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Crónicas desde Segobriga (9). Plumas en el bosque sagrado

Juan Manuel Abascal Palazón

[Publicado originalmente en El Día de Cuenca, 16 de octubre de 2004, p. 20.]

Poco antes de 1523 el médico alcarreño Luis de Lucena (Guadalajara 1491-Roma 1552) se convirtió en el primer visitante oficial de las ruinas de Segobriga; sus apuntes sobre inscripciones romanas se conservan hoy en un manuscrito de la Biblioteca Vaticana y constituyen el inicio de la bibliografía científica sobre el lugar.

Lucena estuvo en la ciudad pero no vio el santuario de Diana, los relieves tallados en la roca de un bosque sagrado que se encontraba en los alrededores de Segobriga. Ningún otro viajero pasaría por alto este escenario.

Durante más de 450 años Segobriga ha sido destino de investigadores y científicos que han trabajado en sus ruinas, que han estudiado sus antigüedades y las han dado a conocer, aunque de muchos de ellos no tenemos más que escuetas noticias sobre su presencia.

Antes de que acabara el siglo XVI Segobriga había entrado en la bibliografía gracias a las obras del gran Ambrosio de Morales. Eran los tiempos en que se discutía el nombre de la ciudad situada en este cerro de Cabeza del Griego y en que los estudiosos empleaban largas jornadas de viaje para llegar aquí desde Madrid o desde Toledo. Por aquellos años, un pequeño molino situado aún hoy al pie del cerro, el molino de Solacabeza, se convirtió en albergue improvisado para muchos de ellos; sus paredes han visto dibujar las ruinas al maestro Melchor de Prado y escribir sus relatos a José Antonio Cornide. Paredes con historia para escritores de historia en un paisaje que apenas ha cambiado en los últimos cinco siglos.

Ya en los años del viaje de Ambrosio de Morales, hacia 1574, el santuario de Diana situado en el bosque fue objeto de interés. Sus relieves y sus inscripciones serían descritos de forma reiterada durante siglos, discutiendo el sentido de los textos, interpretando de forma diversa las figuras, pero actuando siempre como un imán que llevaría a Segobriga a muchas generaciones.

Viajes como los del médico de Aranjuez José Alsinet en 1765, del propio José Antonio Cornide en 1793-1794 o el del jesuita Fidel Fita en 1881, fueron jalonando la historia científica de la ciudad y llenando nuestras bibliotecas de manuscritos y de dibujos y grabados. Entre estas ilustraciones llama poderosamente la atención la que Melchor de Prado y Mariño hizo del santuario de Diana en 1794; exacta, minuciosa y trasladada a una placa de grabado, sigue siendo hoy la referencia visual de todos los trabajos antiguos en Segobriga. Pasaron los años y el bosque de Diana siguió interesando a otros investigadores; Martín Almagro Basch (†), Géza Alföldy o Martín Almagro Gorbea han unido su nombre al de este emplazamiento de carácter religioso gracias a sus trabajos y publicaciones.

Entre las carrascas y los quejigos que envuelven el bosque sagrado de Diana ya no corren los perros tras la presa, los mismos perros que adornan los relieves del santuario, pero se siguen moviendo las perdices, los conejos y algún que otro zorro. Diana sigue teniendo un espacio sagrado en un paisaje virgen como el que soñaron los fieles que hace dos mil años grabaron estos relieves. En los últimos 500 años a este santuario solo han venido otro tipo de fieles en busca del verdadero significado de estas representaciones, fieles que con sus estudios y sus escritos han puesto sus plumas al servicio de Diana.

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