a don Bartolomé Morejón y algunos otros que lo habían sido en este reino. Y deseando acabar de una vez con todas las cosas que tenía que entablar acerca del gobierno, especialmente nombrar corregidores para todas las ciudades, de suerte que no tuviese para qué volver a Santiago dejando las fronteras, determinó detenerse algunos días encomendando el ejército aprestado con doscientos y cincuenta hombres al coronel su hermano, que era lo mismo que ir en él su misma persona. Y habiendo marchado casi noventa leguas pasando por la Concepción, Chillan y los Infantes, llegaron a la quebrada Honda donde hallaron gran fuerza de enemigos con los cuales trabaron una encendida batalla, de donde los sacó nuestro Señor victoriosos con pérdida de un solo español con haber muerto un grueso número de enemigos. Y plugo a Su Majestad que doce hombres que venían de la Imperial acompañando a unas señoras principales, llegaron a la quebrada al mesmo tiempo que andaba la refriega, en la cual ayudaron y fueron ayudados de los suyos, sin detrimento de las mujeres que a llegar un poco antes o después, dieran sin duda en manos de los adversarios. Halláronse en este lance con.actual oficio de capitanes, de más de los referidos arriba, Tiburcio de Heredia y Francisco de Palacios que tenían compañías en este campo.

Al cabo de algunos días salió el gobernador de Santiago en busca de su ejército que andaba corriendo los términos de Angol, y habiéndolo recogido, se entró con él en la Imperial, donde dividió su gente para enviarla por dos partes. Con la una fué el coronel a la provincia de Ranco y Lliben, y por la otra el mismo gobernador a dar por las espaldas de estas dos provincias llevando consigo al capitán Rafael Portocarrero, por ser persona de mucho valor y experiencia en las cosas de esta tierra. Estaba en el camino de estas provincias una fortaleza donde se habían encastillado los enemigos, la cual fué acometida de los nuestros; mas era tan inexpugnable, que se hubieron de retirar con pérdida de un soldado yendo los enemigos en el alcance, cuyo ímpetu iba deteniendo don Bartolomé Morejón que iba en la retaguardia.




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Capítulo XXXI


Cómo el maestre de campo Lorenzo Bernal de Mercado fué con un ejército a descubrir ciertas minas donde tuvo una famosa batalla


Ninguna vez se ofreció ocasión en Chile de algún descubrimiento de minerales que no acudiesen los españoles a esto por más dificultades y estorbos que interviniesen, y por más encendida que anduviese la guerra en otras partes. Puede ejemplificarse esto en el presente lance que tratamos de tiempo en que la guerra no aflojaba un solo punto; y con todo eso saliendo la voz de que se habían hallado minas de oro muy ricas de esperanzas dél, empleó el gobernador en esta ocupación a la persona más substancial en la milicia, que fué el maestre de campo Lorenzo Bernal, enviándole a esta empresa con doscientos hombres bien armados por haber de caminar sierapre por pasos peligrosos. Caminó esta gente algunos días por entre innumerables dificultades, así de asaltos de enemigos que por momentos iban atropellando, no pasándose día sin rebato, como de extraordinaría aspereza y escabrosidad, los cuales eran tan cerrados de montaña, que sucedía a las veces pasarse día de sol a sol sin haber caminado más de media legua, y era abierta a fuerza de hachas y calabozos. Y en particular desmontaron una vez cierta vereda que era una cuchilla altísima sin reparo de una y otra parte, de tanta estrechura, que en declinando un pie a cualquiera de los dos lados se despeñara la persona en mar de profundidad, y era una legua el trecho que habían de caminar por esta angostura. Mas aunque pasaron todos estos infortunios y otros mayores caminando a pie y descalzos y perdiendo muchos caballos que se despeñaban en los riscos, mas todo se les hizo fácil y se sufrió enteramente con la gran prosperidad de las minas donde en lugar de oro hallaron muchos indios de guerra con los cuales tuvieron una sangrienta refriega, mayormente el capitán Juan de Campo que llevaba la retaguardia. Y habiendo salido de este conflicto dejando desbaratados los enemigos, se volvieron por donde habían ido, pasando no solamente por la cuchilla, sino también por muchos cuchillos de los contrarios que ya los estaban aguardando para cogerlos a manos en este paso donde los españoles no eran dueños de sus personas. Puso mucho temor a los nuestros el sentir esta celada y el haberles dicho un indio el día antes que se hartasen de ver el sol porque quizá no lo verían más que aquel día. Lance fué este en que se vió Bernal en la mayor perplejidad que jamás se había hallado, por ser forzoso el haber de pasar y no haber otro paso sino este de que tratarnos. Y habiéndolo encomendado a nuestro Señor muy de veras él y todos los suyos, envió tres compañías de soldados con los capitanes Juan de Gumera, Melchor de Herrera y Juan de Ocampo, para que al cuarto del alba tornasen lo alto de la serranía y desde allí amparasen a los que fuesen pasando y reprimiesen el ímpetu de los indios. Ejecutóse esto como estaba trazado, y después fué marchando el resto de la gente por la cuchilla donde salieron los indios como leones por cima de ellos dejando caer muchas piedras de grande magnitud que se llevaban los árboles tras sí cuanto más los hombres, los cuales se iban asiendo de las ramas para pasar adelante sin poder emplear las manos en otra cosa. En esta coyuntura se vieronlos nuestros en tan grande aflicción que tuvieron poradmirable refugio un peñasco que allí estaba, donde se arrimaron todos a esperar la muerte si no intervenía algún auxilio del cielo. Viendo esto los cristianos que estaban en la parte superior de la sierra, aventuraron sus vidas arrojándose entre los contrarios no reparando en las ventajas que había de su parte, y dando en ellos con toda furia se encendió una brava guazabara donde se derramó mucha sangre de ambas partes poniéndose finalmente los indios en huída viendo que les tenían tomado lo alto de aquel puesto de donde salieron los nuestros libres y tan sin impedimento de cosa alguna, que ni aun un grano de oro trajeron a sus casas. Este fué el felice suceso de esta entrada, después de haber pasado aguaceros, nieves, hambres y asperezas.




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Capítulo XXXII


De las batallas que el gobernador tuvo en Arauco, Puren, Talcamavida, Mareguano y Biobio, donde fundó dos fortalezas


El año de 1584 juntó don Alonso de Sotomayor la más gente que pudo para la guerra, que habiendo hecho reseña junto al bebedero de Quinel, halló ser cuatrocientos hombres de pelea, y por haber muchos años que no entraba español en las quebradas de Chipimo, donde los indios eran muchos y muy belicosos, envió al sargento mayor Alonso García Ramón con orden de que no dejase hombre a vida de cuantos pudiese haber a las manos en aquella tierra. Dióse tan buena maña este caudillo, que cogió a los indios descuidados y dió en ellos con toda su furia sin perdonar niño ni mujer que topase por atemorizar a los demás con tan áspero castigo, y habiendo muerto hasta doscientas personas, se volvió con el pillaje a la ciudad de los Infantes.

Estaba allí a la sazón el gobernador, el cual salió con trescientos soldados a la ligera para correr toda la tierra entrando por Puren y saliendo por las haldas de Mareguano; en el cual viaje ultra de los muchos daños que hizo a los rebelados, tomó noticia de la tierra para en adelante. Después de esto corrió las provincias deGuadaba, Puren, Licura, Tucapel del viejo y nuevo, Arauco y Andalican, haciendo graves castigos en los indios de aquellos lugares. Finalmente vino a salir por una loma llamada Longonaval donde estaban los enemigos encastillados en una fortaleza. Para desbaratar este fuerte, se adelantó el sargento mayor y puso su gente en orden llevando él retaguardia, y tuvo una gran refriega con los indios desbaratándolos en breve tiempo aunque salieron algunos de los nuestros heridos, y en particular el capitán don Juan Rodolfo que llegó a punto de muerte. En esta batalla quedó preso el general de los indios que era un mestizo llamado Diego Díaz, hombre facineroso y confederado con un mulatoque capitaneaba otra gran cuadrilla de forajidos, del cual dió noticia en su confesión este mestizo. Y deseando el sargento mayor Alonso de García hacer suerte en el mulato, fué luego a buscarle a donde el mestizo le dijo que estaba y llegó a verse con él desde lejos, aunque no pudo prenderle, porque en viendo él a los españoles se arrojó en el río de Biobío en el cual se escapó de sus manos.

De aquí se fué el mulato a Mareguano donde juntó seis mil indios que para estos tiempos era excesivo número, así por estar muy diestros en las batallas como por haber ya tan pocos en el reino; supo esto el gobernador y recogiendo toda su gente se fué a poner en el sitio que le pareció más oportuno en la provincia de Mareguano para desbaratar la junta de los adversarios. Mas como lo que el mulato pretendía no era otra cosa sino tener a la vista a los españoles, tuvo esta por felice suerte, pareciéndole que la había de hacer en ellos buena. Y deseando reconocer los rincones y entradas y salidas de los reales para entrarse por ellos determinadamente, envió a un muchacho muy pequeño para que los descubriese y avisase. Este se puso en un cerrillo a cantar sol fa mi re, que lo sabía entonar muy bien por haber sido paje de un soldado músico que estaba en los reales. Acudieron a esta voz los centinelas y hallándole metido en su música le examinaron y pusieron ante el gobernador donde fué conocido y admitidas sus excusas de que había sido llevado contra su voluntad, y en esta ocasión venía con ella por haber podido escaparse de los enemigos. Todavía fué puesto en prisiones aunque con poca presunción de que en tan pequeño cuerpo pudiera caber tal engaño y astucia; mas era tanto lo que tenía de esto, que fingió haberle picado una araña dando muchos gritos, de suerte que movió a compasión los soldados, los cuales le quitaron los grillos y lo entregaron a su amo que lo curase. Pero el pago que le dió fué cogerle el hatillo que podía llevar a cuestas, saliéndose con él sin ser sentido a dar entera relación al mulato de lo que pasaba. Y llegó a tanto su destreza, que la noche siguiente: volvió por guía del ejército de los pagainos, y metió un escuadrón por una calle de los reales yéndose derecho a ella con tanta presteza, que aunque la centinela los divisó y fué corriendo a dar mandado a los españoles, con todo eso entraron los indios tan presto como la mesma centinela sin dar llugar a prevención alguna. Con este ardid y mucha diligencia, ganó este escuadrón toda la calle hasta llegar al cuerpo de guardia mientras los demás daban por otras partes de los reales sin dejar portillo a los españolas. Fué el aprieto en que ellos se vieron a este tiempo uno de los mayores que se han escrito en esta historia, por estar los nuestros tan descuidados y dormidos sin género de recelo. Mas con to do eso salieron al punto tan despiertos como si lo estuvieran de mucho antes, y se dieron de las astas con los enemigos con tanta furia de ambas partes, que hubo indio que pasó de una lanzada ambos arzones de una silla de armas y los muslos del que estaba en ella entre los pocos que habían acertado a subir en sus caballos. Plugo a nuestro Señor que en la calle por donde entraron los contrarios estuviese el sargento mayor Alonso García Ramón, el cual con su buena diligencia les impidió que ganasen el cuerpo de guardia, y también fué gran parte para ellos un arcabuzazo, que derribó al mulato adalid de las huestes índicas, con lo cual fué su ejército de vencida, siguiendo los nuestros la victoria hasta un río que estaba cerca de los reales. Los heridos de nuestro campo no fueron pocos, pero muchos más sin comparación fueron los heridos y muertos del bando contrario, lo cual fué de grande importancia para bajar los bríos y avilantez con que los indios andaban orgullosos.

Después de esta victoria se partió el gobernador con sú ejército a Millapoa donde fabricó dos fuertes uno enfrente de otro estando Biobio en medio paratener tomadas ambas vegas; lo cual fué de mucha eficacia para sojuzgar la tierra de ambas bandas y reprimir a los enemigos para que no se enseñoreasen de la comarca como solían.




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Capítulo XXXIII


De una batalla que tuvo Juan de la Cueva y otra el capitán Francisco Hernández de Herrera con los indios de Millapoa


Sintieron los indios íntimamente el ver que se iban fabricando los dos fuertes sobredichos, teniendo por cierto que habían de ser como esclavos de los españoles, y aun más avasallados que los mismos esclavos. Y ni les faltó razón, pues fuera de otros trabajos intolerables que padecen sirviendo a españoles, eran bastantes para apurarlos del todo los mesmos ejercicios en que los ocupan para sustentar la mesma guerra. Porque aunque no fuera más que las cargas que les echan en las escoltas y trajines, fuera negocio de mucha pesadumbre por ser tan frecuentes y sin remuneración alguna; tanto que un indio de Arauco a quien los españoles ocupaban cada día haciéndole llevar en una yegua suya muchas cargas de una parte a otra, vino a matar la yegua para que lo dejasen los que con achaque de aquella acémila le obligaban a que él lo fuese. Por esta causa procuraron estos indios de Millapoa y sus términos, que la fábrica de la fortaleza se impidiese. Y para esto se pusieron en emboscada junto al río en la parte que les pareció que habían de desembarcar los españoles que iban de la banda donde se había edificado el primer fuerte. Tuvo el gobernador sospecha de esto, y viéndole deseoso de sabor la verdad un soldado valerosísimo llamado Juan de la Cueva, se ofreció a pasar el río a nado, para ser explorador fiel de lo que pasaba; y tomando una pica en la mano pasó el río de banda a banda y descubrió a los enemigos emboscados, los cuales más con deseo de que no volviese a dar aviso que de lo que podían interesar de quitarle la vida, salieron todos a él con mano armada. Mas era tanto su valor y coraje, que peleó con todos ellos y anduvo en la refriega algún rato, ganando o mereciendo ganar más nombre que Tideo hijo de Anco rey de Calidonia, el cual dando en manos de un escuadrón de tebanos que le estaban esperando emboscados para humillarlo, se tuvo con ellos y los mató sin dejar hombre a vida; y más fama que Aristómenes Meceno que mató trescientos lacedemonios sin haber hombre que le hiciese espaldas. Y lo que es de más admiración en este trance se debe referir a la vuelta que este soldado dió por el mismo río, abalanzándose a él con gran destreza al mismo tiempo que estaba peleando, sin dejar los indios de arrojarse en su seguimiento tirándole dardos y flechas, del cual peligro lo libró nuestro Señor para que diese aviso a los de su campo como le dió; de suerte que los indios desistieron de su intento y esperanza volviéndose a sus tierras.

De mediado el invierno salió el capitán Francisco Hernández de Herrera con algunos soldados a la escolta de hierba y leña, y topó en el camino una gran cuadrilla de indios que estaban emboscados aguardándole, y en viendo coyuntura salió un escuadrón de indios de a pie y otro de a caballo; que ya en estos tiempos hay muchos indios de guerra que manejan tan bien un caballo, y saben entrar y salir con él en cualquier oportunidad, como un caballero jerezano. Trabóse aquí una bravosa escaramuza que duró hasta que la noche sola fué parte para dispersarlos, habiéndose visto los españoles casi perdidos, de suerte que el capitán, como hombre que tenía la vida en los cuernos del toro, se arrojaba entre los indios a matar o morir peleando como un Hector y derribando hombres como un Aquiles. Cayeron en este conflicto cuatro españoles cuyas cabezas fueron cortadas por manos de los contrarios antes casi de caer en tierra. Llegó la voz de esta refriega a oídos de Juan de la Cueva que estaba cerca de aquel sitio, y como se hallase a pie y le pareciese que aguardar perentorias de aderezar el caballo sería el socorro que llaman de Escalona, o el que en nuestros tiempos van ya llamando algunos satíricos el socorro de España, cogió un caballo que halló a mano, y subió en él en cerro, y sin echarle freno sino con sola la jáquima, se fué a dar alcance a los indios, de los cuales alanceó muchos haciendo tantas bravezas que ya fuera bajarlo de quilates el traer a consecuencia los referidos arriba llamados Tideo y Aristómenes. Con esto se recogieron al fuerte de donde salió muchas veces don Alonso de Sotomayor en persona a correr la tierra, y otras sus capitanes haciendo graves castigos en los indios.




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Capítulo XXXIV


De las batallas de Ranco entre don Luis de Sotomayor y Francisco del Campo de una parte y de otra los indios rebelados


En tanto que don Alonso de Sotomayor andaba en los ejercicios sobredichos, hacía también el mesmo oficio el coronel su hermano en los términos de Valdivia, Osorno y Ranco. Y como nunca acabasen de apaciguarse los indios que habitaban en las islas de la laguna, mandó hacer un barco para entrar en ella a castigarlos por fuerza de armas. No estaban ociosos los soldados mientras el esquife se hacía, antes se ocupaban en frecuentes asaltos que daban a los indios comarcanos, siendo también acometidos muchas veces de los mesmos indios. Y habiéndose hecho el barco se metieron en él algunos españoles y otros en balsas de madera, yendo delante el maestre de campo llamado Francisco del Campo en una piragua. Mas fué tan recio un temporal que sobrevino aquella noche en la gran laguna, que se trastornaron algunas balsas ahogándose ocho indios de nuestro bando y nueve españoles, de cuyo número fueron don Pedro de Medina y un sargento.

Viendo esta desgracia y el tiempo contrario, se volvieron todos los del barco y balsas cuyos capitanes eran Rafael Portocarrero y Juan de Contreras, precediendo el maestre de campo en su piragua. Por esta causa acordaron de acometer de día entrando en tres balsas tres capitanes, que fueron el maestre de campo don Bartolorné Morejón y Rafael Portocarrero; y por la parte de tierra acudió el coronel con su gente y dieron todos a una en la fortaleza de los enemigos alanceando muchos dellos y poniendo a los demás en huida hasta quedar el campo por los españoles y arruinada la fortaleza.

Después de esta victoria fabricó don Luís de Sotomayor un fuerte junto a la laguna, y saliendo de él a visitar las ciudades comarcanas, dejó allí al maestre de campo con razonable presidio. Eran frecuentes las veces que salían de este puerto los soldados a campear, y de la ciudad de Osorno salían a lo mesmo los españoles que estaban en su guarda, lo cual también hacía el coronel en los términos de la Villa-Rica y Valdivia. Y habiéndose pasado en esto algunos meses, volvió a la fortaleza de Ranco y términos de Lliben donde los rebelados estaban contumaces en su porfía; por esta causa los perseguía con gran frecuencia saliendo a correr la tierra y destruyéndoles sus haciendas por hacerlos rendir a fuerza de vejaciones. En este lugar tuvo noticia de que en la punta de Ayllaquina andaba un indio valeroso con algunos escuadrones de a pie y de a caballo; y tomando consigo a los capitanes Pedro Ordóñez Delgadillo, don Bartolomé Morejón y Tiburcio de Heredia, dió una trasnochada a los enemigos y los desbarató y mató muchos de ellos ayudado de los indios amigos suyos que eran animosos y fieles; de aquí pasó a los términos de Villa Rica donde salía ordinariamente a campear él y sus capitanes, haciendo frecuentes suertes en los paganos sin parar de estos ejercicios hasta que se gastó en ellos todo aquel año.




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Capítulo XXXV


De la partida de don Luis de Sotomayor para España, y las batallas de Chipimo, Angol y Puren


Pareciéndole al gobernadorque las provincias circunvecinas a Valdivia donde el coronel su hermano andaba tenían alguna manera de sosiego por estar los indios muy domados, y que era menester acudir con toda la fuerza a las partes de Arauco, acordó de sacar a su hermano de la guerra y enviarlo a España a dar cuenta a la majestad católica del rey don Felipe del estado de las cosas de Chile y pedirle socorro para ellas. Y habiéndolo llamado a Gualqui donde él estaba y despachándolo con sus criados, hizo nuevo nombramiento de oficiales deguerra con ocasión de su partida. El oficio de coronel dió a Francisco del Campo y por maestre de campo nombró al sargento mayor Alonso García Ramón, señalando en su lugar a Tiburcio Heredia, y a Campo Frío de Carbajal por alférez general de su ejército. Y habiéndollo ordenado de esta manera salió a campear por Guadaba y Mareguano, haciendo admirables suertes en los indios. Y como una vez se pasasen algunos días sin haber un indio a las manos para saber dél dónde estaba el campo contrario, salieron cuatro soldados a correr las haldas de Catirai con deseo de topar alguno.

A este tiempo estaba un indio de muy grande cuerpo y no menos fuerzas junto a una quebrada desollando un caballo para aprovecharse de los nervios dél para cuerda de su arco; divisó a este indio un soldado cuyo nombre era Cristóbal de Morales, de los más famosos de todo Chile, y batiendo las piernas al caballo, se puso brevemente en parte donde se oyesen a placer. Viéndole el indio tan cerca le dijo: «Perro, apéate de ese caballo», desafiándole a lucha de a pie no porque temiese al hombre de a caballo; porque sabía que en el lugar donde él estaba no era posible pelear de otra manera. Antes fuera cobardía el decirle al español que no descendiese, pues en tal caso tuviera el indio ventajas de su parte por estar junto a la ladera. A esto respondió el cristiano: «Pero ¿no tienes vergüenza de ponerte delante de mí que soy Morales el español?» Entonces replicó el indio: «Pues perro, ¿no tienes tú vergüenza de hollar mi tierra y pasar por delante de mis ojos, ni aun por distrito de mi patria siendo yo vivo? ¿No sabes tú que soy yo maestre de campo de toda esta tierra y me llamo Mellinango que quiere decir cuatro leones?» Oyendo esto Morales se bajó del caballo y hincando la lanza en tierra lo ató en ella de las riendas, y partió para el indio con ánimo de un César poniendo mano a su espada. Ya el indio había entonces tomado su lanza que era de treinta palmos y la tenía terciada de suerte que en llegando el español a tiro, hizo un bote con ella con que lo pasara de banda a banda si el soldado no fuera tan diestro en rebatirlo con la espada desviándose tan ligeramente que le ganó la punta de la lanza, y cerró con él tirándole una estocada que fué como dar en peña, porque la defendió un peto de cuero crudo que traía. Y siendo todo esto en un pensamiento, se abrazaron los dos con grande furia, excediendo el indio por más de tres dedos de cuerpo al español que era bien alto y fornido; y pareciéndole al bárbaro que él estaba más suelto, se dejó caer por la ladera llevando aferrado al español, y así fueron rodando abrazados los dos más de cuarenta estados hasta un lugar que era algo llano, sin dejar el indio la lanza por más vueltas que daba. Y quiso su ventura que acertase a caer sobre el cristiano; mas como no tuviese instrumento acomodado para matarlo, le echó un bocado en la garganta, aferrando los dientes en ella tan tenazmente, que ya el otro echaba la lengua de fuera y estaba agonizando. Pero con las ansias de la muerte extendió la mano y sacó un cuchillo que traía metido entre la pierna y la bota -como es costumbre- y con él dió siete puñaladas al indio por la barriga dejándolo muerto y quedando él tan aturdido, que no acertaba a quitarlo de sobre sí. Conocí yo a este soldado y vi las señales que traía y trae hasta hoy de los dientes que le clavó el indio: mas no fué solamente este el lance donde demostró su valentía, pues también hubo otros muchos donde hizo ostentación de ella; como fué en la batalla que el gobernador tuvo al pie de la cuesta de Villagrán con más de diez mil indios, donde peleó este soldado desnudo para mostrar que hacía poco caso de los enemigos, pues no se curaba de reparar con qué defenderse de ellos. Y después el año de mil y quinientos y ochenta y ocho, yendo a Guadaba en compañía del maestre de campo Alonso García Ramón con ochenta hombres a una maloca, sucedió que acometiendo los indios con gran furia, cayeron en tierra el maestre de campo y otros dos soldados dando sobre ellos toda la fuerza de los enemigos sin hallarse cerca hombre que los guareciese más que Morales el cual se opuso a todo el ímpetu de los contrarios; y con sola su espada los reprimió y detuvo recibiendo muchas heridas y entre ellas una que le pasó de parte a parte, dando lugar con esto que los suyos se levantasen escapándose de tan manifiesto peligro.

Después de haber corrido las haldas de Catirai, se alojó nuestro ejército en Chipimo, donde hubo noticia de una gran multitud de indios contrarios queestaban esperando ocasión para hacer suerte en los nuestros. Pidió licencia el maestre de campo al gobernador para avenirse con ellos, y habida se puso con ochenta hombres en una emboscada cerca de los reales, dejando por allí algunos caballos de propósito para cebar los indios; y como después de esto fuese marchando y viesen los indios que llegaba a lo alto de un cerro, salieron dando alaridos y se pusieron en el sitio de donde había salido nuestro campo, amenazando desde allí a los nuestros que estaban en talanquera y cogiendo los caballos que estaban al parecer desamparados. A este tiempo salió el maestre de campo con los demás emboscados y dió sobre los indios de improviso, matando buen número de ellos al primer encuentro. Y luego se trabó la escaramuza con tanta destreza de ambas partes, que el ejército que estaba a la mira desde lo alto, tuvo aquel día harto que ver, quedando finalmente los nuestros vencedores.

Pasados algunos días llegó el ejército a Puren donde el gobernador fabricó una fortaleza para salir de ella a campear la tierra. Sintieron mucho esto los enemigos, y juntándose en algunos escuadrones, cercaron el fuerte haciendo presa en los caballos y ganado para vengarse de los españoles. No fueron ellos lerdos en salir a quitarles el hurto de las manos, dándoles una guazabara con grande estrépito y gallardía, y en particular el maestre de campo acometió al escuadrón de los que llevaban el ganado y les dió en la cabeza matando los más de ellos poniendo a los demás en huída y quedando el campo desembarazado.

Ya era tiempo de que el gobernador visitase las ciudades que estaban en frontera de enemigos, y dejando al maestre de campo en este fuerte de Puren con doscientos hombres, se fué la vuelta de los Infantes con el resto de su campo, nombrando nuevamente por capitán a don Juan Rodolfo, hijo de Pedro Lisperger, por haberse señalado en diversas ocasiones y derramado sangre muchas veces por servir al rey. Y estando la gente española de partida en estos dos puestos, salían ordinariamente a campear por diversas partes uno de los Infantes con el gobernador, y otros del presidio de Puren con el maestre de campo que nunca dejaba de hacer maravillosas suertes en los indios. Viendo ellos que los nuestros estaban divididos, juntaron toda su fuerza en un ejército nombrando por general a Cadiguala, indio extraordinariamente fuerte y belicoso. Y fué tanto su atrevimiento, que llegó con su campo a la ciudad de los Infantes y le puso fuego con saber que estaba dentro don Alonso de Sotomayor con su gente. Salió el mesmo gobernador en persona a esto con doscientos de a caballo; mas fué tan escasa la medra de este encuentro, que los indios pelearon sin recebir daño, antes lo hicieron a los nuestros matándoles un indio amigo llamado Caninango, que era capitán de los que seguían a los de nuestro bando. Hecho esto se fueron a dar en la fortaleza de Puren, lo cual entendió luego el gobernador; y aprestándose con toda diligencia, salió con sesenta hombres a dar socorro al maestre de campo. Y como llegando una legua de la fortaleza fuese visto de los enemigos, acordaron de no acometer, aunque había entre ellos trescientos de a caballo y eran los de a pie en grande suma, porque como vieron que la ciudad quedaba con poca gente, pareció más acertado volver sobre ella y así lo pusieron luego por, obra. Tampoco esto se le encubrió a don Alonso, ni fué menos diligente que ellos en volver a la ciudad a resistir al enemigo. Mas era tanta la gana que él tenía de emplear sus bríos, que tornó a revolver sobre la fortaleza llevando de camino cantidad de madera y otros instrumentos para escalarla; y habiendo llegado cerca de ella alojó su gente en sitio cómodo, haciendo una palizada para su defensa. Salió de allí el mesmo Cadiguala con ciento de a caballo y se llegó al fuerte retando al maestre de campo con grandes blasones y soberbia; mas no se fué alabando de ello, porque saliendo los nuestros le desbarataron su ejército matando al mesmo Cadiguala con muchos de los suyos. A este tenor se vivía en aquel tiempo en este fuerte de Puren, de donde salía el maestre de campo ordinariamente a campear la tierra hasta los Infantes, haciendo siempre buenas suertes.




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Capítulo XXXVI


De cierto motín que hubo entre españoles, y de las batallas que dieron los indios a nuestro maestre de campo en los Infantes


Llegábase ya el tiempo de salir el gobernador a visitar las ciudades de arriba, y para efectuarlo fructuosamente, ordenó que fuese el maestre de Campo por otra parte a las ciudades de la Concepción y Santiago para proveer entre otras cosas de bastimentos y municiones a los dos fuertes de Biobio, llamados el uno la Santísima Trinidad, el otro el Espíritu Santo. Y por ausencia del maestre de campo, quedó en su lugar en la fortaleza de Puren Tiburcio de Heredia, el cual enfermó dentro de pocos días con los muchos trabajos y poco alivio del lugar y tiempo. Viéndose algunos soldados pobres, hambrientos, afligidos y sin esperanza de remuneración de sus trabajos, acordaron de amotinarse, pues la persona de Alonso García Ramón estaba ausente, y el que tenía sus veces muy enfermo. Y el concierto entre ellos fué de esta manera, que tomando las mejores armas y caballos habían de ir a la ciudad de los Infantes y a la de Chillán y a los dos fuertes de Biobio, a llevar de camino algunos amigos suyos tan desesperados como ellos, y con toda esta fuerza habían de dar sobre la ciudad de Santiago saqueándola con mano armada para irse con todas sus riquezas al reino de Tucumán y aposesionarse de él como señores absolutos. No pudo esto apercebirse tan secretamente que no lo entendiese Tiburcio de Heredia, el cual llamando aalgunos de los amotinados, les rogó fuesen por bastimentos a la Imperial donde elgobernador estaba, y para hacerlo seguramente, envió con ellos otros soldados de confianza y una carta para don Alonso escrita en lengua flamenca que los dos solos la entendían. No rehusaron estos soldados la jornada por ser de solas doce leguas y no descubrir sus intentos si resistían al mandato. Viendo el gobernador la carta acudió puntualmente con un escuadrón de españoles con achaque de visitar al enfermo y bastecer la fortaleza; y habiéndolo hecho con este título, se fué la vuelta de los Infantes haciendo mudanza de algunos soldados, de manera que entre los que sacó de la fortaleza fueron los principales del motín que se rugía. Y llegando con ellos a los Infantes les mandó dar garrote a todos, con lo cual se obvió el notable daño que pudiera causarse en estos reinos si Dios nuestro Señor no lo remediara.

Había el gobernador enviado a Juan Álvarez de Luna al visorey del Perú que era don Hernando de Torres y Portugal, y como se volviese frustrado de su pretensión que era traer socorro de gente para la guerra, por no haber comodidad por entonces para dárselo se resolvió don Alonso de Sotomayor en despoblar el fuerte de Puren como lo hizo, entrándose con su gente a dar una vuelta por las ciudades Imperial y de los Infantes y provincia de los Coiuncos hasta la cordillera nevada, sin cesar de hacer asaltos y dar trasnochadas a los indios quemándoles las sementeras y llevándoles sus ganados; y por ser la ciudad de los Infantes la más combatida de enemigos que había en estos tiempos, puso en ella de propósito al maestre de campo Alonso García Ramón, el cual como era hombre de sangre en el ojo y vió que estaba esta ciudad a su cargo, tomó a pechos el favorecerla y perseguir sus enemigos hasta no dejar de ellos hombre a vida. Fabricó en ella un fuerte con sus cuartos, y amplióla con oficiales de guerra y otros resguardos necesarios y no cesaba de salir a campear por todas las comarcas de Pillalco y Voquilemo y las demás del distrito.

Y como una vez tuviese noticia de una junta de dos mil indios que estaban en un banquete y embriaguez apercibiéndose para la guerra, salió a ellos con setenta hombres y los desbarató y mató muchos de aquelbando volviendo a la ciudad con los despojos. Pero suelen los indios de estos términos encarnizarse tanto con las pérdidas y engreírse con las victorias, que el gran tesón que el maestre de campo ponía en no dejarlos vivir a sol ni a sombra, les era motivo para ser ellos más inflexibles y pertinaces. Y llegó esto a tanto, que un día de 1586 vinieron solos seis indios sobre la ciudad y se pusieron una legua de ella en un valle llamado Maruel donde prendieron algunos yanaconas y cogieron muchos caballos; y con esta presa se embarcaron para hacer aquella noche suerte en la gente del pueblo. Vino a dar noticia de esto una espía de las que tenía puestas el maestre de campo, la cual envió un caudillo con su compañía de soldados que le trajese a los salteadores. Llegaron estos españoles a donde los indios estaban, los cuales por verse muchas leguas de su tierra y que era imposible huir sin ser alcanzados, se resolvieron en no dejar de pelear hasta perder las vidas o ganar la honra. Y haciéndoles su capitán un parlamento para animarlos a la batalla, comenzaron a pelear como unos leones, tomando por reparo un pequeño arroyo en el lugar más montuoso, donde se defendían valerosamente. Y como llegase la noche y los nuestros experimentasen que los indios no aflojaban, se arrojaron al agua para de una vez acabar con ellos aunque fuese con dispendio de su sangre. Sería intento vano el pretender ponderar aquí las hazañas con que estos seis indios merecieron ganar mayor fama que los doce pares; mas ya que no tuvieron ventura de que yo supiese los nombres de todos seis para celebrarlos, será razón que el capitán goce de ella, cuyo nombre es el que entre todos se ha sabido de cierto que es Rancheuque, el cual como no pudiese entre la espesura jugar cómodamente de la lanza que era de treinta palmos, la hizo pedazos a vista de todos, quedándose con una braza, y con ella hizo rostro a todos los que le acometieron y dió tres lanzadas a nuestro capitán, y aun si no le socorrieran le dejaratendido en tierra, el cual hecho imitó otro indio puntualmente derribando a otro soldado del bando de los españoles; y así se fueron todos seis sin lesión alguna, dejando a los nuestros harto maltratados.

Dentro de pocos días volvieron a la ciudad estos mesmos indios y entraron de noche hasta la iglesia de San Francisco por una reja que el capitán sacó de su lugar a fuerza de brazos. Y estando dentro tomaron un crucifijo y una imagen de nuestra Señora y los frontales y casullas para hacer de ellas vestidos a su modo, y con esto se fueron sin ser sentidos. Fué tan grande el coraje en que se encendió el maestre de campo con estas insolencias, que salió con lossuyos a proseguir la guerra a fuego y a sangre, donde hizo grande riza en los enemigos y les desbarató el fuerte llamado Mututico en la provincia de Mayoco, y los persiguió tan despiadadamente que los indios hubieron de rendirse y venir a dar la paz, cosa que jamás habían hecho hasta entonces. Habiéndolos el maestre de campo recibido y acariciado, les hizo un solemne banquete, donde viéndolos a todos juntos hizo semejante lance al que se cuenta haber hecho Absalón cuando dió sobre Ammon su hermano en el convite, aunque no dió este capitán la muerte a alguno de ellos, contentándose con prender las principales cabezas que era más conforme a su intento. Y teniendo en prisiones a los caciques los regaló con grande vigilancia, dándoles a entender que no los tenía allí por molestarlos si no para que diesen traza en que todos sus súbditos viniesen allí a dar la paz, que era lo que todos deseaban. Fué tanta la diligencia que los caciques pusieron en esto, por verse libres de aquella angustia, que en pocos días vinieron gran suma de indios de todas partes a la ciudad donde sus capitanes estaban, con todos los cuales hizo el maestre de campo nuevas poblaciones alrededor de la ciudad por tener los indios a la vista sin que pudiesen desmandarse. Los pueblos que en esta ocasión se redujeron por industria del maestre de campo, fueron: Molchon, Longotoro, Boquilemo, Chichaco, Maloco y Lanlamilla. Con esta traza se sosegaron los indios y ganó el maestre de campo Alonso García Ramón casi tanto nombre como Lorenzo Bernal de Mercado por las muchas hazañas con que mostró su valor en cinco años continuos que sustentó esta ciudad de los Infantes; y en parte era tenido de algunos por más aventajado por haber traído muchos indios a la paz en diversas ocasiones; lo cual se vió pocas veces en Lorenzo Bernal, que lo llevaba todo por punta de lanza.

Sucedió una vez que un indio amigo de unos españoles, de quien se fiaban mucho y lo tenían por espía, usó de traición con ellos de esta manera: Dijo al maestre de campo que en cierto lugar de aquel distrito había muchos indios con sus hijos y mujeres en quien se podría hacer lance por estar totalmente descuidados. Salió a esto él en persona con veinte y cinco de a caballo, a los cuales fué este indio metiendo por una quebrada tan escabrosa que hubieron de dejar los caballos con ocho hombres que los guardasen, entrándose los diez y siete a lo más profundo de aquel sitio. Y cuando menos pensaron, se vieron cercados de grandes escuadrones de enemigos y forzados a pelear con ellos so pena de perder las vidas. Fuera largo negocio el referir por extenso las veces que los nuestros se vieron a canto de dar consigo en tierra de puro cansados si el maestre de campo no los animara aunque estaba derramando más sangre que otro alguno. Viendo los indios que se defendían tan extraordinariamente los españoles que ellos pensaban rendir al primer encuentro por estar a pie y haber para cada uno doscientos contrarios, enviaron algunas compañías que entretuviesen a los ocho soldados que,estaban en guarda de los caballos, y pusieron gente por todo el camino para que los nuestros no tuviesen lugar de retirada. Mas como Alonso García entendiese que el aflojar era perderse, andaba juntamente peleando y diciendo a los suyos palabras de buen capitán con que los animaba llamando contino a Santiago y ordenando las cosas con tanta reportación como si él estuviera puesto en talanquera. Ya que los españoles no podían menearse, dió una voz al maestre de campo con que los despertó y metió de nuevo en la refriega peleando otras tres horas continuas, que fuera cosa increíble si los testigos no fueran tan auténticos. Finalmente, prevalecieron tanto los españoles que los indios se fueron retirando a un lugar más estrecho, parte por meter a los nuestros en mayor estrechura, y parte porque en efecto se veían apurados; mas como Alonso García les entendió la estratagema no quiso seguir el alcance, sino díó la vuelta por donde había entrado, dejando burlados a los indios con más pérdida que ganancia, aunque los nuestros salieron tan mal heridos que tuvieron que curar por muchos días; en particular el maestre de campo, que estuvo a punto de perder un ojo dé una herida que le dieron junto a él, y estuvo casi ciego de la mucha sangre que derramó en esta batalla, que fué de las más famosas de este reino.




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Capítulo XXXVII


De la refriega que tuvieron los de Santiago con Tomás Schandi, inglés, en Valparaíso, y del socorro que trajeron del Perú don Fernando de Córdova y don Luis de Carvajal


Llegada la pascua de Navidad del año 1587, parecieron cerca de la Concepción dos velas de ingleses corsarios que habían entrado por el estrecho de Magallanes, cuyo capitán se llamaba Tomás Schandi. Viendo estos navíos el maestre de campo Alonso García Ramón, sospechó lo que podría ser, y juntó a gran priesa la más gente que pudo yéndose con ella al puerto para pelear con el pirata si saltase en tierra; más como viese que tomaba la derrota del Perú, despachó luego mensajeros a la Imperial, donde estaba el gobernador, y a la ciudad de Santiago, para que enviasen aviso al conde del Villar, llamado don Fernando de Torres y Portugal, virrey del Perú, yéndose el mismo maestre de campo por la costa abajo a esperar al pirata donde quiera que surgiese. Y no contento con esto le pareció más acertado no remitir el despacho del aviso a terceras personas, sino enviarlo él mesmo, y así lo hizo, juntando a los vecinos de la Concepción a consulta sobre el caso; y con toda brevedad despachó un barco grande con algunas personas, las cuales escaparon perdiéndose el barco con un temporal antes de llegar a Valparaíso. Pero las personas llegaron a este puerto, donde se embarcaron en un navío en que fueron a la ciudad de los Reyes y dieron al virrey noticia de lo que pasaba, lo cual fué de mucha importancia para poner prevención y resguardo en toda la costa de suerte que no llevase el corsario la presa que había cogído el capitán Francisco ocho años antes. Y así le sucedió tan mal, que aunque llevó fué en la cabeza, porque llegando al puerto de Valparaíso le salieron a resistir el corregidor de Santiago y algunos vecinos y soldados. Los cuales acometieron al tiempo que los ingleses estaban tomando agua y mataron veinte de ellos, habiendo andado un rato a la mesapela; y si no fuera por la ligereza con que se recogieron a un peñol metido en el agua donde no llegaban los nuestros, por los muchos tiros que disparaban de sus navíos, no,quedara hombre a vida. Y después de esto le sucedió lo mesmo al fin de la costa del Perú, estando muy despacio dando carena y refocilándose en la isla de la Puna. Porque viniendo de Quito los capitanes don Rodrigo Núñez de Bonilla y Juan de Galarza, su cuñado, con sesenta hombres, y juntándose en Guayaquil con el corregidor Reinoso, que tenía otras sesenta, fueron de noche en balsas y amanecieron en la isla dando sobre los ingleses que estaban en una casa principal del cacique, a la cual pusieron fuego los nuestros para quemar los que estaban dentro, matando y prendiendo los que salían de la casa. Y si no fuera por la mucha artillería que disparaban de los navíos que amedrentaba a los españoles, no quedaría un inglés a vida; con todo eso prendieron algunos por la diligencia de tres o cuatro soldados, mayormente del capitán don Rodrigo Núñez de Bonilla, que tomó la bandera en la mano y estuvo firme sin volver el pie atrás por temor de las balas. Y no era nuevo en este caballero señalarse en servicios del rey, no solamente por haberlo heredado de su padre que se esmeró en las batallas contra Gonzalo Pizarro y otros rebelados, con su persona y hacienda, mas también por lo que el mismo don Rodrigo había hecho de edad de dieciocho años levantando bandera y entrando en los Quijos a castigar los indios rebelados que se habían levantado con tres ciudades matando a todos los españoles hombres y mujeres hasta los niños de cunas; las cuales ciudades ganó de nuevo don Rodrigo y las pobló en el estado que hoy tienen. Sabiendo el conde de Villar, virrey del Perú cómo estos ingleses andaban por las costas, dió orden desde el día que le llegó esta nueva en que se obviase el daño que podían causar en estos reinos. Y por acudir de un camino a impedir estos enemigos y juntamente socorrer a Chile con la mesma gente que salía contra ellos, mandó aprestar algunas compañías de soldados que acudiesen a guardar el puerto de Arica, donde estaba gran suma de plata; y para esto envió a mandar que se hiciese gente en Potosí, cometiendo esta diligencia a don Fernando de Córdova, hijo de don Antonio Fernández de Córdova y de doña María de Figueroa, señores de la villa de Belmonte, y descendientes por línea recta de la casa del marqués de Pliego dentro del cuarto grado y deudos cercanos de los duques de César y Feria, y a don Luis de Carvajal, hijo del señor de Jadar, persona de mucha cualidad y estofa, para que cada uno levantase doscientos hombres; el cual don Luis y don Fernando habiendo recibido las conductas de capitanes levantaron bandera en Potosí y sus términos, y juntaron doscientos soldados cada uno y los llevaron por tierra sesenta leguas hasta el puerto de Arica donde se embarcaron con ellos para Chile, que fué socorro de grande importancia para reprimir los bríos y avilantez de los indios rebelados. Y fué tanta la diligencia que este don Fernando puso en esto, que recibiendo la conducta en fin de setiembre de 1588, estaba ya granparte de la gente puesta en Arica al fin del mes siguiente de noviembre. Fueron extraordinarias las calamidades que se padecieron en este viaje por haber cogido un recio temporal a los navíos que los metió quinientas leguas la mar adentro, y detuvo más de sesenta días a la capitana donde iba don Fernando, de suerte que estuvieron a pique de morir de sed y hambre. Plugo a nuestro señor que don Fernando hubiese proveído de muchas más aguas y vituallas que los oficiales reales habían dado en Arica, pareciéndoles que a lo más largo duraría el viaje veinticinco días como suele; y con esto y el cuidado que don Fernando tenía de ir acortando las raciones contra la opinión de todos, pudieron sustentarse hasta tomar puesto en Coquimbo y después en Valparaíso. Conforme a esto gastó el dicho don Fernando de Córdova y Figueroa muchos millares de pesos de su bolsa en las vituallas que añadió y en los regalos y agasajos que hizo a los soldados por los puertos y caminos para conservarlos hasta Chile, como en efecto lo hizo sin faltarle ninguno. Y cobró de aquí tanta opinión que, pasado algún tiempo, lo nombró don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y visorrey del Perú, por general de la flota que fué de la ciudad de los Reyes a tierra firme, por ser necesaria persona de mucha autoridad para defenderla de los corsarios ingleses que entraron por el estrecho de Magallanes con Richart de Aquines. Y aún en el mesmo puerto de Panamá hizo don Fernando muchas prevenciones contra ellos, aunque no pasaron los enemigos tan adelante por haberlos cogido don Beltrán de la Cueva, que salió de Lima contra ellos.

Fué el socorro que don Fernando de Córdova metió en Chile de tanta eficacia para bien del rey, que en pocos días vinieron a dar la paz los indios de San Bartolomé de Chillan, Angol, La Imperial y Concepción, que hasta entonces andaban muy inquietos; mas no por eso dejaban de alborotarse en viendo puerta para usar de su libertad, ni el gobernador aflojaba en formar ejércitos todos los veranos asistiendo en él su mesma persona; y cuando se recogía a las ciudades por ser invierno, quedaba en su lugar el maestre de campo Alonso García Ramón con extraordinarios trabajos y asperezas que padecía él y los de su campo que bastaran a hacer salir de tino a los hombres más animosos del mundo; y así había muchos soldados que buscaban ocasión de huirse y lo ponían por obra cuando había ocasión para ello, y en particular se atrevieron a esto seis hombres apurados de tantas desventuras, cuyos nombres eran Pedro de Mardones, Manuel Vásques, Alonso de Roque, Francisco de Rincón y Francisco Hernández. Padecieron éstos innumerables calamidades entre las nieves, lodos y hambres de la sierra nevada por donde caminaban sin guía ni vereda. Y sobre todos sus trabajos dieron una noche los indios de guerra sobre ellos y trabaron una furiosa guazabara, donde estuvieron peleando desde la medianoche hasta el día; eran los indios pasados de doscientos y todos criados en la guerra y muy fornidos y membrudos, y con todo esto les dieron tanto en que entender aquellos seis españoles que hubieron de retirarse habiendo derramado harta sangre. Y como al tiempo de volver las espaldas levantasen tan grande alarido como suelen, espantáronse los caballos de manera que se fueron por el campo desparramados dejando a pie a los pobres españoles, los cuales llegaron al cabo de muchos días al valle de Cubo tan perdidos y desfigurados que parecían estatuas y con un hombre menos, cuyo es el nombre que no se puso con los cinco referidos por no saber como se llamaba.

En este tiempo era muy perseguida la ciudad de los Infantes de un ejército de enemigos que se habían recogidosen Guadaba, habiendo salido en algunas refriegas con victoria de los españoles. Contra éstos salió el maestre de campo Alonso García Ramón con cuarenta soldados y dió en ellos al cuarto del alba cogiendo sus hijos y mujeres y algunos de los indios de pelea; mas los que salieron huyendo tocaron arma con tanta presteza, que se juntaron brevemente obra de cien indios estando los demás ocupados en sus haciendas en diversas partes. Mas estos cien vinieron tan encarnizados, que alcanzando a los nuestros con ánimo de quitarles la presa, trabaron una escaramuza con tanto coraje que los pusieron en grande aprieto, y fué el negocio de manera que los nuestros salieron muy maltratados y heridos, y aún se perdieran sin duda alguna si no intercediera el valor del maestre de campo que animaba a sus soldados, y se opuso en cierta coyuntura a toda la fuerza de los enemigos que le derribaron de una barranca donde otro se quedara tendido, y él se levantó con tantos bríos que revolvió sobre los indios y dió en ellos como el león desatado o, por mejor decir, como español colérico, de suerte que al cabo quedó la victoria de su parte.




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Capítulo XXXVIII


Del nuevo socorro de soldados que vino de España con los capitanes Diego de Peñalosa Briseño y don Pedro Páez Castillejo y de las batallas de Tucapel y Arauco


El año de 159 0 llegó a la ciudad de Panamá don Luis de Sotomayor con seiscientos soldados que traía para este reino; mas como el tiempo anduviese revuelto con temores de ingleses piratas que andaban por la mar del Norte, fué necesario que los cuatrocientos de ellos volviesen a España en guarda de la flota que llevaba gran suma de barras de plata y tejos de oro. Hallóse en Panamá a esta coyuntura don García Hurtado de Mendoza que venía por visorrey del Perú, el cual ordenó que el mismo don Luis de Sotomayor volviese a España con los soldados, encargando los otros dosicentos a los capitanes don Pedro Páez Castillejo y Diego de Peñalosa Briseño, los cuales los trajeron a este reino. Con este socorro y la gente que el gobernador tenía, entró en los estados de Arauco y Tucapel a tomar la guerra de propósito. Y entre los capitanes viejos que él tenía y los dos que llegaron, como está dicho, nombró por nuevo capitán a Pedro de Cuevas, que había entrado en este reino,con el mismo don Alonso de edad de dieciséis años en compañía de su tío Francisco de Cuevas, que vino de capitán desde España. Este soldado había dado también tanta cuenta de sí en todas las ocasiones que se ofrecieron en siete años, que mereció a los veintitrés de edad ser elegido por capitán, y aún lo pudiera ser mucho antes si no fuera por falta de ella. Porque demás de ser muy fuerte y animoso y el primero que se abalanzaba a los peligros y de mucho conocimiento en cosas de guerra, era también excelente hombre de a caballo, con tantas ventajas, que cuando llegó a la crudad de los Reyes y se ofrecía jugar cañas, acudía la gente a verle a él solo más que a todo el resto. Y lo mejor que tuvo sobre todas estas cosas fué que el año de 93, por particular misericordia de Dios Nuestro Señor, eligió ser soldado de su hijo Jesucristo más que capitán de los reyes de la tierra, y así se metió debajo de la bandera de este divino adalid y cierto caudillo, entrándose en la compañía de Jesús, donde ha sido soldado espiritual de tantas ventajas que excede proporcionalmente a lo que había sido en el mundo con haberse hallado en todas las batallas y rebates referidos en esta tercera parte, siempre con grandes alabanzas de los capitanes y señores entre quienes andaba. Y echárase de ver la medra espiritual de este soldado en que convidando y aun insistiéndole sus superiores en que fuese sacerdote, pues tenía parte para ello, nunca se pudo acabar con él, porque tuvo a mayor felicidad y aun seguridad en esta vida servir a Dios en oficios humildes sin campear ante los ojos de los hombres. Plugiera Dios y hallara yo muchos frutos de estos en los sucesos de esta historia que de mejor gana los escribiera para edificación de los lectores, que las exorbitancias y desafueros que tantas veces me han venido a las manos. Habiendo pues, elegido el gobernador a este capitán, lo llevó con su compañía y la del capitán don Juan Rodolfo que serían por todos ciento cincuenta hombres, y dió en una trasnochada sobre el campo de los enemigos que estaban alojados en Angol en el sitio despoblado de los Confines. Hizo aquí una gran matanza quedando al fin con la victoria y muchos despojos de armas y ganados, y para poner resguardo a lo de adelante, fabricó allí cerca una fortaleza llamada de la Candelaria y mandó despoblar las dos que él había edificado en las orillas de Biobio por ser muy costosas y estar expuestas a grandes peligros. Demás de esto nombró por corregidor y capitán de la Imperial a don Bartolomé Morejón, el cual se dió tan buena maña y tuvo tanta ventura, que en dos años allanó toda aquella comarca que estaba muy alborotada y hacían los enemigos frecuentes presas en los indios que estaban sujetos a los españoles.

Habiendo dado orden en estas cosas y formado campo para entrar en Arauco, comenzó el gobernador a marchar con él pasando por los Infantes donde ya se gozaba de algún sosiego. A esta sazón llegó allí el coronel Francisco del Campo que había servido mucho al rey en los términos de Valdivia, Osorno y la Villa Rica, y suplicó al gobernador le descargase del oficio, pues estaba ya viejo y muy quebrantado de andar tantos años con las armas en la mano en los dichos distritos después de haber servido al rey en Flandes tanto tiempo como se dijo arriba. Dióle el gobernador contento y licencia para descansar, pues lo merecían sus trabajos, y nombró en su lugar al capitán Rafael Portocarrero, el cual fué marchando con el ejército hacia Tucapel y Arauco y se alojó en el estero de Vergara donde en la reseña que se hizo en presencia del gobernador se hallaron cuatrocientos quince españoles y entre ellos doscientos cincuenta arcabuceros. En este puesto fuer nombrado por alférez general un cuñado del gobernador llamado don Carlos de Irazábal, y por capitanes don Pedro Páez Castillejos, don Bartolomé Morejón, don Juan Rodolfo, Diego de Ulloa y Pedro de Cuevas. Y estando todo puesto a punto, fueron corriendo la tierra de Mareguano, Millapoa y Talcamavida; finalmente aportaron a la cuesta de Villagrán para entrar por ella en Arauco. En este paso estaban fortificados los enemigos como lo habían hecho en todas las ocasiones que veían entrar españoles, mas con todo eso fueron los nuestros caminando sin miedo llevando a la vista grandes huestes de enemigos que los seguían sin atreverse a acometerles hasta llegar al fuerte que los indios tenían hecho. En frontera de éste se alojó la gente española y se recogió el bagaje en lugar cómodo. Hecho esto se dispusieron los escuadrones arcabuceros y los de la gente de a caballo poniéndose a punto de batalla, y aunque los indios tenían puestas muchas albarradas y estaquerías y abierto hoyos, con otras estratagemas y prevenciones, con todo esto acometieron los nuestros y trabaron batalla muy sangrienta por espacio de dos horas donde mataron muchos del bando contrario con pérdida de nuestra parte de un caballero portugués del hábito de Cristo que lo mató un soldado bisoño de un arcabuzazo. En resolución el fuerte de los enemigos, quedó desbaratado y la gente española bajó sin contradicción al campo raso junto a la marina, y al día siguiente se alojó en el sitio donde solía estar la casa fuerte en tiempo de Valdivia, don García y otros gobernadores. Y habiéndose esparcido por aquella tierra talando sementeras y cogiendo ganados de los contrarios, puso los ojos don Alonso en un sitio muy cómodo y apacible, así por tener manantiales como por estar cerca del puerto, y allí fabricó una casa fuerte con mucho trabajo de los soldados que trabajaban por una parte en esta obra y por otra se defendían de los contrarios.

Habiendo puesto la última mano en este edificio, salían los nuestros con mucha frecuencia a dar trasnochadas y otros rebatos a los adversarios hallándose en todo el maestre de campo en persona. Con lo cual se vieron los indios tan acosados que muchos de ellos acudieron a dar la paz sujetándose a los españoles; mas había otros tan perseverantes en la defensa de sus tierras, que se congregaron para dar en los nuestros y morir y matar según les ayudase su fortuna. Y estando formando campo de ocho mil de ellos, comenzaron a marchar en busca del maestre de campo que andaba campeando lejos de la fortaleza; pero el general que estaba en ella, como supo lo que pasaba, salió al punto con ciento y tantos españoles y llegó a la vista de los enemigos, los cuales se fueron retirando y los nuestros tras de ellos picándoles en la retaguardia a tiempo que el maestre de campo con su gente llegaba en busca de ellos.

Habiendo todos juntos dado vuelta a la fortaleza, envió el gobernador al maestre de campo Alonso García Ramón a la ciudad de los Reyes para pedir socorro de gente y municiones al visorrey que a la sazón era don García Hurtado de Mendoza marqués de Cañete de cuya respuesta se dirá a su tiempo. En el ínterin salió el gobernador a correr la tierra no echando lance sin sacar fruto en lo que toca a la pacificación de los indios rebelados, y en particular se redujeron los de la isla de Santa María que se habían alzado el año por el mal tratamiento que les hacía un español sobrestante. También apaciguó gran parte en los estados de Tucapel y recogió don Alonso gran fuerza de bastimentos y ganados en la quebrada de Lincoya; y habiéndose recogido envió a los capitanes Pedro Cortés y don Juan Rodolfo con sus, compañías de a caballo a campear toda aquella tierra. Estos encontraron en el camino dos opulentos escuadrones de enemigos con los cuales tuvieron batalla campal que duró más de cinco horas continuas, saliendo finalmente los españoles victoriosos aunque maltratados y heridos y con pérdida de un soldado.

Con esto puso don Alonso de Sotomayor fin a las batallas que tuvo en Chile, en todas las cuales y las demás cosas del gobierno mostró siempre mucho valor y prudencia; y no era esto nuevo en su persona, porque muchos años antes había sido de tal estimación entre los capitanes de Flandes, que habiendo de enviar los generales del campo del rey embajador a su majestad, pusieron los ojos en este caballero por la satisfacción que dél tenían. Y como en aquel viaje encontrase con él el señor don Juan de Austria, lo volvió consigo por no ser por entonces necesaria su embajada; y después que llegó a Flandes lo tornó a enviar él mismo a efectuarla en el cual camino llevó por guía a Juan Enríquez, flamenco, que le ayudó mucho después en Chile.




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Capítulo XXXIX


De la partida del gobernador don Alonso de Sotomayor para el Perú, quedando en su lugar el maestre de campo Alonso García Ramón que vino con el socorro enviado por el marqués de Cañete don García Hurtado de Mendoza


El celo que don García de Mendoza visorrey del Perú trajo de España acerca del remedio de las cosas de Chile, se manifestó así en otras ocasiones del discurso de su gobierno como en esta de que tratamos, que fuer la ida del maestre de campo a pedirle gente de socorro; porque tomó esto con tantas veras, que en pocos días lo despachó con buen número de soldados y algunas ayudas de costas para acabar ya con guerra tan prolija. Llegó el maestre de campo en salvamento con su gente y alcanzó al gobernador en los términos de la Concepción en los ejercicios arriba referidos, el cual estando muy deseoso de verse con el nuevo virrey del Perú y tratar con él despacio del remedio de este reino, se partió el año de 1591, dejando encargado su campo al maestre de campo Alonso García Ramón de quien estaba tan satisfecho como sus obras merecían. Y porque el lugar más necesitado era el de Arauco y Tucapel, le encomendó en particular el campo de aquella fortaleza, dejando en las demás fronteras el reparo y capitanes competentes para su defensa.

Como el maestre de campo vió que todo el peso de la guerra le incumbía a él más que a otro cualquiera de los de Chile, y conoció la mucha ayuda que le daban los capitanes Gutiérrez de Arce, Pedro de Cuevas y Gonzalo Hernández, dióse tan buena maña a pacificar la tierra que en poco tiempo se vieron los indios forzados a dar la paz o desamparar sus casas y haciendas. Mas como ninguna cosa violenta es perpetua, van las cosas de este reino de manera que por más demostraciones de paz que los indios daban, y se allanaban en efecto por algún tiempo, era cosa tan forzada, que estaban siempre en un pie con apetito de nunca asentarlo en servicio de los españoles. Y así en pasando el invierno y llegó el mes de noviembre, comenzaron los indios a formar escuadrones ya hacer emboscadas y asaltos en las ocasiones que hallaban oportunas para ello, con notable detrimento de los indios pacíficos y de los mismos españoles cuyas escoltas no pasaban con seguridad hasta que el maestre de campo salió a remediarlo con cuarenta hombres de a caballo.

Cuando llegó la fuerza del verano y los indios vieron a los españoles encastillados en Arauco, determináronse de echar el resto para acabar de una vez con ellos o morir en la demanda. Para esto se juntaron seis mil hombres de pelea, y fuer negocio extraordinario en aquellos tiempos donde los naturales estaban tan menoscabados, mayormente por ser todos hombres escogidos y muy ejercitados en batallas. Estando éstos casi a vista de la fortaleza por espacio de cuarenta días aguardando coyuntura, llegó al puerto de Arauco un navío que envió el virrey del Perú con soldados por haber tenido noticia que venía caminando otra vez el inglés pirata Tomás Scandi como en efecto venía, aunque murió en el viaje junto a Buenos Aires, habiendo perdido tres navíos de cuatro que sacó de Inglaterra. De estos soldados se aprovechó Alonso García Ramón en este trance, poniéndolos en guarda de la fortaleza para sacar de ella los cien hombres de pelea que allí tenía y hacer con ellos rostro a los indios que estaban a sus ojos con ejército formado. Mas como hubiese falta de caballos por haberse muerto muchos en el invierno, no pudo aprestar más de cuarenta y cinco, entre los cuales salió el capitán Víllaoslada que era recién llegado del Perú, y los tres capitanes arriba referidos, y el alférez Gonzalo Becerra, aunque según todos se mostraron en este encuentro, eran dignos de que fuese aquí escrito el nombre de todos si el deseo de evitar prolijidad no lo impidiera. Luego que los nuestros salieron del puerto, hallaron a mano un escuadrón de trescientos indios de a caballo, los cuales siendo acometidos, se fueron retirando con mucho orden para llevar tras sí a los cristianos hasta la potestad de su ejército. No ignoró el maestre de campo la traza y estratagema de los enemigos, mas con todo eso no rehusó ir adelante en su seguimiento hasta dar en otro escuadrón de seiscientos de a pie que lo estaban esperando: con esto se trabó la batalla por largo rato derramándose siempre mucha sangre de ambas partes; en este conflicto cayó un español muerto de una lanzada, y viendo los nuestros que los indios concurrían a echar mano del cuerpo para llevarlo cantando la victoria como suelen, se arrojaron todos a defenderlo, y así se desordenó el escuadrón y anduvo la falla sin concierto. Aquí anduvo la cosa tan metida en coraje, que no se había visto de algunos años antes reencuentro más reñido, mayormente en lugar llano donde los indios nunca se mantienen largo rato. Y es cosa de grande admiración que con ser los españoles no más de cuarenta y cinco, duró sucesivamente la refriega desde las siete de la mañana hasta una hora después de mediodía. Estuvo el maestre de campo a punto de perder la vida en este conflicto, porque le mataron los contrarios el caballo. y él cayó en tierra, de modo que toda la fuerza de indios le acometió para cogerlo a manos o matarlo como lo hicieran si no lo socorrieran los suyos con tanta presteza. Finalmente ganaron los nuestros la victoria con pérdida de ochenta hombres del bando contrario, aunque del nuestro no hubo alguno que no saliese muy herido; y el último efecto de la victoria fuer que vinieron los indios a dar la paz y sujetarse a los españoles viendo que era por demás pensar prevalecer contra ellos.

A este tiempo llegó a Chile por gobernador Martín García de Loyola, el cual hizo mucho caso de Alonso García Ramón y lo conservó en su oficio hasta que él mesmo se fuer al Perú a que se le gratificasen sus servicios hechos en Flandes y en este reino, lo cual cumplió don García de Mendoza ocupándolo en oficios calificados y de provecho: primero de general del puerto de Arica y después en el corregimiento de la villa de Potosí, cuya vara tomó el mes de marzo de 1596.




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Resumen


Del gobierno y obras del general don Alonso de Sotomayor del hábito de Santiago


Don Alonso de Sotomayor fué natural de la ciudad de Trujillo en Extremadura, de padres y deudos muy ilustres. Ejercitóse la mayor parte del tiempo de su vida en cosas de guerra en las alteraciones de Flandes y algunos presidios de Italia, y finalmente vino a gobernar este reino de Chile el año de 1583, entrando por Buenos Aires como se escribió al principio de esta tercera parte. Metió en esta tierra cuatrocientos españoles, de cuyo número fueron Francisco del Campo, que había sido sargento mayor en el tercio de Lombardía y en los estados de Flandes, y Alonso García Ramón que fué el primer español que entró en la ciudad de Mastique y fué alférez del capitán Andrave, y los capitanes Francisco de Cuevas, Tiburcio de Heredia y don Bartolomé Morejón. Y así mismo entraron en su compañía otros muchos caballeros como fué don Luis de Chávez, el capitán Sancho de Vargas, el capitán Francisco de Palacios, el capitán Herrera y Pedro de Cuevas, y el capitán Cristóbal de Morales, y finalmente Pedro de Castro que fué en este reino soldado de mucha estima y mostró mucho valor en todas las batallas, mayormente en las que se halló el maestre de campo Alonso García Ramón en cuya compañía anduvo siempre. Ultra de esto metió don Alonso de Sotomayor en este reino algunos tiros de campo y quinientos arcabuces, doscientos mosquetes, doscientas cotas y doscientas lanzas. Pasó este caballero muchos trabajos en Chile por servicio de su majestad y allanóle muchas tierras rebeladas, después de lo cual fué al reino del Perú a verse con don García Hurtado de Mendoza marqués de Cañete que había entrado en aquellos reinos por vicerrey el año de 1590, y volvió a Chile a tiempo que ya estaba en él por gobernador Martín García de Loyola del hábito de Calatrava, el cual le tomó residencia. Gobernó don Alonso este reino nueve años y cuatro meses que corrieron desde doce de abril de 1583 hasta principio de agosto de 1592.

Después de haber dado su residencia, volvió al Perú el año de 1595. En este tiempo recibió el marqués de Cañete en la ciudad de los Reyes una cédula de su majestad en que le avisaba que en Inglaterra se estaba aprestando una gruesa armada para dar en tierra firme, que llaman Nombre de Dios y Panamá, para que mandase que la gente viniese con cuidado de suerte que no los cogiese el enemigo desprevenidos. Y entendiendo don García que la cosa más necesaria para prevenir este daño era el no faltar cabeza que dispusiese las cosas con prudencia y resguardo y defendiese la tierra del enemigo si a ella aportase, puso los ojos en don Alonso de Sotomayor y le cometió esta empresa, intimándole cuánto importaba al servicio del rey la asistencia y gobierno de una persona como la suya; y aunque don Alonso de Sotomayor y le cometió esta empresa, intimándole cuánto importaba al servicio del rey la asistencia y gobierno de una persona como la suya; y aunque don Alonso estaba muy cansado de tantas guerras y desasosiegos y con deseo de alguna quietud al cabo de tantos años, con todo eso, por aventajarse más en el servicio de su majestad y acumular méritos a los pasados, y juntamente agradar y obedecer al vicerrey don García, aceptó el cargo de capitán general y se partió luego a Panamá con mucha munición y artillería, y llegó a su puerto al fin del mes de noviembre de 1595.

Mas como a los oidores de la audiencia de Panamá les pareciese que el nombrar general en aquella tierra era concerniente a su oficio, y a solos ellos incumbía este negocio, no quisieron recibir a don Alonso en tal cargo, encomendándolo a un oidor que sabía muy bien usar de las armas de sus bártulos y digestos, aunque en las armas de acero no estaba muy digesto por no ser de su profesión ni ejercicio. Y procedió el negocio de manera que se le iba entrando el enemigo por las puertas sin haber hecho género de prevención más que si tuvieran cédula de seguro. Finalmente, cuando entendieron que los corsarios llegaban ya sobre ellos, acudieron a don Alonso de Sotomayor a que tomase la mano en esto dándole provisiones para ello, el cual no las quiso aceptar alegando en su favor que él tenía provisiones del virrey, las cuales eran bastantes, y que en virtud de ellas usaría el oficio si así mandaban, y si no, que buscasen otro que lo hiciese. Pasóse algún tiempo en estas demandas y respuestas, hasta que ya no faltaba más que dejarse coger de los contrarios; y entonces, a más no poder vinieron a concertarse de suerte que don Alonso levantó bandera y señaló capitanes y previno los demás requisitos que la estrechura del tiempo permitía; con todo eso, puso tanta diligencia en todo, que bajó a Nombre de Dios él en persona y reconoció los puertos y lugares por donde podía entrar el adversario, y puso en ellos el mejor orden y resguardo que el caudal y tiempo sufrían. Y porque se tenía por cosa cierta que los ingleses habían de intentar la entrada por Chagre para subir el río arriba a la ciudad de Panamá y saquearla, aposesionándose de ella para coger algún grande rescate, acudió don Alonso con toda su fuerza a este río de Chagre y se fortificó con seiscientos hombres, y plantando la artillería que le dió don García de Mendoza en dos barrancas altas que estaban frente a frente el río en medio, de modo que no podía pasar bajel sin que le diesen batería. Con todo eso no se descuidó en poner guarnición en el camino de tierra por si acaso entrasen por él los enemigos; y para esto nombró por capitán a Juan Enríquez Conobut que lo había sido en Chile todo el tiempo que gobernó el reino el mesmo don Alonso. Mas por entender que sería cosa muy casual acometer los ingleses por el camino de tierra, no le dió más de sesenta hombres como negocio de por sí o por no, y por acudir a otros muchos lugares necesitados de fortaleza. Tomó esto el capitán Enríquez tan a pechos, que con extraordinaria diligencia se fortificó aprovechándose de la mucha madera de aquella montaña, y dispuso las cosas como capitán muy versado y valeroso.

Estando las cosas en este estado, llegaron al puerto de Nombre de Dios cuarenta y ocho velas de ingleses, las veinte y tres de navíos gruesos y las demás de lanchas y bergantines. Estos habían salido del puerto de Plemoa a veinte y ocho de agosto de 1595 con dos generales, el uno llamado Juan Aquines y el otro Francisco Draque, muy conocidos ambos en toda la Europa y las Indias occidentales. Estos traían orden de la reina Isabela de Inglaterra para tomar a Nombre de Dios y Panamá que es el paso del Perú para España; mayormente por tomar la plata que allí se va juntando de ordinario para llevar en las flotas a Castilla. Y por esta causa echó la reina todo el trapo en aviar esta flota, con grandes gastos en hacer los navíos y aderezar cinco mil hombres que vinieron entre marineros y soldados. Estos fueron haciendo algún daño en la Margarita y Santa Marta, aunque fué mucho mayor el que ellos recibieron en Puerto Rico donde los españoles les mataron al general Juan Aquines con trescientos hombres de su compañía, por la buena diligencia y prevención del capitán Sancho Pardo que estaba apercebido con dos mil soldados para defender aquella tierra. Finalmente aportaron los demás ingleses con el capitán Francisco al puerto de Nombre de Dios el día de los Reyes el año 1596 y saltaron en tierra a las siete de la mañana. Estaba la gente de aquel pueblo con tanta falta de consideración y advertencia, que aun no fueron para huir a tiempo, ya que veían entrar a los enemigos y no tenían fuerza para defenderse. Y así fueron presas algunos de los nuestros y algunos negros de servicio, sin otros muchos que se pusieron en manos de los ingleses de propósito. Y sin dilación alguna envió el capitán Francisco Draque al más estimado caudillo que traía con novecientos hombres por tierra, para que tomasen a Panamá que era el fin de su designio. Caminaron éstos casi dos jornadas sin contradicción alguna, mas cuando llegaron al fin de la segunda que es una quebrada conocida por este nombre, lo pagaron todo junto, porque llegando al fin de ella y descubriendo la gran llanada que se sigue, fijó el capitán el pie y sargenta en tierra diciendo: «Ea, caballeros, buen ánimo, que ya es nuestra toda esta tierra.» A este punto uno de los nuestros que estaba en la emboscada, disparó un arcabuz con que dió con el capitán en tierra, y tomando la voz el alférez en su lugar, fuer luego muerto de otro arcabuzazo, quedando los ingleses sin caudillo; y saliendo el capitán Juan Enríquez con los sesenta hombres, se trabó batalla muy sangrienta, donde los enemigos eran mejorados en número de gente y los nuestros en ánimo y conocimiento de los pasos. Duró esta refriega desde la siete de la mañana hasta las once, donde pelearon valerosamente así los sesenta hombres que estaban con Juan Enríquez corno otros casi ciento que habían llegado allí con el alcalde mayor de Nombre de Dios, los cuales iban huyendo a Panamá, y el mismo Juan Enríquez se ayudó de ellos en este conflicto. Ya que los soldados de ambos bandos estaban tan cansados que casi no podían menearse, llegó el capitán Agüero con cincuenta hombres de socorro, los cuales fueron de tanta importancia, que en comenzando a tocar sus trompetas desmayaron al punto los enemigos dejando ciento y noventa muertos de su bando en el sitio de la batalla.

Mientras andaba la refriega, llegó la voz al general don Alonso de Sotomayor, el cual acudió luego con alguna gente y fué picando en los enemigos que se iban quedando por el camino. Mas salieron los más de ellos tan mal heridos de la refriega, que antes de llegar a Nombre de Dios cayeron muertos otros doscientos demás de los referidos. Viendo el capitán este estrago de su gente. y que ultra de los muertos llegaron muchos en vísperas de ello, perdió los bríos y amainó los blasones con que venía. Y así por esto como porque fué informado de las muchas prevenciones y estratagemas que don Alonso tenía en el río, de cadenas que había puesto en él con mucho artificio y otros resguardos concernientes al sitio, desesperó de conseguir su intento, y con la rabia que de ello tuvo, puso fuego a Nombre de Dios que por ser pueblo de madera se quemó fácilmente. Mas no se fué alabando de aqueste hecho, porque los negros que se habían pasado de su bando dieron en él cuando vieron la suya y le mataron alguna gente ultra de la que se le moría de pestilencia; y así se volvió a su tierra menoscabado, enfermo y dejando siete hombres presos a manos de los españoles. Con esta victoria que sucedió a diez de enero, ganó grande nombre el capitán Enríquez y mucho más don Alonso a quien llamaba el pueblo hombre enviado de Dios, y no menos a don García por haberle enviado a tal tiempo con munición y artillería.






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Parte cuarta


Del progreso de las cosas de Chile en tiempo que le gobernó Martín García de Loyola, del hábito de Calatrava



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Capítulo XL


De la entrada de Martín García de Loyola en este reino, y cómo entabló las cosas del gobierno


Habiendo estado de muchos días atrás proveído por gobernador del Paraguay Martín García de Loyola del hábito de Calatrava, natural de la provincia de Guipúzcoa de la casa de Loyola y descendiente de la cabeza de ella y habiéndose diferido su viaje, el cual había de hacer desde el Perú donde residía. le llegaron provisiones del rey don Felipe segundo de este nombre, en que le señaló por gobernador y capitán general de estos reinos de Chile, y aunque la tierra estaba a la sazón tan miserable y el estado de las cosas de la guerra tan caído, que por no poder sustentarlas había salido don Alonso de Sotomayor del reino yendo a la ciudad de los Reyes del Perú a pedir socorro de gente, munición y ayuda de costa para que no cayesen de todo punto. Con todo eso se animó el nuevo gobernador a tomar la posesión de suoficio entrando a la ciudad de Santiago con solos sus criados en el mes de setiembre del año 1592.Fué muy bien recibido de todos, así vecinos como soldados, saliendo cada uno a ello con las más insignias de regocijo que, la poca grosedad de la tierra en esta coyuntura permitía. Lo primero que hizo en este asiento fué enterarse de raíz de todas las cosas que actualmente iban corriendo en este tiempo, no queriendo mudar piedra hasta tomar el pulso del estado y condición de ellas; porque es estilo de hombres prudentes entrar en sus oficios no innovando lo que sus predecesores habían entablado hasta pasar algunos días en que poco a poco van reduciendo las cosas al orden que les parece más expediente. Habiendo el gobernador entendido que el maestre de campo Alonso García Ramón que asistía con ciento treinta hombres en la fortaleza de Arauco estaba entonces en grande aprieto por haberle cercado más de cuatro mil indios que actualmente perseveraban en el cerco, aunque algo apartados del fuerte para impedir las escoltas y tener a raya a los soldados, comenzó a dar orden en remediar este daño, tomando pareceres de los principales del pueblo y más versados en las cosas de guerra. Y como estaban todos tan cansados ya de tan largas molestias y no veían caudal ni fuerza para llevar adelante lo que en cincuenta años no habían podido concluir en tiempos en que había más aparejo para ello, fueron de pavecer que se desamparasen los fuertes que estaban fuera de las ciudades, pues no había poco que hacer en reparar los pueblos que estaban en grave necesidad por falta de gente hacendosa y sobra de hambrienta, rota y casi desesperada de tantas calarnidades sin alguna manera de alivio ni socorro. Con todo eso se mostró Loyola tan animoso, que no solamente no desamparó las fuerzas que halló fundadas, ni desistió de la prosecución de la guerra, mas antes lo tomó más de propósito con nuevos bríos, supliendo con sagacidad y prudencia la falta de posible que a la sazón era muy corto. Y para que a los pequeños principios se siguiese el aumento que se deseaba, despachó luego a Miguel de Olavarría, su sargento mayor, a la ciudad de los Reyes del Perú para que pidiese socorro de gente y dinero para sustentar la guerra; constándole enteramente el deseo que don Garcia de Mendoza marqués de Cañete y visorrey de aquel reino tenía de favorecer alas cosas de Chile como a propias suyas, por haber sido el más insigne benefactor de este reino según parece en la primera parte del segundo libro de esta historia.

Mientras se hizo este viaje, determinó el aobernador de ir a los estados de Arauco, tornando tan a pecho las cosas de la guerra, que propuso no hacer asiento en Santiago mientras ella durase y él permaneciese en el oficio. Y para no dejar raíces que le obligasen a volver algunas veces a esta ciudad desamparando las fronteras de enemigos, llevó consigo a su mujer y a toda su casa, y fué marchando con casi trescientos soldadosque juntó con harto trabajo, ayudándose de alguna derrama impuesta con mucha suavidad, más con ruegos que con imperio, representando a los vecinos la necesidad presente y ser negocio que iba por todos. Era su mujer de Loyola, una hija de los reyes indios del Perú, y así la habían pretendido por mujer algunos caballeros de mucha estofa por su calidad y rentas que eran en grande suma, por lo cual le pareció al comendador que podría ser esto de algún efecto para que los indios se allanasen viendo que una de su nación era mujer del que gobernaba la tierra, como en efecto lo fué, y por esta causa la llevó consigo sacándola de entre la gente que estaba de paz donde no había necesidad de aqueste medio. Y habiendo llegado a la ciudad de la Concepción no quiso parar en ella muchos días, saliendo luego la vuelta de Arauco donde era toda la refriega. Dentro de pocos días pasó con su campo el río de Biobio y lo asentó en Colcura al pie de la famosa cuesta de Avemán que está cuatro leguas de Arauco. En este tiempo salió el maestre de campo de la fortaleza y tuvo una guazavara con algunos escuadrones de los indios que le tenían cercado, de donde salió con la victoria habiendo muerto ciento de ellos. Y como por una parte vieron esta pérdida ypor otra sintieron la entrada del gobernador, alzaron luego el cerco no atreviéndose a hacer rostroa tanta gente española.




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Capítulo XLI


De la entrada de los padres de la compañía de Jesús en Chile


Dentro de pocos días después de la entrada del, gobernador Martín García de Loyola, llegaron algunos padres de la compañía de Jesús, de cuya religión nunca se había visto hombre en Chile hasta este tiernpo. Habían sido no poco deseados de todas las personas graves y celosas de su aprovechamiento espiritual, y en particular de los gobernadores pasados, por la buena relación que tenían el mucho fructo que estos padres habían hecho en el Perú, y la grande reformación que en aquellas provincias se experimentó con su aprobada doctrina y buen ejemplo. Por esta causa enviaron a suplicar al rey don Felipe segundo de este nombre, hiciese merced de socorrer a este reino con algunos padres de esta religión, esperando por su medio la tranquilidad y sosiego que no habían podido en tantos años alcanzar por fuerza de armas; pues acontece no pocas veces que las empresas arduas y difíciles que no se efectuan con grandes máquinas y artificios humanos, vienen a allanarse con gran facilidad por la intervención de los servidores de Dios que negocian con su majestad a fuerza de oraciones, y aun con los hombres, aunque sean enemigos, con la eficacia de las palabras y virtud divina que Dios pone en sus lenguas. Pues sabemos que la fuerza del rey David que era valerosa, y las armas de su persona y ejército, no habían sido para ablandar la dureza del corazón del rey Saúl que le perseguía; y ofreciéndose lance en que vinieron a palabras y obras de sufrimiento y mansedumbre de que David usó para modificar un hombre tan obstinado, vino Saúl a rendirse de tal manera que reconoció las grandes ventajas que David le hacía, y le dijo por palabras expresas: «Yo reconozco que eres tú mejor que yo.»

Por estas causas concedió su majestad lo que se le pedía, enviando desde España ocho religiosos a su costa para dar principio a la fundación de su casa; pero llegados a la ciudad de los Reyes del Perú, le pareció a su provincial trocar algunos de ellos con otros más experimentados en la tierra para que se entablase esto más ordenadamente. Y deseando que fuese para mucho servicio de nuestro Señor y edificación de este reino, se encargó esta empresa al padre Baltasar Piñas, de conocida santidad en todoel Perú y muchas provincias de Italia y España por donde había andado buscando almas para el cielo con admirable doctrina y extraordinario fervor de espíritu. Demás de lo cual, había fundado colegios en algunos lugares de Cerdeña, España y no menos en el Perú siendo províncial en aquel reino; y últimamente el colegio de Quito a donde no había entrado jamás la compañía hasta que él fué a ello el año de ochenta y seis; y aunque por su mucha edad y cansancio corporal estaba ya retirado no entendiendo en otra cosa más de tratar con Dios a solas, con todo eso entrando la obediencia de por medio, dejó la tranquilidad por el trabajo, dejó el sosiego por los cuidados, dejó la seguridad por los peligros, dejó la dulcedumbre de su rincón, no con gana de campear, sino de granjear el bien de las almas como siempre lo había hecho.. Fueron con él en este viaje dos religiosos sacerdotes nacidos en Chile, que habían ido en su juventud a seguir los estudios en la ciudad de los Reyes, donde salieron con muy copioso caudal de letras y mucho mayor de virtud en catorce o quince años que había estado en la misma compañía de Jesús. Llamábase uno de estos padres Hernando de Aguilera hijo del capitán Pedro de Olmos Aguilera de quien se ha hecho diversas veces mención en esta historia, y el otro Juan de Olivares, los cuales fueron a este asunto para que como sus padres habían hecho la conquista temporal del reino, y sus hermanos estaban en ella actualmente, así ellos se empleasen en la espiritual ayudándose de las letras y espíritu que habían adquirido y del caudal de lengua de los indios que sabían por haberse criado entre ellos; y por la mesma razón fué de este número otro religioso llamado Luis de Valdivia que era de raras partes, mayormente en cosas de letras y hombre muy espiritual aunque no viejo, el cual por ser deudo del gobernador Valdivia, salió con pretensión de imitarle en el valor aunque en diferente materia, con celo de entrar luego ganando las almas de los indios, cuyas tierras había ganado su pariente, y también para restaurar con esto los daños que les habían hecho con ocasión de la conquista.

Partieron pues los ocho religiosos del puerto del Callao de Lima en el mes de febrero principio del año de 1593, y tuvieron una procelosa tormenta donde se vieron en gran peligro aportando finalmente al puerto de la Serena de donde fueron todos en procesión hasta la ciudad, caminando muchas personas descalzas por haberlo prometido en la tormenta. Grande fué la instancia que hizo este pueblo a los dichos padres para que se quedasen allí siquiera dos de ellos; pero por no haber tomado asiento en la ciudad que es cabeza del reino, no se pudo conceder por entonces; y as! se partieron todos por tierra con muy cumplida provisión y avío que les dieron con mucha caridad los moradores de este pueblo, aunque no poco tristes de quedarse sin quien tanto les había consolado en aquellos pocos días. Y habiendo caminado los padres sesenta leguas llegaron a los términos de Santiago donde estaban apercibidos el cabildo eclesiástico y secular con todas las personas principales de la república para salir una legua a recibirles con grandes muestras de regocijo. Mas como los padres entendieron el aparato que estaba ya a punto para otro día, dieron traza en evitar semejante ruido y aplauso, caminando gran parte de la noche hasta que amanecieron dentro de la ciudad sin ser oídos ni vistos. La alegría y júbilos de todo el pueblo, los regalos que a estos padres se les hicieron, la devoción con que ardían los corazones en aquel tiempo de su entrada, no es explicable en pocas palabras, mayormente por ser el padre Baltasar Piñas hombre amabilísimo, y en cualquier lugar que había vivido era muy acepto por su santidad y doctrina y voluntad de agradar a todos, y así en cualquier ciudad donde había entrado le traían en palmas, y no era menor la admiración con que todos estaban viendo a los principios grandísimas procesiones de indios que se hacían todos los domingos cantando por las calles la doctrina cristiana que era espectáculo a que estaba la gente del pueblo como embelesada y con las bocas abiertas dando gracias a Dios y echando mil bendiciones a estos religiosos que tal mano tenían para emprender con el auxilio divino grandes cosas en poco tiempo; y lo que más les admiraba era ver que un hombre como el padre Valdivia, recién entrado en la tierra, había aprendido en un mes el lenguaje de los naturales y lo hablaba en él expeditamente, siendo tan atractivo de ellos, que se andaban tras él en grandes cuadrillas colgados de sus palabras y mirándolo con tanto amor como si fuera su padre; y así por esto como por el gran fruto que se hacía en los españoles en las confesiones, sermones y buen ejemplo de estos religiosos, procuraron los de la ciudad darles casa y les compraron la que había sido del gobernador Rodrígo de Quiroga que había deseado harto ver en sus días gente de la compañía de Jesús en este reino. Aquí fundaron los padres su colegio, habiéndose hospedado casi un mes en el convento del glorioso patriarca Santo Domingo, donde fueron agasajados con grande caridad y regalo, saliendo con estrecha obligación de esta santa casa, y por tenerla ya los padres propia, pusieron sus escuelas de latinidad para educación de la juventud que fué echar el sello a la buena obra que los padres hacían, y al deseo con que anhelaba todo el reino de ver sus hijos en esta ocupación tan importante. Dió principio a este ministerio un sacerdote llamado Gabriel de Vega, que pudiera darlo a escuelas de más alta ciencia; y no por esta ocupación dejó de aprender luego la lengua de los indios y trabajar con ellos en las cosas de sus almas. Y porque para acudir a tan diversos ministerios eran necesarios más obreros, volvió por procurador de este reino a la ciudad de los Reyes, el padre Luis de Estella que era un religioso muy cabal, con cuya embajada fueron enviados más religiosos a este colegio, con que se aumentó el número dellos y la fuerza de los ministerios propios de la compañía de Jesús, en cuyo nombre se dió principio a esta jornada y fin a este capítulo.




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Capítulo XLII


De las batallas que el gobernador Martín García de Loyola tuvo desde el año 93 hasta el de 95


Al principio del año de 93 entró el gobernador en el fuerte de Arauco donde estaba el maestre de campo Alonso García Ramón muy contento de la victoria arriba referida, y viendo que este lugar estaba con buen aderezo, se partió dél dejándolo avituallado para entrar él mismo en la provincia de Tucapel donde los indios tenían mucha avilantez más que en otras partes: fué grande el estrago que él hizo en esta tierra, talando los campos y recogiendo ganados y muchos indios de muchas suertes y edades, habiendo muerto buena cantidad dellos que se pusieron en defensa: con esta presa se volvió a la fortaleza de Arauco, y la tornó a abastecer de lo necesario para el invierno que había de entrar de allí a poco tiempo; y luego despachó una galizabra nueva, y en ella al capitán Juan Martínez de Leiva para que descubriese a cierto corsario inglés que andaba costeando este reino, y lo tomó después en el Perú el marqués don García Hurtado de Mendoza visorrey de aquellas provincias enviando para ello a su cuñado don Beltrán de la Cueva hijo del conde de Lemos. Fué este viaje de Juan Martínez de Leiva de mucho momento, porque dió aviso en el Perú de la entrada de este corsario por el estrecho con lo cual hubo lugar de prevenirse las cosas necesarias para cogerlo.

Hecho esto se fué el comendador Martín García de Loyola a la Concepción donde invernó hasta el mesmo año, y llegado el verano que entra por setiembre, recogió los pocos soldados que había y se fué con ellos a las ciudades de arriba donde anduvo multiplicando su gente; y habiendo juntado doscientos hombres, volvió con ellos a Talcamavida y Mareguano talando las sementeras de los indios y matando muchos de ellos en diferentes encuentros. Y así por esto como por la singular prudencia con que procedía en todas las cosas, vinieron los indios de las riberas de Biobio, de una y otra banda, a dar la paz,cosa que nunca se había visto en estas tierras desde los tiempos de don García de Mendoza. Con este felice suceso se quedó allí hasta el año de 94, habiendo enviado al maestre de campo Alonso García Ramón al Perú por socorro de gente, mas como se volviese sin ella por el mes de marzo, estuvo la cosa en términos de dejar despoblada la fortaleza de Arauco y otras fronteras por no haber fuerza para sustentarlas: con todo eso, el efecto fuer muy contrario de este, porque tornó a enviar al dicho maestre de campo a Santiago para recoger la gente que pudiese; y por otra parte, fué él mismo en persona a las ciudades dearriba con el mismo intento; y habiendo juntado doscientos veinte hombres hizo maravillosas suertes en las provincias de Mareguano y Talcamavida gastando todo el año en grandes empresas; y una de ellas fué, que sabiendo de una junta de enemigos que estaba en la ciudad de Puren, fué allá con ciento treinta hombres y acometió a los enemigos que serían hasta trescientos de los más valientes de todo Chile; y aunque halló ser la ciénaga inexpugnable por ser grande y cercada de canales hondas de suerte que no se podía entrar a caballo, con todo eso puso el pecho al agua y mandó al capitán Antonio Recio que entrase por ella, quedando en el interior los demás escombrando el paso con la arcabucería para que los indios no lo estorbaran a los nuestros. Con esto ganó a este capitán el sitio de la ciénaga con muerte de muchos contrarios. Aun también recibieron algún daño los españoles y en particular el capitán Antonio de Galleguillos a quien dieron un flechazo en un ojo; era este capitán corregidor de la Imperial, lo cual puso avilantez a los indios para dar sobre la ciudad viendo que estaba enferma la cabeza; y juntándose doscientos de a caballo, entraron dentro de ella corriendo todas las calles y quemando muchas casas sin ser parte para impedírselo los soldados del pueblo que eran más de ciento; con todo eso se levantó el corregidor y acaudilló su gente, con la cual fué en seguimiento de los indios, los cuales en su retirada iban matando muchos de los yanaconas que iban con los españoles.

Después de esto fué el gobernador a la sierra del Aulamilla donde estaban los indios fortificados con la espesura del montecillo; y aunque era difícil la entrada por ser mucho el boscaje, con todo esto mandó al sargento mayor Miguel Olaverría que acometiese con sesenta arcabuceros como lo hizo, entrando todos a pie con harta dificultad por ser el lugar fragoso; mas fué su entrada de tanto efecto, que a la primera rociada echaron a los indios del fuerte quedando algunos de ellos muertos, y así mismo salieron heridos diez españoles de cuyo número fué el sargento mayor que sacó dos heridas de que estuvo manco más de ocho meses.

Llegado el año de 95, fundó Martín García de Loyola una ciudad en el asiento de Millapoa, que está junto a Biobio a la banda que cae de la otra parte de la Concepción, intitulando a este pueblo con nombre de Santa Cruz de Oñez. Fuer esta población de suma importancia para tener a los indiosa raya, pues hasta entonces eran señores detoda la tierra que está dos leguas de la Concepción de la otra parte del río. Y así se han reducido, allanando no solamente los indios de ambas vegas, más también los de Arauco, Talcamavida, Mareguano, Laulamilla y Chipimo, que son más de las dos tercias partes de los que Loyola halló rebelados en el reino. Y para asegurar más esto, fabricó en la otra parte del río que cae a la banda de la Concepción el fuerte de Jesús, a contemplación de su tío Ignacio de Loyola, patriarca y fundador de la compañía de Jesús y por fortalecer más su tierra con este divino nombre.

Sobre esta fortaleza vino un indio llamado Nangalien de la provincia de Mareguano que era general de ella y valerosísimo capitán; a éste dieron entrada los indios nuevamente reducidos por andar de mal pie con los españoles, de suerte que dió un día al cuarto del alba sobre el fuerte con trescientos hombres, cogiendo descuidados a los españoles que eran veinte y dos solos. Tocó arma la centinela sin que se hallase hombre vestido, si no fué un soldado viejo llamado Ríos que acudió al portillo por donde ya los indios iban entrando; y derribando dos de un arcabuzazo, puso luego mano a su espada y detuvo el ímpetu de los demás peleando varonilmente. A esto acudió el capitán llamado don Juan de Rivadeneira, y por otra parte fueron los soldados a la puerta principal que estaba ya casi derribada, y en particular Juan Gajardo impidió a los indios para que no acabasen de derribarla oponiéndose con un mosquete con que mató muchos enemigos. Viendo los enemigos cuan mal les iba en este asalto, se retiraron con las manos en la cabeza aunque no muy escarmentados, pues tornaron a hacer de las suyas. Por esta causa dió el gobernador en perseguir a este capitán, y así envió al sargento mayor Olaverría a darle una trasnochada con cuarenta y cinco hombres en la provincia de Mareguano: tuvo el sargento buena mano en este lance, porque entre otros indios prendió un cuñado del capitán Nangalien llamado Neretalia, y después de esto fué preso un hijo del mesmo Nangalien, lo cual sintió tanto su padre que hubo de venir de paz con todos los suyos, con lo cual quedó la tierra muy quieta.

Mucho es de estimar en esta parte la prudencia y ánimo de Martín García de Loyola, pues en menos tiempo, con menos gente y aderezo y con ninguna experiencia en cosas de este reino ni de guerra, ha salido con lo que otros gobernadores no pudieron y se ha conservado en paz y con buen nombre de todos. Hase atrevido a cosas extraordinarias, como el salir él solo con su capa y espada a tratar con algunos indios rebelados de los medios de paz, estando a vista de ambos ejércitos; demás de esto usó una vez de una estratagema de mucha industria, y fué que estando los indios de Mareguano y Arauco muy orgullosos, pretendió amainarles los bríos y en particular la confianza que tenían en el famoso cerro de Catirai donde siempre habían quedado victoriosos y hecho grandes suertes; a los españoles: y para esto los desafió para cierto día señalado en aquel inismo cerro que es la mayor fuerza que ellos tienen, para darles a entender cuan poco caso hacía dellos, pues los quería coger en el más fuerte castillo de su reino. Estando los indios muy metidos en obra apercibiéndose para el día aplazado, previno el gobernador acudiendo al cerro y lugar elegido tres o cuatro días antes del plazo y halló algunos pocos indios que estaban descuidados de tal acometimiento, y cogiéndolos a manos les reprendió y envió a sus capitanes que les dijesen de su parte que eran unas gallinas, pues no habían osado acudir a la batalla. Y diciéndole los indios que ellos habían entendido ser más largo el plazo, les hizo entender que era aquel día y que ellos no estaban engañados en ello, pues sabían muy bien que era el día presente determinado, sino que lo hacían de cobardes. Fueron los indios con esta embajada a sus capitanes los cuales se quedaron pasmados de oír el caso a que los mensajeros del desafío no habían entendido el día que se señalaba, y consiguientemente creyeron que el gobernador había acudido puntualmente y tenían prenuncio dellos que no osaban acometer de puro cobardes, con lo cual tuvieron de él mayor estima y ellos quedaron muy corridos y amilanados. Y por remate desta historia advierto que es mucho de ponderar el tesón y ánimo de los indios, pues nunca se ha visto que ninguno dellos se rinda a español dejándose rendir aunque muera en la demanda; y así los que cogen son a pura fuerza y no pudiendo ellos defenderse. Acontece tenerse un indio con dos o tres españoles armados y no rendírseles hasta morir. Porque lo que más sienten entre todos sus trabajos, es servir a gente extranjera, y por evitar esto sustentan la guerra de casi cincuenta años a esta parte: y han venido en tanta disminución, que donde había mil indios apenas se hallan ahora cincuenta; y por esta causa está la tierra muy adelgazada, pobre y miserable, y finalmente sin otro remedio sino la esperanza del cielo.

Concluyo con lo que el Eclesiástico dió principio a su libro, diciendo que el escribír muchos libros es cosa sin propósito, y que lo que importa es que oigamos todos el fin del, razonamiento que es éste: Teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque este es todo el hombre, y que Dios ha de nivelar todas las cosas en su juicio y sentenciar lo bueno y lo malo según el fiel de su justicia. Y si este santo temor bubiera sido el principio con que se conquistaron estos reinos, no estuviera esta historia llena de tantas calamidades como el lector ha leído en ella. Plegue al Señor sea servido de poner en todo su piadosa mano, para que en los corazones haya más amor suyo y más felice prosperidad en los sucesos.








 
 
LAUS DEO
 
 





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