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3. Marzo 1891

     Estado triste de la política portuguesa.-Despego de la dinastía británica con la dinastía lusitana.-Exageradísimas pretensiones de los ingleses en Manicá.-Patriotismo.-Sus sobreexcitaciones en Francia.-Temerario viaje de la emperatriz de Alemania a París.-Daños y peligros de tan impremeditada peregrinación.-Las relaciones entre la Iglesia y la República en Francia.-Tacto exquisito de León XIII y patente claridad de propósitos.-Confirmación solemne a las ideas de Lavigerie.-Analogías entre las ideas católicas y las ideas republicanas.-El movimiento religioso en Prusia.-Explicación del hegelianismo cristiano.-Papel que se reserva el Emperador.-Dimisiones de grandes dignidades eclesiásticas en Prusia.-Su significación.-Movimiento religioso en Inglaterra.-Grandeza de ánimo en Gladstone.-El nuevo ministerio de Italia.-Conclusión.

     Aparece Portugal mucho más tranquilo en los días últimos, porque aparece Inglaterra mucho más conciliadora. El ministro Salisbury(48) comprende cómo las mermas intentadas en el patrimonio lusitano y requeridas para compañías inglesas que preside un yerno del heredero de la corona británica, pueden descoronar a los Coburgos portugueses, con lo cual conseguiría tan sólo traerse a sí mismo un grave cuidado y complicar más de lo que todavía está la difícil situación de nuestra Europa. No merece la paz doméstica del príncipe de Gales un holocausto de suyo tan cruento como esa inmolación de dinastía, muy próxima, por varias afinidades, a su propio trono. Aquí, en el Parlamento español, suele llamarse yernocracia de antiguo al conjunto de diputados, idos allí por el influjo de sus correspondientes suegros ministros, que desmienten de tal modo las generales supersticiones, empeñadas en descubrir guerras continuas entre tales géneros de agnados. Pues parécenme a mí cosa de poco momento las satisfacciones de un yerno, aunque sea para los ingleses yerno imperial, comparadas con el reposo de un pueblo, aunque sea para los ingleses pueblo ibero. Los protegidos no quieren verse abandonados por su poderosa protección; y se reúnen ahora en Londres al fin de revolver fuerza tan incalculable como la fuerza británica en contra de pueblo tan débil como el pueblo lusitano. Hasta el gobernador de la colonia del Cabo ha ido al palacio de Negocios extranjeros en demanda y requerimiento del criminal despojo. Un Imperio como el inglés, poseedor hoy de la desembocadura del Nilo, y poseedor del cabo de Buena Esperanza, los dos extremos del África, no puede conformarse con que interponga entre tales posesiones su cuerpo el viejo Portugal, y así como la toma del protectorado de Zanzíbar indica un gran paso en el proyecto de unir por medio de factorías el Cabo al Nilo, debe indicar otro gran paso la toma del territorio de Manica, hoy reclamado, y desde cuyos senos puede con facilidad aquistarse la codiciadísima desembocadura del Zambeze, objeto entre Portugal e Inglaterra de tantos y tan ruidosos litigios. Muy tentadores aparecerán tales proyectos a las ambiciosas miradas de un ministro tory, pagado del poder colonial de su nación, a cuyo aumento han cooperado, como por tradición y costumbre, las clases aristocráticas y conservadoras en aquel Imperio de los contrastes bruscos y enormes. Pero un átomo de territorio arrancado a Portugal es un mazazo destructor dirigido sobre la corona del Monarca; y un mazazo destructor sobre la corona del Monarca equivale a la fundación de tres o cuatro Repúblicas occidentales más; y tres o cuatro Repúblicas occidentales más no deben prosperar gran cosa los intereses de la excelsa monarquía de Occidente, la monarquía británica. Parlmeston(49) procedió en su tiempo de otra suerte. Dondequiera que se levantaba una monarquía parlamentaria en el continente nuestro, allí estaba él con su intervención diplomática para combatir los dos grandes enemigos de Inglaterra, que son, a saber: el absolutismo, por cuanto Inglaterra tiene de parlamentaria, y el republicanismo, por cuanto Inglaterra tiene de monárquica. Fenómeno curiosísimo ciertamente que un Rey tan Rey como el férreo Guillermo de Prusia llevase ayer, mal de su grado, a Francia la República; y que una Monarquía tan tradicional como la monarquía inglesa la trajese a Iberia. Por tal consideración, debe dejarse ya Salisbury de acaparamientos que pueden salirle muy costosos. Y si el ministro debe proceder así por su parte, los portugueses por la suya deben proceder con grandísima cautela. Enardecida la juventud, exaltada la Universidad, minado el ejército, las gentes extremas en pujanza, la monarquía tradicional en decaimiento, una grande agitación por todos los ánimos, erupciones políticas por todas las ciudades, ejemplos como el del Brasil muy recientes, los temores a España muy disminuidos, tanto y tanto pródromo terrible, no convida, no, a las represalias y venganzas de un gobierno débil, que puede confundir los sacudimientos causados por el escalofrío de sus terrores con internas tensiones de su poder y de su fuerza. Por tal razón, todos reprobamos a una que un escritor como Emigdio Navarro sople soplos de ira sobre las personas exaltadas y encrespe tantas olas amargas y tempestuosas como allí braman al golpe de terribles y desatados huracanes. Jamás la política de persecución prosperó la fortuna de los perseguidores, jamás. Nada en el mundo social abona tanto las doctrinas contrarias al Gobierno y al Estado como las cenizas del martirio echadas por el Gobierno y el Estado mismos sobre sus gérmenes. Al partido republicano portugués le faltan, para subir como un organismo real y vivo a la superficie política, el combate y el dolor. Legión de pensadores, aparece hoy como un sacerdocio consagrado al culto y religión de lo ideal. Mas, para convertirlos en guerreros, no hay como destinarlos a mártires. El estado de sitio permanente, los consejos de guerra en actividad, las supresiones de periódicos, el apresamiento de publicistas, las denuncias y delaciones, no resultarán más eficaces que los potros, y los torcedores, y los tormentos, y las hogueras de otras edades, en que tenía el poder medios superiores de resistencia y no lograba ningún positivo resultado; pues la mayor parte de las ideas perseguidas han concluido por subir, triunfantes y soberanas, el trono de sus perseguidores. Lo que necesita Portugal en esta crisis gravísima que padece hoy, no es tanto presentarse a los ojos de la soberbia Inglaterra, comido por una lepra como el odio entre sus hijos, o destrozado por una epilepsia como la guerra civil, cuanto presentarse gobernándose a sí mismo con plena soberanía e imponiéndose por el tranquilo ejercicio de su propio derecho, que pide y necesita verdadera calma. El Gobierno y la dinastía no pueden exigir mucho de los demás, cuando necesitan ellos del olvido y del perdón. Mantengan la integridad territorial sin alardeos ridículos y sin desfallecimientos femeniles; prueben, asistidos por la calma de quien tiene razón, la verdad completa de su derecho; créanse mandatarios, y no dueños del pueblo portugués; dirijan por la delegación y confianza de éste, con arreglo al Código fundamental y a las demás leyes vigentes, aquella sociedad; arreglen su presupuesto y cuiden de su administración; prueben al mundo la sabiduría con que regentan las colonias, y estarán seguros del concurso de un pueblo dócil, ordenado, culto, pacífico, el cual solamente necesita que le respeten los de dentro el conjunto de sus derechos y los de fuera la integridad de sus territorios.

     El sacrificio por la patria es un deber de cada ciudadano, y un deber irredimible y perdurable, porque a la patria se une desde la cal de los huesos hasta el verbo de los labios, y desde la cuna, donde como un ángel custodio sonríe a nuestro advenimiento, hasta el sepulcro, donde nos guarda por toda una eternidad en su amorosísimo regazo. Los pueblos despegados de su tierra y suelo, ¿a qué podrán ya en el mundo apegarse? Así no huelgan jamás las demostraciones patrióticas. Y como no huelgan jamás, paréceme una temeridad en el Gobierno alemán tolerar viaje tan provocador a tales manifestaciones en Francia, como el viaje a París de la Emperatriz madre, unida por siempre a los que arremetieron últimamente con Francia y la desmembraron sin piedad. Dícele que la Emperatriz ha ido por causas y razones de orden puramente familiar y doméstico: el ajuar de un palacio en construcción, y el deseo de que concurran los pintores franceses al próximo certamen germano hanla movido a esta peregrinación. Pero quien ocupa las cumbres altísimas del Estado por honor o por necesidad solamente, a la razón de Estado tiene que consultar y obedecer. Muy natural empeño, propio de una señora de su casa, ver con sus propios ojos los muebles fabricados en París, capital del gusto artístico aplicado a la industria, y ajustarlos regateándolos, que todos necesitamos, en la carestía hoy reinante, del ahorro; pero no justifica el pretexto la presencia de la Princesa en ciudad como París, quien todavía lleva las frescas cicatrices de las heridas abiertas por bombas, que lanzaran, si no las manos, las disposiciones y las órdenes del Príncipe imperial. Hay en ese viaje un desacato a Francia viva y otro desacato a la memoria del esposo muerto. ¿Pudo ir después del 48, una emperatriz de Austria con familia y séquito a Turín? De hacerlo, ¿no hubiera dicho todo el mundo que se proponía insultar a los vencidos en campos tan funestos como los de Sedán, y recordar la reincorporación al Imperio del Estrasburgo y del Metz de entonces, o sea, de Venecia y Milán? ¡La Exposición de pinturas y sus dulces emociones artísticas! No hay dulce y artística emoción que valga, cuando tratamos de otras terribles, como las promovidas por el combate, por el saco, por el incendio, cortejo infernal de las desmembraciones, a una conquista consiguientes. Los pueblos desmembrados y los pueblos oprimidos están en la obligación moral de aborrecer al conquistador y al déspota. El pueblo español aparecerá siempre como un modelo de los pueblos que saben pelear y morir por la tierra patria. Y este su heroísmo se halla mantenido en el horror eterno que le inspiran los Bonapartes. Hay una táctica, una poesía, un teatro, un arte, hasta una manera de hablar, nutridos por tan sublime horror. Cuando, tras cuarenta o más años de los combates horribles y titánicos por nuestra independencia, vinieron aquí el príncipe Jerónimo Napoleón, como embajador de su primo el entonces príncipe Luis Napoleón, o la princesa Murat acompañando a la emperatriz Eugenia, nuestro Madrid, sin faltar al decoro propio y a la cortesía debida con los ajenos, les mostró cuán viva estaba su memoria y cuán lastimado su corazón a las evocaciones hechas con sus dos visitas de tales dolorosísimos recuerdos. En Francia se corre hoy un peligro: el grave de que las correrías continuas del más o menos importante cortejo imperial por las calles, traigan un desagrado a la Emperatriz; y este desagrado genere nuevas dificultades entre alemanes y franceses, tan enemigos y enconados. Algún que otro patriota exaltadísimo hase puesto a soplar los rescoldos y encender las llamas de pasiones ¡ay! nunca extintas. Poned a Deroulède(50) coronando nuevamente la estatua de Estrasburgo y ofreciendo al mártir artista Regnault homenajes en otras condiciones, antes de su entrega increíble al nuevo César, y promueve una formidable manifestación en París, que acaso hubiera interrumpido las relaciones de los dos Estados contrapuestos, y quizá, quizá, quizá abierto la guerra. Molesta el célebre viaje tanto más cuanto que la Emperatriz no se ha propuesto con él cosa ninguna y para cosa ninguna entró de rondón en Francia. Por opuestas razones, la Emperatriz madre de Alemania desempeña un papel tan insignificante de suyo en la política de Alemania, como el que representa su augusto hermano en la política de Inglaterra. La Emperatriz madre no pincha ni corta en Alemania, porque hay allí un Emperador absoluto, y el príncipe de Gales no pincha ni corta en Inglaterra, porque hay allí un Parlamento nacional. Y, sin embargo, todo el mundo cree que late un misterio en todos los hechos últimos, en todos; en la desgracia de Crispi, tan batallador e imperioso, y su reemplazo por un ministerio de Ahorro y Economía; en la vuelta de Ferry a la política, muy partidario de inteligencia y paz perpetua con Alemania e Inglaterra; en el viaje a Petersburgo del Príncipe imperial austriaco, nacido para tener tarde o temprano una guerra con Rusia, y evitándola por todos los medios; en el silencio y apaciguamiento de los Principados danubianos, que hace dos meses no dicen palabra ni del regente de Servia, Ristich, ni del dictador de Bulgaria, Stambouloff, ni del divorciador monarca Milano, ni de la divorciada Natalia; en el celo con que Alejandro de Rusia se consagra desde su retiro campestre a procurar la paz y el celo con que Abdul de Constantinopla se consagra desde su áureo santuario a promover la industria; en la protesta unánime de todos los pueblos contra el armamento universal de todos los Estados; en el impulso que arrastra todos los ánimos a una reconciliación; en el sentimiento de la humana fraternidad, cada día más divulgado y manifiesto. Pero ¡ah! que actos como el tan deplorable y deplorado viaje, sólo sirven a contrariar la obra progresiva que los espíritus superiores labran a una, sin curarse de las sonrisas burlonas con que los zahieren aquellos otros espíritus que se creen a sí mismos consumados y expertos. Habían ido los publicistas franceses al Congreso de las doctrinas socialistas en Berlín; habían ido los doctores al Congreso de las Ciencias médicas iniciado por el ilustre Virchow(51); habían ido los micrógrafos a las experiencias del sabio Koch y al estudio de sus linfas; preparábanse los artistas al certamen de bellas artes; cuando la Emperatriz tan a deshora se presenta y detiene todo este impulso, consiguiendo una reunión de pintores franceses, en la cual por unanimidad se ha decidido la irrevocable abstención, a las reapariciones de recuerdos que relampaguean todos con siniestros y continuos relámpagos en las noches caliginosas compuestas dentro de nosotros mismos por las tristezas del alma. Si una inteligencia soberana como la inteligencia de Bismarck, si su brazo fuerte como el brazo de Moltke(52), si una omnipotente autoridad como la incontestable de Guillermo I, si una reserva como la consuetudinaria en los años últimos, si un sistema como el tan tristemente abandonado, si un principio claro y un objeto explícito la política germana tuviera, cual en días no lejanos, con seguridad no viéramos el espectáculo de un viaje así, cuyo sentido nadie adivina, cuyo resultado se reduce a retrasar la reconciliación entre dos pueblos, expuestos uno y otro al desagrado de hostilidades y desaires que sólo evita la cultura indudable de los parisienses y los respetos debidos a una señora. Mas los alemanes tienen el entendimiento hecho de manera que todo lo ven al revés de como lo vemos nosotros con la vista propia de un entendimiento latino. Fuera del conato frustrado en la manifestación Deroulède no hubo en París ningún otro, y han tomado pie de tan fútil pretexto los diarios germánicos para dirigirse a Francia en términos descompuestos e insultantes. Esto de insultar a un pueblo vecino, cuando se halla en él uno entre los primeros personajes del pueblo que insulta, no sabemos cómo se llamará, de no llamarlo premeditada provocación al desquite severo, muy tentador de suyo en los enardecimientos de sangre naturales al herido e insultado. Así es que las palabras del periodismo alemán sobreexcitan a Francia, cuando todavía de Francia no se ha partido la huésped ilustre, pero provocativa y temeraria. ¡Deliciosa institución la Monarquía! Sus representantes álzanse a una con todos los privilegios y todos los provechos congénitos a estas instituciones de casta, y luego, al toque de sus conveniencias, pretenden pasar como particulares e irse por donde se les antoje, sin género ninguno de circunspección propia y sin miramientos a lo que significan en el mundo. La Emperatriz viuda y madre tiene derecho a toda clase de respetos por su posición y por su sexo; mas debe también ella, o los que tal viaje le han aconsejado, guardarlos a gentes tan susceptibles como son siempre los vencidos. Pues qué, ¿no buscaba con mucha razón el emperador Guillermo [I], cuando entró vencedor en París, de Príncipe y de joven, allá con los aliados el año 14, un desquite a Jena(53) y una venganza de los insultos a su madre inferidos por Napoleón el Grande? Consideremos el mundo, y procedamos con arreglo a lo que nos impone su reconocida complexión y naturaleza. Para convencerse de cómo anda todo, no hay sino ver que a mediados de mes hubiera sido más barata que a fines la excursión de S. M., pues no hubiesen bajado los fondos todos en las Bolsas europeas al preciso momento de la última liquidación mensual. ¿Quién le habrá podido aconsejar a la Emperatriz un acto de tal género? Indudablemente (dicen) que la persona del embajador francés, y sin para cosa ninguna contar con el ministro de Negocios extranjeros en Francia. Pues no puedo explicarme tal error en persona tan lista sino por la explicación que doy a tantos errores como suelen cometer los emigrados respecto de la patria lejana y ausente, a espejismos dibujados en el horizonte o en los ojos por la separación y ausencia del suelo nativo. ¡Dios quiera sacarnos en bien del viaje de la Emperatriz!

     No podemos apartar de Francia nuestros ojos, pues diríase que lleva sobre sí esta inspirada nación los destinos de la humanidad. El problema que hoy priva más en Europa y más a la humanidad entera, cuando tantos y tantos surgen, resulta el problema de las relaciones entre su clero católico y su República liberal en pueblo tan eximio. Desde que pronunció un discurso republicano el arzobispo de Argel en banquete ofrecido a la Marina, y luego las músicas religiosas entonaron la Marsellesa, el debate sobre la doctrina y la conducta del clero en sus relaciones con el Gobierno republicano, a la verdad no tiene tregua, pues el ánimo y el espíritu estarán en tensión indudable, hasta las completas y definitivas soluciones. Así no conozco pregunta que tanto se haya repetido como la que interroga, si el Papa esta con las declaraciones republicanas del arzobispo Lavigerie o contra. Abrid cualquier periódico y las encontraréis a cada columna repetidas. Los impacientes y los nerviosos quisieran una respuesta clara, como la que pudiese dar un publicista de cualquier parte a un examinador e interrogante de cualquier calidad y origen. Desconociendo la soberana prudencia del Vaticano; aquella circunspección propia de quien goza un poder moral tan enorme y puede contraer una responsabilidad histórica tan duradera; el respeto guardado por todos los sacerdocios a todas las tradiciones, hurgan muchos a León XIII, para que declare con declaración paladina, sin ambages y sin reservas, como si el Pontificado no tuviese consideraciones que guardar, él, tan por todos considerado, cuál decisión toma y cuál sentencia dicta. Pero el Papa, muy reservado, en cumplimiento de sus deberes y en observancia de su tradición secular, dice lo relativo a política y a su desarrollo con una extraordinaria mesura. Y lo dicho por él basta para sondear hasta el fondo último de su pensamiento que parecía insondable. Dadas las relaciones entre los Estados modernos y la Iglesia católica, tendentes de antiguo a formar como los órganos de un solo cuerpo con el trono y el altar, una indicación dividiendo los intereses pontificios de los intereses políticos basta para la nueva orientación de las sociedades modernas y para el comienzo de una inteligencia verdadera entre la fe cristiana y la libertad democrática. Repugnando el Papa unir la suerte del Catolicismo a la realeza, rinde al progreso un homenaje tan profundo y le presta un servicio tan grande que no puede pedírsele más en este período, sino por quién ignore la naturaleza y el ministerio de institución tan alta como el Pontificado. Así, un hormigueo de continuas peregrinaciones dirige sus pasos a Roma en busca de la correspondiente aclaración, La necesitan hoy con mayor imperio los católicos que se han republicanizado y la piden a una con mayor urgencia. El político heredero de la gloriosa tentativa iniciada por Raoul. Duval para unir los conservadores franceses con la República vigente, M. Piou, hase ido a Roma y recabado con fortuna del Papa un prudente comentario a las palabras pronunciadas por Mons. Lavigerie confirmativo de la propensión del Pontífice a las instituciones republicanas. En cuanto se ha sabido esto, el monarca honorario, Felipe de Orleans, ha enviado un orador tan aristócrata, como Haussonvile, con los rayos de la excomunión apercibidos para fulminarlos a una sobre todos los conservadores monárquicos y católicos capaces de cualquier veleidad republicana. Pero Piou ha respondido con arrogancia que no puede ligarse la Iglesia, la propiedad, la familia, la religión, los intereses de la estabilidad social a forma de gobierno, tan destruida en el suelo francés como la forma monárquica. Y vista semejante insistencia, escudada tras nombre tan prestigioso cual el nombre de León XIII, ha ido el señor obispo de Angers al Vaticano, so pretexto de una visita episcopal y de liturgia, pretexto que no ha colado en Europa, pues acaba de ver al Papa, y, no obstante la prudencia y la reserva eclesiástica, el malhumor de tan combatiente Prelado ha trascendido a todas partes y determinado innumerables comentarios. Freppel se distingue por sus arrojos de combatiente. Dentro de las conveniencias religiosas, a que no falta nunca, paréceme un Casagnac: verdadero con báculo y mitra. Esta complexión guerrera crece por fuerza en su cargo de diputado, que le obliga y constriñe a perdurable lucha. Y en las diarias luchas pierden hasta los más serenos ánimos el sentido de lo justo. Así el gladiador no ha podido comprender cómo el Pontífice no ha bajado a su arena. Y no ha bajado, por absorto en la serenidad celestial, propia de su ministerio altísimo. Hasta la duquesa de Uzes, la célebre captadora de Boulanger, ha ido a Roma, quizá en la seguridad completa de que puede la tiara venderse como en tiempo de las Marozias. Pero el Papa no es Boulanger; y se ha resistido al áureo prestigio de la célebre compradora, no obstante llegarle por mil conductos cómo se aperciben los monárquicos franceses a mermar su dinero, el dinero de San Pedro mejor dicho, si bendice la trilogía sublime que forman la libertad, la democracia, la República. Solamente a quien desconozca por completo el enlace de una idea con otra en la serie lógica del desarrollo dialéctico de todo sistema, puede maravillarle que, dentro del Catolicismo, se haya encontrado, como natural consecuencia, la República. Un Evangelio como el nuestro, dictado a favor de todos los oprimidos; una vida y una muerte como la vida y la muerte del Salvador; unas indignaciones como las fulminadas por los profetas sobre los tiranos; aquel sermón de la montaña tan sublime; los acentos republicanos del Magnilicat; los coloquios de Cristo con la Samaritana en favor de los derechos del espíritu a sus creencias religiosas; la confederación democrática, compuesta por los obispos frente a los bárbaros; el combate con los poderes monárquicos durante siglos y siglos; la igualdad y la fraternidad naturales al Cristianismo, traen consigo tal acerbo de pensamientos y de afectos propicios a la República y a la democracia, que no pueden menos de cuajarse por necesidad en verdaderas instituciones. Así como trajo la sinagoga el Evangelio sin quererlo y sin saberlo, el Evangelio ha traído a su vez la República. Por consecuencia, nadie se ha extrañado menos que yo, iniciador de la reconciliación entre la Iglesia y la democracia desde las alturas del gobierno un día, nadie se ha extrañado menos que yo del asentimiento publicado por los periódicos del Pontífice a las ideas de su hermano en la Iglesia ecuménica el cardenal y arzobispo Lavigerie. Lo que traen, así los movimientos de las ideas creadoras como los movimientos del tiempo eterno, jamás podrá evitarse por género alguno de sofismas.

     Esta especie de agitación teológica saludable se nota en los pueblos protestantes también; y para enterarnos debemos ver lo que pasa en Alemania e Inglaterra. Las disposiciones tomadas por el Emperador en materia religiosa, desde luego revelan en él un propósito de poner en ejercicio sus facultades varias de supremo jerarca sobre su Iglesia, cual ha puesto las de generalísimo sobre su ejército y las de César sobre su Imperio. No hay mucho que calcular para presentir con cuál terquedad el joven César luterano defenderá la Iglesia ortodoxa, la Iglesia unida, tal como su ilustre bisabuelo, el heredero inmediato de Federico II, la ideara en sus combinaciones religioso-políticas. Un proceder así está en sus antecedentes, en su historia, en sus compromisos, en todo cuanto se halla por naturaleza propia, por atavismo, a su persona vinculado, según mil varias y diversas con causas. Guillermo II nunca se desasirá de la ortodoxia. Mas, aunque la ortodoxia protestante pueda llegar en la reacción política tal vez allende la ortodoxia católica, en todo cuanto al dogma se refiere, admite una latitud completamente desconocida en el catolicismo, cuya rigidez canónica y dogmática nada puede poner en duda. El inmenso trabajo metafísico iniciado en Leibnitz y concluido en Lotze y Hartmann, compenetra la Iglesia oficial misma de su espíritu, y le sugiere, así para la Exposición del dogma cristiano como para la historia del desarrollo suyo, una multitud incalculable de ideas, bien comprensible dentro de la fluidez, y de la variabilidad, y de la grande amplitud naturales en la Reforma. Imposible pasar almas como el alma de Kant, Fichte, Schelling y Hegel, sin que tal paso por la mente nacional deje de trascender a todas las manifestaciones sociales. Kant y Fichte, puros metafísicos, tenderán a comentar la religión natural más que la religión positiva; pero Schelling y Hegel, que llevan su idealismo el primero al Universo, el segundo al Universo y a la Historia, tratarán de comentar y explicar hasta el cristianismo por su sistema. Hegel, además de metafísico, de naturalista, de historiador, se mostró teólogo tan admirable como admirable maestro en estética. Tal pensador no podía menos que tener extraordinarios discípulos, y estos discípulos habían de ingerir su pensamiento en el mundo luterano eclesiástico. Las exageraciones de la escuela ortodoxa llevaban por necesidad los ánimos con verdadero impulso hacia las escuelas filosóficas. Ninguna tan dominante entonces como la escuela hegeliana. En su afán de constituir una síntesis, dentro de la cual cupieran todas las manifestaciones de la actividad, Hegel acepta la religión como fase necesaria del espíritu, como instante preciso en el total desarrollo de la idea. En este concepto servía su sistema a los teólogos. Pero la religión, superior al arte en la teoría de Hegel, es inferior a la filosofía. En este concepto servía poco, muy poco, el sistema hegeliano a los teólogos protestantes. No era posible que las almas piadosas admitiesen, como manifestación más digna de fe, más pura, más luminosa, la ciencia humana, que las revelaciones tradicionales de Dios. Y los excesos de la escuela teológica habían sido tales y tantos, que el sentido general se refugiaba, huyendo de ese dogmatismo asolador, en el seno de la filosofía, donde a lo menos el aire de la libertad volvía a refrigerar y templar las almas. Uno de los teólogos más eminentes de este tiempo y de esta tendencia era Daub. Y Daub se extasiaba, primero ante la contemplación de las fórmulas kantistas; de su imperativo categórico, dictado por la conciencia como ley suprema del deber; de su pura subjetividad, donde el individuo recababa para sí todas las libertades internas; de su severa y austerísima moral; de su Dios, enterrado en las frías eminencias donde la razón pura se aísla, y resucitado luego en los hondos valles de la realidad, en la razón práctica; y desde la filosofía crítica se precipitaba de un salto, como tocado de vértigo, en el inmenso océano del idealismo objetivo; en su vida embriagadora, en su naturaleza exuberante, en su magnetismo misterioso, en sus corrientes eléctricas, en su gigantesca flora de ideas, en su intuición sobrenatural, en sus milagros y en sus revelaciones; para irse después, como cansado de todo reposo, como repulsivo a toda constancia, hacia el hegelianismo y sus viajes eternos desde el ser primitivo a la idea pura, desde la idea pura a la dialéctica, desde la dialéctica a la naturaleza, desde la naturaleza al Estado, desde el Estado, que se desarrolla en mil formas y que vive en innumerables siglos, al arte, que pone el Universo material sobre la conciencia en el Oriente, que armoniza el espíritu y la materia en Grecia, que eleva el alma sobre la naturaleza en el mundo moderno; y pasa de allí a la religión, y de la religión a la filosofía, siempre bajo una ley de contradicción, la cual engendra abiertas oposiciones, para resolverlas en síntesis y trinidades sublimes; hasta llegar por fin a la plena conciencia de sí misma, siendo la idea, por esfuerzos sobrehumanos y por desarrollos sucesivos, eterno y absoluto Dios. Marheineke es el gran teólogo de la escuela hegeliana; lucha por consecuencia contra todos los extremos, así contra aquellos que se entregan, retrocediendo, al idealismo objetivo; como contra aquellos que caen por completo en los excesos y en las violencias de la extrema izquierda hegeliana. La ciencia es el desarrollo lógico de la idea en sí; la teología, por consiguiente, a su vez, el desarrollo lógico de la idea como Dios. La idea de Dios no es una pura representación de Dios, no es un puro espejo donde Dios se refleja: es Dios mismo, inmanente en el alma del hombre. La idea de Dios no comienza a tener conciencia de sí misma, sino cuando un objeto exterior a ella la solícita fuertemente a definirse, a concretarse, y este objeto es el Evangelio. De aquí la revelación, a la cual se somete ciegamente la idea recién nacida, como el niño se somete a su madre. Y de la revelación, tenida por sobrenatural, proviene la fe ciega y obediente; pero esta fe primitiva, esta creencia ciega, es el borrador primero del conocimiento y el grado más elemental de la idea. No hay certidumbre verdadera sino en el momento en que el objeto de la fe se reconoce por la filosofía, como idéntico y uno con el contenido de la conciencia subjetiva. La dogmática es la fe comprendiéndose a sí misma. Así como la conciencia de Dios no se revela en el hombre, sino por la tesis y la antítesis, la dogmática no se presenta sino en forma de contradicción. Pero como todas las contradicciones se resuelven al cabo en verdaderas armonías, el descubrimiento de estos principios está llamado a reconciliar todas las iglesias. La división del sistema se explica por estas premisas filosóficas. En su desarrollo lógico, la idea divina «Dios» se concibe primero como sustancia absoluta, y por consiguiente impersonal. Así el ser de Dios y sus atributos constituyen la parte primera de la teología dogmática. Distinguiendo en seguida de este espíritu absoluto aquel espíritu que lo piensa, que lo ama, que lo adora; la dogmática, en su segunda parte, trata del Hombre-Dios, revelado en su Hijo. La idea divina rompe en Cristo su forma subjetiva, y se eleva, sin dejar de ser individual, a universal, como Cristo, sin dejar de ser hombre, llega a ser Dios; hasta que el espíritu adquiere plena y definitiva conciencia de sí mismo en el seno de la Iglesia. Y la ciencia de la Iglesia forma la tercera sección de la dogmática. Si el hombre se niega a sí mismo la posibilidad de comprender a Dios, niega en el mismo hecho a Dios, puesto que el pensamiento del hombre no es otro sino el pensamiento del Creador. Dios es comprensible. El conocimiento de Dios se llama religión. La historia religiosa es el desarrollo del trabajo empleado para llegar a la idea de Dios, y el desarrollo del trabajo empleado por la idea de Dios para llegar a su vez a la plena conciencia de sí misma. La religión cristiana es la religión definitiva; porque en ella el espíritu llega a la plena evidencia de ser en sí mismo absoluto. Como la idea de Dios es Dios concibiéndose a sí mismo, no puede haber otra prueba de la existencia de Dios, sino esta idea misma, Dios es pensamiento. Y como el pensamiento es idéntico al ser, Dios es el ser. Sus atributos se refieren a la substantividad, al Padre; a la subjetividad, al Hijo; y a la beatitud, al Espíritu Santo. La creación es eterna, incesante, sin ningún género de interrupciones, ni eclipses, necesaria, porque sin ella Dios no sería más que una abstracción. El objeto de la naturaleza es revelar Dios a Dios mismo. Idéntica a lo absoluto en cuanto a su esencia, diversa en cuanto a su individualidad; el alma humana es la imagen de Dios. La identidad, que confunde el espíritu finito con el espíritu infinito, como el feto está confundido con el vientre de su madre, constituye la inocencia o el estado inconsciente. El espíritu se distingue pronto en subjetivo y en objetivo, y por consecuencia se distingue de Dios. Y el individuo llega pronto al egoísmo, y somete el mundo a sus goces. De aquí el nacimiento del mal. El pecado tiene su raíz en la naturaleza del hombre. El pecado es primero original, vicio inherente a nuestra naturaleza. El hombre no puede existir sin Dios, ni Dios sin el hombre, porque lo finito necesita de lo infinito, y lo infinito de lo finito. Dios y el hombre son eternos. Dios es esencialmente Dios Hombre, y el hombre es esencialmente Hombre-Dios; y las religiones no tienen más objeto que divinizar al hombre y humanizar a Dios. El Cristianismo es la síntesis absoluta de lo finito y de lo infinito. El Cristo histórico es la realización del ideal divino en una individualidad humana. Todo por el mundo, nada para sí propio, es su divisa. Así domina todo instinto, borra todo pecado, sujeta toda pasión, y es el centro luminoso de la Historia. Cristo se llamará siempre nuestro Redentor, porque nos ha mostrado con el ejemplo de su vida y de su muerte que es posible llegar a la santidad. Su vida es la realización de la virtualidad de justicia existente en la naturaleza humana. Dios se descompone en trinidad y se recompone en unidad. El individuo muere, pero la personalidad es inmortal, y de grado en grado de perfección subirá hasta Dios. Tal aparece a los ojos de la posteridad el pensamiento religioso de Hegel, encaminado a reconciliar el Cristianismo con la filosofía. Este pensamiento se hallaba representado en la Iglesia germánica por quien parecía con mayor derecho a representarlo, por un hijo del gran Hegel. Presidente del Consistorio de Brandeburgo, núcleo de la monarquía en Prusia, ocupaba lugar eminentísimo y propio para influir sobre la conciencia de sus conciudadanos e impeler las ideas religiosas hacia los ideales de su padre. Y no ha dimitido tan sólo este personificador de la idea filosófica-cristiana, también ha dimitido quien personificaba otra más ortodoxa tendencia, también ha dimitido Hermer, presidente del Consejo superior de la Iglesia unida en Prusia. Esta unión de las dos Iglesias protestantes, predicada por el ilustre orador Scheleimaker, más para hecha por medios morales, hízola de golpe y porrazo un rey tan extraño, como el heredero de Federico. Supremo jerarca de todos estos institutos religiosos, nacidos unos de la tradición y otros de la Historia, es el joven Guillermo, por lo que intenta con reflexión tenerlos a todos bajo su poder y dirigirlos según su guisa. La Iglesia protestante no adolece del absolutismo que su imperial Estado en Alemania. Bajo un régimen parlamentario vive, pues Parlamentos deben llamarse aquellos consistorios formados de pastores evangélicos y de cristianos laicos. Tal composición trae una muy natural consecuencia, el combate continuo entre ambos factores, propenso el uno al acrecentamiento de la influencia eclesiástica y el otro al acrecentamiento de la influencia civil. Hegel ha tendido siempre a la reacción luterana, renegando así del Cristianismo humanitario que su padre difundiera, con lo cual, no solamente ha olvidado una gran idea, sino que también ha olvidado su gloria personal y el brillo de su ilustre familia. Metido en tal empeño, tiende a incapacitar a los pensadores progresistas, por grandes que parezcan, para el ejercicio y profesión de sus cátedras. El ilustre historiador de la filosofía griega, Zeller, que ampliara las maravillosas ideas de Hegel en esta materia tan sublime y alta; Welhausen, el historiador de Israel, no han encontrado piedad a sus ojos. Ha llevado el hijo su descastamiento al extremo de regalar la mesa en que su ilustre genitor, a quien debiera nombre y vida, escribió dos monumentos de la ciencia humana como su Estética o Filosofía de las Artes y su Fenomenología del Espíritu. Por eso la dimisión suya y la dimisión del cómplice que le ayudaba en impeler atrás las ideas religiosas de Alemania, muestran cómo hasta la fe cristiana hoy atraviesa una crisis en el Imperio, y cómo todos los alemanes en todos aquellos territorios, o algo temen, o algo esperan de su Emperador. Cuando éste arenga, con una elocuencia semi-pajarera, en discursos entre pretorianescos y místicos, a los caballeros feudales de Brandeburgo; cuando, a guisa de Parsifal o de Lohengrin, como si estuviese por Dios destinado a guardar el Santo Graal, el misterioso cáliz en que beben los ángeles del cielo, pronuncia tocatas wagnerianas en los oídos muy abiertos de los mílites a la teutónica orden adscritos como los cachivaches de antaño a los museos arqueológicos, creeríaisle un aparecido y evocado por impenitente reaccionario; mas así que despide al energúmeno anti-semita llamado Hæker, o constriñe para que presenten su dimisión de altísimos cargos religiosos a Hegel y a sus cómplices, lo tomaríais por un innovador y un revolucionario. ¿Qué es? Averígüelo Vargas.

     Todas estas agitaciones religiosas demuestran que no está el mundo moderno tan alejado de lo ideal como creen algunos torvos o extraños pesimistas. Lo que nunca perdonaré yo a muchos pensadores contemporáneos es el empeño insensato de sostener y propagar el ateísmo. Desconfiemos de todos aquellos sistemas que suprimen adrede, y por prejuicios y preocupaciones verdaderamente sistemáticas, ora la razón, como quieren los místicos exagerados, ora la intuición, como quieren los exagerados racionalistas; ya la fe viva en lo sobrenatural y divino, ya los arrobos y los éxtasis de la poesía y del arte. La verdad es que, mientras el filósofo en sus abstracciones y en sus apotegmas niega la necesidad imprescindible del sentimiento religioso, los corazones heridos por la muerte de los seres amados buscan más allá del sepulcro esperanzas y consuelos inenarrables; los arquitectos erigen templos y altares, donde van a cuajarse aquellas lágrimas y aquellos lamentos, brotados de nuestros dolores eternales; los pintores trazan esas vírgenes revestidas de la luz increada y ceñidas de inextinguibles estrellas, que guardan en su mirar extático nuestras nostalgias celestes; y los músicos y los poetas llenan el espacio inmenso que se dilata entre las miserias nuestras y lo infinito misterioso con himnos, a cuyas cadencias el movimiento de nuestro corazón se acelera, el vuelo de nuestra inteligencia se agranda, y nosotros, gusanos del estiércol, infusorios perdidos en el llanto, generados por la corrupción, puestos bajo el dominio de la muerte, nos creemos ángeles descendidos del cielo por misteriosa manera, y al cielo destinados por una sublime transformación de nuestra contingente naturaleza. La razón pura podrá decirnos que el paso de los seres contingentes al ser necesario sería un salto mortal de la imaginación más que una deducción lógica del entendimiento; que la existencia de una idea en la mente no supone surealidad en el espacio, y, por lo mismo, la perfección aparecerá como un arquetipo del alma, cuya existencia espiritual no implica la existencia real de un ser absoluto y perfecto; que las armonías y el orden reinantes en el Universo no suponen la conclusión racional de un Supremo Hacedor omnipotente, incomprensible a todas nuestras especulaciones e indemostrable por el estrecho criterio de nuestra experiencia: mientras meditamos absortos en una larga meditación sobre todos estos argumentos, álzanse los ojos al cielo estrellado, ábrense los oídos al coro de las aves, sube la idea en raudo vuelo al círculo de las esferas luminosas, el dolor nos trae a los labios amargados la oración, el sepulcro nos comunica la esperanza de nuestra inmortalidad; y el Dios, negado por la razón abstracta en sus apotegmas teóricos, ¡ah! surge como un sol místico, esclareciendo y avivando todos los seres a una en el Océano infinito de la vida. Naturalmente, Dios no es demostrable, porque no hay verdad ninguna que pueda contener en sí esta verdad suprema y eterna. Mas ¿por ventura no hay en las ciencias mismas cosmológicas, en las ciencias exactas, mil principios verdaderos que no pueden por prueba ninguna vigorosa obtener una demostración? Las ciencias matemáticas, las ciencias más exactas, se fundan sobre teoremas conocidos con el nombre de postulados, los cuales son de una evidencia irrefragable al par que de una demostración imposible. Demostradme por algún medio esta verdad evidente, a saber: que las líneas paralelas no podrán encontrarse jamás ni en lo infinito. Demostradme otra verdad, que dos líneas no cerrarán una superficie. Tronáis contra la metafísica, y en todas partes, y a cada minuto habréis de tropezar en la metafísica. Vuestra ciencia tiene por principal principio el átomo, y el átomo no se ve ni se toca en punto alguno del espacio y en instante alguno del tiempo. Habláis de la fuerza y de la materia, cuando la unión entre vuestra materia y vuestra fuerza resulta de suyo tan inexplicable como la unión de mi alma con su cuerpo y de mi planeta con su Dios. Decís alcanzar todos los misterios de la fisiología, y no alcanzáis la razón de que la imagen invertida en la retina rectifique tal inversión en el nervio llamado por antonomasia óptico. Está vuestro universo material tan rodeado de misterios como el Dios de mi conciencia y de mi alma. Por eso admiro yo tanto las grandes almas, como el alma de Gladstone, adscritas a una creencia religiosa, y dentro de su creencia personal abiertas a la tolerancia cristiana. La proposición presentada por el gran orador pidiendo a la Cámara de los Comunes que pueda ser un católico gran canciller en Inglaterra y visorrey en Irlanda, honra su nombre. Pocas religiones tan del Estado como la religión anglicana. Intereses políticos, voluntariedades regias, pasiones varias, y hasta misterios de alcoba, cambiaron allí la Religión católica en religión denominada con fundamento anglicana por su carácter exclusivamente insular y británico. Enrique VIII produjo lo que llamaban la cisma de Inglaterra nuestros padres, para poner la primacía de su persona sobre los Papas y sobre los cleros, así ortodoxos como heterodoxos. A virtud y eficacia de tal pretensión, castigó con pena de muerte a dos católicos y dos protestantes, audaces hasta negarle su eclesiástica primacía; sólo que ahorcó a los protestantes y quemó a los católicos. Tal resultaba la iglesia de Inglaterra, que seguía las mismas oscilaciones del Estado. Reinó Enrique VIII, y la iglesia fue anglicana; reinó Eduardo VI, y la iglesia fue protestante; reinó María Tudor, y la iglesia volvió al dogma católico; reinó la hija de Ana Bolena, y la iglesia recayó de un modo definitivo e inapelable ya en la ortodoxia luterana, conservando siempre cierto carácter nacional, y esgrimiendo, según la exigencia de su propio interés, persecuciones horribles. La monarquía ejerció, pues, un tal pontificado en Inglaterra, que con su amor a la legalidad, el cual hízola llegar hasta recibir como Rey al hijo de su víctima ilustre, al vástago de María Estuardo, no pudo consentir en su trono a la tercera generación de príncipes católicos, y buscó en una revolución príncipes protestantes, aunque fuesen extranjeros. Por esta serie de tradiciones me parecen de suyo tan excelsos todos cuantos estadistas se han sobrepuesto a las fuerzas oficiales, mantenedoras de los antiguos privilegios anglicanos, y los han abierto al espíritu y al viento de la libertad. La última proposición de Gladstone corona un edificio bien gigantesco, la supresión de aquella iglesia protestante que llevaba la católica Irlanda, como la marca de una esclavitud, cuyos últimos eslabones romperá el divino Viejo, por un favor providencial bien justo y bien merecido, antes de su muerte. Precisa esperarlo del Dios de la libertad. Así nos lamentamos todos los liberales a una de que el convenio entre las dos fracciones irlandesas entre sí mismas y con Gladstone acaba de romperse por la terquedad invencible de Parnell, empeñado en guardar su jefatura, bajo la cual el partido irlandés no puede, no, dejar primero de escindirse y luego disolverse. Teme el Emperador estadista que lleguen los celtas en sus retrogradaciones futuras, a creerle víctima de un atavismo irremediable, que le condena, como nuevo Edipo, a, por un salto atrás de su aristocrática sangre inglesa y de su fe viva y protestante, revolverse contra la tierra y contra la gente celtas. Tal como se va en esta ocasión poniendo el desvariadísimo, delátase a sí propio de un crimen imperdonable, de poner su jefatura personal sobre la libertad y sobre la patria. Su horror a Gladstone, al admirable redentor de Irlanda, no puede comprenderse y explicarse hoy, sino por la dureza del corazón y de la memoria que se llama en todas las lenguas con el odioso nombre de infame ingratitud. Mal momento ha escogido el irlandés para herirle. jamás un estadista se levantó a tantas alturas morales como ahora Gladstone. El discurso último en defensa de que los católicos lleguen a dos dignidades que les vedan leyes y costumbres, a cancilleres de Inglaterra y Visorreyes de Irlanda pasa en estos instantes por todas las grandes almas europeas como un soplo del cielo. Parécenos que las palabras de humanidad, vibrantes en aquellos labios inspirados; las invocaciones en pro del derecho de los que fueron seculares contrarios a su Iglesia; la idea de justicia brillando sobre las conveniencias y las utilidades pasajeras; todo ello, expresado en lengua digna de los profetas antiguos y contenido en obra de arte inmortal, resplandece como una idealidad y resuena como un himno, a los cuales nuestra especie se transfigura y asciende un grado más hacia la posible perfección. Y cuando tantas furias de intolerancia se desatan por todas partes, aquí en España los obispos católicos fulminando sentencias de proscripción sobre los que quieren aliar la democracia con la Iglesia; en Rusia los legisladores volviendo sus códigos al horror de la Edad Media; en Francia los republicanos creando una especie de Jacobinismo intransigente y ortodoxo; en todas partes los antisemitas destruyendo la igualdad sobre las conciencias y empujando atrás la sociedad; palabras como las dichas por el orador excelso, bajo las bóvedas sublimes de aquel Parlamento sacro, tráennos consuelos a los dolores presentes, muy necesarios en la tribulación, y esperanzas en que las generaciones por venir jamás destruirán la obra religiosa nuestra de libertad y de paz.

     Así, nos place mucho ver en Roma un gobierno que no sea, ni tan por extremo anti-francés, ni tan por extremo anti-clerical, como el gobierno de Crispi. Las relaciones del nuevo presidente con la derecha le prestaban cierto aire de retroceso, repulsivo a nuestra conciencia, y le teñían de cierto matiz muy conservador, nada grato a nuestra vista. Pero se notan dos propensiones en su política muy plausibles, y a las cuales un verdadero demócrata liberal tendrá que prestar todo su concurso. La propensión al desarme y la propensión al ahorro merecen universal aplauso. Yo conozco muy bien la grande autoridad necesaria en los llamados a emprender obra tan extraordinaria y excelsa. Yo conozco muy bien las aptitudes que para desempeñar un ministerio hay en Rudini, y sus deficiencias para personificar toda una situación. Mediana oratoria, mediana riqueza, mediana política, mediano carácter, decía de Rudini(54) un diario del Piamonte. Pero, ¿quién sabe si todas estas medianías concluirán por componer un verdadero estadista, como varias candelas concluyen por componer un cirio pascual? Rudini está rodeado por hombres de verdadero mérito. Si el senador Ferrari, ministro de justicia, octogenario, reemplaza con desventaja en el ministerio a un repúblico del valor de Zanardelli, en cambio Luzzatti representa la ciencia económica de su tiempo, Villari la ciencia histórica, Nicotera la tradición liberal, catedrático en Universidad, como la de Padua, tan gloriosa, Luzzatti, de origen semítico y de religión judía, logra la gloria de representar un triunfo más de la tolerancia religiosa, por ser el primero entre los de su fe y sangre que llega en el pueblo italiano a las alturas del gobierno. Muy experimentador, el estado social de su patria le debe muchos cuidados, y los libros que sobre tal punto ha escrito le granjean mucha consideración. Así procurará iniciar el nuevo régimen social, un régimen que huya de la guerra y prospere a conciencia el trabajo. únicamente hallo a su breve administración esta falta, que denuncio como la veo, su empeño en robustecer y aumentar contribución añeja, tan desmoralizadora de los pueblos meridionales, como la triste lotería. Pero, con esto y con todo, Luzzatti será un buen ministro de Hacienda. También lo será bueno de Instrucción Villari. Yo he leído mucho sus libros y admirado mucho las enseñanzas en ellos contenidas. Casualmente ha estudiado con esmero dos personajes tan opuestos y tan extraordinarios como aquel Savonarola que intentó fundar la República de Cristo(55), y aquel Maquiavelo que intentó fundar la Monarquía de Satanás. En el aire y en el suelo, y en los monumentos, y en los recuerdos italianos hay mucha política que recoger y muchas revelaciones que mirar. El primero entre los dones de familia nacional tan excelsa resulta la destreza, que pide siempre una ejemplar prudencia. Y si se necesita esta virtud en grado sumo al objeto y fin de cambiar sin sacudimientos peligrosos la orientación del espíritu italiano, muy desorientado hace tiempo, servirá también a esta obra el prestigioso Nicotera. Un poco violento, como Crispi, a la postre, sus violencias propias le han golpeado y herido más a él que a todos aquellos contra quienes las asestara. Vuelto al poder tras larga experiencia, tendrá Italia en Gobernación un ministro experto. Bien lo necesita, pues vanle faltando sus hombres más eminentes. La muerte de Magliani abre un hueco en la Cámara que pocos podrán rellenar. Habiendo hecho conversiones cuantiosísimas, abolido el curso forzoso del papel-moneda, manejado incalculables tesoros, ha muerto muy pobre; y la nación le ha pagado sus virtudes y su ciencia en unos esplendorosos funerales. Volvemos a decirlo: Italia, como Europa, no puede salvarse ya sino Por estos tres lemas: libertad, economía, desarme. Cuando veamos la realización completa de tal trilogía, nos moriremos en paz.

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