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ArribaAbajo6. Marzo 1892

Felicitaciones a León XIII por su exaltación al Trono pontificio.-Carácter del Papa reinante.-Reconciliación entre la Iglesia y la democracia.-Antecedentes históricos de una democracia católica y de un catolicismo democrático.-Mala inteligencia entre la República y el clero en Francia.-Necesidad imprescindible de que concluya una situación semejante.-Nuevo Ministerio francés.-Resistencias de todos los republicanos a reabrir el período constituyente.-La futura reforma constitucional en Bélgica.-Pretensiones del rey Leopoldo al Referendum.-Pretensiones de los reyes contemporáneos al gobierno directo en todo contrarias con el régimen constitucional.-Crisis de Grecia.-Progresos del partido liberal en Inglaterra.-El Emperador Guillermo y el socialismo.-Conclusión.


I

En la sala del Vaticano, donde aguarda León XIII las visitas solemnes o recepciones, como en el habla moderna se denominan ahora los antiguos besamanos de corte, hase reunido el Colegio cardenalicio con el fin de felicitar al Pontífice por su cumpleaños. En efecto, acaba de cumplir ochenta y tres; edad avanzadísima, muy agravada por el estudio continuo de todas las ciencias así divinas como humanas y por las vigilias impuestas a la más alta y mayor autoridad moral que hay en el mundo. Así León XIII vive como de milagro. La demacración en él a tales extremos ha llegado que parece figura de blanca transparente cera. Fina y alba su piel pégase tanto al hueso que veis el esqueleto, como en algunas efigies de santos esculpidas por los artífices católicos. Y sin embargo, la vida espiritual sobre su rostro en animación continua luce, como las visiones beatíficas lucen sobre las caras de los penitentes en arrobado éxtasis. Y esta luz proviene de aquellos sus ojos, los cuales irradian como astros espirituales el resplandor de una idea viva desde sí, cual sondean en los demás con su aguda penetración las profundidades del pensamiento y los secretos del alma. Así León XIII vive con el espíritu y para el ideal. No de otra suerte podemos explicarnos la epístola reciente a los cardenales franceses, en que la Iglesia y la República se han dado un ósculo de paz, por cuya virtud la democracia encuentra una idealidad moral indispensable a su vida; y la Iglesia ve aumentarse ahora el número de fieles con aquellos numerosos que habían dejado de frecuentar sus altares mientras la creyeron enemiga de todo progreso y en pugna perpetua con el principio de la humana libertad. Quien esto escribe se halla en tales vías. Destinado a combatir por los humanos derechos y por la democracia universal, sublevose contra la Iglesia, cuando la Iglesia quiso un día obligarnos a optar entre la fe y la libertad, optando por la libertad resueltamente. Mas ahora que la Iglesia comprende cómo el Cristianismo habrá de ser la eterna religión de los pueblos libres y mueve los católicos franceses a la paz y concordia con el régimen republicano, tan combatido antes por el clero, ahora el demócrata de toda la vida está en el caso de cumplir lo previsto y anunciado en la sesión de nuestra inmortal Constituyente del 79, a 5 de Mayo, que traslado con las emociones del auditorio aquí del Diario de Cortes: «Yo, señores diputados, yo, decía entonces quien escribe hoy estas líneas, yo no pertenezco al mundo de la teología y de la fe; pertenezco, creo pertenecer, al mundo de la filosofía y de la razón; pero si alguna vez hubiera de volver al mundo de que partí, no abrazaría la religión protestante, cuyo hielo seca mi alma, seca mi corazón, seca mi conciencia; esa religión protestante, eterna enemiga de mi patria, y de mi raza, y de mi historia; volvería de seguro al hermoso altar que me inspiró los más grandes sentimientos de mi vida; volvería de hinojos a postrarme ante la Virgen Santísima que serenó con su dulce mirada mis primeras pasiones; volvería de seguro a empapar mi espíritu en los aromas del incienso, y en los arpegios del órgano, y en la luz cernida por los vidrios de colores y reflejada en las áureas alas de los ángeles, eternos compañeros de mi alma en su infancia; y al morir, señores diputados, al morir, pediría un asilo a la cruz, bajo cuyos brazos se extiende hoy el lugar que más amo y venero sobre la faz del planeta: la tumba de mi madre. (Aplausos en todos los lados de la Cámara.)» Copio este movimiento del Congreso, como está en el Diario de Sesiones, no por pueril vanidad oratoria, por demostrar que yo expresé con acierto en aquella ocasión solemnísima, defendiendo la humana libertad, el estado de ánimo en que respecto de la religión católica nos habríamos de hallar todos los demócratas el día feliz de una esperada compatibilidad y concordia entre la creencia religiosa, verdadera levadura de nuestra vida espiritual, y los progresivos principios a cuyo triunfo y arraigo hemos consagrado todas nuestras ideas y todas nuestras fuerzas. Hablando hace pocos días yo con un amigo mío tan católico y tan artista como el marqués de Cubas, en quien la religión y la estética señorean el esclarecido pensamiento y el gran corazón, antiguo discípulo de las nacionales Academias, ilustradas luego por sus obras, y habitante en la mocedad suya de Roma, adonde le condujeron premios ganados por sus méritos, contábame cómo el Papa se acordaba mucho de tal párrafo de mis discursos, y lo traía frecuentemente en sus conversaciones varias con nuestros compatriotas en general, y especialmente con él, a quien por todo extremo aprecia y distingue. Pues bien: yo debo decir que me sentí movido a ese reingreso en la religión de mis padres, nunca por mí totalmente abandonada, nunca, desde la hora misma en que subió León XIII por providencial designio al trono de los Papas, No revelo ningún secreto recordando cómo desde el poder ejecutivo de la República hice cuanto estuvo en mi arbitrio por prosperar la reconciliación entre los gobiernos republicanos y la Iglesia católica con el nombramiento de obispos y recordando también cómo con satisfacción y honra perdí la jefatura del Estado por tal acto de mi programa, reducido a la idea clara y al propósito firme de concluir con la guerra carlista en breves días a cualquier precio. Y no revelo tampoco un secreto si digo que yo un día llegué a enemistarme con los republicanos oportunistas franceses por lo acerbo de mi censura constante a su proceder respecto del clero y respecto de las ideas religiosas. Las siguientes palabras del discurso de Alcira, dichas el 2 de Octubre de 1888, se pueden aplicar por tal modo a la situación presente, que parece imposible tengan doce años de fecha. «Todo enseña que aspira hoy el Pontificado a una conciliación en la venerable persona de León XIII. Pues bien: hay que buscarla de nuestra parte, hay que buscarla con perseverancia, porque no conseguiríamos poco si consiguiéramos calmar ciertas inquietudes religiosas y traer la parte más ilustrada del clero, si no a la democracia y a la libertad, a un desistimiento de toda tendencia política y a un espiritualismo capaz de levantar consoladores ideales, sobre las inclinaciones demasiado positivistas de nuestro siglo, quien peca, como la civilización romana en sus últimos tiempos, de sobrado economista y utilitario. Así declaro que no conozco momento más inoportuno para reñir con la Iglesia que este momento, no lo conozco. Aun comprendo que cierto Emperador gibelino satisfaga las tenaces aspiraciones germánicas, representando enfrente de la Ciudad Eterna el papel de Arminio y de Lutero. Pero no lo comprendo en la República francesa. El sentido que hoy domina en los asuntos religiosos de Francia, me asusta por su carácter jacobino; y el carácter jacobino me asusta porque todo Robespierre será el predecesor inevitable de todo Napoleón.» (Pido a mis lectores que se fijen cómo está con ocho años de anticipación anunciado aquí el movimiento boulangerista.) «El partido republicano francés, con sus procedimientos, se ha separado de los principios de libertad naturales a la democracia moderna; se ha salido de las tradiciones de M. Thiers; se ha ahuyentado de hombres como Julio Simon; ha herido ministerios como el ministerio Freicynet; y ha llegado a una tan estéril agitación y a una tal violencia, que sólo puede ceder en daño de esa democracia, la cual hasta aquí había merecido la noble admiración del mundo por su tacto esquisito y por su esquisita prudencia.» «Conservaremos nosotros el presupuesto y el patronato eclesiástico, si volvemos al poder; y en nombre de la libertad religiosa, en nombre del derecho individual, en nombre del respeto al principio de asociación, dejaremos que los seres tristes, desengañados del mundo y poseídos del deseo de la muerte, se abracen, si quieren, a la cruz del Salvador, como la yedra al árbol, y aguarden la hora del último juicio, envueltos en el sayal del monacato y tendidos sobre las frías losas del claustro, hasta evaporar su vida, como una nube de incienso, en la inmensidad de los cielos: que si nuestro respeto a la libertad nos impide poner tasa al interés, tasa al lucro, tasa al cambio, nuestro respeto a la libertad también nos impide poner tasa a la oración, tasa a la piedad, tasa a la penitencia.» Citamos todo esto para demostrar con qué mezcla de verdadero entusiasmo y de firme tenacidad nosotros hemos deseado una política como la formulada hoy por León XIII; y con qué grande satisfacción veremos que le sobrevive a él mismo y se vincula en sabio sucesor para trascender al venidero siglo y engendrar un estado religioso muy superior al que nosotros hemos podido alcanzar en el corriente siglo, porque muy de antiguo tenemos notado con verdadero dolor, cómo en los pueblos latinos se dividen las gentes entre supersticiosas y escépticas, así como se consumen las fuerzas del Estado combatiendo con el ideal de la Iglesia y el poder vivificante de este ideal se disminuye y hasta concluye por fin eclipsándose en su lucha continua con todos los progresos de nuestra política y con todos los términos de nuestros derechos. El pensamiento humano jamás podrá medir la felicidad moral y la luz espiritual y el bienestar práctico que habrá de traer a las naciones de sangre y de prosapia latinas esta bendición del Pontificado a la libertad y a la democracia.

II

Así una brisa de consoladora esperanza corre por todo el océano de la vida cristiana. Sabíamos cómo las naciones tienen el derecho de gobernarse a sí mismas y cómo este derecho lo habían formulado innumerables doctores cristianos. Habíamos visto el concepto aristotélico de la soberanía en el Estado y de los organismos naturales al gobierno social, secularmente legado por un filósofo heleno como Aristóteles a un doctor católico como Santo Tomás. Habíamos compenetrado nuestro pensamiento con el pensamiento de las Universidades castellanas del siglo decimosexto, donde, cual un día me dijo el sabio alemán Gneist, naciera el derecho natural moderno. Recordábamos la santa indignación del P. Las Casas contra la increíble apropiación del hombre por el hombre y sus vehementísimas invocaciones al derecho natural y de gentes contra tan bárbaro crimen. No habíamos olvidado que las nociones fundamentales del decálogo democrático y la infusión de humanos afectos en estado tan crítico y morboso cual el estado de guerra se debían al P. Victoria, y que Suárez observaba cómo diera el Criador la soberanía sobre los animales al primer hombre, pero no la soberanía sobre los demás hombres. En las páginas de nuestros clásicos, a manos llenas hemos recogido mil veces enseñanzas profundas acerca de la correlación íntima entre un Gobierno sacado de las entrañas del elemento social y el alma cristiana de estas sociedades por Cristo redimidas y salvadas del antiguo fatalismo pagano. Pero no recordamos haber visto en autor ninguno esta serie de verdades con tanta lógica dispuestas y de manera tan clara dichas, como en la epístola de León XIII a los cardenales franceses. La pretensión de los monárquicos a convertir la Monarquía en organismo consustancial con el ser y estado perpetuos de las humanas sociedades, queda con un soplo de los inspirados labios del Pontífice desvanecida, y declarado el movimiento político sujeto a cambios diversos de la inmutabilidad que alcanzan por su complexión intrínseca el principio moral y el dogma religioso. Tras esta declaración sublime de principios los reyes no podrán alegar títulos divinos a la dominación soberana y menos creer vinculada en sus generaciones una perenne autoridad política, sino que habrán de reconocerse por completo sujetos a lo que les imponga el estado social, compuesto por factores, los cuales pueden convertirlos de reyes teócratas en reyes feudales, de reyes feudales en reyes parlamentarios, de reyes parlamentarios en reyes demócratas, o anularlos en estas perdurables metamorfosis del alma y de la sociedad para siempre. Así, el Papa rompe la consustancialidad establecida por los jurisconsultos restauradores del Derecho romano entre la incomunicable autoridad de Dios y la movible autoridad real, a la hora misma en que un Emperador germánico se proponía como un delegado directo del cielo en inverosímil discurso a sus súbditos espantados.

Y después que así condena las pretensiones cesaristas de los reyes a un poder parecido al que gozaron en Asia y Roma los emperadores idólatras, persuade al clero francés a que acepte la República y se proponga dentro del Derecho común suyo prosperarla y prosperar también, una relación del todo congruente con la verdad católica. Profundísimo y agudo al par el pensamiento pontificio, va del análisis a la síntesis con segurísimo paso y distingue con grande acierto el Gobierno de la legislación observando la imposibilidad completa de mejorar las leyes del Estado cuando se concentra todo el esfuerzo humano en la obra demoledora de arruinarlo y destruirlo en las varias encarnaciones del poder y del Gobierno. Es, por ende, luminosísimo el pensamiento y el propósito de mostrar al clero francés cómo imposibilita en sus relaciones con el Gobierno republicano el intento desatinado de destruirlo para el intento recto y justo de mejorarlo. Yo conozco pocos documentos políticos en la historia universal comparables con la epístola de León XIII, que debemos poner sobre nuestra cabeza como si fuese una epístola de San Pablo. La paz reina en ella, la paz del Gloria in excelsis y del ósculo santo en la Misa. Por eso la oíamos con la cabeza inclinada bajo el peso de un grande respeto y con el corazón henchido de un profundo agradecimiento. Y como así la oímos, parécenos mal hayan los cardenales comparado la grandeza de Inocencio III con la grandeza de León XIII. La coincidencia de haber levantado éste a su predecesor un sepulcro glorioso no autoriza paralelo semejante. Inocencio III fue un Papa de combate, mientras León XIII es un Papa de reconciliación y de paz. Cierto que Inocencio III combatió, según las circunstancias aquellas, con los Suavias en el siglo decimotercio, y que combate con los Brandeburgos León XIII, según las circunstancias éstas, en el siglo corriente. Pero aquí acaba el paralelo. Ha debido comprender la disparidad entre unos y otros tiempos. Usando con esa claridad que le caracteriza para distinguir los semejantes, ha dicho el Papa que la civilización en los tiempos del ilustre antecesor suyo tenía mucho de ruda y que la civilización hoy tiene mucho de humana y de culta en paralelo admirable, aventajándola sólo en el espíritu religioso al de hoy superior y en la influencia de la fe cristiana sobre las almas. Justo, pero nosotros nos permitiríamos a este respecto una observación que creemos justísima y que nadie podrá contrastar en verdad. Las creencias resultan más cristianas en la centuria de Inocencio III que en la centuria de León XIII; pero no las instituciones, no las leyes, no los Estados, no las costumbres, no la vida. El castillo feudal ha caído ha impulsos de su propio peso, y la servidumbre del terruño hase acabado para siempre, demostrando que la democracia moderna tiene raíces idénticas a las raíces del árbol de la Cruz.

III

Por esta razón y causa nos dolemos tanto nosotros de que la democracia oficial francesa no aparezca en el mundo tan cristiana como lo es indudablemente la democracia nacional. Con una ligereza indigna de consumados repúblicos firman proposiciones de discordia religiosa y política los radicales sin alcanzar que han difundido en el suelo gérmenes de guerra civil, y de lo consiguiente a la guerra civil en Francia, de irremediable cesarismo. Si la crisis última, según aseguran muchos, provino de incompatibilidad entre Constans y Freicynet, nada digo68. Un estadista, en su proceder tan violento, y en su idea tan exagerado, cual Constans, no contará con mis predilecciones y mis preferencias nunca. Pero huéleme a ingratitud este desabrimiento con quien saltara sobre todo género de consideraciones en la hora de arrancar a las uñas del General Boulanger, muy en potencia propincua de dictador, la magistratura del modesto Carnot, muy en riesgo por las complacencias de los hoy arrogantes con el competidor suyo, favorito entonces de la plebe. Detesto la ingratitud y repruebo los medios empleados en derribar a Constans del Gobierno, si, como el rumor público dice, ha en ello andado Rochefort metido; pero comprendo una crisis pensada con el ánimo y hecha con el objeto de combatir y derribar tal o cuál ministro. Lo incomprensible para mí es el combate político a muerte y el voto contrario a un Gobierno y a un programa que creeríanse desaparecidos para siempre, y la reaparición inmediata del mismo Gobierno resucitado nuevamente y del mismo programa nuevamente rehecho. ¡Cuán larga crisis y cuán corto resultado! Primero Freicynet, como en las comedias nuestras, hace que se va y vuelve. De idéntica manera se van y vuelven Rouvier como Ribot. No me quejo yo de su vuelta, siendo correligionarios y amigos míos muy amados; me quejo de su ida. Si necesitaban quedarse, ¿cómo se fueron de súbito? Y si de súbito se fueron, ¿cómo vuelven estos señores tan pronto? Y si las idas y vueltas atropelladas al modo de las usuales entre los autores dramáticos malos, parécenme informales; aún me lo parecen más los encargos decernidos a tanta opuesta gente de formar gabinete. Sabido por todos que Rouvier significa la derecha del partido republicano, ¿cómo comprender que se le llame a formar Gobierno en el día mismo en que llaman al representante de la izquierda, es decir, a M. Bourgeois? ¿Y cómo Freicynet, que no ha querido entrar en un ministerio Ribot, ni en un ministerio Bourgeois, porque diz no consentía le presidiese ningún igual suyo, consiente luego la presidencia de Loubet? Ministerio impenetrable quizá a los que nos hallamos tan apartados hace tiempo de la política francesa y a tanta distancia de París. Pero si el anterior ministerio ha caído al empuje de una fácil coalición entre la derecha y la izquierda por juzgar ésta demasiado reaccionaria su política religiosa y aquélla demasiado radical, parecíame llegada la hora de una definición bastante clara para traerse consigo, bien a los unos, bien a los otros; y bastante fija para impeler a un objeto claro y seguro el Gobierno. Mas al oír o leer el programa de Loubet, las palabras, duda y resolución, y perplejidad y marasmo surgen a uno en la mente; pero no las palabras que puedan significar pauta, norma, programa, gobierno. En primer lugar, no está permitido en los sistemas parlamentarios esa designación personal de presidentes del Consejo que ponen las cabezas en los pies y los pies en la cabeza. Como en Londres no sería ministro Gladstone, desde que ascendió a primero bajo la presidencia de ninguno de sus colegas, en Francia no deben Rouvier y Freicynet dejarse presidir por un Loubet, aunque sea talentudo y elocuentísimo. Pero lo que debían permitir menos a los demás, y aun a sí mismos, es la confusión coalicionista de términos en programas por igual repulsivos a la derecha y a la izquierda. Esos discursos, en que arrojan los ministros una de cal y otra de arena, diga cuanto le parezca mi exaltado amigo el casi radical Ranc, no pueden servir sino a sostener el equilibrio inestable de una política, ocasionada como cualquier cabalgadura de mal paso, a echar por un costado u otro al suelo, por la cola, por las orejas, con grandes y peligrosos y hasta ridículos batacazos un gobierno. Decir que no se irá de modo alguno a la separación entre la Iglesia y el Estado, pidiendo luego apoyo a los mismos que profesan tales principios, paréceme un proceder análogo al de aquellos que ofrecieran al catecúmeno deseoso de ingresar en la religión cristiana, no el bautismo litúrgico nuestro, no, la circuncisión israelita, Ya es hora de definirse o de fijarse, republicanos franceses.

IV

La separación entre la Iglesia y el Estado supone un período constituyente; y un período constituyente supone a su vez la debilitación de Presidencia, Senado, Congreso, régimen parlamentario y republicano. El peligro de tales crisis a la vista salta en cuanto uno lo estudia con cualquier motivo, sobre los ejemplos ofrecidos por las sociedades contemporáneas. Y si lo dudarais, ahí tenéis Bélgica. El establecimiento de su Monarquía parlamentaria significó el triunfo de las clases medias; y este triunfo dictó aquella Constitución por todo extremo burguesa. Un monarca irresponsable y un censo alto constituían los dos elementos de tal régimen, cual constituyen el agua dos gases, el hidrógeno y el oxígeno. En la ceguera de su triunfo, las clases medias colocaron el censo, una constitución aborrecible sin duda, entre los artículos de la Carta, artículos fundamentales, y, por lo mismo, intangibles a la legislación ordinaria. No pueden los belgas, por ende, ahora, establecer ningún otro medio de nombrar su Cámara sin herir la Constitución y resignarse a un período constituyente. Así el problema de la indispensable complicación del sufragio, surgido cuando las democracias progresan, y con el progreso de las democracias el trabajo y la industria crecen, aparecía a los ojos de las clases conservadoras belgas como algo apocalíptico y tenebroso que traía indefectiblemente aparejado el juicio final. Esta especie de terror misterioso se presenta de bulto a la sola consideración de que las clases medias belgas han resistido sesenta y más años el sufragio universal aceptado hasta en la monárquica y nobiliaria Prusia. Pero poned puertas al campo. Las abstracciones huyen al conjuro de las realidades. Creciendo en Bélgica el trabajo, había de crecer con el trabajo en Bélgica la democracia; y creciendo la democracia en Bélgica, también había de imponerse tarde o temprano el principio democrático por excelencia, el sufragio universal. No lo quería creer el Monarca, no lo quería creer el Soberano; mas las ideas democráticas entran en todas las combinaciones de la política moderna como el éter luminoso y creador en todos los átomus del Universo material. Y el elemento democrático subió cual una marea viva. Bien al revés de lo sucedido en España, donde los representantes de las clases medias liberales han recibido en las venas de sus almas aquella infusión de ideas democráticas, naturales al estado intelectual y moral de nuestra sociedad, los progresistas belgas contrarían la extensión del sufragio al pueblo. Frère-Orban jamás ha querido asentir a tal progreso. Pero el jefe allí de la democracia monárquica, el muy liberal Jakson, y todas las escuelas socialistas sin excepción alguna, reclaman el sufragio universal. Estas últimas, en todas partes desatentadas, han tenido allí la previsión de posponer a todos sus principios el sufragio universal y han dado con esto una prueba de buen sentido, pues únicamente podrá por el sufragio universal y por la libre asociación mejorarse la suerte del jornalero, y convertirse tarde o temprano, con la cooperación y las participaciones en las ganancias señaladas por voluntarios contratos, el salario en dividendo. Pero la necesidad inevitable de que la cuestión de amplitud al sufragio ascienda de suyo al nivel de una cuestión constituyente, trae los belgas a muy mal traer ahora. El Rey, con pésimo consejo, viendo que se tira de la cuerda para unos, quiere que se tire de la cuerda para todos, y reclama, como compensación al sufragio del pueblo, una facultad tan difícil como la facultad del Referendum al pueblo para sí. Esto del Referendum, quiere decir la potestad en el Rey de acudir al sufragio popular directamente siempre que le plazca, sometiendo a su voto soberano e inapelable las cuestiones que crea deber someterle y con especialidad sus disentimientos del parecer y del acuerdo de las Cámaras. En Suiza el pueblo conserva por medio del Referendum la soberanía inmanente, y la ejerce, así para sancionar las leyes constitucionales en su día, como todas las demás leyes cuando lo pide cierto número de electores designados en la Constitución. Pero este derecho del pueblo helvecio, muy congruente con el ejercicio secular de las instituciones republicanas, tiene muchos peligros en Francia, cuya monarquía viviera veinte siglos y cuya República vive de un modo regular hace veinte años solamente, y no podría de manera ninguna en Bélgica establecerse ahora, sin que recibiera el principio monárquico parlamentario los daños y menguas consiguientes a su transformación en principio monárquico cesarista. Leopoldo II, sin duda, olvidado del nombre y del ideal de su glorioso padre, intenta sobreponerse a las Cámaras nacidas del sufragio universal consciente por medio de un sufragio universal inconsciente, como el que probaría ese temerario Referendum, y quiere asociar el pueblo entero a su conjuración contra la libertad, como asociaron los Césares antiguos y los Napoleónidas modernos, dos pueblos tan cultos, como el romano y el parisién, a sus sendas infames e infamantes dictaduras. La reforma constitucional ha comenzado con una grande agitación; y si llega el Rey a empeñarse con sus temeridades en ello, puede concluir por una revolución.

V

Los reyes contemporáneos están dejados de la mano de Dios. No saben los cuitadísimos, en su deseo de mangonear a tontas y a locas, que la monarquía perdura entre los ingleses porque no intervienen personalmente nunca en el Gobierno los monarcas, y obedecen, como las máquinas al vapor, ellos a la opinión y a las Cámaras. Pero dadle a los ingleses un Rey Humberto emperradísimo en la triple alianza, un Emperador Guillermo de Brandeburgo metido a la continua en todos los fregados germánicos, un Rey de Dinamarca en lucha constante con la representación nacional, un Rey de Suecia en disentimiento con la democrática Noruega, un Rey de Lusitania que inaugura su reinado con retrocesos en las libertades públicas, y decidme que restaría de la realeza en pueblo tan acostumbrado al gobierno de sí mismo como el pueblo inglés, admirable por su libertad y admirable por su Parlamento. Digo todo esto por un Rey omitido en la enumeración anterior, dígolo por el Rey de Grecia, que ha llegado hasta a destituir a sus ministros frente a frente de una mayoría parlamentaria muy numerosa y muy compacta, cuando el jefe de tales ministros, Deyalnnis, le impusiera con soberano imperio a esta mayoría un acto de cordura, como la renuncia irrevocable a todo procedimiento judicial contra las malversaciones atribuidas a su antecesor Tricoupis. El Rey cohonesta la intervención personal suya en los actos gubernativos con el pretexto de la grave crisis económica por los helenos hoy sufrida, y a la cual nunca ha ocurrido su ministerio, sino enconándolas con encono exacerbado y terrible.

Mas a los reyes no debe permitírseles intervenir en el gobierno de las naciones, ni aun para el bien y la prosperidad nacional. Parecerá una paradoja; pero, creo preferible que se haga el mal sin ellos al bien con ellos. Fragmentos aerolíticos del sol de la monarquía ya pasada y Bautistas inconscientes de la forma republicana futura, representan la estabilidad social y pierden su representación en cuanto salen de la neutralidad constitucional y dejan de cumplir así el fin para que fueron instituidos. Cierto que la nación helena, poseída por una doble atención al compromiso de proteger todos los tenaces movimientos de las tribus griegas, mal de su grado a Turquía sometidas, y de contrastar todas las múltiples aspiraciones de los búlgaros al territorio macedón, siempre codiciado por los Estadillos esclavones aturdidamente, habría caído en gastos enormes de guerra y marina, generadores de una inminente bancarrota. Cierto también que los desniveles en el cambio, que la baja de los fondos, que la clausura de los antiguos mercados por la demente guerra de tarifas, que los gangrenosos cánceres del déficit, que la depreciación de los valores fiduciarios, que las menguas de todos los ingresos y la deficiencia de todos los tributos habían traído una agravación grande del mal, a la que pudo el ministerio Deyalnnis oponer actividades mayores para el remedio ya urgente. Pero el Rey no debió hacer lo que hizo; despedir un Ministerio con mayoría, sin exponerse a lo que ahora está expuesto, a una rota del Ministerio nuevo nombrado por la voluntad personal en los próximos comicios que resulte su personal derrota, en suma, y lo destrone a él y a toda su dinastía para siempre. Los orientales mudan de reyes como de camisa. En Servia la dinastía del príncipe Karageorsd, en Rumanía la dinastía del príncipe Kouza, en Bulgaria la dinastía del príncipe Battemberg, en Grecia la dinastía del príncipe Maximiliano, expulsadas todas por sus respectivos pueblos, enseñan que pueden hallarse los daneses llamados al trono artificial y extranjero sobrepuesto por la diplomacia y los tratados a un pueblo tan republicano como Grecia, en vísperas de un definitivo e inapelable destronamiento. Así, hay quien dice que piensa el Rey abdicar en su hijo, medida poco hacedera en primer lugar, y en segundo lugar poco beneficiosa; y quien dice que piensa el Rey acudir a las potencias signatarias del tratado que aseguró su gobierno independiente a Grecia, medida poco nacional y que podría traer consigo una intervención extranjera, siempre a los pueblos repulsiva, y mucho más al pueblo que inició los combates por la independencia en campos como los de Marathón, en aguas como las de Salamina y en desfiladeros como los defendidos por Leónidas: hermosos númenes de todos cuantos pelean por la libertad y por la patria.

VI

Felices los ingleses, maestros en el arte de practicar el gobierno de sí mismos, tanto en la esfera de lo individual como en la esfera de lo colectivo. Inútilmente los gobiernos conservadores pugnan a una, con todos los medios conseguidos por una larga dominación, para retener en sus manos el público poder, que le arrancan de consuno la conciencia y la voluntad general, impelidos por los grandes motores, o sean las progresivas ideas. Aquellos comicios tan reflexivos, después de largas meditaciones, ejercen su libre albedrío con tanta mesura de proceder y tanta prudencia de juicio, que derrotan a un estadista como Hartingthon, noble de abolengo y liberal de convicción, en cuanto claudica en su antigua consecuencia política y retrocede hasta prestar su apoyo a los torys en las resistencias a los progresos de Irlanda. Pues bien: ahora, en las últimas elecciones municipales, han derribado por tierra en buena lid todo el ejército conservador. Justa es, pues, la grande acogida, por las oposiciones dispensada en el Parlamento, al reingreso allí, tras la última excursión, de su excelso guía y maestro, al inmortal jefe mister Gladstone, quien realizará en su vejez la reconciliación entre Inglaterra e Irlanda, obra particular y nacional, análoga con la mayor y más católica que realiza León XIII hoy, análoga con la reconciliación entre la democracia y la Iglesia. El Gobierno tory ha tratado de vencer al partido liberal, poniendo con sus proyectos recientes una fábrica de falsificar los programas de Gladstone. Así ha presentado el sofisma escandaloso de los proyectos relativos al gobierno local de Irlanda. En los títulos de la ley, en sus proporcionadas distribuciones, en sus principios generadores, veis muy pronto que también las idealidades abstrusas privan entre los positivos y utilitarios ingleses. La mayor asimilación dable de las regiones en sus respectivos consejos municipales, queda formulada por las leyes y reconocida como una verdad incontestable. Los gobiernos locales, en estas disposiciones, aparecen organizados como los gobiernos locales británicos. Diéronlo todo allí concluido y perfeccionado como en programa electoral de cualquier candidato avanzadísimo. Pero hecha la ley, hecha la trampa. Por debajo de todo aquello hay sirtes y más sirtes de bien compuestas excepciones que revocan todo lo concedido y legislado arriba. Existen unos tribunales de combate allá en Irlanda. Estos tribunales son lobos revestidos con pieles de carneros. Así, bien puede asegurarse que se hallan puestos allí para sostener, bajo la forma externa de la ley común, el derecho antiguo de conquista. Y cuando a estas corporaciones, verdaderamente burocráticas, no jurídicas, de algún modo se les antoje disolver las municipalidades opuestas al capricho de Inglaterra, las disolverán sin género alguno de consideraciones, quedando todo el gobierno local irlandés a merced y arbitrio de los poderes nacionales británicos. Dado tal carácter de las leyes nuevas, creo excusado deciros las terribles violencias empleadas por unos y por otros en los debates. Los ministeriales llamaron separatistas a los wighs, y éstos a los ministeriales embusteros. Así va creciendo la convicción íntima del próximo triunfo electoral de Gladstone. Por más que los ministeriales hacen y dicen, la opinión pública los desatiende, si no los menosprecia. Una prueba de cómo deben ya sentirse abandonados de la opinión, aparece con suma claridad en el amenazador discurso últimamente pronunciado por Salisbury, anunciando que apelará en el combate próximo a la Cámara de los Lores, caso de darle una Cámara de los Comunes favorable a Irlanda el próximo comicio nacional. Parece imposible que así pueda espesarse la ceguera de los políticos hasta ignorar el mal que les aguarda. La última fortaleza de los torys está en la Cámara de los Pares. El día que desaparezca, desaparece con ella el secular tronco de la nobleza histórica. Y desaparecerá de entre las instituciones vivas si recoge para su respiración las ideas muertas. El patriciado inglés sobrevive a tantas ruinas, como hay amontonadas en torno suyo, por la flexibilidad constante suya en el difícil trabajo de adaptación al medio ambiente compuesto por la opinión británica. En una ocasión, el grande orador Brigth69 lo dijo con frase, tan profunda por el sentido intrínseco y hondo como por la forma clara y correcta: no le permitió la opinión pública el veto a la corona, ¿y había de permitírselo a los patricios? El día, en que los Lores no quieran admitir la democracia, sucederales aquello mismo que les sucedió a los antiguos senadores de Roma cuando se resistieron a recibir el Cristianismo, desaparecerán del planeta.

VII

¡Felices los pueblos regidos por instituciones parlamentarias! Ellos no tendrán que mirar al ceño de un solo individuo, para ver si en el fruncimiento de sus cejas la tempestad se aglomera y en el mirar de sus ojos el rayo se fulmina. Los alemanes, vanagloriados basta creerse a sí mismos los dioses de nuestra Europa contemporánea, se me aparecen muy disminuidos bajo la tutela de un joven, que dice a roso y belloso cuanto el gusto le pide, sin respeto alguno a la propia corona y al sumiso pueblo. Nada nos maravilla como las extrañezas muy recientes de la opinión por el discurso que acaba de pronunciar en la Dicta de Brandeburgo el joven y aturdido César, como si no fuera otro discurso más añadido a los desvariadísimos en él habituales desde su tristísima exaltación al trono de sus mayores. Todavía no llevaba ceñida en sus sienes la diadema imperial, cuando ya pronunció arenga extravagante, la primera solemne de su vida, en que llamaba con énfasis al Canciller, bien pronto de su gracia caído, portaestandarte del Imperio alemán; y con tal motivo dije yo entonces aquí en estas crónicas quincenales, que temía le aquejase algo del romanticismo literario y filosófico y político, a cuyo embriagador opio muriera, como dementado por los filtros de las ideas indigeridas e inconexas, el célebre Federico Guillermo IV, apellidado por el doctor Strauss en célebre folleto de sus mocedades, a causa del desvarío crónico suyo de resucitar las ideas reaccionarias, Juliano el Apóstata. Todas las palabras y todos los actos de Guillermo II en los días críticos del paso desde su condición de Príncipe imperial a su condición de César o Emperador reinante, indicaban el predominio de los tirantes nervios en todo su sistema fisiológico y el predominio de las ideas exageradas en todo el enlace, o como si dijéramos, organismo de las facultades psíquicas. Pero los periódicos alemanes, en su culto al Imperio, no se habían dado cuenta del carácter intelectual, predominante dé suyo en Guillermo II; y ahora se alarman y alarman a la opinión universal con motivo de un discurso, tan incongruente y tan desatinado en sus términos como todos los que viene pronunciando a roso y belloso, desde que a sí mismo se concedió él mismo la palabra con ánimo de permitirse decir cuanto le pasara por la mollera, verdadero o falso, bueno o malo, torcido o derecho.

VIII

Ahora no ha dicho mucho en comparación de lo en varias otras veces parlado; ha dicho con verdadera sencillez que todos cuantos creen vivir en las torturas de un potro por vivir en el Imperio de Alemania, y lo dicen, bien podrían irse a cualquier otra parte con la música, pareciéndole todavía corta la continua emigración desangradora de Alemania. Y no tan sólo mueve las gentes a largarse; dice que nadie con él porfíe, porque guarda en todas sus empresas la complicidad de Dios en vínculo heredado de sus mayores, cual se demuestra recordando cómo Dios había peleado por ellos, no añade si caballero sobre blanco caballo, cual nuestro Santiago Matamoros, en la batalla de Rosbach. Mas ¡ay! que mientras él habla, el motín reina en ese Berlín parecido antaño a Varsovia. Las muchedumbres sueltas salen por las calles mayores de la corte germánica en son de motín; y aquí apedrean un establecimiento de ultramarinos; allí pegan empellones a la policía; más lejos a saco entran en rica tahona; y por no dejar títere con cabeza en sus desahogos tumultuarios, silban, como si fuesen cómicos de la lengua, con espantoso estruendo, a los guardias de orden público, representantes a sus ojos del poder imperial. El Emperador ha visto las oleadas populares desde los balcones de su imperial palacio y ha oído el estruendo de la voz pública desde la carretela en que ha recorrido de gran uniforme las removidas y fragorosas calles. No ha salido por ninguna parte la tropa; mas tres días consecutivos con sus tres sendas noches ha en la ciudad ido todo y han ido todos arreo manga por hombro, según decimos en familiar lengua española. Y se han los unos cansado de gritar y los otros de reprimir, acabándose todo por una igual flojera en las resistencias y en los ataques mutuos, pero indicando a la postre un comienzo de rapidísima descomposición en el Imperio brandeburgués, muy semejante al que precedió la decadencia y descenso rapidísimo de la monarquía napoleónica en Francia. Y basta para comprender la política germánica interior con observar que, después de haber hecho sacrificios tan grandes por una cordial alianza entre Rusia y Alemania, los dos Czares andan a la greña, cual basta con observar, para comprender la política exterior germánica, que, después de haber hecho tantos sacrificios en veintidós consecutivos años para tener Alsacia y Lorena del todo adheridas al Gobierno central, han presentado un proyecto de estado de sitio casi perpetuo al Parlamento para precaverse de cuanto pueda en Alsacia y Lorena sobrevenir de adverso al Imperio, lo cual, unido a las perturbaciones que pululan por todos aquellos espacios, da muy mala espina respecto de la suerte reservada en lo futuro a la grande Alemania. ¡Triste y luctuoso porvenir!