Cuento y drama romántico: «El Lago de Carucedo»
Borja Rodríguez Gutiérrez
El lago de Carucedo. Tradición popular se publicó en cuatro números (29 a 32) del Semanario Pintoresco Español, del 19 de julio al 9 de Agosto de 1840. Era el segundo relato de Enrique Gil y Carrasco. Año y medio antes había publicado Anochecer en San Antonio de la Florida, en diciembre de 1838, en El Correo Nacional.
El Lago de
Carucedo no ha sido una obra que haya recibido gran aplauso
crítico. E. A. Peers ni siquiera la menciona en su extensa
Historia del Movimiento Romántico Español.
El crítico que la ha prestado más atención en
los últimos tiempos Jean-Louis Picoche (op.
cit. 334-336) es muy crítico con ella:
«Enrique Gil no sabía exactamente
lo que hacía al escribir El Lago de
Carucedo»
. Encuentra que la obra está formada
por tres relatos, un cuento regionalista, un cuento
histórico y una leyenda en prosa «parecida a las que Bécquer
escribirá más tarde»
. Esta falta de unidad
la hace «endeble» y «mediocre». Cree que el
autor se ve entorpecido por una acción demasiado compleja y
una multitud de comparsas, aunque reconoce que tiene trozos muy
hermosos. En la misma línea parece situarse Alborg (1980;
683), si bien menos acremente que Picoche. Después de
resumir brevemente el argumento menciona como lo más
positivo la presentación que el autor hace del paisaje del
Bierzo. «Sus descripciones, en una prosa
lírica y armoniosa, son bellísimas y no podrá
ya sorprender si afirmamos que constituyen lo mejor del
relato»
. Rubio Cremades (1997; 636) no aventura juicios y
hace mención de los elementos que hay en el relato comunes
con El Señor de Bembibre. Díez Taboada
(1988) que aborda el estudio del tema de la narración y de
las leyendas populares sobre el lago, abunda igualmente en la
deficiente construcción del relato.
Tanto Picoche como Díez Taboada mencionan la influencia de Don Álvaro o la fuerza del sino. Picoche además opina que es perceptible la influencia, en los episodios más históricos del relato, de Doña Isabel de Solís de Francisco Martínez de la Rosa.
Por nuestra parte
pretendemos analizar aquí el relato en conexión con
el drama romántico. En dos recientes estudios, Donald L.
Shaw (1996) y David T. Gies (1996) han acometido el estudio del
drama romántico en su conjunto, singularmente en la
evolución que se produce desde La Conjuración de
Venecia de Francisco Martínez de la Rosa (1834) hasta
Carlos II el Hechizado de Antonio Gil y Zárate
(1837). En medio de estas dos obras los jalones fundamentales son
Macías de Mariano José de Larra (1834),
Don Álvaro o la fuerza del sino del Duque de Rivas
(1835), Alfredo de Joaquín Francisco Pacheco
(1835), El Trovador de Antonio García
Gutiérrez (1836) y Los amantes de Teruel de Juan
Eugenio Hartzenbusch (1837). Don Juan Tenorio de
José Zorrilla, estrenado en 1844, como subrayan ambos
críticos, representa un nuevo tipo de obra: no es un drama
romántico, que finaliza en el desasosiego y angustia que
provoca la injusticia y el destino fatal que destruye a los
protagonistas sino que el arrepentimiento de Don Juan y su
salvación final provoca la tranquilidad final del espectador
que ve con burguesa satisfacción como «el héroe romántico de
Zorrilla solicita el perdón, acepta la gracia de Dios y se
dirige flotando hacia el cielo sobre un lecho de flores y al son de
una relajante música celestial»
(Gies; op. cit. 189).
Este final es, por
su naturaleza adverso al drama romántico. Como indica Shaw
(op. cit. 317)
el drama genuinamente romántico es el que incorpora la
injusticia cósmica del mundo «a
través del tema del amor contrariado por el destino, que
acaba en sufrimiento y muerte. Tema fundamental del romanticismo
subversivo, opuesto al amor amenazado por las circunstancias pero
preservado por la firmeza y la fe religiosa, el paradigma del
Romanticismo histórico»
.
Gil y Carrasco,
crítico teatral durante gran parte de su vida literaria, es
testigo de la representación de estas obras que sin duda
provocan en él un vivo impacto. Gies (op. cit. 176) recoge una
opinión suya sobre Los Amantes de Teruel y sobre
todo el drama de su tiempo en una crítica de 1838; «la expresión literaria de la época
presente, la que más influjo está llamado a ejercer
sobre la actual sociedad»
. Pocos autores quizás
tan predispuestos para ser afligidos con la situación de la
injusticia cósmica. El relato de su vida que hace Picoche
(1978; 13-55) nos ilustra acerca de la tristeza del personaje. La
muerte en breve plazo de su padre (Septiembre de 1837), de su
íntimo amigo (Octubre de 1837) y de su novia (Noviembre de
1837) provoca en él una aguda sensación de desamparo
y soledad que nunca consiguió superar. La aparición
de la enfermedad (ya presente en 1840 cuando escribe El Lago de
Carucedo) y su implacable avance hasta su muerte no
haría sino aumentar su natural melancolía, esa
«distracción apasionada y
melancólica»
con la que se pinta a sí mismo
en la presentación del relato que pretendemos analizar.
El Lago de
Carucedo es una evolución narrativa de los dramas
románticos que antes hemos mencionado. Gil retoma el tema
allí desarrollado: el amor contrariado injustamente por el
destino, e incluye en él las características que Gies
(op. cit. 139)
encuentra en el drama romántico subversivo: «el encuadre histórico [Siglo XV,
Conquista de Granada, Descubrimiento de América], los
escenarios terroríficos y misteriosos [Ruinas de la fuente
de Diana, el terremoto, el fantasma de Salvador], el uso de
máscaras [El disfraz de Rebolledo], el héroe
huérfano cuyos orígenes se revelan mediante
sorprendentes revelaciones [El documento que Salvador debe conocer
a los veinticinco años], las expresiones de amor intensas
[«Su amor es para mí como la luz, como el aire, como
la libertad»], la creencia de que el amor trasciende la
propia vida [«¡Venga la muerte a sorprenderme a tu lado
con tal que ruede yo en tus brazos por los abismos sin fin de la
eternidad!»], la rebelión contra las injusticias que
se perciben y contra la opresión [«He pensado que soy
hombre, amante y caballero, si no por la alcurnia, al menos por mi
corazón»] y la sangrienta conjunción de amor y
muerte en el desenlace [Muerte de los enamorados]»
. Pero
Gil va más allá que muchos de los dramaturgos:
desaparece casi en su totalidad la opresión de los poderosos
de la tierra y solo queda la tiranía de Dios mismo, injusta
e inmotivada contra el desconcertado protagonista (de nombre,
irónicamente, Salvador) que al final se revela contra Dios
mismo y le desafía en nombre de su amor, con un atrevimiento
sólo igualado por el Don Félix de Montemar de El
Estudiante de Salamanca y que es castigado por su caprichoso
creador, no ya con la muerte sino con la separación final de
los amantes por toda la eternidad.
Tras una introducción en la que Gil nos presenta un manuscrito hallado de donde saca la historia y que le sirve para desarrollar su amor a la descripción de la tierra del Bierzo, el cuento se organiza en tres partes: «La primer flor de la vida», «La flor sin hojas» y «Hierro y Castigo» y una brevísima conclusión en la que vuelve a hablar el transcriptor del manuscrito.
Las
críticas de Picoche y Díez Taboada respecto a la
estructura de la obra se dirigen, sobre todo, a la segunda parte,
en la que se cuentan las aventuras del protagonista, su
participación en la conquista de Granada y su viaje con
Cristóbal Colón, participando en el descubrimiento de
América. Según Diez Taboada (op. cit. 233) en «una trama erótico-religiosa [...]
incrusta unos episodios históricos de los que
fácilmente hubiera podido -y debido- prescindir, puesto que
son una digresión respecto de la acción
principal»
. Pero esta segunda parte es como veremos
fundamental, pues sirve para caracterizar la evolución del
protagonista, su progresiva desesperación y radical soledad,
y a preparar su alma para la rebelión final.
En la primera
parte se nos presenta a dos jóvenes, Salvador y
María, unidos por su amor y por el misterio de su origen
«pues que ninguno de ellos había
nacido en aquellos fértiles valles, y además un
misterio impenetrable envolvía en densas sombras el origen
de entrambos»
. Pero entre los dos personajes hay una
diferencia básica: el carácter de Salvador.
Salvador solo sabe de su origen que existe un pergamino que su protector, el Abad del monasterio de Villarando, Veremundo Osorio, debe abrir cuando cumpla los veinticinco años, en el que se cifra el misterio de su origen.
Un día,
descubre el joven que María es seguida, por Don
Álvaro Rebolledo, castellano del castillo de Cornatel,
famoso por su impiedad y por sus desmanes. Alerta al Abad de la
situación, y le dice que está dispuesto a todo para
defender a María, auténtica razón de su vida:
«Dejar de amarla es imposible [...] Su
amor es para mí como la luz, como el aire, como la
libertad»
. El Abad Osorio tranquiliza al joven y acude a
Cornatel a entrevistarse con Rebolledo. Pero su misión
fracasa, como reconoce a Salvador. Decide por lo tanto pedir
hombres de armas al Abad del monasterio cercano de Carracedo,
advierte a María, callando la verdadera razón, de que
cambie los terrenos donde lleva a pastorear a su ganado, y
encomienda a Salvador la vigilancia de la joven. Al siguiente
día Salvador emprende su vigilancia y descubre a Rebolledo,
disfrazado, intentando raptar a María. Acude a su rescate y
la hace huir al monasterio mientras él se enfrenta con el
secuestrador, a quien mata en legítimo duelo. Vuelve al
monasterio y allí el Abad le informa de que María y
su madre han huido a un destino ignorado y que el debe huir
también antes de la previsible venganza. Con el
corazón destrozado Salvador marcha a la guerra de
Granada.
En la segunda
parte asistimos a la vida de Salvador en el ejército.
Distinguido por su valor en la conquista de Alhama es armado
caballero por el Marqués de Cádiz y se convierte en
fiel compañero del Maestre de Calatrava, Rodrigo
Téllez Girón, junto al que permanece hasta la muerte
de éste. Pero la gloria militar no le proporciona felicidad
y el recuerdo de María le persigue a todas partes, «el amor en un alma nueva se convierte en una
pasión imperiosa y exclusiva que todo lo sujeta y subordina
a su fin»
. A pesar de ello conservaba una «esperanza lejana que a manera de
crepúsculo dudoso alumbraba su alma»
. Pero esa
esperanza pronto iba a truncarse y precisamente para mayor
contraste, en el momento de la victoria de su ejército y de
la conquista definitiva de Granada. Solo le quedaba ese poco de
esperanza e incluso «de este leve
resplandor que le llegaba parecía ofenderse la
suerte»
. Una carta del Abad Osorio le indica que
había perdido para siempre a su amada.
Decidido a buscar
el olvido en la acción, se une a Cristóbal
Colón, a quien ha conocido durante la guerra y al que le
había unido «lazos secretos y
simpatías que ligan a las almas elevadas»
.
Participa en su viaje, en sus penalidades y en su éxito, y
como Colón es tratado con injusticia a su regreso.
En la tercera parte Salvador regresa al monasterio y le anuncia al Abad su intención de hacerse monje. Osorio, dudoso de su intención, le revela su origen: es hijo ilegítimo de Pedro Téllez Girón, y por lo tanto hermano de Rodrigo Téllez Girón, maestre de Calatrava, muerto junto a él en la guerra de Granada. Heredero único de una poderosa familia, un gran porvenir se abre ante él. Pero Salvador lo rechaza e insiste en su propósito y el Abad accede. A poco de la llegada de Salvador, Osorio muere y los mojes, en señal de respeto al difunto, escogen como Abad a Salvador. El nuevo Abad trata a todo el mundo con dulzura, pero es un hombre solitario que impone respeto y en muchas ocasiones temor a los monjes. Extremadamente devoto de la Virgen toma por costumbre rezar ante una Dolorosa en el oratorio de su cámara.
Un año lleva de Abad cuando uno de los monjes le informa de los temores populares por una bruja o fantasma que se aparece por las noches en la fuente de Diana. Acude el Abad la noche siguiente y con espanto descubre que la bruja es su amada María, enloquecida y vestida con un desastrado hábito. Salvador la lleva a un retiro que el anterior Abad había dispuesto para su propio descanso y allí la atiende con ayuda de los monjes de la abadía.
María era hija de un noble asturiano, Alfonso de Quirós, que había casado en contra de la voluntad de su familia y que había muerto en duelo intentando defender a su mujer de los insultos de un familiar. Desde entonces el acoso a la viuda y a su hija había sido tan fuerte que Urraca, la madre de María, había huido en secreto a ponerse bajo la protección del Abad Osorio. Cuando Salvador mata a Rebolledo, la viuda, temerosa de que la descubra la familia de su marido, vuelve a huir pero su quebrantada salud falla y muere en un convento del pueblo leonés de San Martín del Valle. María cuenta su historia a la abadesa y ésta manda un emisario a tomar informes de Salvador. Pero el emisario es informado en el pueblo de que Salvador ha muerto a manos de los arqueros de Rebolledo y María decide hacerse monja. Cuando Osorio lo descubre ya es tarde y por ello dice a Salvador que ha perdido a su amada para siempre. María, triste y destrozada, pronto enloquece. Es trasladada de convento, buscando otro de paisaje más suave, al de San Miguel de las Dueñas, en el Bierzo, de donde se escapa y errante llega hasta las cercanías del monasterio de Salvador.
Pasan así
unos días y Salvador acude a ver a María siempre en
compañía de algún religioso, pero «su espíritu era un verdadero campo de
batalla y sus fuerzas desfallecían de tanto
pelear»
. Pero cuando llegan mensajeros del monasterio de
María que andan buscándola para devolverla a
él, Salvador sufre una crisis. Decidido a no perderla se
dirige solo al retiro donde está María y la pide que
le reconozca, pero María solo recuerda a un joven al que
amó, Salvador, tan arrogante con su vestido de caza. En un
momento Salvador regresa a su habitación, se despoja del
hábito y vuelve junto a su amada vestido de cazador.
María le reconoce y le abraza pero entonces la gorra de
cazador cae de su cabeza y se descubre la tonsura. María se
da cuenta horrorizada y retrocede pero Salvador porfía en su
amor y proclama que prefiere la muerte a separase de nuevo. En ese
momento estalla el terremoto y los dos enamorados desaparecen. Los
monjes del monasterio huyen a toda prisa y contemplan aterrados una
extraña visión sobre las aguas que han inundado el
valle.
Termina Gil el
cuento con una breve conclusión en la que dice que no hay
ninguna base para esta leyenda y que sin duda el lago es natural:
«Es lástima en verdad, que todo
ello no pase de unas de aquellas maravillosas consejas que donde
quiera sirven de recreo y de alimento a la imaginación del
vulgo, ansioso siempre de cosas milagrosas y de extraordinarios
sucesos»
.
El desarrollo de la historia tiene mucho en común con los dramas que hemos mencionada antes. Como apunta Shaw (op. cit. 324)
Todos estos elementos están presentes en El Lago de Carucedo, como vamos a ver.
El destino de
Salvador es uno de los destinos más aciagos que se pueden
encontrar en la literatura romántica. No hay en esta obra
ningún resquicio por el cual se pueda proceder a una
interpretación del destino como acorde con la
religión católica. Conocido es el intento que durante
mucho tiempo se hizo de la cristianización de
Don Álvaro, interpretando el sino del título
como producto de las equivocaciones del protagonista. Como
sintetiza admirablemente Don Juan Valera en Don Álvaro
«la fatalidad no [es] griega sino
española, no nacida de la ira de una divinidad caprichosa,
ni del destino o el acaso, sino consecuencia providencial y
lógica de una primera falta»
(Valera; 1909,
139).
Difícil lo
hubiera tenido el buen Don Juan para encontrar una primera falta de
Salvador que diera origen al drama. Cuando descubre las intenciones
de Rebolledo se apresura a informar al Abad, sin tomar ninguna
decisión temeraria. Es más, el Abad afirma
terminantemente «Por ahora no hay que
temer, porque estáis bajo mi guarda y amparo»
,
(Para más ironía, El Abad Osorio y la Abadesa de San
Martín del Valle van a ser agentes fundamentales del destino
aciago de los protagonistas), pero la protección del Abad
resulta ineficaz y mientras intenta conseguir hombres de armas para
proteger a María encarga esa misión a Salvador. Por
lo tanto si Salvador acude al rescate de María es porque
cumple la misión que le ha encargado el Abad. Y si combate
en duelo con Rebolledo se debe también a la seguridad que el
Abad le ha dado de la nobleza de su nacimiento siendo igual, por lo
menos, al castellano de Cornatel. Muerto Rebolledo en defensa de
María, Salvador se ve obligado a huir y deja su suerte en
manos del Abad. El fracaso del Abad en encontrar a María y a
su madre, el lenguaje ambiguo con que comunica las noticias a
Salvador y la ligereza del emisario de la Abadesa de San
Martín del Valle van a hacer posible que ambos
jóvenes crean que el otro ha muerto y que se vuelvan a la
religión en busca de consuelo, adoptando, los dos, votos
solemnes que les apartan para siempre el uno del otro. El
reencuentro de los dos amantes es obra de un destino perverso que
se complace en hacer ver a Salvador, no a María feliz en su
locura, las consecuencias de sus rectos actos y la inutilidad de
sus oraciones y sacrificios.
Cárcel es
para María el monasterio de donde ha huido. Las rejas
están presentes constantemente en sus palabras: «aquellas redes de hierro me ahogaban»,
«¿Sabes que me moriré si me vuelves a las rejas
de hierro?»
.
La ironía es constante en el cuento. Las acciones de los religiosos, a las que ya hemos aludido y que no sirven más que para precipitar el desastre. El reencuentro de los dos enamorados, ambos religiosos en el escenario pagano de una fuente de Diana, donde habían ocurrido sus primeros encuentros amorosos. La revelación de la identidad de Salvador, cuando ya su hermano ha muerto. El descubrimiento por Salvador de que la María afligida por la enfermedad y la locura es ahora la viva imagen de la Virgen Dolorosa que tiene en su cámara abacial y ante la que reza largas horas cada día en una impremeditada idolatría. La descripción de la capilla del Abad Osorio, escenario del fracaso del amor, de la desesperación y de la rebelión de Salvador, un auténtico locus amenus, un teatro de la felicidad y el placer.
El amor ideal de
Salvador, es un amor absolutamente desprovisto de erotismo, que no
se disminuye sino se incrementa, cuando vuelve a descubrir a
María «flaca, descolorida y
macilenta»
. Como otros enamorados románticos el
amor es para él una pasión obsesiva que no deja lugar
a nada más. Así lo vemos en la segunda parte que no
es un error de composición, como opinan Picoche y
Díez Taboada, sino que es la demostración de que
todos los éxitos del mundo a los que Salvador podía
aspirar, y que va consiguiendo, no valen nada sin su amor. Por eso
se hace coincidir la toma de Granada y la alegría general
del ejército cristiano con la desolada tristeza y
desesperación de Salvador al enterarse de la muerte de
María. Por eso cuando llega el triunfo de la
expedición de Colón y se desembarca en la nueva
tierra no hay alegría para Salvador. El recuerdo de
María se vuelve insoportable; la belleza de la tierra le
parece a Salvador «la primera sonrisa de
la naturaleza, un sueño de esperanza, de amor y de
ventura»
. El contraste entre la alegría del
paisaje y tristeza del corazón se plasma, por parte de
Salvador, en un monólogo teatral (en el mejor sentido de la
palabra):
No es
extraño, pues, que este amor, que está presente en su
espíritu durante toda su vida aventurera, se convierta en
una obsesión para el Abad Salvador. Obsesión que va
destrozando el alma del protagonista, que a duras penas consigue
superar el golpe de encontrar viva, pero alejada para siempre de
él a su amada. Cuando María, enloquecida por la
tristeza, se para ante él, Salvador solo es capaz de
murmurar «dolores hay que no caben en el
corazón del hombre y que solo deberían llegar en las
alas del ángel de la muerte»
.
Una vida de
sacrificio, una vida de sufrimiento, de aceptación y de
oración, se rompe bruscamente cuando se produce el
reencuentro y cuando Salvador se da cuenta de que incluso el amargo
consuelo de tener cerca de sí a una María enloquecida
que no le reconoce, le puede ser arrebatado por una iglesia que no
le ofrecido nunca el consuelo que buscaba. La desesperación
y la soledad de Salvador se rebelan contra la injusticia del
destino. «¡Apartarla de mí
es imposible! He registrado los lugares más secretos de mi
corazón y en ninguno encuentro fuerza para llevar a cabo
este propósito»
. Cuando María recobra la
razón y ve, horrorizada como Salvador ha arrojado su
hábito, la pasión de éste se desborda.
María se
separa de él y aterrada le advierte contra el castigo
divino. «¿No temes que la tierra
se abra debajo de tus pies y que tus palabras te separen de
mí para toda la eternidad?»
Pero Salvador ya ha
rebasado todas las fronteras de la religión y está
dispuesto a desafiar al cielo: «Jamás me separaré de ti y venga la
muerte a sorprenderme a tu lado con tal que ruede yo en tus brazos
por los abismos sin fin de la eternidad»
. La
rebelión romántica llega aquí a la más
alta instancia: es la rebelión contra el mismo Dios, el
desafío final, la manifestación de que Salvador
prefiere un infierno junto a su amada, al cielo que el Dios
implacable le promete si se somete una vez más.
El satanismo de la
figura de Salvador se va dibujando desde el principio. Es
«adusto y desabrido» y en su espíritu se
acumulan «las sombras de la duda» y los recelos
están en su pensamiento como «aves agoreras».
Pero es en la tercera parte donde la figura del nuevo Abad va
adquiriendo caracteres más siniestros. A pesar de su
comportamiento «verdaderamente paternal» los monjes le
temían. En el coro «oíanle
pronunciar en vez de los versículos sagrados, palabras
incoherentes y sin sentido, cuya significación no
comprendían, pero por el acento con que salían de su
boca, sucedía que los dejaban helados de espanto»
.
El portero se asusta al entrar en su cámara, las gentes le
ven «adusto y sombrío» y evitan su trato, y
cuando encuentra a María en la fuente de Diana, permanece
junto a ella «sombrío y amenazador».
Paralelo a ese satanismo es la presentación de la religión, absolutamente negativa, cosa llamativa en un autor al que de siempre se ha considerado tendente al romanticismo histórico y religioso. Con rebuscada ironía se hace a Salvador devoto de la Virgen desde el principio. Se diría el protagonista ideal de una leyenda mariana en la que la protección de la madre de Dios aporta la felicidad a su devoto. Su extremada devoción le vale incluso la burla de sus compañeros de armas. Una vez Abad, su devoción aumenta, sobre todo ante la imagen de la Dolorosa que hay en su cámara. La premonición que tiene Salvador de que otro semblante se transparenta a través de la imagen de la Virgen, la combate con el recuerdo de la fresca belleza de su perdido amor. La cruel ironía del destino hace que María vuelva a él, como una personificación de la Virgen a quien reza.
El sarcasmo de su destino se aparece ya totalmente a Salvador: la devoción a la Virgen, que debía servir para sanar su corazón herido, no ha sido sino una burla cruel. Intentando tapar la imagen de su amada con la de la Virgen Dolorosa, su amada vuelve a él hecha esa virgen. Que María, enloquecida, recite versículos del Libro de Job, no es sino una vuelta de tuerca más del sarcasmo del destino. Aunque la rebelión definitiva aún no ha llegado, ya ha muerto en el alma de Salvador el respeto a la ley divina. Sus armas, la oración y el sacrificio, han sido armas en su contra, todo el edificio de la iglesia, las piedras del santuario, se vuelven contra él y le hieren, a pesar de su posición prosternada, de sus servicios a Dios y de sus intentos de resignación. Y, no obstante, Salvador aún aguanta. Se contenta con el magro consuelo, de ver algunas horas al día a la enferma y enloquecida María que no le reconoce ni puede corresponderle. Pero, cuando el implacable destino le quiere quitar también ese triste resto de su amor, estalla. Se rebela contra su hábito, contra los mandatos de la iglesia y contra el mismo Dios. Prefiere estar para siempre junto a María, aún en el infierno, en los abismos de la eternidad.
Pero el destino
implacable le persigue: María le rechaza espantada de su
sacrilegio. Y Dios, haciendo uso de esa «ira de una divinidad
caprichosa» que Valera juzgaba como inexistente en la
Literatura española, le castiga sin la menor piedad. Castigo
cruel: no la muerte, que Salvador ha despreciado, sino la
separación definitiva, irrevocable, por toda la eternidad.
El cisne blanco que se eleva volando del lago y se aleja
después de cantar «con una dulzura
y tristeza infinitas»
es el alma de María que se
aleja para siempre de Salvador, que, ¡suprema ironía!,
aparece personificado en el hábito que despreció y
del cual quiso desprenderse. El hábito permanece por siempre
junto al lago, mientras el cisne se alza a los cielos.
El Lago de Carucedo, es, como hemos visto, un desarrollo del tema central del drama romántico subversivo: el amor destruido por un destino injusto. Amor puro, ideal y obsesivo, cuya falta provoca la locura y la rebelión. Rebelión total y absoluta contra la religión y contra Dios, en la que la imagen de la Virgen se transforma en una burla más de una divinidad inmisericorde. Sea éste el auténtico sentimiento de su autor, sea la manifestación de un estado de angustia momentáneo, no cabe duda de que pocos autores románticos estaban más predispuestos por su vida a sentir el peso de un destino caprichoso y cruel. Pacheco, García Gutiérrez, Martínez de la Rosa, Saavedra, Gil y Zárate tuvieron una larga vida y una no despreciable cuota de éxitos y fortunas. El drama de Larra, íntimo y personal, no afectó al éxito profesional del que fue el primer periodista de su tiempo. Pero Gil y Carrasco, herido por la muerte de sus más íntimos, llevando siempre para sí el recuerdo de su amada muerta, a quien tantas veces quiso resucitar en su obra, solitario, enfermo, decepcionado, tal vez, de la literatura, abandonando la poesía casi cinco años antes de su muerte, muerto en soledad y olvidado su cadáver en tierra extraña, es testimonio vivo y real, de la desgracia de un destino aciago y no es de extrañar que esas vivencias afloren, con desesperación y amargura en su obra.