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8. Noviembre 1892

     Elecciones en Portugal y en Italia.-Necesidades múltiples de las sendas situaciones económicas en ambos pueblos.-Temores de una revolución general como el estado general de los intereses no mejore.-Ceguera del partido conservador español en este respecto.-Errores crasísimos del Gobierno francés en la huelga de Carmaux.-Suicidas resistencias de los poderes belgas al sufragio universal.-El Imperio alemán y el canciller cesante.-Lucha entre ambos.-Justo castigo a Bismarck por sus errores.-Las fiestas en honor de Lutero.-La reforma protestante.-Horrores en París y debilidad del Gobierno francés.-Conclusión.

I

     Dos Estados latinos hoy se hallan en pleno período electoral: el itálico y el portugués. Acaso por el crecimiento de los partidos en el polo ártico y en el polo antártico de la política; o acaso por la confusión provenida en los partidos medios y gobernantes de una grande aproximación mutua, en la cual se han hecho más conservadores los liberales y más liberales los conservadores; sea por una razón o sea por otra; lo cierto es que no hay gran distancia entre los combatientes y no acierta uno con la diferencia que distingue a Crispi de Rudini o a Ferreira de Martins. Lo único de notar en las elecciones itálicas y lusitanas es lo mucho que le ha costado al Presidente del Consejo en Portugal sacar a los electores un acta y lo mucho que ha trascendido la oración del ex-ministro de Hacienda Colombo acerca de las economías indispensables al Tesoro italiano. Dígase cuanto se quiera; el período, que atraviesa hoy Europa, es un período, en su esencia, económico puramente. Problemas sociales, tratados mercantiles, arbitraje internacional, desarme; todo cuanto priva hoy en la opinión universal se nos aparece bajo su aspecto económico principalmente Así, en vano Zanardelli habla de imperio del gobierno laico sobre la Iglesia Católica; en vano Crispi se humaniza y admite una presidencia del Consejo bajo sus émulos y rivales; en vano Cavalloti propone nuevas orientaciones hacia su ideal Progresivo: lo que todo el mundo pide y todo el mundo desea es una sabia economía en los gastos y una grande regularidad en los ingresos que nos facilite y allane, cosa indispensable a todos, el tránsito desde un estado militar, como el que ahora impera con estos ejércitos innumerables, a un estado económico, como el que habrá de imperar cuando reemplacen los cambios a los combates. Y para penetrarse y convencerse del fundamento de mi aserto basta con recordar que los diputados de Alemania no se arriesgan a disminuir los años de servicio, porque tal disminución trae consigo aparejado un aumento de dispendios; que los proteccionistas franceses no bajan sus tarifas ante Suiza, siquier pudiera costarles cara cualquier inclinación hacia Germanía de la neutralidad helvecia; que los políticos helenos, tan idealistas, no entienden hoy oportuno reclamar Creta o Chipre o Macedonia, sino procurar el descenso de los cambios y el ascenso de los valores; que Rusia no busca tanto en la República francesa batallones aliados de su ejército como mercados abiertos a sus empréstitos; que tras inspiraciones revolucionarias de otros días han venido sobre nosotros, por las reacciones materialistas, subsiguientes a los accesos de idealismo, los intereses con su realidad incontrastable y su natural aspecto prosaico y utilitario, sin que pueda ni el más espiritualista desceñirse de la red que tienen tendida tales elementos con mallas apretadísimas a todo el mundo. Los futuros Parlamentos de Italia y Portugal, ¿hacen economías y combinan bien sus presupuestos? Pues con piedra blanca señalaremos sus respectivas aperturas. Pero si continúan arruinando sus sendos tesoros, a fines del siglo XIX podrían traer por el régimen militar una catástrofe tan espantosa como la revolución que trajo el régimen feudal a fines del siglo pasado. Entonces también la constituyente había llegado a una evolución política, que llevaba en sí misma muchas promesas de duración; mas como la corte de Francia no supo completar el régimen político aquel con un buen régimen económico, y despreció la salvación ofrecida por un reformador, cual Turgot, verdaderamente abrió a sus pies el abismo de las revoluciones y tuvo que subir del trono al cadalso. Hace pocos días hablaban los periódicos de apremios germánicos a Portugal para el pago de sus obligaciones con los súbditos alemanes, y hasta del embargo de un ferrocarril o de su consagración a estos pagos. Ya sabemos que todo esto es, no sólo dificultoso, inverosímil. Pero si las naciones apuradas dispendían su tesoro en fortalezas y armamentos y acorazados contra un enemigo problemático, y luego se les entra por las puertas un sindicato extranjero de acreedores, como le sucedió al Egipto, han hecho un viaje redondo.

II

     No hay miedo de meter tales ideas en la mollera de los conservadores hispanos, que os hablan, como de un bien apreciable, del aumento en los cambios y de la ruptura mercantil con Francia. La nación se queja, como puede, a los cuatro vientos, de su estado económico; y no significan otra cosa que amargas quejas e imperiosas advertencias esos motines diarios contra los consumos y contra los caciques. Nadie se propone derribar con violencia los Ministerios; y a cada paso hay un motín violentísimo contra los municipios. Y este motín quiere decir que forcejea el pueblo bajo la cadena de aquella parte del fisco que más de cerca le toca, y aborrece de todo corazón al delegado de los partidos que más de cerca lo explotan y oprimen. Como el estado económico no se mejore, poco habremos hecho con la mejora del estado político. De aquí mi monomanía de ahora, la monomanía del presupuesto de la paz, el cual no está reñido con el sostén de aquella fuerza indispensable a mantener dentro el orden público y fuera la neutralidad internacional. Y a esto atribuyo ahora yo la descomposición súbita en que ha entrado el viejo partido conservador, tan compacto antes, al olvido del ministerio y fin traídos al Gobierno. Cuando combatía por el orden, como llenaba y satisfacía una grande necesidad social, estaba vigoroso. Pero como ahora debe cumplirse y satisfacerse una grande necesidad económica, y no quiere desasirse de sus viejas tradiciones, ha marrado a su destino y descompuéstose por necesidad en una irremediable descomposición. Todo le ha salido mal y todo se ha vuelto en contra suya. Su régimen proteccionista en economía únicamente nos trae la ruina y el hambre. Su afán de acrecentar fortalezas, acorazados, contingentes, nos impele a la bancarrota con incontrastable impulso. Pensaba encontrar una rehabilitación en el Centenario y sólo ha encontrado una sima. Por querer dividir las fiestas, ha tropezado con una desorganización espantosa en esta fácil materia, que le ha traído sendos desórdenes en Madrid y en Granada, de los cuales no han salido muy bien por cierto, ni la unidad del partido conservador, ni la influencia del poder monárquico. Yo creo que un orador tan elocuente y persuasivo, como el señor Cánovas, no ha mostrado a la Reina de relieve todo cuanto significa Granada en la historia de nuestra gloriosa España, y con especialidad en el poema de nuestros poemas, en la historia del descubrimiento de América. La dinastía pudo no ir a Cádiz, no ir a Sevilla, no ir a Palos; pero debió, ante todo y sobre todo, ir a Granada. O estos recuerdos, como dice algún krausistón de los que atropellan el sentido común a la continua, no significan cosa ninguna, o significando mucho, como creemos todos, en Palos brillan más que los reyes Juan Pérez y Pinzón, en Cádiz o el Puerto más que los reyes los Medinacelis, en Sevilla más que los reyes los Geraldinis o los Medinasidonias, en Salamanca más que los reyes los Dezas, en Segovia más que los reyes los Moyas, en Toledo más que los reyes los Mendozas, en Burgos más que los reyes los Ferreres, en Aragón más que los reyes los Santángelos; donde los reyes brillan hasta ofuscarlo y oscurecerlo todo es en la Vega de Granada y en el Real de Santa Fé, cuando en el mismo año coincide con el remate de la reconquista secular el encuentro de la nueva creación. ¿Por qué no han ido los reyes a Granada? ¡Oh! Averígüelo Vargas. ¿Dónde ha estado la falta moral cometida en tal omisión incomprensible? No queremos buscarla, pero lo cierto es que con las deficiencias de los festejos en Madrid y con el apartamiento y dejación de Granada,. nuestro Gobierno se ha traído encima una cosecha de contratiempos la cual que pudiera producirle bien pronto una crisis muy honda, y traerle, como resultado natural, una muerte bien triste. No surge cuestión que deje de ocasionarle algún tropiezo y grande. Nada más fácil que haber salvado todas las dificultades traídas por los Congresos con el criterio de la libertad. Disuelve ilegalmente un Congreso, como el Congreso de librepensadores, comparable al Congreso de espiritistas por su inocencia, y luego deja que lancen los católicos la voz subversiva, cuyos ecos aclaman Rey al Papa, con detrimento del derecho de un Estado amigo. Así, no encuentra qué responder a las reclamaciones de Italia, cuando tan fácil hubiera sido argüirle con la naturaleza de nuestras instituciones, y el espíritu de nuestras leyes, los cuales, así como no permiten irle a la mano al ciego ateo, no permiten irle a la mano al fanático reaccionario. Vamos; están los conservadores abandonados de Dios.

III

     Cuanto más envejezco en la experiencia de los negocios públicos, menos desisto de mi culto al principio de libertad, según y conforme lo profesara yo en mis primeros años. Y no hay esfera donde se conozca la vitalidad de tal principio, como en la esfera tempestuosísima de los problemas sociales. En vano se dan de calabazadas los estadistas por formular en leyes lo que podrá el Estado hacer a favor de los jornaleros y en aumento de los jornales: todas las disposiciones arbitradas con este santo fin dañan mucho, y las mejores aparecen aquellas que no sirven para maldita de Dios la cosa. Así, no hay por qué maravillarse ahora si anuncié yo, en lo tocante a la huelga de Carmaux, que todo lo embrollaría la increíble intervención del Gobierno; y, con efecto, lo ha embrollado todo; al demonio no se le ocurre, al demonio, en pueblo tan bien montado como Francia, donde los poderes públicos se hallan distinguidos por la Constitución y dentro de sus correspondientes límites, convertir el jefe natural de lo ejecutivo en juez y dar a sus sentencias un puro aspecto moral, destituyéndolas de fuerza de obligar material, aunque dictadas por un poder coercitivo; con lo cual se han barajado todas las nociones del derecho público y producido una bien triste anarquía en todos los factores sociales, para la que no queda otro remedio en lo humano, sino la dictadura o el despotismo. Despedir una empresa particular a un dependiente suyo, a un capataz, porque, nombrado alcalde, no dispone del tiempo necesario para desempeñar su oficio, y meterse de hoz y de coz el Gobierno en cosa tan difícil de arreglar por administración, como fácil de arreglar por pactos particulares, francamente me parece un fenómeno extrañísimo, sólo explicable por la influencia deletérea que la escuela radical, tan desatinada en sus principios y en sus procedimientos, ejerce hoy sobre los gobiernos de Francia. M. Loubet no debió encargarse nunca, por ningún motivo, del arbitraje casi judicial entre los trabajadores de las minas y los propietarios, enzarzados en unas competencias, sobre las cuales tiene la legislación civil sus reglas escritas, y entre las cuales únicamente puede mediar con autoridad propia y resultados positivos el poder judicial. Un presidente del Consejo, ministro de la Gobernación por añadidura, ejerciendo el ministerio judicial desde su departamento, político y sólo político en su esencia, francamente, como deroga todas las nociones del derecho público moderno, perturba todos los intereses conservadores, eternamente representados por todos los gobiernos. Y no hay salida, siquier afirme la prensa ministerial francesa que se ha encargado Loubet de la sentencia judicial entre los jornaleros y los propietarios de la mina por virtud y obra de su carácter de ciudadano y no por virtud y obra de su carácter de ministro. Esta distinción sofística me recuerda el distingo de aquel célebre Papa guardador de cerdos, del Papa de las muletas, llamado Sixto V, quien como un Cristo milagrero hiciera milagros a favor de los enemigos del Pontificado suyo, y sudara sangre roja en doble detrimento de su poder monárquico y de su poder espiritual, asió un martillo con fuerza, y yéndose a él con resolución, lo rompió en pedazos diciendo: «Como Cristo, te saludo; mas, como madero, te parto.» ¿Cuál medio se podrá emplear para dividir a M. Loubet en ciudadano y ministro, tratándose de materias que son públicas y de gobierno? La manía del sofisma se palpa con sólo detenerse a considerar cómo Loubet, ciudadano, nunca jamás hubiera podido, respecto de cosa tan tocante al poder público y a las facultades del Estado como las amnistías, prometer lo prometido y anunciado por M. Loubet, ministro. El caso, dígase cuanto se quiera, para cohonestarlo con cualquier broma de sentido común, ha indignado a unos y afligido a otros, entre los amantes de la libertad en Europa. Sólo han vencido en toda la línea los radicales, que han marchado de ceca en meca para interponerse con escándalo entre unos huelguistas amenazadores y un Gobierno amenazado, reteniendo las tropas aquí, allá posesionándose de las prefecturas, más lejos acometiendo con tales y tan ruidosas invasiones al poder ejecutivo y al poder legislativo, que la indispensable autoridad del Estado queda por los suelos y los huelguistas hacen aquello que les ha placido con riesgo del orden general y en detrimento de la obediencia por todos a los poderes públicos debida y de la sujeción del pueblo a las leyes. Como la sociedad produce cuanto necesita, mientras no haya verdadero gobierno en Francia, estarán los franceses amenazados del cesarismo y de la dictadura.

IV

     Hay muchas razones para quejarse de que Francia se incline con peligrosa inclinación a una izquierda, en la cual se ocultan innumerables abismos; y hay muchísimas razones más para quejarse de que Bélgica se incline con peligrosa inclinación a una derecha, en la cual se ocultan abismos de otro carácter no menos profundos y tristes. En la naturaleza cada cosa engendra su semejante y en la política engendra su contraria cada cosa. Así, las inclinaciones de Francia hoy hacia una revolución desmedida engendrarán una desmedida reacción; y las inclinaciones de Bélgica hacia una desmedida reacción engendrarán una desmedida revolución. Está en lo peligroso el Gobierno francés aceptando el socialismo autoritario y está en lo peligroso el Gobierno belga rechazando el sufragio universal. No hay medio de reducir la propiedad moderna individual a un acervo común del que participen los trabajadores todos; mas tampoco hay medio de negar al pueblo la igualdad política, lógico y necesario complemento de la igualdad civil. En dando una sociedad a sus componentes idénticas condiciones de derecho y amparándolos por igual contra cualquier atentado a tal derecho, luego no necesita curarse del empleo de las facultades varias libres y del bien o del mal aportado a cada uno por su propia natural actividad y su libérrimo albedrío. No debe un Gobierno como el francés entrar en las competencias entre jornaleros y capitalistas, sino para dar seguridad al derecho de las dos partes disidentes, cual no debe un Gobierno como el belga, proclamando la igualdad de deberes en la tributación al erario y en el servicio al Estado, oponerse luego a la igualdad de derechos en el campo electoral y en el Parlamento moderno. Sin embargo, Bélgica resiste aquello que no puede impedir. Mientras el pueblo aparece cada día mas apasionado del voto popular, aparece cada día más enemigo el Gobierno. Todas las medidas de transacción propuestas por los jefes de las fracciones parlamentarias diversas han sido por la Cámara total rechazadas con una increíble arrogancia que retaba locamente al pueblo trabajador y comprometía mucho la suerte del orden público en lo por venir. La forma directa del sufragio popular existente hoy en España, y que reconoce a cada ciudadano mayor de edad y en el pleno ejercicio de sus derechos civiles el voto; la forma indirecta, los grados en sus diversas escalas, que dejan a una junta elegida por sufragio universal el ministerio de nombrar los diputados; la indeclinable abolición del censo propuesta por Janson, a pesar de no querer decir tanto como lo dicho por el voto personal y directo; hasta la condición de tener una vivienda particular para ejercer el derecho de sufragio como pasa en Inglaterra; todo ha sido rechazado por una Cámara ciega, la cual no ha caído en la cuenta de cómo se aíran y enfurecen los pueblos si tienen razón y se la niega el poder. Así, los males hechos por los partidos refluyen allá en daño de la monarquía, la cual, por su propia irresponsabilidad, paga todos los desaguisados, cual muestra en este instante Bélgica, donde se han propuesto las muchedumbres de las grandes ciudades proferir un viva estentóreo al sufragio universal en cuanto divisen por cualquier parte la persona del monarca. Fiestas en público, reaperturas de las Cámaras, funciones regias en el teatro, todo aquello que signifique solemnidad cortesana o que reúna gente altísima, verase turbado por el clamor al sufragio universal, demostrativo del estado de violencia en que han entrado espíritus de suyo gobernables y pacíficos. El rey Leopoldo de Bélgica, debía recordar cómo su padre reinó hasta su muerte, desde el año 30, por haber cedido; y cómo su abuelo, Luis Felipe, cayó del trono en 48 por haberse resistido al sufragio universal. Y ahora, tras tantos lustros, en plena democracia, yendo las sociedades cada día más desde los antiguos tipos militares y realistas al tipo trabajador y republicano; cuando el sufragio universal impera en Francia y en Alemania y en Suiza y en España, restringiéndose cada día más el antiguo privilegio en Italia y en Inglaterra, no tiene ninguna explicación plausible la tenacidad empleada para impedir esta reforma en el pueblo, que había pasado siempre por un modelo acabadísimo y perfecto de la libertad parlamentaria y constitucional en nuestro Continente, libertad constitucional, a cuyo evolutivo desarrollo se debiera la paz firmísima y la prosperidad creciente, tan lisonjera para sus leyes y sus instituciones. Corren iguales peligros, aunque por contrapuestas causas, Francia exagerando el sufragio universal y Bélgica resistiéndolo. Será muy vulgar el principio; pero no hay ninguno tan averiguado y cierto: el bien total está en dar a cada uno sus respectivos derechos.

V

     Y los pueblos libres deben aprender en cabeza ajena hoy, no exponiéndose a perder el bien más precioso de la vida: su facultad de gobernarse a sí mismos, por cuya virtud se preservan de toda dictadura y de todo cesarismo. Bajo ningún aspecto convida la experiencia de los germanos a la forma imperial del gobierno. Su joven César, aquejado de garrulidad constante; su grande antiguo canciller, hoy reducido a continuas murmuraciones de vieja gruñona; su nuevo canciller, cada día más zaherido por el predecesor y más puesto en ridículo; las amenazas de una subida en el contingente, así activo como sedentario, a cuatro millones y medio de soldados; la cancerosa llaga del presupuesto, tan recrudecida; el socialismo, tan invasor; la disposición del pueblo al gobierno de sí mismo, disminuyendo en las parálisis y ataxias producidas por el desuso y por la inercia; una guerra en continuo relampagueo; bajo los pies un suelo subvertido por la revolución social; arriba la inteligencia entre Rusia y Francia, mientras abajo la utopía mesiánica del esclavo; la filosofía terrorizante de la fuerza bruta y de la fatalidad mecánica y de la lucha universal, imitada para mayor tristeza de los extraños, cuando Alemania guió hace apenas diez lustros el pensamiento filosófico europeo; sus letras, que maldicen a Francia y la imitan hasta en los extravíos zolescos ¡ah! son cosas para disgustar del cesarismo y para sugerir la creencia de que hay tanta distancia entre los imperios absolutos y las naciones libres, como entre los seres acuáticos que viven en atmósfera donde predomina el hidrógeno y los seres racionales que viven en atmósfera material donde predomina el oxígeno y en atmósfera moral donde predominan la libertad y la idea. Poco menos que de hipnótico ha calificado el gran Bismarck al joven Emperador y poco menos que de cabo, al viejo Caprivi. Los ha puesto como no digan dueñas, de oro y azul. Quien apenas consentía ninguna oposición o la castigaba con mano férrea, hoy se permite oponerse a todo y a todos en la más repulsiva forma de oposición, en coloquios escritos por los interrogantes reporters contemporáneos, tan curiosos como infieles y molestos. Todo lo crítica él que todo lo ha hecho. A nada se conforma de cuanto y arbitra el Emperador después de habernos presentado el cesarismo como un cielo, cuando él en ese cielo tronaba, y como dioses los Césares que lo escuchaban y le obedecían. Las complacencias serviles con el estado mayor de los socialistas, compuesto de las numerosísimas cabezas doctorales y vacías, que forman la legión del socialismo llamado de la cátedra; la enemistad con Rusia, generada por sus servicios al Austria y a Inglaterra y aun a Francia en el Congreso de Berlín; los excesivos armamentos, bajo cuya pesadumbre toda la industria germánica padece y toda clase de trabajo marra y se frustra; el poco alcance de las facultades concedidas a los Parlamentos y el poco poder de la prensa, perseguida por procesos continuos, si digna e independiente, o cohechada por los fondos reptilescos, si ministerial y oficiosa; todo cuanto ha constituido ese sistema, cuyos vacíos no podían llenar ni los aumentos del territorio, ni las vanaglorias del triunfo, ese sistema, del cual ha sido Bismarck primer factor, ayudado por la natural autoridad sobre los alemanes del emperador Guillermo y por la competencia científica en materia militar del mariscal Moltke ¡ah! se viene al suelo, y porque cogen sus escombros, primero que a nadie, a su ciego arquitecto, se queja éste, sin comprender que más ha cogido y aplastado aún a su misérrimo pueblo. Pero lo más donoso del caso está en que, después de haber hablado a roso y belloso Bismarck y hecho la oposición a troche y moche; llamando al Emperador neurótico y al Canciller ranchero; después de haber partido en apertísima guerra contra todas las instituciones por él ideadas y contra todos los métodos políticos puestos por él en boga, se nos ofrece como un doctrino cabizbajo, que no levanta los ojos del suelo, y dice a quien quiere oírle cómo su militar uniforme le imposibilita para combatir al Gobierno y le constriñe a estar mudo e inerte, pues imposible penetrar en son de rebeldía, y como insubordinado, dentro del gran cuartel que se llama el Imperio de Alemania. Pero el Emperador y Caprivi no se lo han dejado decir dos veces; y según el telégrafo así que han oído de labios del ex-Canciller la bufona especie de la imposibilidad completa en que se halla de hacer la oposición, porque viste un uniforme militar, han convenido en desvestirlo de tal impedimenta, hiriéndole do más le podía doler y retándolo al Parlamento. No hay tragedia con el interés de la historia. Una filosofía que se idea o se piensa, no puede compararse con una filosofía que se vive y se practica. Este colosal estadista, devorado por los colosales buitres salidos de sus propios colosales errores, más enormes que sus victorias cruentas y sus grandezas faraónicas, está sobre la picota, como titiritero en tablado, retorciéndose y blasfemando bajo tormentos de una expiación grandísima para él y de una enseñanza moral incalculable para todos.

VI

     Mientras así grita Bismarck, el Emperador celebra oficios religiosos conmemorando la estancia de Lutero en Wittemberg, donde poco a poco el monje agustino ideó y rumió aquella Reforma protestante, de la cual debía surgir todo el poder prusiano y toda la influencia ejercida por el Norte sobre el Mediodía de Alemania. Cual nosotros, los españoles, glorificamos el año 400 de aquel 12 de Octubre casi litúrgico, en que Colón encontró el Nuevo Mundo, los alemanes luteranos, por su parte, celebran el año 375 de aquel 30 de Octubre litúrgico, en que Lutero quemara la bula del Pontífice León X referente a las indulgencias. Fecha de tal importancia, que ha fecundado casi el alma de la Germanía moderna, bien merecía los homenajes ofrecidos por los avivados al relampagueo de aquellas tonantes y tempestuosas ideas, las cuales trascienden hasta innumerables generaciones, apartadísimas de ellas, como los efluvios de lejana irradiación magnética, radiosos y difusos en el espacio infinito, mueven los imanes y los aceros perdidos en el abismo de los más opacos y más diminutos planetas. En la iglesia de Wittemberg se conserva la tumba de Lutero; y aunque haya el propio luteranismo abrogado la reverencia y culto nuestro a las reliquias, no ha podido abolir el respeto y la veneración, ocultas en el fondo de la humanidad, hacia lo que recuerda un trascendental hecho histórico, y por ende tiene un gran poder moral. Visitada la iglesia de Wittemberg, y venerado el cuerpo de tal revolucionario teólogo, en la intensidad permitida por la victoria de la revolución, hechura de su palabra; los Emperadores de Alemania y sus reyes vasallos hanse creído en la obligación de ofrecer con otras festividades homenajes nuevos a Lutero. Todas estas ceremonias, en que la cabeza visible del pueblo alemán, ceñida por la corona cesárea, se levanta sobre los reyes sometidos, están por tal modo en las tradiciones germánicas, que ha debido reproducirlas en cuantas ocasiones se le han prestado de verdadera oportunidad, Wagner lo mismo al llegar el misterioso caballero Lohengrín, típico e ideal, en su carro de nácar tirado por gigantesco cisne, que al reunirse los maestros en el segundo acto del Tanhausser a cantar versos acompañados por las violas melodiosísimas. Así el regente de Brunswich, el príncipe de Meiningen, el gran duque de Oldemburgo acompañaban al Emperador en esta especie de ópera real y vívida, formándole un coro, en el cual, acaso tengan menos resonancia su palabra que cualquier voz de corista en cualquier concertante clásico. Llegados todos al punto de reunión, a Wittemberg, pasaron por la casa de la villa, muy respetada en Alemania siempre, y desde allí se dirigieron a la iglesia, entonando uno de los cánticos más sublimes que jamás se han oído en el mundo: la severa salmodia conocida con el nombre de Coral de Lutero. No recuerdo nada tan hermoso en música y canto como las serenatas andaluzas por una sola voz, seguida o acompañada del pespunteo de la guitarra, cuyas cuerdas lloran en cadencia unísona de una melodía y de una tristeza indecibles, las cuales dejan muy atrás en elegíaca sublimidad el treno y la guzla semíticos. Pero tampoco he oído en grandes masas vocales nada que se acerque a un coro alemán bien dirigido y cantado. Como el andaluz y el gallego han de cantar solos, aquél sus serenatas a la hora del ruiseñor, éste sus alboradas a la hora del gallo, los alemanes han de cantar en coro, y sus coros, tan disciplinados como sus ejércitos, superan en armonía de conjunto a todo imaginable concierto. El Coral de Lutero, cantado por una población entera, os producirá los escalofríos y los sacudimientos de una emoción sublime. Y en Wittemberg, animados por la fe religiosa de cada uno y el mutuo comunicativo entusiasmo de todos, resonaría con resonancia extraordinaria. Tras el coro popular por la calle y el oficio divino en la iglesia, hubo un almuerzo en el hogar mismo que albergó a Lutero, secularizado por su abandono de la religión que le impuso su claustro, y unido en matrimonio a la monja secularizada también y célebre bajo el nombre de Catalina de Bora. En el almuerzo, asió Guillermo II la copa, donde tantas veces bebiera Lutero cerveza, y pronunció un verdadero brindis-sermón, lleno de pensamientos religiosos, expresivos de la confesión del dogma evangélico hecha en aquel día y en aquel sitio por sus labios imperiales, así como de la esperanza en que la libertad espiritual, por este dogma evangélico traída, será segura prenda de verdadera paz. Digámoslo ahora, puesto que tantas veces hemos criticado con acerbidad y acritud las palabras del joven César: su arenga, reflexiva y mesurada, correspondió tanto con el ministerio de quien las pronunciaba, como con aquella excepcional y solemne ocasión. Entre las fiestas religiosas también hubo fiestas laicas, y entre las fiestas laicas dos curiosísimas: una procesión histórica, compuesta de gentes vestidas a la usanza del tiempo solemnizado, y un drama casi litúrgico, hecho para colocar grande público en el hipódromo de la caballería que guarnece la ciudad. Nuestra malicia meridional no se ajusta jamás bien al desempeño de ciertos papeles, representados con una ingenuidad sencilla por el candor alemán. Plástica nuestra imaginación busca el ser efectivo tras el ser supuesto, mientras nebulosa la imaginación germánica gusta de la ideal incertidumbre como gusta de la vaga neblina. Por eso, mientras en España se monta con dificultad una fiesta histórica de tal género a causa de que nadie mira en una evocación de la reina Isabel, por ejemplo, la persona representada, sino la representante; nadie se acuerda en Alemania de que la tía fulana de tal barrio hace la madre de Lutero y que hace el tío fulano de tal otro barrio el elector Federico. Pero, ¿cómo decimos esto? Guillermo II ha sido en cierta medida y hasta cierto punto actor durante tales representaciones, pues en el drama religioso, historiando la vida de Lutero en acción, como cantaron los actores tres ensayadas estrofas del coral arriba recordado, el Emperador se puso de pie, y con la cabeza descubierta y erguida, la voz alta y resonante, los ojos puestos en el cielo y la mano en su espada, cantó con sus súbditos en un grandiosísimo coro. No se han malogrado estas festividades, cuando hase oído en todas ellas propósitos de respeto a la conciencia humana y a la libertad religiosa.

VII

     El hecho celebrado en esta festividad trascendió a todo el género humano y por lo mismo a todos nos interesa igualmente. Cada pueblo presenta el respectivo título y la respectiva obra en el juicio universal de la historia: Inglaterra el Parlamento moderno, Francia la revolución política, España las revelaciones del cielo y del planeta con el Nuevo Mundo y el cielo austral adivinados por sus divinas intuiciones, Italia el renacimiento literario y artístico, Alemania la reforma religiosa. Conociéndolo así el emperador Guillermo, ha reivindicado este grande servicio para la tierra, que los caprichos del sistema hereditario sometieran a su absoluto poder y a su imperial cesárea voluntad. Pero, aun reconociendo cuanto la reforma hiciera en pro del bien común, precisa reconocer como en sus caracteres predominaron el interés local de aquella tierra y el temperamento fisiológico de aquella raza, mucho más que en los caracteres de las demás obras universales antes conmemoradas. Detengámonos un poco ante tal consideración. Los tiempos tomaban en la sazón, que han celebrado el Emperador y sus reyes, un aspecto bien terrible y una solemnidad bien grande. El deber de reformar la Iglesia, y aun la imprescindible necesidad, penetraban de suyo hasta en la corte romana, la cual parecía en aquel momento histórico, cual se dice ahora, una corte de Júpiter. Pero esta idea de la reforma no tenía, cuando Lutero comenzara sus predicciones, a principios del siglo XVI, delante de sí, el tiempo y el espacio que tuviera cuando se presentaba pujantísima en los Concilios de Basilea y de Constanza, es decir, a mediados del siglo XV, en los Concilios, únicos dotados con fuerza bastante a evitar la revolución religiosa y traer la democracia cristiana. Citábase para el otoño de 1516 el Concilio reformador en Letrán; y este Concilio, por la hora de su convocación, por el sitio y lugar de sus sesiones, por el decaimiento de la clerecía, por el predominio de los Papas, iba necesariamente a resultar, no un congreso de reformadores, un conventículo de cortesanos. Hablábase de una reforma del cuerpo eclesiástico en su cabeza y en sus miembros; pero nada se hacía por conseguirla. Lutero anunciaba a la multitud la inutilidad de aquella reunión, y como inútil con grandísima elocuencia la delataba en discurso consagrado a un amigo, el preboste de Leiszken, quien debía ir a Roma por aquel otoño y sentarse con derecho en el pontificio parlamento. Furgens, historiador de Lutero, trae tan importante discurso, en el cual proclama el reformador la obligación que tenían los sacerdotes católicos, dadas tan supremas circunstancias, de alcanzar la regeneración espiritual del pueblo por la divina palabra y por el santo ejemplo. Hubiera querido Lutero disponer de los fragores del rayo para mostrar con sináticos relampagueos y truenos y centellas esta verdad al pueblo sacerdotal y eclesiástico. Urgía, en su concepto, un remedio eficaz y pronto. La doctrina religiosa zozobraba en tradición muy confusa, y el pueblo perdía la luz de sus ojos en las supersticiones sobrepuestas a los dogmas. «Hagáis en el Concilio lo que os pida el gusto -exclamaba- no habréis hecho cosa ninguna, si no acertáis con el medio de obligar a los sacerdotes al abandono de las tradiciones puramente humanas y a la predicación purísima e ingenua de los divinos Evangelios.» He ahí toda la filosofía que generaba este instante supremo; he ahí la idea que flotaba en los aires, en las conciencias, extendiéndose desde la raíz de la vida total hasta los altos cielos. En ninguna de las otras crisis históricas aparece tan claro como en ésta que descuidar la reforma equivale a traer la revolución. Cuando los Estados poderosísimos se formaban, y el feudalismo de la Edad Media se caía, sonaba la hora en el reloj de los tiempos, sonaba, sí, la hora providencial y suprema, de volver a las fuentes del Evangelio, y aplicar a la vida los apólogos y las enseñanzas del Cristianismo renovado y viviente. Tres grandes cosas sobrevienen al mundo aquella época genésica de principios del siglo XVI: un pontificado literario, un renacimiento artístico, una reforma religiosa. Estos tres grandes factores debían sumarse a una en la obra común de la humana cultura, y no dividirse, como se dividieron y separaron, para eterno dolor del mundo moderno y para eterna desgracia del linaje humano. Eran como el cuerpo y el alma, como el pensamiento y la voluntad, como la luz y el calor. Separarlos equivalía ciertamente a separar el tiempo de sus obras, el pensamiento de su acción, el principio de su consecuencia. El renacimiento podía ser artístico sin dejar de ser cristiano; la reforma podía ser cristiana sin dejar de ser universal y latina; el pontificado podía ser máximo y uno y católico sin dejar de ser la presidencia de ortodoxa república. No pasó esto, y por no haber pasado, vinieron gravísimos desastres, El pontificado buscó, cada día más, en su necesidad de salvarse y defenderse, una organización propia de la defensa, una organización guerrera, jerárquica, déspota, una organización de combate, porque no hay definición de la guerra comparable a ésta: un despotismo colosal oponiéndose a otro colosal despotismo. La reforma, por su parte y a su vez, en el afán de cambiar el dogma sin cambiar la esencia del Cristianismo; si bien trajo el principio de libérrimo examen, que nunca le agradecerá la humanidad bastante; si bien dio al pueblo la lectura de los libros santos, cayó en los dogmas agustinos, exageró la predestinación y la gracia, combatió la sabia doctrina pelagiana del libre albedrío en el momento mismo en que la resurrección de esta doctrina tenía hasta el carácter de verdadera oportunidad. Luego, declarada la reforma en abierta rebelión, tuvo que acudir al auxilio de los príncipes cristianos y tuvo que perder lo más necesario a su desarrollo: el espíritu democrático. Fue una iglesia oficial, una iglesia oficinesca, una iglesia monárquica la que debió ser una iglesia democrática, una iglesia liberal y una iglesia republicana. Luego adoleció del mal de todas las revoluciones, el mal de suscitar a los exagerados, de moverlos a ira, de lanzarlos al combate, generando la guerra de los campesinos, es decir, una furiosa demagogia. No tuvo más que un bien, del cual todavía vive: tuvo los gérmenes depositados con la lectura e interpretación individual de los Evangelios, los gérmenes depositados en la conciencia de libre examen, protoplasma confuso de la moderna libertad espiritual.

VIII

     Quería echar un poco de agua en el vino apurado por Guillermo II, recordándole cómo, a la postre, había de traer el examen libre la República en su virtualidad natural, cuando me anuncian una horrible catástrofe sucedida en París y que los telegramas atribuyen a los anarquistas de Carmaux y yo atribuyo al gobierno de Loubet. No puede un Estado tratar como potencia beligerante a la insurrección escandalosa y prometerle asesinas complacencias, sin deshonrarse y sin trocar la sociedad humana en una sociedad puramente animal, de guerra entre todos, impulsados por los apetitos, y de combate a todo aquello que no sirva para la nutrición y la reproducción propias. Lo dije aquí en mis Revistas, desde los comienzos de las huelgas, al ver las increíbles debilidades del Gobierno francés, y su entrada de hoz y de coz dentro de aquello que no le concernía: las diferencias entre los propietarios de las minas y sus trabajadores: tantos errores de una y otra parte debían terminar en pavorosa catástrofe. Ya la tenéis. En cualquier bosque primitivo y en cualquier desierto africano es más fácil presentir, precaver, conjurar una de las naturales asechanzas contra la vida, que en la capital del mundo civilizado, gracias a la ignorancia crasísima de los peligros sociales existente hoy en el estadista colocado por su propia insignificancia y debilidad a la cabeza de un pueblo tan grande y tan digno de ser mejor gobernado como Francia. Queréis fomentar el radicalismo lleno de aspiraciones vagas socialistas; retener las tropas expedidas en represión de los desórdenes y en castigo de los desordenados; volver a su puesto un capataz, empeñadísimo en retenerlo, cuando no puede servirlo; amnistiar a revoltosos condenados en justicia y muchos de ellos reincidentes en crímenes; mandar comisiones oficiosas, compuestas por hombres tan funestos como Clemenceau y Pelletan a los sublevados; meteros como árbitros en cuestiones que atañen a la fuerza pública si traen desórdenes, a los tribunales si traen litigios; y aún os extraña que los así alentados lleguen hasta el mayor de los crímenes y hagan saltar con los estallidos de sus máquinas infernales las casas de París y maten a trabajadores inocentes dejando en el mayor desamparo entregadas al naufragio social familias industriosas y honradas, víctimas de violencias y atentados, que no pueden continuar sin exponerse a la inmediata recaída en el despotismo, encargado de impedir con bárbaros procedimientos el retroceso a la barbarie. Y luego, en medio de las ruinas humeantes y sobre la sangre coagulada, con el hedor de los achicharrados en las narices y los átomos de los huesos encendidos por la erupción en el rostro, se atreve Loubet a imputar el crimen al pensamiento libre, a las reuniones, a los periódicos, al derecho, cuando hubiera bastado para impedirlo con obedecer a las leyes y no colocar la nacional administración y el poder público a las plantas del crimen. Mas, contemos los hechos. Alentados por las complacencias serviles que ha tenido con ellos el Gobierno francés, los anarquistas de Carmaux, como sabéis, mineros, amenazaban diariamente al Consejo de la Sociedad en su residencia de París, grande Avenida de la Ópera, con la dinamita. Conociendo los administradores, por una larga y dolorosa experiencia, cuán fácil al desalmado es prescindir de la conciencia y acometer en su inconsciencia un crimen grande, redoblaron las precauciones tomadas de antemano en los alrededores de la residencia social, que tiene sendas fachadas a dos calles. Con efecto, un dependiente de la sociedad, llamado Garín, encontró a la puerta del establecimiento cierta olla o marmita, envuelta en viejo número usado de un periódico grande, al mediar el día 8 de Noviembre; y temeroso de que pudiera contener un explosivo, la llevó, en compañía de un guardia del servicio municipal diario, al despacho del comisario, sito tras los almacenes del grande Louvre. El petardo, como llamamos a estos explosivos en español, no podía estallar, según dicen los expertos en estas cosas, sino volviendo la olla en sentido contrario a como la dejó el criminal, boca arriba, en lugar de boca abajo, cual estaba en el sitio donde la colocaran. Debieron volverla en la Comisaría, y digo debieron, porque no queda testigo alguno de la catástrofe, pues, a guisa de cráter en erupción, estalló la marmita con estruendo y todo lo devastó con furia. Cayeron los suelos, saltaron los techos, derrumbáronse las paredes; el fuego prendió las vigas, carbonizándolas como por un incendio; una especie de lava en torbellino calcinó las piedras; y entre tantas ruinas causadas por las explosiones perecieron de súbito cuantos estaban próximos del foco de la catástrofe, del terrible devastador explosivo. Al ruido que armó, cayeron casi todos los cristales del barrio; y al humo y al polvo cegáronse muchos de los transeúntes a muchísimos pasos de distancia. No parecía producto artificial aquello de la perversidad humana; parecía terremoto, huracán, ciclón, todo, menos la obra de una mano criminal y oculta con fuerzas casi diabólicas para la destrucción y para el mal. El espectáculo que ofrecía la sangre coagulada y como frita en aceite hirviendo; las cenizas humanas dispersas en átomos negros; los huesos rotos y a medio calcinar; aquí un montón de intestinos semiquemados, allí unas tripas enroscadas como serpientes, más lejos los cuerpos separados de sus cabezas, y las cabezas rodando con los ojos y las lenguas de fuera espantaban como si por un movimiento demoníaco hubieran surgido al aire vital y a la luz diurna los horrores inventados para castigo de los réprobos en la tormentosa y cruelísima Edad Media. El dependiente de la Compañía que celaba el edificio de su Consejo y recogiera el explosivo en las aceras; el guardia de orden público que le acompañaba y a su lado iba en el trayecto a la calle de Bons Enfans desde la Grande Ópera; el escribiente de la inspección que se graduó uno de los días últimos y entró allí desempeñando modesto destino; los guardias de la paz que iban en espera de órdenes; hasta un ratero detenido en el cajón de la policía; todos murieron entre los escombros lanzados por el horroroso estallido. Únicamente la portera del establecimiento y su hija, quienes almorzaban en aquella hora con tranquilidad, pudieron eximirse y escaparse a la catástrofe que hizo estremecer las sillas y saltar la mesa y caer los cristales, pero que las preservó por un verdadero milagro. Cuando llegó el imprevisor ministro de la Gobernación, avisado por el ruido material y el escándalo popular, aún humeaba la catástrofe. Uno de los guardias, que le acompañaban en aquel instante, cayó muerto al terror causado en su ánimo por la emoción. Quien debió morirse fue, con seguridad, el ministro, si tuviera un escrúpulo de sentimiento y otro escrúpulo de conciencia en los dos sentidos dados por nuestro lenguaje a la palabra escrúpulo. Reunidas las Cámaras, el estupor llegó a su colmo. Y, sin embargo, aún hubo socialista que dijo una gracia de tigre, y socialista que intentó diferenciar su horroroso sistema del principio anarquista, cual si una sombra no se pareciese a otra sombra en las tinieblas del mundo. Hubo necesidad imprescindible de prestar por el pronto apoyo al Gobierno y darle un voto de verdadera confianza. Mas el diputado conservador Delafosse, dijo todo cuanto latía en las sienes y en el pulso de los allí reunidos, cuando dijo que debía irse de prisa el Gobierno y dejar aquel puesto a quien desease gobernar. Parece imposible tuviera todavía tanto cuajo M. Loubet que se atreviese sin empacho a dar tras las públicas libertades, inocentes de todo, en vez de dar tras su propia incapacidad generadora de los desastres. Siendo la República el mejor gobierno ¡ah! no puede hallarse, no, en las peores manos. Y llamo peores a los jefes de la política francesa, no por malos, por débiles. El mundo necesita, franceses, que salvéis la democracia, la libertad, la República, con una mayoría parlamentaria conservadora y un sólido Gobierno.

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