Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.

Cuatro palabras del traductor

Mariano José de Larra

imagen

En circunstancias como éstas, en que se mezclan con los intereses generales intereses personales, en que la cuestión de los medios que se han de poner en práctica para conseguir el fin suele adquirir más importancia que el fin mismo, dividiendo y subdividiendo hasta el infinito los partidos; en momentos en que es tan fácil a los rencores personales dar torcida explicación a las menores acciones, presentando a una luz falsa las opiniones que los acontecimientos modifican de continuo, sobre todo cuando la precipitación con que éstos se suceden viene a impedir muchas veces el completo desarrollo de aquéllas, el traductor de esta obra ha creído de su deber entrar con sus lectores en una previa explicación tan necesaria como justa. No porque a la causa general pueda importarle la mayor o menor rectitud de un individuo, sino porque importa mucho al individuo mismo que una acción incompleta y un silencio prolongado no den lugar a falsas interpretaciones. El traductor de Las palabras ha creído indispensable poner, al lado del pensamiento de Lamennais, pensamientos suyos, por más que los reconozca inferiores al que preside a la obra que ha tratado de vulgarizar en España.

Lástima grande por cierto que esta obra no sea una realidad todavía en el mundo. Clasificada hasta ahora por la imperiosa tardanza de los hechos entre el sinnúmero de teorías que la imprenta arroja diariamente en el torbellino de sistemas que comparten el mundo moderno, apóyase, sin embargo, en dos grandes verdades.

Primera. La necesidad de una religión en todo estado social; necesidad innegable, pues que la experiencia no nos presenta en el transcurso de los tiempos un solo caso de un pueblo ateo.

Segunda. El derecho común de los hombres, por el cual ninguno de ellos puede adjudicarse más predominio sobre los demás que el que estos mismos quieran cederle, derecho tan innegable como la necesidad de una religión, pues como ella se funda en la naturaleza.

En ésta existe la necesidad de la religión, puesto que todos al nacer entramos a ser parte de un orden de fenómenos anteriores al hombre mismo, indestructible y superior, no sólo a su fuerza, sino a su propia inteligencia; en una palabra, sobrehumano: orden inmutable que revela un poder mayor existente, y que a la par impone una ley universal, emanada de él; ley grabada en toda sociedad aun con anterioridad a su existencia, pues que lo está en el corazón de todo hombre, a saber, la JUSTICIA.

La RELIGIÓN, pues, como dogma de los deberes del hombre para con el poder superior preexistente a él en el mundo, y como fuente de la moral; y la JUSTICIA, como dogma de los deberes de los hombres entre sí y como fuente del orden, son la base de todo estado social.

Aunarlas, y derivar sus consecuencias puras, sin tergiversación y sin mezcla de supersticiones: he aquí lo que ha tratado de hacer el autor de las Palabras de un creyente. Porque las supersticiones políticas han ahogado la justicia como las supersticiones religiosas han ahogado la religión.

Que la sociedad, por causas accidentales, se haya apartado de fuente tan pura, es un hecho; que para traerla de nuevo al punto de partida sea necesario luchar con los obstáculos que aquellas causas accidentales han creado y entronizado, es una verdad; que en esta lucha el que proclama la verdad haya de sufrir el dictado de sedicioso y desorganizador, es natural. Pero estas cuestiones todas, cuando sólo se trata de sentar los principios generales, sin aplicación a circunstancias determinadas, sin incitación a país alguno, son realmente secundarias.

Porque los hombres hayan desconocido la verdad por un tiempo, ¿por eso no podrá enunciarse? Si se han apartado de su camino, condición será de la débil humanidad; si la fragilidad de ésta, en fin, fuese tal que la verdad pura no pudiese verse completamente entronizada, si estuviese destinada a ahogarse entre humanas modificaciones, ¿por eso sólo no podrá ser aclamada?

Por otra parte, los que niegan la perfectibilidad del género humano, los que, concediendo la verdad del principio, niegan la posibilidad de establecerlo, blasfeman contra la Providencia, porque suponen que ésta ha grabado en nuestro corazón el dogma de una justicia irrealizable, que nos ha dado un tipo para la teoría, y una ley en contraposición para la práctica; suponen que ha puesto en lucha en nuestro corazón la creencia y la realidad. Criarnos para eso hubiera sido un sarcasmo.

Inferir también de que el mundo ha sucumbido hasta el día a ciertas condiciones que siempre ha de sucumbir a las mismas es no haber estudiado la marcha de los tiempos. El que así raciocina se parece al niño que creyese imposible llegar a ser hombre sólo por ser niño, cuando precisamente sólo se puede llegar a ser hombre siendo niño; es negar el porvenir. Es, además, una ilusión del amor propio que limita a la existencia de una generación la vida del mundo. ¿Qué importa para el orden establecido, para ese coloso que marcha, creciendo siempre, que una, diez, cien generaciones se hayan hundido sin tocar en la perfección? ¿Qué significa que no hayan servido sino de escalones a las que las han heredado? Lo que le importan, lo que le significan al hombre de treinta años el pelo que le han cortado en su niñez, y las vestiduras que por cortas ha ido desechando.

No diremos más con respecto a Lamennais. Si necesitase defensa o apoyo, mejor le defendería su mismo libro que cuanto en favor de sus doctrinas pudiera su traductor decir.

Pasemos a la traducción. Si me preguntan por qué he traducido este libro, responderé: Hay dos cosas que considerar actualmente en el estado imperfecto de la sociedad en este estado de transición y de viaje en que se encuentra. Primera: la verdad última hacia que camina. Segunda: el medio de conseguir esa verdad. Hay, por tanto, que tener presentes los principios absolutos, y la oportunidad relativa de las circunstancias.

Con respecto a los principios, ahí va Lamennais. Pero ¿para ahora? No nos toca a nosotros decidirlo. Los enunciamos y nada más. Parte tan diminuta de la humanidad, arrojamos ante sus ojos unas doctrinas. Agregarnos después a lo que ella adopte y decida por ahora es nuestro único deber.

Pero reconocido el imperio de las circunstancias, proclamar una verdad que no está de acuerdo todavía con esas circunstancias, ¿es alterar lo existente?, ¿es ser subversivo?

No, porque si el mundo marcha, no puede ser subversivo quien le abre camino. Ni progreso quiere decir otra cosa que continua variación. Por eso el que muere mártir hoy es declarado santo mañana, así que la práctica llega a realizar la teoría que proclamó. O, por mejor decir: sí, tiende a alterar lo existente. No está el mal en eso, sino en haber dado una mala interpretación a una palabra buena; alterar para progresar no es crimen en lo presente para con la sociedad, es mérito, al contrario, para con ella en el porvenir.

No gira la cuestión sobre si se ha de alterar, sino sobre los medios que para ello han de emplearse. Violentar para alterar, forzar la voluntad existente y dar a los hombres por la fuerza su felicidad misma, es un crimen. Predicar para convencerlos, sembrar hoy para coger mañana, no es alterar, no es ser malamente subversivo, es preparar lícitamente las alteraciones futuras.

Esto sentado, sólo el sable es peligroso; la palabra nunca. Así es que la palabra no ha trastornado jamás de la noche a la mañana con la publicación de un libro la faz del mundo. Su enunciación, mientras más prematura es en un Estado, es tanto menos peligrosa, porque, no encontrando simpatías bastantes en el momento, queda latente e infecunda por el pronto, como la semilla oculta y encerrada en la tierra hasta el tiempo de la germinación y del desarrollo.

Mahoma pudo cambiar con la violencia en breve espacio la faz de gran parte del mundo. Pero el Cristo, que vino a predicar, y no a combatir, no logró variarla sino a fuerza de años y aun de siglos, y en vez de matar para consolidar su obra, tuvo él que morir con los suyos por ella.

La revolución que se verifica por medio de la palabra es la mejor, y la que con preferencia admitimos; la que se hace por sí sola, porque es la estable, la indestructible. Por eso a nuestros ojos el mayor crimen de los tiranos es el de obligar frecuentemente a los pueblos a recurrir a la violencia contra ellos, y en tales casos sólo sobre su cabeza recae la sangre derramada; ellos sólo son los responsables del trastorno y de las relaciones que siguen a los pronunciamientos prematuros. Sin ellos, la opinión sola derribaría; y cuando la opinión es la que derriba, derriba para siempre; la violencia deja tras sí al derribar la probabilidad de la reacción a la fuerza hoy vencida, y que puede ser vencedora mañana. El paganismo, cayendo ante el poder de la opinión, y a la voz del Cristo, cayó para siempre, al paso que la fuerza colosal del Imperio romano no consiguió ahogar la voz del Cristo, en la apariencia más débil, pero en realidad más poderosa, porque se apoyaba en la convicción. La Inquisición, que nadie ha destruido violentamente en ninguna parte, y que ha muerto por sí sola a manos de la opinión, bien como el tormento, no volverá a aparecer jamás sobre la Tierra. Por el contrario, hemos visto un ejemplo de la inutilidad de la fuerza en esa misma religión cristiana, que, derribada por el torrente de los excesos de sus ministros y falsarios en un país vecino, donde provocaron la violencia contra ella, volvió a aparecer casi por sí sola. La opinión no le había abierto la huesa todavía. Tan liberales somos, tan allá llevamos el respeto debido a la mayoría, al voto nacional, a la soberanía del pueblo, que no reconocemos más agente revolucionario que su propia voluntad.

En consecuencia he traducido este libro porque, sean cuales fueren sus doctrinas, pertenezcan al presente o al porvenir, creo que la palabra no puede ser jamás nociva. La mentira impresa y propalada cae por sí sola, y puede ser rebatida con la palabra misma. Por el contrario, la verdad impresa y propalada triunfa, pero triunfa a fuerza de convencer, triunfa sin violentar, y éste es el más bello triunfo posible.

En estos principios se apoya la libertad del pensamiento, y en este sentido no conocemos crimen mayor que el empeño que los gobiernos ponen en coartarla. No sólo privan de un derecho a su generación, sino que asesinan en su germen a su posteridad. En nuestra opinión, los hombres todos deben saberlo todo. Sólo así podrán juzgar, sólo así podrán comparar y elegir.

He traducido además esta obra para luchar con un error de grave importancia.

La religión cristiana apareció en el mundo estableciendo la igualdad entre los hombres, y esta gran verdad, en que se apoya, ha sido la base de su prosperidad. Los reyes, en cuyo interés no estaba interpretarla de esta suerte, experimentaron el instinto de torcerla a sus fines, y muchos malos ministros de ella, que para consolidar su triunfo duradero deberían haberse puesto de parte de los pueblos, sacrificaron el porvenir a una brillante existencia precaria y a honores pasajeros, prestándose a convertir esa misma religión tan pura en instrumento de tiranías. O estorbaron la vulgarización de las Sagradas Escrituras, o las interpretaron a su manera, tornándolas palanca política; sustituyeron en provecho suyo, y en el de los gobiernos, a la religión la superstición, a la creencia el fanatismo, artería a que desgraciadamente se prestaba demasiado la ignorancia de los siglos medios. De aquí resultó que cuando los filósofos del siglo pasado quisieron minar el edificio social, tan injustamente organizado, tuvieron que atacar la superstición y el fanatismo; empero, confundidos ya la superstición y el fanatismo con la religión, apareció ésta atacada en sus escritos: los discípulos de los enciclopedistas exageraron, como en tales casos sucede, los principios de sus maestros, y así como los pueblos, seducidos, habían pasado de la religión al fanatismo, así, desengañados, pasaron del fanatismo a la impiedad.

Los liberales, sin embargo, y los reformadores hubieran triunfado hace mucho tiempo completamente y para siempre, si en vez de envolver en la ruina de los tiranos la religión, necesaria a los pueblos, y de que ellos habían hecho un instrumento, se hubieran asido a esa misma religión, apoderándose de esta suerte de las armas mismas de sus enemigos para volverlas contra ellos. El protestantismo, separando en los pueblos donde se introdujo la religión de la política, el cielo de la tierra, y poniéndose de parte de los pueblos, obró con mejor instinto: se granjeó el respeto y se consolidó renunciando a miras mundanas de ambición; llegó a ejercer una verdadera influencia, tanto más indestructible cuanto mejor era su fundamento; y aseguró la libertad arraigándola primero en las conciencias, en las costumbres después. Hermanó la libertad con la religión. Aunque más tarde, ¿por qué no hemos de hacer lo propio con el catolicismo?

En España la reacción debía ser más terrible, puesto que habían pesado más sobre ella que sobre nación alguna los excesos del fanatismo. No conteniéndose los partidos nunca en los justos límites, no consintiendo el calor de la lucha la reflexión, el traductor de esta obra, leído con ligereza, y sin esta previa explicación, estaba expuesto a un doble riesgo. Podía aparecer a los políticos modernos preocupado en religión, epíteto poco envidiable en el día, y a los religiosos fanáticos, desorganizador en política. Sin embargo, no es ni uno ni otro. Si este libro puede conquistar a la causa liberal muchos de los fanáticos que creen que la religión se opone a las instituciones libres, si puede convencer a la multitud poco instruida de que la religión cristiana es una religión democrática y popular, si puede cimentar la libertad, destruyendo su mayor enemigo, el fanatismo, el traductor corre con gusto el riesgo de aquella doble inculpación; no, empero, sin declarar que ningún escritor ha escrito nunca para los que no saben leer.

Los autores mismos del código que en el día nos rige hubieron de conocer esta importante verdad; sin duda vieron claro que no había llegado el término de la religión cristiana en España, que no llegaría jamás, cuando, en vez de declararla imprudentemente la guerra, a imitación de los filósofos franceses del siglo pasado, trataron de hacerla suya, y granjeársela, consignando en ese mismo código que la religión cristiana es la única verdadera y la del Estado. En eso dieron una gran prueba de su conocimiento del corazón humano y del mundo, además de una muestra importante de fe y de convicción religiosas. Volvamos la vista a todas partes, a esa Francia que ha vuelto a su religión después de tan violentas sacudidas, a esa Inglaterra tan adelantada y tan religiosa, a esos Estados del norte de América tan citados. Donde quiera hallaremos una religión, donde quiera hallaremos a Dios presidiendo a las acciones más indiferentes de los hombres, por voluntad de esos hombres mismos, y de esos hombres libres.

Religión pura, fuente de toda moral, y religión, como únicamente puede existir, acompañada de la tolerancia y de la libertad de conciencia, libertad civil; igualdad completa ante la ley, e igualdad que abra la puerta a los cargos públicos para los hombres todos, según su idoneidad, y sin necesidad de otra aristocracia que la del talento, la virtud y el mérito; y libertad absoluta del pensamiento escrito. He aquí la profesión de fe del traductor de las Palabras de un creyente. Después de esta declaración de principios, por los cuales abogó constantemente en sus pobres escritos, el traductor cree que puede dormir tranquilo sin temor de la calumnia, si es que ésta alguna vez pudiera atribuirle importancia bastante para asestar contra el sus flechas emponzoñadas.

[Nota editorial: Otras eds.: Fígaro. Colección de artículos dramáticos, literarios, políticos y de costumbres, ed. Alejandro Pérez Vidal, Barcelona, Crítica, 2000, pp. 700-706; Obras completas de D. Mariano José de Larra (Fígaro), ed. Montaner y Simon, Barcelona, 1886, pp. 591-594.]