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Cuentos

Miguel de Unamuno






ArribaAbajoEl amor


ArribaAbajoVer con los ojos

Cuento


(El Noticiero Bilbaíno, 25-X-1886)


Era un domingo de verano; domingo tras una semana laboriosa, verano como corona de un invierno duro.

El campo estaba sobre fondo verde vestido de florecicas rojas, y el día convidando a tenderse en mangas de camisa a la sombra de alguna encina y besar al cielo cerrando los ojos. Los muchachos reían y cuchicheaban bajo los árboles, y sobre éstos reían y cuchicheaban también los pájaros. La gente iba a misa mayor, y al encontrarse los unos saludaban a los otros como se saludan las gentes honradas. Iban a dar a Dios gracias porque les dio en la pasada semana brazos y alegría para el trabajo, y a pedirle favor para la venidera. No había más novedad en el pueblo que la sentida muerte del buen Mateo, a los noventa y dos años largos de edad, y de quien decían sus convecinos: «¡Angelito! Dios se le ha llevado al cielo. ¡Era un infeliz el pobre...!». ¿Quién no sabe que ser un infeliz es de mucha cuenta para gozar felicidad?

Si todos estaban alegres, si por ser domingo bailoteaba en el pecho de las muchachas el corazón con más gana y alborozo, si cantaban los pájaros y estaba azul el cielo y verde el campo, ¿por qué sólo el pobre Juan estaba triste? Porque Juan había sido alegre, bullicioso e infatigable juguetón; porque a Juan nadie le conocía desgracia y sí abundantes dones del buen Dios, ¿no tenía acaso padres de que enorgullecerse, hermanos de que regocijarse, no escasa fortuna y deseos cumplidos?

Desde que había vuelto de la capital en que cursó sus estudios mayores, Juan vivía taciturno, huía todo comercio con los hombres y hasta con los animales, buscaba la soledad y evitaba el trato.

Por el pueblo rodaban de boca en boca sus extraños dichos, o mejor dicharachos, amargos y sombríos, pensamientos teñidos no con el verde de los campos de su aldea, sino con el triste color de las callejuelas de la capital. Lo menos veinte veces diarias en otros tantos días habíanle oído decir: «La vida, ¿merece la pena de que se la viva?». Sólo hablaba del dolor y de la pena, eran sus relatos tristes y sus conversaciones amargas. Aumentaba la extrañeza de los cándidos aldeanos cada día, porque era bien extraño un joven que hacía alarde de sentimientos hostiles a las creencias de sus convecinos, y a renglón seguido de negar todo más allá del más allá, les enjaretaba una larga homilía a cuenta de la vanidad de las cosas humanas.

Su padre empezó preocupándose y acabó por dejar perder su buen humor, y la madre empezó perdiéndolo y acabó escaldándose los ojos a puro llorar. Porque Juan a sus solícitas preguntas sólo contestaba: «¡Es manía! Si no tengo nada..., si estoy triste será porque así nací..., unos ven en claro, otros en negro». Consultaron al médico, respetable viejecito, que sabía mucho más de lo que creía saber, y contestó: «¡Bah! Eso no es nada, déjenle y ya vendrá a su tiempo el remedio. Este muchacho se ha empeñado en no levantar la vista del suelo..., casualmente aquí..., aquí, donde hay un cielo tan azul. Y sobre todo..., ¿dónde habrá unos ojos como los que por acá menudean?... ¡Bah, bah, bah! Déjenle que tope con sus ojos... ¡Vaya!, ¡vaya, ojos necesita, ojos!... ¡No quiere ver con los suyos!».

No era pequeña la ojeriza que mi buen Juan había tomado al médico, implacable socarrón, hombre vulgar y despiadado que jamás topó con el aburrido estudiante sin pincharle con alguna irónica observación. Era realmente cargante y molesto aquel vulgarote de médico de aldea, que se reía de la honda tristeza de un alma infeliz y no comprendida. «¡Tristezas teóricas, Juanito!, tristezas teóricas..., ¡ojos!..., ¡ooooojos!, te faltan ojos para mirar al cielo!». Y Juanito pasaba bufando y añadiendo al terrible torcedor de un espíritu que se carcomía a sí mismo los sarcasmos de un mundo imbécil que aguza el dolor y embota la sombra de la escasa dicha. Aquel médico era el mundo, no cabe duda, la encarnación del mundo.

Juan se encerraba a solas larguísimas horas y leía y releía y volvía a releer. ¿Qué leía? Sus padres nunca lo supieron; vieron sí unos librotes en enrevesado gringo, con títulos enmarañados, muchas sch y pf y otras letras igualmente armoniosas y algún que otro tomo de versos. En uno de ellos se representaba en una viñeta un hombre llorando al pie de un sauce llorón, y otras cosas de tan pésimo gusto.

A la caída de la tarde, cuando el sol se acostaba en la montaña y los viejos salían con sus nietos a jugar ante las puertas, Juan salía también a pasear sus tristezas por el pueblo alegre, como un mendigo pasea sus harapos por las calles. «¡Adiós, Juanito!», le decían éstos. «¡Adiós, don Juan!», decíanle aquéllos; unos y otros con la sonrisa en la boca y la compasión en el alma. «¡Adiós!», contestaba secamente el desdichado.

Había a la salida del pueblo y al borde del camino una casita con emparrado delantero y bajo el emparrado un banco de nogal. Allí Magdalena servía un refrigerio a los paseantes y a los viajeros.

Como a Magdalena se le había muerto el padre, quedó su madre viuda, y lo que es peor que quedar viuda, siéndolo ya, enfermó y quedó paralítica, dejando a su hija sin amparo. Era joven ésta cuando murió su padre, lo era menos cuando enfermó su madre, y se encontró con el cielo azul por techo, y por suelo y cama el campo verde. Los amigos de su padre le tendieron sus callosas manos y le pusieron aquella cantina, con cuyos escasos recursos atendía a su madre y se atendía.

¡Cuidado si era alegre la muchacha! Cuentan que nació la chica bajo aquel mismo emparrado; cuentan que era en un día de cielo azul y campo verde, y cuentan, además, que el viento tibio agitaba los racimos al compás que la niña sus manecitas. Añaden que su primer llanto fue un llanto que parecía risa; cuentan que en aquella alma puso Dios todos los colores bellos, todos los perfumes suaves.

Juan venía a sentarse en aquel banco, y allí refrescaba su garganta, ya que no la sequedad de su alma. Era para el triste un verdadero misterio aquella muchacha alegre en una vida trabajosa, siempre sonriendo a la suerte que le ponía cara seria.

-Buenas tardes, don Juan. ¿Quiere usted algo?

-Trae lo que ayer.

-Ya van acortando los días y alargando las noches.

-Es natural.

-¡Si usted viera cuánto siento que se vaya el verano!

-Pues tiene que irse. A mí me aburre tanto sol; calienta los cascos y no deja hacer nada.

-¡Si usted viera cómo juegan los mosquitos con ese rayo de luz que suele pasar por la ventana! ¡Hasta el polvo se ve!

-Mejor es el día nublado.

-A mí me gustan las nubes cuando se rompen y se ve un cachito de cielo, tan azul..., tan azul...

-¡Ilusión óptica...!

-¿Ilusión... qué? ¿Qué ha dicho usted? ¿Cómo ha sido eso? Yo también quiero saber, don Juan.

-¿Y para qué? No he dicho nada, muchacha.

-Pero..., ¿qué le pasa a usted, don Juan?

-¡Mira! Llámame Juan, o Juanito, o como quieras; pero don Juan no..., el don es feo.

Y oyó una voz:

«Vamos, Juanito, vamos..., ¡a ver si encuentras los ojos, vamos, hombre!, mira qué hermosas están las uvas... ¡Bah, bah, bah! ¡Si el mundo es detestable!».

Era el implacable médico que pasaba.

-Ese hombre me revienta.

-¿Por qué, don Juan? Si es muy bueno... y tan alegre. A mí me gustan los viejos alegres...

-¡Pues a mí no! Alegre porque no discurre.

-¿Pues no decía usted ayer que es mejor no discurrir?

-A poder ser, sí.

Y etc., etc., etc., Juan apuraba su vaso, pagaba y se marchaba, diciéndose para sus adentros: «¡Pobre muchacha! Debe sufrir mucho, aunque lo oculta». Y la pobre Magdalena se quedaba cabizbaja y meditando: «Cuando está tan triste, ¿qué tendrá?».

Juan, al siguiente día, volvía y tomaba a volver, y se hizo ya asiduo parroquiano al banco de nogal.

Un día de tantos estuvo revolviendo papelotes, que se llevó en los bolsillos, leyéndolos y corrigiéndolos, y al recogerlos para pagar y marcharse cayósele uno.

Cuando ya se hubo alejado, Magdalena notó en el suelo y recogió el olvidado papel. Era mujer y lo leyó:

«La vida es un monstruo que se devora; sufre al sentirse devorada, y goza al devorar. Los placeres se olvidan, luego persisten los dolores amargando la vida. Mañana, cuando esté más sereno el día, más claro el cielo y más tibio el aire, se extinguirá la lámpara, y perdidos en nuevas combinaciones rodarán los elementos de la conciencia. Dices: "¡Ya viene!, ¡ya viene!"; y cuando extiendes los brazos vuelves la frente mustia y exclamarás: "¡Es tarde, ya pasó!". Da vueltas el mundo y al año vuelve al punto de que partió, siempre en torno del sol, sin alcanzarle nunca, que si acaso le alcanzara nos reduciríamos a polvo. ¿Por qué será el mundo como es? ¡Libertad, libertad! ¡Ah, necios! ¿Quién nos libertará de nosotros mismos? Sombra de sombra es todo, y la luz que la proyecta, luz fría y fuego fatuo. Ver todos los días salir el sol para hundirse, y hundirse para volver a salir. Yo pagaré con minutos como horas mis pasadas horas como minutos; el tiempo no perdona. Nací, vi el mundo, no me gustó, ¿es esto tan extraño? ¡Triste del alma que camina sola! Y, ¿dónde encontrar un alma hermana? Comer para vivir y vivir para comer, horrible círculo vicioso, ¡quién pudiera vegetar! Como un parásito que se agarra a un árbol para nutrirse, así se han agarrado a las últimas telas de mi cerebro estas ideas para atormentarme. No hay cosa más hermosa que dormir, cerrar los ojos y perderse. Hay más bocas que pan, hay más deseos que dichas. Tú sufrirás, y cuando hayas acabado de sufrir volverás a sufrir de nuevo. Consuelos y no ciencia me hacen falta. Yo soy mi mayor enemigo, yo amargo mis alegrías, yo aguzo mis pesares. ¿Dónde están el cielo de mi aldea, los pájaros que anidaban en mi casa? Tú que tienes en tu mano el sueño, déjalo caer sobre mí y no me lo quites nunca, dame un sueño sin despertar...».



Magdalena no siguió leyendo, inclinó su cabeza hermosa y secó en vano con el extremo del delantal sus ojos, porque tuvo que volverlos muchas veces a secar. Ella apenas comprendía lo que estaba leyendo, pero lo sentía, y sintió también un nudo en la garganta y como una bola caliente que por su interior chocara contra el pecho y se hiciera polvo derramándose en escalofríos por el cuerpo.

No hubo ya buen humor para la muchacha, y al través de sus lágrimas mal curadas vio descomponerse la luz como nunca había visto.

Por la tarde murió el sol, y Juan llegó como siempre a sentarse en el banco de nogal. Magdalena no estaba allí como otros días.

-¡Magdalena!

-¡Señorito...!

La muchacha apareció más triste, más taciturna, llevando con incierto pulso el diario refresco, que colocó sobre la mesa.

-¿Qué te pasa? Hoy tienes algo.

-Tome, señor.

Y alargó a Juan el pícaro papel, origen de la pena.

Más fuerte que ella fue su dolor, más fuerte el sombrío espíritu de su parroquiano, que se infiltró en aquella alma de azul celeste; inclinó su cabeza y corrieron sus lágrimas por sus mejillas rojas, mientras el hipo la ahogaba.

Juan tomó el papel, vio lo que era, lo estrujó, miró entre sombrío y avergonzado a la joven y dejó descansar su fatigada cabeza en sus ociosas manos. Todos los vientos de tempestad se desencadenaron sobre aquel pobre espíritu perdido en las tinieblas; vaciló, cayó, se alzó, para volver a caer, a tornar a levantarse; pasaron en revuelto maridaje los pájaros que anidaban en su casa y tos murciélagos de la callejuela, el sol del mediodía y la oscuridad de la noche; toda la angustia le llenó el alma; sintió el único verdadero dolor que en años no había sentido, y sus lágrimas acrecieron el contenido del vaso.

A través de ellas vio pasar por el camino como una flecha un ágil viejecillo. Juan se secó los ojos con la manga, se levantó, arrugó el ceño para ponerse sereno, pagó y se marchó, sin probar el olvidado refrigerio, diciendo:

-¡Hasta mañana!

Cuando quedó sola Magdalena, secó también sus ojos; y como tenía ardiente y seca la garganta, apuró de un trago aquel refresco bañado con las primeras lágrimas de un pesimista. En su alma renació la luz y la alegría; esperó y se serenó.

A la entrada del pueblo encontró Juan al médico, al implacable médico, que esta vez le pareció más amable, más simpático y dulce.

-¡Ole, Juanito, ole! ¿Qué tienes, hombre, qué tienes, que traes tan encendidos los ojos? ¡Ya los has encontrado...! Mira, mira al cielo; mañana estará muy claro..., mañana es domingo..., irás a misa..., y luego al banco de nogal...

Y acercándosele al oído, añadió:

-¡Tienes que secarle las lágrimas, bárbaro, bárbaro, más que bárbaro! ¿Dónde has aprendido a hacer daño al prójimo? ¡Con que es malo el mundo, y tú quieres hacerle peor...! Ya estás salvo..., esto se cura llorando... Mañana mirarás al cielo con sus ojos, pero hoy a la noche quemarás todas esas imbecilidades que has ido ensartando. ¡Anda, tontuelo, dame la mano... y a dormir!

La mano temblorosa y débil del joven oprimió la fuerte y tranquila del anciano.

-¡A dormir se ha dicho!

-Para despertar mañana.

Al día siguiente Juan llegó muy temprano al banco de nogal y volvió más tarde; al mes sus padres habían recobrado la calma y la alegría, y el pesimista era el más alegre, enredador y campechano de toda la comarca. Le saludaban con más amabilidad, se detenía en todas partes, y tenía la debilidad de creer que bajo aquel emparrado se veía mejor el cielo, y que los ojos de Magdalena habían convertido el detestable mundo en un paraíso y ahogado al monstruo de la vida que le devoraba. No eran los ojos, yo lo sé, era el alma de la muchacha, en que Dios había puesto su santa alegría, los colores más claros y los perfumes más suaves.

Lo que debía seguir vino de reata, era obligado.

Juan aprendió a esperar, y esperando unió lo venidero a lo presente, la dicha del perenne mañana de este mundo a la dulzura del dejarse vivir y el dejarse querer.

Cuando en adelante tuvo penas, y penas reales, no las ocultó, que dando el placer de que le consolaran, recibió el de ser consolado. La verdadera abnegación no es guardarse las penas, es saberlas compartir.




ArribaAbajoEl poema vivo del amor

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 24-IV-1889)


Un atardecer de primavera vi en el campo a un ciego conducido por una doncella que difundía en torno de sí nimbo de reposo. Era la frente de la moza trasunto del cielo limpio de nubes; de sus ojos fluía, como de manantial, una mirada sedante, que al diluirse en las formas del contorno las bañaba en preñado sosiego; su paso domeñaba a la tierra acariciándola, y el aire consonaba con el compás de su respiración, tranquila y profunda. Parecía aspirar a ella todo el ambiente campesino, de ella a la par tomando avivador refresco. Marchaba a la vera de los trigales verdes, salpicados de encendidas amapolas, que se doblaban al vientecillo, bajo el sol incubador de la mies, aún no granada. En acorde con las cadencias de la marcha de la joven palpitaba, al pulsarlo la brisa, el follaje tierno de los viejos álamos, recién vestidos de hoja, aún en escarolado capullo e impregnados en la lumbre derretida del crepúsculo.

Apagose de súbito su marcha a la vista de un valle rebosante de quietud. Posó sobre él la doncella su mirada, una mirada verdaderamente melodiosa, y depurado entonces el pobre terruño de su grosera materialidad al espejarse en las pupilas de la moza, replegábase desde ellas a sí mismo, convertido en ensueño del virginal candor de su inocente contempladora. Humanizaba al campo al contemplarlo ella, más bien que mujer, campestre naturaleza encarnada en femenino cuerpo virginal.

Cuando se hubo empapado en la visión serena, indignose al ciego, e inspirada de filial afecto, con un beso silencioso le trasfundió el alma del paisaje.

-¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! -exclamó el padre entonces, vertiendo en una lágrima la dicha de sus muertos ojos. Y se volvió a besar los de su hija, en que perhinchía inconsciente piedad.

Reanudaron su camino, henchido el ciego de luz íntima, de calma su lazarilla.

-¡Dios le bendiga! -dijo al cruzar con ellos un cansado caminante, sintiendo sobre sí la espiritual limosna de la mirada aquella.

-¡Mi vida, mi eternidad, mi luz, mi gloria, mi poema! -rezaba al oído de su hija el ciego, en tanto que de la rítmica pulsación de la mano que cogido le llevaba recogía la vida de la campiña toda.

Era, sí, su vida, el cáliz en que apuraba con ansia el jugo de la creación; era su eternidad, la eternidad sobre que rodaban pausadas sus horas a romperse en el olvido en espumosa crestería de dulces recuerdos; era la luz que alumbraba sus tinieblas con lumbre de amor; era la gloria en que se proyectaba al infinito; era, en fin, su poema, el poema vivo de sus entrañas, amasado con su carne y con su espíritu, con su sangre y con su meollo, con sus potencias y con sus sentidos.

Había sido Julián, el ciego, de joven, un rimador ingenioso, y por ingenioso, frío, un cerebral producto de la ciudad donde pocos van al paso y donde nunca se oye el silencio. Había sido un destilador de sentimientos quintaesenciados en el alambique del ingenio, un alquimista del amor humano de la muerte, un erótico impotente para amar con fruto. Había sido el cantor de las opulentas rosas de cien hojas, sin perfume ni fruto, todo pétalos encendidos, nacidas al borde del graso estercolero.

Enfermo de la ciudad, después de haber vertido en estrofas intrincadas la espuma del amor cerebralizado, tuvo que recogerse al campo a renovar en su fuente la vida del cuerpo. Y allí sintió por momentos volverse idiota, que el filtro en que cernía sus exquisitas sensaciones se le enturbiaba, que la carne se le hacía tierra. No podía sufrir el contacto con el aldeano receloso, egoísta y zafio; no podía resistir a Tajuña, el molinero, el héroe popular, un borracho perdido; a Martinillo, cuyas farsas grotescas desataban la risa, siempre pronta a estallar, de sus convecinos; a Panchote, el bruto del herrero, que trabaja como un buey sin dársele de nada un ardite, un egoísta que jamás pensó en el prójimo. Dolorido del ámbito, recorría valles, encañadas y collados recitando sus propias rimas, cual conjuro al maleficio de la naturaleza que le envolvía. Se asfixiaba falto de sociedad. Su prima Eustaquia, la hija de la familia de que era huésped, sólo pensaba ante él en no aparecer cándida.

Mas poco a poco íbale ganando el campo, invadiéndole el espíritu gota a gota, a la vez que, enriquecida su sangre, barría de sutileza su cerebro y regalaba a su corazón empuje. Iba gustando la salud, y con ella vergüenza de su pasado al ver que la naturaleza, impasible, sonreía desdeñosa a toda su postura de afectación y fingimiento.

Llegó el día de la fiesta y se fue al monte, de romería, con su prima Eustaquia. De todo el contorno concurrían a la famosa fiesta. Al borde de la senda canturriaban quejumbrosamente sus patéticas súplicas los pordioseros. «Consideren, almas cristianas, la triste oscuridad en que me veo»... Más allá: «No hay, hermanitos, como el don precioso de la salud»... Más lejos, junto a un árbol, mostraba un muchachuelo enclenque el vientre enorme, lustroso y tostado al sol. Apartó Julián su vista de tanta miseria para descansarla en los humildes escaramujos que vestían al zarzal que festoneaba el otro lado del camino.

Llegaron a la explanada de la ermita, en que entró a rezar un momento Eustaquia, cubriéndose antes la cabeza con el blanco pañuelo. Olía a frescura de campo preñado de cosecha y a guisos suculentos: de entre la fronda subían al cielo columnas de humo.

En el ahumado hueco de un castaño centenario aprestaban como todos los años una merienda, y como todos reverdecía el viejo. Junto al carro del vino estaba Tajuña, el molinero, infatigable sangrador de pellejos, taza va, taza viene, y él tan arrecho. Flaquearíanle las piernas, pero la cabeza no. Y Julián admiró con el pueblo al héroe. Vio con qué recogimiento merendaba Panchote, y entendió que nunca es egoísta el que trabaja. Aquellas gentes eran naturaleza, y la naturaleza es también sociedad.

Metiose con su prima por entre los corros, donde los aldeanos bailaban con toda el alma, vertiendo en saltos y piruetas y en gritos desbordamiento de vida, el limpio goce de la libertad de los movimientos, el disfrute del propio cuerpo. Bailaban con ellos las notas claras y estridentes del pito, repletas del agrete del vinillo viejo de las montañas aquellas, notas que estrumpían de consumo con las risas francas que hacían vibrar de alegría al aire, mientras bailoteaban al viento las hojas de los castaños, bebiendo luz. Era aquella danza común, danza litúrgica, acción de gracias de la vida desnuda y pura, holocausto de energía vital.

Palpitáronle a Julián las entrañas, empezaron a cantarle la canción de la salud que rebosaba, y tomando a Eustaquia de la mano se puso a bailar en un corro con ella entre los aldeanos. Era el campo mismo quien con él bailaba. «¡Bien, bien por el señorito!», le decían. «¡Alza, Julianete, alza!», le azuzaba Martinillo, provocando risa general. Batían con ritmo los pies de Eustaquia sobre el suelo; oreaba con rozagancia el aire su florecido cuerpo; esplendían arreboladas en sus mejillas rosas de salud; eran sus labios fuente de júbilo, e irradiaban sus ojos vida anhelosa de derramarse.

Cuando al terminar la danza embrazó Julián por el talle a su prima, cuyos ojos decían vida, fundiole la sangre las entrañas, derritiendo sobre su corazón a su cerebro. Sentáronse con otros en el suelo sobre la mullida alfombra a comulgar en la merienda, a beber del mismo vaso, a respirar del mismo aire y a calentarse al mismo sol.

Entonces sintió Julián el abrazo de la montaña, y que al beso de la brisa se le apagaba en el alma el eco de las exóticas rimas ciudadanas. Zumbábale en la cabeza la campiña y se sentía esponjado en la alegría de vivir que le rodeaba. Era el amor que le nacía del campo, el amor fructuoso, cogüelmo de vitalidad.

A la vuelta volvían en pareja los más de los romeros, cogidos de las manos o de la cintura bajo el derretimiento de la luz crepuscular. De cuando en cuando se escapaban de algún pecho fresco relinchos potentes, que volaban como alondras sobre el valle para morir lánguidamente en la garganta de que como de nido salieron. Julián sintió un escalofrío vivificante al recibir el suspiro con que Eustaquia respondió al beso apretado y lento gozado en un recodo de la senda, y entonces intuyó el curado ciudadano que es el erotismo la impotencia del querer.

Cuando un año después volvió a la ciudad llevaba a ella con Eustaquia a una hija, flor aromática del amor cordial, una obra del cuerpo y del alma, del ser entero y uno; inspiración del campo en que dan en el agavanzo fruto las sencillas rosas del zarzal, los humildes escaramujos de cinco pétalos; un poema engendrado en el desmayo del cerebro, poema de amor hecho carne viviente, su vida, su eternidad, su luz, su gloria, su poema.

Y cuando más tarde, perdida su compañera y olvidadas sus rimas, le cegó el cerebro, de antiguo herido, quedáronle aquellos filiales ojos que serenaban todo ambiente en que descansara con paz su mirada de inocencia.




ArribaAbajoEl espejo de la muerte

Historia muy vulgar


(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 27-XI-1911)


¡La pobre! Era una languidez traidora que iba ganándole el cuerpo todo de día en día. Ni le quedaban ganas para cosa alguna: vivía sin apetito de vivir y casi por deber. Por las mañanas costábale levantarse de la cama, ¡a ella, que se había levantado siempre para poder ver salir el sol! Las faenas de la casa le eran más gravosas cada vez.

La primavera no resultaba ya tal para ella. Los árboles, limpios de la escarcha del invierno, iban echando su plumoncillo de verdura; llegábanse a ellas algunos pájaros nuevos; todo parecía renacer. Ella no renacía.

«¡Esto pasará -decíase-, esto pasará!», queriendo creerlo a fuerza de repetírselo a solas. El médico aseguraba que no era sino una crisis de la edad: aire y luz, nada más que aire y luz. Y comer bien; lo mejor que pudiese.

¿Aire? Lo que es como aire le tenían en redondo, libre, soleado, perfumado de tomillo, aperitivo. A los cuatro vientos se descubría desde la casa el horizonte de tierra, una tierra lozana y grasa que era una bendición del Dios de los campos. Y luz, luz libre también. En cuanto a comer... «Pero, madre, si no tengo ganas...».

-Vamos, hija, come, que a Dios gracias no nos falta de qué; cómele repetía su madre, suplicante.

-Pero si no tengo ganas le he dicho...

-No importa. Comiendo es como se las hace una.

La pobre madre, más acongojada que ella, temiendo se le fuera de entre los brazos aquel supremo consuelo de su viudez temprana, se había propuesto empapizarla, como a los pavos. Llegó hasta a provocarle bascas, y todo inútil. No comía más que un pajarito. Y la pobre viuda ayunaba en ofrenda a la Virgen pidiéndole diera apetito, apetito de comer, apetito de vivir, a su pobre hija.

Y no era esto lo peor que a la pobre Matilde le pasaba; no era el languidecer, el palidecer, marchitarse y ajársele el cuerpo; era que su novio, José Antonio, estaba cada vez más frío con ella. Buscaba una salida, sí; no había dudado de ello; buscaba un modo de zafarse y dejarla. Pretendió primero, y con muy grandes instancias, que se apresurase la boda, como si temiera perder algo, y a la respuesta de madre e hija de: «No; todavía no, hasta que me reponga; así no puedo casarme», frunció el ceño. Llegó a decirle que acaso el matrimonio la aliviase, la curase, y ella, tristemente: «No, José Antonio, no; éste no es mal de amores; es otra cosa: Es mal de vida». Y José Antonio la oyó mustio y contrariado.

Seguía acudiendo a la cita el mozo, pero como por compromiso, y estaba durante ella distraído y como absorto en algo lejano. No hablaba ya de planes para el porvenir, como si éste hubiera para ellos muerto. Era como si aquellos amores no tuviesen ya sino pasado.

Mirándole como a espejo, le decía Matilde:

-Pero dime, José Antonio, dime, ¿qué te pasa? Porque tú no eres ya el que antes eras...

-¡Qué cosas se te ocurren, chica! ¿Pues quién he de ser?...

-Mira, oye; si te has cansado de mí, si te has fijado ya en otra, déjame. Déjame, José Antonio, déjame sola; porque sola me quedaré; ¡no quiero que por mí te sacrifiques!

-¡Sacrificarme! Pero ¿quién te ha dicho, chica, que me sacrifico? Déjate de tonterías, Matilde.

-No, no, no lo ocultes; tú ya no me quieres...

-¿Que no te quiero?

-No, no, ya no me quieres como antes, como al principio...

-Es que al principio...

-¡Siempre debe ser principio, José Antonio!; en el querer siempre debe ser principio; se debe estar siempre empezando a querer.

-Bueno, no llores, Matilde, no llores, que así te pones peor...

-¿Que me pongo peor? ¿Peor? ¡Luego estoy mal!

-¡Mal... no! Pero... Son cavilaciones...

-Pues mira, oye: No quiero, no; no quiero que vengas por compromiso...

-¿Es que me echas?

-¿Echarte yo, José Antonio, yo?

-Parece que tienes empeño en que me vaya...

Rompía aún a llorar la pobre. Y luego, encerrada en su cuarto, con poca luz ya y poco aire, mirábase Matilde una y otra vez al espejo y volvía a mirarse en él. «Pues no, no es gran cosa -se decía-; pero las ropas cada vez me van quedando más grandes, más holgadas; este justillo me viene ya flojo, puedo meter las dos manos por él; he tenido que dar un pliegue más a la saya... ¿Qué es esto, Dios mío, qué es?». Y lloraba y rezaba.

Pero vencían los veintitrés años, vencía su madre, y Matilde soñaba de nuevo en la vida, en una vida verde y fresca, aireada y soleada, llena de luz, de amor y de campo; en un largo porvenir, en una casa henchida de faenas, en unos hijos y, ¿quién sabe?, hasta en unos nietos. ¡Y ellos, dos viejecitos, calentando al sol el postre de la vida!

José Antonio empezó a faltar a las citas, y una vez, a los repetidos requerimientos de su novia de que la dejara si es que ya no la quería como al principio, si es que no seguía empezando a quererla, contestó con los ojos fijos en la guija del suelo: «Tanto te empeñas, que al fin...». Rompió ella una vez más a llorar. Y él entonces, con brutalidad de varón: «Si vas a darme todos los días estas funciones de lágrimas, sí que te dejo». José Antonio no entendía de amor de lágrimas.

Supo un día Matilde que su novio cortejaba a otra, a una de sus más íntimas amigas. Y se lo dijo. Y no volvió José Antonio.

Y decía a su madre la pobre:

-¡Yo estoy muy mala, madre; yo me muero!...

-No digas tonterías, hija; yo estuve a tu edad mucho peor que tú; me quedé en puros huesos. Y ya ves cómo vivo. Eso no es nada. Claro, te empeñas en no comer...

Pero a solas en su cuarto y entre lágrimas silenciosas, pensaba la madre: «¡Bruto, más que bruto! Por que no aguardó un poco..., un poco, sí, no mucho... La está matando... antes de tiempo...».

Y se iban los días, todos iguales, unánimes, llevándose cada uno un jirón de la vida de Matilde.

Acercábase el día de Nuestra Señora de la Fresneda, en que iban todos los del pueblo a la venerada ermita, donde se rezaba, pedía cada cual por sus propias necesidades y era la vuelta una vuelta de romería, entre bailes, retozos, cantos y relinchidos. Volvían los mozos de la mano, del brazo de las mozas, abrazados a ellas, cantando, brincando, jijeando, retozándose. Era una de besos robados, de restregones, de apretujeos. Y los mayores se reían recordando y añorando sus mocedades.

-Mira, hija -dijo a Matilde su madre-; está cerca el día de Nuestra Señora: prepara tu mejor vestido. Vas a pedirle que te dé apetito.

-¿No será mejor, madre, pedirle salud?

-No, apetito, hija, apetito. Con él te volverá la salud. No conviene pedir demasiado ni aun a la Virgen. Es menester pedir poquito a poquito; hoy una miaja, mañana otra. Ahora apetito, que con él te vendrá la salud, y luego...

-Luego, ¿qué, madre?

-Luego un novio más decente y más agradecido que ese bárbaro de José Antonio.

-¡No hable mal de él, madre!

-¡Que no hable mal de él! ¿Y me lo dices tú? Dejarte a ti, mi cordera; ¿y por quién? ¿Por esa legañosa de Rita?

-No hable mal de Rita, madre, que no es legañosa. Ahora es más guapa que yo. Si José Antonio no me quería ya, ¿para qué iba a seguir viniendo a hablar conmigo? ¿Por compasión? ¿Por compasión, madre, por compasión? Yo estoy muy mal, lo sé, muy mal. Y a Rita da gusto de verla, tan colorada, tan fresca...

-¡Calla, hija, calla! ¿Colorada? Sí, como el tomate. ¡Basta, basta!

Y se fue a llorar la madre.

Llegó el día de la fiesta. Matilde se atavió lo mejor que pudo, y hasta se dio, ¡la pobre!, colorete en las mejillas. Y subieron madre e hija a la ermita. A trechos tenía la moza que apoyarse en el brazo de su madre; otras veces se sentaba. Miraba al campo como por despedida, y esto aun sin saberlo.

Todo era en torno alegría y verdor. Reían los hombres y los árboles. Matilde entró a la ermita, y en un rincón, con los huesos de las rodillas clavados en las losas del suelo, apoyados los huesos de los codos en la madera de un banco, anhelante, rezó, rezó, rezó, conteniendo las lágrimas. Con los labios balbucía una cosa, con el pensamiento, otra. Y apenas si veía el rostro resplandeciente de Nuestra Señora, en que se reflejaban las llamas de los cirios.

Salieron de la penumbra de la ermita al esplendor luminoso del campo y emprendieron el regreso. Volvían los mozos, como potros desbocados, saciando apetitos acariciados durante meses. Corrían mozos y mozas excitando con sus chillidos éstas a aquéllos a que las persiguieran. Todo eran restregones, sobeos y tentarujas bajo la luz del sol.

Y Matilde lo miraba todo tristemente, y más tristemente aún lo miraba su madre, la viuda.

-Yo no podría correr si así me persiguieran -pensaba la pobre moza-; yo no podría provocarles y azuzarles con mis carreras y mis chillidos... Esto se va.

Cruzáronse con José Antonio, que pasaba junto a ellas acompañando al paso a Rita. Los cuatro bajaron los ojos al suelo. Rita palideció, y el último arrebol, un arrebol de ocaso encendió las mejillas de Matilde, de donde la brisa había borrado el colorete.

Sentía la pobre moza en torno de sí el respeto como espesado; un respeto terrible, un respeto trágico, un respeto inhumano y cruelísimo. ¿Qué era aquello? ¿Era compasión? ¿Era aversión? ¿Era miedo? ¡Oh, sí; tal vez miedo, miedo tal vez! Infundía temor; ¡ella, la pobre chiquilla de veintitrés años! Y al pensar en este miedo inconsciente de los otros, en este miedo que inconscientemente también adivinaba en los ojos de los que al pasar la miraban, se la helaba de miedo, de otro más terrible miedo, el corazón.

Así que traspuso el umbral de la solana de su casa, entornó la puerta; se dejó caer en el escaño, reventó en lágrimas y exclamó con la muerte en los labios:

-¡Ay, mi madre; mi madre, cómo estaré! ¡Como las feas! ¡Cómo estaré, Virgen santa, cómo estaré! ¡Ni por cumplido, ni por compasión, como otras: como a las feas! ¡Cómo estaré, Virgen santa, cómo estaré! ¡Ni me han retozado... ni me han retozado los mozos como antaño! ¡Ni por compasión, como a las feas! ¡Cómo estaré, madre, cómo estaré!

-¡Bárbaros, bárbaros y más que bárbaros! -se decía la viuda-. ¡Bárbaros; no retozar a mi hija, no retozaría!... ¿Qué les costaba? Y luego a todas esas legañosas...

¡Bárbaros!

Y se indignaba como ante un sacrilegio, que lo era, por ser el retozo en estas santas fiestas un rito sagrado.

-¡Cómo estaré, madre, cómo estaré que ni por compasión me han retozado los mozos!

Se pasó la noche llorando y anhelando, y a la mañana siguiente no quiso mirarse al espejo. Y la Virgen de la Fresneda, madre de compasiones, oyendo los ruegos de Matilde, a los tres meses de la fiesta se la llevaba a que la retozasen los ángeles.




ArribaAbajoEn manos de la cocinera

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 23-IX-1912)


¡Gracias a Dios que iba, por fin, a concluírsele aquella vacua existencia de soltero y a entrar en una nueva vida, o más bien entrar en vida de veras! Porque el pobre Vicente no podía ya tolerar más tiempo su soledad. Desde que se le murió la madre vivía solo, con su criada. Ésta, la criada, le cuidaba bien; era lista, discreta, solícita y, sin ser precisamente guapa, tenía unos ojillos que alegraban la cara, pero... No, no era aquello; así no se podía vivir.

Y la novia, Rosaura, era un encanto. Alta, recia, rubia, pisando como una diosa, con la frente cara a cara al cielo siempre. Tenía una boca que daba ganas de vivir el mirarla. Su hermosura toda era el esplendor de la salud.

Eso sí, una cosa encontró en ella Vicente que, aunque ayudaba a encenderle el deseo, le enfriaba por otra parte el amor, y era la reserva de Rosaura. Jamás logró de ella ciertas familiaridades, en el fondo inocentes, que se permiten los novios. Jamás consiguió que le diese un beso.

«Después, después que nos casemos, todos los que quieras», le decía. Y Vicente para sí: «¡Todos los que quieras!... ¿No es éste un modo de desdeñarlos? ¿No es como quien dice: "Para lo que me van a costar"?...». Vicente presentía que sólo valen las caricias que cuestan.

¿Le quería Rosaura? ¿Es que de veras le quería? ¡Era tan terriblemente discreta! ¡Estaba tan sobre sí! Toda su preocupación parecía no ser otra que la de hacerse valer, la de hacerse respetar. Y a ello parece le movían más aun los consejos de su madre, de la futura suegra de Vicente, una matrona insoportable con sus pretensiones aristocráticas. Delante de la buena señora no se podía hablar de las dos terceras partes de las cosas de que merece hablarse; delante de ella no se les podía llamar a las enfermedades por su nombre. Y era ella, sin duda; era aquella madre profesional la que decía a Rosaura: «Hija mía, hazte respetar». Ella, por su parte, pareció no haber conocido sino el respeto de su marido, del padre de Rosaura, que se murió de aburrimiento.

¿Le quería Rosaura? Pero... ¡era tan hermosa! Con brillar tanto sus ojos, brillaban más aún sus labios, aquellos labios de color encendido y frescos que daban ganas da respirar más fuerte y más hondo a quien los miraba.

Estaba ya encima el día de la boda. Ignacia, la criada, le había dicho a Vicente:

-Señorito, aunque usted se case, yo seguiré en la casa...

-¡Pues no faltaba más, Ignacia!

-Pero, ¿y si la señorita quiere traer otra?...

-No, no lo querrá.

-Qué sé yo...

Y la pobre chica se quedó pensando que no habría de ser compatible con aquella señorita tan aseñoritada.

Todo estaba dispuesto para el día de la boda, cuando he aquí que la víspera se cae Vicente del caballo y se rompe una pierna. El médico dijo que no podía levantarse lo menos en un mes.

En casa de la novia el accidente causó irritación. ¡Ahora que estaba dispuesto ya todo, hecho todo el gasto! -exclamaba la señora.

-La cosa es bien sencilla -dijo el padrino de Vicente-; va la novia a casa del novio y se casan allí...

-¿Cómo? -exclamó la señora-. ¿Estando él en cama?

-Naturalmente; no veo dificultad alguna en que se verifique una boda hallándose acostado uno de los contrayentes. Pueden muy bien darse las manos y los votos. Y como la muchacha ha de quedarse luego allí...

-Mi hija no va a casarse a casa del novio, y menos hallándose él en cama y con la pierna rota...

Rosaura pensaba en tanto que acaso su novio se quedase cojo para siempre.

El pobre Vicente sufrió más aún que con la rotura de su pierna con la conducta de su prometida. Fue a visitarle, sí, pero como por compromiso. Esperaba que hubiese accedido a que se casaran desde luego, o que, por lo mismo, hubiese ido a servirle de enfermera. Y así se lo insinuó.

-¡De enfermera! -exclamó la señora madre-, ¡pero ese hombre está loco! ¿Qué idea tendrá de mi hija? Ir una muchacha soltera a cuidar a un soltero, aunque sea su novio formal y en las condiciones de éste, que se ha roto una pierna. ¡Qué indelicadeza de sentimientos!... En fin, hay cosas que si no se maman...

No le quedó al pobre Vicente otro recurso y otro consuelo que la pobre Ignacia. La chica redoblaba de solicitud y de cariño. Hacíale curas y se las hacía con una casta serenidad, como una sacerdotisa. Vicente procuraba no quejarse. Y de hecho, cuando la pobre criada le renovaba los vendajes o le arreglaba la postura de la pierna, no parecían sus manos ni aun manos de mujer, sino alas de ángel por lo suaves.

-Qué largo va esto, Ignacia...

-Tenga paciencia, señorito, que dice el médico que ha de quedar como nuevo, sin cojera alguna, y la señorita Rosaura le espera...

-Me espera..., me espera...

-Ayer la volví a encontrar y me estuvo preguntando con mucha solicitud por usted...

-Preguntando..., preguntando...

La curación fue más rápida de lo que los médicos habían supuesto. Muy pronto pudo levantarse Vicente; apoyado en un fuerte bastón, y dar algunos pasos por la casa. Y mandó decir que estaba dispuesto a acudir así a la iglesia, a casarse. La futura suegra le contestó que no había prisa, que era mejor esperar a que estuviese repuesto del todo.

Por fin, se fijó para un nuevo plazo la boda. Los médicos aseguraban que para entonces Vicente andaría solo, sin bastón y como antes del accidente. Pero el pobre hombre se sentía triste. Aparecíasele la boda como un sacrificio. Era hombre de palabra.

Tres días antes del nuevo señalado para el sacrificio se le presentó Ignacia, y toda confusa, ruborosa, como nunca la había visto, y le dijo:

-Señorito, siento tener que decirle...

-¿Qué?

-Que yo me voy de la casa -y se echó a llorar.

-¿Cómo que te vas?

-Sí; como el señorito va a casarse...

-¿Pero no quedamos en que te quedarías tú de criada nuestra?

-Quedamos, sí, en eso usted y yo; pero no ella, no la señorita...

-¿Qué? ¿Te ha dicho algo?

-No, no me ha dicho nada; pero sé de fijo que no podremos estar mucho tiempo juntas...

-¿Y por qué?

-Porque le he cuidado yo al señorito en su enfermedad, yo y no ella...

-¿Y eso qué tiene que ver?

-Sí, tiene que ver. Yo sé lo que me digo. Ella, una señorita, y una señorita que se iba a casar con usted, de quien está usted enamorado, ella no podía... no debía venir a cuidarle, mientras que yo...

-Sí, tú eres la criada.

-Eso.

Bajó la cabeza, ensombreciéndosele, Vicente, y al poco rato la levantó, fijó sus ojos claros en los ojos claros de su criada, y lentamente le dijo:

-Tienes razón, Ignacia; comprendo tus razones, o mejor, tus sentimientos, y participo de tus temores. Mi novia, mi futura esposa y tú seréis incompatibles en esta casa. Aunque no fuese más te echaría su señora madre, la de la delicadeza de sentimientos. Y tienes razón; ella, la que se hizo respetar, no pudo, no debió venir a cuidarme; eso era menester tuyo, de la criada. Y tú lo has cumplido con una devoción que no sé si encontraré en ella cuándo... sea mi mujer. Sois incompatibles, y como yo no quiero separarme de mi enfermera, renuncio a ella, a Rosaura, y me caso, pero... contigo... ¿Lo quieres?

La pobre chica se echó a llorar.

Y se casó Vicente; pero se casó con su enfermera, con la que nunca soñó en hacerse respetar. Y no soñó en ello por respeto al amor, al grande y callado amor a su amo, a aquel amor sencillo y recogido, que hizo de sus manos de fregadora alas de ángel para manejar como con plumas la pierna rota de su amo.

Y la señora madre de Rosaura, la exfutura suegra de Vicente, se quedó diciendo a su hija por vía de consuelo:

-No has perdido nada, hija mía; siempre sospeché de la ordinariez de sentimientos y de gustos de ese sujeto...




ArribaAbajoEl amor que asalta

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 16-IX-1912)


¿Qué es eso del amor, de que están siempre hablando tantos hombres y que es el tema casi único de los cantos de los poetas? Es lo que se preguntaba Anastasio. Porque él nunca sintió nada que se pareciese a lo que llaman amor los enamorados. ¿Sería una mera ficción, o acaso un embuste convencional con que las almas débiles tratan de defenderse de la vaciedad de la vida, del inevitable aburrimiento? Porque, eso sí, para vacuo y aburrido, y absurdo y sin sentido, no había, en sentir de Anastasio, nada como la vida humana.

Arrastraba el pobre Anastasio una existencia lamentable, sin estímulo ni objetivo para el vivir, y cien veces se habría suicidado si no aguardase, con una oscura esperanza a prueba de un continuo desengaño, que también a él le llegase alguna vez a visitar el amor. Y viajaba, viajaba en su busca, por si cuando menos lo pensase le acometía de pronto en una encrucijada del camino.

No sentía codicia de dinero, disponiendo de una modesta, pero para él más que suficiente fortuna, ni sentía ambición de gloria o de honores, ni anhelo de mando y poderío. Ninguno de los móviles que llevan a los hombres al esfuerzo le parecía digno de esforzarse por él, y no encontraba tampoco el más leve consuelo a su tedio mortal ni en la ciencia, ni en el arte, ni en la acción pública. Y leía el Eclesiastés mientras esperaba la última experiencia, la del amor.

Habíase dado a leer a todos los grandes poetas eróticos, a los analistas del amor entre hombre y mujer, las novelas todas amatorias, y descendió hasta esas obras lamentables que se escriben para los que aún no son hombres del todo y para los que dejaron en cierto modo de serlo: se rebajó hasta escarbar en la literatura pornográfica. Y es claro, aquí encontró menos aún que en otras partes huella alguna del amor.

Y no es que Anastasio no fuese hombre hecho y derecho, cabal y entero, y que no tuviese carne pecadora sobre los huesos. Sí, hombre era como los demás, pero no había sentido el amor. Porque no sabía que fuese amor la pasajera excitación de la carne que olvida la imagen provocadora. Hacer de aquello el terrible dios vengador, el consuelo de la vida, el dueño de las almas, parecíale un sacrilegio, tal como si se pretendiese endiosar al apetito de comer. Un poema sobre la digestión es una blasfemia.

No, el amor no existía en el mundo para el pobre Anastasio. Leyó y releyó la leyenda de Tristán e Iseo, y le hizo meditar aquella terrible novela del portugués Camilo Castello Branco: A mulher fatal. «¿Me sucederá así? -pensaba-. ¿Me arrastrará tras de sí, cuando menos lo espere, y crea, la mujer fatal?». Y viajaba, viajaba en busca de la fatalidad ésta.

«Llegará un día -se decía- en que acabe de perder esta vaga sombra de esperanza de encontrarlo, y cuando vaya a entrar en la vejez sin haber conocido mi mocedad ni edad viril, cuando me diga: ¡Ni he vivido ni puedo ya vivir!, ¿qué haré? Es un terrible sino que me persigue, o es que todos los demás se han conchabado para mentir». Y dio en pesimista.

Ni jamás mujer alguna le inspiró amor, ni creía haberlo él inspirado. Y encontraba mucho más pavoroso que no poder ser amado el no poder amar, si es que el amor era lo que los poetas cantan. ¿Pero sabía él, Anastasio, si no había provocado pasión escondida alguna en pecho de mujer? ¿No puede acaso encender amor una hermosa estatua? Porque él era, como estatua, realmente hermoso. Sus ojos negros, llenos de un fuego de misterio, parecían mirar desde el fondo tenebroso de un tedio henchido de ansias; su boca se entreabría como por una sed trágica; en todo él palpitaba un destino terrible.

Y viajaba, viajaba desesperado, huyendo de todas partes, dejando caer su mirada en las maravillas del arte y de la naturaleza, y diciéndose: «¿Para qué todo esto?».

Era una tarde serena del tranquilo otoño. Las hojas, amarillas ya, se desprendían de los árboles e iban envueltas en la brisa tibia a restregarse contra la hierba del campo. El sol se embozaba en un cendal de nubes que se desflecaban y deshacían en jirones. Anastasio miraba desde la ventanilla del vagón cómo iban desfilando las colinas. Bajó en la estación de Aliseda, donde daban a los viajeros tiempo para comer, y fuese al comedor de la fonda, lleno de maletas.

Sentose distraídamente y esperó le trajesen la sopa. Mas al levantar los ojos y recorrer con ellos distraídamente la fila de los comensales, tropezaron con los de una mujer. En aquel momento metía ella un pedazo de manzana en su boca, grande, fresca y húmeda. Claváronse uno a otro las miradas y palidecieron. Y al verse palidecer palidecieron más aún. Palpitábanles los pechos. La carne le pesaba a Anastasio; un cosquilleo frío le desasosegaba.

Ella apoyó la cara en la diestra y pareció que le daba un vahído. Anastasio entonces, sin ver en el recinto nada más que a ella, mientras el resto del comedor se le esfumaba, se levantó tembloroso, se le acercó, y con voz seca, sedienta, ahogada y temblona, le cuchicheó casi al oído:

-¿Qué le pasa? ¿Se pone mala?

-¡Oh, nada, nada; no es nada...; gracias!

-A ver... -añadió él, y con la mano temblona le cogió el puño para tomarle el pulso.

Fue entonces una corriente de fuego que pasó del uno al otro. Sentíanse mutuamente los calores; las mejillas se les encendieron.

-Está usted febril... -suspiró él balbuciente y con voz apenas perceptible.

-¡La fiebre es... tuya! -respondió ella, con voz que parecía venir del otro mundo, de más allá de la muerte.

Anastasio tuvo que sentarse; las rodillas se le doblaban al peso del corazón, que le tocaba a rebato.

-Es una imprudencia ponerse así en camino -dijo él, hablando como por máquina.

-Sí, me quedaré -contestó ella.

-Nos quedaremos -añadió él.

-Sí, nos quedaremos... ¡Y ya te contaré; te lo contaré todo! -agregó la mujer.

Recogieron sus maletas, tomaron un coche y emprendieron la marcha al pueblo de Aliseda, que dista cinco kilómetros de su estación. Y en el coche, sentados el uno frente al otro, tocándose las rodillas, mejiendo sus miradas, le cogió la mujer a Anastasio las manos con sus manos y fue contándole su historia. La historia misma de Anastasio, exactamente la misma. También ella viajaba en busca del amor; también ella sospechaba que no fuese todo ello sino un enorme embuste convencional para engañar al tedio de la vida.

Confesáronse uno a otro, y según se confesaban iban sus corazones aquietándose. A la trágica turbación de un principio sucedió en sus almas un reposo terrible, algo como un deshacimiento. Imaginábanse haberse conocido de siempre, desde antes de nacer; pero a la vez todo el pasado se borraba de sus memorias, y vivían como un presente eterno, fuera del tiempo.

-¡Oh, que no te hubiese conocido antes, Eleuteria! -le decía él.

-¿Y para qué, Anastasio? -respondió ella-. Es mejor así, que no nos hayamos visto antes.

-¿Y el tiempo perdido?

-¿Perdido le llamas a ese tiempo que empleamos en buscarnos, en anhelarnos, en desearnos el uno al otro?

-Yo había desesperado ya de encontrarte...

-No, pues si hubieses desesperado de ello, te habrías quitado la vida.

-Es verdad.

-Y yo habría hecho lo mismo.

-Pero ahora, Eleuteria, de hoy en adelante...

-¡No hables del porvenir, Anastasio; bástenos el presente!

Los dos callaron. Por debajo del arrobamiento que les embargaba sonaba extraño rumor de aguas de abismo sin fondo. No era alegría, no era gozo lo que sobrenadaba en la seriedad trágica que les envolvía.

-No pensemos en el porvenir -reanudó ella-; ni en el pasado tampoco. Olvidémonos de uno y de otro. Nos hemos encontrado, hemos encontrado el amor, y basta.

Y ahora Anastasio, ¿qué me dices de los poetas?

-Que mienten, Eleuteria, que mienten, sí; el amor no es lo que ellos cantan...

-Tienes razón, Anastasio; ahora siento que el amor no se canta.

Y siguió otro silencio, un silencio largo, en que, cogidos de las manos, estuvieron mirándose a los ojos y como buscándose en el fondo de ellos el secreto de sus destinos.

Y luego empezaron a temblar.

-¿Tiemblas, Anastasio?

-¿Y también tú, Eleuteria?

-Sí, temblamos los dos.

-¿De qué?

-De felicidad.

-Es cosa terrible esta felicidad; no sé si podré resistirla.

-Mejor, porque eso querrá decir que es más fuerte que nosotros.

Encerráronse en un sórdido cuarto de una vulgarísima fonda. Pasó todo el día siguiente y parte del otro sin que dieran señal alguna de vida, hasta que, alarmado el fondista y sin obtener respuesta a sus llamadas, forzó la puerta. Encontráronles en el lecho, juntos, desnudos y fríos y blancos como la nieve. El perito médico aseguró que no se trataba de suicidio, como así era en efecto, y que debían de haberse muerto del corazón.

-¿Pero los dos? -exclamó el fondista.

-¡Los dos! -contestó el médico.

-¡Entonces eso es contagioso!... -y se llevó la mano al lado izquierdo del pecho, donde suponía tener su corazón de fondista. Intentó ocultar el suceso, para no desacreditar su establecimiento, y acordó fumigar el cuarto, por si acaso.

No pudieron ser identificados los cadáveres. Desde allí los llevaron al cementerio y desnudos y juntos, como fueron hallados, echáronlos en una misma huesa y encima tierra. Sobre esta tierra ha crecido hierba y sobre la hierba llueve. Y es así el cielo, el que les llevó a la muerte, el único que sobre la tumba llora.

El fondista de Aliseda, reflexionando sobre aquel suceso increíble -nadie tiene más imaginación que la realidad, se decía-, llegó a una profunda conclusión de carácter médico legal, y es que se dijo: «¡Estas lunas de miel!... No se debía permitir que los cardíacos se casasen entre sí».




ArribaAbajoAl correr los años

(El espejo de la muerte, 1913)



   Eheu fugaces, Poetume, Postume,
labuntur anni...


(Horacio, Odas II, 14)                


El lugar común de la filosofía moral y de la lírica que con más insistencia aparece es el de cómo se va el tiempo, de cómo se hunden los años en la eternidad de lo pasado.

Todos los hombres descubren a cierta edad que se van haciendo viejos, así como descubrimos todos cada año -¡oh portento de observación!- que empiezan a alargarse los días al entrar en una estación de él, y que al entrar en la opuesta, seis meses después, empiezan a acortarse.

Esto de cómo se va el tiempo sin remedio y de cómo en su andar lo deforma y transforma todo, es meditación para los días todos del año; pero parece que los hombres hemos consagrado a ella en especial el último de él y el primero del año siguiente, o cómo se viene el tiempo. Y se viene como se va, sin sentirlo. Y basta de perogrulladas.

¿Somos los mismos de hace dos, ocho, veinte años?

Venga el cuento.

*  *  *

Juan y Juana se casaron después de largo noviazgo, que les permitió conocerse, y más bien que conocerse, hacerse el uno al otro. Conocerse no, porque dos novios, lo que no se conocen en ocho días no se conocen tampoco en ocho años, y el tiempo no hace sino echarles sobre los ojos un velo -el denso velo del cariño- para que no se descubran mutuamente los defectos, o, más bien, se los conviertan a los encantados ojos en virtudes.

Juan y Juana se casaron después de un largo noviazgo, y fue como continuación de éste su matrimonio.

La pasión se les quemó como mirra en los transportes de la luna de miel, y les quedó lo que entre las cenizas de la pasión queda, y vale mucho más que ella: la ternura. Y la ternura en forma de sentimiento de la convivencia.

Siempre tardan los esposos en hacerse dos en una carne, como el Cristo dijo (Marcos X, 8). Mas cuando llegan a esto, coronación de la ternura de convivencia, la carne de la mujer no enciende la carne del hombre, aunque ésta de suyo se encienda; pero también, si cortan entonces la carne de ella, duélele a él como si la propia carne le cortasen. Y éste es el colmo de la convivencia, de vivir dos en uno y de una misma vida. Hasta el amor, el puro amor, acaba casi por desaparecer. Amar a la mujer propia se convierte en amarse a sí mismo, en amor propio, y esto está fuera de precepto, pues si se nos dijo: «Ama a tu prójimo como a ti mismo»; es por suponer que cada uno, sin precepto, a sí mismo se ama.

Llegaron pronto Juan y Juana a la ternura de convivencia, para la que su largo noviciado al matrimonio les preparara. Y a las veces, por entre la tibieza de la ternura asomaban llamaradas del calor de la pasión.

Y así corrían los días.

Corrían, y Juan se amohinaba e impacientaba en sí al no observar señales del fruto esperado. ¿Sería él menos hombre que otros hombres a quienes por tan poco hombres tuviera? Y no os sorprenda esta consideración de Juan, porque en su tierra, donde corre sangre semítica, hay un sentimiento demasiado carnal de la virilidad. Y secretamente, sin decírselo el uno al otro, Juan y Juana sentían cada uno cierto recelo hacia el otro, a quien culpaban de la presunta frustración de la esperanza matrimonial.

Por fin, un día Juana le dijo algo al oído a Juan -aunque estaban solos y muy lejos de toda otra persona; pero es que en casos tales se juega al secreteo- y el abrazo de Juan a Juana fue el más apretado y el más caluroso de cuantos abrazos hasta entonces le había dado. Por fin, la convivencia triunfaba hasta en la carne, trayendo a ella una nueva vida.

Y vino el primer hijo, la novedad el milagro. A Juan le parecía casi imposible que aquello, salido de su mujer, viviese, y más de una noche, al volver a casa, inclinó su oído sobre la cabecita del niño, que en su cama dormía, para oír si respiraba. Y se pasaba largos ratos con el libro abierto delante, mirando a Juana cómo daba la leche de su pecho a Juanito.

Y corrieron dos años, y vino otro hijo, que fue hija -pero, señor, cuando se habla de masculinos y femeninos, ¿por qué se ha de aplicar a ambos aquel género y no éste?-, y se llamó Juanita, y ya no le pareció a Juan, su padre, tan milagroso, aunque tan doloroso le tembló al darlo a luz a Juana, su madre.

Y corrieron años, y vino otro, y luego otro, y más después otro, y Juan y Juana se fueron cargando de hijos. Y Juan sólo sabía el día del natalicio del primero, y en cuanto a los demás, ni siquiera hacia qué mes habían nacido. Pero Juana, su madre, como los contaba por dolores, podía situarlos en el tiempo. Poique siempre guardamos en la memoria mucho mejor las fechas de los dolores y desgracias que no las de los placeres y venturas. Los hitos de la vida son dolorosos más que placenteros.

Y en este correr de años y venir de hijos, Juana se había convertido, de una doncella fresca y esbelta, en una matrona otoñal cargada de carnes, acaso en exceso. Sus líneas se habían deformado en grande; la flor de la juventud se le había ajado. Era todavía hermosa, pero no era bonita ya. Y su hermosura era ya más para el corazón que para los ojos. Era una hermosura de recuerdos, no ya de esperanzas.

Y Juana fue notando que a su hombre Juan se le iba modificando el carácter según los años sobre él pasaban, y hasta la ternura de la convivencia se le iba entibiando. Cada vez eran más raras aquellas llamaradas de pasión que en los primeros años de hogar estallaban de cuando en cuando de entre los rescoldos de la ternura. Ya no quedaba sino ternura.

Y la ternura pura se confunde a las veces casi con el agradecimiento y hasta confina con la piedad. Ya a Juana los besos de Juan, su hombre, le parecían más que besos a su mujer, besos a la madre de sus hijos, besos empapados de gratitud por habérselos dado tan hermosos y buenos; besos empapados acaso de piedad por sentirla declinar en la vida. Y no hay amor verdadero y hondo, como era el amor de Juana a Juan, que se satisfaga con agradecimiento ni con piedad. El amor no quiere ser agradecido ni quiere ser comprendido. El amor quiere ser amado porque sí, y no por razón alguna, por noble que ésta sea.

Pero Juana tenía ojos y tenía espejo, por una parte, y tenía, por otra, a sus hijos. Y tenía, además, fe en su marido y respeto a él. Y tenía, sobre todo, la ternura, que todo lo allana.

Mas creyó notar preocupado y mustio a su Juan, y a la vez que mustio y preocupado, excitado. Parecía como si una nueva juventud le agitara la sangre en las venas. Era como si al empezar su otoño, un veranillo de San Martín hiciera brotar en él flores tardías que habría de helar el invierno.

Juan estaba, sí, mustio; Juan buscaba la soledad; Juan parecía pensar en cosas lejanas cuando su Juana le hablaba de cerca; Juan andaba distraído. Juana dio en observarle y en meditar, más con el corazón que con la cabeza, y acabó por descubrir lo que toda mujer acaba por descubrir siempre que fía la inquisición al corazón y no a la cabeza: descubrió que Juan andaba enamorado. No cabía duda alguna de ello.

Y redobló Juana de cariño y de ternura y abrazaba a su Juan como para defenderlo de una enemiga invisible, como para protegerlo de una mala tentación, de un pensamiento malo. Y Juan, medio adivinando el sentido de aquellos abrazos de renovada pasión, se dejaba querer y redoblaba ternura, agradecimiento y piedad, hasta lograr reavivar la casi extinguida llama de la pasión, que del todo es inextinguible. Y había entre Juan y Juana un secreto patente a ambos, un secreto en secreto confesado.

Y Juana empezó a acechar discretamente a su Juan buscando el objeto de la nueva pasión. Y no lo hallaba. ¿A quién, que no fuese ella, amaría Juan?

Hasta que un día, y cuando él y donde él, su Juan, menos lo sospechaba, lo sorprendió, sin que él se percatara de ello, besando un retrato. Y se retiró angustiada, pero resuelta a saber de quién era el retrato, Y fue desde aquel día una labor astuta, callada y paciente, siempre tras el misterioso retrato, guardándose la angustia, redoblando su pasión, de abrazos protectores.

¡Por fin! Por fin un día aquel hombre prevenido y cauto, aquel hombre tan astuto y tan sobre sí siempre dejó -¿sería adrede?-, dejó al descuido la cartera en que guardaba el retrato. Y Juana temblorosa, oyendo las llamadas de su propio corazón que le advertía, llena de curiosidad, de celos, de compasión, de miedo y de vergüenza, echó mano a la cartera. Allí, allí estaba el retrato; sí, era aquél, aquél, el mismo; lo recordaba bien. Ella no lo vio sino por el revés cuando su Juan lo besaba apasionado, pero aquel mismo revés, aquel mismo que estaba entonces viendo.

Se detuvo un momento, dejó la cartera, fue a la puerta, escuchó un rato y luego la cerró. Y agarró el retrato, le dio la vuelta y clavó en él los ojos.

Juana quedó atónita, pálida primero y encendida de rubor después; dos gruesas lágrimas rodaron de sus ojos al retrato, y luego las enjugó besándolo... Aquel retrato era un retrato de ella, de ella misma, sólo que..., ¡ay!, póstumo; ¡cuán fugaces corren los años! Era un retrato de ella cuando tenía veintitrés años, meses antes de casarse; era Un retrato que Juana dio a su Juan cuando eran novios.

Y ante el retrato resurgió a sus ojos todo aquel pasado de pasión, cuando Juan no tenía una sola cana y era ella esbelta y fresca como un pimpollo.

¿Sintió Juana celos de sí misma? O mejor, ¿sintió la Juana de los cuarenta y cinco años celos de la Juana de los veintitrés, de su otra Juana? No, sino que sintió compasión de sí misma, y con ella, ternura, y con la ternura, cariño.

Y tomó el retrato y se lo guardó en el seno.

Cuando Juan se encontró sin el retrato en la cartera receló algo y se mostró inquieto.

Era una noche de invierno, y Juan y Juana, acostados ya los hijos, se encontraban solos junto al fuego del hogar; Juan leía un libro; Juana hacía labor. De pronto, Juana dijo a Juan:

-Oye, Juan, tengo algo que decirte.

-Di, Juana, lo que quieras.

Como los enamorados, gustaban de repetirse uno a otro el nombre.

-Tú, Juan, guardas un secreto.

-¿Yo? ¡No!

-Te digo que sí, Juan.

-Te digo que no, Juana.

-Te lo he sorprendido; así es que no me lo niegues, Juan.

-Pues si es así, descúbremelo.

Entonces Juana sacó el retrato, y alargándoselo a Juan, le dijo con lágrimas en la voz:

-Anda, toma y bésalo cuanto quieras, pero no a escondidas.

Juan se puso encarnado, y apenas repuesto de la emoción de sorpresa tomó el retrato, le echó al fuego y acercándose a Juana y tomándola en sus brazos y sentándola sobre sus rodillas, que le temblaban, le dio un largo y apretado beso en la boca, un beso en que de la plenitud de la ternura refloreció la pasión primera. Y sintiendo sobre sí el dulce peso de aquella fuente de vida, de donde habían para él brotado, con nueve hijos, más de veinte años de dicha reposada, le dijo:

-A él no, que es cosa muerta, y lo muerto, al fuego; a él no, sino a ti, a ti, mi Juana, mi vida; a ti, que estás viva y me has dado vida, a ti.

Y Juana, temblando de amor sobre las rodillas de su Juan, se sintió volver a los veintitrés años, a los años del retrato que ardía, calentándolos con su fuego.

Y la paz de la ternura sosegada volvió a reinar en el hogar de Juan y Juana.






ArribaAbajoLa paternidad


ArribaAbajoAbuelo y nieto

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, octubre de 1902)


Volvían al pueblo desde la labor, silenciosos los dos, padre e hijo, como de costumbre, cuando de pronto dijo aquél a éste:

-Oye, Pedro.

-¿Qué quiere, padre?

-Tiempo hace que me anda una idea dando vueltas y más vueltas en la cabeza, y mucho será que no te haya también a ti ocurrido alguna vez...

-Si no lo dice...

-¿En qué piensas?

-No; sino, ¿en qué piensa usted?

-Pues yo pienso... mira... pienso que estamos mal así...

-¿Cómo así?

-Vamos... así... solos... -y como el hijo no contestase, tras una pausa, prosiguió-: ¿No crees que estamos mal así?

-Puesto que usted lo dice...

-¿No crees que nos falta algo?

-Sí, padre; nos falta madre.

-Pues ya lo sabes.

Siguieron un gran trecho silenciosos, perdidas sus miradas en el largo camino polvoriento que tocaba al cielo allá lejos, donde bajo la franja de una noche cenicienta iba derritiéndose la última luz del sol ya muerto. De pronto dejó caer el padre en el silencio esta palabra: «Tomasa...», como principio de una frase en suspenso, y cual un eco, respondió el hijo: «¿Tomasa...?». Y no volvieron a hablar de ello.

No conseguía acertar Pedro el porqué su padre se hubiera fijado en Tomasa de preferencia a todas las demás mozas del lugar, para elegirla por nuera. Porque era ella ceñuda y arisca, callandrona y reconcentrada, como si guardase un secreto. Bailaba en los bailes de la plaza como de compromiso, y más de una vez pagó con un bofetón los requiebros que de raya pasaran. Pero era verdad; algo tenía Tomasa, algo que ninguno sabía explicarse, pero que hacía la deseasen muchos para mujer propia. Algo indecible decían aquellos ojos negros bajo el ceño fruncido; algo había de robusto en su porte. Era la seriedad hecha moza, y moza, pesar de su adustez, fresca y garrida; ¡toda una mujer!

Empezó Pedro a revolver en su magín la idea de su padre, y tanto y tanto rumió aquello de: «¿Por qué la querrá de nuera?», que acabó por pedir a Tomasa cortejo. Y ella, no sin sorpresa del mozo, se lo concedió.

Y empezaron las largas entrevistas; las conversaciones lánguidas y arrastradas mientras ella mordía una hoja de cualquier planta; el murmurar, a modo de arrullo, de todos los demás novios del lugar. Los decires de Tomasa apuntaban casi siempre a la futura vida doméstica, a lo que habrían de hacer una vez casados; eran observaciones henchidas de una sensatez abrumadora. Con frecuencia repetía: «¡Ah, si yo fuese hombre!», sin que en ello parase mientes Pedro, que nunca pensó en si él fuese mujer. Lo único que el mozo se decía era: «Ella siempre está con: "Si yo fuese hombre"»; y mi padre siempre con: "¡Si yo fuese joven!"».

Cuando Pedro anunció a su padre que le llevaría a Tomasa de nuera, exclamó el anciano:

-¡Gracias a Dios! Ya te lo decía... Es lo que nos hace falta en casa... mujer... y una mujer así de cuerpo entero, de temple, sana y laboriosa... -y tras un momento de pausa añadió-: ¡Ah! ¡Si yo fuese joven como tú...!

-Sí, que es usted quien me la habría traído de madrastra en vez de dársela yo a usted de nuera... ¿no es eso?

-Te equivocas, hijo... pero... ¿quién sabe?

Entró Tomasa en el hogar del anciano y desde el primer día empezó a llamarle abuelo. Y el pobre Pedro no oía más que: «Si yo fuese hombre como tú...»; de un lado, y de otro: «¡Si yo fuese como tú joven...!», él que era hombre y joven.

«No piensa más que en los hijos», pensaba el abuelo, y era verdad, no pensaba Tomasa más que en los hijos que hubiera de tener. Ya que no hombre sería madre de hombres, nodriza de hombres, criadora de ellos. Era una mujer hacendosa y dura, incansable en el trabajo, de pocas palabras.

Pedro no acertaba a darse de ello clara cuenta, pero era el caso que aun el más torpe podía barruntar cierta sorda malquerencia entre la nuera y el suegro, nacida en ellos no bien convivieron cuatro días. Ella no hacía más que reprochar al viejo su creciente inutilidad, y él parecía molestarse de que trabajara tan duro ella.

-Para hacer así las cosas, mejor es que las deje, abuelo; es más lo que echa a perder que lo que abona -decía al anciano la joven con acrimonia.

-Ni un momento de reposo, hija, ni un momento... piensa bien cómo estás, en tu estado, y no sea que por querer hacerlo todo comprometas tu salud, y lo que es peor, la vida del que va a venir -le decía el viejo con amargura.

Una tarde encontró el padre al hijo junto al abrevadero, cuando aquél se retiraba a casa y llevaba éste el ganado a beber, y sin preámbulo alguno:

-¡Ay, Pedro...! -le dijo.

-¿Qué la pasa, padre?

-Que el abuelo es ya viejo y le empujan los que aún no han venido... pero déjate, déjate, que el mundo da muchas vueltas y quiera Dios que no te afrente un día tu mujer con tus propios hijos...

-¿Por qué lo dice, padre?

-Me equivoqué, hijo, me equivoqué... Me gustaba por seria, por trabajadora... pero son demasiada seriedad y demasiada laboriosidad las suyas; no lo dudes. Parece como que se esconde en el trabajo... Y sueña demasiado en el hijo... demasiado... Mira, como duermo poco, me paso las noches dándoles a las cosas muchas vueltas en la cabeza...

-No hay como una mujer trabajadora, padre...

-¡Trabajar... trabajar... siempre trabajar!... ¡Pobres viejos!... ¿Te acuerdas cuando bailaba en la plaza? Lo hacía como quien cumple una penitencia...

Llegó por fin el niño, el anhelado, y aquel día y el del bautizo fueron de negros augurios para el pobre viejo. Tomó al nieto en brazos, le miró fijamente y lloró al besarle. «¡Que no llegues a viejo!», le dijo en silencio.

En pocos días se restableció la madre y mientras salía a la labor Pedro, estábase ella dando el pecho al niño, y el abuelo contemplándolo desde un rincón. Pensaba el viejo: «Ahora le está diciendo callandito, muy callandito, casi sin hablar: Tú serás lo que yo habría sido si hubiese nacido hombre... irás a la ciudad... serás más que todos nosotros».

-¡Será todo un hombre! -acababa el viejo en voz alta su pensar.

Y Tomasa, al ver sorprendido su pensamiento, miraba al abuelo con los ojos extraños, diciéndole lo indecible con la mirada aquella que partía de bajo el ceño fruncido.

Y empezó a ser todo lo mejor para el niño; para él la nata de la leche, y no para el viejo ya; para él el rinconcito mejor junto a la lumbre; todo cuidado para él.

-Deje al niño eso, abuelo, que usted lo ha gozado ya muchos años...

-Y él lo gozará, cuando yo muera, otros tantos...

-Cuando usted muera, eso...

-Él llegará a viejo... si vive...

-Si vive, ¡claro es!, también usted fue niño...

*  *  *

Cuando conocí al abuelo pedía limosna por los lugares y alquerías.

-¿No tiene usted hijos? -le pregunté.

-Sí, señor, los tengo -me respondió-; pero me han echado de casa... les estorbaba...

-¿Estorbarles?

-¡Sí, señor!... Sí, tengo un hijo; pero él también lo tiene... y llegará a viejo como yo... el mundo da muchas vueltas, señor... También yo fui hijo... A nadie he de dar que hacer, nadie me reprochará el pan que coma... me moriré solito, en un rincón, solito, como los animales, como las criaturitas de Dios, sin comedias... me moriré..., ¡cuando Dios quiera! ¡Han visto nacer a su hijo; sólo Dios sabe si tendrán el consuelo de que su hijo les vea morir!...

Y después de haber besado la moneda que de limosna le di y de un: «Dios se lo pague, señor, y le dé salud parar criar a los suyos», perdiose el anciano, allá, en la polvorienta carretera, renqueando, su cabeza sobre el crepúsculo, aureolada por el polvillo de oro del sol poniente.

Pero un día no pudo ya, y esclavo del corazón, con lágrimas de tristeza y de despecho en los ojos, pero con rescoldo de amor, llamó con el cayado a la puerta de su casa, de la casa en que naciera.

-¿Quién es? -preguntó desde dentro la voz seca y dura de la mujer.

-¿Hay un poco de sitio, hija, para un pobre viejo que quiere morir?

Siguiose un momento de silencio; la mano del abuelo temblaba sobre el cayado; no le corrían ya las lágrimas.

-Entre, padre -dijo con empañada voz Pedro.

-Dios te lo pague, hijo -exclamó el anciano al franquear la puerta, y fue a sentarse junto al fogón, sin mirar a los suyos, renqueando.

-El caso es que no debíamos recibirlo... -empezó Tomasa-, ¿por qué se nos escapó? Y luego andan diciendo por el pueblo que si le echamos de casa... que si le tratábamos de este modo o del otro... ¿Tan mal le tratábamos, diga?

-No, ni bien ni mal... Yo era como un perro viejo a quien por compasión no se le pega un tiro... se le echan los mendrugos, y se le despacha a que tome el sol y no estorbe... ¡para lo que va a vivir! Y cada mañana se dice: ¿Todavía vive?... No; ni mal ni bien...

-Cállese, padre, cállese...

-Me callaré... en mi casa...

-¿Su casa? -replicó la nuera-; la casa es de quien la sostiene.

-¡Qué vida! -exclamó el viejo golpeando con su cayado el suelo mientras se le saltaban las lágrimas de nuevo.

-No haga ruido, abuelo, que está el niño enfermo...

-¿El niño? -exclamó el viejo al punto.

-¡Sí, el niño!

-¡Quiera Dios, hijo, que no te veas como tú me ves hoy!

-¡Fuerte le da al abuelo!...

-Vaya, hijos, voy a retirarme... ¿a dónde?...

-¡Allá! -le contestó la nuera señalándole una puerta con el brazo extendido, rígido, cuya sombra proyectaba en el muro, agorera, la roja lumbre del hogar.

-Al cuarto en que nací... Pero antes quiero ver al niño..., darle un beso...

-¿Un beso? -exclamó, sin poder contenerse, la madre.

-¡Un beso, sí! -agregó con firmeza el anciano mirando a los ojos a su nuera, que le sostuvo la mirada con la suya adusta, casi acosadora.

Entró el anciano en el cuarto del niño, entonces enfermo; besole en la frente, que de fiebre ardía, y murmurando entre dientes: «Aquí sobra uno», fue a recogerse.

A la mañana siguiente salió la madre del cuarto como loca, despavorida, gritando: «Él, él nos ha matado al hijo... Sí, él, él con su beso..., le ha hecho mal de ojo..., él..., tu padre..., ¡el abuelo!».

Cuando entraron en el cuarto del anciano halláronle también muerto, muerto en la cama misma en que había nacido.




ArribaAbajoEl sencillo don Rafael

Cazador y tresillista


(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 26-II-1912)


Sentía resbalar las horas, hueras, aéreas, deslizándose sobre el recuerdo muerto de aquel amor de antaño. Muy lejos, detrás de él, dos ojos ya sin brillo entre nieblas. Y un eco vago, como el del mar que se rompe tras la montaña, de palabras olvidadas. Y allá, por debajo del corazón, susurro de aguas soterrañas. Una vida vacía, y él solo, enteramente solo. Solo con su vida.

Tenía para justificarla nada más que la caza y el tresillo. Y no por eso vivía triste, pues su sencillez heroica no se compadecía con la tristeza. Cuando algún compañero de juego, despreciando un solo, iba a buscar una sola carta para dar bola, solía repetir don Rafael que hay cosas que no se debe ir a buscar; vienen ellas solas. Era providencialista; es decir, creía en el todopoderío del azar. Tal vez por creer en algo y no tener la mente vacía.

-¿Y por qué no se casa usted? -le preguntó alguna vez con la boca chica su ama de llaves.

-¿Y por qué me he de casar?

-Acaso no vaya usted descaminado.

-Hay cosas, señora Rogelia, que no se deben ir a buscar: vienen ellas solas.

-¡Y cuando menos se piensa!

-¡Así se dan las bolas! Pero, mire, hay una razón que me hace pensar en ello...

-¿Cuál?

-La de morir tranquilo ab intestato.

-¡Vaya una razón! -exclamó el ama, alarmada.

-Para mí la única valedera -respondió el hombre, que presentía no valen las razones, sino el valor que se las da.

Y una mañana de primavera, al salir, con achaque de la caza, a ver nacer el sol, halló un envoltorio en la puerta de su casa. Encorvose a mejor percatarse, y dentro, un ligerísimo susurro como de cosas olvidadas. El rollo se removía. Lo levantó; estaba tibio; lo abrió: era una criatura de horas. Quedósele mirando, y su corazón pareció sentir, no ya el susurro, sino el frescor de sus aguas soterrañas. «¡Vaya una caza que me ha deparado el destino!», pensó.

Volviose con el envoltorio en brazos, la escopeta a la bandolera, subiendo las escaleras de puntillas para no despertar a aquello, y llamó quedamente varias veces.

-Aquí traigo esto -le dijo al ama de llaves.

-Y eso, ¿qué es?

-Parece un niño...

-¿Parece solo?...

-Lo dejaron a la puerta de la calle.

-¿Y qué hacemos con ello?

-Pues... ¿qué vamos a hacer? Bien claro está: ¡Criarlo!

-¿Quién?

-Los dos.

-¿Yo? ¡Yo, no!

-Buscaremos ama.

-¿Pero está usted en su juicio, señorito? ¡Lo que hay que hacer es dar parte al juez, y en cuanto a eso, al Hospicio con ello!

-¡Pobrecillo! ¡Eso sí que no!

-En fin, usted manda.

Una madre vecina le prestó caritativamente las primeras leches, y pronto el médico de don Rafael encontró una buena nodriza: una chica soltera que acababa de dar a luz un niño muerto.

-Como nodriza, excelente -le dijo el médico-, y como persona, ya ves, un desliz así puede ocurrirle a cualquiera.

-A mí no -contestó con su sencillez característica don Rafael.

-Lo mejor sería -dijo el ama de llaves- que se lo llevase a su casa a criarlo.

-No -replicó don Rafael-; eso tiene graves peligros; no me fío de la madre de la chica. Aquí, aquí, bajo mi vigilancia. Y no hay que darle disgustos a la chica, señora Rogelia, que de ello depende la salud del niño. No quiero que por una sofoquina de Emilia pase el angelito un dolor de tripas.

Era Emilia, la nodriza, de veinte años, alta, agitanada, con una risa perpetua en los ojos, cuya negrura realzaba el marco de ébano del pelo que le cubría las sienes como con dos esponjosas alas de cuervo, entreabiertos y húmedos los labios guinda, y unos andares de gallina a que el gallo ronda.

-¿Y cómo va a bautizarle usted, señorito? -le preguntó la señora Rogelia.

-Como hijo mío.

-Pero, ¿está usted loco?

-¡Qué más da!

-¿Y si mañana, por esa medalla que lleva y esas contraseñas, aparecen sus verdaderos padres?...

-Aquí no hay más padre ni madre que yo. Yo no busco niños, como no busco bolas; pero cuando vienen..., soy libre. Y creo que ésta del azar es la más pura y libre de las maternidades. No me cabe la culpa de que haya nacido, pero tendré el mérito de hacerle vivir. Hay que creer en la Providencia, siquiera por creer en algo, que eso consuela, y además, así podré morirme tranquilo ab intestato, pues ya tengo quien me herede forzosamente.

La señora Rogelia se mordió los labios, y cuando don Rafael hizo bautizar y registrar al niño como hijo suyo, dio que reír a la vecindad y a nadie que sospechar malicia alguna: tan conocida era su trasparente ingenuidad cotidiana. Y el ama de llaves tuvo, mal de su grado, que avenirse y concordar con el ama de leche.

Ya tenía don Rafael algo más en qué pensar que en la caza y el tresillo; ya estaban sus días llenos. La casa se le llenó de una vida nueva, luminosa y sencilla. Y hasta perdió alguna noche el sueño y el descanso paseando al nene para acallarlo.

-Es hermoso como el sol, señora Rogelia. Y tampoco hemos tenido mala suerte con el ama, me parece.

-Como no vuelva a las andadas...

-De eso me encargo yo. Sería una picardía, una deslealtad: se debe al niño. Pero no, no; está desengañada del zanguango de su novio, un bausán de marca mayor a quien ya aborrece...

-No se fíe usted..., no se fíe usted...

-Y a quien voy a pagarle el pasaje a América. Y ella es una pobrecilla...

-Hasta que vuelva a tener ocasión...

-¡Digo que lo evitaré!

-Pues como ella quiera...

-¡Ah, en cuanto a eso, sí! Porque si he de decirle a usted la verdad, la verdad es que...

-Sí, me la supongo.

-¡Pero ante todo, respeto a mi hijo!

Emilia nada tenía de lerda, y estaba deslumbrada con el rasgo heroicamente sencillo de aquel solterón semidurmiente. Encariñose desde un principio con el crío, como si fuese su madre misma. El padre putativo y la nodriza natural pasábanse largos ratos, a sendos lados de la cuna, contemplando la sonrisa del sueño del niño cuando éste hacía como que mamaba.

-¡Lo que es el hambre! -decía don Rafael.

Y cruzábanse sus miradas. Y cuando, teniéndole ella, Emilia, en brazos, iba él, don Rafael a besar al niño, con el beso ya preparado en la boca, rozaba casi la mejilla de la nodriza, cuyos rizos de ébano le afloraban la frente al padre. Otras veces quedábase contemplando alguno de los dos mellizos blancos senos, turgentes de vida que se da, con el serpenteo azul de las venas que del cuello bajaban, y sostenido entre dos ahusados dedos índice y corazón como en horqueta. Doblábase sobre él un cuello da paloma. Y también entonces le entraban ganas de besar al hijo, y su frente, al tocar al seno, hacíalo temblotear.

-¡Ay, lo que siento es que pronto tendré que dejarte, sol mío! -exclamaba ella, apretándolo contra su seno y como si le entendiera.

Callábase a esto don Rafael.

Y cuando le cantaba al niño, abrazándole, aquella vieja canturria paradisíaca que, aun trasmitiéndosela de corazón a corazón las madres, cada una de éstas crea e inventa de nuevo, eternamente nueva poesía, siendo la misma siempre, la única, como el sol, traíale a don Rafael como un dejo de su niñez, olvidada en las lontananzas del recuerdo. Balanceábase la cuna, y con ella el corazón del padre, y mejíasele aquel canto...

que viene el cocóóóóó...

con el susurro de las aguas debajo de su corazón...

a llevarse a los niños...

que iba también durmiéndose...

que duermen pocóóóóó...

entre las blandas nieblas de su pasado...

¡ah, ah, ah, aaaah!

-¡Qué buena madre hace! -pensaba.

Alguna vez, hablando del percance que la hizo nodriza, le preguntó don Rafael:

-Pero, chica, ¿cómo pudo ser eso?

-¡Ya ve usted, don Rafael! -y se le encendía leve, muy levemente, el rostro.

-¡Sí, tienes razón, ya lo veo!

Y llegó una enfermedad terrible, días y noches de angustia. Mientras duró aquello hizo don Rafael que Emilia se acostase con el niño en su mismo cuarto.

-Pero, señorito -dijo ella-, ¿cómo quiere usted que yo duerma allí?...

-Pues muy sencillo -contestó él, con su sencillez acostumbrada-, ¡durmiendo!

Porque para aquel hombre, todo sencillez, era sencillo todo.

Por fin el médico dio por salvado al niño.

-¡Salvado! -exclamó don Rafael con el corazón desbordante, y fue a abrazar a Emilia, que lloraba del estupor del gozo.

-¿Sabes una cosa? -le dijo, sin soltar del todo el abrazo, y mirando al niño que sonreía en floración de convalecencia.

-Usted dirá -contestó ella, mientras el corazón se le ponía al galope.

-Que puesto que estamos los dos libres y sin compromiso, pues no creo que pienses ya en aquel majadero, que ni siquiera sabemos si llegó o no a Tucumán, y ya que somos yo padre y tú madre, cada uno a su respecto, del mismo hijo, nos casemos, y asunto concluido.

-¡Pero, don Rafael!... -y se puso de grana.

-Mira, chiquilla, así podremos tener más hijos...

El argumento era algo especioso, pero persuadió a Emilia. Y como vivían juntos y no era cosa de contenerse por unos días fugitivos -¡qué más da!-, aquella misma noche le hicieron sucesor al niño, y muy poco después se casaron como la santa madre Iglesia y el providente Estado mandan.

Y fueron, en lo que en lo humano cabe -¡y no es poco!-, felices, y tuvieron diez hijos más, una bendición de Dios, con lo cual pudo morir tranquilo ab intestato, por tener ya quienes forzosamente le heredaran, el sencillo don Rafael, que de cazador y tresillista pasó de dos brincos a padre de familia. Y es lo que él solía decir como resumen de su filosofía práctica:

-¡Hay que dar al azar lo suyo!




ArribaAbajoCruce de caminos

(Los Lunes de El Imparcial, Madrid, 15-VII-1912)


Entre dos filas de árboles, la carretera piérdese en el cielo; sestea un pueblecillo junto a un charco, en que el sol cabrillea, y una alondra, señera, trepidando en el azul sereno, dice la verdad mientras todo calla. El caminante va por donde dicen las sombras de los álamos; a trechos para y mira, y sigue luego.

Deja que oree el viento su cabeza blanca de penas y años, y anega sus recuerdos dolorosos en la paz que le envuelve.

De pronto, el corazón le da rebato, y se detiene temblando cual si fuese ante el misterioso final de su existencia. A sus pies, sobre el suelo, al pie de un álamo y al borde del camino, una niña dormía un sueño sosegado y dulce. Lloró un momento el caminante, luego se arrodilló, después sentose, y sin quitar sus ojos de los ojos cerrados de la niña, le veló el sueño. Y él soñaba entre tanto.

Soñaba en otra niña, como aquélla, que fue su raíz de vida, y que al morir una mañana dulce de primavera le dejó solo en el hogar, lanzándole a errar por los caminos, desarraigado.

De pronto abrió los ojos hacia el cielo la que dormía, las volvió al caminante, y cual quien habla con Un viejo conocido, le preguntó: «¿Y mi abuelo?». Y el caminante respondió: «¿Y mi nieta?». Miráronse a los ojos, y la niña le contó que, al morírsele su abuelo, con quien vivía sola -en soledad de compañía solos-, partió al azar de casa, buscando... no sabía qué... más soledad acaso.

-Iremos juntos; tú a buscar a tu abuelo; yo, a mi nieta -le dijo el caminante.

-¡Es que mi abuelo se murió! -dijo la niña.

-Volverán a la vida y al camino -contestó el viejo-. Entonces..., ¿vamos?

-¡Vamos, sí, hacia adelante, hacia levante!

-No, que así llegaremos a mi pueblo y no quiero volver, que allí estoy sola. Allí sé el sitio en que mi abuelo duerme. Es mejor al poniente; todo derecho.

-¿El camino que traje? -exclamó el viejo- ¿Volverme dices? ¿Desandar lo andado? ¿Volver a mis recuerdos? ¿Cara al ocaso? ¡No, eso nunca! ¡No, eso sí que no, antes morirnos!

-¡Pues entonces..., por aquí, entre las flores, por los prados, por donde no hay camino!

Dejando así la carretera fueron campo traviesa, entre floridos campos -magarzas, clavelinas, amapolas-, adonde Dios quisiera.

Y ella, mientras chupaba un chupamieles con sus labios de rosa, le iba contando de su abuelo cómo en las largas veladas invernizas le hablaba de otros mundos, del Paraíso, de aquel diluvio, de Noé, de Cristo...

-¿Y cómo era tu abuelo?

-Casi era como tú, algo más alto...; pero no mucho, no te creas..., viejo..., y sabía canciones.

Calláronse los dos, siguió un silencio y lo rompió el anciano dando a la brisa que iba entre las flores este cantar:


   Los caminos de la vida,
van del ayer al mañana,
mas los del cielo, mi vida,
van al ayer del mañana.





¡Y al oírle, la niña dio a los cielos, como una alondra, esta fresca canción de primavera!:


   Pajarcito, pajarcito,
¿de dónde vienes?
El tu nido, pajarcito,
¿ya no lo tienes?
   Si estás solo, pajarcito,
¿cómo es que cantas?
¿A quién buscas, pajarcito,
cuando te levantas?



-Así era como tú, algo más chica -dijo llorando el viejo-; así era como tú..., como estas flores...

-¡Cuéntame de ella, pues, cuéntame de ella!

Y empezó el viejo a repasar su vida, a rezar sus recuerdos, y la niña a su vez a ensimismárselos, a hacerlos propios.

«Otra vez...», empezaba él, y ella, cortándole, decía: «¡Lo recuerdo!».

-¿Que lo recuerdas, niña?

-Sí, sí; todo eso me parece cual si fuera algo que me pasó, como si hubiese vivido yo otra vida.

-¡Tal vez! -dijo el anciano, pensativo.

-Allí hay un pueblo: ¡Mira!

Y el caminante vio tras una loma humo de hogares. Luego, al llegar a su espinazo, al fondo, un pueblecillo agazapado en rolde de una pobre espadaña, cuyos dos huecos con sus dos chilejas, cual dos pupilas, parecían mirar al infinito. En el ejido, un zagalejo rubio cuidaba de unos bueyes que bebían en una charca, que, cual si fuese un desgarrón de tierra, mostraba el cielo soterraño; y en éste otros dos bueyes -dos bueyes celestiales- que venían a contemplar sus sombras pasajeras o a darles nueva vida acaso.

-Zagal, ¿aquí hay donde hacer noche?, dime -preguntó el viejo.

-¡Ni a posta! -dijo el mozo-. Esa casa de ahí está vacía; sus dueños emigraron, y hoy sirve nada más que de guarida para alimañas. Pan, vino y fuego aquí nunca se niega al que viene de paso en busca de su vida.

-¡Dios os lo pagará, zagal, en la otra!

Durmiéronse arrimados y soñaron: El viejo, en el abuelo de la niña; y ella, en la nietecita que perdiera el pobre caminante. Al despertar miráronse a los ojos, y como en una charca sosegada que nos descubre el cielo soterraño, vieron allí, en el fondo, sus sendos sueños.

-Puesto que hay que vivir, si nos quedáramos en esta casa... ¡La pobre está tan sola! -dijo el viejo.

-Sí, sí; la pobre casa... ¡Mira, abuelo, que el pueblo es tan bonito! Ayer, el campanario de la iglesia nos miraba muy fijo, como yendo a decir...

En este punto sonaron las chilejas. «Padre nuestro que estás en los cielos...». Y la niña siguió: «¡Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo!». Rezaron a una voz. Y salieron de casa, y les dijeron: «Vosotros, ¿qué sabéis hacer? ¡Veamos!».

El viejo hacía cestas, componía mil cosas estropeadas; sus manos eran ágiles; industrioso su ingenio.

Sentábanse al arrimo de la lumbre: la niña hacía el fuego, y cuidando de la olla le ayudaba. Y hablaban de los suyos, de la otra nieta y de aquel otro abuelo. Y era cual si las almas de los otros, también desarraigadas, errantes por las sendas de los cielos, bajasen al arrimo de la lumbre del nuevo hogar. Y les miraban silenciosas, y eran cuatro y no dos. O más bien eran dos, mas dos parejas. Y así vivían doble vida: la una, vida del cielo, vida de recuerdos, y la otra, de esperanzas de la tierra.

Íbanse por las tardes a la loma, y de espaldas al pueblo veían sobre el cielo destacarse, allá en las lejanías, unos álamos que dicen el camino de la vida. Volvíanse cantando.

Y así pasaba el tiempo hasta que un día -unos años más tarde- oyó otro canto junto a casa el viejo.

-Dime, ¿quién canta esa canción, María?

-Acaso el ruiseñor de la alameda...

-¡No, que es cantar de mozo!

Ella bajó los ojos.

-Ese canto, María, es un reclamo. Te llama a ti al camino y a mí a morir. ¡Dios os bendiga, niña!

-¡Abuelito! ¡Abuelito! -y le abrazaba, cubríale de besos, le miraba a los ojos cual buscándose.

-¡No, no, que aquélla se murió, María! ¡También yo muero!

-No quiero, abuelo, que te mueras; vivirás con nosotros.

-¿Con vosotros me dices? ¿Tu abuelo? Tu abuelo, niña, se murió. ¡Soy otro!

-¡No, no; tú eres mi abuelo! ¿No te acuerdas cuando yo, al despertar sola y contarte cómo escapé de casa, me dijiste: «Volverán a la vida y al camino»? ¡Y volvieron!

-Volvieron al camino, sí, hija mía, y a él nos llama esa canción del mozo. ¡Tú con él, mi María; yo... con ella!

-¡Con ella, no! ¡Conmigo!

-¡Sí, contigo! Pero... ¡con la otra!

-¡Ay mi abuelo, mi abuelo!

-¡Allí te aguardo! ¡Dios os bendiga, pues por ti he vivido!

Muriose aquella tarde el pobre anciano, el caminante que alargó sus días; la niña, con los dedos que cogían flores del campo -magarzas, clavelinas, amapolas- le cerró ambos los ojos, guardadores de ensueño de otro mundo; besole en ellos, lloró, rezó, soñó, hasta que oyendo la canción del camino se fue a quien le llamaba.

Y el viejo fue a la tierra: a beber bajo de ella sus recuerdos.




ArribaAbajoHistoria de V. Goti

(Niebla, cap. XXII, 1914)


-Y bien, ¿qué? -le preguntaba Augusto a Víctor-, ¿cómo habéis recibido al intruso?

-¡Ah, nunca lo hubiese creído, nunca! Todavía la víspera de nacer, nuestra irritación era grandísima. Y mientras estaba pugnando por venir al mundo, no sabes bien los insultos que me lanzaba mi Elena. «¡Tú, tú tienes la culpa!», me decía. Y otras veces: «¡Quítate de delante, quítate de mi vista! ¿No te da vergüenza de estar aquí? Si me muero, tuya será la culpa». Y otras veces: «¡Ésta y no más, ésta y no más!». Pero nació, y todo ha cambiado. Parece como si hubiésemos despertado de un sueño y como si acabáramos de casarnos. Y me he quedado ciego, totalmente ciego; ese chiquillo me ha cegado. Tan ciego estoy, que todos dicen que mi Elena ha quedado con la preñez y el parto desfiguradísima, que está hecha un esqueleto y que ha envejecido lo menos diez años, y a mí me parece más fresca, más lozana, más joven y hasta más metida en carnes que nunca.

-Eso me recuerda, Víctor, la leyenda del fogueteiro que tengo oída en Portugal.

-Venga.

-Tú sabes que en Portugal eso de los fuegos artificiales, de la pirotécnica, es una verdadera bella arte. El que no ha visto fuegos artificiales en Portugal no sabe todo lo que se puede hacer con eso. ¡Y qué nomenclatura, Dios mío!

-Allá voy. Pues el caso es que había en un pueble portugués un pirotécnico, o fogueteiro, que tenía una mujer hermosísima, que era su consuelo, su encanto y su orgullo. Estaba locamente enamorado de ella, pero aún más era orgullo. Complacíase en dar dentera, por así decirlo, a los demás mortales, y la paseaba consigo como diciéndoles: «¿Veis esta mujer? ¿Os gusta? Sí, ¿eh? ¡Pues es la mía, mía sola! ¡Y fastidiarse!». No hacía sino ponderar las excelencias de la hermosura de su mujer, y hasta pretendía que era la inspiradora de sus más bellas producciones pirotécnicas, la musa de sus fuegos artificiales. Y hete que una vez, preparando, uno de éstos, mientras estaba como de costumbre, su hermosa mujer a su lado para inspirarle, se le prende fuego a la pólvora, hay una explosión, y tienen que sacar al marido y mujer desvanecidos y con gravísimas quemaduras. A la mujer se le quemó buena parte de la cara y del busto, de tal manera que se quedó horriblemente desfigurada, pero él, el fogueteiro, tuvo la fortuna de quedarse ciego y no ver el desfiguramiento de su mujer. Y después de esto seguía orgulloso de la hermosura de su mujer y ponderándola a todos con el mismo aire y talle de arrogante desafío que antes. «¿Han visto ustedes mujer más hermosa?», preguntaba, y todos, sabedores de su historia, se compadecían del pobre fogueteiro y le ponderaban la hermosura de su mujer.

-Y bien, ¿no seguía siendo hermosa para él?

-Acaso más que antes, como para ti tu mujer después que te ha dado al intruso.

-¡No le llames así!

-Fue cosa tuya.

-Sí, pero no quiero oírsela a otro.

-Eso pasa mucho; el mote mismo que damos a alguien nos suena muy de otro modo cuando se lo oímos a otro.

-Sí, dicen que nadie conoce su voz...

-Ni su cara. Yo, por lo menos, sé de mí decirte que una de las cosas que me dan más pavor es quedarme mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acaso por dudar de mi propia existencia e imaginarme, viéndome como otro, que soy un sueño, un ente de ficción...

-Pues no te mires así...

-No puedo remediarlo. Tengo la manía de la introspección.

-Pues acabarás como los faquires, que dicen se contemplan el propio ombligo.

-Y creo que si uno no conoce su voz ni su cara, tampoco conoce nada que sea suyo, muy suyo, como si fuera parte de él...

-Su mujer, por ejemplo.

-En efecto: se me antoja que debe de ser imposible conocer a aquella mujer con quien se convive y que acaba por formar parte nuestra. ¿No has oído aquello que decía uno de nuestros más grandes poetas, Campoamor?

-No. ¿Qué es ello?

-Pues decía que cuando uno se casa, si lo hace enamorado de veras, al principio no puede tocar al cuerpo de su mujer sin emberrenchinarse y encenderse en deseo carnal, pero que pasa tiempo, se acostumbra, y llega un día en que lo mismo le es tocar con la mano al muslo desnudo de su mujer que al propio muslo suyo; pero también entonces, si tuvieran que cortarle a su mujer el muslo, le dolería como si le cortasen el propio.

-Y así es, en verdad. ¡No sabes cómo sufrí en el parto!

-Ella más.

-¡Quién sabe!... Y ahora, como ya es algo mío, parte de mi ser, me he dado tan poca cuenta de eso que dicen de que se ha desfigurado y afeado, como no se da uno cuenta de que se desfigura, se envejece y se afea.

-Pero, ¿crees de veras que uno no se da cuenta de que se envejece y afea?

-No, aunque lo diga. Si la cosa es continua y lenta. Ahora, si de repente le ocurre a uno algo... Pero eso de que se sienta uno envejecer, ¡quiá!; lo que suelen decir los padres señalando a sus hijos: ¡Éstos, éstos son los que nos hacen viejos!». Ver crecer al hijo es lo más dulce y lo más terrible, creo. No te cases, pues, Augusto; no te cases, si quieres gozar de la ilusión de una juventud eterna.




ArribaAbajoEl padrino Antonio

(Madrid, 8-XII-1915)


¿Qué drama íntimo de amor había vivido Antonio en su mocedad? No aludía a ello nunca aquel cincuentón casamentero que, mientras aconsejaba a los muchachos y muchachas que se casaran, repetía que él, por su parte, no había sido hecho por Dios para casado. «Nací demasiado tarde», era su explicación a su estado. Sólo un par de veces le oyeron decir, para mayor esclarecimiento: «Si hubiese nacido diez años antes...». «Tendría usted ahora sesenta», le replicó uno, y él: «¡Ah, sí, pero... los tendría!».

En cambio, teorizando se clareaba más, como sucede. «La materia trágica, la tragedia real, dolida, sale de las entrañas del tiempo -decía-, es el tiempo mismo. El tiempo es lo trágico. Pero lo eternizamos por el arte, destruimos el tiempo y tenemos la tragedia contemplada y gozada. Si cupiera repetir aquel dolor, aquel mismo y no otro, aquel dolor de aquel minuto y repetirlo a voluntad, haríase el más puro placer. El tiempo que pasa y no vuelve es la tragedia. ¡Toda la tragedia dolida es llegar o antes o después del momento del sino!».

-Las grandes tragedias de amor -decía otra vez- ocurren cuando coincidiendo el lugar y el tiempo alguna otra piedra de escándalo se interpone entre los amantes. Dios hizo nacer a Romeo y Julieta, a Diego e Isabel, a Pablo y Francisca, uno para otra, siendo así que de ordinario aquéllos que se completan mueren sin haberse conocido o por tiempo o por espacio; pero los hombres interpusieron entre ellos sus diabólicas invenciones.

-¿Y cuando los dos que se completan -le dijeron- nacen a tiempo y en lugar de coincidir y se conocen y se aman y se unen sin obstáculos?

-Eso es lo más terrible -contestó-, por ser lo menos trágico. Llevan la vida más oscura y en el fondo la más abyecta. Enfangados en dicha animal, en un hábito temporal, sin eternidad y, por lo tanto, sin pureza alguna, crían, como criarían las bestias, una prole. Y conocen el más terrible desengaño. ¡Desengáñense ustedes, lo trágico es el tiempo!

Antonio solía irse solo, de tiempo en tiempo, a un iglesiuca perdida en los arrabales a pasarse largos ratos delante del altar de una Piedad, bebiendo con los ojos las lágrimas de aquella cara macilenta y lustrosa. Iluminábala una lámpara temblorosa de aceite y las sombras proyectadas desde abajo le daban una expresión de más misteriosa angustia. Era como cuando el dulce resplandor de un hogar que arde en el suelo alumbra la cara de una mujer que prepara el alimento para su hombre.

Antonio cultivaba el trato de los jóvenes a quienes impulsaba al trabajo y al matrimonio, jactándose de haber preparado más de uno de estos. Interesábase por las parejas de enamorados conocidos y cuando sabía que al fin se cumplieron los deseos de ellos sentía una honda sensación, una sensación trágica, diciéndose: «¡Al fin!». Y aquella noche le acometía una ligera fiebre en su fría cama de solterón.

Por el tiempo de ir a cumplir sus cincuenta años toda su pasión de solitario se concentraba en Pidita, su ahijada, hija de un antiguo amigo suyo y de aquella Piedad, la madre, ambos mayores que él y muertos ya ambos. Cuando Pidita, la huérfana, le tuteaba, llamándole a cada momento padrino y otras veces padrino Antonio, aquel tuteo érale como miel derretida en los oídos del alma.

Por entonces conoció a Enrique, un mozo cariñoso y despierto, aunque algo atolondrado, que le ganó el corazón. «Hay que hacerle a este chico», se decía. Y Enrique se dejaba guiar. Observando la inquietud flotante del muchacho, se decía Antonio: «Anclará esa inquietud cuando encuentre su media naranja». Y se propuso darle a conocer a Pidita. ¿Pero por qué Enrique, a pesar de los requerimientos de su mentor, se resistía a conocer a la ahijada de éste?

-Mire usted, don Antonio, que voy a caer...

-Mejor, hombre, así parará usted de una vez. El que cae ya no se agita de ese modo.

Por fin se conocieron y el efecto fue tan súbito como profundo. El mismo Antonio se asustó de ello. «Aquí -se dijo-, o tenemos tragedia como la de Teruel, o un caso de terrible y abyecta dicha animal para mañana». Y ya no solía decir como antaño que había nacido demasiado tarde, sino que fue demasiado temprano. «Ah, si hubiese nacido siquiera diez años después...», dijo una vez. Y al contestarle: «No tendría usted ahora más que cuarenta», replicó: Sí, pero los tendría, porque no los he tenido nunca; me han tenido ellos a mí».

-Ay, padrino -le decía Pidita-, cuánto te quiero por haberme traído a Enrique. ¡Qué contenta estoy! ¡Me voy a morir de contento!

-No, hija mía, no; no se debe morir de nada y menos de contento.

-Sí, sí, padrino, te lo debo todo.

Y le besaba mientras Antonio temblaba. Y dormía febril, con agitados sueños.

-¿Y Pidita? -le preguntó a Enrique.

-Ay, don Antonio, Dios le perdone lo que ha hecho al llevarme a ese ángel, pero va a ser mi perdición, mi ángel malo...

-¿Tragedia tenemos?

-Quién sabe...

-Bueno, bueno, eso lo dices para darte importancia -le tuteaba ya.

-¡Darme yo importancia, don Antonio! ¡Ojalá la tuviese! Ojalá pudiese llevar a Pidita conmigo al cielo, que es donde debía estar...

-¡Ay, ay, ay! ¡Trascendencias! ¡Sacarla del espacio! Sólo falta que quieras sacarla del tiempo, eternizarla.

-Si pudiese...

-¡Bah, bah! Si yo tuviese siquiera diez años menos me ponía a hacerte la competencia...

-Para...

-Para curarte de esas cosas...

-Yo me tengo que confesar un día con usted, don Antonio...

-Cuando quieras, pues para eso siempre hay tiempo.

-¿Siempre?

-Tienes razón. También ahí entra la tragedia. Puede uno confesarse antes de tiempo o después de él.

«A este chico le pasa algo grave y hondo», se dijo Antonio al separarse de él.

-¿Qué es de Enrique, padrino -le preguntó al siguiente día Pidita-, que en todo el día no le he visto? ¿Qué le pasa?

-Sí, sí le he encontrado muy preocupado...

-¡Nos amaga alguna gran desgracia, padrino, pero muy grande!- y se echó a llorar.

-No será tanto, chiquilla...

-¡Muy grande, padrino, muy grande... pero muy grande!

Y la desgracia vino. A los cuatro días Enrique se quitó la vida de un tiro dejando escrita una carta para Antonio. En ella le pedía perdón y le perdonaba.

Le perdonaba por haberle llevado a Pidita cuando ya estaba en amores y comprometido con otra. Y ahora era Pidita la que quedaba comprometida, gravemente comprometida. ¿Qué iba a hacer él? ¿Cómo resolver aquel conflicto? «Ya que no puedo partirme entre las dos a que pertenezco, pues soy de las dos y las dos son mías, me quito de en medio». «¡La tragedia!», se dijo Antonio. Y luego: «¡Ah, si yo hubiese nacido o diez años antes o diez años después... maldito tiempo!».

Cuando Antonio se presentó ante Pidita, ésta se le echó al cuello sollozando. Daba congoja verla. En un momento de respiro el padrino recordó a la Piedad eternizada en el altar, y sintió remozarse.

-Ay, padrino, sálveme... máteme... Estoy comprometida... me deja comprometida...

-Lo sé... lo sé...

-Pero comprometida, comprendes, ¡comprometida...!

-Sí, sí, lo comprendo... lo sé...

Antonio temblaba febrilmente; faltábale el suelo. Y sostenía a la pobre Pidita a punto de desmayarse.

-¿Qué hago padrino, qué hago? Yo me mato. Voy a matarme sobre la tumba de Enrique... ¡no puedo más!

-¡No, no! Ésas son cosas que has leído en los papeles. Si no hubiera papeles, no habría suicidios de esos. ¡No, no!

-¿Pero qué hago, padrino, qué hago? Me moriré de vergüenza si no me mato; me moriré de vergüenza. Estoy comprometida, ¿lo oyes? ¿Cómo voy a poder vivir así?

-¡Pues... casándote conmigo! -dijo con voz fantasmática Antonio.

Estaba blanco de cera y frío. «¿Cómo he podido decir esto?», se dijo. Y al oírlo Pidita se apartó de él, le miró de cabeza a pies, y tembló.

-Sí, es la única solución posible al problema; no veo otra -pronunció Antonio, como quien habla desde otro mundo, desde un mundo teórico.

Volviole a la realidad un largo beso húmedo, candente y prieto, y no ya en la mano.

-Veo que te enseñó a vivir antes de quitarse la vida -dijo Antonio.

-Y yo veo -le contestó con toda su voz Pidita- que es a ti, padrino, a ti y no a él a quien yo quería. ¡Te lo juro por mi madre!

-¡Piedad, Pidita, piedad! -y el padrino Antonio rompió a llorar como un niño.

Al día siguiente llevó a su ahijada y ya novia a aquella iglesiuca perdida en los arrabales e hizo que allí, delante de la Piedad de cara macilenta y lustrosa, mezclase con él un avemaría.

-Te juro por ella, Pidita -le dijo-, que te he de hacer feliz en lo que de mí dependa, ya que yo te llevé a la desgracia. ¡Sólo siento no tener diez años menos!

-¿Para qué, padrino, para qué? Antes solías decir que debías haber nacido diez años antes...

-¡Diez años antes! -suspiró Antonio mirando a la imagen-. ¡Entonces no sé qué habría sido de ti!

-¡Antonio!

Y se abrazaron allí, en la iglesia, ante la mirada eterna y llorosa de la trágica Piedad del arte.

-Ya conozco tu tragedia, Antonio -le decía Pidita al salir del templo y apoyándose fuertemente en su brazo.

-Te lo ha enseñado...

-El amor, padrino.

-No, sino la maternidad, ahijada.

-No hablemos de eso...

-¿Y por qué no? Sí, de eso tenemos que hablar. Tu padrino es ya padre.

-Eres un santo, padrino, un santo, y habrá que ponerte un día en un altar, como está mi madre... al lado suyo...

Pidita sintió temblar el brazo en que se apoyaba y luego se oyó la voz fantasmática que le decía:

-¿Pues no estoy al lado tuyo, sosteniéndote?

Y después de una larga pausa:

-Eres como ella, Pidita, lo mismo que ella. Me parece verla hace treinta años, cuando yo debía haber tenido treinta.

-¡Entonces tendrías hoy sesenta!

-Y hoy debía tener para ti diez menos, ¡siquiera diez menos de los que tengo!

-¿Y para qué, Antonio, para qué? No te quiero más joven.

-Ay, Pidita, a este mundo se viene siempre o antes o después de lo debido. Y con tal que uno no se vaya de él ni antes ni después de lo debido...

-¡Cállate!

-Tienes razón.

Muy poco después se casaron y en el altar aquel de la Piedad. A los seis meses tuvieron su primer hijo, el del suicida. Luego les vino otro que se les murió en seguida y como para que no se repartiera entre los dos el amor de los padres. Y fue la tragedia cimiento de un amor hondo y robusto y el amor cimiento de un hogar cerrado. El hijo de Enrique adoró a su padre, al padrino Antonio, y éste no vivió más que para su hijo y la madre.

-Cada vez me convenzo más de que era a ti a quien yo quería entonces, Antonio -solía decirle su mujer.

-Es la tragedia del tiempo, hija mía, es la tragedia del tiempo.

-¡Siempre andas con eso!

-¡Pero la hemos vencido, Pidita, la hemos eternizado! Este nuestro Enrique -así le habían llamado al hijo a deseo y casi imposición de Antonio- es algo más que un hijo como los otros; es una obra de espíritu. ¡Es mi hijo!

-¿Y quién lo duda, padrino?

-¡No, nadie; ni tú ni yo! Yo te lo di.

-¡Sí, tú me lo diste!

De tiempo en tiempo visitaban marido y mujer a la macilenta y lustrosa piedad de la iglesiuca del arrabal y allí mezclaban, con sus almas, sus avemarías.




ArribaAbajoLos hijos espirituales

(La Esfera, Madrid, 14-X-1916)


¡Con qué mezcla de amargor y de dulzura recordaba Federico los comienzos de su vida de escritor, cuando vivía con su madre, los dos solos! ¡Pobre madre! ¡Con qué emoción, con qué fe seguía la carrera literaria de su hijo! Tenía en el triunfo de éste mucha más confianza que él mismo. «Llegarás, hijo, llegarás», le decía empleando ese término de la jerga literatesca. Y le rodeaba de toda clase de prevenciones y cariños.

El trabajo de Federico era sagrado para su madre. Las criadas tenían que andar con zapatillas o alpargatas y hasta de puntillas. A una que le dijo no haber llevado más que zapatos, la obligó a andar descalza hasta adquirir calzado silencioso. No les permitía berrear las cancioncillas en moda. «¡Está trabajando el señorito!». Tal era la consigna del silencio. No permitía que entrase nadie sino ella en el despacho de Federico a arreglarle los papeles. Arreglo que consistía en dejárselos exactamente donde estaban y como estaban. Ni que antes de limpiar la mesa de trabajo hubiese señalado, como quien acota, la posición de cada libro, de cada cuartilla, de cada objeto. No, las criadas no podían entrar allí, las criadas tienen la monomanía de la simetría, y por querer arreglarlo todo lo desarreglan.

¡Qué tiempos aquellos en que Federico vivía solo con su madre! Después se casó con Eulalia, bien que no a gusto de aquélla. «Pero si es un ángel, madre» -le decía él. «Sí, hijo, sí, todas las novias son ángeles, pero ya verás cuando tenga que quitarse las alas en casa... Porque con alas no se puede andar por casa, ni se cabe por la puerta de la alcoba, ni es posible acostarse con ellas... estorban mucho en la cama. No se sabe dónde ponerlas. Los ángeles, como los pájaros, vuelan o se están de pie, pero no se acuestan». Y así fue, que no aparecieron las alas del ángel en el hogar.

Al principio Eulalia fue una mujercita discreta y tímida, como en espera de algo y en constante actitud de espionaje. Un íntimo espionaje doméstico. «Te está estudiando, hijo mío», le decía a Federico su madre. Y otras veces: «Está buscando tu flaco, porque no piensa sino en dominarte». Y Eulalia, en efecto, no hacía sino escudriñarlo y avizorarlo todo y como si para algo se preparase. «Madre -le dijo una vez Federico a la suya-, parece en espera de algo». «Claro, hijo mío, claro; es natural -le contestó ella-, está en espera del hijo». Federico se quedó pensativo. Con aquello de su trabajo literario, con sus ansias de gloria y renombre, no había pensado que su mujer viviese de aquella espera.

Seguía la madre entrando en el despacho a arreglar los papeles de su hijo. La mujer apenas pisaba aquel cuarto de estudio y de trabajo; parecía tenerle aborrecimiento. Y rehuía de las aficiones y de la vocación literaria de su marido. Jamás le vieron leer ninguno de los escritos de Federico, aunque leyese otras cosas, sobre todo novelas de matar el tiempo de espera. Una vez que le oyó a su suegra que le decía a su hijo: «¡Llegarás, hijo mío, llegarás!», preguntó la mujercita con displicencia: «Llegar... ¿a dónde?». Y cuando se lo explicó la madre, hizo un mohín de desdén y agregó: «A donde hay que llegar es a otra parte... Total, para lo que todo eso vale...».

Pasaron los días y los meses, y la mujercita se iba poniendo más huraña y más recelosa. Se le habían caído del todo las alas y pisaba fuerte; a las veces parecía patear el suelo. Hasta que un día estalló. Y fue que estando la madre en el despacho de su hijo, arreglándole los papeles, quitándole el polvo con la recogida devoción con que sé limpia el altar de un templo, entró Eulalia y de repente, como en un acceso, le dijo: «¡Deje eso, madre!». «Pero, hija...». «¡Yo lo arreglaré!». Y tomando unas cuartillas escritas que había sobre el pupitre, las rasgó diciendo: «Así, así; para lo que valen...». La madre estuvo al pronto por lanzarse sobre su nuera y arrebatarle de las manos los sagrados papelillos, mas luego se contuvo, la miró con lástima, y asomándole a los ojos las lágrimas, le dijo: «Vamos, sí, Eulalia, que tienes celos». «¿De quién? ¿De usted?». «De mí no, hija mía, de mí no... de la literatura, de la vocación de tu marido». «¿Celos? Celos... ¡no! Que escriba lo que quiera, pero...». «Pero, ¿qué, hija, qué?». «¡Nada!». Y se separaron.

Y seguían corriendo los meses, y habían pasado ya tres años que Federico y Eulalia se casaran. Y la pobre madre observaba que se cernía sobre la casa una muerte; algo peor que una muerte, pues ésta supone que se ha nacido. Eulalia se pasaba las horas muertas encerrada en su alcoba y Federico en su despacho, leyendo y escribiendo como un desesperado. Una vez que por descuido madre e hijo, en la mesa, hablaron de literatura -se llegó al convenio tácito de no hablar de ella, ni casi de otra cosa-, la mujercita estalló, diciendo: «¿Y para qué escribes, si con las rentas que tenemos nos sobra para los tres?». Madre e hijo se miraron acongojados: «¡Para los tres nos sobra! -añadió ella con recogida furia y como silbando-. ¡Nos sobra para los tres!». Y como los otros dos se callaran, agregó: «¡Ahora para los tres... muy pronto para los dos!». «¿Quieres matarme, hija?» -preguntó la suegra. «No; pero a su edad y con los achaques se morirá usted pronto, y quedaremos los dos solos, ¡sólo los dos! ¡Y para eso no vale la literatura!

Desde aquel día los achaques de la pobre madre se recrudecieron y murió a los pocos meses. «Ahora escribe una elegía a la muerte de tu madre -le dijo Eulalia a su marido-, ya que no puedes escribir una oda triunfante al natalicio de tu primer hijo». Federico hundió la cabeza sobre el pecho y rompió a llorar. Es que había oído, de voz viva de su mujer, el secreto que ya había adivinado. «Tú crees -agregó ella- que no leo tus cosas... Pues bien, he leído algunas y he visto que a esos poemas, a esos cuentos, a esas fantasías, a todas esas necedades que se lleva el viento, las llamas tus hijos... espirituales. ¡Espirituales! ¡Espirituales! ¿Y qué es eso del espíritu? ¿Crees que voy yo a vivir de espíritu?».

Y estalló la guerra, una guerra terrible. Federico tenía que ir a estudiar y a escribir fuera de su casa, porque su mujer perseguía con saña todo lo que fuese escritura suya. Le rompía los manuscritos y las cuartillas y hasta las cartas que recibía. «Mejor si te quedases tonto -le dijo una vez, agregando-, con tal de que...». «¿Qué» -preguntó él. Y ella se limitó a añadir: «Con que espirituales, ¿eh? Espirituales... ¡Buen espíritu nos dé Dios!».

La mujercita, convertida ya en una diablesa, perseguía a su marido por dondequiera. Una vez se atrevió a ir a buscarle a la redacción de un periódico y al encontrarle escribiendo le pidió las cuartillas, y allí, delante de los otros redactores, se las hizo añicos diciendo: «Es lo que hay que hacer con los hijos... espirituales». Federico lloraba. Y acabó por encerrarse en casa, a no escribir, a no leer, a hacer penitencia, a constituirse prisionero de su mujer. A la que empezaban a brotar alas, pero alas de diablesa. Y él, a todas horas, temblaba creyendo oír el zumbar de aquellas alas negras en el silencio.

Un día apareció Eulalia trayendo una gran muñeca, una pepona que había comprado. La acariciaba y besaba como una loca. Se la presentó a su marido y le chilló: «¡Anda, hombre, bésala, bésala!». Federico se quedó lívido; sentía que las alas negras de la diablesa le abanicaban la frente helada, y tembló: «¡Bésala, te he dicho, bésala!». El pobre hombre, aterrado, puso sus labios secos y fríos en aquella carita de porcelana. «Así, hombre, así; es mi hija... ¡espiritual! Me ha costado diez duros... No es cara, ¿eh?». Y como él callase, ella agregó: «¿Te parece cara?». «¡No!» -dijo el pobre. «Pues bien -continuó la mujercita, estremeciéndosele las invisibles alas negras-, ahora puedes escribir y dedicaremos lo que ganes con la pluma a comprar hijos de estos, ¡también espirituales!». Federico fue aquella tarde a visitar la tumba de su madre y a pensar allí en el suicidio. Pero una voz silenciosa que salía de bajo tierra le dijo: «¡Aguarda y sufre hijo mío, que ya llegarás!».

Cuando volvió a su casa su mujer le llevó al despacho, y allí, en uno de los estantes de la librería, le enseñó la muñeca acostada en una camita. «¿Y los libros que aquí había? -preguntó como alelado Federico, y comprendiendo que la pregunta era una inocentada de sainete en aquel lúgubre drama. «¿Los libros? -dijo ella- ¿Los libros? Pero habla bajito, que no se despierte... Los he echado a la calle, y no les he dado fuego porque el humo habría de molestar a la pobrecilla... no la despiertes...».

A los quince días volvió a entrar en casa la mujercita con otro muñeco. «Mira, Federico, mira qué pronto ha venido otro... no ha hecho falta diez meses; ha bastado con quince días. Y eso que tú no has querido escribir nada en este tiempo. Y debes escribir, sí, debes escribir, hay que hacerles ropita, hay que cuidarles... Gracias que nada gastarán en escuela... Aunque, ¿quién sabe? ¿A éste qué le haremos? ¿Qué será? ¿Llegará? ¿Crees tú que llegará? ¡Vamos, dale un beso!». El pobre esclavo besó al nuevo muñeco. Y la mujercita arrojó a la calle otros cuantos libros para instalar la cunita de su nuevo hijo espiritual. Es como les llamaba. Y cada mañana, al levantarse, y cada noche, le obligaba a su marido a besar a los muñecos. «Son mis hijos... espirituales», le decía. Y llegó a más, y es a acostar un día a uno de ellos entre ella y su marido. Pasó éste la noche toda en una fiebre de locura, delirando. Y a la mañana le dijo su mujer: «Te has pasado la noche llamando a tu madre... Es decir, supongo que sería a ella, porque decías: ¡madre! ¡madre! ¡Ya mí no podías referirte!... Aunque sí, yo soy madre, madre espiritual de mis muñecos, como tú padre espiritual de tus escritos». Y se echó a reír exclamando: «¡Padre espiritual! ¡Padre espiritual!». Y en adelante le llamaba así: el padre espiritual.

Y un día estalló la tragedia y dieron marido y mujer un terrible espectáculo. Y fue que él entró en el despacho y empezó a coger muñecos -había ya varios- y a echarlos por el balcón a la calle, mientras ella, furiosa, echaba a la calle libros y más libros. Y cuando no quedó en el despacho nada, y los vecinos, alarmados, acudían, dijo la mujercita con terrible calma: «Así, así, ni unos ni otros; ni los tuyos ni los míos. Y ahora hagamos las paces y vamos a rezar juntos junto al sepulcro de tu madre, que ya llegaremos, Federico, ¡ya llegaremos!». Federico huyó de su casa. Y vino la separación, y desde entonces vaga solo por el mundo, sin querer leer nada, sin escribir una letra, odiando toda literatura. Y ella se encerró donde no viera un niño.





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