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Cuatro mujeres para «El príncipe destronado»

Antonio A. Gómez Yebra






1. Las mujeres del príncipe

Miguel Delibes publicó su undécima novela, El príncipe destronado, en 1973, cuando aún cabría pensarse que en el título existían connotaciones políticas1 que no estaban en la mente del autor.

En la década de los setenta el franquismo entraba en la recta final, y Europa se mostraba como el lugar al que por derecho propio debía estar vinculada España. Se estaba intentando desde diversos ángulos, aunque todavía quedaba mucho por conseguir.

La novela había sido escrita casi diez años atrás y dormía un sueño injusto del que Delibes decidió despertarla tras una relectura de la misma y tras recabar la opinión de algunos parientes próximos.

Entre 19642 y 1973 algo se había movido en España, y algo, de mayor relevancia, estaba a punto de ocurrir, motivo quizá que animó a Delibes a sacar a la luz su novela arrinconada.

Los sesenta supusieron en buena medida en España el auge del feminismo, el ascenso más claro de un movimiento que triunfaba en otras partes del mundo -por supuesto, en Europa- y que se veía absolutamente necesario en nuestro país.

No es, ni se manifestaba entonces Delibes como un feminista, desde luego, pero sí como un hombre observador de lo que ocurría en su entorno. De ahí que se percatase de los cambios sociales en todos los niveles también en el del protagonismo de la nueva mujer.

Esa mujer en cambio ya había surgido en Cinco horas con Mario, donde Menchu protesta ante su marido difunto de una serie de aspectos de la vida conyugal en la que el bueno de Mario no sale precisamente bien parado, a pesar de que muchos ven en él una encarnación del mejor hombre posible.

Menchu se comporta realmente como una buena mujer y, aunque se le pasó por la cabeza llegar a la infidelidad conyugal, no lo hizo plenamente sin duda porque todavía no estaba preparada ella, ni Mario, ni la sociedad a la que la novela iba destinada.

En el caso de El príncipe destronado vamos a encontrar alguna mujer que da un paso adelante en el proceso de liberación de la esclavitud respecto al hombre, respecto al marido.

Cierto que no estamos todavía ante una novela con protagonista femenino. En El príncipe destronado el personaje central es un niño que ha sido suplantado en el corazón y en la dedicación materna por una hermanita, Cris.

Hasta la llegada de la niña, Quico había sido el centro de atención generalizado en la familia. Desde ese instante, tanto los familiares -padres, hermanos- como las criadas prestan atención preferente al nuevo miembro del clan. Quico, pues, se siente desplazado.

Para colmo de sus males, Seve, que realiza labores de servicio doméstico, se toma una semana de vacaciones extra con el pretexto de que su madre está enferma. Merche, la mamá del protagonista, tiene que asumir buena parte de esas labores, con lo que abandona en mayor grado la atención, ya menoscabada, a Quico:

Mamá ← [Cris] ... [Seve] → Quico

Quico, por la llegada de Cris -que resulta agravada en el día en que se localiza temporalmente la novela con la ausencia de Seve y la tardanza de Domi-, pierde la asistencia de su madre, y eso le hace sentirse desplazado de su amor, algo que se produce como ley natural, pero que a él, que no conoce ningún tipo de leyes, le resulta especialmente doloroso.

Como suplentes circunstanciales, pero sin llegar a ocupar el lugar de su madre -primer objeto de su amor-, emergen en torno al pequeño protagonista otras tres mujeres también con papeles femeninos secundarios, pero de innegable calidad e interés.

El cuadro de Quico y las mujeres que lo rodean pueden observarse en este gráfico:

Gráfico

Quico se encuentra en el centro exacto de un cuadrilátero en cuyos vértices están Mamá, Domi, Tía Cuqui y Vito. Los extremos del eje vertical izquierdo están ocupados por mujeres que pertenecen a la familia del niño: su madre y su tía; mientras en los extremos del eje vertical derecho tienen su sitio dos criadas: Domi y Vito.


1.1. Mamá

En la relación Quico-mujeres de su entorno, las preferencias del niño se decantan claramente hacia su madre, motivo por el cual ocupa el vértice superior izquierdo. Sin embargo, la conexión de ambos, debido a las causas ya citadas, sufre un paréntesis que dura casi toda la novela, esto es, hasta que Mamá toma la mano de Quico y permanece con él mientras se duerme. En esos momentos previos al sueño se restablece la correspondencia madre-hijo, al contacto de la mano materna que el niño oprime dos veces, como queriendo reconocer, con ese gesto, que vuelve a encontrar en ella el apoyo cordial de antes:

Descendía sobre él el sueño, un sueño pesado, irresistible, pero aún oprimió dos veces la mano de Mamá antes de que sus deditos se aflojaran y su respiración se acompasase. Mamá permaneció unos minutos a su lado y, luego, se incorporó quedamente, introdujo la mano de Quico bajo las ropas y abandonó la habitación andando de puntillas3.


Toda la novela puede considerarse un intento por parte del pequeño príncipe destronado por recuperar la atención de su madre. Pero ésta no se encuentra en la mejor disposición de ánimo posible. Un sinfín de problemas la atosigan desde las primeras horas de la mañana hasta los últimos minutos del día.

Es cierto que puede considerarse la dueña del espacio hogareño, como no podía ser de otra forma en una familia como la suya, pero no lo es menos que ese espacio, aparentemente grande4 llega a hacérsele asfixiante una especie de cárcel en la que tiene que estar permanentemente al pie del cañón, supervisando las rutinas alimenticias, de limpieza, de educación, de sanidad, y de servicio a un marido que no es un ejemplo de caballero andante. Vive en continuo estrés, en perpetua agitación, de sobresalto en sobresalto, y sólo encuentra ayuda momentánea en la dedicación de Vito y en el auxilio intermitente y equívoco del cigarrillo.

No es una madre perfecta, no es un ama de casa perfecta, no es una esposa perfecta, no es una mujer perfecta.

En su papel de madre tarda en admitir que su desinterés por Quico es el detonante de la reacción del chaval, que ensayará estratagemas para recuperarla.

No se da cuenta tampoco de que el niño asume por contagio expresiones de todo tipo, algunas poco eufónicas, y otras, decididamente fuera de lugar en boca de un párvulo. Ella lo reprime severamente por usarlas, sin percatarse de que debe ir a la fuente del problema -hermanos, gente de la calle, chico de los recados, mujeres a su servicio- para atajarlo.

Delega en las criadas atenciones con sus hijos, en especial con Quico, que le corresponden a ella misma, como la de acudir a la cuna del niño cuando se despierta, jugar con él, etc.

Ella es, en gran medida, la culpable de los malos hábitos de Quico a la hora de comer, como se advierte en dos secuencias complementarias; la primera a la hora del almuerzo, donde ella sola5 tiene que preocuparse de la alimentación del niño, que pone bien poco interés:

Mamá le arrebató violentamente el tenedor de la mano, cortó un pedacito de canalón y se lo metió en la boca. Quico mordisqueó sin ningún entusiasmo. Dijo Mamá:

-Este chico me tiene aburrida. [...]

-Se volvió a Quico-: ¡Vamos, traga de una vez!


(EPD, 63-64)                


La segunda, al regreso de la consulta, cuando intenta que se coma unos espárragos que envolverán la punta supuestamente ingerida por el niño:

Quico amenazaba volverse del revés cada vez que dejaba resbalar la bola hasta la glotis y de un golpe de tos la devolvía a la boca y continuaba masticándola, triturándola incansablemente. Y Mamá musitaba: «Dios mío, qué castigo», y, más tarde, «Vamos, traga», y más tarde, «Te doy una peseta por cada bola que tragues, Quico».


(EPD, 143-144)                


Tanto en el caso anterior como en éste estamos ante una madre angustiada, superada por las circunstancias, por el número de hijos, por el trabajo, por la escasez de ayuda recibida. Apelar al chantaje para que el niño coma terminará volviéndose contra ella, pero lo cierto es que en ese momento se siente culpable y es capaz de cualquier cosa para subsanar el grave problema que se le ha presentado.

Su preocupación porque los niños adquieran determinados hábitos de limpieza es verdadera, pero su forma de intentar que los consigan se basa siempre en los malos modos:

A Quico le iba entrando una extraña debilidad en las piernas, pero continuaba frotándose las manos, los ojos implorantes, inmóvil en medio del charco, mas, al ver los ojos de Mamá, comprendió que había pecado y se agachó y Mamá voceó: «¡Estoy aburrida de niños! ¡No puedo más!» Y mientras con el brazo izquierdo le sujetaba, con la mano derecha le palmeó el trasero hasta hacerse daño.


(EPD, 54)                


Desde luego, en cuanto al control de esfínteres, el niño «tiene que aceptar que esas funciones se realicen en un lugar y a una hora señalados ya no por la fisiología, sino por una persona que, aunque amorosa y ligada a él, le pide bajo amenaza que cumpla con la función y "avise" para llevarlo al baño»6. Claro que la violencia y el castigo físico probablemente no son el mejor sistema para que Quico adquiera ese hábito de tipo social. Sirve, eso sí, como desahogo de Mamá.

Por otra parte, «she is not very religious, she joins in the generally repressive attitude toward sexuality, telling the little boy that touching his penis («pito») is a sin»7.

Con todo, probablemente la peor actitud de Mamá con Quico se concreta cuando pone al chico por mentiroso, cuando, para evitarse la humillación que supondría aceptar que su marido la ha mandado a freír puñetas, señala:

-Papá no dice esas cosas; no mientas -se volvió hacia tía Cuqui-: Quisiera saber dónde aprende este chico esas palabrotas.


(EPD, 88)                


También falla en sus funciones como ama de casa, ya que no se decide definitivamente a expulsar a Domi, que llega tarde y escurre el bulto al trabajo en cuanto tiene ocasión. Ni se decide a investigar en profundidad las causas de la ausencia de Seve, aunque sospecha que está siendo engañada por ella, como advierte a su cuñada:

-Hija, la asistenta y la Seve. Hace una semana que marchó al pueblo. Dice que su madre no anda bien. Vete a saber.


(EPD, 85)                


En cuanto a su función como esposa, ya he dicho en otra ocasión que Merche no configura ningún ideal; ella plantea «un nuevo modelo de fidelidad: la fidelidad a sí misma, su derecho a ser feliz en el estado matrimonial, y su derecho a romper un vínculo que la ata sin proporcionar ninguna recompensa»8. Desde luego, puede esgrimir que ha dado seis hijos a su esposo, y a ese respecto «ha cumplido». No se le puede pedir más. Los hijos son una carga casi exclusiva para ella, ya que el marido no parece ocuparse de su educación si no es a la hora de imponerles su propia ideología.

Si tiene una aventura con Emilio, el médico, como parece9, es porque no encuentra reciprocidad en Pablo, porque él no le proporciona el calor, el amor que necesita y merece, porque entre ella y el padre de sus hijos todo ha terminado hace tiempo, excepto la procreación, asumida como obligación del estado conyugal.




1.2. Tía Cuqui

Tía Cuqui -cuñada de Merche- puede considerarse el polo positivo de la relación de afectividad con el chico, ya que ella ocupa en cierta medida el papel de madre que Mamá ha dejado de asumir durante algún tiempo.

Desconocemos el estado civil de Tía Cuqui tanto como su edad y otras características. Vive en el mismo bloque, en el piso de arriba, y tiene una criada a su servicio -Valen-. Dispone, además, de televisor, algo que sólo se podían permitir en los sesenta las clases acomodadas y ni siquiera existe en casa de su hermano Pablo, a pesar de que éste es un capitán de industria después de haberlo sido en el ejército.

Algunos críticos la dibujan como soltera10, y otros como solterona. El matiz no deja de ser interesante, aunque no debe desecharse la posibilidad de que se trate de una de tantas viudas que originó la guerra, quizás de un militar de alta graduación. Eso explicaría su alto nivel de vida. Parece, desde luego, una mujer casada o viuda que no ha conseguido alcanzar la maternidad. Su actitud maternal con Quico apunta en esta última dirección.

En cuanto a su formación intelectual, Tía Cuqui demuestra haber realizado algunas lecturas de psicología -acaso Freud- y ser una mujer atenta al entorno, cosa que le permite no sólo conocer determinadas recetas de cocina, que explicará a su cuñada, sino también algunas vidas reales que le sirven para ejemplificar en cuestiones de comportamiento. Ella entiende que Quico está padeciendo el complejo de príncipe destronado, algo de lo que Merche, que ha debido tenerlo más al alcance de la mano -lleva toda su vida destronando príncipes- no se ha percatado.

Sólo tiene cabida en la novela dos veces: entre las cuatro y las cinco de la tarde, cuando va a visitar a su cuñada, y cuando, cuatro horas después, va a interesarse por la situación del niño y asiste al descubrimiento de la verdad en el caso de la punta.

La relación Tía Cuqui con Quico es de mutua complacencia; el niño se siente en su regazo completamente a sus anchas, con una indefinible sensación de bienestar completo:

Tía Cuqui sabía tenerlo en sus brazos sin que él se impacientase, sin que notara en los muslos las costuras del pantalón, sin asfixiarle. La voz de Tía Cuqui le amansaba, le arrullaba, predisponiéndole al sueño y a ser infinitamente bueno por los siglos de los siglos.


(EPD, pp. 84-85)                


Entre tía y sobrino se establece un lazo que va más allá de la sangre, similar al de la nodriza que amamanta al hijo de otra, un vínculo establecido por el contacto físico y fónico, basado, sin ninguna duda, en la necesidad de efusión de la ternura maternal por parte de ella y en la necesidad de recibirla por parte de él.

Tía Cuqui actúa como hembra recién parida, tratando a Quico como al niño pequeño y desvalido que es; incluso podríamos aceptar que se comporta como clueca, motivo por el cual «Quico descansaba en el regazo de tía Cuqui, que era suave y confortable como un edredón de plumas11, y, entre sus brazos, se sentía increíblemente pequeño y protegido» (EPD, 84).

Ella es el contrapunto de la criada joven («sus besos no restallaban junto al oído, como los de la Vítora, hasta casi ensordecerle» EPD, 84) en sus manifestaciones tan auténticas como ruidosas de cariño; y de Mamá, siempre tan estresada que suele manifestarse «con su habitual gesto de gravedad un poco acentuado» (EPD, 85). Tía Cuqui ejerce el papel de la mamá perdida por Quico tras el nacimiento de la pequeña Cris12. Su regazo reemplaza al seno materno en su función de refugio y de lugar donde saciar su deseo de amor, pues «al hablar tía Cuqui su pecho subía y bajaba, como si tuviera amortiguadores, y daba una resonancia especial que adormecía a Quico» (EPD, p. 87)13.

Tía Cuqui opera, además, como atenuante de la agitación externa e interna que tiene a Mamá al borde de un ataque de nervios, en continua crisis, aunque ella sólo admita que ésta es parcial. La cuñada de Merche, con sus consejos y con su charla, relaja cuanto puede a esa madre que no tiene un minuto que perder, que ha de estar en continuo movimiento, siempre con prisas, motivo por el que se vuelve tajante en sus apreciaciones y en sus actos:

Mamá tejía una lana gris con ágiles movimientos de muñeca y, de cuando en cuando, las agujas metálicas, al entrechocar, hacían el mismo ruido que las tijeras de Fabián al cortarle el pelo.


(EPD, 8614)                


A veces, desde luego, Tía Cuqui sobrepasa la línea de la ternura que predica y practica, cayendo en el ternurismo fácil, arropado con diminutivos y exclamativos que permiten considerarla más que una madraza, una abuelita15. Como no tiene hijos de los que preocuparse, se ocupa de sus sobrinos, para los cuales -siempre es más fácil encontrar la receta educativa de los hijos ajenos que de los propios- halla la fórmula ideal. Razón por la que, cuando Mamá insinúa que mima a Quico en exceso, protestará: «-Oh, no, ¡no digas eso! Este niño necesita un cariño especial, Merche. No olvides que hasta hace un año era el rey de la casa. Es el príncipe destronado, ¿oyes? Ayer todo para él; hoy, nada. Es muy duro, mujer» (EPD, 86).

El niño, a quien suele llevar algún regalo, la considera su tabla de salvación, se siente «liberado» con su presencia y acogido en sus brazos. Tía Cuqui no lo zarandea con violencia16, como hace la sufrida madre al enterarse de que el asunto de la punta ha sido mera invención infantil, sino que lo anima positivamente a hacer el bien: «el niño ya va a ser bueno, ¿verdad que ya eres bueno, Quico?» (EPD, 146).




1.3. Las criadas

El vértice superior derecho del esquema presentado en el punto 1 de este trabajo está ocupado por Domi, una vieja de cara maligna que en algún momento es calificada como bruja; ella es la asistenta de la familia, y parece que lo ha sido durante bastante tiempo, ya que Merche conoce su problemática personal y familiar a través de simples gestos, por insinuaciones.

La relación del niño con Tía Cuqui está representada en el esquema con una línea directa -no existe entre ellos ningún tipo de obstáculo-. La de Mamá con Quico presenta una interrupción que ya ha sido analizada. La de Domi con el niño ha sido interpretada como una línea quebrada. Esto significa que entre ambos se genera una relación quebradiza, basada en la fascinación que la mujer produce en el niño con el recitado de historias sangrientas que espeluznan a sus oyentes.

Quico se siente atraído por las historias que cuenta Domi, pero al mismo tiempo se asusta, porque lo narrado no es precisamente un cuento de hadas bondadosas y melifluas. Ella se da cuenta de su influjo y lo aprovecha para conseguir su admiración y la de Juan.

De esta forma sabe que su puesto en la casa está bastante seguro, pese a no cumplir como debe con sus obligaciones de sirvienta.

Para M.ª Luisa Bustos Deuso, Domi «recuerda en cierto modo, a los personajes de la novela picaresca española. Es taimada e hipócrita, tiene dos caras, una de dulzura y sumisión frente a los poderosos y otra de dureza frente a los desvalidos como Quico»17.

Se trata de una criada apicarada por los años y el trato con niños y señoras y gente del servicio doméstico. Cabe admitir que en ese aspecto «se las sabe todas», hasta el punto de ser llamada por Vito y su novio con el título de «señora», algo que no le corresponde. En todo caso, como he dicho en otro sitio, sí ha actuado de celestina entre Vito y Femio, recibiendo de este modo el apelativo con que Elicia y otras chicas conocían al personaje de la Tragicomedia.

A través de Domi conocerá Quico -quizás de un modo inconsciente, pero efectivo- la doblez, el disimulo, la hipocresía, como se advierte cuando está a punto de golpear al niño y cambia de actitud al llegar Mamá:

La vieja se irritó: -Anda, quita del medio que te doy un... se abrió la puerta y penetró la bata de flores rojas y verdes y la Domi sonrió, le acarició al niño la rubia cabeza con la mano, que ya tenía levantada.


(EPD, 46-47)                


Intenta maliciarlo también en cuestiones de sexo, pero en ese punto el niño no está preparado todavía. Por ello, pese a las reiteradas preguntas sobre qué hacían Femio y Vito durante la escena de la despedida, exclamará «-¡Ya no sé más cosas, Domi, déjame!» (EPD, 113).

Domi, por otra parte, que se hurta al trabajo en cuanto tiene ocasión, no pierde la oportunidad de volverse contra Quico para que sea castigado, en lugar de prevenirlo o defenderlo; es una chivata: «-¡Huy, madre! Verás de que lo vea tu mamá. Ya verás si te da ella gasolina a ti -ladeó la cabeza para gritar-: ¡Señora!» EPD, 54.

Bien al contrario, Vito, en quien suelen encontrarse paralelismos con la Desi, de La hoja roja, defiende al niño cuando es atacado por cualquier agente. Ella está en un nivel inferior a Domi -de ahí la flecha con un solo sentido que las comunica en el gráfico del apartado 1- pero en el mismo plano de Tía Cuqui, con la cual, por cierto, no se relaciona.

Su contacto con Quico es intermitente, aunque entre los dos se produce una correspondencia semejante a la establecida entre el niño y su tía. Vito también lo arropa, lo abraza, juega con él, lo lleva a la calle, lo baña, lo besa; en definitiva: lo quiere realmente, sin hipocresía de ningún tipo.

En su contra actúa la escasez cultural, que le hace plantearse cómo es posible que se pueda ver la punta a través del aparato de rayos X, y que la invita a reflexiones sobre el mundo del más allá contagiadas de supersticiones.

Probablemente ella es la culpable de algunas malformaciones léxicas y de expresiones poco ortodoxas en el vocabulario de Quico, pero lo suple con su interés por educarlo hasta el nivel que le alcanza. Es la tercera mamá de Quico, y el niño se siente tan a gusto con ella como con Tía Cuqui.






2. La mujer principal

Tras lo señalado hasta este momento, podemos advertir que Mamá y Vito son personajes ambiguos, esto es, personajes positivos que en momentos determinados actúan de forma negativa, bien produciendo algún tipo de dolor en Quico, o bien introduciendo en su currículo elementos equivocados o perturbadores.

La tía Cuqui y Domi, por el contrario, tienen papeles muy definidos y opuestos; aquélla como benefactora y ésta como maleadora del niño. Ambas provocan en el niño sentimientos encontrados -arrobo y pavor-, aunque, en última instancia el chico guarda también para Domi ciertas dosis de cariño, ya que suplica a su madre para que no la despida.

Las cuatro mujeres que rodean al protagonista pueden considerarse, de todas formas, de inferior categoría a la que realmente ha sido la causa de todos los problemas del chico, un personaje que puede pasar desapercibido tanto por su edad como por su tamaño y por su incapacidad para expresarse. El personaje, también del sexo femenino, será el objeto de venganza de Quico, quien, aún sin darse cuenta de lo que hace, intenta quitársela de delante -porque es un estorbo- utilizando medios químicos: Cris. Por su culpa el príncipe ha sido destronado para siempre, y eso muy bien puede convertirse en una metáfora del auge del feminismo en el mundo entero: la pequeña que debió de nacer en 1963, estará dispuesta a ocupar todo tipo de tronos antes del año 2000.





 
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