Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Indice


ArribaAbajo

Cuentos


Benjamín Padilla


(Pseudónimo: Kaskabel)




ArribaAbajo

Nuestra mala suerte1

Sería tarea de romanos y hasta de «romanas», estudiar los múltiples defectos de nuestro carácter de mexicanos que viene a ser origen de nuestro estancamiento, obstáculo de nuestra prosperidad y causa de la brujez en que miramos navegar muchas veces a nuestros paisanos.

En efecto. Es casi un refrán mexicano decir a toda hora: ¡Qué buena suerte tienen los gringos! El cual refrán se funda en que un negocio en manos gringas florece y en manos de mexicanos se lo lleva la trampa.

¡Qué buena suerte! No es cuestión de suerte, amigos míos: es que el gringo se pone a trabajar como los hombres, dedicándose a él en cuerpo y alma mientras que cuando un mexicano tiene un negocio, lo deja en manos de dependientes, porque cree que ser patrón o jefe, es lo mismo que no trabajar, y pasarse la vida con los pies arriba de una mesa, rascándose la barriga...!

***

Y veamos la vida desde otro punto, dejando a un lado y para otra ocasión el que se refiere al trabajo.

Supongan ustedes que un gringo y una gringa se casan.

A lo sumo, hacen un viaje de bodas de tres días. Vuelven. Él se pone a trabajar; ella toma posesión de su casa, en donde se le ve con las mangas hasta los codos, muy trabajadora, muy hacendosa, para que el marido encuentre siempre limpio aquel nido de amor, que es al mismo tiempo el descanso de sus fatigas... Su vida es de tranquilidad y de sosiego: se ve que son felices, pero sin grandes alharacas, como que comprenden que esas dichas son más bien para saborearse en lo íntimo que para presumir en público...

Veamos ahora a dos mexicanos.

Supongamos que no la saque de su casa a la fuerza, con el juez civil, sino que todo se arregle pacíficamente.

Comienza por echarse «drogas» de todos géneros al grado de quedar vendido por diez años, lo menos: hace un viaje de bodas en el que gasta todas sus economías y que dura un mes, con menoscabo de sus negocios; vuelve y casi no va a la oficina por estar chiquiando a la mujer, porque dizque es ¡muy amoroso!

En cuanto a ella, que casi siempre cree que el matrimonio es para descansar y no volver a hacer nada, se la pasa leyendo novelas, tejiendo «una colcha de cuadros» o yendo a visitar todos los días a las amigas solteras. Noche a noche y, sobretodo, los domingos, sale aquella pareja hablándose al oído, con las manos tranzadas y muy juntos, ¡más bien porque los vea la gente que porque sientan ganas de ir en esas fachas!

¿Qué resulta de todo esto?

Resultan dos cosas. Que por lo mucho que desatiende sus negocios, el mexicano pronto anda hablando con las piedras porque no hay bisnes que anden solos.

Y por el mucho amor, a los tres años tienen tres parejas de cuates que ya los vuelven locos.

Después de cinco años podréis ver el matrimonio gringo salir de paseo un domingo: van los dos muy aseados, muy catrines, con dos rubios niños que caminan delante de ellos, riendo y jugando.

Y en cuanto al matrimonio mexicano, él todo chamagoso, con los bigotes caídos, los zapatos sin tacones y la corbata como escapulario. Ella medio desfajada, con el chongo que parece estropajo y la cara de hambre.

Adelante de ellos caminan nueve criaturas con las medias caídas y la cara chorreada y los vestidos rotos. Al lado una pilmama con una criatura en los brazos y la esposa... ya en mal estado.

Y luego solemos decir: «¡Qué mala suerte tenemos los mexicanos».




ArribaAbajo

Nueve años después2

Pero hombre, ¡amigo! ¿Será posible que usté, ser aparentemente racional, haya cambiado ese paraíso de tranquilidad que se llama California por ese encantador Purgatorio de inquietud y zozobras, mal de estómago y penas...? O es usted muy patriota o muy otra cosa.

Al oírlos, sonrió con esa dolorosa sonrisa que inmortalizó al niño de San Antonio.

Porque ¡oh sarcasmo! Me lo dicen los que no han salido jamás del país, los que a semejanza de los tiernos bebés se la han pasado llora y llora, y mama y mama, como dice la frase gráfica, acurrucados en el regazo no muy cariñoso, pero sí calientito de la madre patria.

Cierto es que la civilización es una cosa encantadora. Pero hay momentos en que se siente la nostalgia de la barbarie.

La quietud, la tranquilidad, llegan a empalagamos como si fueran miel de cajón y experimentamos una extraña sed de algo amargo, inesperado, aunque sea doloroso, que rompa la monotonía de una vida sin color.

Además yo creo que un mexicano que se estime en algo no vive feliz en un país donde no se pueden disparar balazos, sino con permiso de la autoridad.

Esa existencia estándar isócrona-monótona, que parece el ir y venir del péndulo del reloj, es una cosa asfixiante. Programas de vida que jamás sufren alteración: ¡levantarse, comer, trabajar, acostarse y volverse a levantar! Y esto diariamente, durante 365 días que tiene el año.

¿Es concebible un país donde todo mundo trabaja, hasta los políticos?

¡Caramba! Si Dios, que es Dios, cuando hizo el mundo trabajó seis días y descansó uno, ¿no es justo que nosotros, modestísimas larvas, átomos insignificantes, trabajemos uno y descansemos seis?

El mexicano de verdad, el descendiente en línea recta o chueca de Cortés y de la Malinche, de Cuauhtémoc y de Sor Juana Inés, de Villa y la Corregidora, de Carranza y de María Pistola, podrá vivir, crecer y quizá hasta engordar en el ambiente americano.

Pero yo, que todavía traigo la huella de las lágrimas en la pechera de la camisa, digo y sostengo que no se puede ser feliz en un país donde todo es orden, disciplina y obediencia. Donde el gendarme, además de no usar linterna, es un ser respetable. Donde el rico tiene la osadía de vivir tranquilo y ser dueño de lo suyo. Donde los diputados no matan, ni los camiones atropellan, ni los municipios roban. En una palabra, donde hay salud, pero no revolución social, la vida es imposible.

El fermento de estas líneas lúgubres me duró nueve años; al fin hizo explosión. Cierta noche me soñé bañándome en Chapala, rodeado de puras trigueñitas que hablaban español y chiflaban el himno nacional. Al despertar, me sabía la boca a guayabate de Morelia. El patriotismo se me recrudeció. Erguí la altiva frente y dije:

¡Me voy! ¡Arreglé todo en tres patadas!

Cobré a cuantos me debían. No pagué a ninguno de mis acreedores, y con más maletas que una compañía de cómicos, volé a la estación.

¡La hora anhelada; abrazos apretados; estrechones efusivos; olotes en las gargantas; frases medio entrecortadas por la emoción! Carreras, subidas al tren que arranca silencioso, tan lentamente que apenas se advierte... El grupo de amigos queridos se aleja, va borrándose; pañuelos que se agitan; pescuezos que se estiran y al fin desaparecen... adiós.

¡A la patria! ¡Ya no sufriré el despotismo altanero de estos grupos, yo humilde y atemorizado extranjero! Voy a mi tierra, voy con los míos, con mis hermanos aunque sean inditos.

¡Donde todos nos vemos con cariño, sin jerarquías que despierten la envidia, sin altanerías que nos humillen, ni cárceles que nos asusten, ni gendarmes que nos aterroricen!

¡Qué lindo, qué delicioso volver al seno de la familia, al regazo de la Patria!

Con estas ideas melifluas, arrollado por el vaivén del tren que volaba, me quedé dormido. Soñé que llegaba a México, donde me recibían con una lluvia de serpentinas y flores. ¡Un gendarme prieto y alto de guardia en la estación me arreglaba y me daba un beso en los bigotes! Desperté y oí una voz que gritaba:

«¡Laredo!».

Era nuestro conductor, que aunque por lo requemado se veía que era del país, ¡hablaba trabado por haber dormido al lado americano!

¡El corazón me echaba maromas patrióticas en el pecho e impulsos de la emoción!

¡Al fin llegamos! ¡Abajo todo mundo y a abrir las petacas!

¡Qué sabroso poder hablar uno su idioma y que lo entiendan! ¡Saber decir una broma, esperar un refrán o contestar una hablada!

Me sentía en mi casa, y hubiera querido decir a todos aquellos prietitos que atareados como hormigas registraban los baúles de los entumidos pasajeros: «Míreme, amigo, ¿no me conoce? Yo mero soy. Vuelvo después de 9 años de vivir en ese desierto atestado de gente».

¡Veía con lástima a los pobres extranjeros que hablaban a señas, explicando el contenido de sus petacas!

¿A mí abrírmelas? ¿A mí, que volvía a mi tierra después de 9 años? Con seguridad que no. A ellos sí, porque son extranjeros. Pero a mí, paisano, amigo mío de la casa ¡había su diferencia!

Volviome a la realidad un jalón de saco de un señor de cachucha con bigotes, que lo escaso estaba balanceado con lo largo.

«¡Abra esa petaca!», me dijo con una dulzura de carcelero.

Obedecí. Quizá cree que soy alemán, pensé con el optimismo propio del afligido.

Las petacas bien repletas de tiliches al ser acomodadas por manos femeninas y cuidadosas, con toda calma y paciencia, revientan al abrirse como si fueran latas indigestas de sardinas.

¡El guardia revolvía todo sin miramientos! Como un relámpago, vi ante mí lo que se me esperaba. Aquel hermanito, con instinto de bulldog, iba a vaciármelo todo; llegaría la hora de partir el tren, y los nervios, las piernas, el retaque, y no cabría aquello en la petaca ni a balazos.

«Mi distinguido y amable guardia», le dije, con voz lo más dulce posible. «Nada traigo de contrabando, ni prohibido, ni sospechoso. Soy hombre de bien y soy mexicano...».

«¡Pos precisamente!».

Y escarbaba, lanzando unos resoplidos siniestros, no sé si por la falta de pañuelo o por el exceso de celo en el cumplimiento de su deber.

Todo lo veía. Lo sopesaba. Lo mordía. Lo olfateaba.

«¿Y esto?».

«Mi estimado conciudadano», le dije, ya casi enternecido. «Son mis zapatos de uso personal. Puede usted olerlos».

«¿Pues cuántos pies tiene?».

«Dos nada más», contesté con modestia, «pero hay que tener remuda...».

Lanzó un gruñido y dijo entre dientes:

«¡Parece que va a poner tendejón!».

Entre tanto, mi familia comenzaba a hacer pucheros, sentados sobre un veliz que habían logrado jalar, pero que permanecía con las tapas abiertas como un bagre muerto.

El celoso guardián seguía vaciando los baúles con una furia agrarista.

Ya sentía que sudaba algo más que un Nazareno en baño turco y acá en lo íntimo, lo muy hondo del pecho, me dolía pensar que todos aquellos extranjeros sin la menor molestia estaban ya repantigados en sus asientos, fumando silenciosos sus grandes pipas mientras yo, el mexicano, el que soñaba en regresar a su país, y sentir el calor de la propia raza, estaba aun allí, sufriendo como un facineroso.

Cuando volví en mí, ya no era un guardia, sino tres los que escuchaban dizque para acabar pronto. Aquello más bien que equipaje era un escarbadero de gallinas cluecas.

Todos los pasajeros habían tomado sus sitios, y el conductor con su inmensa levita azul y sus botones dorados echaba al pasar unos ojos como diciendo:

«Éstos se quedan».

Un señor de color blanco con una cachucha con orejeras caladas, no sé si por frío o por no oír alusiones poco cariñosas, contemplaba la operación con las manos metidas en los bolsillos del pantalón y con la misma fría sonrisa con que me contaba mi nana que Nerón veía incendiarse a Roma.

«Es el jefe...», me dijo con ternura, la única alma buena y compadecida que había allí: la Providencia disfrazada de cargador de número.

Vi el cielo abierto. Reuní a mi familia. Ordené a las chicas que lloraran mientras yo, de una pisada certera en un callo, hacía llorar a mi cónyuge, y todos reunidos y en actitud de cuadro plástico nos presentamos al jefe de la cachucha y yo le dije:

«¡Señor, piedad! ¡Somos mexicanos que volvemos atraídos por el imán de la Patria! Esos velices que allí veis, hinchados como acordeones, son el fruto mezquino de nueve años. Nuestro menaje modesto. ¡Nada más! Somos honrados, no obstante ser vuestros paisanos. ¡Señor! ¡Tened piedad de nosotros!».

¡Yo mismo me sorprendí de mi elocuencia!

El jefe se conmovió visiblemente y ordenó que aquellos tres bulldogs dejaran de esculcar.

A las volandas retacamos todo: las cucharas envueltas en las medias usadas, las servilletas dentro de los zapatos, pañuelos de aspecto sospechoso dentro de la taza y los vasos... ¿Qué importa? ¡Pronto, que el tren va a salir!

Al fin vimos aventar estrepitosamente nuestras petacas al carro del express con ese movimiento característico que gastan los mexicanos. Lanzamos un resoplido que era a la vez descanso, satisfacción, tranquilidad y sosiego después de horas tan amargas, y casi desfallecidos nos dejamos caer en los asientos.

El cielo limpio y azul, el ambiente suave y acariciador, y ese envío especial que despiden las tierras tropicales me llenaban el cuerpo y el espíritu de la patria que no aspiraba desde hacía tantos años.

Se apoderó de mí una embriaguez indefinida, una alegría sin límite, berbeteada, en todo mi ser; sentía ganas de relinchar, y acordándome ya sin rencor de los guardias berrendos de la frontera, me paré en el respaldo del asiento, enarbolé mi cachucha en la punta del paraguas y, evocando las vibrantes estrofas de nuestro himno nacional, grité emocionado:

«Mas si osare un paisano y amigo retomar a su casa y su suelo, piensa, oh patria querida, que el cielo un malcriado en cada hijo te dio».




ArribaAbajo

Los cobradores amables3

Todo cobrador, por el sólo hecho de serlo, es un ser feo, chocante, repulsivo.

Es el verdugo de nuestros bolsillos. El asesino de nuestro bienestar. La sombra de nuestras dichas. Es nuestra conciencia vestida de paisana, que se nos anda apareciendo cuando menos los esperamos.

El cobrador sin cartera, ex cátedra, digamos, puede ser apreciable caballero, digno de que se le ofrezca de corazón una copa. Pero, en funciones, es apenas acreedor a una paliza: despierta nuestras iras y hasta nos hace concebir ideas criminales.

Por todo esto se comprende que, para ser cobrador, es preciso, en primer lugar no tener callos; ser cruzado de andarín; poseer una paciencia que haga enojar al santo Jacob y un lomo donde se resbalen insultos, malas caras, cerrones de puerta y otras demostraciones del mismo pelo. Hay que convenir en que es un desahogo humano y sabroso hacer gala de nuestra soleanía en nuestra cara (cuya renta no hemos pagado) cuando va el cobrador a llevarnos el recibo.

«¡Le he dicho a usted mil veces que me lo lleve al despacho...! ¡Aquí vengo a descansar, no a que me molesten!».

«¡Pero mil veces lo he llevado al despacho y nunca está el cajero!».

«¿Eso quiere decir que soy sinvergüenza? ¡Salga usté o lo demando con el gendarme!».

Se experimenta cierto gozo al encontrarse con un cobrador malcriado, porque ellos son válvula de escape de nuestras iras. «¡Es usté un bribón, malcriado!». A veces llega la ira hasta hacer recuerdos poco afectuosos de la familia.

El cobrador, si tiene disposiciones para el empleo, debe callar y sonreír. Oír las vigas como si le dijeran que «¿tomas?» y en todo caso contestarlas de la camiseta para dentro.

Pero la última creación en cuestión de cobradores, son los cobradores cariñosos y educados. Éstos ponen los vellos de puntas; sublevan el ánimo; revuelven el estómago; alborotan la bilis; interrumpen la digestión.

Llega él, muy peinado, excesivamente atento, besándose las rodillas de puro respeto.

«¿Cómo está usted señor? ¿Cómo está su estimable familia? ¿Bien? ¡Cuánto lo celebro! Perdóneme señor que venga a importunarlo: yo no quisiera porque usted es persona ocupadísima a quien estimo y respeto...».

Y después de un exordio pronunciado con voz melosa y actitud sumisa, ¡va presentándole un facturón que causa frío! ¿Habrá alguno que tenga corazón de arremeter a palos contra aquel buen señor, casi cordero, que se presenta cargado de excusas y lleno de mieles y flores?

¿Habrá quien se atreva a dejar chato de un cerrón de puertas a aquel buen sujeto, que más que cobrador es un tratado de educación con pantalones?

Yo, al menos, no tengo corazón tan duro ni valor tan grande. Me como mi bilis. Me muerdo un brazo o cualquiera otra cosa, y en cuanto se va, reviento como un zopo, mientras el atentísimo cobrador me hace la última caravana desde la orilla de la banqueta...




ArribaAbajo

Los amigos mexicanos4

No hay poeta más o menos greñudo y cursilón, que no haya dedicado, cuando menos un soneto, a cantar las virtudes sublimes de esas esposas mexicanas que, mientras más frecuentes son las palizas que reciben de sus cónyuges, o a medida que éstos son más mujeriegos, desobligados y parranderos, ellas se tornan más tiernas y cariñosas. Muy pocos, en cambio, se han ocupado de ensalzar, como merecen, las excelsas virtudes, la abnegación sin límites del buen amigo mexicano, capaz de todos los sacrificios, inclusive el de la propia epidermis, listo para todas las heroicidades, comenzando por los balazos, siempre que se trate de defender o de salvar al amigo de corazón.

Temo mucho ponerme romántico, que es la faz desagradable de la chocantería literaria, y por eso no intento hacer, a renglón seguido, una apología cuajada de elogios de lo que son los verdaderos buenos amigos en esta tierra, donde los que no lo son se taladran el estómago por una copa de tequila.

Basta decir en los negros días de la adversidad, un buen amigo mexicano lo es todo: Providencia que nos cuida; mamá que nos alimenta; tónico que nos conforta, y sastre que nos viste.

Si no tiene más que una muda de ropa, el buen amigo es capaz de brindarnos los calzoncillos y quedarse con la pura camiseta sin importarle un camino que tal indumentaria esté muy poco de acuerdo con la decencia.

Éstos son los amigos de veras; los desinteresados; los que son siempre los mismos, así suban ellos hasta la cumbre o bajemos nosotros hasta la porra.

«¿Dónde están?», preguntará algún incrédulo guasón. En efecto: son muy raros, sobre todo en esta época, en que la sociedad entera se rige por aquel principio maquiavélico, síntesis de egoísmo humano, que dice: «El que tiene más saliva, traga más pinole». Pero de que los hay, los hay. El trabajo es dar con ellos.

***

Hay otra clase, mucho más baratos y de inferior calidad, que son los que podríamos llamar amigos de conveniencia, de ocasión, de temporada.

En cuanto un individuo sube y comienza a brillar, bien sea por el poder, por el dinero, por la celebridad o por los tres capítulos, le resultan inmediatamente dos cosas: un enjambre de amigos y un montón de virtudes, gracias y cualidades que antes ni siquiera sospechaba.

Mientras fue don nadie ni quién le hiciera caso, ni quién se fijara en él. Pero en cuanto se encumbra, resulta de un ingenio y una gracia para platicar que encantan. Inteligente que da horror. Culto que es una barbaridad. Y, sobretodo, simpatiquísimo...

Yo he hecho esta ligera observación tratándose de petroleros. Por lo regular son trigueños, pero muy trigueñitos. Hay cierta analogía misteriosa entre ellos y el chapopote. Y a pesar de que están muy lejos de parecerse a Adonis, suelen exclamar los que los rodean:

«¡Ay! Es feíto... pero es tan retesimpático...!». ¡Quizá su opinión no sería lo mismo si en sus terrenos, en vez de petróleo, hubiera brotado agua salada!

Pues bien. Al parejo de las virtudes les salen los amigos. Y cada uno se disputa el honor de ser el que más lo quiere.

«¿Quién? ¿Fulano? Somos íntimos, casi hermanos».

Pero como en este maravilloso país se encumbran y se hunden ciertos hombres con una frecuencia y una gracia encantadoras, contemplamos desde el tablado de nuestra impersonalidad, un espectáculo asaz divertido. En cuanto caen esos simpatiquísimos e inteligentísimos personajes, pierden su gracia y se les acaba el talento.

La parvada de amigos se dispersa: unos de miedo y otros en busca de otro alero. Y cuando solemos encontrar a uno de aquellos que en la época de esplendor decían que eran «íntimos, casi hermanos», y le decimos a quemarropa:

«¡Pobre Fito! Tan íntimo amigo que era de usted...».

El amigo de ocasión, el convenenciero, contesta:

«Pues amigo, amigo, no. Lo conocí algo, ¿verdad? Pero no pasó de allí».

Son los amigos interesados, que explotan la amistad como una mina. Sonriendo al que tiene, halagando al que manda y volviendo sin piedad la espalda al infortunado que se hunde, sin importarles los favores que recibieron de aquellas manos pródigas y candorosas.

***

Otro matiz de la amistad son los amigos superficiales, a quienes quizá estimamos de corazón, pero de quienes sólo nos acordamos cuando los vemos.

Fisonomías que se borran. Afectos que no dejan huella.

  -11-  

Amigos de banqueta o de salón a quienes saludamos con cariño, no hipócrita, sino salido de la entraña. A veces hasta los abrazamos, o cuando menos, un apretado estrechón de manos:

«¡Caramba, Peritos! Pero, ¿qué te habías hecho?».

«¡Hombre, Jimenitos...! ¡Felices los ojos!».

El abrazo de rigor, y a punto y coma, un diálogo de puras interrogaciones que indica claramente que se habían perdido de vista desde hacía muchos, muchos años.

«¡Demonio! Y te casaste, ¿o qué?».

«Sí», contesta el otro, con voz apagada. «¡Ya tengo nueve hijos! Y tú, ¿soltero todavía?».

«¡Después de enviudar dos veces!», exclama, brillándole los ojos, de algo que parece alegría.

Cuando se dicen adiós, ofreciéndose verse, aunque bien sepan que quizá no se vuelvan a encontrar, dice cada uno:

«Pobre Peritos... ¡Y yo que lo hacía muerto desde que pegó la influenza española!».

Y el otro:

«¡Ah que Jimenitos! El mismo de siempre. ¡Como un pelele de viejo y creyéndose un pollo de quince!».

¡Una hora después ni Peritos se acuerda de Jimenitos, ni a Jimenitos le importa un bledo que el pobre Peritos viva o muera!

***

Hay amigos a quienes decimos adiós con frecuencia ¡y que no sabemos quiénes son!

Éstos son los amigos anónimos, que forman legión. Semblantes que nos son familiares; caras que vemos todos los días; timbres de voz que nos suenan en el oído como algo conocido. Muchos nos hablan por nuestro nombre. Se informan de la salud de la familia y ¡hasta nos traen recuerdos de amigos o hermanos ausentes!

Para estos amigos anónimos traemos siempre a la mano vocativos vagos, indefinidos, que suavizan un poco la plancha terrible de que nos hablen en diminutivo y nosotros ignoremos hasta su apellido.

«Mi amigo y señor... ¿qué tal?».

Si la marea del afecto sube un poco:

«¡Hola, mi querido amigo!».

Si el desconocido interlocutor se muestra muy confianzudo, le contestamos:

«¿Qué hay viejo?».

O bien:

«Mi hermano, ¿cómo te va?».

Y así salimos del aprieto, y sigue aquella amistad en estado de nebulosa ¡hasta que encontramos quien nos descifre la incógnita!

***

No faltará quien piense que por qué no hablamos de los falsos amigos, de los prevaricadores, de los judas, de ésos que sólo acechan la ocasión para traicionar, poniendo en venta los secretos que la buena fe del amigo bueno y candoroso supo confiarles.

De ésos que hablan siempre en tono meloso y dulzón y tratan a todos con un diminutivo almibarado que se les derrite en los labios. De esos que murmuran a la espalda de todos y en cambio colman de elogios y halagos al que tienen delante...

***

No vale la pena de amargarnos la boca. Sólo diremos que hay que desconfiar de los hombres de azúcar, de los que siempre nos llaman con un diminutivo cariñoso, de los que papachan a todo el mundo.

Para terminar, para hacer boca, queríamos dedicar unas cuantas palabras a las amigas, a esos seres que son una verdadera chulada y cuyo parentesco espiritual no se ha definido todavía.

Pero es cosa larga y peliaguda y sería abusar de la amistad seguirles dando la lata.




ArribaAbajo

Los médicos5

Se llaman médicos a unos seres que, después de diez años de estudios, adquieren la prerrogativa de poder matar cristianos sin que los metan a la cárcel.

No sé si esta definición estará en algún diccionario, pero es la que más se acerca a la realidad.

Los médicos se dividen en varias clases. Los hay de auto, de coche, de bicicleta y de infantería, y casi siempre el medio de locomoción está en armonía con el número de enfermos, tarifa de cobro y solvencia de bolsillos.

Hay médicos despreocupados y fríos que ni se tibian por nada. Creen que la existencia es de hule o que la vida retoña.

Llegan a la recámara del enfermo contando los pasos, como si estuvieran emballestados. Saludan caravanescamente, se sientan y lanzan algún chiste que, naturalmente, cae como pedrada.

«¡Doctor, yo lo veo muy malo! Le he puesto el termómetro y tiene cuarenta. ¡Anoche estuvo deponiendo toda la noche!...».

La pobre madre, sintiendo ese aviso providencial que suena lúgubremente en el corazón de las madres, quisiera que el médico apurara los recursos supremos.

«No se alarme, señora. Está haciendo crisis. No es nada grave. Mañana estará ya bien».

Y previos unos polvos que receta, se despide risueño.

Al siguiente día, el enfermo que «iba a amanecer bien» está rígido y serio en medio de cuatro cirios.

Hay otros médicos que son el polo opuesto. Son los médicos alarmistas, que gustan de hacer creer que la cosa es muy grave para que, sanado el enfermo, se les vea cara de Divina Providencia.

«Ay, doctor», dice casi llorando la desolada madre, «no sé que tiene este niño. Amaneció con calentura y hoy en la mañana lo vi y tenía unas manchitas rojas en la espalda».

«¡Caramba! La cosa es grave. Lo veremos».

Y después de voltear al llorón mocosillo boca abajo, sin previo examen cuidadoso, sin interrogar, sin siquiera tomar el pulso, lanza un «¡demonio!» atronador.

«¡Sarampión! Mucho cuidado señora. Muchísimo cuidado. Aísle usted a los demás niños. Cada vez que usted salga de aquí, métase en una olla de agua hirviendo, vestida, y cámbiese de limpio. Asepsia. Mucha asepsia...».

La mamá, azorada, se lleva a los chicos con la abuela o con alguna tía; voltea al revés la casa; compra tinas, lebrillos, vasijas y calentaderas.

¡Al siguiente día amanece el chamaco sano y alegre! ¡La calentura era irritación de la cara y las «manchas rojas», piquetes de pulga.

Hay otros médicos que, en cuanto se encuentran delante de un enfermo, dan cátedra de la enfermedad y los medicamentos. Llegan al borde de la cama, examinan al enfermo cuidadosa y misteriosamente. La madre y una criada están a su lado, esperando sus palabras como oráculo.

Al fin habla el doctor:

«Verá usted. Esto no es más que una apondurosis intramuscular cutánea. La glotis del lumbago ha sufrido una hipertrofia produciendo un forúnculo de carácter epigástrico. Pero daremos el antídoto...».

Por supuesto que la señora y la criada -cuya ilustración corren parejas- se quedan en ayunas acerca de la enfermedad de su paciente.

Entre tanto, el doctor, satisfecho de cada palabra y mirando al techo antes de escribir cada cifra:

«Vienen unos papelitos», dice alargando la fórmula, «para darle uno cada hora. Es un poco de flourhidrato pícrico de magnesio y arseniato de fierro. Esto obra activamente sobre el sistema adiposo y verá usted cómo no se repite el acceso».

¡Se despide muy ancho, dejando a aquellas dos pobre señoras como si les hubieran hablado en hebreo!

Hay otros médicos...

Pero, en fin. Basta por ahora de médico, que van ustedes a enfermarse y tendrían que echar mano de alguno, que con seguridad resultaría una calamidad.




ArribaAbajo

Elogios póstumos6

«Señores:

»Hemos venido a empapar con nuestro llanto la húmeda arena de esta fosa, que pronto encerrará ¡ay! para siempre, los despojos del que en vida fue la estatua de la honradez, el modelo de la integridad, el tipo del buen amigo, el más amoroso de los padres de familia; el hombre sin hiel, que sólo abrigó en su corazón dulces afectos y virtudes acendradas...».

¡Así, sobre poco más o menos, comenzaba el elogio fúnebre de un señor Gamiño, que en los cuarenta y pico años que vagamundeó por este desgraciado planetilla, no hizo más que emborracharse; armar camorra no sólo con la gente, sino hasta con los gendarmes; robar cuanto podía; hablar mal de sus amigos; aplacar a su cónyuge en sus ratos de ocio -que lo eran todos- y no importarle un demonio ni la familia, ni la sociedad, ni nada!

Es decir, que aquella «estatua de la honradez», como le llamaron cuando murió, fue en vida un verdadero Tancredo de la sinvergüenzada. Tenía a su mujer, que dizque en su juventud había sido bonitilla, convertida en una sardina de tan flaca, pues cuando no le enamoraba a las «gatas» de su casa (que era sólo cuando no las tenía), andaba medio «ahogado» de vino y casi siempre bebía del bravo.

Pero esto es lo único que la muerte tiene de bonito. Porque en cuanto estrena uno zapatos, estando tirante en la cama, le salen a chaleco cualidades en las cuales en vida ni soñaba.

La conmiseración pública le inventa virtudes y dones cuando no los tiene el individuo, y nadie hay que se acuerde, ni de chanza de que el pobre difunto fue un pillo tramposo; un dechado en fin, de picardías, el trust del pillaje, bribón de alternativa y doctor borlado en el arte del fraude. «¡Pobrecito! Después de todo, tenía buen fondo, ¡no creas! Es cierto que mató a un hijito de tres años, de un solo leñazo en la cabeza. Pero fue un arrebato. Yo lo llegué a ver dando caridad a los mendigos que le salían al paso en la calle».

«Y no sólo eso. ¿Te acuerdas cuando le quemó la boca a su mujer con un tizón, queriendo que confesara la verdad por lo que se decía con el zapatero D. Febronio? Pues el pobrecito lloraba de arrepentimiento y dijo en la comisaría que ya no se la volvería a quemar. ¡Era de buen fondo!».

En los cementerios es quizá donde se dicen más mentiras. Sin respeto a los muertos, allí se miente descaradamente en todo.

Lápidas hay que dicen:

«A Fulana de Tal, su esposo inconsolable» y resulta que todavía no acaba de grabar la lápida el marmolero y ya va el «inconsolable esposo», camino a la Barranca, lanzando aullidos de gusto, enamorando a alguna güerona que lleva al lado.

Como esa mentira hay muchas otras. Las flores simbolizan el recuerdo, pues bien: casi todas las siembran, las riegan y las cuidan los jardineros sin que los dolientes las vean más que el día de finados, en que van en «chorcha».

Si al mundo que está después de esta vida llegan noticias de este planeta, con la crónica de los elogios que se hagan de cada cual, con seguridad que los difuntos pasarán un rato muy contentos y lanzarán macabras carcajadas, al oír la apología de tantos que en vida no pasaron de ser sino unos pillos, sin pizca de vergüenza.




ArribaAbajo

Yo te empujo7

Hay seres que llevan dentro una alma grande. Alma de protección, de ayuda, de auxilio. En cuanto se acerca a ellos algún humilde y, con el sombrero en la mano y la vista en los ladrillos implora su protección inmediatamente se sienten grandes, e irguiéndose y ahuecando la voz le dicen: «Sí, hombre, yo te empujo».

«Yo te empujo». Y lo empujan.

Mientras no se les pida la verdadera protección, que consiste en la firma, o el dinero, son capaces de «empujar» a media humanidad, y llenarle los bolsillos de cartas de recomendación y colmarlos de todos los elogios imaginables para su persona. Esto, naturalmente, siempre que vean que aquella persona es un pobre diablo, apenas capaz de ser escribiente de un bufete o dependiente de una tienda de ropa.

Todos los que valen poco o los que nada valen, encuentran siempre manos bondadosas que se tienden en su ayuda; consejeros que los alientan; admiradores que los halagan; hombres de bien y de influencia que los ayuda. «Yo te empujo», les dicen todos.

Y más por ostentación vanidosa que por deseo de ayudarlos a subir, encomian sus méritos y recomiendan sus aptitudes. Con el prurito de hacer ver siempre que tienen amistades valiosas, grandes influencias y muy buen corazón.

«¿Cómo se llama usted?».

«Luis Pérez», contesta humildemente el solicitante.

Y entonces el protector escribe:

«Me permito recomendar a usted muy especialmente al dador de estas líneas, el joven Luis Pérez, honrado a carta cabal, ilustrado, inteligente y digno de toda consideración...».

¡Una larguísima lista de elogios... y ni siquiera sabía cómo se llamaba su recomendado!

¡Y se queda muy ancho, sintiéndose un gran personaje, de quien imploran protección y ayuda todos esos infelices que miran hacia arriba cuando les aprieta la mala suerte!

Ésta es la manera como los mexicanos sabemos «empujar». Ayudamos por vanidad y sólo a aquel que sabemos que nunca ha de hacernos sombra.

***

La verdad de las cosas es que el mexicano es el mayor enemigo del mexicano mismo. En cuanto alguno quiera sobresalir por algún capítulo, todos los que lo rodean gritan: «Yo te empujo». Y lo empujan, pero para abajo, para hundirlo. El hombre que tiene algún mérito por su talento, por su ilustración, encuentra enemigos a montones entre sus paisanos.

Ha de ser por aquello de que «la cuña para que apriete ha de ser del mismo palo».

Cuando un joven, sintiendo dentro de sí aquello que presentía Andrea Chenier bajo su frente, la emprende por las veredas literarias y procura escribir algo elevado, que ilustre o que deleite, inmediatamente salta una jauría de críticos incapaces de producir nada bueno, y se pone a ladrar: aquel es un pedante, un necio atiborrado en vanidad: un estúpido sin pizca de talento que debe dedicarse mejor a hacer adobes...

¡Hacer esto, entre nosotros, es dar pruebas de talento y de «valor civil»!

Cuando un hombre, a fuerza de trabajo rudo y constante logra hacer un capital de consideración y busca, ya rico, el descanso de las fatigas que tuvo cuando luchó, en vez de aplaudirlo y poner su vida como un ejemplo para los demás, murmuran a su espalda: «Éste es un sinvergüenza».

Si algún rico sólo gira su dinero prestándolo «con un real en el peso» y en buenas hipotecas, es un judío y casi un bandido. Pero si por el contrario pone en juego sus caudales, impulsa industrias, fomenta negocios, y emprende por distintos lados, no hay quien lo aliente. Al contrario, suelen decir de él: «Es un animal que se va a quedar sin camisa».

Y si entre los paisanos surge algún hombre joven, de brío, de iniciativa, que conciba grandiosos proyectos, que hable de millones, que plante obras gigantescas, y que pida la cooperación y la ayuda de los paisanos, éstos, en vez de decirle «yo te empujo», se ríen burlescamente y exclaman: «Está loco». No se toman ni siquiera el trabajo de analizar sus propósitos. ¿Para qué? ¡Es más fácil decir «está loco» y volverle la espalda!

Ésta es la protección que nos prestamos unos a otros. Por esto nadie prospera ni nadie llega a figura.

Y ahora, vayan ustedes a creerse de esos protectores de oficio que para todo tienen la frase consoladora y paternal: «¡Yo te empujo!».




ArribaAbajo

La telefomanía8

El teléfono, aparte de la grande aplicación que tiene en el derramamiento de bilis, desempeña otro importantísimo papel en la tumultuosa vida de los negocios.

Se habrán fijado ustedes en que hay sujetos sumamente ocupados, o que aparentan estarlo.

Va cualquier pacífico cristiano a tratar con ellos un asunto y lo reciben de pie, fulgurante la mirada, bailando un pie como síntoma de nerviosidad, restregándose las manos, atusándose el bigote...

¡Contestan «sí..., no..., quizá...», con tal brevedad y con tal rapidez que las palabras parecen flechazos! El interlocutor, desconcertado, acaba por acortar su negocio y dejarlo a medias, y el señor aquel sonriendo nerviosamente dice al despedirlo:

«¡Perdone que no lo oiga ahora con la calma que se merece, pero estoy sumamente ocupado!».

¡Sale uno de ahí con las orejas coloradas y haciendo muy profundas consideraciones acerca de aquel ignorado mártir del trabajo!...

¡Por supuesto que en cuanto el «mártir» se queda solo, se pone a pulirse las uñas, a limpiarse los dientes, o a cualquiera otra operación de no mayor importancia!

Pues bien. ¡Ésos señores ocupadísimos, que se distraen hasta con el roncar de los zancudos, que quisieran que se inventara un lenguaje comprimido para expresar una idea con una sílaba y así ahorrar tiempo; esos señores inaccesibles, a quienes jamás se puede hablar diez minutos seguidos, tiene su lado flaco, padecen su enfermedad: la telefonomanía!

El que esto sabe, no se molesta más en ir a sus despachos. ¡Llama por teléfono y está todo hecho: por teléfono son afables, afectuosos, bromistas, y ni siquiera piensan en que los instantes de su existencia valen lo menos a peseta!

Hace poco estuve a hablar de un asunto interesantísimo con uno de estos mártires de gabinete. Me recibió como de costumbre: nervioso, bailando... Y como para evitarme prólogos, sin siquiera quitarme el sombrero de las manos, me dijo:

«Estoy a sus órdenes. Diga usted».

Como sentía yo la boca de yesca y las ideas habían volado asustadas ante aquel monumento de laboriosidad, para volver en mí, comenté:

«Su asunto es muy sencillo, señor...».

En esto iba, cuando sonó el timbre del teléfono que estaba sobre su mesa: «¡brinn!».

El señor tomó la bocina y, previo un «con permiso», comenzó a hablar:

«¿Quién habla?... Ah, vaya, eres tú, Ricardo. ¿qué tal, eh?... Bien, gracias... Sí... ¿Como a qué horas?... ¿Van los López?... ¡Ya lo creo que está buena!... ¡Qué música!... ¿Y a honra de qué?... ¡Ah, Azuela!... ¿Y el marido?... (Risas estrepitosas para que se oigan por el teléfono). Pues cuenta conmigo... como gustes. Sí... adiós... Sí».

Entre tanto yo, hecho un bobo, volviendo en mi color, mientras aquel mártir del trabajo ponía un paréntesis no muy breve a sus arduas labores.

Saca el reloj como para decirme «no me quite el tiempo» y exclama nervioso:

«¿Decía usted?...».

«Que mi asunto es bien sencillo, señor Oropeza...».

«Brriiinn... rriinn».

«Con permiso», dice ceremoniosamente el señor Oropeza y coge la bocina:

«¿Con Quién?... ¡Conchita! ¿Qué tal?... ¡Qué milagro que estás levantada tan temprano! ¡No digo!... ¡Todavía hueles el perfume del colchón!... ¡Telepatía olorosa!... ¿Cómo te fue en casa?... ¿Palos?... ¡No la amueles!... Sí, allá nos veremos. Sí... No te mando un beso por temor de que esté cruzada la línea... ¡Mejor te lo llevo!... Sí, hasta la noche!».

¡Yo, que comienzo a sentir coraje ante aquel mártir gofio el trabajo, lo espero que termine, y, en mi interior, le rezo un credo al revés!

Vuelve a sacar nerviosamente el reloj. Me adelanto a sus palabras y le digo:

«Ciertamente, señor Oropeza, tengo aquí casi una hora. Pero no es mía la culpa. Está usted ahora... ¡muy ocupado!».

«Conque veamos: ¿decía usted?».

«No vemos nada, señor. He pensado que es más conveniente que me vaya a mi casa y de allá le trataré el asunto por teléfono... ¡Sólo así podremos acabar hoy!».

¡Y mientras voy por el camino, caro y barato lector, me hago las reflexiones que acabas de leer!




ArribaAbajo

Pugilato9

Afuera del teatrucho se oía una algarabía endemoniada: periodiqueros, boleteros, vagos, curiosos y aficionados. Tal como en las afueras de una plaza de toros.

La puerta, abierta de par en par, arroja una inmensa bocanada de luz que inunda la calle e ilumina los grandes cartelones de mil colores y gigantescas letras.

«Allí es...», me dijo mi amigo.

¡Y allí era! Íbamos a presenciar la «Fiesta Nacional»; una serie de seis distintos asaltos a pugilato, en que doce circunspectos misteres iban a hincharse el hocico a bofetadas sin que hubiera el más leve disgusto de por medio... Llegamos. Y mediante un módico tostón por piocha (acá no hay valientes que paguen por los amigos), pudimos pasar los dinteles de aquel templo de las trompadas.

Era un salón inmenso. En medio el ring, que aunque por llamarse anillo debiera ser redondo, allí era cuadrado: levantado casi un metro sobre el nivel del suelo.

Alrededor de ese ring estaba la sillería, simétricamente acomodada. Detrás las galerías democráticas, adonde entraban borbotones de espectadores.

¿Música?... No señor. ¿Para qué queríamos melodía más armónica que la de las bofetadas que iban a resonar?... A cambio de música había luz a chorros por todas partes. «Madrugamos mucho», dijo uno de los amigos.

Faltaba más de media hora. Eran apenas las ocho de la noche.

Ya eché a volar la paloma del recuerdo. ¡Y suspiré acordándome de aquellas tardes radiantes de sol, en que Gaona y Belmonte, con cuadrillas deslumbrantes, partían plaza, pálidos y sonrientes a la vez, mientras la música sonaba alegremente un aire flamenco, y los tendidos reventando de gente y la gente reventando de alegría, se desgajaban en gritos y aplausos...

Mi amigo, viéndome inmóvil, callado, me sacudió del hombro y me dijo: «No te duermas»...

El público empezaba ya a patear impaciente y a lanzar unos gritos, que no los traduzco porque no pude hallarlos en el diccionario de bolsillo que no se aparta de mi bolsa de pistola desde que llegué. Pero con seguridad significaban lo mismo que las patadas, porque al poco rato ya estaban sobre el tablado dos señores que, por su traje, nos hacían pensar en maestros primeros padres, solamente que en vez de hoja de parra traían un pañuelo, con ítem, más dos tremendos guantes de cuero café en las sendas manos.

Un gritón (talmente como en las peleas de gallos) hizo la presentación de cada uno, berreando el nombre a todo trapo. Los hicieron jurarse recíprocamente que, aunque se reventaran un ojo, se quebraran las muelas o se machacaran los riñones, no se guardarían rencor... Ellos sonreían como los mejores amigos...

Sonó luego un timbre. Estrecháronse efusivamente la mano, y a renglón seguido comenzó la bofetiza... ¡Pero con un ardor, como si se hubiera insultado a la familia!...

¡Pum... pam... pum! Parecía un redoble.

A los pocos minutos ya estaba un señor de aquellos tumbado en el suelo de una tremenda bofetada, y con una maestría que daba a conocer sus profundos conocimientos en pugilato, se retorcía como si tuviera torzones...

El Juez, un honorable mister con aspecto de Embajador, comenzó sumamente serio a contar:

«Uuán... ... tri...», ¡hasta diez!... Pero bien podían haberle contado hasta diez mil, pues le infundió tal sueño aquel tafite, que tuvieran que llevárselo en parihuelas...

El público rompió en aplausos y gritos: «Ata boy...» (esto quiere decir algo así como «viva tu madre»). Aquello era primoroso, chulísimo.

¡Y el triunfador, con las manos en alto, atravesó el salón, tieso, sonriente, orgulloso, aunque con un ojo morado, que más que ojo parecía un pedazo de bofe...

Había pasado el primer toro. Yo, sin querer, me acordaba de nuestra fiesta favorita, hermanita -aunque fuera no más de madre- de esta otra. Y me parecía ver a Gaona, con un par de banderillas en alto. ¡Gallardo, sereno, artístico como una escultura: avanzando lentamente -en medio del silencio solemne, en que se oía el jadear de los corazones- sobre el otro que resoplaba amenazante!... ¡Y llegar a clavar las banderillas, con guapeza, con arte: y como si hubiera tocado al clavarlas un botón mágico, desgranarse el estruendo de un aplauso clamoroso!...

Desperté. Ya estaban en el ring dos peleadores más. Era la pelea de fuerza. La emocionante. El público, entusiasmado, gritaba y aplaudía.

Se trataba de un blanco y un negro. Dos atletas corpulentos como locomotoras.

El blanco, un gringo rubio y alto, grueso y calvo, contestaba alegremente los saludos del público cuando el gritón lo presentaba.

Luego fue presentado el negro. El público calló con desprecio. Ni un aplauso. Ni un insulto siquiera. ¡El pobre negro, que parecía gigante de ébano, escondía la cara, bajaba la vista, como humillado bajo el peso de tanto desprecio.

Los ayudantes, que dan aire y agua a los luchadores en el minuto de descanso, se negaron a servir al pobre negro. Y fueron substituidos por dos negritos vivarachos y bulliciosos.

Sonó el timbre y comenzó la pelea...

¡Ay amigos!... No permita Dios, ni quiera el Diablo, que tropiece en mi camino con un enemigo de este pelo... Aquello no era negro... Era una ametralladora de dar bofetadas. Pero con tal destreza, con tal furia, que parecían retemblar las galerías.

¡El público, enmudecido por la sorpresa, no hallaba si aplaudir al gladiador atleta -al negro odiado- o silbar al pobre rubio, que hecho un harapo, dejaba así bofar a la casta blanca!...

El infeliz güero, ante el chaparrón de tremendos golpes, descargados con verdadero odio, con furia de rencor, escondía la cabeza, inclinándola, mientras se defendía tapándose con los guantes las orejas...

Pero el negro, entonces, le asestó un tremendo bofetón de abajo arriba, que lo hizo caer de espaldas, con los brazos abiertos, como implorando clemencia...

El juez veedor, reloj en mano, comenzó a contar: «Uuán... tú... tri...».

Entre tanto, el negro, a dos pasos, fulgurante la mirada, puesto en guardia amenazante, esperaba sólo que el infeliz gigante se incorporara para lanzarse sobre él...

Pero no sucedió así. El pobre blanco estaba vencido: deplorablemente aniquilado.

Ni un aplauso. Sólo se oían imprecaciones de rabia, que malicio han de haber sido insolencias: todavía no llego a esta parte del aprendizaje inglés.

Era la última pelea. El público, airado, desalojó la sala, manoteando y pateando.

Yo me quedé en un rincón hasta que salió el último.

El ave del recuerdo tornó a volar. Y me parecía ver, al terminar la corrida, aquel desfile deslumbrador de mujeres hermosas, radiantes de juventud, sonrientes de alegría, con el doble atavío de su lujo y su belleza, palpitante el pecho aún con la última proeza del héroe de la tarde... Y la multitud, nerviosa todavía, desfilando apretujada, por las avenidas anchurosas llenas de sol, invadidos de lujosos automóviles, que pedían paso con el ronco graznido de sus sirenas... Todos comentando, discutiendo la bizarría de los toreros, con el brío que pone en los labios el recuerdo revivido.

El grito de un mister que nos echaba fuera, me despertó. Mi amigo, ya en la calle, me preguntaba:

«¿Qué piensas de esto... y las corridas de toros?».

«Pienso tanto, que nada digo», le contesté.

Y él, sintiéndose filosófico, exclamó:

«Es manifestación del mismo instinto, modificada según el temperamento de la raza. Es la "bestia humana" que todos traemos dentro y que inexorablemente asoma, lo mismo en razas cultas como en las bárbaras: al igual en los hombres intelectuales como en los salvajes, y así le pongan el freno de todas las leyes...».




ArribaAbajo

Las altas horas10

Casi todos los bailes comienzan igual: en medio de una frialdad, un silencio y una quietud tumbales, es decir, sepulcrales.

Los músicos -entre los cuales descuella el del violín por lo grande de su instrumento- se arrinconan hablando en secreto y fumándose a fuertes chupetones sus cigarros de hoja.

En la sala, inundada de luz, están las muchachas; tiesas por el corsé; catrinas, con su traje de domingo; bien polveadas. Nadie habla; sólo se oyen los ritos alegres de la dueña del baile que en vano quiere inyectar animación al concurso.

Afuera, en el corredor, los cursis tipos, con sus cuellos hasta las orejas, sus relucientes chalecos de piqué, sus zapatos rejuvenecidos a fuerza de betún y la entresemana, rebelde cabellera, domada a fuerza de bandolina y pomada.

«¡Platiquen, muchachas, por Dios! ¡Parece esto un velorio!».

«¡Si estamos platicando!», contesta una, mientras las demás sonríen, con una sonrisa de ésas de dolor de muelas.

Pero aquello no se anima. No se alegra.

Suena la primera pieza.

Ándenle, muchachos, ¡a bailar!

La dueña de la casa, que ya siente que casi se está tirando una plancha, tiene que llevar a los jóvenes jalando de la mano y buscarles compañera.

«Pero si yo no sé bailar, Catita».

«Pues como sepas. Anda. ¡A bailar! ¡No faltaba más, que fuéramos a aburrirnos pudiendo estar contentos!».

¡Las parejas apenas platican: hablan de si está bueno o no el piso; si hace frío o calor; si lloverá o no, y esto aunque sea en invierno!

Así comienzan casi todos los bailecitos de bandera colorada.

Pero viene la primera copita: «para que se entonen», según dice la dueña de la fiesta.

Los dos jóvenes más comadreros y más catrines se encargan de llevar la charola con las copitas uno, y la botella de coñac, el otro.

«No me desaire, María, porque me enojo. Tome lo que guste. ¿Quiere que me arrodille? ¡Ya sabe que a mí no se me dice que no!».

Accede la niña. Se empina la copa y hace unos gestos..., que por cierto son muy justificados.

Después de la primera copita se oyen ya las pláticas en voz más alta. Los catrines jóvenes, limpiándose el sudor con un pañuelo perfumado con pachulí se sientan al lado de sus compañeras y comienzan a decirles «que la débil barquichuela de su tranquilidad se siente zozobrar en el inmenso piélago de su amor», o alguna otra cosilla por el estilo de cursi, que ellos creen que es la mar de bonita y que atortola a las pobres señoritas...

Después de cuatro o cinco copitas, cuando comienza a circular el ponche, con algunas náufragas rebanadas de naranja, es aquello un jaleo encantador. Todos gritan, corren, se ríen a carcajadas, se jalan... Los jóvenes, semidespeinados, han roto ya el turrón con sus respectivas compañeras. Los músicos entonados con el tequila, suplen con fuerza la que les falta de afinación.

Ya las parejas no quieren que cesen de tocar. «Sígalo, maistro» y suena un aplauso atronador, que no termina hasta que no se oye el primer chillido del violín...

¡Llegan las altas horas!

¡Las estrellas, que desde el limpio cielo se asoman al patio de la casa, parecen sonreír burlescamente al ver aquel hermoso puñado de seres humanos, congestionados de alegría!

¡Ya han llegado a la cumbre; ya han conseguido su objeto; la apoteosis del descuaje del sentimiento!

Ya los cargadores andan bailando con las recamareras en pleno estrado. Ya los músicos no saben ni lo que tocan. A la dueña de la casa se le andan cayendo las enaguas. Las parejas de bailadores, con el greñero sobre la cara, se pierden en las encrucijadas del corredor. A una señora le están dando baños de asiento y de brazos, allá en el patio interior, mientras ella, con los ojos cerrados canta La Paloma.

Los jóvenes desahuciados de las muchachas, que no han bailado, pero sí bebido, se están haciendo protestas de amistad y de simpatía.

«Sepa usté que soy su amigo. No crea que es cuestión de copas. ¡Usté me simpatiza y yo he de demostrarle mi afecto!».

Ya nadie sabe de nada.

Una señorita llora en un rincón porque dice que es muy desdichada, y que quiere mucho a su papá...

«Cállate, Laura. ¿qué es eso? ¿qué va a decir la gente? No seas tonta, serénate...».

Pero Laura no se serena. Sigue llorando porque dice que quiere mucho a su papá...

Entre tanto la dueña de la casa, encantada de su éxito con dos respetables damas, las tres abrazadas y babeándose, cruzan la reunión y se encaminan al interior. ¡A sitios reservados!...

«¡Usté es un desgraciado!».

«¿Quién es desgraciado infeliz?». ¡Pump, pump! Suenan dos cachetadas. Los contendientes se trenzan en el patio como gallos. Las miradas se avivan un momento por el susto. Las viejas gritan. Los músicos suspenden la pieza. Intervienen los amigos, los separan, y los valientes, con el cuello y la corbata hechos tiras, a distancia considerable se cambian insultos.

El respetable gendarme llega. La música, para disimular, rompe a tocar y las parejas reanudan el baile.

¡El guardián de la linterna pide la licencia, husmea y se retira!...

Las familias, temiendo un escándalo más gordo, comienzan a despedirse. Nadie tiene ya energía para nada. ¡La música toca La Golondrina y, mientras los compañeros ayudan a las muchachas a ponerse los abrigos, les piden al oído cita de amor!...

Se acabó el baile.

***

Y con la filosofía que infunde la soledad y el silencio de la calle bajo aquel cielo limpio y estrellado, pienso yo si acaso la Providencia habrá querido que sea aquello un lenitivo de las pesadumbres humanas.




ArribaAbajo

Los que llegan hablando trabado11

Hay ciertos jóvenes pertenecientes al género «rango» que, cuando por su bien o a fuerza, vienen a tierras gringas y pasan por acá unas cuantas docenas de meses de frío, miserias y hambre, juzgan un deber regresar a su terruño transfigurados, inconocibles, como para que sus paisanos, los pacíficos y modestos vecinos de su pueblo, exclamen con asombro y admiración al verlos pasar:

«¡Mira, ése... ése... viene de Estados Unidos!». ¡Y una de las cosas de más tono, es volver hablando trabado, dificultándoseles la pronunciación de las letras netamente españolas y olvidando muy a menudo los nombres en castellano de las cosas más usuales, cuya designación sólo encuentran en inglés!

Para que un ciudadano, al regresar de Estados Unidos, pueda vanagloriarse de haber aprovechado el tiempo debidamente, necesita lo siguiente:

  1. Llegar rasurado del bigote.
  2. Usar cachucha.
  3. Ir rapado a la americana, o sea, con la nuca rasurada.
  4. Gastar unos zapatos de a cinco kilos cada uno.
  5. Usar sobretodo, peludo y grueso, así haga más calor que en el infierno.
  6. Fumar puro, aunque sea malo y pestilente.
  7. Y esto sobre todo: ¡Llegar hablando trabado!

«Caramba, Macario, vienes hecho un mister Wilson. ¡Mira, nomás! ¡Eres todo un yankee!».

Y entonces Macario, posesionado de su papel, con una calma verdaderamente sajona, contesta mordiendo el puro oloroso a petate:

«Oh... bueno... tú sabes. Yo mucho tiempo fuera de mi país... sabes... ¡Oh, mucho gusto sienta volver México!».

«¡Pobre hermano Macario, con cien mil demonios, si ya se te traba la lengua y casi no sabes hablar tu idioma!...».

«Bueno. Todo el tiempo yo habla inglés por tres años, sabes, ¡pero yo pienso pronto yo voy hablar como antes!».

¡Y los oyentes, que también son mirantes, porque lo contemplan y lo escuchan con igual arrobamiento, acaban por encontrar muy razonable, muy natural, que Macario, después de vivir tres años en Estados Unidos, hable trabado, y pronuncie con dificultad hasta el nombre de su patria!

¡Ay de mí! ¡Que yo también fui de los que admiraron a esos Macarios petulantes, que volvían a su tierra, no hablando inglés, sino habiendo olvidado el español! Yo también los disculpaba, y hasta era un capítulo más para admirarlos de oírlos hablar trabado como si fueran yankees.

Los veíamos al volver, con los vestidos recién estrenados, con sus zapatones lustrosos, rasurados de la cara, rapados de la nuca y con el último puñado de dólares resonante, producto de los ahorros, privaciones y hambres de algunos meses, y hasta creíamos las mentiras de grandezas que iban contando...

Pero -¡oh, desilusión traidora!- acá los he conocido, los he observado de cerca, he visto cómo llegan, cómo viven y cómo se ven: he estudiado su incubación completa, y ahora me causa risa pensar en que lleguen hablando trabado. ¡Oh, lo que sufren por estas tierras esos pobrecitos, sin el idioma, teniendo que hacerse entender a señas, ganándose la vida duramente en talleres y fábricas donde el único idioma es el del martillazo y el taladro! Donde sudan la gota gorda; gotas mexicanas de sudor amarguísimo. De donde salen, negros de hollín, rendidos de cansancio, y corren a su barrio, (al barrio mexicano...), a descansar, a vivir, donde no los aturda el estruendo de la fábrica, donde hablen su idioma, donde estrechen manos amigas, donde respiran un poquito del aire del terruño...

¿Inglés?... Si el único inglés que oyen es el gruñido del capataz (el foreman como ellos le llaman) que, mascando tabaco, los hace trabajar sin descanso.

Acá no se les ocurre hablar trabado. Acá no usan sobretodo peludo. Acá no fuman puro... algunos de estos buenos paisanos, domesticados por el sufrimiento y por la lucha, suele preguntársele:

«¿Qué tal de inglés? ¿Lo habla bastante?».

Y contestan tristemente:

«Ni "jota". ¡No hay chanza!». Todo el día trabajando. Lo que sobra, apenas ajusta para descansar.

Pero no se llegue la hora de la repatriación... Porque en cuanto se sienten en tierra mexicana, y se miran su traje nuevo y sus zapatones y su cachucha, se les traba la lengua, y hasta ellos mismos llegan a creer que se les dificulta hablar su idioma. Pero no les creáis. Los que por acá luchamos para ganarnos la vida, sentimos amor más hondamente a nuestra tierra, a nuestras familias ausentes, a nuestros amigos. Somos más mexicanos que los que viven en el propio México.

El ave inquieta de nuestros pensamientos íntimos vuela casi a diario hasta la ciudad lejana, donde miramos sonreír los recuerdos alegres de nuestra juventud: vivimos la vida en español; en español pensamos; en español hablamos y hasta en español soñamos cuando dormimos.

En cuanto a esos ayankados, esos pobres Macarios olvidan el español antes de aprender el inglés, hay que tenerles compasión. Es la única satisfacción que tienen como desquite de muchas amarguras. El único reproche que merecen es aquello de: «Perdónalos, Señor, porque no saben lo que hacen...».




ArribaAbajo

Un nuevo sistema para contribuciones12

por Fígaro


Los gobiernos tienen un sistema de procurarse fondos, lo mismo en Texas que en Cochinchina: el impuesto. No vamos a entrar aquí en pormenores de orden económico que no vienen al caso. El impuesto o tax (el nombre es lo de menos) gravita sobre los habitantes de un país con descontento de los mismos. Pagar nunca ha sido agradable, y si hay algo que lo sea menos es el pagar un impuesto. Cuando le prenden a uno una sanguijuela en el brazo, se aguanta con la idea de que es para su bien. Pero resulta difícil convencer al pueblo de que las contribuciones que se le imponen son para aumentarle su felicidad. De aquí arranca un grave problema. Hay que imponer contribuciones, ¿sobre qué? Sobre la propiedad, sobre la ganancia, sobre las entradas brutas, o inteligentes, pero hay que imponerlo. Antiguamente se pagaba impuesto hasta por el número de ventanas que había en una casa; hoy los gobiernos se sienten inclinados a ponerla hasta sobre el estornudo. Sin haber pretendido jamás conocer de estadística, vamos a sugerir modestamente algunas actividades humanas que hasta hoy han permanecido al margen del impuesto, ya sea por consideraciones de un orden muy especial o por falta de visión de los que hacen las leyes.

Impuesto sobre la tontería

Visto que el número de los tontos es infinito, y que hay en todo país un grupo de hombres que se revelan más vivos que la mayoría por su inteligencia, su ilustración, su labia, etc. ¿qué inconveniente habrá por ejemplo, en gravar en uno o dos centavos cada decímetro el espesor de la tontería? Se puede mandar hacer un timbre especial con la famosa frase de Salomón en latín y algún símbolo aprobado, como, por ejemplo, unas orejas de burro.

Se augura que lo difícil estaría en fijar el número de contribuyentes que hay en toda democracia pura y el montón de la contribución. Nada más fácil. Si se trata de un teatro, el asunto, califíquese primero a la obra, clase de actores, etc. y englóbese, con la seguridad de no equivocarse, a todos los que entran a la hora de la función. No es justo que un espectador de Macbeth, por ejemplo, pague lo mismo que un aficionado a las revistas. Un público de opereta, debe pagar más que un oyente de ópera, uno de zarzuela más que otro de drama.

Los que no compran la prensa ni van al teatro, leen novelas, o asisten a cierta clase de tertulias, son masones, miembros de la Sociedad Cristiana de Jóvenes, o han pertenecido al ejército de Salvación. Los lectores de un D'Annunzio no deben pagar lo mismo que de un Guido de Verona. Hay que gravar con fuerte impuesto a esos que no pueden vivir sin pertenecer a una corporación, pongamos por caso el Rotary Club.

En cambio, no debe hacerse lo mismo con los que son miembros de un instituto científico. Es cuestión de distinguir. Así, podía formarse una tabla que dijese, poco más o menos:

Tontos de capirote, un peso mensual.
Tontos de nacimiento, 50 centavos.
Tontos circunstanciales, 40 centavos.
Tontillos, sin malicia, 50 centavos.
Miembros de sociedades protectoras del árbol, de la niñez, de los animales, 10 centavos.



ArribaAbajo

Las charlas sobre el vuelo de Lindy13

por Fígaro


Cuando se anunció el vuelo de Lindy, a la tierra del pulque y de los nopales, todo ser viviente se puso a hablar del asunto, como mejor le parecía. Desde el barrendero de Palacio hasta el hombre de negocios, todos en general charlaban, y he aquí como es expresaban algunos de ellos.

«¡Ah que tú! ¿Cómo ha de venir ese señor a nuestra humilde casa?».

«¿Por qué no? Los americanos son muy demócratas. Y le ponemos de piñata un aeroplano para que vaya de acuerdo. Y de juguetes repartiremos gatitos, que son su amuleto. Y yo bailo con él la primera pieza».

La niña sueña esa noche que Lindy se le declara, que se casa con él y se la lleva en aeroplano. Pero también sueña que se cae en el camino, y se cae en la cama y despierta en el suelo.

***

Un latifundista lee en el periódico que «Lindbergh vendrá por tierra a México» y rezonga:

«¡No más eso nos faltaba! Como los americanos se vuelvan agraristas y empiecen a venir "por tierra" a México, nos dejan en el aire. Dentro de poco seremos nosotros los aviadores y ellos los terratenientes».

***

Un médico:

«¡Caramba! Si se cayera Linbergy en Valbuena, se rompiera un brazo o una pierna, o siquiera la cabeza, y fuera yo que lo curara, me hacía rico! Lo malo es que no se le puede poner una piedrita en el camino, ¡que si no!...».

***

Un propietario de casas:

«Mañana mismo voy a advertir a todos mis inquilinos que me reservo el derecho de alquilar las azoteas para ver a Lindbergh. Al fin que todos mis contratos tienen la cláusula que prohíbe subarrendar "todo o parte de la casa". Con más razón los techos, ¡qué armada me voy a dar!».

***

Uno de los del traffico:

«Para llegar a Balbuena tiene que pasar por la ciudad. ¿Cómo haría yo para levantarle una infracción a Lindbergh? Lo malo es que viene volando que si no ¡qué mordida, mi madre!... En puro dólares».

Un chofer de fotingo:

«Lo bueno es que han de pasar muchos años pa' que los aviones cobren a tostón la dejada. ¡Ora sí que nos hacen aire con la cola!».

***

Un agente de migración en la frontera:

«Y ¿cómo le pido yo el certificado de vacuna a ese extranjero?».

Una hija única y soltera con su papá:

«Y ¿es cierto que este Lindbergh es muy listo, papá?».

«No lo sé, hija. Se puede ser tonto y ser aviador».

«Pues me han dicho que "las pesca al vuelo"».

«¿Y qué?».

«Que voy a sentarme por donde pase a ver si me pesca».

«No te hagas ilusiones. Los americanos vienen aquí a divorciarse, pero a casarse, ni en broma. Además, éste trae un amuleto contra el matrimonio».

«¿Qué cosa?».

«Una gata».

«Y ¿de dónde sacas tú que una gata desbarate el matrimonio?».

«Algo ha de haber. Lo digo con experiencia, porque todos mis disgustos con tu madre fueron siempre por la gata».

Y así, cada uno de ellos, bordó y hasta tejió sobre el vuelo de Lindy, porque qué caray, ¿por qué no iban también ellos a dar su voladito?





  Arriba
Indice