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ArribaAbajo9. Abril 1893

La muerte de Ferry.-La complexión y carácter de tal hombre.-Su fuerza de voluntad.-Eficacia y poder de tal facultad en la política, y sobre todo en la política francesa.-Historia de Ferry.-Su aparición ligada con la decadencia del Imperio.-Grupo de jóvenes demócratas.-Papel representado por Ferry en tal grupo.-La política interior y exterior de éste.-Discurso de Thiers en armonía con la política exterior.-Oposición sistemática.-El nuevo París.-Folleto de Ferry sobre las cuentas fantásticas de Hausseman.-Ferry en la Cámara.-Ferry en la revolución.-Ferry en el sitio de París.-Ferry en la Comunidad revolucionaria.-Ferry en el gobierno.-Ferry en la desgracia.-Su muerte.-Conclusión.


¡Terrible golpe la muerte de Ferry descargado sobre la República francesa! Desde que tal institución se fundó, todos han echado en ella de menos la estabilidad y han pedido a la opinión y a las Cámaras en vano el establecimiento y arraigo de un verdadero gobierno. Y para tal obra, únicamente se tropieza en todo el estado mayor de la política nacional aquella con dos hombres de temple: con el célebre Constans y con su antecesor en autoridad y en ascendiente sobre los demás, con el publicista y orador Ferry. Podían discutirse y aun rechazarse así sus principios como sus actos; pero en lo que no puede caber discusión alguna es en lo claro de sus conceptos, aunque fueran erróneos, aunque fueran desacertados. Yo nunca he participado de sus creencias respecto del carácter colonial atribuido por él a la nación francesa; yo he combatido siempre a muerte los principios cesaristas suyos respecto de las facultades que debe gozar el Estado en materia de pública enseñanza. Pero yo he creído y sigo creyendo que adhería con viva fe su entendimiento a un verdadero símbolo e implantaba este símbolo creído y amado con verdadera constancia en la rebelde realidad. Vistas las voluntades flacas que hoy en Francia ocupan los altos puestos y toman la dirección aparente de un país abandonado a sí mismo, el ímpetu de Ferry priva más en mi ánimo que las muelles complacencias, que las fáciles indeterminaciones, que la indefinición reinantes hoy sobre la infeliz República, necesitada de un poder que pueda prestarle aquella cohesión interna, sin la cual se disgregan los átomos en tenue polvo, arrastrado y desvanecido al menor soplo. Así, tras las zozobras causadas por el crédito inverosímil que consiguiera Boulanger con cuatro aparatosos alardeos de gobierno; tras la grande anemia proviniente de una presidencia sin más autoridad que la prestada por ficciones legales, incapaces de conceder lo más necesario en las sociedades modernas y democráticas, el propio personal ascendiente; tras los errores comunistas cometidos por el ministerio Loubet, dando alas al monstruo de la utopía colectivista y fuerzas al nublado de las guerras sociales; tras los escándalos del Panamá, debidos en su mayor parte al desmayo de las fuerzas concentradoras y disciplinarias que mantienen cada poder en su respectivo centro de gravedad y conciertan todos ellos entre sí mismos para que no quieran los cuerpos de carácter político elevarse a tribunales, ni los tribunales inmiscuirse de modo alguno en los otros cuerpos del Estado y en las otras esferas del poder público, todos convertíamos los ojos a quien tuviera dentro del antiguo partido republicano la inspiración de adherirse con decisión grande a Thiers y después darle al poder la fuerza de que necesita y la disciplina indispensable a una mayoría que se ha encontrado, desde la desgracia de Ferry, disuelta siempre, conduciendo y mandando los gobiernos, en vez de ser por los gobiernos ella conducida y mandada. Pero este hombre ha muerto. Y la muerte suya influye de tal modo en los destinos de Francia que no podemos menos de pararnos y detenernos ante su vida, consagrando a este hombre casi toda la crónica del mes corriente. Y puesto que su vida evocamos, no demos a olvido cómo esta vida, muy célebre y famosa hoy, tuvo comienzos ignorados, en los cuales conviene detenerse antes de verla desaguarse con tanta majestad en el Océano. Así es que miraré con mayor detenimiento los comienzos que las postrimerías de su historia, relacionando ésta con todas aquellas crisis en las cuales ha tenido una soberana influencia. Ferry comienza cuando el Imperio acaba.

Los años 1868 y 1869 son los años que señalan de una manera clara y definitiva la decadencia del emperador Napoleón III. Cada uno de los pasos que da es un verdadero tropiezo; cada una de las resoluciones que toma verdadera ruina. No tiene intento que no se le malogre, ni proyecto que no aborte, ni amigos superiores que no mueran, ni amigos incapaces que no le pierdan, ni enemigo que no triunfe y prevalezca, Parece que un hado fatal le persigue, le acosa, le aleja de aquella gran fortuna, cuyos matices le sonrieran con venenosa sonrisa en los primeros días de su Imperio. Inmediatamente después de la guerra de Italia todo era próspero a su alrededor, todo sonriente: Rusia vencida y humillada en sus propios mares; Inglaterra amiga y devota; el Austria destronada del alto solio que los reyes le habían erigido en el tratado de 1815 y destronada por el sable de Bonaparte contra quien aquellos tratados se urdieran; Italia, si no satisfecha, reconocida de suyo al vencedor de Solferino y de Magenta; la Lombardía libre y emancipada; Saboya y Niza volviendo por un plebiscito a engrandecer para el emperador su Imperio y para los franceses su patria; Prusia, en apariencias amenazada, y en realidad soñando con la unidad de Alemania, pero soñándola en virtud de su estrecha alianza con Francia; el Papa sostenido en su destrozado y vacilante trono temporal por la mano del César, tan fuerte, que así podría encadenar como desencadenar las revoluciones, y despertar como adormecer a los pueblos, y herir como sostener a los reyes. Pero bien pronto se notó su decadencia. La falta de cumplimiento al programa con que comenzara la guerra y la sobra de ardides diplomáticos con que sustituyera el antiguo ardor guerrero, denunciaron al mundo la debilidad verdaderamente incurable de aquel Emperador y de aquel Imperio. Los gobiernos personales se hallan condenados a la infalibilidad, y a la omnipotencia. Si un día se engañan, si otro día tropiezan, mueren sin tardanza y sin remedio. Puesto que me pedís mis ahorros sin darme cuenta y me arrancáis mis hijos sin tenerme compasión, le dicen los ciudadanos, y pensáis por mí, y por mí habláis, y sois la patria misma en alma y cuerpo, probadme que yo nada valgo, que yo nada importo, acertando vos, venciendo vos perpetuamente, y así comprenderé que debáis ser vos mi señor y yo nuestro esclavo. Desde el punto y hora que el Imperio se engañó una vez, no hubo medio de detener su decadencia. La Francia, hasta entonces obediente, comenzó a ejercer y aguzar sus facultades de crítica, y la crítica de la nación de Voltaire es mortal a todos los tiranos de la tierra. Cuando Francia se ríe, los tronos tiemblan. Y Francia comenzó a reírse de aquel Imperio que la había aterrado con la deportación y los fusilamientos, que la había sumergido y ahogado en mares de sangre. Napoleón tenía un hermano, el duque de Morny, mundano, dispendioso, pero que veía con clara mirada todas las nubes amontonadas sobre el Imperio, y en parte las disipaba y desvanecía con sus inspiraciones y sus consejos.

La inteligencia suya, clara y penetrante, su carácter flexible, sus maneras aristocráticas, el don de gentes con que atraía a los mismos a quienes despreciaba, eran poderosos auxiliares al Imperio. Él, y solamente él, había desconcertado la oposición republicana del Cuerpo legislativo y atraídose con halagos a uno de sus miembros mas importantes: a Emilio Ollivier. Pero Morny murió de anemia. Su cuerpo estaba consumido y apagado como su alma; y su alma y su cuerpo parecían el alma y el cuerpo del Imperio. La Emperatriz quiso verlo en su lecho mortuorio, y fue tan grande la emoción producida por la vista de aquel cadáver, que se desmayó de pena como si hubiera visto el cadáver de su propio Imperio. Y en efecto; desavenido de muchos de sus antiguos amigos, cercado por implacables adversarios, sólo en las altas cimas de la sociedad donde falta el aire respirable; despojado, por grandes desengaños, de aquella aureola socialista que habían ceñido a sus sienes algunos complacientes escritores, para los cuales era Napoleón, como los Emperadores romanos, el César de la plebe; sin la victoria en los campos de batalla, sin el poder y la influencia en los consejos diplomáticos, veíasele sucumbir, al peso de una grande impopularidad, entre las maldiciones de todos aquellos que pensaban con elevación, y sentían con fervor, no ya en Francia, sino en Europa, en América, en toda la tierra, En circunstancia tan crítica Ferry aparece. En dos campos de batalla requería la juventud entonces al Imperio cesarista con empeño: la prensa y el foro, para luchar con él y desarmarlo. En la prensa y en el foro mantuvo la causa Ferry del derecho, negado completamente por el César y por los cesaristas. Primero escribió en un periódico, entonces famoso y hoy olvidado, que se titulaba Correo del domingo; escribió después en el sesudo diario, que ha sido como el Journal des Debats de la democracia, en el Temps; y allí fue poniendo al cesarismo el cerco y sitio, al cual se tuvo que rendir, hasta invocar en favor suyo la democracia; y cuando vio que no podía entenderse ni con la democracia ni con la libertad, yéndose a una guerra, en cuyas espirales de tromba y ciclón encontró al cabo la ruina y la muerte. Yo, que trabé con Julio Ferry amistad estrecha desde un año en su historia tan célebre como el año 66, he visto formarse la grande agrupación de inteligencias, en la cual brillara con brillo extraordinario, agrupación luminosa donde Gambetta72 era como el fuego sagrado de la inspiración, Challemel73 como el pensamiento científico, Ferry como el cálculo matemático frío. Spuller74, el archivero y el cronista y el inscriptor de todos aquellos pensamientos, los cuales iban poco a poco formando la materia radiante, destinada en el curso de las ideas y de los hechos a sustituir y reemplazar el Imperio. Nunca se vio tan claro que Francia produjo la forma imperial del poder y que Francia también la deshizo. Ferry se halla naturalmente llamado a figurar entre los que más debían lucir en aquella sustitución indispensable y lógica.

Ferry con sus amigos mantenía coloquios políticos perpetuos. En aquellas conferencias entre almas tan luminosas, en aquel choque de los entendimientos unos con otros, en aquellos diálogos llenos de ideas, íbase formando poco a poco la política interior y la política exterior que debía sustituir a la política imperial. En lo interior querían una República muy avanzada, pero liberal y parlamentaria; en lo exterior querían la disminución de Prusia, cuya unidad les asustaba como si fuese un grandísimo alud pendiente y amenazador sobre sus cabezas. Yo disentía en esto de todos ellos. Creía yo, mirando la cuestión aquella con la mirada propia de mis ideas progresivas, que no podía oponerse Francia en nombre de ningún principio admisible a la unidad de Alemania; creía Ferry lo contrario. Mas era el caso que pecaban de inconsecuentes, pues mientras combatían la unidad de Alemania con todas sus fuerzas, apoyaban al par con todas sus fuerzas la unidad de Italia. Confesemos que no marraba su patriotismo, pero digamos también que no marraba mi lógica. Ellos anatematizaban a Napoleón porque no había dejado ir a Garibaldi hasta Roma en el día de Mentana y lo anatematizaban porque había dejado a Bismarck ir hasta Bohemia en el día de Sadowa. Y en estos anatemas yo nunca les hice coro. Gambetta me redargüía con largos discursos de una entonación y de un aliento formidables; y me redargüía Ferry con descargas de razonamientos fríos parecidos a silogismos escolásticos. Lo cierto es que tal política, la política de Gambetta y Ferry, se condensó en una sesión célebre por el discurso magistral de un grande orador parlamentario: por el discurso de Thiers. Aquel día paselo con Gambetta y Ferry. Corría el verano de 1866 y se acababa la guerra austro-prusiana por la batalla y la victoria de Sadowa. El emperador Napoleón, que había contribuido en mucho a este resultado, esperaba una parte en el botín. Pero al ir a reclamarla, se encontró con una redonda y absoluta negativa. Inmediatamente quiso apelar a la guerra, y no tuvo medios para sostenerla. Esta inmensa desgracia pudo costarle entonces la vida, porque de resultas le asaltó mortal enfermedad en Vichy. Napoleón sabía que su poder no duraba si no aparecía a los ojos de su pueblo como infalible en sus juicios e incontrastable en sus empresas. Entonces se conformó con necesaria resignación, y predicó en célebre manifiesto que la victoria de Prusia había sido una victoria del Imperio, por varias y fundamentales razones; porque había roto los tratados de 1815, porque había realizado las grandes aglomeraciones tantas veces prometidas y sustentadas en las meditaciones y en las memorias del grande Emperador, y porque había creado una potencia revolucionaria más, enemiga de antiguos poderes y aliada forzosa de Francia. Ahí estaba la verdad. Ese era el profundo y necesario sentido político. Pero se necesitaba mantenerlo contra todo y contra todos una vez públicamente expresado. Las inquietudes de Alemania se hubieran concluido, y las consecuencias de la paz internacional se hubieran tocado inmediatamente. Los recelos del pueblo francés se hubieran poco a poco apaciguado. Pero el partido militar quería la guerra a toda costa, y a las cábalas, a las pretensiones del partido militar, se unía el patriotismo de los demócratas. M. Thiers condensó la opinión de éstos en discurso admirable por su arquitectura, por sus formas, aunque nocivo por sus tendencias y por sus ideas. El discurso combatía todo el manifiesto de Napoleón, y por consecuencia toda su política europea. jamás unió tanta elocuencia, jamás a tanta erudición, ni tanta profundidad a tanta gracia como en este discurso. Cuatro horas tuvo la Asamblea pendiente de sus labios, que fluían como un río de ideas transparentes, clarísimas, en las cuales se reflejaba con todos sus rojizos resplandores el orgullo nacional de Francia. Olvidando la unidad fundamental del espíritu moderno y la solidaridad de los pueblos, habló como hubiese hablado un patriota a la antigua, uno de esos hombres que fijan la atención y la concentran sólo en su patria; para los cuales todos los pueblos extranjeros deben ser considerados como pueblos o enemigos o bárbaros. Sólo por un sentimiento de esta altiva estrechez puede comprenderse y explicarse que, olvidado de alemanes, de italianos, de españoles, de ingleses, de todos los pueblos circunvecinos a Francia, sostuviera convenirle a esta nación el tener a perpetuidad en sus fronteras pueblos o desmembrados o débiles. Así condenó la obra de la unidad de Italia, esa obra debida indudablemente a las fuerzas de Francia, y anunció a Víctor Manuel autoridad más fugitiva y reinado más tempestuoso en su nuevo amplio reino de Italia que en su antiguo estrecho nido de Saboya. Pero en el tema en que agotó sus fuerzas y su elocuencia, fue en el tema de la unidad de Alemania. Elevóse en alas de su maravillosa palabra a los tiempos más remotos, y recorrió con rica variedad de tonos en la voz, y de ideas en el discurso, las crisis supremas que han formado la grandiosa nacionalidad francesa. Para él toda la historia moderna de Francia se ha propuesto impedir la Alemania una fundada sobre Italia o sobre España. Por esta causa, porque Italia no fuera española, combatieron Carlos VIII y Luis XII de un extremo a otro en la hermosa península de las inspiraciones y de las artes. Por esta causa, porque el Imperio alemán no fuera una amenaza en el Rhin y otra amenaza en el Pirineo, merced a la poderosa familia de Carlos V, combatieron Francisco I en Pavía, sus herederos en San Quintín, Enrique IV en Crescy, Luis XII en Rocroy, hasta que consiguieron humillar a España y Austria en la paz de Westphalia, preparada por Richelieu y concluida por Mazarino, los dos grandes políticos de Francia. Y Napoleón III había contribuido con su política de las nacionalidades a fundar un grande Imperio sobre las fronteras de los Alpes y otro grande Imperio sobre las fronteras del Rhin que aminoraban toda la antigua grandeza de Francia. Y después de haber luchado tantos siglos en impedir el feudal Imperio austríaco unido a la nación española, ahora nos encontramos con un Imperio alemán unido a la nación italiana. Y se querrá cohonestar todo esto con la frase de haberse concluido los tratados de 1815, ajustados en mengua de Francia y concluidos y rasgados con mayor daño todavía de esta gran nación. Y se añade que el emperador Napoleón I predicaba las aglomeraciones de razas, los inmensos calabozos donde se amontonan pueblos esclavos, cuya libertad y cuya independencia habían sido el secreto quizá de sus inspiraciones artísticas, de su cultura científica, de los esmaltes con que ornaran la espléndida diadema de la humana gloria. Esas teorías eran absurdas, y sobre todo contrarias a la dignidad de Francia, que por lo menos debía compartir con otras naciones su preponderancia en Europa, Ya no queda ninguna falta más que acometer, dijo el orador con voz lúgubre, dejando clavado su agudísimo puñal de dialéctico en las entrañas del Imperio. Desde aquel día todo cambió en Francia. El orgullo nacional se reanimó con una reanimación extraordinaria. El partido militar cobró grandes bríos y sonó sus sables amenazadores en las gradas mismas del cesáreo trono. Los patriotas pidieron la guerra con clamores y aullidos espantosos. Francia se palpó las sienes y sintió que le habían quitado en las sombras su espléndida corona de oro. El pueblo mismo comenzó a ser cómplice del error que podía perderlo, esclavizarlo, retardar su emancipación y su progreso. Y yo creí ver, entre aquellos siniestros relámpagos de entusiasmo, dibujarse el yerto cadáver de la Francia. Gambetta con Ferry se burlaban de mis agorerías casandrescas. Pero apenas transcurrieron tres años cuando me daban la razón y convenían conmigo en que tantas torpes ingerencias del gobierno francés en la unidad germánica concluyeron por traer el desplome de una inmensa catástrofe.

Pero la oposición hacía de todos los palos astillas. En las cosas más favorables al Imperio y que parecían para el Imperio más beneficiosas, fundaba una serie de cargos que le salían a maravilla por el descenso evidente de tal institución, que iba tocando en su ocaso. ¿Podía encontrarse nada tan glorioso cual la renovación de París? La vieja ciudad, aquella que Víctor Hugo recogiera filialmente y depositara en el magnífico Museo de Nuestra Señora, acababa de caer a los golpes de la piqueta del César. Debía ser aquel París, de estrechos callejones, de sucio piso, de altas y oscuras casas, de infinitas encrucijadas en laberinto interminable, de poco aire y poquísima luz, un colosal calabozo. Sin embargo, los artistas, los poetas, destinados a llevar en pos de sí las inteligencias y a mover los corazones, echaban de menos los sitios consagrados por la santidad de los recuerdos: el patio de sus juegos infantiles, el templo de sus primeras oraciones, la ventana que recogió la mirada y el suspiro de los primeros amores, las calles, testigos de dramáticas escenas históricas, y en cuyas paredes se habían dibujado las sombras de los grandes hombres que sirvieron a Francia con gloria e ilustraron los anales de la humanidad. Estas quejas habían pasado desde los libros de los poetas al sentido común de los ciudadanos. Un autor dramático de decadencia, Sardou, sin esplendor de estilo, sin profundidad de ideas, sin ternura ni elevación de sentimientos, notable sólo por el arte, o, mejor dicho, por la industria de anudar y enmarañar los argumentos y hábilmente desatarlos, oficial mecánico del teatro, pintó en su Casa nueva, drama muy malo, el lujo desordenado que el nuevo París exigía y la ruina horrible a que arrastraba este lujo, ruina económica, ruina moral, sobre todo. Lo que daba a estas quejas mayor resonancia era que el nuevo París, sustituto del antiguo, presentaba arquitectura tan detestable, gusto tan depravado, uniformidad tan horrible, caserones tan altos y tan grandes, líneas rectas hasta perderse de vista, árboles enanos y raquíticos, montones de piedra decorada con adornos tan artificiales y tan pesados, que la nueva ciudad, aireada, limpia, blanca, gigantesca, era un aireado, limpio, blanco, gigantesco cuartel. Las quejas se habían elevado desde los folletines a la tribuna, Julio Favre, en uno de esos discursos que tenían estilo severo y pensamientos estoicos, llegaba hasta la indignación juvenalesca, y presentaba gráficamente aquellas leguas de palacios monstruosas y deformes, como pagodas asiáticas, digna expresión de un Imperio pretorianesco y brutal, arrojando de París su nervio, su esplendor, su salud, su animación, su vida; los hábiles jornaleros que no podían soportar ni el precio de los alimentos, ni la subida de los alquileres, y que se veían obligados a vivir en barracas de esteras y de palos, presentando los aduares del africano o del salvaje, como un horrible contraste, junto al lujo de la espléndida capital del mundo. Decíase que el aventurero ,con corona, engendrado en Holanda, parido en París, llevado a Saboya, de Saboya a Italia, de Italia a Suiza; oficial de artilleros en el cantón de Argovia; jefe de descomunales conspiradores en las calles de Estrasburgo; vago de Londres y de Nueva York; perteneciente y extraño a todas las naciones, no tenía amor patrio, no experimentaba la magia de los recuerdos, no creía en la virtud santificante del hogar, no se impresionaba ante los sitios venerandos de la capital de Francia y con una irreverencia sólo comparable a su audacia, había hecho del París de las artes y de los ingenios el hotel, la mancebía y el garito de todos los calaveras y de todos los jugadores del globo. Eugenio Pelletan escribió su Nueva Babilonia en estilo digno de los profetas, con maldiciones verdaderamente apocalípticas. Edmundo Texier, pasando por el Arco de la Estrella, conjuraba al joven griego del escultor Rude a que fuera con su espada desnuda en la mano y su marsellesa furiosa en los labios, a castigar a los sátrapas de París como sus antecesores en Marathón y en Salamina habían castigado a los déspotas de Asia. Mas no era Napoleón ni único autor ni único responsable de las transformaciones de París, alabadas por unos como la obra capitalísima de aquel reinado, criticadas por otros como la corrupción mayor y el mayor afeamiento de la ciudad que por su importancia y por su grandeza se eleva en el mundo a la categoría de verdadera nación. Tenía un ilustre colaborador, que se llamaba M. Hausseman, y que en Hotel de Ville tronaba y mandaba como Júpiter en su Olimpo. El derribaba los monumentos y derruía las calles como un Dios, echaba líneas sobre el inmenso circuito de la ciudad y los suburbios como principiante de geometría sobre la pizarra; arruinaba a éste, enriquecía al otro, y era capaz de quemar a París entero, como el loco romano de otros tiempos, para embellecerlo y renovarlo. Mientras se trataba de las construcciones todo iba bien. El Augusto moderno podía decir que recibió una ciudad de ladrillo y dejaba una ciudad de mármol. Pero en cuanto sonó la hora del pago y aparecieron las monstruosas cuentas, hubo en París murmuraciones generales, y en provincias general descontento. Escritor desconocido entonces, aunque amigo de Gambetta, como ya he dicho, y asistente continuo a unos almuerzos político-literarios que éste daba en su modesto cuarto piso de la calle de Bonaparte, donde se discutían los más graves problemas y se derramaba a torrentes la sal sabrosísima del ingenio, Julio Ferry cogió la ocasión por los cabellos, y expresando el disgusto público, estampó y divulgó un folleto con este título: Cuentas fantásticas de Hausseman. Los franceses se pagan mucho del ingenio, aplauden sin tasa la gracia, y el librillo tenía asegurada su fortuna, desde el punto en que nació, con aquel felicísimo retruécano por mote y por bandera. Los más legos en letras recuerdan la analogía, la relación del título de este libro, Cuentas fantásticas de Hausseman, con el título de otro libro literario célebre, con el título de Cuentos fantásticos de Hollman. Los maldicientes celebraron la gracia, los oposicionistas movieron y removieron el folleto, la izquierda se decidió a llevar el asunto a la tribuna de ambos Cuerpos Colegisladores, y poniendo el dedo en la llaga o mostrar lo escandaloso de los gastos, lo increíble de los despilfarros. M. Hausseman estaba perdido; pero con M. Hausseman se perdía y se desacreditaba una de las mayores y más ilustres obras del segundo Imperio, uno de los más alabados y más brillantes títulos del tercer Napoleón. Ferry subía cada vez más en el concepto público.

Así, no fue maravilla que lo nombraran diputado en las elecciones del 69; que luego lo nombraran del gobierno de la Defensa Nacional en el célebre 4 de Setiembre, día del renacimiento o restauración de la República; que luego le nombraran prefecto de París en el sitio, y que, ya prefecto, acometiera el titánico trabajo de proveer la capital con verdadero empeño y corriera más de una vez riesgos terribles de su vida por salvar, dentro del cerco bombardeado, la vida de aquellos que representaban la posible autoridad y ejercían, en condiciones tan adversas, el poder público. Cierto día fue un verdadero héroe, verdadero. Era el día 22 de Enero de 1871. La mañana había pasado tranquila. Pero el Htel de Ville y la Plaza de la Grève demostraban que de tempestad había verdaderos amagos. El Htel de Ville es para los modernos parisienses como el Monte Aventino para los antiguos romanos. Su plaza se llama Plaza de la Grève, y ha dado nombre a los actos más característicos de las asociaciones obreras. Poniéndose de frente al Htel de Ville, descúbrense hacia la derecha las torres góticas, las agujas caladas de Nuestra Señora de París; los dos brazos del Sena, que forman la isla, nido de la gran ciudad y de toda la nación francesa; y a la izquierda la calle de Rivoli, cuando ya entronca con el populoso y republicano barrio de San Antonio. Las mayores tragedias revolucionarias se han desarrollado en tal escenario. Allí se instaló aquella municipalidad revolucionaria que ejerciera dominio absoluto sobre la Convención. Allí cayó Robespierre, después de haberse elevado sobre el prestigio de ese templo. En sus balcones decretó Lafayette la destitución de la dinastía borbónica y coronó con el morrión de la milicia nacional a la monarquía de Julio. En el Htel de Ville se proclamó en 1848 la segunda, y en 1870 la tercera República francesa. Por eso, cuando los horizontes se oscurecen, cuando las ideas relampaguean, cuando la gran ciudad se siente movida por una de las súbitas inspiraciones que la han agitado en :todo tiempo, es el Htel de Ville el sitio en que la revolución triunfa y se formula, es el Htel de Ville como el Sinaí de la democracia moderna.

A la una de la tarde del 22 de Enero están cerradas las ventanas, corridas las verjas de ese palacio del pueblo. Algunos grupos, en número corto, pero en aspecto amenazadores, se esparcen por el recinto de la plaza. A la defensiva sólo se veían dos oficiales de guardias movilizados bretones, y un oficial de la milicia parisiense ante la puerta mayor abierta y tras la verja cerrada. Los grupos, dirigiéndose a estos oficiales, pedían pan y la caída de Trochu. Al dar las dos, treinta milicianos desembocan por el lado de los muelles. Todos vienen armados, pero en actitud pacífica, las bocas de sus fusiles hacia abajo. Sin embargo, al llegar, algunos los cargaban, jurando apuntarlos pronto a las ventanas de la artística fachada principal. En efecto, descubríanse tras de sus cristales las sombras de los guardias bretones que escudriñaban los menores acaecimientos de la plaza. El grito convenido era la destitución de Trochu, gobernador militar de París. Para pedirla con oportunidad y obtenerla con prontitud, decidieron dirigirse a la habitación misma del General. Y en efecto, partierónse por la calle de Rivoli hacia el lado del Louvre. Parecía todo tranquilo en este punto, cuando a las tres se oye el redoble precipitado de un tambor que toca a ataque. Vienen trescientos milicianos armados y en son de guerra desde Belleville, y han desfilado en la plaza de la Bastilla antes de tomar la calle de Rivoli por el extremo opuesto al que se encaminaban los milicianos anteriores. En cuanto avistan el Htel de Ville suena una descarga. Las ventanas de la gran fachada se abren, los movilizados bretones aparecen, apuntan hacia la desembocadura de la calle de Rivoli, donde los amotinados se encuentran, y descargan sobre ellos. En el espacio de un segundo cubriose el suelo de gentes desplomadas sobre el frío barro. Unos cayeron porque se agacharon para tirar, otros porque corrieron impetuosamente, y chocando en su carrera, tropezaron muchos por heridos y algunos por muertos. Al ruido, la guardia nacional, la tropa en línea, los gendarmes, acuden, y el orden se restablece. Mientras pasaban estas escenas tronaba la artillería, y desgajábanse bombas sin número sobre los barrios de París. ¡La guerra civil junto a la guerra de conquista! ¿No estaba aún bastante castigada Francia? Pues bien; el gobierno hubiera caído, París, sitiado, se queda sin defensor, la comunidad revolucionaria queda proclamada en pleno sitio, si Ferry no hubiese reunido los milicianos bretones y no hubiese dado la terrible voz de fuego.

Pero resumamos. La vida de Ferry se distingue por unas proporciones admirables y por un enlace y coordinación verdaderamente lógicos entre sus varios períodos. De oposición ruda en el grupo de la calle de Bonaparte; ardiente polemista en los dos periódicos, uno de combate desatado, como El Correo, y otro de combate táctico, cual El Tiempo; autor oportuno de folleto muy leído y loado, contra la renovación de París, obra capital del Imperio; representante ya del pueblo en la Cámara del 69 que traía la revolución aparejada; individuo del primer gobierno brotado tras el triunfo de la República; prefecto de la capital sitiada, donde salvó un día con esfuerzo a sus compañeros, los gobernantes, condenados a muerte por las turbas en armas; el primero en ofrecer grandes resistencias a los elementos anárquicos volcados por todas partes, y el último en irse de París cuando la comunidad revolucionaria dominó la gran ciudad y se propuso resucitar el terror de los maldecidos ayuntamientos parisienses del 93; amigo y partidario de Thiers hasta su muerte, los rasgos capitales de su vida le daban un carácter, al cual nunca debió haber renunciado: el carácter de republicano conservador, que tanto cuadraba con sus ideas, con sus antecedentes, con sus tradiciones y con su historia. Pero hay un matiz del desarrollo de tal vida en que nadie ha fijado su atención, quizá por envuelto entre las indeterminaciones y las incertidumbres de un ánimo recatadísimo, y que, sin embargo, decide por completo de su existencia y le da la orientación tomada en el período que ha cerrado la muerte. Cuando se disolvió el Gobierno de la Defensa Nacional, tras las capitulaciones, una parte de este Gobierno, Favre, Ricard, Simón, Ferry, se fue con Thiers, vencedor; otra parte de este gobierno se fue, la menor y menos importante, Cremieux, Bizoin, Pelletan, se fue con Gambetta. Recuerdo el dejo de amargura prestado a los labios de Gambetta por tal determinación. Lo perdonaba, porque lo quería mucho, pero zaheríalo con reconvenciones acerbas y lo asaeteaba con dardos agudísimos. Sin embargo, en cuanto la reacción destronó a Thiers en Versalles, propendió Ferry de nuevo a Gambetta. Y en cuanto Gambetta murió, se alzó con su herencia.

Varias ideas del malogrado dictador, ideas buenas unas y malas otras, le movieron ya en toda su carrera política: la concentración republicana, la reforma constitucional, la enseñanza laica, el engrandecimiento territorial. De la concentración republicana, francamente, no hay para qué hablar. Mientras la dirigieran o el corazón de Gambetta o el raciocinio de Ferry pase, vaya en gracia; pero así que cayó en otros guías no tan autorizados, redújose a una triste agregación de guerras, más bien mecánicas que orgánicas, en las cuales fuerzas predominaban, por debilidad e incuria de los más, los menos: Clemenceau75 y sus radicales. La cuestión de enseñanza, tal como la resolviera Ferry, sublevó la mitad entera de su vida contra la otra mitad, e imposibilitó la República verdaderamente conservadora, que no puede ni fundarse ni establecerse sino contando por completo con los elementos católicos. La reforma constitucional hízole pasar por aquella terrible Asamblea de un día en Versalles que pudo quebrantar la República con sus determinaciones como escandalizó a Europa con sus voces. El engrandecimiento territorial aportó a Francia el Tonkin y Túnez. Pero llevóle aquél esa impopularidad en que Ferry ha vivido; y Túnez aportó a Francia la enemistad implacable de Italia e Inglaterra. Mas con esto y con todo, muere Ferry tenido en un concepto que no han alcanzado sus émulos del oportunismo: muere con reputación de verdadero estadista. Y en efecto, tenía pensamiento y voluntad. Gobernaba, no por gobernar, por hacer algo útil a su patria. Comprendía cómo necesitan las democracias de autoridad y gobierno. Disciplinaba con verdadera organización su mayoría. Y magüer su disciplina, triste noticia llegada del Asia oriental desbandola a su desbandada siguió una proscripción perdurable del jefe, lanzada de su ministerio, lanzado de su Parlamento, lanzado casi de su país Cuando Grevy76 dimitió, por el sentimiento de la mayoría hubiérala Ferry sustituido en la presidencia. Cuatro gritos del partido radical impidieron esta elección. La República no quiso definirse Y nombró a Carnot77. En esta indefinición y en esta indeterminación hoy continúa, devorando uno tras otro grandes hombres y sin que nadie sea capaz de adivinar dónde se halla el Norte y el puerto. Viejo ya Ferry, de sesenta y un años, no se ha llevado consigo al sepulcro una historia, se ha llevado una esperanza.