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Cuentos a la orilla del sueño


Antonio Rodríguez Almodóvar





De vieja estirpe es la amistad de los cuentos con la noche. Casi desde que existen, una muchedumbre de historias pueblan los espacios indecisos del que se dispone a dormir. Como si la mente necesitara de esos desvaríos para entrar en comunión con las otras verdades, las que se ocultan en el tejido sutil del inconsciente, las que apremian al alma desde una oscura raíz. Casi incontables cuentos componen el libro más maravilloso que existe, Las mil y una noches, por desgracia hoy prohibido en bastantes países árabes, que lo consideran inmoral (¡). Otros muchos se habrán perdido para siempre en el incendio de la biblioteca de Bagdad, de donde, por cierto, procedía Simbad el Marino. Al hilo de este lamento, Alberto Manguel, especialista en derroteros increíbles del libro y la lectura, dice: «Hemos perdido colecciones enteras de historias similares al Kalila y Dimna, que en el siglo X el célebre Ben al Nadim llamó «cuentos de la noche», porque no era aconsejable derrochar las horas del día en leer cosas triviales».

¿Será esta la razón de aquella alianza entre el cuento y la noche? Me parece demasiado utilitaria para ser cierta. Pongamos que falta un tercer elemento: el afecto, la voz viva del corazón. Pues no hay buen cuento en esa orilla del sueño que no sea transportado por la palabra de la madre, del padre, de la abuela, del abuelo. Aunque sean leídos, es la vibración oral lo que trasciende de la vigilia al secreto de la noche.

De ahí que muchos padres, acuciados hoy por las prisas, por los sinsabores del día, pregunten al librero amigo, buscando ese bálsamo inefable con que restañar la sequedad de lo cotidiano, la incomunicación con los hijos que impone nuestro retorcido mundo. Por favor, dicen, un libro de cuentos para leer a mi hijo, a mi hija, junto a la cama; pero que no sean muy largos, y que tengan algunas imágenes. Aunque yerren, creo, en lo secundario (el que sean cortos se debe más a sus prisas que a la necesidad que sienten los niños; y el que tengan imágenes, ilustraciones, es un aderezo no imprescindible a esa hora), aciertan en lo principal: un cuento, o muchos cuentos, para recuperar ese momento mágico, para hacerse cómplices, con sus hijos, de las imprescindibles batallas de la imaginación.

Sabedoras de todo eso, algunas editoriales lanzan al mercado productos afinados a esa demanda. En la trayectoria de una colección ya «clásica», Cuéntame un cuento, la editorial Timun Mas nos ha entregado recientemente Cuentos para ir a dormir, de Debi Gliori, nuevas versiones de cuentos muy conocidos, como «El león y el ratón», «Los tres cerditos», «La ratita de ciudad y la ratita de campo», etc., con brevedad y buen gusto. Destino nos ofrece Cuentos para irse a la cama, de la inglesa Enid Blyton, con muchos animales, al parecer en respuesta a la falta que tuvo de ellos la autora cuando niña. Hasta sesenta historias amables con las que dejarse llevar cómodamente al interior de los buenos sueños. Con estricta fidelidad a la fórmula, Bruño ha puesto en circulación variados productos como El zoo de las letras o Cada noche un cuento. A finales del año pasado sacó Cuentos cortos para dormir, colección de treinta minihistorias de Beatriz Doumerc y Pedro M.ª García Franco, ilustraciones muy expansivas de Tría 3 (Horacio Elena, Mabel Piérola y Francesc Rovira).

De todos modos, y como siempre les recomiendo, lo mejor para ese momento tan delicado es aprenderse los cuentos y contarlos de viva voz. Sus hijos, sus nietos, no lo olvidarán, y es lo que realmente desean.








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