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ArribaAbajo4. Diciembre 1891

Muerte del emperador D. Pedro II.-El obispo esclavón Strossmayer y su renuncia.-Ministerio histórico de los panslavistas.-Peligros de la prepotencia rusa en el mundo.-Las cuestiones económicas y las cuestiones religiosas en Francia.-El pueblo católico y la República francesa.-Estado interior de Italia.-Debates acerca de la política nacional en el Parlamento italiano.-Diferencia entre Italia y Francia en sus relaciones respectivas con el clero.-Conclusión.


La dinastía de Portugal se ha extinguido. El postrero de los Braganzas ha bajado al sepulcro. Un enfriamiento, complicado con diabetes crónica, lo ha concluido. Fue una tarde húmeda y sombría desde Saint-Cloud a Versalles el emperador D. Pedro, y la llovizna glacial, conocida en la lengua nuestra con el nombre de calabobos, penetrándole hasta los huesos, le produjo una fiebre terminada por el eterno frío de la muerte. Si abrís los periódicos, y consultáis sus juicios respecto de D. Pedro, hallareislos extremadamente lisonjeros. Había nacido el difunto en tierra tan republicana por su complexión social, que parecía un demócrata con corona, empeñado en que le perdonaran la necesidad impuesta por su nacimiento de llamarse monarca; y de ahí una cierta boga entre los escritores europeos, aquejados todos en su educación histórica de fetichismo realista. Y digan cuanto quieran, D. Pedro, allá en sus adentros, conservaba todos los humos regios connaturales a príncipes de su estirpe, y no consentía el menor olvido, así de sus títulos como de su prosapia, ni el menor descuido en el debido tratamiento. Lo confieso, costándome trabajo decirlo, ante un cadáver. Entre las dinastías correlacionadas con la historia nuestra, ninguna tan enemiga de la patria y tan funesta por todos conceptos a la Península Ibérica cual esta dinastía portuguesa de Braganza. La primer dinastía de los Borgoñas nunca olvidó las relaciones con Castilla, y mucho contribuyó al rescate de la común patria desde su realeza feudal, generada por el fraccionamiento propio de una bárbara centuria, en que tomaban los reyes la tierra como su patrimonio, concepto de allende traído por Sancho el Mayor de Navarra, y dividían el territorio nacional como una regia finca entre todos sus hijos. Los Avís, aunque por la victoria de Aljubarrota puestos en el trono, quisieron siempre relaciones con los reyes castellanos y aspiraron a la unidad peninsular, como lo demuestran sus bodas y sus pactos. Pero los Braganzas, que se dividieron y apartaron de nosotros, haciéndonos una traición horrible, merced a la cual se perdieron para la Península el mayor número de las colonias lusitanas vilmente cedidas o abandonadas por auxilios de todas clases prestados a ingleses y batavos contra nosotros, no puede hallar sino desvíos del corazón y maldiciones del labio en esta patria herida y menguada por sus funestas ambiciones56. Así, creyendo yo en una providencia histórica, presentí el destronamiento de D. Pedro siempre, y anuncio ahora la imposibilidad completa de una restauración monárquica en el Brasil por mucho que cuesten la infancia y mocedad de toda nueva forma política, y más todavía de la forma republicana. Pero semejantes crisis, muy agudas y peligrosas, generarán alguna dictadura transitoria o quebrantarán el territorio nacional, o traerán por algún tiempo el fenómeno de una restauración transitoria; pero no podrán destruir en definitiva la forma republicana. De origen portugués todos los reaccionarios y todos los monárquicos del Brasil, pueden caer en un sebastianismo impropio de nuestro siglo republicano, pero propio de sus viejas tradiciones históricas. Entendemos por sebastianismo la ciega esperanza en la vuelta de un muerto que ha dado nombre a todo un sistema político y a todo un período largo de la historia lusitana. D. Sebastián, al partirse desde Lisboa para conquistar el África, último representante de los escudriñadores y marinos príncipes del nombre de Avís, llevaba consigo la corona de Fez, hecha para ceñírsela desde su arribo a la sien; y con la corona llevaba el predicador destinado a componer el sermón en alabanza del triunfo. Pero los moros le llamaron al interior de su territorio, para que no pudiera defenderse de ningún modo sobre aquel tórrido suelo; y cuando ya le vieron engolfado en las arenas ardientes, sin base ninguna de operaciones, lejos de la costa donde tenía punto de apoyo tan seguro como Tánger, lanzáronse con el furor astuto de los tigres sobre su presa en el momento más propicio a su premeditada defensa. No era un ejército el ejército cristiano; era una legión de cadáveres ambulantes. Así nada más fácil que concluir con ellos. Hora y media duró la batalla. No caen las espigas del trigo al furor de fuerte granizada como cayeron los soldados de aquel ejército al filo de la tajante cimitarra. Parecía que se los tragaba el desierto como devora las gotas de lluvia lanzadas por una tempestad. D. Sebastián, que nunca creyera en la derrota, desapareció; y todavía no supo la Historia su paradero57. El pueblo, sin embargo, aún lo espera, y cree que volverá de nuevo a encontrarlo en lo porvenir, porque algún ángel se lo subió al cielo y lo tiene sobre las dos alas de la muerte para volverlo resucitado a la patria. Esa esperanza engañosa de la vuelta y regreso de un rey resucitado ¿no se asemeja mucho a las aseveraciones de los monárquicos del Amazonas, esperanzados aún hoy en el readvenimiento y reaparición del principio monárquico sobre la tierra, donde la república se produce y se arraiga tan fácilmente como en todo el territorio americano? La frecuencia de las restauraciones en toda revolución, y dificultades con que luchan todos los pueblos al comienzo del gobierno de sí mismos, podrá originar un retroceso, que sería muy rápido, pues en la sociedad, como en la naturaleza, el organismo superior vence a los organismos inferiores.

Pero, dejando esto aparte, consideremos la grande agitación religiosa, que hoy reina en casi todo nuestro continente a consecuencia de muy especiales y particularísimas circunstancias. Un fenómeno, producido por tal situación patológica es la renuncia, que ha presentado el obispo Strossmayer de su alta dignidad religiosa en Croacia58. Para conocer a este prelado precisa volver atrás la vista. Eran las últimas sesiones del Congreso Vaticano, cuando se trataba la infalibilidad. pontificia. El obispo de Orleans, insistía en su negativa implacable a reconocer la oportunidad de tal declaración. Por esta misma causa, por haberla tachado de inoportuna, exigían los ultramontanos que se promulgara. «Quod inopportunum dixerunt, necessarium fecerunt», exclamaba uno de los más exaltados obispos. Los oposicionistas se parapetaban, como en refugio último, en lo necesario de la unidad moral de aquella votación para que el nuevo principio tuviese fuerza y carácter de antiguo dogma. Pero el Pontífice amenazaba mucho a los tímidos y ganaba con facilidad a los vacilantes. Monseñor Spalding, venido de lejos y animado por evangélica fe contra los exagerados y los violentos, cambió de opinión así que alcanzó una plaza en las grandes comisiones y una entrevista con el Papa. Los obispos de la América del Norte tuvieron una ocurrencia que hizo reír a toda la cristiandad. Idearon celebrar un meeting religioso para conocer la opinión de los congregados, como si las orillas del Tiber, que arrastra tantos dioses muertos, fueran como las orillas del Potomac, que exhala tantas ideas vivas, y el trono autoritario de San Pedro como la tribuna republicana de Washington. El episcopado inglés, exageradísimo papista en sus largas luchas con los antipapistas, fue solemnemente desautorizado por Newman, el más grande y más ilustre de los teólogos británicos59. Este escritor, discípulo de Oxford; sectario un día de la iglesia evangélica; autoridad más tarde de la iglesia anglicana, donde ocupó tan altos puestos y consiguió tan renombrados triunfos; autor de la obra de los arrianos en el siglo IV, que predicaba con fe tan firme la divinidad de Cristo a un mundo completamente racionalista; muy amigo del doctor Pusey, que ha impulsado a tantos ingleses a entrar en el seno de una iglesia semi-católica60, converso a los pies del Papa y en la misma Roma a la plena fe romana por la cual escribió tantos libros, pronunció tantos sermones e hizo tantos esfuerzos, sentíase descorazonado, triste, apenadísimo, viendo que los Concilios antiguos se habían reunido para conjurar los peligros, y el Concilio Vaticano para aumentarlos, los antiguos para salvar a la Iglesia, y el Concilio Vaticano para perderla. El doctor Michaelis formulaba el pensamiento de toda Alemania cuando decía que la declaración de la infalibilidad era una obra de sutileza cuyo triunfo sólo podrá explicarse por una deplorable reacción jesuitica contra el espíritu liberal de la Iglesia, indecible calamidad para la civilización y para el cristianismo. El cardenal Schwarzenberg se elevaba a la más alta elocuencia. Su voz tenía algo de la majestad de los profetas y de las tempestades del Sinaí. Su pensamiento recordaba que había contribuido a la fundación de la Iglesia no sólo San Pedro, el apóstol que negó a Cristo en la hora de su pasión y de sus tristezas; el judío de estrechísimo sentido que no quería apartar la nueva Iglesia de la antigua Sinagoga; sino también el gran apóstol de las gentes, San Pablo el gran reconciliador de todas las razas, semita por su origen, griego por su educación, romano por su dignidad y por su derecho, que había visto la antigua fe apagarse en las reverberaciones del desierto y la nueva fe surgir en las tempestades de la conciencia, y que desde aquel punto, desde aquella hora solemne había prescindido de todo el egoísmo judío y condenado todo rito de secta abriendo la nueva fe a todos los hombres, a todas las razas, a todos los continentes para fundar la verdadera comunidad de la humilde criatura con su divino Criador. Hizo más el sabio Obispo. Recordó las desgracias de la Santa Sede por su empeño en traspasar los límites señalados a su autoridad y a su poder. Dijo que así como Bonifacio VIII había visto su palacio invadido, su trono asaltado, su persona desacatada y su mejilla herida muriendo como fiera que los cazadores acorralan por haber demandado y querido el supremo dominio sobre todas las potestades temporales, Pío IX podía verse a su vez expulsado de la conciencia humana y del humano espíritu, convertido en presa de sus contrarios, olvidado de los mismos que antes le adoraban, por pretender lo que ningún hombre puede alcanzar, la infalibilidad y la impecabilidad de Dios. Pero quien más brilló fue Strossmayer, el obispo dimisionario ahora de Croacia. A pesar de haberle dado muchísimos disgustos las oraciones primeras que pronunciara contra la infalibilidad, no se creyó vencido y tornó nuevamente a la tribuna del Concilio para sostener la inoportunidad del dogma. Mucho se había hablado de este orador. Los liberales poníanlo en las nubes y los ultramontanos le censuraban fuertemente. Había de todos modos facilidad en su decir, cadencia en su entonación, calor en su sentimiento, fuerza en su palabra. Aunque los obispos italianos y españoles hablaban un latín, no diré más puro, pero si más eclesiástico, Strossmayer, como buen habitante de Hungría, y por ende muy acostumbrado al empleo diario de la lengua latina, hablábala con pasmosa facundia y aun con gracia. Sin embargo, los prelados reaccionarios se reían mucho de este su latín, y recordaban que cierto pedante decía que los prelados en el extranjero celebraban la misa cum pantalonibus y que el latín de Strossmayer era también latín cum pantalonibus. De todos modos su palabra impresionaba fuertemente, puesto que tenía la misma fuerza de su razonamiento. El Concilio contaba estas fracciones: primera, ciento cuarenta obispos enemigos de la infalibilidad, los más ilustres por su ciencia, los más admirados por sus virtudes, los representantes de las naciones más poderosas y de las mayores diócesis: cincuenta Cardenales que, como buenos cortesanos del Pontífice, tenían que votar la proposición Pontificia: cien Vicarios apostólicos revocables y pendientes todos por ende del arbitrio de la Santa Sede: cincuenta Generales y abates mitrados de las órdenes monásticas todas conversas al más exagerado ultramontanismo: ciento de esos obispos de la propaganda poseedores de sillas inocupables: doscientos setenta italianos, de los cuales ciento cuarenta y tres eran vasallos políticos del Papa y habitantes de los antiguos Estados romanos. Total quinientos ochenta votos a favor de la innovación que tantos dolores debía traer sobre la Iglesia. Pero sea de esto lo que quiera, es indudable, indudable; los verdaderos salvadores de la Iglesia, eran aquellos que, no pudiendo reformarla, trabajaban por no convertirla en cómplice y guía de la reacción universal. La elocuencia de Strossmayer podía ser más o menos ardiente, más o menos literaria, más o menos latina; pero en realidad era profundamente previsora y próvida. Para mantener el ideal religioso, no hay que seguir los errores condenados ya por la conciencia humana. Un absolutismo que se extienda desde el espíritu al suelo, un hombre que se divinice, una sociedad que se petrifique, la idolatría materialista, el egoísmo llevado a sus últimos extremos, la coacción moral sustituida por la fuerza y por la violencia, no pueden reformar de ninguna manera la sociedad presente. Para reemplazar un ideal vicio y gastado, es necesario sustituirle otro ideal más progresivo y más humano: Strossmayer se llenó de gloria en el combate por una Iglesia progresiva, y consiguió, merced a él, inmarcesible renombre público. Pero después de tal esfuerzo, como viera el dogma de la infalibilidad convertido en pabellón de guerra contra la Iglesia y manejado como arma de verdadero exterminio contra el pueblo fiel por la Germanía y por la Suiza protestantes, llegó a reconciliarse del todo con la Sede romana, diciendo cómo el ardor puesto en la defensa de sus tesis propias y personales, cuando el dogma estuvo en litigio, ahora lo pondría en adoración del dogma ya definitivamente proclamado y reconocido por la Iglesia universal. Pero activo, propagandista, batallador, entró con empuje sumo en la gran batalla moral entre su patria, Croacia, y el Estado magyar, que hoy la domina y la dirige. Por su familia esclavona, Strossmayer antepone y sobrepone los intereses de su raza, con empeño, a los intereses austríacos y magyares. En esta sobreposición, el obispo ha llegado a los confines de la heterodoxia, celebrando fiestas del rito griego como si fueran fiestas del rito romano, y a los confines de la rebeldía, moviendo sus fieles contra el Gobierno húngaro directamente y por modo indirecto contra el Gobierno austriaco. Así el patriciado magyar de Buda-Pesth nunca lo perdonará, y el mismo Emperador Francisco José, tan cauto y precavido y reservado, llegó a reprehenderle un día en palacio delante de toda la corte. La batalla entre aquel príncipe del clero católico tan rebelado y la corte austriaca tan herida, Regó hasta extremos como delatarle, sin respeto a sus dignidades y a sus canas, de simoniaco y prevaricador. Injusto sería el cargo, como generado por la pasión política, de suyo dispuesta en los extravíos del combate a esgrimir siempre la calumnia. Pero lo cierto e indudable resulta que todas las ideas del obispo se dirigían a defender la potencia valedora de los eslavos, la Rusia; y todo adelanto de la Rusia resulta una terrible amenaza de suyo a la civilización europea. Muy en moda quieren poner los franceses al pueblo ruso; pero no habrán de conseguirlo, porque la conciencia humana y el sentido común dicen todo lo contrario de cuanto pretenden ellos. Y esta idea del peligro, que trae aparejada toda excesiva influencia rusa en Europa, impídele indudablemente al obispo de Croacia convivir en paz con austriacos y magyares, cada día más levantados y subvertidos contra Rusia. Y bajo la pesadumbre de tal contradicción, hase resuelto por dejar su mitra y por irse a la sombra paternal del Vaticano. Pero sean cualesquiera sus ideas, las nuestras ven cada día con mayor claridad los peligros de una prepotencia rusa en Europa, y conjuran con empeño a los franceses para que no la sirvan de modo alguno ni la prosperen, si quieren servir y prosperar la libertad.

No hay que desconocerlo, ni que ocultarlo inútilmente; la fuerza excesiva de Rusia en Europa es peligro inmediato y gravísimo. Este Imperio se cree grandiosa confederación armada, que un general, ceñido de doble corona, Emperador y Pontífice a un mismo tiempo, dirige, como una reserva de la Providencia, para castigar los vicios y renovar la sangre del decaído Occidente. Y la grandeza de Rusia proviene en su mayor parte de los despojos de Turquía. Por el tratado de Radzin, a fines del siglo XVII, se apoderó de Ukrania, primer despojo turco, y desde entonces no ha cesado un punto en su obra de allegar nuevos territorios en Europa y en Asia, Suecia, que pudo un día contrastarla, cayó a sus pies rendida, y el tratado de Nystadt consagró a principios del siglo XVIII la definitiva prepotencia rusa en el Norte. Apenas habían transcurridos treinta años de este último tratado, cuando Rusia podía llamarse señora del golfo de Finlandia en los mares del hielo y de las nieblas, como señora de Crimea en los mares de la luz y del arte. Casi a un mismo tiempo estuvieron a su arbitrio y aumentaron su colosal grandeza desde 1772 a 1774 Turquía por sus derrotas y Polonia por sus desgracias. Diez y seis o diez y siete años más tarde tomó en una nueva guerra con La Puerta todo el territorio que se extiende desde el Dnieper al Dniester, a lo largo del mar Negro territorio a primera vista despoblado y estéril, pero luego fecundísimo por la fundación de Odessa y otras poblaciones importantes. Y a los tres años de este nuevo crecimiento sucedió la última desgracia de Polonia y su terrible desmembración. Así, cuando pasara de esta vida Catalina II, en 1796, Rusia medía cinco millones trescientas sesenta mil millas cuadradas. No es mucho, pues, que al despuntar nuestro siglo, los rusos vencieran al pueblo más poderoso entonces de Occidente, al pueblo francés, por mar en las Islas Jónicas, por tierra en Novi. Si esta brillante estrella moscovita se eclipsó por breves momentos, primero en Zurich y luego en Fiedland, hasta sus derrotas le reportaron engrandecimiento, pues en el año primero de nuestra centuria adquiría la Georgia, y en el año siete, estipulado el convenio de Tilsitt, se aumentaba con el territorio de Bialystock y una parte de la Prusia oriental. Y para que nada le faltara, mantenía en 1808 a 1811 sus dos guerras tradicionales, la guerra con Suecia en el Norte, la guerra con Turquía en el Sur; y arrebataba toda la Finlandia hasta el río Tornex, inclusa la isla Aland, a los suecos, y a los turcos Besarabia y la parte oriental de Moldavia, ensanchándose hacia el Pruth y el Danubio. Y si en la amistad con Napoleón adquirió territorios, en la guerra última contra Napoleón los adquirió también, quedándose con el Ducado de Varsovia después de demostrar cuán difícil era vencerla en sus madrigueras, defendidas por los furores de su clima que podía ocasionar catástrofes como el paso del Beresina y por los furores de sus soldados, que podían en una noche incendiar ciudades como la sagrada ciudad de Moscou. En 1828 y 1829, recogió nuevos fragmentos de Turquía y dos provincias de Persia, sin perder jamás de vista su cruzada eterna, que parece fabulosa, no sólo en lo audaz, sino en lo tenacísima, por la cual penetra en el corazón de la gran Tartaria y amenaza el territorio de China, y se encuentra frente a frente de las posesiones británicas en la India. Una potencia de tal condición tiene ideales que acarician unánimes todos sus hijos. Rusia está dividida en dos partidos formidables, a saber: un partido puramente ruso, tradicional, reaccionario, y un partido avanzado, innovador, comunista. El uno sustenta la vieja tradición del Patriarcado moscovita y del dogma griego, mientras el otro sustenta el ateísmo materialista en ciencia y quiere la terrible anarquía internacional en política. Pero ambos a dos pugnan por el predominio de la raza esclavona en el mundo europeo. Os dirá el uno a la continua: nuestra historia es la historia de nuestras ciudades; Kieff es la ciudad que nos bautizó con sus monjes ortodoxos; Moscou es la ciudad que nos unificó con sus Czares rusos; Petersburgo es la ciudad que nos administró con su burocracia germánica; Constantinopla es la última ciudad que nos falta, la ciudad en donde Rusia será más que una Europa, en donde Rusia será toda la humanidad. Para llegar a Constantinopla precisa fortalecerse con la tradición puramente rusa; desceñirse de los lazos germánicos que nos han atado al escepticismo protestante y a la confusa filosofía hegeliana; condenar esa literatura impregnada de la desesperación byroncesca en que nos han metido Poudchine y Lermentoff; maldecir de esa crítica inspirada en la idolatría occidental que han acreditado Herzen y Belinski; levantarse más allá de Pedro el Grande y sus legiones extranjeras; desasirse de Petersburgo, pues, a título de sustraernos a la germana sustituye con arte sumo el pedantismo alemán a nuestra vivacidad nativa y la burocracia oficial a nuestras costumbres patriarcales; retroceder hasta los tiempos de Iván el Terrible para fortalecernos en la ortodoxia griega y en la grande autoridad moscovita, infundiendo en el Occidente corrompido sangre nueva purificada por la estepa virgen y fe ardorosa extraída del primitivo cristianismo, Y os dirán los comunistas por su parte. Se necesita destruir la propiedad, desarraigar el Gobierno, disolver el capital, desmontar esa máquina del Estado que todo lo deshace, poniendo tanto las fuerzas como los bienes en común. Para esto no hay raza como la raza esclavona, individualista de suyo hasta frisar en la indispensable anarquía y social hasta llegar al comunismo; raza, que no quiere la herencia, sino el procomún; y prescinde con facilidad de esa suerte de autoridades políticas, donde todo se pierde; raza municipal por excelencia, en quien los bienes colectivos se elevan a la categoría de instituciones fundamentales y que podrá traer a las venas de los pueblos viejos sangre nueva y a la tierra de Occidente desolada por las divisiones y subdivisiones de sus campos la tribu patriarcal venida hoy a resolver todos los antagonismos y a fundar la perdurable igualdad hermanada con la justicia. Un pueblo, en el cual están los partidos separados por todo, y sólo juntos en oprimir las tierras occidentales, nos inspirará, sean cualesquiera sus patronos, eterna desconfianza.

La dimisión del obispo Strossmayer prueba dos cosas: primera el rompimiento cada día mayor entre alemanes y eslavos, segunda la grande agitación religiosa que reina en Oriente. Bien es verdad que no les vamos en zaga por Occidente respecto de grandes agitaciones religiosas. Un secundario incidente, la riña entre varios peregrinos más o menos franceses y los guardianes del Panteón más o menos italianos ha traído una cola, que ni el mayor cometa la presenta en profunda noche de terrores apocalípticos. Por tal casualidad el Episcopado francés ha creído tener una ocasión de mostrarse dispuesto al martirio y otra ocasión el partido realista de asediar la forma republicana. Poco podrían importarnos los asedios realistas en verdad, si no aparecieran complicados con las intransigencias radicales, que los empujan y mantienen. Con efecto, de la izquierda republicana o salen proposiciones tan anacrónicas como el mantenimiento estricto de un concordato inaplicable a nuestro tiempo y a nuestra sociedad, o salen proposiciones tan aventuradas como un régimen imposible de separación entre la Iglesia y el Estado. Todas estas proposiciones en sí tampoco valdrían cosa, destinadas como están a caer en el cesto de los papeles parlamentarios inútiles; pero también las agrava el carácter indeciso de un Gobierno perplejo, el cual, convencidísimo de que no pueden alterarse las relaciones actuales entre la Iglesia y el Estado, abandona las riendas del Parlamento y deja indeciso a cada fracción republicana tirar por donde quiera en materia tan ardua, cuando todas debían estar sujetas a su dirección y encaminadas por su impulso. Francia está preparando las vías a un régimen como el régimen americano de separación entre las Cámaras y la Presidencia, o lo que sería peor, a un régimen de dictadura desenfrenada, solución más en sus antecedentes, por el empeño de la mayoría republicana en dirigirse a su gusto como si no hubiera pensamiento y Gobierno directores y por el empeño a su vez del Gobierno en dejar a la mayoría los negocios como si éstos pudieran tratarse y resolverse con fruto por un poder de cuatrocientas cabezas, sin armonía entre sí ninguna y sin responsabilidad. Así, asuntos como las relaciones mercantiles de Francia con los demás pueblos, van manga por hombro y se resuelven tristemente, sin aquella circunspección pedida por las más rudimentarias nociones políticas a los poderes públicos. El asunto de los convenios mercantiles no puede tratarse como lo han tratado las mayorías del Congreso y del Senado francés, como un asunto que sólo atañe a los intereses de ciertas regiones; precisa tratarlo con aquellas miras generales propias de la vida compleja que tienen los pueblos y los Estados modernos; precisa tratarlos en su aspecto meramente útil, sí, pero uniendo a este primer aspecto el aspecto político. No puede perdonarse que hayan convertido sus proteccionistas la republicana Francia, la nación por excelencia reveladora, en una China europea. Aislaréis otras naciones; imposible aislar Francia, como podéis aislar en el cuerpo un brazo y un pie, pero no el corazón. Francia, tan amenazada, pierde con su proceder increíble todas las simpatías políticas y abandona en sus relaciones internacionales, a la ciega casualidad una retaguardia cual su línea de los Pirineos como por Túnez y por los espejismos coloniales entregó al enemigo tradicional el flanco de los Alpes y por no haber querido seguir en Egipto una sabia política de inteligencia con Inglaterra le cedió a ésta pun tos intercontinentales de primer orden como el Canal y el Nilo al parque la impulsó a una inteligencia con Alemania, bien siniestra en los futuros conflictos. La votación sobre los vinos es ya el error último de los proteccionistas. Imposible nuevas torpezas ya; no obstante su fecundidad en idearlas y su resolución en cumplirlas. Únicamente les falta hoy a los insensatos atizar con proposiciones descabelladas una sublevación religiosa. ¡Qué diferencia entre Italia y Francia, qué diferencia!

Italia siempre aparecerá como la nación, donde, por ley natural, más debía el clericalismo agravarse, a causa de la estancia del Papa en su territorio, y donde, gracias a una destreza y habilidad nunca bastante loadas, con la fortuna mayor se burlan las dificultades y se salvan los obstáculos. No hay sino ahora observarla para persuadirse a creerla incólume, viendo como autora ella de los desórdenes del Panteón y aún responsable hasta cierto punto única, sabe la muy cauta zafarse de todo peligro y declinar los tristes resultados y las exacerbadas consecuencias del descuido de unos y del desacato de otros sobre los gravados hombros de Francia. Mientras en el Senado francés republicanos de ideas conservadoras y de temperamento gubernamental echan por la trocha, sin reparar en tropiezos, y dan todo género de gustos a la suelta lengua, diciendo de la Iglesia lo que no digan dueñas, desahogo inocentísimo, al cual no seguirán obras, ni actos de ningún género; en Italia la parte del Parlamento, incapacitada para constituir mayoría, suele con grande maquiavelismo encargarse de lanzar utopías envueltas en frases más o menos insolentes a la corona y tiara del Pontífice; mientras las mayorías y los ministeriales guardan la mayor circunspección y nunca se van del seguro, ni se levantan a mayores, ni se corren hacia ningún extravío, usando toda la circunspección y toda la paciencia característica de verdaderos y concienzudos repúblicos. Los Monettas, los Canzios, los Imbrianis, sobre todo, podrán sulfurarse a manera de clubistas y descerrajar el tiro de cualquier frase temeraria contra el corazón del Pontificado; aquellos estadistas, en el Congreso y en el Gobierno aprovechan las intemperancias del ajeno lenguaje para echárselas de conservadores y congraciarse con el Papa indicándole todos cuantos servicios le prestan y todos cuantos combates le conjuran. Y el Papa sólo pide a Francia una corta participación en el Estado, mientras a Italia le pide, amén de la misma participación en el Estado que a Francia, una participación en el territorio. Pero comparad los discursos de Rudini tan circunspectos con los discursos de Freycinet tan temerarios; y decidme después si no confirman estos sendos caracteres opuestos la oposición en las complexiones de los unos y de los otros aun aplicados a idéntico problema. La extrema izquierda pide que la ley de garantías llegue a modificarse, vista la resistencia del Pontífice a toda transacción; y ni en la izquierda liberal, ni mucho menos en el partido conservador hay quien semejantes ideas comparta y ni siquiera se arriesgue a ningún compromiso de esa clase.

Algo ha dicho Crispi de pasada muy malhumorado; pero ningún estadista en la oposición y fuera del Gobierno tan atrevido, ni tan mesurado así que tiene mayoría y debe cumplir cuanto dice. Que Rudini se le haya levantado con el santo y la limosna tras unas elecciones por él dirigidas; que Nicotera le moje la oreja en materia de liberalismo y democracia; que los reyes vayan a Palermo en compañía de otro cuando ideara la Exposición él en su ardoroso patriotismo isleño; que un siciliano, un paisanejo suyo, le sustituya y le mejore; que a su grande amigo Bismarck se le hayan llevado todos los demonios y este rápido descenso del Gobierno alemán le haya herido en su propio incipiente cancillerato itálico, ya deshecho en amargas espumas de tristes desengaños; que su compañero Kalnoky oiga delegaciones austriacas, emperradísimas en creer la cuestión de Roma una cuestión internacional y en mostrarle cuántas dificultades encierra la triple alianza y qué baldío ha sido el sacrificio de su irredentismo idealista; que tanta y tanta desventura le caiga encima hoy a él, quien era tan venturoso no há mucho, fuertes cosas en verdad, muy propias para desazonarlo y sugerirle palabras parecidas a las enviadas en principios de Octubre al pueblo sicibano, cuando se dolía de que fuese ahora con Humberto a la Exposición, a la fiesta pacífica, uno, jamás encontrado en otra clase de más peligrosas exposiciones; a saber: en la campaña de los mil contra los Borbones con Garibaldi. Pero hay que dejarlo: en el mismo discurso donde se plañía de tanto privilegio acordado al Pontífice, recordaba con orgullo como nunca

jamás hubiera en Cónclave alguno la libertad gozada por el Cónclave destinado a nombrar el sucesor de Pío IX. Y por cierto, que tras una defensa calorosísima del código de garantías pontificias hecha por el presidente Rudini, la Cámara le ha dado un voto de confianza. Aprendan los franceses.