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Cuatro novelas españolas «de» y «en» la Guerra Civil (1936-1939)

José María Martínez Cachero1





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«Más de quinientas obras noveladas [acerca de la Guerra Civil española] existen ya», afirmaba en 1968 Maryse Bertrand de Muñoz que seguidamente ofrecía un nutrido catálogo, resultado de paciente búsqueda; novelas y relatos de pre-guerra, guerra y post-guerra, obra de españoles y extranjeros, de escritores y periodistas profesionales pero, también, de meros aficionados a escribir y testigos de los hechos narrados, integran el conjunto2; no mucho después ofrecería una ampliación de ese catálogo con el añadido de unos ciento cincuenta títulos nuevos, clasificados de igual modo3. Reparaba la autora de tal bibliografía en el «sumo interés» que esos libros poseían tanto «para la historia de la literatura» como «para la historia de la guerra en sí»; ello pese a la evidencia de que en semejante conjunto sólo hay «algunas obras maestras» junto a otros títulos que son «unas buenas novelas, varios relatos mediocres, otros malos y [...] muchos que no merecían escribirse y aún menos imprimirse». Añádase que el apasionamiento más visceral prima de ordinario sobre la objetividad, siempre relativa y difícil, y que el compromiso político no enriquece   —278→   la calidad estética; con el paso del tiempo, «las pasiones se calman, la perspectiva histórica se ensancha, lo cotidiano se borra y se va avanzando hacia una producción más depurada, más objetiva, más universal»4.

A ese período de máximo apasionamiento, que coincide con los tres años de la contienda, corresponde aproximadamente una cincuentena de libros, a bastantes de los cuales conviene sin duda la caracterización, más bien peyorativa, de obras «semiperiodísticas y de consigna»5. Cuatro de ellas, debidas a españoles, escritores de profesión y vocación; dos por cada bando beligerante; publicadas en 1937 (dos de ellas) y en 1938 (sus compañeras), son el asunto de este artículo.

¿Quiénes eran -literariamente hablando a la altura de 1936- los autores -Concha Espina, Ramón José Sender, Agustín de Foxá, José Herrera Petere- de las novelas que van a ocuparnos? Su relación presenta a una escritora nacida en 1877 y de no fácil adscripción a un grupo literario o tendencia concretos -como Generación del 98, Novecentismo, la llamada promoción de «El Cuento Semanal»-, pese a relativas coincidencias cronológicas o estéticas; muy peculiar la literatura de Concha Espina, con rezagos modernistas en la expresión y, dada la naturaleza de algunos de los asuntos abordados, emparejada a veces con Ricardo León en un supuesto renacimiento idealista. A la altura cronológica antes señalada Concha Espina era nombre conocido y prestigioso en la república literaria, se había postulado su candidatura para la Academia de la Lengua, contaba en su haber algunos premios y traducciones y, asimismo, con un público lector fiel; sin duda había escrito ya sus mejores obras y no cabía esperar así ni cambios ni novedades. La peripecia política española le deparó durante el tiempo de la Guerra Civil en Santander una experiencia personal nada grata, de la que fue trasunto Retaguardia, la novela aquí considerada.

Como nacidos en 1901 y en 1903, Sender y Foxá pertenecen a la Generación del 27 y figuran en la extensa nómina (más de cien escritores)   —279→   confeccionada por Rozas6. Eran jóvenes escritores a la altura de 1936, cuya actividad como tales había comenzado unos años antes y ya había dado de sí algunos libros -cinco novelas, por ejemplo, premio Nacional de Literatura una de ellas: Sender; La niña del caracol y El toro, la muerte y el agua, dos libros de verso: Foxá. Uno y otro tenían mucho camino por delante; militaban por entonces en la vanguardia, si bien ni Sender ni Foxá se distinguían por una absoluta adhesión a ella puesto que el realismo social del primero, con matices naturalistas, podía hacer pensar en Ciges Aparicio y su novela Mr. Witt en el Cantón recordaba a algún crítico los Episodios galdosianos o las barojianas Memorias de un hombre de acción; en los poemas de Foxá siempre fue perceptible una resonancia modernista7, no reñida con la novísima imaginería de Ramón y de los ultraístas.

Herrera Petere, nacido en 19108, no entra en el espacio temporal de la Generación del 27 mas su literatura, como la de otros colegas en idéntica situación, se aproxima mucho a la de esos inmediatos antecesores; había colaborado en algunas revistas, había escrito versos y era autor de La Parturienta, un tomo de cuentos: tal era su bagaje a la altura de 1936.

Queda pues bien claro (luego de las abreviadas semblanzas precedentes) que vamos a enfrentarnos con novelas compuestas por autores diversos entre sí en edad y en estética, profesionales de las letras con obra y nombradía al comienzo de la Guerra Civil, circunstancia histórica que los junta aquí por el eco obtenido en estos libros, escritos al pie de los hechos y plenos de pasión banderiza.

Entre abril y julio de 1937 compuso Concha Espina su novela Retaguardia. Luzmela (provincia de Santander), habitual residencia veraniega   —280→   de la escritora, había quedado (en el azaroso reparto geográfico impuesto por la guerra) dentro de la zona republicana y Concha Espina, de ideología contraria a la de sus dominadores, se consideraba una prisionera; en previsión de posibles riesgos escondía las cuartillas escritas en una caja de plomo enterrada en la glorieta del jardín familiar9; hasta los últimos días de agosto duró tan penosa situación.

Las «imágenes de vivos y de muertos» que constituyen Retaguardia van distribuidas a lo largo de nueve jornadas que no se corresponden exactamente con otros tantos días ni son, tampoco, tiempo sucesivo o sin lagunas en su continuidad; a dichas jornadas conviene, habida cuenta de su idiosincrasia, el apelativo de jornadas «de riesgo y de pasión».

La acción ofrecida es una historia de amor y de dolor. Dos familias -la familia Quiroga y la familia Ortiz-, miembros de ambas -Alicia y Felipe Quiroga, Rafael y Rosa Ortiz-, la protagonizan y el caso de tales parejas (Alicia-Rafael, Felipe-Rosa), presidido por un signo amoroso, es cruelmente conturbado por la guerra que trae consigo la desaparición de Rafael y la huida, no exenta de peligros, de Felipe; se trata de relaciones sentimentales nacidas o mantenidas durante la contienda y, quizás por ello, sacadas de sus habituales quicios. Ocurre la acción en Torremar que sin dificultad puede identificarse con Santander (hay mención del faro; de Puerto Chico; del paseo de Pereda, cambiado ahora su nombre; de la calle Gravina)10.

Junto a los enamorados están, primero, las respectivas familias, ejemplo representativo de la división existente por entonces entre los españoles ya que al tradicionalismo ideológico de los Ortiz, gente de derechas, se opone, sin demasiada convicción, el socialismo interesado de Antonio Quiroga, a quien se enfrentan sus hijos Alicia y Felipe, dos casos de conversión. Lo apuntado da pie para entrar en la ideología expresa en la novela   —281→   que es, sin asomos de duda, la misma que posee su autora. Si el socialismo de Quiroga padre se nos presenta como interesado -«haber subido con facilidad a puestos de relieve en la política y los negocios», convertirse «en personaje siendo apenas una vulgaridad, [...], del montón» (página 59)- y desprovisto de sólida convicción, ello se debe al tratamiento que la novelista dispensa al ingrediente político que existe en su libro, donde resulta claro el juego maniqueo, un juego a muerte, de malos y buenos. Chocan así (a lo que parece, sin posibilidad de entendimiento y convivencia) los dos conceptos de «pueblo» que expone Julián Ortiz en la página 139: de una parte, lo que el personaje juzga «la hez de esta revolución, la escoria de España»; de otra, «el conjunto de marineros y aldeanos, de burgueses hacendosos, de clases medias: trabajadores, intelectuales y profesores, atenidos a la estricta legalidad cristiana». Pocas páginas más adelante (145-146), en una de las consideraciones que la novelista se reserva para intervenir aleccionadora o proselitistamente en su obra, queda establecida una caprichosa división profesional que reparte en «dos mitades contradictorias» a «el ramo de peluquería, los horteras, obreros de fábricas y mozos de café» (izquierdas) y a «todos los profesionales de carreras libres» (derechas). Tales divisiones pertenecen más bien a un ámbito teórico o de principios generales y pueden, por lo mismo, ser discutidas lo cual no sucede, dada su realidad inmediata y prescindiendo de calificaciones banderizas, con otras dos mitades, las de la ciudad de Torremar y sus habitantes luego de muy criminales hechos: «Media ciudad se tumba a la bartola, borracha de todos los licores rojos que la humanidad fabrica: especialmente el de la sangre. La otra media enmudece bajo el terror de la herodiada bolchevique: ésta es la Quinta Columna, enmudecida de espanto y de indignación por sus muertos y desaparecidos» (página 143)11.

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Junto a los enamorados y a sus familias está, después, Torremar, ciudad ahora anormal como consecuencia de la guerra, retaguardia amedrentada y sanguinaria y no frente de combate abierto; es esa ciudad que duerme borracha en una parte de sus pobladores y calla en la otra parte de ellos, sin que exista término medio posible entre ambos extremos. Crímenes, bombardeos de la aviación, prisiones, robos, vejaciones, desconfianza, delaciones, etc., son palabras para designar realidades que crean y padecen los torremarinos, víctimas sin remedio de la discordia cainita. Son sucedidos más bien monstruosos, de exacerbación y pesadilla, bastantes de los ofrecidos en Retaguardia, lo cual, a despecho de la evidente animosidad partidista de su autora, hace de esta novela -como de casi todas las coetáneas que se ocupan de nuestra Guerra Civil- una muestra anticipada de la tendencia tremendista12.

Acaso la comprensión de este libro de Concha Espina por un lector de hoy, pasado tanto tiempo desde los hechos referidos, haya de hacerse atendiendo a estas dos aseveraciones del prologuista de Retaguardia: 1ª), «es una novela que no se puede leer con ánimo de deleite [...]» y 2ª), «es un continuo gemido, porque no puede ser otra cosa [...]». Todo en la novela cede (al igual que ha cedido antes en el ánimo de su autora) ante la desgarrada experiencia personal sufrida por la adhesión a una causa, enfrentada a vida o muerte con la que se estima como enemiga. Claro que aunque proceder de este modo resulte lícito -y es afirmación que debe hacerse extensiva a las tres novelas que siguen-, no constituye el camino más adecuado para conseguir obras literarias de entidad, no efímeras13.

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En poco más de un año pasó Ramón José Sender de una novela histórica sobre época pretérita -Mr. Witt en el Cantón-, atendiendo la indicación expresa en las bases de un certamen14, a escribir un relato apenas novelado, testimonio personal o reportaje, acerca de acontecimientos actualísimos y también históricos; Contraataque se titula este último libro, del que fue anticipado un fragmento (en forma de folleto)15 y cuyas ediciones inglesa y francesa (sendas traducciones) salieron antes -1937- que la edición española 193816.

El «estallido» de la Guerra Civil cogió a Sender y a los suyos de veraneo en San Rafael (sierra de Guadarrama) y muy pronto tomaría parte en la contienda del lado republicano; desde aquí hasta el rescate de sus hijos (su mujer había sido fusilada en Zamora), todavía en pleno asedio de Madrid y, por tanto, no concluida la contienda, corre el relato de Sender, acaso (como quiere Jorge Campos)17 «el eslabón que cierra este período [el de escritor proletario], primero y ya granado de un escritor que se saldría en sus obras posteriores de los esquemas apasionadamente defendidos y puestos en práctica en esta etapa».

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El propio autor señala que Contraataque es más que una novela, un conjunto de «recuerdos, escritos velozmente, sin propósitos de composición literaria»18. Debe añadirse que es, igualmente, una muestra de literatura comprometida o beligerante, panfletaria en su tono y maniquea en su intención pero poseedora en ocasiones de innegable calidad estética. Tal es el caso de los momentos de clímax con que se cierran los capítulos IV (páginas 80-81: muerte de tres guardias civiles), V (páginas 86-88: muerte del periodista Fernández Alvar), VII (páginas 104-106: entierro del miliciano campesino en su pueblo de la sierra, aunque estas páginas no coinciden exactamente con el final del capítulo), XI (páginas 214-215: escena del desconocido enemigo en una calle madrileña), XIV (páginas 250-252: los presuntos desertores convertidos en valentísimos combatientes), XV (páginas 275-276: un hallazgo inesperado y macabro), XIX (páginas 351-352: el extraño mendigo de Ríos Rosas; tampoco es final de capítulo). Se trata de momentos breves e intensos, sin espacio para la tendencia divagadora que parece tan arraigada en Sender; y casi siempre, positivos o estimuladores pese al dramatismo de los hechos presentados. Cabe decir que destaca, asimismo, la habilidad narradora del autor y que la anormalidad de muchos de los sucesos referidos suele mantener interesado a su lector.

El cual quizá se aburra alguna vez con las divagaciones que Sender le ofrece frecuentemente, tal como ocurre en página 106: los aldeanos y la muerte; páginas 133-140: política española reciente; páginas 284-292: sentido simbólico que el autor otorga a los aviones de uno y otro bando; páginas 308-309: Nietzsche, los locos geniales y los hitlerianos; o páginas 352-353: cuando, camino de la cita con una amiga rubia, Sender va pensando en la oposición irreconciliable entre «el cinismo trascendental de los fascistas» y «el idealismo humanitario del pueblo». Semejantes divagaciones, extensas algunas de ellas, no suelen distinguirse ni por su originalidad ni por la profundidad de los conceptos.

Queda indicado que solamente una parte de la Guerra Civil es el asunto de Contraataque, parte vivida por el autor y relatada de modo cronístico   —285→   que, en ocasiones, desciende a las menudas anécdotas tanto propias como ajenas (contadas estas últimas por algún testigo de los hechos), producidas ya en la sierra de Guadarrama, o en un viaje a Andalucía, o en el asedio y defensa de Madrid, los tres espacios geográficos en los que discurre la peripecia. La novela da fin cuando esta peripecia aún no ha concluido y queda abierta, por consiguiente, una posibilidad de continuación.

«Envenenado» a la altura de 1936 (como lo estaban el marqués de San N. y otros muchos compatriotas de a la sazón), Sender, a quien el odio cainita hirió cruelmente (véanse las páginas 385-390, fusilamiento de su hermano Manuel en Huesca y de su esposa en Zamora), insulta, exalta, deforma a su gusto y capricho. Ocurre que Niceto Alcalá Zamora es «otro traidor» (página 44) como el general Queipo de Llano; o que éste, Franco y Mola no son más que «inteligencias [...] precarias» (página 45); o que Franco no pasa de «un militar mediocre [...], fantástico [y] [...] tonto» (página 347). La descalificación del enemigo, rasgo tópico en esta especie literaria, también se encuentra en Contraataque para cuyo autor los combatientes del ejército nacional forman «las hordas de Franco» (página 320) o «La Bestia» (ídem.), y sus victorias militares no pueden considerarse «sino sucias orgías de verdugos» (página 203). Deforma y hasta miente Sender en algunos pasajes de Contraataque, donde es dable señalar, junto a menudos errores -el triunfo electoral de las derechas fue en noviembre de 1933 y no en 1934 (página 148); antes de la Guerra Civil no había en Madrid «edificios de veinte y treinta plantas», a cuyas terrazas subieran músicos, camareros y gente con gana de divertirse (página 339)-, algunas gruesas inexactitudes, como cuando se afirma (página 380) que «en el hecho de ser sacerdote no había riesgo ninguno [en la zona republicana]», afirmación que documentalmente contradicen libros como los debidos a Antonio Montero, Juan Francisco Rivera o fray Luis G. Alonso Getino sobre la persecución religiosa19.

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Resulta muy comprensible la exaltación de su ideario y de sus compañeros de lucha llevada a cabo por el novelista, a quien entusiasma la contemplación de tanto esfuerzo heroico, más pasmoso aún dadas la «sencillez» y «simplicidad» en que se manifiesta «en nuestro bando» (página 372), cuyos muertos «no producen repugnancia» (página 193).

No dejaría Sender de la mano el tema de la Guerra Civil española y así lo prueban libros suyos aparecidos posteriormente pero en ellos, manteniéndose el autor fiel a sus ideas, se ha atenuado hasta llegar a desaparecer cualquier sectarismo banderizo; el tiempo no pasó en balde y sin duda la estética le importaba ahora bastante más que el compromiso político.

Al poeta, diplomático y falangista20 Agustín de Foxá la Guerra Civil le cogió en Madrid; luego de unos meses en la capital republicana (la cheka en que se había convertido Madrid) consiguió (como José Félix, el personaje de su novela) evadirse a Francia para entrar, seguidamente, en la zona nacional, situándose en Salamanca y adscribiéndose a la oficina de Prensa y Propaganda que dirigía a la sazón el general Millán Astray. Fue entonces cuando (en la sobremesa de un almuerzo) refirió a Felipe Ximénez de Sandoval21 muchos de los sucesos -políticos, bélicos y sentimentales- que más tarde se integrarían en la novela, compuesta sin demora, concluida en septiembre de 1937 y publicada por Ediciones Jerarquía al año siguiente22.

La acción de la novela se estructura en tres partes de variada extensión -75, 160 y 153 páginas en la edición que utilizo-, cuyos títulos   —287→   -«Flores de Lis», «Himno de Riego», «Hoz y martillo»- aluden a períodos de la historia política española contemporánea, lo cual subraya el carácter de «episodio nacional» de la novela que, como es obligado en tal especie narrativa, incluye también otras historias, como la individual de algunos personajes. Hechos políticos -la proclamación de la Segunda República y la alegría popular subsiguiente; el acto fundacional de Falange Española en el madrileño teatro de la Comedia- y hechos literarios -la ramoniana tertulia de Pombo, el accidentado estreno del Fermín Galán, de Alberti-; personas bien conocidas (políticos, militares, eclesiásticos, intelectuales, escritores) como personajes más o menos ocasionales, cuyos nombres son respetados, comparecen junto a otras cuyo nombre es deformado levemente («el Duque de Afil, diplomático español y autor de sonoros sonetos endecasílabos», por el duque de Amalfi, Antonio de Zayas, o «Arnuda, un poeta descolorido, comunista y complicado», por Luis Cernuda) y, finalmente, los personajes de ficción que, en algunos casos, lo son nada más que en el nombre puesto que se corresponden con personas de carne y hueso -como José Félix Carrillo, trasunto bastante fiel de Foxá23. La novela que nos ocupa es, además, el relato de una conversión política24, la del protagonista José Félix que pasa de su oposición a la llamada «dictablanda» y de su militancia como universitario en la F.U.E. a falangista seguidor de José Antonio Primo de Rivera.

Es la tercera y última parte de la novela de Foxá la que más conviene a nuestro propósito ya que coincide, en cuanto a tiempo histórico, con sus circunstanciales compañeras de artículo. La acción relatada en ella va desde el asalto al cuartel de la Montaña hasta la llegada a Madrid de las Brigadas Internacionales, o lo que es igual: de julio a noviembre de 1936;   —288→   a la acción ocurrida en Madrid, que es casi toda la acción, ha de añadirse un par de salidas, muy poco relevantes, del espacio capitalino: al frente de la sierra de Guadarrama (páginas 1242-1244) y a la ciudad de Toledo (páginas 1307-1315; para presenciar la voladura de una mina en el Alcázar sitiado). Añádase que tras la huida de Madrid, José Félix y sus acompañantes llegan a Valencia, traspasan la frontera con Francia por Cataluña, entran en la zona nacional por la aduana de Irún y el protagonista, finalmente, se asienta como soldado en el frente de Madrid, ciudad querida al alcance de los ojos y de las manos pero también «la ciudad más lejana del mundo»; todo esto se ofrece con brevedad y rapidez sumas en las diez o doce últimas páginas del libro.

Aunque el tiempo monárquico (digámoslo así) es el que menos espacio ocupa en la novela de Foxá, su presencia es clara y frecuente como claro y mantenido fue el monarquismo del autor25, a lo que se une un peculiar madrileñismo que tiene poco que ver con el de Arniches, popular y barriobajero, y con el de un Répide y un Ramírez Ángel, más lírico y culto. El Madrid de Foxá es, históricamente, el de la Restauración canovista prolongada hasta Alfonso XIII y, espacialmente, el barrio de Palacio y el parque del Retiro; ambos -historia y espacio-, impregnados de sentimentalidad: la de quien retiene codiciosamente sus recuerdos infantiles y adolescentes. El tiempo republicano (y no digamos el tiempo bélico) suponen cambio indeseado y novedad no grata, por lo cual no debe sorprender que quien haya de soportarlos -caso de Foxá- se considere víctima y, resueltamente, se pronuncie en contra. «Era un pasado que se rompía», leemos (página 1193) cuando, en un registro de la casa de José Félix por las milicias del Frente Popular, cae al suelo y se parte la concha de nácar «donde bebió tantas veces [de niño] el agua de las Garabitas» y esta expresión, diríase que con virtualidad casi emblemática, implícitamente se   —289→   reitera ante otros rompimientos -«[...] entre aquellas cenizas que volaban sobre el patio [quema de la iglesia de San Nicolás], sin duda estaba su partida de bautismo» (página 1196); «tiraban [con tales destrucciones] todo un pasado. Las leyendas, los recuerdos, las nostalgias»- (página 1213). (Concluida la guerra y regresado Foxá a Madrid, la contemplación del hogar saqueado y de tantas cosas entrañables destruidas motivó el artículo Las viejas casas, que «estaban cargadas de recuerdos», «que tenían su historia y su pequeña anécdota» y a las que magnifica la nostalgia)26.

Ese territorio sentimental y geográfico (Madrid, en una sola palabra) está presidido ahora -tercera parte de la novela- por la hoz y el martillo y sufre el terror propio de la lucha contra un enemigo al que no se concede tregua; tampoco la concede el autor, verbalmente cuando menos, a los que tiene por enemigos suyos (quienes dominan y defienden la ciudad) y con epítetos, expresiones, comentarios, situaciones y escenas los descalifica implacable -abonan lo apuntado ejemplos como: «eran peor que salvajes» (1185), «eran la autoridad los limpiabotas, los que arreglan las letrinas, los mozos de estación y los carboneros» (1188), «llamaban al robo, requisa, y al crimen, limpieza de la retaguardia» (1189), «era el gran día de la revancha, de los débiles contra los fuertes, de los enfermos contra los sanos, de los brutos contra los listos. Porque odiaban toda superioridad» (1212); o la macabra exposición de las momias desenterradas en la iglesia del Carmen y la burda patraña levantada en torno a ellas- (1260-1261). Pese a semejante exacerbación personal es cierto que (como Foxá constata) «por encima de la revolución y de la guerra» eran posibles casos como el del anónimo miliciano y la madre de Carlos Otaño, unidos por el arrepentimiento y el perdón. Asimismo, al lado de tanta mortandad, la vida ofrece, en claro contraste, señales de presencia gozosa y por eso «también florecían los idilios» (el de Celia y Joaquín, 1269) ya que «el peligro, la muerte cercana aumentaban la sensibilidad amorosa de la ciudad» (1257).

Si entramos en la ideología del autor hay en su novela (aparte los ejemplos antes aducidos) algunos pasajes no desprovistos de interés. Foxá reconoce,   —290→   aunque sea muy de pasada, la existencia de actitudes sociales indefendibles que sin duda explican (aunque el novelista no entre en explicaciones) otras actitudes de odio y revancha -es el caso, tan repetido entre ciertas gentes acomodadas y bien pensantes-, de doña Gertrudis y sus hijas que «habían concentrado toda la abominación del pecado sobre el problema amoroso, olvidando los ínfimos salarios de la siega y la esclavitud de sus criadas, presas en sus cuartos en plena primavera. Medían la moral por los centímetros de las faldas y dictaban modelos para los trajes de playa» (1050).

En el vasto retablo de la vida española contemporánea presentado en Madrid de corte a cheka, con resonancias inequívocas de Valle Inclán (sus novelas de «El ruedo ibérico»), con una considerable frecuencia y, también, riqueza dialogística, quiero destacar que Foxá (como Sender en Contraataque) cuida los finales de las secuencias o estancias narrativas (mejor que capítulos), intensificando de diverso modo las palabras y las situaciones de cierre (son, por ejemplo, las citas ajenas que se colocan oportunamente para subrayar con ellas el tono del pasaje: irónico en 1218, con la utilización de un tópico propagandístico; trágico en 1228, con el desgarrado comentario de Indalecio Prieto).

Anunció Foxá la continuación de estos sus episodios nacionales con un segundo, titulado Salamanca, cuartel general, que no llegó a ver la luz, caso de que se hubiera escrito27. Sus destinos diplomáticos fuera de España, la colaboración en el diario ABC, sus poemas y los estrenos teatrales ocuparon la actividad posterior de Agustín de Foxá que sólo muy esporádicamente cultivaría la narración28.

Muy activo en su beligerancia política y, también, literariamente (con la pluma puesta al servicio de la causa republicana) se mostró durante la   —291→   contienda José Herrera Petere, autor de no pocos romances bélicos (del frente, los más y de la retaguardia, algunos)29, de colaboraciones en la revista Hora de España, de piezas teatrales y de relatos como Acero de Madrid, que fue premio Nacional de Literatura en 193830.

Un prólogo y tres partes -«Termina [en] la guerra», «Termina en el cuartel de Francos Rodríguez», «Termina en el Ejército Popular»- integran esta novela o, quizá mejor y de acuerdo con el subtítulo del libro, «Epopeya». Canónicamente hablando este libro tiene muy poco de novela ya que la acción narrada o anécdota resulta escasísima en cantidad y relevancia -«Perdonad que todo lo anecdótico se borre en estos momentos [y en casi todos], porque sólo hablan la vida y la muerte», suplica el autor en la página 170-; no existen personajes sustentadores de ella y sí, solamente, algunos breves bocetos de tal -como los Cornejo, Carrasco y Grau, cazadores de tanques enemigos en III 7-; el tono de la expresión se mantiene dispersivo, al modo de las letanías gratas a Ramón Gómez de la Serna (páginas 27, 45, 51-53, 172) y de algunos poemas de León Felipe (páginas 127-129 ó 165); la frecuencia comparativa es abundantísima. Todo ello diríase más propio de la poesía que de la narrativa por lo cual no hay inconveniente en retener como calificación genérica aproximada la dicha de «Epopeya».

La circunstancia española era excepcional y el escritor Herrera Petere, voluntariamente comprometido, declara en el prólogo sus intenciones que significan, de una parte, un rechazamiento de actitudes estéticas recientes -aludidas en «el hierro dulce de los sueños insolentes», y «las torres de marfil de las alturas» (página 7) y en «el preciosismo», que es algo así «como una pobre señora menopáusica, cruelmente abandonada» (página 8)- y, de otra, el nacimiento de un arte nuevo, heroico y popular   —292→   «que equivalga el [sic] antiguo que cantaba las epopeyas de las ciudades, las odiseas de los navegantes y el heroísmo de los pueblos» (página 8). Coinciden esas intenciones y aseveraciones con algo (una nueva estética, revolucionaria podría decirse) que desde tiempo atrás venía manifestándose y que ahora, con la Guerra Civil, se exacerba31.

Acero..., crónica a veces (como en la página 83), casi noticia periodística en ocasiones, es un libro panfletario -con su exaltación incondicional del Quinto Regimiento (II 5) y su apología de los comisarios políticos (páginas 180-181)- y maniqueo -no hay el menor intento comprensivo hacia esa petición de la derecha española que era modesta y sufrida clase media, bien ajena a los afanes dinerarios invocados en páginas 52 y 92, a la barbarie y degradación moral de páginas 105 y 112, o a la corrupción del alto funcionario Corcuera (página 56) que el autor da como únicos integrantes de aquella ideología política-. Tal maniqueísmo se extiende a la misma guerra, que parece una disputa entre buenos y malos, esto es: pueblo y fascistas, los cuales son cobardes (página 121) pese a tenerlo todo de su parte (página 123) y representan, simbólicamente, «lo verde, lo negro, la sombra» frente a «el sol, lo claro, lo rojo» (página 84), monopolio de sus opuestos. De acuerdo con su partidismo militante Herrera Petere insulta a los enemigos -«[...] los borricos militares españoles» (página 37), a los que compendiosamente representa el apellidado Pezuño, quienes parecen obsesionar al escritor; «[...] una armoniosa y parlante pera llamada Gil Robles» (página 46) -e incurre en inexactitudes- la Falange Española de las J.O.N.S. nunca dijo lo que Herrera Petere gusta de atribuir a un supuesto propagandista suyo (páginas 22-23: desde «hay que salvar a España» hasta «el movimiento marxista español»); en ninguno de los frecuentes altercados callejeros posteriores al triunfo electoral del Frente Popular (febrero de 1936) llegó a haber «un centenar de muertos y heridos», como se dice en la página 37.

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José Herrera Petere, posteriormente exiliado y fallecido en Ginebra (1977), prosiguió su labor literaria -prosa, poesía, teatro- y más de una vez utilizó como asunto la Guerra Civil española.

Examinadas en sus aspectos más notorios las cuatro novelas elegidas cabe ahora poner de manifiesto los rasgos comunes existentes en las piezas de este breve conjunto.

Del tema general -la Guerra Civil española-, cada uno de los escritores en cuestión retuvo el fragmento que conoció y vivió directamente -el suyo propio-, lo cual otorga a dichas obras la condición de autobiográficas, claramente manifiesta en Retaguardia y Contraataque, menos tal vez en Madrid de corte a cheka (ha de recurrirse a la identificación autor-personaje José Félix), y más diluida en Acero de Madrid.

Hecha abstracción de la ideología política de cada novelista es cierto que los unifica su postura banderiza, la cual lleva a comprometerse a favor de un bando combatiente y en contra del opuesto por lo que la exaltación y la denostación, en un fácil juego maniqueo de buenos y malos, abundan en tales libros, documentos históricos nada objetivos por beligerantes. De este modo la estética, objeto incluso de condenación (recuérdese el caso de Herrera Petere), pierde sin remedio.

Cualquiera que sea su actividad literaria anterior y el signo de ella puede afirmarse que el realismo es la tendencia dominante en el conjunto acotado y que la circunstancia bélica prohibía toda complacencia en innovaciones y vanguardias; esto no es incompatible con el valle-inclanismo advertible a veces en Foxá, con el acento más de poesía que de narración reconocible en Herrera Petere, con el rezago modernista en la expresión espiniana, con los clímax de más de un capítulo senderiano.

Concluye la acción narrada (no importa ahora la anécdota final) pero la Guerra Civil (eso que he denominado el tema general) prosigue; se trata, pues, de obras abiertas, susceptibles de una continuación o segunda parte -más asedio o epopeya de Madrid en Sender y en Herrera Petere; más contemplación de esta ciudad desde la trinchera asediadora   —294→   y, finalmente, su conquista, en Foxá-; acaso Retaguardia, por haber concluido con sus páginas el cautiverio de la autora, no permite esa presunta continuación.

Miembros de la España peregrina los novelistas Sender y Herrera Petere, habitantes de la otra España, Agustín de Foxá y Concha Espina, cada cual siguió en la vida y en la literatura su derrotero propio luego de este tiempo de máxima pasión al que he procurado acercarme sólo como curioso lector.





 
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