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11. Diciembre 1893

     Los reporters.-Inexactas declaraciones atribuidas a mi persona.-Mis ideas y sentimientos sobre la guerra de África, congruentes con todo lo dicho por mí desde los primeros Congresos de la Restauración hasta hoy.-Discurso de Febrero del ochenta y ocho sobre África.-Verdaderas declaraciones mías recientes.-Falsa imputación de arrepentimiento en mis propósitos de retirarme a la vida privada.-Circular a mis antiguos amigos.-Estado de la guerra.-Votos por la paz.-Conclusión.

     Terrible abuso el puesto en boga por los reporters, dominantes hoy sobre la prensa, cuando comunican indiscretos, sin empacho ni escrúpulo, al público las conversaciones particulares y privadas que nunca se aderezan y componen para tal publicidad. Así como no sacáis el cuerpo a la calle vestido como suele hallarse por lo regular en casa, no sacáis el alma tampoco a luz desentrañada de sus reservas y de sus secretos. Un juicio dictado por cualquier arrebato de malhumor y dicho en el abandono de la confianza íntima no puede levantarse a sentencia firme y definitiva sino después de madurado, y no puede madurarse nunca sino en la silenciosa reflexión de nuestro espíritu callado y recogido. Como no debe leerse por uno carta escrita para otro sin permiso y consentimiento de aquél o aquéllos a quienes la carta pertenece; no puede ninguna especie decirse en público por nadie sino con autorización expresa de quien la vertiera en secreto. Aun lo destinado a la publicidad, meditaislo con espacio y lo escribís con cuidado. Aun después de meditado y escrito, si lo dais a la estampa, no podéis autorizarlo de faltar una previa corrección de pruebas; y aun después de corregidas las pruebas, no puede un impresor echarlo a la circulación sin vuestra propia orden. Y es todo esto justísimo. Un punto y coma colocados a torcidas destruyen un dogma, o dicen lo contrario de lo pensado y dicho por vosotros mismos. Todo el símbolo cristiano está en la Resurrección del Salvador. Pues con variar dos puntos en el Evangelio de rúbrica y rito, cambiáis el dogma ortodoxo en otro dogma contrario. Pregúntanle a los ángeles guardadores del Sepulcro las santas Mujeres dónde se halla Cristo, según se reza en la misa de Pascua. Y los ángeles contestan: «Resurrexit: non est hic.» Pues cambiad los dos puntos y habéis cambiado el dogma, y no sólo el dogma, toda la doctrina cristiana, pues Cristo no es Dios, si Cristo no resucitó. Y en tal caso diría la letra evangélica: «Resurrexit non: est hic.» No resucitó; aquí está. Pues, si pueden cometerse tales erratas en lo escrito, que se fija; imaginaos cuántas pueden cometerse al vuelo en lo hablado, que confiáis al aire y el aire se lo lleva. De aquí el asombro mío al ver el domingo último declaraciones atribuidas a mi persona por dos periódicos de la tarde, con los cuales no había yo tenido aquel día ninguna comunicación directa.

     Niego en absoluto que haya hecho yo declaración de ningún género sobre los asuntos de África. La palabra declaración equivale a manifestación; y la palabra manifestación trae aparejada la publicidad. Yo no he autorizado a nadie para que publique ninguna cosa, en periódico alguno a mi nombre. Retirado a la vida privada, cuanto diga en conversaciones privadísimas, es privado; y no reconozco derecho a persona ninguna para publicarlo sin mi asentimiento y permiso. Lo sucedido en este caso prueba todo lo fundado de las anteriores consideraciones. El domingo último salía yo a las once de San Isidro, y encontré allí, en el atrio, a un amigo, el cual diome una noticia, que aquel amigo de buena fe creía verdadera, y en realidad era falsa. Díjome haber llegado el General Martínez Campos sin permiso del gobierno, y constituido una situación de fuerza, para la cual no se había contado con los ministros ni tenido en cuenta la opinión, de los primeros y más conspicuos estadistas. A los pocos pasos encontré una persona, la cual no tiene nada de publicista, y díjele poco más o menos lo siguiente, aderezado con frases de conversación íntima. «Pues si lo que dicen es cierto, Martínez Campos ha incurrido en la responsabilidad que contraen los militares cuando dejan sin licencia su puesto y la corte se ha colocado en una situación semejante a la que tenía en tiempo de doña Isabel II.» No habían pasado cinco minutos, cuando al separarme de la persona aludida que, repito, no tiene carácter alguno público, encontré a varios compañeros del Congreso, quienes me contaron la verdad de los hechos, a saber: que había venido el General con anuencia del gobierno y encargádose de la dirección del ejército de Melilla por expresa orden del gobierno mismo. Entonces me holgué con todo ello, y al referir lo sucedido, expresé cómo, faltando el supuesto, no había lugar a la insistencia en un hipotético juicio. Al contrario, añadí que quien tan a satisfacción de todos concluyera la guerra del Norte y la guerra de Cuba, como mi amigo particular el General Martínez Campos, de mi siempre admirado y querido, magüer Sagunto que aún me apena hoy, concluiría también ahora la guerra de África con tanta gloria suya como provecho para la nación. Y dicho esto, niego el derecho de publicar las conversaciones privadas y sostengo que al habeas corpus corresponde también el habeas animam, para completar la libertad individual; pues así como nadie puede penetrar en los hogares sin asentimiento del dueño respectivo, nadie puede penetrar sin esta misma condición en otros más sagrados hogares, en el alma y en la conciencia. Queda, pues, demostrado que no hice declaración de ningún género y queda también prometido no volver más sobre este asunto.

     Decía Donoso Cortés haber llegado a extremo tal en Europa los abusos de la publicidad, que, para saber lo verdadero, precisaba recurrir a las cartas particulares y dejarse de los públicos y solemnes artículos diarios. Y yo he observado cómo se desgañitan la mayor parte de nuestros representantes, diciendo lo pensado y sentido por ellos bajo las sendas techumbres de ambos Cuerpos Colegisladores y sobre las tribunas parlamentarias, sin que nadie llegue a enterarse, a pesar de taquígrafos y periodistas, pero si dicen cualquier chirigota en la sombra de pasillos o en la sala de conferencias, corre y se pregona, cual si las ideas llevaran plomo, mientras los chismes alas, en su expresión y propaganda. Tiene gracia preguntarme a mí lo que siento y pienso ahora sobre la guerra de África, después de haber yo anunciado como pensaría del conflicto corriente hace ahora un lustro, en discurso aplaudido allende su mérito y trasladado en aquel entonces a todas las lenguas cultas del viejo y del nuevo continente. Pues lo que dije allá, en 7 de Febrero del año 88, qué pensaría de una guerra con África, si por desgracia tal guerra llegaba, eso mismo pienso ahora en 2 de Diciembre del año 1893. Yo, después de haber sostenido con mi palabra y con mi pluma, con mi natural influjo en la política y en la prensa y en la tribuna, bajo la dominación de doña Isabel II el ideal de la democracia ya cumplido y bajo la dominación de Napoleón III el triunfo de una sabia República francesa; como ante la victoria del Austria una teoría tan utópica entonces cual la unidad de Italia y de Alemania; como ante la teocracia de Pío IX una pronta e inevitable abrogación del poder temporal de los Papas; como ante las atrocidades de los turcos la libertad surgiendo en las orillas del Danubio; como bajo el despotismo de los infames negreros el advenimiento de la redención del esclavo; predico ahora otras utopías, como el desarme de los ejércitos conquistadores transformados en ejércitos de seguridad, según lo es hoy el nuestro; y la paz humana por medio del arbitraje a la manera que se arreglan las cuestiones de límites y de pesquerías, preñadas antes de guerras; creyendo, en mi necio candor optimista, ver cumplida y realizada esta utopía mía nueva, cual he visto realizarse las otras, en concepto de la reacción europea no menos inverosímiles, y no menos absurdas. Así, cuanto dije respecto de África lo copio abajo, porque habiéndolo publicado con mutilaciones intencionadas al comienzo del conflicto hispano- marroquí, los periódicos partidarios de la guerra, deseo reintegrar el texto y decir que pienso cuanto entonces pensaba y me afirmo en cuanto entonces decía.

     «Nosotros, exclamaba yo, debemos permanecer neutrales, ¿Podemos sostener nuestra neutralidad? Hay muchos pueblos y hay muchos reyes que son neutrales, y, sin embargo, no pueden sostener su neutralidad; pero nosotros podemos sostenerla. ¡Ah! Los sacrificios consumados por nuestros padres en la gloriosísima guerra de la Independencia; la tenacidad mostrada por nosotros, por esta generación, en los trópicos, a mil leguas, con el vómito en las aguas, con el cólera en los aires, por medio del más heroico de los ejércitos, en la más justa de las guerras, contra los más ingratos de nuestros hijos; la susceptibilidad por una madrépora perdida entre Asia y África, en los océanos australes, y apenas perceptible hoy en el mermado mapa de nuestros todavía grandes dominios; lo mucho que determinó la decadencia de Luis XIV su guerra de sucesión en España; lo mucho que determinó la decadencia de Napoleón el Grande su imposible conquista de España; lo mucho que precipitó la ruina de los Borbones su intervención horrorosa con los cien mil hijos de San Luis nefastos en España; lo mucho que determinó la suerte postrera de los Orleanes sus disparatados matrimonios españoles; lo mucho que determinó la suerte de Napoleón III su ingerencia en la nueva España y su protesta contra el trono de la vieja, nos dicen que por estas y otras concausas; con nuestra excelente posición geográfica, con nuestro ejército en el pie de guerra en que ahora se halla, con todos estos elementos, y además con el renombre de tenaces que tenemos, nos hallamos en el caso de levantar la frente y decir que nadie tocará nunca jamás a intangible seguridad. Por eso no quiero yo, señor Ministro de Estado; por eso no quiero yo que, huyendo del perejil nos salga en la frente; por eso no quiero yo ni un arrecife más en el Estrecho, fuera de aquello que nos pertenece (Gibraltar) ante la conciencia humana como parte integrante de nuestro territorio nacional; por eso no quiero yo cruces, santas o no santas, en mares grandes o pequeños; por eso no quiero yo ni una pulgada de terreno más en las orillas de ese río de Oro, que debe llamarse así, no por el mucho que vomita, sino por el mucho que traga; por eso no quiero yo que, a título de avanzados, ofrezcamos alianzas a Francia, ni que, a título de monárquicos, ofrezcamos alianzas a Germanía; no quiero yo que vayamos a ninguna complicación europea por el camino tortuoso de Italia; no quiero yo depósitos de carbón para ningún español en ninguna parte del Mar Rojo; y cuando alguno de los omnipotentes venga a tentarnos, porque de todos necesitan, hay que decirles cómo, no habiéndonos llamado a París, ni a Berlín, ni a ninguno de los congresos en la hora del reparto, no deben contar con nosotros en la hora suprema de la catástrofe universal.

     ¡Pues no faltaba más! Nosotros hemos tenido la cruzada de los siete siglos; hemos tenido guerras por la constitución de los Estados modernos; hemos tenido guerras por la conquista de América; guerras por la herencia de Portugal; guerras por la herencia de María de Borgoña en Flandes y en Holanda; guerras por el predominio de la casa de Valois y la de Austria en Italia; guerras por el predominio de los mares con la Gran Bretaña; guerras por el predominio de la religión protestante o católica en Alemania; guerras por el predominio de la casa de Borbón y de Austria; guerras por los hijos de Isabel de Farnesio y por los proyectos de Alberoni en Italia; guerras en la Valtelina; guerra de los reyes contra la República francesa y guerra de los reyes por las Repúblicas americanas; nuestra guerra de la Independencia; tres guerras civiles; cincuenta revoluciones; guerra en África; guerra en Cochinchina; guerra en Chile y Perú; guerra en Cuba; guerra en todas partes. ¡Ah, no, no! ya estamos demasiado hartos de verter sangre y de que se evapore en el aire. Destinémonos a cultivar nuestros intereses y a ganar fuerzas para predominar alguna vez en el concierto europeo. El gobierno debe, pues, asegurarnos la mayor neutralidad. ¡Ah, señores! ¿Y qué debe hacer la opinión española? Aquí entra mi tesis particular; yo creo que la opinión pública en todos los pueblos puede y debe hacer mucho. Pues qué, ¿se hubiera jamás creado Grecia sin aquellos filo-helenos, cuyos generales eran poetas como Byron, Chateaubriand y Goethe? ¿No he oído yo decir a italianos meridionales, que hizo por ellos más un libro de Gladstone que un desembarco de Garibaldi? ¿No sabéis todos que jamás hubiera desenvainado Napoleón III la espada del primer cónsul en favor de Italia si no se hubiera visto impelido a ello por los escritores franceses? Indispensable decir a Europa, y decirlo en la tribuna, en la prensa y en los libros, que tienen una grandísima influencia; necesario decir a Europa que se necesita el desarme y la reconciliación europea.

     Y esto me conduce a tratar, señores diputados, de la cuestión de África. ¿Qué debemos hacer en África? No me oculto ninguna de las ideas capitales en este problema. Los pueblos mayores dominan a los pueblos inferiores intelectual, política, materialmente, por una ley providencial ineludible. Hay pueblos inferiores, que son primitivos por estar, como el feto, pegados a la tierra; y hay pueblos inferiores, que vuelven a ser primitivos de puro viejos, por su larga y tormentosa historia. Señores, aquello que hicieron los arios en Caldea, los caldeos en Fenicia, los fenicios en Grecia, los griegos en Italia, los italianos por medio de Roma, en Francia, Inglaterra, España y Portugal, deben hacerlo, dígase lo que se quiera, lo harán, franceses, sajones, lusitanos, españoles, las razas privilegiadas con las razas inferiores, en cumplimiento de leyes, que no sólo son planetarias, que son leyes del universo entero. Además, la tierra no se halla tan segura, la mar tan abierta, los estrechos tan francos, las razas inferiores tan sumisas, que, al ver cómo el desierto aborta un madhí capaz de infligir humillaciones a Inglaterra; cómo un rey de Abisinia contrasta el reino italiano en su naciente gloria; cómo un sultán escapado de Persia conmueve a los pueblos orientales, cual la cena de los Abasidas en Bagdad, cual la égira de los Abderramanes al África, cual la insurrección de los almohades en el Atlas; cómo las razas amarillas se miden con Francia; cómo los Estados Unidos cierran sus puertas a la invasión mongólica; cómo los lábaros del panslavismo flotan sobre las basílicas de Oriente y el del panislamismo flota sobre toda las mezquitas, no temamos, no recelemos una invasión, como aquella que sorprendió a la cultura greco-romana en el siglo V; como aquella que sorprendió a la cultura gótico-bizantino-española en el siglo VIII; como aquella que sorprendió a la cultura greco-eslava con los turcos en el siglo XV; pues en territorios circuidos por grandes y ciclópeas murallas, en mesetas centrales de Asia, en viveros de pueblos, pueden condensarse ciclones, los cuales quizá vinieran sobre nosotros un momento y anegaran esta orgullosa civilización europea, fundada en sus cuatro puntos cardinales sobre cuatro abismos de barbarie.

     Señores, aunque yo participo del fondo de las ideas del Sr. Cánovas respecto a lo que nos conviene por ahora en África, no participo, no puedo participar de lo que se ha llamado en él pesimismo, y que yo atribuyo a exceso de celo y quizá a exceso de experiencia. Yo, señores, declaro que no participo de pesimismo ninguno respecto de los destinos trascendentales y a larga fecha de nuestra Península sobre el África. Yo veo que somos una raza sintética. Las venas nuestras están henchidas por sangre de todos los pueblos; nuestro idioma, nuestra literatura, encierran ideas de todas las conciencias; en nuestro suelo circula el jugo que alimenta todas las frutas europeas, y en nuestro subsuelo todos los metales que cuaja la luz en las entrañas de la tierra. Así es, que yo me admiro, y me admiro mucho, de que no comprendamos cómo el mundo necesita un continente sintético: necesita una raza sintética también para poblar ese mundo; porque ¿qué es el África? Un desierto, un sepulcro, la soledad, la ruina, el abandono, la barbarie; y, sin embargo, el África ha sido la síntesis de los dos continentes. Explicadme si no por qué los egipcios esbozan todas las teogonías helenas y resumen todas las teogonías asiáticas; explicadme si no por qué aquel Alejandro, que pasó la vida de sus conquistas en Asia y sólo atravesó como un relámpago el África, deja la cristalización de su sincretismo en Alejandría; explicadme por qué las escuelas filosóficas griegas, fraccionadas en Jonia, y en Elea, y en Sicilia, pueblos pequeños, llegan a una suprema síntesis en Plotino; explicadme por qué Orígenes resume toda la teología oriental, y Tertuliano y San Agustín la teología occidental en sus grandes escritos y en sus divinas ciudades. ¡Ah, señores! Yo no he comprendido nunca por qué nos incomodamos tanto cuando nos dicen los extranjeros que comienza el África en los Pirineos. Señores: un ilustre pensador ha dicho que empieza España en los Pirineos y concluye España en el Atlas. Dondequiera que volvemos los ojos encontramos recuerdos de África, y dondequiera que el África vuelve los ojos encuentra recuerdos españoles. La emoción, y vamos a un inventario, la emoción producida por las serenatas andaluzas, en que la guzla plañe y la voz llora elegías y tristezas del amor, de África proviene, como el tibio soplo que aroma nuestros jazmines y azahares; la greca mudéjar, bordada por mano de las huríes en los alféizares de nuestros palacios y de nuestras iglesias, al África recuerda, como los áloes y los nopales extendidos por las costas de Denia y de Marbella; el toque semítico de nuestra lengua, sobrepuesto en el fondo latino, y que tanto recuerda los esplendores de nuestras mayólicas, África no es; la elocuencia enfática, tertulianesca, cuyos rimbombeos no empecen cierta naturalidad y sencillez helénicas, allí resuena en los labios también de los rabíes y de los profetas; la poesía exuberante, no sólo en Zorrilla, oriental de suyo, no sólo en Góngora, criado y nacido a la sombra de las palmeras y bajo los aleros de las aljamas, en las epopeyas de Lucano y en las tragedias de Séneca, clásicas, al Magreb huele, como los romances moriscos resonantes por las torres del Albaicín y por las escaleras del Generalife; y no quiero hablar de nuestra historia, porque África grita Alonso el Batallador al asomarse por las crestas de nuestras cordilleras béticas; África dice la canción de Gesta, donde balbucea el primer vagido de nuestra lengua y donde constan los primeros esbozos de nuestras reconquistas; África cantan los reyes peninsulares, postrados de hinojos en los altos de las Navas al entonar el Te Deum de su triunfo; África, Isabel la Católica en su testamento; África, Cisneros en Orán; África, Carlos V en Túnez; África, D. Sebastián en Alcazarquivir; África, el infante D. Enrique de Portugal, que nos ha dejado a Ceuta; África, el príncipe constante de Portugal, D. Fernando, que ha inspirado a Calderón el más hermoso de sus dramas; y en este sueño ideal se junta toda la Península desde Lisboa a Cádiz, desde Cádiz a Barcelona, desde Barcelona a Oporto, como se juntan sus hijos todos bajo el cielo azul y luminoso que nos vivifica y nos esclarece.

     Señores, no creáis lo dicho y vulgarizado por ahí, no creáis que yo haya procurado deciros estas cosas para ostentar eso que se dice mi retórica, no: bajo todo esto hay una idea utilitaria, muy utilitaria. ¿Sabéis cuál es esta idea? Pues oídme: que así como aquellos que tienen segura una herencia, no se precipitan jamás, si son prudentes, si son cautos, y no incomodan ni hostigan al testador, nosotros, los herederos naturales de África, nosotros no debemos mostrar impaciencia ninguna, absolutamente ninguna impaciencia por poseerla. Se habla mucho de Francia y de rectificación de fronteras, con lo cual se ha querido armar muchos movimientos de la opinión, en apariencia dirigidos contra su política, en realidad dirigidos contra sus instituciones. Pues bien; no olvidéis que Tánger ha pertenecido a una nación poderosa, que esa nación poderosa lo recibió en dote de una de sus reinas, y que luego lo abandonó como nosotros abandonamos a Orán, y ahora se pasa los días delante de Tánger suspirando por aquella plaza. Grande, muy grande nuestro General O'Donnell en su temeraria guerra, como demostraron los acontecimientos, pero, por temeraria, heroica sobre toda ponderación; grande, muy grande el esfuerzo de nuestros soldados en Sierra Bullones y en los pasos del Jelú; verdaderamente legendario, como Santiago, aquel General mártir a quien todos hemos querido tanto, y a quien todos lloramos todavía; grande, muy grande todo eso; pero todo eso nos enseña cómo no debemos emprender nada militar respecto de África, y aguardar el cumplimiento de nuestro derecho por las evoluciones de lo porvenir.

     Señores, se han concluido las colonizaciones militares, y comienzan las colonizaciones científicas: factorías, y no campamentos; naves, y no ejércitos; grandes diplomáticos, y no grandes generales; escuelas donde podamos establecerlas, misioneros donde puedan oírlos; médicos, muchos médicos; una influencia de todos los días; traducciones de aquellos libros árabes que demuestran la comunidad de unos y otros pueblos, y que hacen latir el corazón de aquellas razas soñadoras y verdaderamente religiosas; todo esto, pero nada de guerra al infiel marroquí, porque para todo español sensato la integridad del Imperio de Marruecos debe levantarse a dogma, como la integridad del Imperio turco lo fue un día para la Inglaterra clásica. Y permítanme decirlo mis oyentes en este instante; permítanme decirlo, que no recelemos nada de Francia, pues no hay motivo para recelar nada de Francia. Gobernada hoy por un poder completamente pacífico; dirigida en sus negocios extranjeros por un hombre de Estado eminentísimo; representada en Madrid por un diplomático, del cual puede decirse que lleva renombre de africano, todo el mundo en Francia sabe que tiene una solidaridad de intereses con España en Europa y en África. Sobre todo, yo debo deciros, antes de concluir este punto, yo debo deciros que cuando Francia se apercibe a la gran fiesta del trabajo, no hay para qué hostigarla, pues todos tenemos intereses múltiples en que se verifique la celebración de la noche del 4 de Agosto, la Noche Buena de la libertad, porque allí murió el feudalismo y surgió la democracia, y que se verifique en paz, porque esa fiesta hoy no significa nada en el mundo o significa la fraternidad universal.»

     Podrán decirme los empeñados en imputarme declaraciones ahora sobre la guerra presente, que son los párrafos suprainsertos nieves de antaño, y que la opinión tiene derecho a exigir de un publicista, encargado por tantos periódicos del honroso ministerio de historiar casi al día los hechos corrientes, el sentir y el pensar suyos, acerca de tales hechos. Y he cumplido yo este deber mío con toda escrupulosidad, porque media una distancia enormísima entre los diálogos cogidos al vuelo y echados como teas incendarias en la pólvora fulminante de las pasiones políticas y el juicio sereno de un historiador, puesto a cierta distancia de los hechos en su fría imparcialidad, para que tengan aquéllos en la conveniente alejada perspectiva el color y el relieve demandables a todo cuanto se historia y se juzga con verdadera solemnidad. Yo he cumplido mi deber en tal número de diarios, que apenas pueden contarse, y los propaladores de conceptos más o menos míos aportados a sus redacciones, por más o menos fieles relatos, ocasionados a inexactitudes generalmente, no han querido reproducir estos juicios de ahora, publicados, no sólo en los innumerables periódicos del Viejo y del Nuevo Mundo, adonde los llevan las agencias de publicidad yankees, publicadas aquí en castellano hace pocos días, con tipos ciertamente muy legibles, y en satinado preciosísimo papel, que tiene muchísimos lectores. Y allí he dicho lo siguiente que recorto con mis tijeras de la publicación aludida, y pego en estas cuartillas con mis propias obleas.

     «Aunque, decía yo el 13 de Noviembre último, adrede apartáramos los ojos de África para convertirlos a cualquier otro punto u objeto, no podríamos, por el imperio que con sus fascinaciones hoy ejerce sobre nosotros esta parte del mundo. Ya se ve: tenemos allí empeñado en lucha desigual y terrible lo mejor de nuestra sangre y vida, el ejército español, tan audaz en sus acometidas, como sufrido en sus resistencias; valeroso hasta la temeridad en el arranque y en el empuje, resignado hasta el martirio en todos los trabajos y en todas las adversidades. No conozco marcialidad como la nuestra en gente ninguna. Cuando topáis en vuestros viajes con un soldado alemán, veis en seguida cuánto por ajustarlo al tipo de su clase han hecho la ciencia y el estudio, sobreponiendo una segunda naturaleza bélica, resistente y fuerte, sobre su propia naturaleza germánica, bonachona y dulce. No así en España. Vestís a un muchachuelo de soldado y parece haber vivido en la milicia desde sus primeros días y nacido militar hecho y derecho. Esta indómita complexión española, de un individualismo tan ajeno a toda disciplina y obediencia, posee flexibilidad tan maravillosa, que a la menor imposición de su conciencia se acomoda con lo pedido por el deber, trocándose a esta virtud suya sin esfuerzo y con espontaneidad, siempre que de lo militar se trata, el imberbe recluta en veterano perfecto con pocos días de cuartel y ejercicio. No necesitábamos que nos instruyera la experiencia en aquello contenido dentro de nosotros y que constituye nuestro moral patrimonio; pero si la pena causada en todo ánimo patriota por este adverso caso del choque tremendo en Melilla, choque tan inesperado e importuno como terrible, puede mitigarse con algo, es con la consideración de que ahora como siempre ha mostrado el ejército su antiguo valor, que lo coloca sobre todos los ejércitos del mundo, y la nación esta identidad fundamental de todos sus hijos en las mismas ideas y en los mismos propósitos, cual si tuvieran un alma sola; identidad por la cual nos hemos salvado de cien conflictos y conseguido vencer a la fatalidad y al destino, grabando los blasones y timbres del Imperio español desde los arenales de Marruecos hasta las maniguas de Cuba. Dejar la guardia del hercúleo canal y del extremo de nuestros viejos continentes y del espacio comprendido entre la boca del Muluya y la boca del Mediterráneo y del camino hacia las dos Américas en manos tan audaces y aviesas como los marroquíes, ¡ay! tiene inconvenientes tales, que nos obliga y constriñe al cumplimiento una finalidad tan humanitaria como refrenar los crueles instintos de semejantes fieras y someterlos por fuerza y por necesidad al yugo de la civilización y sumergirlos en el movimiento de todos los progresos. Y para ilustrar el espacio comprendido entre los dos mares en el Atlas, que llamamos imperio de Marruecos, no hay nación alguna en el mundo con las aptitudes, con las cualidades, con la indisputable idoneidad nativa del pueblo español, destinado a ello por el espíritu suyo, por el tiempo en que ha vivido, por el espacio donde se dilata, por Dios y su Providencia. Así, pues, ya que un unánime sentimiento de todos los pueblos desinteresados y una herencia de glorias y recuerdos inmortales y unos decretos tan categóricos e imperiosos como los que formulan la Geografía y la Historia en el asunto del predominio natural de los pueblos cultos sobre los pueblos atrasados, deciernen Marruecos a nuestra protección, debemos estar todos los españoles a una convenidos por tácito pacto en no forzar los hechos hasta encontrarnos plenamente seguros del debido logro de nuestras seculares aspiraciones, que nos exigen robustez en el cuerpo, suma de fuerzas, concierto en hacienda y en administración, desahogo económico, disciplina social, regreso de nuestras perturbaciones tradicionales al orden indispensable para todo continuado esfuerzo y para toda gran empresa. Mirémonos en el espejo de lo acaecido a Italia últimamente. Quizá Túnez le hubiera sido reservado por Europa, si no se impacienta en el deseo vivo de la consecución del codiciado logro y no sacude con sus propias manos un árbol del cual no debía probar la fruta. El problema de Marruecos, planteado por nosotros a deshora, puede producir la guerra europea; y la guerra europea puede traernos, si por modo indirecto y como de soslayo entráramos en ella, tremendas responsabilidades. Ya sabemos que una gran parte de la opinión inglesa pide la restitución de Tánger, adquirida para la península por Alfonso de Portugal el Africano y regalada por los traidores Braganza a los Estuardos restaurados, regalo hecho en odio a España, como si fuera todavía una porción integrante de Inglaterra, cuando la perdieron hace dos siglos, y que otra gran parte de la opinión francesa pide toda la banda oriental del Magreb confinante con Argelia; por lo cual nosotros debemos mantener la estabilidad de tal territorio bajo su actual emperador y sostener el fiel en la balanza con ánimo de que no comience un reparto, en el cual, saliendo bien librados, podíamos obtener una sola fracción, tocándonos, como nos toca, el todo, que alcanzaremos con un poco no más de habilidad, espera y paciencia. Interésanos, después de haber desconcertado a Bismarck en el asunto de las Carolinas con tanto acierto como fortuna, no hacer ahora el juego de Bismarck, indisponiendo a Francia con Inglaterra, para que, triunfe quien triunfe, quede todo el continente, bien a merced y arbitrio de Alemania, bien a merced y arbitrio de Rusia. Bismarck sueña con indisponer a Inglaterra y Francia por Tánger, cual indispuso a Italia y Francia por Túnez. Y así como cuando tuvo poder llevó los hechos por ese camino, ahora, que sólo tiene influencia, lleva por ese camino las indicaciones. Y contra nuestros intereses designa el objetivo de Tánger a Inglaterra, y contra nuestros intereses designa el objetivo de Touat y de Fidjid a Francia, para que choquen allí con estrépito, y dado ya este choque, tenga que arrastrar a Italia Inglaterra en su auxilio, e Italia tenga que arrastrar los dos Imperios de la triple alianza. He ahí el abismo que oculta en su seno la pavorosa cuestión de Occidente. Hay que bordearlo a toda prisa, quedándonos en nuestra saludable neutralidad y reteniendo el Estado marroquí en su statu quo habitual. Castiguemos con un gran escarmiento a los moros del Rif, escarmiento tan rápido como ejemplar, y volvamos, después de satisfechos, al hogar donde nos llaman el culto a nuestra joven libertad y el cuidado nuestra convaleciente Hacienda. Así sea.»

     Las dos últimas notas del Sultán; las constantes afirmaciones del ministro de Negocios extranjeros marroquí dichas en Tánger; la presencia del príncipe Araaf ante las tribus insurrectas; las demandas de cambio y de comercio dirigidas a nuestros generales por los bajaes tras los retos dirigidos antes; el arte con que ha comenzado Martínez Campos la defensa; los meditados y sobrios discursos de éste, así en Córdoba como en Málaga; la consumada destreza con que mi amado amigo y discípulo, el gran orador que desempeña interinamente la cartera de Negocios extranjeros, por un sí ha conjurado los recelos europeos, tan despiertos, y por otro sí conseguido asociar el imperio marroquí a nuestra obra de imposición sobre las tribus insurrectas; esta ya larga suspensión de hostilidades reemplazando al anterior hostigueo; esa erección del fuerte dirigida con tan admirable prudencia; las meditadas frases del Sr. Sagasta, eminentemente patrióticas, nos hacen creer concluida la guerra, y nos sugieren el anticipado Te Deum de la paz y de la libertad. Por consiguiente, nada tengo que hacer después de coincidir los pensamientos del gobierno liberal con mis ideales y la obra de Martínez Campos con mis deseos, que rectificar otro error de importancia: el arrepentimiento, que ha supuesto en mí el telégrafo y la prensa, del acuerdo, con tan grande antelación tomado y tan a conciencia dicho, de mi retirada del combate político diario. Cada vez me hallo más satisfecho de mi resolución. Y los elocuentísimos discursos del estadista libre, de Abarzuza, que me ha reemplazado en la dirección del partido; la mesura y la prudencia de su sabio proceder; el desinterés de sus móviles y el alto patriotismo de sus fines; la cohesión en que mantiene las sendas fracciones posibilistas en los dos cuerpos colegisladores; los manifiestos últimos de una forma tan sobria y de unas ideas tan elevadas; la coincidencia conmigo en los problemas africanos y la perseverancia en el presupuesto de la paz, cuando ni siquiera nos hemos consultado uno a otro, muestran como conservamos la unidad de miras en todo, y cómo su aproximación a la legalidad, mayor que mi aproximación, es la consecuencia de toda nuestra política en los veinte años últimos. Así lo he creído explicar en la carta circular que varios amigos fraternales tienen ya olvidada, pues se la dirigí en Mayo último, pero que ahora ve la luz pública en corroboración de todos mis juicios.

     «Voy a emprender ante V. un examen de conciencia, encaminado a fijar la posición que yo debo tener en la política española, para lo cual hablaré de mí, cual si hablara de un paseante por la estrella Sirio. Inútil ocultarlo. Desde mi discurso del teatro de Oriente, yo traje a la democracia española, influida por cierto espíritu extranjero que le habían sugerido la estancia de Albaida en Inglaterra y la constante lectura de libros franceses por Rivero, un espíritu español, bebido en mi ocupación favorita, en el estudio de la historia patria, dejando aparte la educación aquistada dentro del hogar, donde se había tanto padecido en la guerra con los franceses por la patria y en la guerra con los carlistas por la libertad. Así nadie puede, nadie, dudar que traje yo con tal espíritu español, a la política democrática, un espíritu conservador. Liberal radicalísimo, por querer todas las libertades individuales; y demócrata puro, por querer la extensión de estas libertades a todos los ciudadanos sin excepción; había en mi persona un individualismo nativo, que me comprometía de suyo a la defensa y guarda del principio de propiedad, así como un cristianismo que, a pesar de inspirado en el criterio filosófico más que en la fe ortodoxa, me unía por muy apretados nudos con la Iglesia católica. Llamado a redactar periódicos demócratas desde Setiembre del 54; mi corta estancia en el primero de éstos, en El Tribuno, explica otro de los principios capitales en mi vida, el principio republicano. Yo entré por Octubre del 54 en la redacción de El Tribuno y salí por Noviembre del mismo año. ¿Por qué tan rápido paso? Porque, habiendo votado contra la monarquía la fracción democrática en la Constituyente de tal año, El Tribuno se declaró en disidencia con ella y se adscribió a la democracia, sí, pero a la democracia monárquica. Aquel primer sacrificio, pues yo necesitaba el sueldo que me traía mi pluma de redactor, me ligó a la república, principio capital de toda mí vida. Yo era un demócrata, un liberal, un republicano, y al mismo tiempo un individualista muy exaltado y hasta un católico por sentimiento y por educación, era, pues, un decidido conservador dentro de la democracia, de la libertad, de la república. Por estos últimos caracteres entré yo en La Soberanía Nacional, diario de Sixto Cámara. Pero en cuanto La Soberanía Nacional mostró la oreja socialista, tomé por motivo un suelto apologético del Terror francés, y abandoné su redacción. Como salí de El Tribuno por haberse inclinado a la monarquía, salí del periódico de Sixto Cámara por haberse inclinado al socialismo.

     »En aquellos meses, Rivero fundó el periódico definidor de la democracia en España, pues se tituló La Discusión, título de inextinguible recuerdo en la gloriosa historia del movimiento democrático. Desde los primeros números tomé yo en su redacción una parte activa y diaria, escribiéndome casi toda la hoja, por mi facilidad increíble de escribir, no menguada ni a los setenta años como veis. Unos siete meses pasaría yo en aquel periódico, enteramente solo, propagando la democracia con ahínco, pero una democracia cristiana, conservadora, gubernamental, tan alejada de la monarquía como del socialismo. Después vinieron de una parte los demócratas socialistas representados por Pi, de otra parte los demócratas monárquicos representados por Martos; cuando la reacción del 56 nos unió a todos en el odio común a los partidos retrógrados y en el amor a los dos principios capitales de la democracia moderna, el derecho de los individuos y la soberanía de los pueblos. Mas imposible que continuásemos unidos, como en los primeros tiempos de la reacción, al ir andando los hechos y pidiendo concretas definiciones impuestas por su lógica, tan rigurosa como la lógica de un sistema o de una filosofía. Debíamos primero separarnos de los demócratas monárquicos y luego de los demócratas socialistas. Al definir la democracia, opusímosla con reflexión a los progresistas, y oponiéndola con reflexión a los progresistas, tuvimos que sobreponer los derechos individuales a la soberanía nacional, y que pedir ésta con la intervención inmanente del sufragio universal en el Estado, contraria y opuesta del todo a los viejos principios progresistas. La polémica ruidosa entre Calvo Asensio y Rivero en La Discusión, así como el folleto mío La Fórmula del progreso y su contestación en otro folleto por Carlos Rubio, dieron un carácter, tan individualista y tan republicano a la democracia, que debieron marcharse por necesidad de nuestro lado los demócratas monárquicos.

     »Pero no bastó con tal definición. Precisaba otra cuya formulación nos apartase del socialismo. Y vino esta separación también. Poco después del movimiento, que reconstituyera Italia, comenzó a determinarse un movimiento antidinástico en los progresistas. Rivero, que tan acertado anduvo al escribir el programa democrático y salvarlo de las denuncias del Sr. Posada, no secundó este movimiento antidinástico de los progresistas, cual nosotros creíamos necesario secundarlo, y además no quiso apartar nuestro credo del credo socialista, cual creíamos nosotros que debía necesariamente apartarse. Y fundamos La Democracia, El Rasgo, el movimiento universitario, la polémica inolvidable con Pi sobre la doctrina socialista, dicen cómo cumplió mi diario los dos capitales fines para que fue fundado. Llevamos por El Rasgo y por la Universidad la dirección del movimiento antidinástico; por la polémica con Pi limpiamos de virus comunista la democracia española. Y vino la revolución. Mi puesto se hallaba dentro del partido republicano. Así no quise transigir con Rivero, y me aparté de los demócratas monárquicos. Pero, dentro del partido republicano, mi puesto se hallaba en la derecha. La legalidad siempre, la evolución como método, la inteligencia con los partidos más avanzados de la monarquía, fueron las tres imposiciones que yo dicté con imperio al partido republicano histórico. Pero en este período cometí yo un error y una inconsecuencia, bien caramente pagados. El error, la triste aceptación de una república federal, como la inconsecuencia, unirme por el común interés republicano con los socialistas. Nunca lo hubiera hecho. ¡Ah! Sin la república federal se hubiese quedado todo el movimiento revolucionario en la república conservadora el año 73, cuando nació este régimen de la necesidad social; y sin la inteligencia con los socialistas no hubieran podido éstos jugarnos la partida que nos juraron el 3 de Enero, ni alcanzar el número que alcanzaron en la Convención republicana. Pero este rompimiento eterno ha prosperado la evolución, el método legal, el credo antisocialista, la inteligencia con los factores progresivos de la monarquía.

     »Mas no hay que ocultarlo. Con todo esto se sumaron explícitas, concretas, continuas declaraciones republicanas. Obligáronnos a ellas, aparte la conciencia y la historia personales, el carácter muy reaccionario de la Restauración, la doctrina de los partidos legales e ilegales; una cosa tan funesta como la confusión, hecha por Zorrilla, de la bandera republicana con la bandera revolucionaria; el constante ataque de nuestros afines; el discurso de la madrugada del 3 de Enero, que

sacudió la federal y el socialismo, pero afirmó con afirmación inolvidable la república conservadora. No tuvimos parte ninguna en el golpe de Estado, aunque lo provocara y lo trajera la ceguedad suicida de los federales y de los socialistas; tampoco tuvimos parte ninguna en los gobiernos que lo representaran, a quienes aconsejamos la sanción del principio republicano por plebiscito, ante el cual se presentara el código político del 69, sin más alteraciones que atribuir a un Presidente por diez años, reelegible, después de nombrado, por las Cortes, y con las facultades todas y las prerrogativas del monarca menos el carácter de vitalicio y hereditario, o el título de majestad incompatibles con la república. No cuajó este proyecto, y vino la Restauración. Ya, dentro de la Restauración, abracé yo el método legal y salí diputado, hallándome allá en París, que designé por mi residencia en los primeros días de tal desgracia, y que no abandoné hasta mi triunfo en las elecciones de Barcelona.

     »Ya diputado, condené todas las revoluciones, prometiendo restaurar dentro de la legalidad el programa democrático, que había naufragado en la guerra civil. Como yo creía que a esta última se debió el eclipse de la libertad; hice, desde comienzos del setenta y tres, dentro y fuera del gobierno, lo posible y lo imposible por la paz. Yo creo que quien restableció las ordenanzas y con ellas la disciplina; quien reorganizó el cuerpo de artillería; quien sacó las reservas, hizo cuanto pudo por la paz; y quien con su presencia en el primer Congreso de los Borbones restaurados y con su labor de cuatro lustros seguidos logró los derechos individuales y el sufragio universal, hizo cuanto pudo por la democracia. Y como la democracia no podía restaurarse, sino contrastando la inteligencia entre conservadores y ultramontanos con la inteligencia entre liberales y demócratas, yo sostuve tal inteligencia, sin más limitación que no pedirles nunca, ni por el propio nombre, ni por el interés público, a los primeros, nunca, la destrucción del principio monárquico, bajo cuya sombra, necesitamos decirlo, hemos traído la democracia pura y la libertad omnímoda, que se perderían sin remedio, en mi sentir, el día que cayéramos en la crisis consiguiente a un cambio de instituciones. Pero yo estoy en una singular posición respecto de la monarquía. He podido democratizarla desde el Parlamento y no puedo servirla desde el gobierno. Ya presagiaba yo lo que debía sucederme, cuando dije que la monarquía democrática era la fórmula de nuestra generación, y que yo estaba incapacitado de combatirla por cuanto hay en esa fórmula de democracia e incapacitado de apoyarla por cuanto hay en esa fórmula de monarquía. No me queda más remedio que venirme a mi casa-«Tú no puedes desaparecer», me decía un buen amigo cuando le comunicaba tal intento.-Y a eso digo: «Tan puedo yo desaparecer, que ya he desaparecido.»

     »Yo no puedo dirigir un grupo que pida el gobierno, porque yo no puedo gobernar bajo la monarquía. Yo no puedo dirigir un grupo que combata la monarquía, porque yo creo esta institución indispensable hoy a la patria, y su existencia unida en el horizonte sensible de mi vida personal a la democracia y a la libertad que con ella hemos establecido y organizado. Yo creo el organismo mejor para sustentar la monarquía dentro de la democracia y la democracia dentro de la monarquía el partido liberal, con su jefe a la cabeza el Sr. Sagasta. Pero como soy republicano de convicción y republicano por mi historia, yo no puedo ingresar en el partido liberal, que tiene su jefe, y su historia, y sus doctrinas, con las cuales no está una parte considerable del patrimonio moral que constituye mi historia y que yo defenderé contra todos y todo lo conjurado en daño suyo con una inercia tan grande como activa fue mi voluntad en los lustros anteriores, y con un retraimiento de la política tan decisivo como resuelta y continua fue la intervención anterior. ¿Voy a disputarle yo al señor Sagasta la jefatura del partido liberal? ¿Voy a ingresar yo en ninguna fracción monárquica? ¿Voy a combatir al Sr. Sagasta, cuando tengo el compromiso con mi conciencia e historia de no combatirlo? ¿Voy a sustentarlo, cuando tiene tantos correligionarios que lo defiendan, y un ejercito numeroso? ¿Voy a capitanear un grupo que, dentro de la legalidad, no puede ir a ninguna parte, porque no puede ir al gobierno? ¿Voy a salirme de la legalidad a mi vejez, y marcharme a los federales y a los revolucionarios? Mientras tuve un programa, como el democrático, que defender, en la política estuve; desde que no tengo programa, jamás, como no peligren las instituciones democráticas, volveré a la política. ¿Qué deben hacer mis antiguos amigos, a los cuales anuncié mi resolución en el Parlamento? Pues los que deseen ser lógicos con el proceder emprendido desde la Restauración, irse al partido liberal; y los que deseen guardar su característica republicana, irse a su casa. Yo en mi casa estoy, de donde no me sacará nadie, mientras no peligre la democracia que hemos restaurado, y la patria en que vivimos y moriremos. Yo no tengo papel que representar en la política española. Yo únicamente le pido a mi país que me deje morir en paz y que luego me haga un buen entierro. Nada más. Escribiré, primeramente, porque la pluma contribuye a mi sustento, después, porque quiero dejar la historia de mi patria. He trazado un volumen de esta historia en el Descubrimiento, y ahora trazo otro volumen de esta historia, en la Conquista de América. Y no pienso hacer nada más. De la tribuna me he despedido, pues no pisaré nunca el Congreso. De la prensa me despido también, pues heme apartado de la inspiración directa que sobre algún órgano importantísimo de la opinión ejercía. Quiero con mis obras atender a mi subsistencia, como jornalero que soy desde mi mocedad, y quiero morirme reconciliado con todos los españoles en el seno de la paz, iniciada por mí entre las catástrofes del setenta y tres, y en el seno de la libertad, restaurado en el transcurso de los veinte años que ha recorrido la Restauración impelida con un empeño sin ejemplo, por mis discursos a la democracia. No quiero servir la monarquía reinante, porque me lo veda mi honor, pero tampoco traer la coalición revolucionaria, porque me lo veda mi patriotismo.      Dicho esto, me queda tan sólo una cosa que decir y que notificará la necesidad, en que nos hallamos, de volver pronto a la nivelación del presupuesto y de ocurrir a las grandes necesidades del país. Por haberlo en mal hora olvidada tres pueblos tan afines a nosotros, tan de nuestra sangre y alma, como Italia y Grecia y Portugal, están abocados a irreparables catástrofes. Decía el Bonachón de Ricardo que tres mudanzas de hogar equivalen a un incendio; y digo yo que tres elecciones de la Península equivalen a una revolución, como demostró el período crítico de nuestros profundos sacudimientos revolucionarios. Pues bien: por no haber acudido con el remedio económico a tiempo, se halla Portugal en trance de disolver su Parlamento, hace poco reunido, y en vísperas de una crisis política profundamente grave. Algo peor acontece a la vez a Italia. El ministerio Giolitti no ha podido resistir a las sesiones primeras del Congreso convocado bajo su dirección; y el estado de los cambios y el déficit de los presupuestos lanza con verdadero empuje a los ciudadanos en la peor de cuantas revoluciones pueden imaginarse bajo el cielo, en una revolución social. Exactamente lo mismo Grecia, exactamente lo mismo. El rey se ha sobrepuesto en la opinión al Parlamento, porque nombra el rey un gobierno de verdaderas economías, y el Parlamento quiere un gobierno de partido. Así como, al finalizar el siglo último, concluyeron el feudalismo y el poder absoluto; al finalizar este siglo, concluirán el armamento desapoderado con la conquista violenta. Y entonces sí que podremos oír con encanto y satisfacción en la misa: «Gloria en las alturas a Dios y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.»

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