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Cuentos Amatorios

Pedro Antonio de Alarcón




ArribaAbajoBiografía de D. Pedro Antonio de Alarcón

La patria del autor del Diario de un testigo de la guerra de África, fue la ciudad de Guadix, provincia de Granada: la fecha de su nacimiento, el día 10 de marzo de 1833. Entre su familia, noble y antigua, que había venido a menos por los desastres de la guerra de la Independencia, pasó sus años de niño y los primeros de adolescente, y puesto que nadie mejor que él puede narrar las emociones que sintió en tan dichosa edad, dejemos a su donosa pluma el cuidado de enterar al lector de lo que era su pueblo y de la vida que hizo allí entonces.

«Guadix, dice, fue una de las más importantes colonias de los Romanos; después, en poder de los Moros, llegó a ser hasta capital de un reino: verificada su reconquista por los Reyes Católicos, aún conservó durante tres siglos algunos aires señoriles; y allá por el año de 8, cuando la invasión francesa, los graves señores que eran Regidores perpetuos vestían sendas capas de grana, ceñían espadín y se cubrían con sombrero de tres picos. -Yo he alcanzado a conocer esta vestimenta de mi abuelo, que se conservaba en mi casa como una reliquia, y que nosotros, los hijos del 33, irreverentes a fuer de despreocupados, dedicamos a mil profanaciones en nuestros juegos infantiles.

»Como quiera que sea, cuando yo vine al mundo, Guadix era ya una pobre ciudad agrícola, o, por mejor decir, una ciudad de colonos. Los duques y marqueses a quienes se repartió su territorio después de la reconquista (y cuyas grandes y ruinosas casas, coronadas de torres, se ven todavía en solitarias calles), se habían ido a vivir a Granada o a la corte de las Españas: los otros pobladores empezaban a confundirse con la plebe, a consecuencia de la desvinculación, que había fraccionado sus caudales: las órdenes religiosas, dueñas de la mitad de la riqueza, habían sido privadas de sus bienes y suprimidas; el Provincial, su ilustre batallón provincial, se hallaba en Navarra o Cataluña peleando contra el Pretendiente: el Ayuntamiento veía limitadas sus atribuciones: los antiguos Corregimientos no existían: todo el mundo vestía ya de paisano, sin capa de grana ni espadín: los tradicionales Gremios pertenecían a la historia: ¡la Alcazaba era un montón de ruinas! -De la antigua grandeza sólo quedaba en pie un monumento, y ese era la Catedral. La Catedral, bella, artística, rica, gobernada por insignes prelados y sabios cabildos, descollaba sola entre escombros romanos, árabes y semifeudales. ¡La Catedral era el único palacio habitado; el único poder que conservaba su primitivo esplendor y magnificencia; el alma y la vida de Guadix!

»En ella recibí mis primeras impresiones artísticas. Ella me dio idea del poder revelador de la arquitectura; allí oí la primera música; allí admiré los primeros cuadros. Allí también, en las grandes solemnidades, brillaron ante mi vista portentos de lujo (el tisú, el brocado, el oro, la pedrería), ora en cálices, custodias y andas, ora en las vestiduras. Allí, entre nubes de incienso, al fulgor de millares de luces, al son del órgano, escuchando las concertadas voces de los cantores y los gemidos de los violines de la capilla, entreví el arte, soñé la poesía, adiviné un mundo diferente del que me rodeaba en la ciudad. Y museos, teatros, monumentos arquitectónicos, conciertos, alcázares dorados, espectáculos brillantes, todo cruzaba por mi imaginación como una profecía; todo palpitaba en mis entrañas, cual si un ser misterioso se despertase dentro de mí; todo se me revelaba, a la manera que los fulgores de la Gloria brillan ante los ojos de los extáticos.

»Así, pues, las maravillas de la tierra, el sentimiento de las artes, el Sursum corda de la poesía, se manifestaron en mi existencia en horas de mística devoción, y la fe y la belleza, la religiosidad y la inspiración, la ambición y la piedad, nacieron unidas en mi alma, como raudales de una sola fuente».

De este modo, en su libro De Madrid a Nápoles, describe Alarcón su ciudad natal, a fin de dar exacta idea de la honda emoción con que cruzaba las calles de Roma el 26 de diciembre de 1860, al dirigirse a la basílica de San Pedro, donde el Padre Santo celebraba de Pontifical. Sirvan, pues, de fondo al cuadro de su vida literaria estas primeras emociones de su infancia, que él mismo escribió en uno de esos días solemnes en que los recuerdos más tiernos de la existencia vienen a nuestra imaginación con singular lucidez.

Alarcón estudió Filosofía con un sabio Lector exclaustrado, de la Orden de San Francisco, en el Seminario de Guadix, y se graduó de bachiller a los catorce años, en Granada, donde emprendió la carrera de Leyes. Peso el caudal paterno era escaso y tenía que subvenir a las necesidades de diez hijos, de los cuales nuestro escritor es el cuarto. Viose, pues, obligado a regresar a la solitaria ciudad donde residían sus padres, y, permutando la jurisprudencia por la Teología, volvió al Seminario, donde cursó las ciencias eclesiásticas. Pero al cambiar de domicilio y de atmósfera intelectual, no cambió de naturaleza, y su invencible vocación literaria no se entibió con los nuevos estudios, antes bien, las privaciones y las dificultades encendieron su alma de más ardientes deseos, desarrollando en ella la natural afición a las letras, a punto de convertirla en pasión o en vértigo.

Expulsadas ya entonces las Órdenes religiosas, sus casas quedaron completamente abandonadas y sus magníficas bibliotecas en poder de confiteros y tenderos de comestibles. No había ya frailes que enseñaran y predicaran; pero los libros entonces andaban tan a la mano de todo el mundo, que hasta el mismo Alarcón, niño, seminarista y pobre, logró formar en poco tiempo numerosa biblioteca. No había de serle fácil concertarla y ordenarla a quien tenía que leer a hurtadillas, y tomó la determinación de colocarla en su cabeza, antes que en habitación alguna de su casa. Claro es que libro latino que caía en sus manos, fuera santo Padre, poeta, historiador o filósofo, así de baja como de buena latinidad, lo devoraba sin tregua ni compasión: los castellanos, lo que es los castellanos, eran para él tortas y pan pintado, y en materia de buena o mala doctrina nuestro imberbe estudiante no paraba mientes: un obstáculo, sin embargo, le impedía leer todo aquello que deseaba: muchos de sus volúmenes estaban escritos en francés o en italiano, y Alarcón no sabía una ni otra lengua. Es evidente que, dado su carácter, tal dificultad había de empeñarle más en vencerla, poniendo a prueba su tenacidad y los recursos de su inteligencia.

El método de que se valió para entender las obras escritas en lenguas que no sabía, es tan sencillo e ingenioso a la vez, y prueba con tal evidencia la energía y capacidad de su autor, que no podemos renunciar a describirlo; porque además del mérito que en sí tiene, evidencia el carácter y la fuerza de voluntad de un joven, de casi un niño, que, andando el tiempo, había de dar muestras mayores de entereza y decisión para llevar a cabo sus propósitos.

Sin gramáticas, sin diccionarios, con dos ejemplares de la Jerusalén libertada, uno en francés y otro en castellano, llegó a entender la lengua de Montaigne; para conocer la en que Tasso había escrito, tuvo bastante con la Eneida en latín y en italiano. Juzgue el lector qué suma de trabajo, qué constancia y qué esfuerzo de voluntad supone la empresa de llegar al conocimiento de un idioma desconocido, por medio de la comparación y cotejo de sus palabras con las de otro que se sabe: y no basta para conseguirlo la voluntad y la constancia; necesario es, además de estas cualidades, inteligencia perspicaz y privilegiada memoria. De todo ello alardeó Alarcón en este empeño, y sin necesidad de más pormenores de su niñez, esto prueba que nuestro seminarista había nacido para cosas mayores que las que Guadix le prometía, y que crecía acariciando altos pensamientos acondicionados para más amplias esferas que una arrinconada ciudad andaluza.

Sus conocimientos se aumentaban como sus libros; pero, lo mismo que éstos en misterioso escondite, se amontonaban aquéllos en su inteligencia sin orden alguno: confusión espantosa de ideas heterogéneas, producida por revuelta y malsana lectura, reinaba en su mente: estudiaba, escribía y quemaba al mismo tiempo, sin criterio ni regla, y aquella agitación constante de su espíritu se agravaba con la lucha interior que simultáneamente sostenía. Una idea fija servía como de vértice a todas sus lucubraciones mentales: en ella paraban sus estudios, sus escritos literarios, sus aspiraciones todas: Madrid, el centro de todas las ambiciones, el crisol donde se depuran todas las inteligencias, el gran taller donde se labran las estatuas.

¡Sin vivir en Madrid no se puede llegar a ser grande hombre!

Así discurría el rebelde estudiante teólogo, y a satisfacer este deseo dirigía sus pasos; pero sus padres, ¡ya se ve! amantes y previsores como todos lo son, con mayor caudal de hijos que de bienes, y más atentos a la conveniencia positiva de la familia que a las descabelladas ilusiones de su hijo Pedro, pensaban de muy distinta manera, y habían resuelto, por convicción y por necesidad, no variarle de carrera, ni mucho menos facilitarle medios para vivir en la corte.

Tal resolución, vista con imparcialidad, no dejaba de ser razonable: tenían muchos hijos, y era muy natural que aspiraran a que los mayores fueran con el tiempo guía y amparo de los pequeñuelos. La carrera eclesiástica, ya entonces decaída y maltrecha, no lo estaba tanto como ahora, y aún ofrecía subsistencia segura y decorosa: en ella podía aspirarse a elevadísimos y retribuidos puestos; y, bien mirado, si Dios se servía inclinar las dotes intelectuales con que había adornado al joven Alarcón, al estudio de las ciencias eclesiásticas, no hubiera sido milagro verlo algún día con manto y muceta en coro catedral entonando salmos y antífonas, o con báculo y mitra otorgando bendiciones episcopales. Algo de esto debían de esperar aquellos padres del despejo y capacidad de su hijo, cuando tal empeño pusieron en disuadirle de sus inclinaciones literarias, cosa muy razonable además, si se tiene en cuenta que en tales tiempos el cultivo de las bellas letras era todavía más estéril y precario que ahora.

El mismo poeta no desconocía acaso el fondo de verdad que resaltaba en las amonestaciones de su familia; y esto por una parte, y por otra la idea del dolor y la desolación que penetraría en su casa el día que él saliera de ella, le mantuvieron en un estado de lucha entre su amor filial y su vocación, violentísimo en un hombre, casi inconcebible en quien acababa de salir de la infancia. Días, meses, años pasó en esta dolorosa y desesperada situación; pero en ella templó su alma para otras más terribles que en lo porvenir le esperaban. Llegó, por fin, un momento en que comprendió la necesidad de decidirse, y viéndose sin fuerzas para abrazar el estado eclesiástico, al cual no tenía inclinación, y sin los recursos paternales para emprender otra carrera, decidió salir de Guadix por cuenta propia. Alarcón no tenía dinero ni cosa que lo valiera; y como era incapaz de acudir a una superchería para proporcionárselo, formó el propósito de ganarlo dentro de su pueblo y aplazar su partida hasta que lo tuviese. Honradez, entereza de carácter, integridad, altivez, llámese lo que quiera, nuestro escritor puede envanecerse de haber atenuado mucho su desobediencia filial con rasgo tan raro, tal vez único en nuestros tiempos entre los jóvenes que se han hallado en su caso. Tenía verdadera fiebre por venir a la corte, carecía de recursos, hubiera podido proporcionárselos pidiéndolos prestados o cometiendo una mala acción que no imprime carácter en un joven de su edad, y sin embargo, prefirió esperar y buscar lo que le faltaba, trabajando sin saber cómo ni en qué. Este hecho revela el carácter de un hombre, y merece referirse. Veamos por qué difíciles, pero ingeniosos medios, se abrió el camino de Madrid.

Era paisano y amigo de Alarcón el novelista Torcuato Tárrago, y a la sazón residía en Guadix. Por mediación de éste, hallábase en relaciones y se carteaba con un personaje de la culta Cádiz, donde había imprentas, aficiones literarias y muchos de aquellos elementos de que nuestro poeta carecía en su ciudad natal. Concibió, pues, la idea de funda, en Cádiz una Revista literaria que debía escribirse en Guadix: púsolo en conocimiento de Tárrago, y ambos de acuerdo, convinieron con el Mecenas gaditano en dar todo el original que se necesitara para el periódico, con tal de que él se comprometiera a sufragar los gastos y contribuir con los elementos materiales necesarios para la empresa.

A esto debió su origen El Eco de Occidente, semanario de literatura, ciencias y artes, que se publicó durante tres años en Cádiz y en Granada; y donde por primera vez vieron la luz pública trabajos de Alarcón, que más adelante, corregidos y reformados, volvieron a publicarse en Madrid. Buena fortuna logró El Eco de occidente entre los andaluces, y no fue mala tampoco la de Tárrago y Alarcón, asociándose a un empresario que, tan pronto como cubrió gastos el periódico, les cedió todos los productos de las suscripciones de la provincia de Granada. De resultas de esto, el aprendiz de teólogo, que tuvo buen cuidado de ahorrar y ocultar sus ganancias, se creyó un capitalista al cabo de un año, y con el dinerillo reunido y su resolución, alimentada y fortalecida durante muchos meses, huyó de la casa paterna el 18 de enero de 1953.

Hizo parada en Cádiz, donde organizó a su gusto El Eco de Occidente, y un mes después entraba en la corte, como todos los estudiantes calaveras, con poco dinero, muchas esperanzas y un robusto legajo de versos, donde se encerraban más ilusiones que endecasílabos, y eso que éstos, como los franceses de Roncesvalles, eran incontables. Sin amigos, sin protectores, sin cartas siquiera de recomendación, nuestro prófugo se acomodó en Madrid como Dios le dio a entender, y al día siguiente se fue en busca de un editor que le comprara sus versos, o por lo menos que se los publicara.

Cada época tiene sus caprichos y sus modas literarias, y en aquélla El Diablo Mundo era, como si dijéramos, la cúspide de lo bello, el non plus ultra de la poesía. Nadie entendía aquel intrincado laberinto; pero precisamente por eso lo admiraba todo el que presumía de literato antes de serlo (lo mismísimo pasa hoy con otras obras), y el número de los admiradores era inmenso. El poema, o lo que sea, no tenía fin, su autor, justamente célebre por mejores títulos, había muerto, y todo poeta novel se creyó obligado a completar el pensamiento y la obra del gran Espronceda, que el público esperaba con ansiedad. ¿Cómo era posible que nuestro Alarcón dejara de echar su cuarto a espadas, probar fortuna en tan difícil, arriesgada y grandiosa empresa? Dos mil versos, continuación del Diablo Mundo, presentó al editor madrileño; pero con tan mala estrella, que a las primeras palabras éste le hizo saber que acababa de publicar el íntimo amigo de Espronceda, y afamado autor de María, D. Miguel de los Santos Álvarez, la verdadera continuación de aquella obra estupenda. Mal empezaban en la corte las aspiraciones del novel romántico; pero él fue siempre filósofo, y como tenía dinero, quemó tranquilamente sus versos y se consoló oyendo cantar buenas óperas en el teatro Real, que era por entonces la afición más desordenada de su vida.

A todo esto continuaba sin amigos ni protectores; se le acababa su capital, y sus ilusiones volaban como alma que se lleva el diablo, sintiendo ya en el fondo de su alma ese gusanillo que nos dice que hemos obrado mal, y nos representa tan al vivo las amarguras y dolores que hemos causado. Alarcón se acordaba ya con pena de la que causaba a sus padres, y su amor filial, que sólo al dejar la casa de Guadix se había entibiado, volvía a renacer en su alma con más vigor, para seguir creciendo toda su vida. Deseaba reconciliarse con su familia, aunque no volver a su pueblo, y como no hay mal que por bien no venga, el de presentarse en Guadix vino compensado con el bien de la cariñosa y codiciada reconciliación.

Cayó soldado, y él, que voluntariamente se había declarado prófugo de la casa paterna, creyó que podía pasarlo peor siéndolo del ejército; y sin vacilaciones ni dudas emprendió su regreso a la ciudad natal, no dejando rastro de su estancia en la corte, ni llevándose nada de aquello que había traído en su cabeza y en su bolsillo. El hijo pródigo volvía al hogar, y sus padres, afligidísimos desde su partida, esperaban con los abrazos abiertos al hijo predilecto. Los padres, es natural, siempre son así: quieren más al que menos lo merece. Y sin embargo, esto, que tiene visos de verdad desconsoladora, es hermosísima prueba que aquilata el amor paternal. No quieren más al hijo ingrato que los abandona, sino que su amor se enciende con más vivo fuego por aquel que temen perder moralmente, ni más ni menos que por el enfermo cuya vida está en peligro.

Alarcón volvió a su casa a recibir el perdón que sus padres le otorgaron de buen grado y sin humillarle, pero no sin las severas amonestaciones y sanos consejos que su proceder había merecido. Hicieron el gran sacrificio de redimirlo del servicio militar; y convencidos de que la vocación de un joven tenaz y voluntarioso no se tuerce fácilmente, le otorgaron su permiso para que viviera en Granada, desde donde deseaba dirigir El Eco de Occidente. Allí se trasladó, continuando la publicación del semanario, aún con mejor fortuna que en Cádiz; permaneció un año en la ciudad de Boabdil, entrando a formar parte desde luego de aquella famosa sociedad de jóvenes literatos y artistas llamada por entonces La Cuerda, y compuesta de los que después compusieron en Madrid la famosa Colonia granadina. Castro y Serrano, Moreno Nieto, Fernández Jiménez, Manuel del Palacio, Soler, Salvador de Salvador, Leandro Pérez Cossío, Mariano Vázquez, Alarcón y otros lucieron los primeros alardes de su ingenio durante casi todo el año de 53 ante el público granadino, que no contento con aplaudirlos en reuniones privadas, iba a admirarlos al Liceo y a la Academia.

En esto llegó a Granada el eco de la triunfante rebelión de Vicálvaro, que removiendo allí, como en toda España, ánimos inquietos y espíritus levantiscos, produjo motines y asonadas, resucitando odios añejos y excitando las pasiones políticas, a que tan dado es, por desgracia, nuestro pueblo. Alarcón tenía entonces veinte años, carácter vivo y emprendedor, ambición de nombre, imaginación aventurera y amor inconsciente, pero sincero, a lo que suelen llamar libertades populares: no fue mucho, pues, si despreciando el peligro personal y no conociendo a fondo las consecuencias ulteriores que provocaba, se puso al frente del movimiento insurreccional, sorprendió un depósito de armas, las distribuyó al pueblo, ocupó el Ayuntamiento e invadió la Capitanía general. Hizo aún más: fundó un periódico llamado La Redención, y desde allí provocó con ímpetu temerario la hostilidad del clero, de la milicia nacional y del ejército. Contra todos luchó valerosamente, y fue fortuna suya no quedar vencido en tan desigual combate, pues sin ella, no le hubieran bastado su mucho talento, su valor indomable, ni su probada entereza, contra tan poderosos enemigos. Venció; pero quedó cansado y con la dolorosa convicción de la esterilidad de sus esfuerzos; por lo cual decidió volver a Madrid, donde con más juicio y tranquilidad podría exponer sus teorías y recoger menos espinosos frutos.

Dejó, pues, los amargos placeres de su influencia revolucionaria en la provincia de Granada, y vino a Madrid a ser dueño comanditario de un humildísimo sotabanco: en él residió la antigua Cuerda, con el nombre más aristocrático de Colonia granadina, pero adornada del expresivo lema de ¡Sin un cuarto!, que tenía la ventaja de ser, además de lema, verdad indiscutible. Desde las alturas de aquella desencantada mansión llovieron a porrillo sobre la corte versos, artículos, chistes, melodías, dibujos, cuentos y anécdotas, que llegaron a ser celebrados y pedidos con ansia por la culta sociedad madrileña: con esta benéfica lluvia de gracias, cayeron también los nombres de sus autores, y muy pronto se popularizaron y aun se hicieron célebres; pero siempre, eso sí, siempre ¡Sin un cuarto! El lector que deseara más noticias de nuestro poeta en esta época, puede recogerlas sin dificultad en los tres primeros tomos de esta edición de sus obras, donde las hallará narradas con el sabroso y natural gracejo que constituye la primera cualidad del escritor de que tratamos.

Por aquellos tiempos publicábase en Madrid un libelo, más bien que un periódico satírico, destinado a derribar a la señora que ocupaba el trono, y apadrinado por un alto personaje que después ha muerto con reputación de ser el arquetipo de la lealtad. ¡Así es el mundo! Todavía en aquella época había partidos y políticos creyentes, y contra El Látigo, que así se llamaba el periódico, se levantó una cruzada de partidarios leales de la Monarquía, aunque caídos por aquel entonces, dispuestos a defender por todos los medios a la Reina y a la señora. Su entereza y decisión logrolo de manera que a poco las retractaciones se hicieron casi diarias, frecuentes los cambios de director y redactores, comunes las actas de compromiso a no repetir los ataques a la persona que ocupa el trono, y el periódico quedó sin interés ni atractivo por falta de escritores que se atrevieran a continuarlo en el tono y sentido en que había sido fundado. Así estaba El Látigo cuando le ofrecieron a Alarcón la plaza de director, sin ocultarle los riesgos que llevaba consigo.

Pero ¿quién te tosía a nuestro escritor guadijeño, con sus veintiún años, su sangre andaluza y revolucionaria, buscarruidos por inclinación, sin un cuarto, y ante la ocasión de hacerse célebre en pocos días? Liose pues, la manta, y sin reparar en barras se metió de hoz y de coz en la dirección y redacción de El Látigo, y tan a maravilla hizo su papel, que al poco tiempo se hallaba pendiente de un duelo a muerte. Hable, pues, él en este asunto, que lo hará mejor que nosotros.

«A los veintiún años (dice), caballero andante de la revolución y soldado del escándalo, luché cara a cara con el poder más fuerte de mi patria, para venir a verme una mañana de febrero, solo en un campo desierto, a merced de mis enemigos, no sabiendo mi imperita mano defender mi vida, y debiéndosela a una noble genialidad de mi contrario, mientras que mis cómplices de redacción se lavaban las manos, o hacían todo lo contrario de lavárselas.

»Pero si mi desengaño y mi pena fueron horribles, el escándalo había sido igual, y cáteme usted ya célebre en la villa y corte, cuando apenas me apuntaba el bozo, y consagrado demagogo por las mil trompetas de la fama, el mismo día que dejaba de serlo. Tan cierto es que aquel día acaeció algo muy grave en mi corazón y en mi inteligencia, que desde entonces, hasta que volví a publicar una idea política, ¡dejé pasar nueve años!..., toda mi juventud».

El lance de honor que para Madrid fue un acontecimiento, al que asistieron como jueces el actual Duque de Rivas y D. Luis González Brabo, fue para Alarcón un suceso que modificó profundamente su modo de pensar y le abrió nuevos caminos para lo porvenir. En el momento supremo, cuando se vio abandonado por los que le habían comprometido, cuando sólo halló amigos y favorecedores en sus adversarios políticos, cuando reflexionó en los escritos que motivaban aquel duelo y que iba a defender y defendió a pistoletazos, toda la poesía que él se había imaginado cayó ante la triste realidad, y allá en el fondo de su alma vio que, si su imaginación exaltada y aventurera le había conducido a las mayores exageraciones, su corazón noble y caballeresco se negaba a reñir batallas por defender principios y teorías que, cuando pensaba en ellas con ánimo sereno, estaban muy lejos de satisfacer sus ideales.

Desde aquél día no volvió a ocuparse de política, y retirándose a Segovia para reponer su quebrantada salud, entregose en absoluto al cultivo de la literatura. A El final de Norma, que escribió en su tranquilo retiro, siguieron varios artículos que publicó en El Occidente, reseñando la Exposición de la Industria de París, adonde se había trasladado en aquella primavera, y con los cuales puso el sello a su reputación de crítico y literato. Más de cien impresiones se han hecho de su artículo La Nochebuena del poeta, que escribió en aquel año, y con ser tantas las ediciones y tan agitados los años que han transcurrido, todavía solaza su lectura y se reproduce con frecuencia para dar saludable y ameno entretenimiento a los aficionados a las bellas letras. Desde esta época hasta fines de 1857, raro era el periódico o revista donde no se hallará la firma de Alarcón al pie de trabajos literarios. El Occidente, La Discusión, El Criterio, La América, El Museo Universal, El Semanario Pintoresco, La Ilustración, El Eco Hispano-Americano, El Mundo Pintoresco, El Correo de Ultramar y otros muchos periódicos, participaron de la fecundidad de nuestro escritor; y los artículos de costumbres, las novelas, las revistas locales y de viajes, llevaron su nombre con aplauso por toda la Península. No descuidó tampoco el teatro, antes bien dedicó a la crítica dramática una buena parte de su tiempo, siendo por algunos años el terror de los literatos que escribían para la escena, pues su crítica era severa, acerada, aguda y nutrida de lógica y sólido razonamiento. Muchos disgustos le valió el cultivo de este género de literatura, que siempre lastima la susceptibilidad de los criticados; pero el mayor de todos lo recibió cuando quiso que se representara una obra dramática que acababa de escribir.

A fines del año de 1857 se anunciaba en los carteles del teatro del Circo un drama titulado El hijo pródigo. Llenose la platea, la noche del estreno, de periodistas, poetas y artistas de todas las categorías y condiciones, y de aficionados a las primeras representaciones, en quienes la de aquella noche había excitado mayor curiosidad. Rara vez el público se dispone a oír la obra de un escritor conocido con imparcialidad completa. El nombre del autor, sus antecedentes literarios, sus ideas políticas, sus triunfos o derrotas anteriores, las simpatías de que goza en el círculo de los del oficio, los acontecimientos del día y hasta la temperatura, influyen en el ánimo de los espectadores, predisponiéndoles a levantar o rebajar el éxito de la obra que se representa. Aun antes de levantar el telón la noche del estreno de El hijo pródigo, ya se veía el espíritu de hostilidad que dominaba en una gran parte de los que habían de juzgarle; los chistes de unos, las hipócritas e intencionadas alabanzas de otros, los ataques no disimulados de aquellos que deseaban vengarse del crítico que tan severamente había juzgado sus obras, y el desdichado carácter español, propicio siempre a dejarse arrastrar por el camino que más perjudique al compatriota que se eleva, formaban aquella noche una atmósfera tan contraria a la obra de Alarcón, que bien a las claras se veían las malas condiciones con que se entraba en el palenque dramático, y, sin esperar a que se alzara el telón, podía asegurarse que el drama tenía que luchar con elementos contrarios y con diez probabilidades de éxito contra noventa. El drama, sin embargo, impuso silencio a sus detractores; se apoderó desde el principio de una parte del público; reconcilió después con otra a su autor, y por último arrancó ruidosos aplausos. Alarcón fue llamado a la escena repetidas veces, salvándose la obra y proporcionándole un triunfo legítimo. Pero si la colectividad había sido vencida y subyugada, las individualidades tenían aún recursos para impedir que el autor gozase de las ventajas de la victoria; y, en efecto, al día siguiente muchos periódicos lanzaban apasionadas críticas del drama, ocultando la verdad del éxito unos, afirmando que no lo había tenido otros, desfigurando su argumento algunos, tachándole de inmoral no pocos; cuál aseguraba que había sido silbado, cuál otro que los aplausos eran comprados; quién declaraba que nadie asistía al teatro aunque seguía anunciándose El hijo pródigo; quién aconsejaba que se dejase de ir al Circo; en fin, el clamoreo fue tal y tan contradictorio, que la opinión no pudo formar verdadero juicio de la obra; porque entonces, aunque la prensa periódica, en su parte literaria, no era tan apasionada e injusta como en el día, estaba ejercida por personas de más ingenio y valía, teniendo, por consiguiente, más autoridad en el público. Desdichadamente para los que escribían obras dramáticas, los críticos de los periódicos merecían crédito de sus lectores, y ejercían verdadera influencia en su ánimo, y cuando la emprendían injustamente con algún autor, le causaban perjuicios positivos en la reputación y en los intereses. Hoy es otra cosa: la talla de los críticos de teatros, en general, ha disminuido tanto como la parcialidad y la pasión se han desarrollado, y si bien todavía la prensa periódica no ha llegado a ser completamente inofensiva, en este punto su, influencia en el público es tan pasajera, que apenas si logra dañar o favorecer a los autores en las primeras representaciones.

Profundamente herido Alarcón por la confabulación que la injusticia, la envidia y la venganza habían tramado contra su drama, resolvió retirarlo de la escena y no autorizar jamás su representación. Veinticuatro años han pasado, y ni ha vuelto a escribir para el teatro, ni ha consentido, por más instancias que se le han hecho, la representación de El hijo pródigo, obra que, no estando libre de defectos, tiene cualidades relevantes, y a la cual profundos críticos, que la han juzgado años después, le han señalado el puesto que merecía en las letras y que le habían negado los criticados que presenciaron su estreno.

Escarmentado en esta tentativa dramática, y sin amor ninguno a la política aventurera, pero conservando su carácter activo e inquieto, penetró nuestro poeta en lo que suele llamarse gran mundo, y claro es que con su gracejo y desenvoltura había de figurar en él en primera línea. Los salones más aristocráticos y los círculos más en moda se honraban con su presencia, y él, que en toda ocasión lleva consigo la noble emulación de distinguirse, lo consiguió de tal manera en esta ¿poca, que, en dondequiera que se buscaba el ingenio y la galantería, la persona de Alarcón era indispensable. Su vida fue, pues, durante dos años una verdadera novela en acción, con todos los accidentes y episodios poéticos y dramáticos que pueden adornar a la más interesante que corra impresa por el mundo. Espectador que observa y estudia en lo que ve, actor que sabe aprovechar las lecciones que la experiencia da constantemente al hombre, y artista que encuentra la parte más bella de las cosas y de los sucesos, Alarcón fortaleció en este tiempo su espíritu con los conocimientos de la vida real y del corazón humano, aprovechándolos para todas sus obras literarias, recogiendo a la vez un caudal de relaciones y amistades que le ayudaron a fijar definitivamente sus doctrinas políticas en un término medio, tan distante de la anarquía como del despotismo. Su íntima amistad con Ros de Olano, y sobre todo con Pastor Díaz, influyó grandemente en que el carácter del fogoso poeta guadijeño se hiciera más grave que lo había sido hasta entonces, dejándole ver las cosas del mundo tales y como eran, y sin los adornos utópicos de que su imaginación solía revestirlas. Pastor Díaz lo trató como a un hijo, y como tal lo asistió Alarcón en su postrera enfermedad hasta que recogió su último aliento, conservando hoy su memoria con el respeto y gratitud que a sus maestros debe toda alma bien nacida.

Pero ni el bullicio del gran mundo, ni las distracciones de aquella alegre vida, ni tan siquiera los amoríos harto ruidosos en que nuestro escritor disipaba mucho tiempo, fueron parte a quitarle sus aficiones literarias, ni aun a amenguar la fecundidad de su pluma: nuevas novelas, nuevos artículos, nuevas poesías brotaron de ella, en tanto que, dando muestras de viril patriotismo en medio de aquella tempestad de pasajeras impresiones exclamaba ardorosamente:


       «Méjico, Gibraltar, la raza impía,
que, afrentando la sombra de Cisneros,
con júbilo soez nos desafía,
¿Será que siempre nos aguarden fieros
sin que salten ¡oh Dios! a la venganza
trémulos de la vaina los aceros?».

Un año después de escribir esto sentaba plaza de soldado voluntario en el ejército de África, y, dejando la vida brillante y alegre de los salones por la penosa y austera de los campamentos, pasaba el Estrecho con el batallón de Ciudad Rodrigo, a las órdenes del general Ros de Olano.

¿Qué honda amargura sufriría el alma de nuestro poeta para cambiar tan bruscamente de manera de vivir? ¿Qué desengaño le hacía huir del gran mundo para pelear contra moros en las playas de África? ¿Por qué abandonaba el hombre de moda la sociedad en que ocupaba tan distinguido puesto, para hacer la vida obscura y penosa del soldado? Nada extraordinario le había ocurrido: España llamaba a sus hijos, y en Alarcón renacían los instintos patrióticos de sus primeros años: aquellas ardientes aventuras políticas de Granada, aquellos discursos revolucionarios del bienio, aquellos artículos furibundos de El Látigo, no eran sino emanaciones del belicoso patriotismo que ardía en su alma, y que, pugnando por desbordarse, salía por cualquier parte en busca del peligro. Alarcón no era revolucionario, como no lo han sido tal vez la mayor parte de los hombres que han figurado en la revolución; pero tenía en su alma el calor y la inquietud propios de los hijos del Mediodía, alimentaba su espíritu con los recuerdos gloriosos de los antiguos capitanes españoles, y, a falta de ocasión para seguir las huellas de los Pelayos, Corteses y Córdovas, se contentaba con parecerse a los Padillas y Maldonados, ilustres todos por el valor que mostraran, pero muy diferentes por la causa en que lo emplearon. ¡Alarcón había soñado toda su vida con África! ¡con Méjico! ¡con Gibraltar! ¡con Portugal! y no era mucho que, al oír el grito de guerra que llamaba a los hijos de Cisneros para continuar su empresa de África, dejara todo lo del mundo por contribuir a la realización de sus sueños. Era joven, tenía ya nombre estimado como escritor y como poeta; la paz le brindaba con todas sus delicias; pero «por ventura (pensaba Alarcón), ¿no eran jóvenes también como él, y poetas, y escritores, los Ercillas y Garcilasos, y los Camoens, Cervantes y Calderones?».

Con más fortuna, aunque no con menos peligro, hizo su campaña el soldado poeta de nuestros días, que algunos de aquellos a quienes imitaba, y, sin embargo, trajo de la guerra un balazo, dos cruces y un libro. Del balazo y las cruces hace él orgulloso alarde, y tan inmodesto en esta materia, que suele narrar el hecho a sus hijos para que lo admiren hoy y lo imiten mañana. Con el libro es más modesto, pues no lo celebra nunca; pero nadie ignora que de aquella obra, escrita en los campamentos, se tiraron cincuenta mil ejemplares, que debieron de producir en venta cerca de tres millones. ¡De tal manera la acogió el público de entonces! El de ahora ha dado en decir que es el mejor libro de D. Pedro Antonio de Alarcón, a quien con frecuencia se le designa con el honroso nombre del autor del Diario de un testigo de la Guerra de África.

No se hizo rico el recluta de Ciudad Rodrigo, a pesar de los tres millones que produjo su obra; pero sí recibió del editor, más espléndido de lo que se acostumbra, dinero bastante para vivir holgadísimamente, y esta vez sin trabajar, una muy larga temporada, que él inauguró emprendiendo un viaje por la hermosísima, incomparable Italia. Quien ame la belleza y sea artista de corazón, siga su ejemplo, y hallará para lo porvenir nuevos mundos, elevadísimos puntos de vista, ilimitados horizontes, refugio y amparo de toda alma dolorida; el arte antiguo y moderno en sus más asombrosas maravillas; aquellas ruinas, hijas del tiempo, de la barbarie y de las revoluciones, que, como la zarza sagrada, arden sin consumirse y varían de forma sin perder su belleza; aquella naturaleza que empieza en las gigantescas escabrosidades de los nevados Alpes con los recuerdos de Aníbal y Napoleón, para terminar en los hermosísimos jardines de Chiaia y de Sorrento, donde viven todavía nuestros Córdovas y Toledos; aquella Roma, hija de bárbaros, reina del mundo, madre de toda civilización, por donde vagan confundidas las sombras de todas las grandezas humanas, los reyes, los cónsules, los tribunos, los emperadores, los papas, los sabios, los guerreros, los poetas, los artistas, los monstruos y los mártires. Alarcón atravesó gozosamente Francia, Suiza o Italia; pero no por eso dejó de sacar fruto de su viaje: no duró éste arriba de seis meses, y sin embargo, de tal modo supo aprovechar el tiempo nuestro escritor, que, al terminarlo, ya tenía en cartera un amenísimo e interesante libro, que con el título De Madrid a Nápoles dio al poco tiempo a la luz. Había visto con ojos de artista y espíritu observador las obras más bellas de la inteligencia humana; había hablado con Rossini en París, con Cavour en Turín, con Pío IX en Roma; había asistido al sitio de Gaeta, presenciando la caída del último y legítimo rey de las Dos Sicilias: su libro pues, tiene algo de todos los géneros de literatura por él cultivados, y, a la vuelta de un capítulo que trata puramente de arte, viene otro esencialmente político, que precede tal vez al que trata de las costumbres del país que recorre. Este libro tiene algo de todas las cualidades de su autor; pero se distingue más que ningún otro de los suyos por el juicio y la serenidad de espíritu con que aprecia los hechos y las personas: hay todavía en sus teorías levadura revolucionaria; pero en la manera de sentir, allí donde deja correr libremente su natural inspiración, escribe como un tradicionalista a la moderna. Es reaccionario cuando siente, liberal cuando piensa, y en toda ocasión prudente y exacto, como quien tiene experiencia del mundo y de la vida humana.

Por este tiempo estaba en el poder la Unión liberal, más vigorosa y rozagante que nunca. Su política descreída y reselladora había recogido los elementos dispersos de todos los partidos, por buenos o malos medios; y a la verdad que no dejaba de ser práctico un partido cuyas doctrinas servían tanto a los que procedían de la revolución como a los que venían del campo reaccionario. Alarcón había conocido y tratado en África al general O'Donnell, y, además del afecto personal, le ligaba a él esa relación que existe entre el soldado y el caudillo que le lleva a la victoria: era ya conservador en el fondo de su alma, y además se sentía arrastrado hacia aquel hombre político, que por lo menos predicaba el orden desde el poder y lo imponía cuando tenía necesidad; por consiguiente, nuestro antiguo demagogo estaba ya en espíritu dentro de la Unión liberal; pero la Unión liberal era Gobierno, y Alarcón estimaba en tanto su decoro, que no podía confundirse con la turbamulta que en aquellos tiempos vendía su primogenitura por un plato de lentejas. Instado por sus amigos personales, llamado con promesas y halagos, supo resistir toda tentación de afecto y de interés, negándose a prestar su pluma y su palabra a la defensa de un partido que no le era repulsivo, al que se sentía inclinado, pero de cuya defensa no podía encargarse sin las apariencias de resellamiento. En esta situación expectante permaneció dos años, al cabo de los cuales cayó el Ministerio del Duque de Tetuán, cayendo con él la barrera que impedía a Alarcón militar en las filas de la Unión liberal. Esta evolución del soldado de África, pasándose a un partido que había perdido el poder después de conservarlo muchos años, tal vez no obtuvo el aplauso de sus antiguos amigos políticos; pero nadie pudo calificarla de interesada, antes bien lo hizo dando muestras inequívocas de que obedecía a una convicción sincera, hija de madura reflexión. Ni aun se le podía atribuir la esperanza, que entonces era remota, de próxima vuelta al poder; pues si bien la Unión liberal lo obtuvo poco tiempo después, Alarcón no ocupó puesto alguno retribuido, obedeciendo siempre a razones de delicadeza, que debían tener muy presentes aquellos que cambian de opinión sin cambiar de destino, o que, siguiendo el título de la antigua comedia, creen lícito mudarse por mejorarse.

Un golpe dolorosísimo vino a contristar el ánimo de Alarcón. Su padre, ya extenuado por larga y penosa enfermedad, falleció en el año de 1863, bendiciendo a sus nueve hijos, especialmente al antiguo prófugo, que mucho le ayudaba desde Madrid en el difícil cargo de jefe de familia. Aquel empeño particular de ver sacerdote a su hijo Pedro y en dignidad respetable, lo vio realizado el anciano en otro hijo menor. Nuestro poeta contribuyó poderosamente con su consejo a que su hermano abrazara esta carrera; le ayudó a seguirla, influyó para que adelantara en ella, y cuando el autor de sus días, postrado y moribundo, pedía con fe y esperanza la presencia del ausente hijo sacerdote, beneficiado entonces en una catedral de Galicia, para que quedase al cuidado de las que iban a ser viuda y huérfanas, llegó éste con el nombramiento, que su hermano Pedro le había alcanzado, de canónigo de la catedral de Guadix. ¡Tan cierto es que en los momentos supremos de la vida hay revelaciones providenciales (que Dios otorga al amor ferviente de los que con fe le piden), como lo fue que el padre de Alarcón adivinó que la presencia de aquel hijo suyo era don de la misericordia divina! No hubo necesidad de decirle que era canónigo de Guadix y que iba a sustituirle en sus deberes paternales; él lo adivinó al verlo entrar en la cámara mortuoria, y, como si no esperase más para dejar el mundo, expiró rodeado de toda su familia, y bendiciendo a aquel hijo desobediente y rebelde a los veinte años, que, después de realizar sus esperanzas de gloria en el palenque de la literatura, era ya padre cariñoso de sus hermanos, y consuelo de su anciana madre.

Conque volvamos al Alarcón político.

En el periódico La Época hizo su primera campaña contra el Ministerio Miraflores, defendiendo a la Unión liberal; campaña que, como era lógico, le atrajo la enemistad del Gobierno, y su oposición a que fuera diputado en el Congreso que acababa de ser convocado. Él, sin embargo, quiso corresponder a los deseos de sus paisanos de Guadix; se presentó en el distrito, y, sólo cuando la oposición ministerial se extremó cruelmente, retiró su candidatura, más por miedo a los perjuicios que indirectamente pudiera causar a sus amigos, que por falta de fe en el éxito de la elección. Cumplido este deber de gratitud y consideración a las personas que estaban dispuestas a favorecerle, se creyó en el caso de arrostrar él solo las iras del Gobierno, y, al retirar su candidatura, denunció ante el país al Gobernador de la provincia, que le hacía víctima de tantas injusticias y atropellos. Consecuencia de esto fue verse demandado ante el tribunal de imprenta y en la necesidad de defenderse por sí mismo. Todo Granada acudió a la vista de la causa, y Alarcón, que nunca había hecho profesión de orador, lo fue en aquella ocasión tan sincero, tan ardiente y con tal elocuencia, que su discurso terminó entre los aplausos del auditorio: le absolvió el tribunal, y el Gobernador tuvo que salir aquella noche de Granada, haciendo dimisión de su mando.

De vuelta a Madrid, fundó Alarcón, con los señores Mantilla, Navarro Rodrigo y Núñez de Arce, La Política, periódico que se inauguró haciendo oposición violenta y lucidísima al Ministerio Miraflores, que cayó a los pocos meses.

En la nueva lucha electoral que se empeñó en seguida, fue más afortunado que en la anterior, pues derrotó al candidato ministerial, que con toda su influencia apoyaba el general Narváez, Presidente a la sazón del Gabinete. En la poca vida de que gozaron estas Cortes, Alarcón se distinguió por sus discursos de oposición, enérgicos y elocuentes, discursos que eran ya título más que sobrado para obtener un puesto político de primera línea, cuando subió de nuevo al poder el Duque de Tetuán. Pero Alarcón no había olvidado su desdichada campaña de El Látigo; estaba ligado a un partido a quien defendía con fe y abnegación, mas no se creía obligado a sacrificarle su dignidad, aceptando una posición oficial que le imponía deberes hacia la persona contra quien tanto había trabajado. Limitose, pues, a ser segunda vez diputado, sirviendo como tal al Gobierno, y defendiéndolo siempre que pudo con lealtad y desinterés.

En este año de 1865 debía realizarse en su vida nueva transformación, meditada por él hacía tiempo, y que iba a decidir definitivamente de su destino. Contaba treinta y tres años cuando contrajo matrimonio en Granada con doña Paulina Contreras y Reyes, persona en quien Dios quiso que se juntaran la belleza corporal y la bondad del alma para que la obra fuera completa. Este don divino no lo agradecerá nunca bastante (y eso que lo agradece mucho) el arrepentido calavera de otros tiempos, pues aunque Alarcón era ya en aquellos muy aceptable para marido, distaba mucho de merecer mujer tan buena como la que Dios le daba. Verdad es que El que todo lo sabe no ignoraba que el antiguo seminarista tendría aún más cualidades como casado, que defectos había tenido como soltero. Este suele decir que gran parte de la felicidad que el matrimonio le ha proporcionado se la debe a su experiencia y tino, puesto que, despreciando vanas pompas y ventajas materiales del mundo, fue a buscar, con conocimiento de causa y premeditación sostenida, compañera cuyo carácter y virtudes le garantizasen la dicha del alma. Difícil es encontrar el diamante, difícil es no confundirlo con piedra menos preciosa, o falsa del todo; no es fácil hallarlo puro, brillante, sin mancha que lo deslustre, ni capa exterior que le haga parecer pedrusco sin valor ni mérito, y es todavía mucho más difícil, aun hallado con estas cualidades, el hacerlo propio, cuando son tantos los que aspiran a poseer tal maravilla. No se envanezca, pues, el dichoso, ni tome como mérito suyo el bien que recibe, pues muchos, en tan buenas disposiciones como él, han buscado ese diamante, y unos no lo han hallado, otros lo han hallado falso, otros feo, y los más, si lo encontramos verdadero, no conseguimos hacerlo nuestro. Dé, por el contrario, muchas gracias a Dios el afortunado mortal que ha recibido tal mujer y tales hijos, y no se engría tampoco de ser buen padre y buen marido, pues todo ello es deuda que paga, y no gracia que hace. En fin, sean cuales sean las causas y sus consiguientes obligaciones, lo cierto es que el estudiante calavera, el literato de mala vida, el soldado de África y el hombre del gran mundo, es hoy el más fiel y formal de los maridos y el más bonachón de los padres.

En 1866, bajo el Ministerio Narváez-González Brabo, firmó la célebre protesta de los diputados unionistas, que le valió el destierro, lo mismo que a sus compañeros; acto gubernamental en que tuvo origen, según la opinión de algunos, la famosa revolución de septiembre. Alarcón se fue a París, y, levantado que le hubieron el destierro, se retiró a Granada, donde se estableció y escribió el canto épico titulado El Suspiro del Moro, premiado con la medalla de oro en el certamen que aquel Liceo había anunciado para el año 1867.

En Granada permaneció hasta que el año siguiente, iniciada la sublevación de Cádiz, corrió a unirse con el Duque de la Torre, caudillo ya de aquella gran hazaña. Presenció la batalla de Alcolea, acompañó al Sr. Ayala al campo enemigo cuando fue éste a pactar con los Generales del ejército que había mandado el heroico e infortunado Marqués de Novaliches, y de estas escenas y otras ocurridas por entonces, escribió un interesante bosquejo histórico titulado Canarias, Cádiz y Alcolea, que tal vez algún día vea la luz pública, pero que hoy guarda cuidadosamente su autor.

Entregado el poder por el general Concha y constituido el Gobierno Provisional, Alarcón fue nombrado Ministro Plenipotenciario en la corte de Suecia y Noruega, pero no llegó a tomar posesión de su cargo, porque fue elegido diputado constituyente en la circunscripción de Guadix, y prefirió ocupar su asiento en la Asamblea, a desempeñar en el extranjero la alta misión que se le había confiado.

En las Cortes Constituyentes de 1869, Alarcón defendió la candidatura del Duque de Montpensier para el trono de España, antes ocupado por su hermana. El pacto que había precedido a la insurrección de septiembre tuvo por base esta solución, y los que en él entraron procedentes de la Unión liberal no imaginaban que pudiera llegar un día en que el campeón del Duque de Montpensier se dejara llevar a otra monarquía extranjera, y más tarde a la Presidencia de la República. Las cosas estaban muy bien arregladas; pero como el hombre propone y Dios dispone, sin duda no debió parecerle bien a su Divina Majestad que recogiera el fruto quien había hecho la siembra, y prefirió que la Corona de España se pusiese a merced de unos cuantos diputados para que por elección se la entregaran, no al más digno de los españoles, como en otros tiempos, sino al más desocupado de los príncipes extranjeros. Alarcón cumplió su palabra; luchó cuanto pudo para que prevaleciera el compromiso de Alcolea; pero ni sus expresivos artículos publicados en La Política combatiendo sucesivamente la interinidad, la Regencia del general Serrano y las candidaturas extranjeras, ni su famoso folleto titulado El Prusiano no es España, ni, por último, su voto en la Asamblea Constituyente, lograron sacar adelante la candidatura del francés. Mala causa eligió por entonces, a nuestro juicio, el fervoroso redactor de La Política: verdad es que las de sus contrarios no eran mejores, y al fin él quedaba siquiera como caballero y hombre honrado, no faltando a los compromisos adquiridos, mientras otros, como él comprometidos y con más fuertes lazos obligados, se olvidaban de todo y pagaban tributo al éxito y a la fortuna. Vencido entonces, se apartó dignamente de la nueva dinastía, porque pensaba, con razón, «que los montpensieristas debían ceñir crespones de duelo por su derrota, en vez de apresurarse a saludar al monarca que había vencido en la urna». Pero los tiempos se suceden sin parecerse, y en esto, como en todo, se progresa sin duda alguna: entonces saludaron al monarca triunfante muchos de los que trabajaron por otro: ahora le pedirían el Gobierno aquellos mismos que de buena gana le hubieran recibido a cañonazos.

Durante el período de gestación monárquica de la revolución de septiembre, que dio por resultado la venida de un D. Amadeo de Saboya, Alarcón fue objeto de las mayores atenciones y lisonjeras ofertas por parte de los gobernantes que él combatía. El general Prim, con quien desde la guerra de África mantenía estrecha amistad, le brindó con una plaza de Consejero de Estado y una gran cruz; D. Manuel Silvela le ofreció la Dirección de política del Ministerio de Estado, y los periódicos progresistas le indicaron en alguna ocasión para ocupar el Ministerio de Ultramar. Él se apresuró a rechazar esta especie, así como había rechazado los otros cargos y honores, manifestando públicamente que nada aceptaría de aquel Gobierno ni de ningún otro que no realizase el pensamiento de Alcolea, cosa que, si bien no hace mucho honor al buen gusto del artista, enaltece por extremo al hombre y al amigo que lo sacrifica todo al cumplimiento de sus compromisos.

En las elecciones de 1871 fue elegido diputado de oposición por su país natal; y si en las de 1872 quedó derrotado, supo promover tan ruidosos incidentes a consecuencia de las coacciones ministeriales, que su publicación en los periódicos y en las Cortes contribuyó mucho a quebrantar y derribar el Gabinete Sagasta-Romero Robledo.

Después de esta derrota, publicó aquel artículo, formidable por la novedad de la tesis, titulado La Unión liberal debe ser alfonsina, en que demostraba que, habiendo fracasado la candidatura de la Revolución para el trono de España, y no siendo posible que subsistiese el rey extranjero D. Amadeo de Saboya, debían concertarse los unionistas y los moderados para proclamar Rey a D. Alfonso de Borbón, bajo la curatela del Duque de Montpensier, a cuya lealtad y afecto había confiado ya Doña Isabel II la causa de su hijo, después de haber abdicado la corona. Fue, pues, Alarcón el primer revolucionario de septiembre que proclamó la candidatura de D. Alfonso XII, con la circunstancia de que los periódicos moderados encomiaron grandemente su escrito, después de maduro examen, mientras que los republicanos y amadeístas lo combatían, como era natural. Claro es que los diarios unionistas que no apoyaban aquel orden de cosas, se identificaron con la doctrina de Alarcón, haciendo en el mismo día pública profesión de alfonsinos, lauro honroso para el autor del artículo, que tan bien supo adivinar el fin a que caminaban los sucesos públicos de su patria. Sin embargo, es Alarcón tan opuesto a cosechar en política o a estorbar a los ambiciosos, que en seguida dejó el periodismo y su árida materia, para volver a cultivar con mayor honra la bella literatura, mientras que otros cogían el fruto de sus predicaciones.

Comenzó su nueva campaña literaria en 1873 escribiendo un primoroso libro, que publicó al año siguiente, titulado La Alpujarra, donde describe con singular verdad y colorido aquel célebre teatro de la rebelión de Aben-Humeya. En el mismo año dio a luz su novela El sombrero de tres picos, de la cual está ya agotada la sexta edición castellana, siendo varias las que se han hecho en lenguas extranjeras. Esta novelita es notabilísima por el gracejo, agudeza y color de la época con que está escrita.

Nombrado Consejero de Estado a raíz de la Restauración, tomó posesión de su cargo a principios del año 1875, primer destino que llegó a desempeñar en veintiún años de vida política, durante los cuales fue varias veces diputado, habiendo sido Gobierno sus amigos en muchas ocasiones, y siendo nuestro poeta tan pobre como lo son casi todos. Si alguien pudiera tener duda de que en sus evoluciones políticas jamás entró por nada el interés personal, siendo todas hijas de convicción sincera, este dato de su vida, que tal vez no tiene semejante en los tiempos modernos, bastaría para disiparla completamente. No negamos que pueda haber hombres políticos en quienes haya coincidido el medro personal con un cambio sincero de ideal; pero, sin negarlo, creemos que esos fenómenos no entran bien en la credulidad de la opinión pública; porque al fin y al cabo, de los pecadores arrepentidos fue siempre la penitencia, y únicamente después de muchos méritos por ella contraídos, han podido llegar a predicadores. La inconsecuencia política no es pecado ni siquiera venial, cuando nace del convencimiento, y va acompañada del desinterés; pero si va con ella el lucro personal, podrá no ser pecado, pero es siempre indelicadeza. Pocos como Alarcón habrán llegado desde el liberalismo exaltado a las filas conservadoras con vida tan limpia y antecedentes tan nobles como los suyos.

Siendo Consejero de Estado, obtuvo la gran cruz de Isabel la Católica, a propuesta del Ministerio de la Guerra, por su libro sobre la guerra de África y sus servicios en aquella campaña; y el mismo año publicó El escándalo, novela que ha alcanzado mayor éxito que otra alguna española en nuestra época, y en la cual, como si narrara hechos reales, nace el interés de la verdad de los caracteres, del naturalismo de la expresión y de la sinceridad y sentimiento con que están escritas aquellas profundas escenas, cuyos personajes viven o han vivido entre nosotros.

Muchas veces ha sido elegido diputado y dos senador por Granada; pero, aun sabiendo que por esos caminos hay que marchar para llegar a elevadas posiciones, Alarcón está más ufano de la modesta elección de los literatos de la Academia Española, que de todos sus triunfos políticos, a pesar de que en ellos se empeña el amor propio y suele hacerse cuestión de honra lo que en realidad no tiene gran importancia. Casi unanimidad de votos obtuvo en la sesión de 15 de diciembre de 1875 para ocupar una plaza de número en la Real Academia Española; plaza de que tomó posesión un año después, leyendo un célebre discurso sobre La moral en el arte, cuya doctrina sostuvo muchos meses la polémica entre periódicos y revistas españolas y extranjeras, defendiéndola o impugnándola, según las ideas de los que sobre el discurso escribieron.

La tendencia espiritualista de este discurso y el espíritu moral y religioso de su novela El escándalo, fue pretexto, ya que no razón, para que algunos críticos trataran a Alarcón de ultramontano, cuando en realidad dista todavía mucho de esa doctrina, que representa sencillamente, a nuestro juicio, la integridad del catolicismo. Si alguna nueva prueba se necesitara de la sinrazón con que le llamaron ultramontano, ahí está su última y tal vez su mejor novela, El niño de la bola, donde, sin que encontremos manchas de inmoralidad, hay vacilaciones y condescendencias que rechaza evidentemente la llamada intransigencia ultramontana. En esta obra parece como que el autor ha querido fijar el límite de sus creencias; pero a nuestro entender no lo ha logrado del todo, y es preciso esperar a que nuevos trabajos suyos den idea más clara del verdadero espíritu de sus obras.

La dimisión que de su cargo de Consejero de Estado presentó a la caída del Ministerio Cánovas, le deja libre de toda ocupación administrativa, y como a la política presta ya escasa atención, es seguro que nuevos y meditados libros vendrán, desde su casa de campo de Valdemoro, donde hoy reside y donde ya escribió El niño de la bola, a deleitar, entretener y enseñar al público, ávido siempre de sus escritos.

Allí, en el magnífico despacho o celda prioral que se ha construido entre un frondoso jardín y una hermosa huerta, que cultiva con sus propias manos, con tiempo, tranquilidad y buenos deseos para continuar con honra y provecho su brillante carrera literaria, nuestro buen amigo puede estar seguro de que es mucho más estimado y admirado que aquellos diligentes políticos de antesala, a quienes varias veces hemos oído exclamar: -«¡No se comprende cómo Alarcón no ha sido ya varias veces Ministro!». A la edad de cuarenta y ocho años, con lindos hijos, mujer bella y virtuosa, y retiro cómodo y ameno, Alarcón halla en el amor de la familia su único solaz y recreo: sus antiguas ideas, sus aficiones, sus costumbres y su conducta en los palenques político-literarios, son ya más las de un veterano que colgó sus armas, que las de un hombre entusiasta y ambicioso. Sin embargo, creemos o tememos que el demonio de la política, que varias veces le ha tentado, volverá a llevarle a las lides en que extrañan su ausencia sus antiguos camaradas de la prensa y del Parlamento.

Alarcón es de carácter vivo y jovial, sencillo en su trato y de amenísima conversación: leal y cariñoso con sus amigos, considera a los verdaderos como miembros de su propia familia; y su casa, donde suele reunirlos con frecuencia, es de esas pocas donde el tiempo se pasa sin sentir. Su vigorosa inteligencia y su ingenio agudo y sazonado, están hoy en su apogeo; tiene ya la experiencia y la tranquilidad de espíritu que casi siempre le han faltado, y no aventuramos mucho si nos atrevemos a asegurar que, con ser tan grande y tan merecida la reputación literaria del Alarcón de los tiempos pasados, aún ha de ser mayor y más sólida la del Alarcón que está por venir.

1881.

*****

Los rumores que con insistencia han corrido por Madrid acerca de la enfermedad y muerte de Alarcón y de las causas que la produjeron, muévenme, por deber y deseo propios y por ruego de su familia, a llenar el espacio que media desde el año 1881 en que se terminó la anterior biografía, y la muerte de tan ilustre escritor, ocurrida el 19 de julio de 1891.

En el transcurso de estos diez años, Alarcón sólo vivió para las letras los seis primeros, dando a la estampa El capitán Veneno, estudio del natural, escrito el verano de 1881; La Pródiga, novela publicada a principios de 1882, y el Discurso sobre oratoria sagrada, que leyó en la Academia Española el 19 de abril de 1883, contestando al del nuevo individuo de número Sr. D. Alejandro Pidal y Mon, amén de otros artículos sueltos publicados en periódicos y revistas, y que, unidos a los que en 1884 aparecieron en La Ilustración Española y Americana con destino al tomo de Más viajes por España, forman hoy el de Últimos escritos, dado a luz a poco de su muerte por disposición testamentaria.

Al propio tiempo recopiló cuidadosamente todas sus obras sueltas, incluyéndolas en la Colección de escritores castellanos, apareciendo en esta forma sucesivamente tres tomos de Novelas cortas, titulados Cuentos amatorios, Historietas nacionales y Narraciones inverosímiles; uno de cuadros de costumbres, denominado Cosas que fueron; otro de Viajes por España; otro de Juicios literarios y artísticos, y otro de Poesías serias y humorísticas, con el drama El hijo pródigo.

Al escribir su último artículo, titulado Diciembre, el año 1887, ya se resentía la naturaleza fuerte y vigorosa de Alarcón; su carácter jovial e ingenioso cayó en profunda melancolía; no encontró en su organismo, gastado por los años y el trabajo, energías bastantes para rehacerse; conoció con intuición maravillosa que el hombre todo luz e inteligencia de otros tiempos, aplaudido y admirado por el mundo, se hundía, y se hundía para siempre; y encerrándose en el seno de una familia amante y cariñosa, se negó con obstinación invencible a salir ni ser visto por nadie, y se sentó a esperar la muerte con la constancia y el tesón propios de su carácter.

Esta parte de su vida, ignorada por la mayoría, y sólo conocida de sus íntimos, encierra páginas de infinita tristeza y de resignación heroica, más fáciles de comprender que de narrar. El 30 de noviembre de 1888 caía herido por el primer ataque de hemiplejía, que le paralizó todo el lado izquierdo, pero dejando despejada su inteligencia. ¡Quién sabe lo que pasaría por aquella alma grande y apasionada y por aquel corazón vehemente e impetuoso al verse privado de movimiento, necesitando el apoyo de su mujer y sus hijos para dar unos pasos vacilantes, y al conocer, como conoció, toda la importancia y gravedad del nuevo giro que tomaba su dolencia. Aún tuvo dos ataques más, el 28 de diciembre de 1889 y el 10 de febrero de 1890, tan grave este último, que, alarmado el mismo enfermo, recibió los santos Sacramentos y consintió en someterse a un plan médico, cosa que había rechazado hasta entonces.

El acierto y el cariño con que le asistió el Dr. Tolosa Latour, y los cuidados y desvelos de su familia, lograron vencer aquella tremenda crisis y que mejorara Alarcón notablemente, recobrando parte del movimiento.

Resignado con su enfermedad, buscó distracción en la lectura, y en esos años pasaron por sus manos un sinnúmero de obras francesas y españolas, tirando algunas a medio leer, por insípidas, enterneciéndose hasta llorar con otras, y haciendo que le leyeran sus hijos muchas de ellas.

Agotada ya la mayoría de las bibliotecas de nuestros editores, pidió un día que le leyeran El Escándalo, y Alarcón, sobreviviéndose a sí mismo, escuchó la lectura de esa novela inmortal como si fuera un extraño, juzgando sus escenas culminantes y manifestando su agrado en ocasiones. «A esta novela sólo le falta que yo me muera», les dijo a sus hijos al terminarse la lectura de esa obra, por la que siempre mostró predilección.

Este fue el último libro que leyó Alarcón. Al día siguiente, 15 de julio, cayó con el último ataque, iniciándose el derrame cerebral que le llevó al sepulcro. Casi perdido el conocimiento, conservó lucidez bastante para conocer a los suyos y recibir con verdadera unción los Sacramentos de la Iglesia, y rodeado de su mujer y sus cinco hijos, de su hermano Joaquín, del Dr. Tolosa y de todos los criados, con un crucifijo entre las manos y asintiendo con la mirada a las palabras de consuelo y resignación que le decía el sacerdote, entregó su alma a Dios el 19 de julio de 1891 a las ocho de la noche, ante el cuadro magnífico y conmovedor de ese hogar amantísimo, que inmóvil y silencioso, por no turbar sus últimos instantes, veía desaparecer lo que más amaba en la tierra, y legando a sus hijos el recuerdo imperecedero de una muerte ejemplar y cristiana.

No es, pues, cierto, como algunos han supuesto, que Alarcón tuviera sus facultades perturbadas durante su enfermedad. Su encierro fue voluntario, efecto de un exceso de cavilosidad y recelo; temió la compasión y la lástima del prójimo ante su decaimiento físico y moral, y alejándose de la sociedad y del mundo en que vivía, confió a la intimidad de la familia el secreto de su melancolía, y buscó en el calor del hogar el alivio de sus dolencias.

El testamento, que se abrió la noche de su muerte, disponía para sus restos el entierro más humilde, prohibía honores y coronas, y mandaba ser enterrado en la fosa común, sin que en su sepultura se pusiera lápida ni inscripción alguna1.

Dejaba redactada de su puño y letra la esquela mortuoria; nombraba albaceas literarios a sus íntimos amigos D. Manuel Tamayo, D. Mariano Catalina y don Manuel Vázquez; prohibía que se publicara ningún trabajo suyo que no apareciera ya en la colección de sus obras, y disponía minuciosamente cuanto había que hacer para que su viuda y sus hijos pudieran obtener en plazo breve la orfandad que les correspondía.

Su despacho aún se conserva como lo dejó; su obra literaria sigue mereciendo el aplauso del público, que compra y saborea sus libros como en los mejores tiempos, y su nombre, vivo aún en la memoria de los que le trataron, ocupa dentro y fuera de nuestra patria un lugar eminente en la historia de la literatura española.

1905.

MARIANO CATALINA.

SRES. D. MARIANO CATALINA Y D. NAZARIO DE CALONJE

Dedico a Vds. el primer tomo de esta colección de mis OBRAS, en señal de agradecimiento al estímulo y ayuda que me han prestado para ordenarlas y publicarlas tan cuidadosa y elegantemente, con su papel de color de garbanzo, con sus portadas a dos tintas, con tanta linda cabeza y letra de adorno, con mi retrato artísticamente grabado Por el insigne Maura, y hasta con mi endiablada Biografía, que por cierto ha redactado uno de Vds. desde puntos de vista tan cariñosos y benévolos, que voy a ponerme colorado cada vez que tenga que regalar a alguien un ejemplar del presente volumen...

En cuanto al texto de la obra, única parte de mi responsabilidad exclusiva, mucho siento que no sea cosa más seria y de mayor sustancia, como sin duda hubiera convenido, tratándose de obsequiar a personas de tan graves ideas y sentimientos... Aunque, en esto de la sustancia, he de permitirme rogar a Vds. y a sus más escrupulosos amigos y amigas, que paren mientes en una condición interna y muy recomendable de los cuentecillos adjuntos, condición por la cual estoy casi orgulloso de haberlos escrito, no obstante su ningún mérito literario.

Me explicaré en pocas palabras.

Cuentos amatorios se titula esta serie de novelillas, y amatoria es, efectivamente, hasta rayar en alegre y aun en picante, la forma exterior o vestidura de casi todas ellas. Pero, en buena hora lo diga, ni por la forma, ni por la esencia, son amatorios al modo de ciertos libros de la literatura francesa contemporánea, en que el amor sensual se sobrepone a toda ley divina y humana, secando las fuentes de las verdaderas virtudes, talando el imperio del alma, arrancando de ella las raíces de la fe y de la esperanza, y destruyendo los respetos innatos que sirven de base a la familia y a la sociedad.

Mis cuentos son amatorios a la antigua española, a la buena de Dios, por humorada y capricho, como tantas y tantas novelas, comedias y poesías de nuestros antiguos y célebres escritores, en que, sin odio ni ataque deliberado a los buenos principios, ni aflicción ni bochorno del género humano2 , se describían festivamente, y en son de picaresca burla, excesos y ridiculeces de estrambóticos amadores y equívocas princesas, de paganos y busconas, de rufianes y celestinas, con los chascos, zumbas y epigramas que requería cada lance; todo ello teñido de un verdor primaveral y gozoso, que más inducía a risa que a pecado.

Nadie podrá desconocer que, en este punto, mis Cuentos amatorios no sólo no traspasan nunca los límites en que supieron contenerse Cervantes, Quevedo y Tirso, sino que rara vez llegan a sus inmediaciones. Por lo que respecta al fondo, creo haber sido más consecuente con la moral que ningún narrador de historias de este linaje, supliendo así con buenas doctrinas el mérito artístico y literario que faltaba a mis obras. Siempre me he complacido en deducir útiles enseñanzas y provechosas consecuencias de mis narraciones más libres de dibujo y más subidas de color, como se ve en El Coro de Ángeles, en La última calaverada y en La belleza ideal, escritas, dos de ellas, a la edad de veinte años, lo cual demuestra en definitiva que la tesis de mi Discurso académico sobre la moral en el arte, no ha sido, como afirmaron algunos críticos, flamante convicción de mi edad madura, sino regla constante de toda mi vida literaria.

Conque ya saben Vds. cuá1 es la «condición interna muy recomendable» de mis Cuentos amatorios, así como la razón que ha tenido para no vacilar en dedicárselos a Vds., tan mirados y puntillosos en ciertas materias, su afectísimo amigo y camarada,

EL AUTOR.

Madrid, 1º de Mayo de 1981.






ArribaAbajoSinfonía

Conjugación del verbo «amar»


CORO DE ADOLESCENTES.-   Yo amo, tú amas, aquél ama; nosotros amamos, vosotros amáis; ¡todos aman!

CORO DE NIÑAS.-    (A media voz.)  Yo amaré, tú amarás, aquélla amará; ¡nosotras amaremos! ¡vosotras amaréis! ¡todas amarán!

UNA FEA Y UNA MONJA.-    (A dúo.)  ¡Nosotras hubiéramos, habríamos y hubiésemos amado!

UNA COQUETA.-   ¡Ama tú! ¡Ame usted! ¡Amen ustedes!

UN ROMÁNTICO.-    (Desaliñándose el cabello.) ¡Yo amaba!

UN ANCIANO.-    (Indiferentemente.)  Yo amé.

UNA BAILARINA.-    (Trenzando delante de un banquero.)  Yo amara, amaría... y amase.

DOS ESPOSOS.-    (En la menguante de la luna de miel.)  Nosotros habíamos amado.

UNA MUJER HERMOSÍSIMA.-    (Al tiempo de morir.)  ¿Habré yo amado?

UN POLLO.-   Es imposible que yo ame, aunque me amen.

EL MISMO POLLO.-    (De rodillas ante una titiritera.)  ¡Mujer amada, sea V. amable, y permítame ser su amante!

UN NECIO.-   ¡Yo soy amado!

UN RICO.-   ¡Yo seré amado!

UN POBRE.-   ¡Yo sería amado!

UN SOLTERÓN.-    (Al hacer testamento.) ¿Habré yo sido amado?

UNA LECTORA DE NOVELAS.-   ¡Si yo fuese amada de este modo!

UNA PECADORA.-    (En el hospital.) ¡Yo hubiera sido amada!

EL AUTOR.-    (Pensativo.) ¡AMAR! ¡SER AMADO!



ArribaAbajoLa comendadora

Historia de uña mujer que no tuvo amores



ArribaAbajo- I -

Hará cosa de un siglo que cierta mañana de marzo, a eso de las once, el sol, tan alegre y amoroso en aquel tiempo como hoy que principia la primavera de 1868, y como lo verán nuestros biznietos dentro de otro siglo (si para entonces no se ha acabado el mundo), entraba por los balcones de la sala principal de una gran casa solariega, sita en la Carrera de Darro, de Granada, bañando de esplendorosa luz y grato calor aquel vasto y señorial aposento, animando las ascéticas pinturas que cubrían sus paredes, rejuveneciendo antiguos muebles y descoloridos tapices, y haciendo las veces del ya suprimido brasero para tres personas, a la sazón vivas o importantes, de quienes apenas queda hoy rastro ni memoria...

Sentada cerca de un balcón estaba una venerable anciana, cuyo noble y enérgico rostro, que habría sido muy bello, reflejaba la más austera virtud y un orgullo desmesurado. Seguramente aquella boca no había sonreído nunca, y los duros pliegues de sus labios provenían del hábito de mandar. Suya trémula cabeza sólo podía haberse inclinado ante los altares. Sus ojos parecían armados del rayo de la Excomunión. A poco que se contemplara a aquella mujer, conocíase que, dondequiera que ella imperase, no habría más arbitrio que matarla u obedecerla. Y, sin embargo, su gesto no expresaba crueldad ni mala intención, sino estrechez de principios y una intolerancia de conducta incapaz de transigir en nada ni por nadie.

Esta señora vestía saya y jubón de alepín negro de la reina, y cubría la escasez de sus canas con una toquilla de amarillentos encajes flamencos.

Sobre la falda tenía abierto un libro de oraciones; pero sus ojos habían dejado de leer, para fijarse en un niño de seis a siete años, que jugaba y hablaba solo, revolcándose sobre la alfombra de uno de los cuadrilongos de luz de sol que proyectaban los balcones en el suelo de la anchurosa estancia.

Este niño era endeble, pálido, rubio y enfermizo, como los hijos de Felipe IV pintados por Velázquez. En su abultada cabeza se marcaban con vigor la red de sus cárdenas venas, y unos grandes ojos azules, muy protuberantes. Como todos los raquíticos, aquel muchacho revelaba extraordinaria viveza de imaginación y cierta iracundia provocativa, siempre en acecho de contradicciones que arrostrar.

Vestía como un hombrecito, medias de seda negra, zapato con hebilla, calzón de raso azul, chupa de lo mismo, muy bordada de otros colores, y luenga casaca de terciopelo negro.

A la sazón se divertía en arrancar las hojas a un hermoso libro de heráldica y en hacerlas menudos pedazos con sus descarnados dedos, acompañando la operación de una charla incoherente, agria, insoportable, cuyo espíritu dominante era decir: -«Mañana voy a hacer esto.- Hoy no voy a hacer lo otro.- Yo quiero tal cosa.- Yo no quiero tal otra...», como si su objeto fuese desafiar la intolerancia y las censuras de la terrible anciana.

¡También infundía terror el pobre niño!

Finalmente, en un ángulo del salón (desde donde podía ver el cielo, las copas de algunos árboles y los rojizos torreones de la Alhambra, pero donde no podía ser vista sino por las aves que revoloteaban sobre el cauce del río Darro) estaba sentada en un sitial, inmóvil, con la mirada perdida en el infinito azul de la atmósfera y pasando lentamente con los dedos las cuentas de ámbar de larguísimo rosario, una monja, o, por mejor decir, una Comendadora de Santiago, como de treinta años de edad, vestida con las ropas un poco seglares que estas señoras suelen usar en sus celdas.

Consiste entonces su traje en zapatos abotinados de cordobán negro, basquiña y jubón de anascote, negros también, y un gran pañuelo blanco, de hilo, sujeto con alfileres sobre los hombros, no en forma triangular como en el siglo, sino reuniendo por delante los dos picos de un mismo lado y dejando colgar los otros dos por la espalda.

Quedaba, pues, descubierta la parte anterior del jubón de la religiosa, sobre cuyo lado izquierdo campeaba la cruz roja del Santo Apóstol. No llevaba el manto blanco ni la toca, y gracias a esto último, lucía su negro y abundantísimo pelo, peinado todo hacia arriba y reunido atrás en aquella especie de lazo que las campesinas andaluzas llaman castaña.

No obstante las desventajas de tal vestimenta, aquella mujer resultaba todavía hermosísima; o, por mejor decir, su propia belleza tenía mucho que agradecer a semejante desaliño, que dejaba campear más libremente sus naturales gracias.

La Comendadora era alta, recia, esbelta y armónica, como aquella nobilísima cariátide que se admira a la entrada de las galerías de Escultura del Vaticano. El ropaje de lana, pegado a su cuerpo, revelaba, más que cubría, la traza clásica y el correcto primor de sus espléndidas proporciones.

Sus manos, de blancura mate, afiladas, hoyosas, transparentes, se destacaban de un modo hechicero sobre la basquiña negra, recordando aquellas manos de mármol antiguo, labradas por el cincel griego, que se han encontrado en Pompeya antes o después que las estatuas a que pertenecían.

Para completar esta soberana figura, imaginaos un rostro moreno, algo descarnado (o más bien afinado por el buril del sentimiento), de forma oval como el de la Magdalena de Ticiano, y bañado de una palidez profunda, que casi amarilleaba y que hacían mucho más interesante (pues alejaban toda idea de insensibilidad) dos ojeras hondas, lívidas, llenas de misteriosas tristezas, especie de crepúsculo de los enlutados soles de sus ojos.

Aquellos ojos, casi siempre clavados en tierra, sólo se alzaban para mirar al cielo, como si no osaran fijarse en las cosas del mundo. Cuando los bajaba, parecía que sus luengas pestañas eran las sombras de la noche eterna, cayendo sobre una vida malograda y sin objeto: cuando los alzaba podía creerse que el corazón se escapaba por ellos en una luminosa nube, para ir a fundirse en el seno del Criador; pero si por casualidad se posaban en cualquiera criatura o cosa terrestre, entonces aquellos negrísimos ojos ardían, temblando y vagando despavoridos, cual si los inflamase la calentura o fueran a inundarse de llanto.

Imaginaos también una frente despejada y altiva, unas espesas cejas de sobrio y valiente rasgo, la más correcta y artística nariz y una boca divina, cariñosa, incitante, y formaréis idea de aquella encantadora mujer, que reunía a un mismo tiempo todos los hechizos de la belleza gentil y toda la mística hermosura de las heroínas cristianas.




ArribaAbajo- II -

¿Qué familia era ésta que acabamos de resucitar a la luz de aquel sol que se puso hace cien años?

Digámoslo rápidamente.

La señora mayor era la Condesa viuda de Santos, la cual, en su matrimonio con el séptimo Conde de este título, tuvo dos hijos -un varón y una hembra- que se quedaron huérfanos de padre en muy temprana edad...

Pero tomemos la cosa de más lejos.

La casa de Santos había alcanzado gran riqueza y poderío en vida del suegro de la Condesa; mas como aquel señor sólo tuvo un hijo, y no existían ramas colaterales, comenzó a temer que pudiera extinguirse su raza, y dispuso en su testamento (al fundar nuevos vínculos con las mercedes que obtuvo de Felipe V durante la guerra de Sucesión): «Si mi heredero llegare a tener más de un hijo, dividirá el caudal entre los dos mayores, a fin de que mi nombre se propague dignamente en dos ramas con la sangre de mis venas».

Ahora bien: aquella cláusula hubiera tenido que cumplirse en sus nietos, o sea en los dos hijos de la severa anciana, que acabamos de conocer... Pero fue el caso que ésta, creyendo que el lustre de un apellido se conservaba mucho mejor en una sola y potente rama que en dos vástagos desmedrados, dispuso por sí y ante sí, a fin de conciliar sus ideas con la voluntad del fundador, que su hija renunciase, ya que no a la vida, a todos los bienes de la tierra, tomando el hábito de religiosa, por cuyo medio la casa entera de Santos quedaría siendo exclusivo patrimonio de su otro hijo, quien por haber nacido primero y ser varón, constituía el orgullo y la delicia de su aristocrática madre.

Fue, pues, encerrada en el convento de Comendadoras de Santiago, cuando apenas tenía ocho años de edad, su infortunada hija, la segundona del Conde de Santos, llamada entonces D.ª Isabel, para que se aclimatase desde luego en la vida monacal, que era su infalible destino.

Allí creció aquella niña, sin respirar más aire que el del claustro, ni ser consultada jamás acerca de sus ideas, hasta que, llegada a la estación de la vida en que todos los seres racionales trazan sobre el campo de la fantasía la senda de su porvenir, tomó el velo de esposa de Jesucristo con la fría mansedumbre de quien no imagina siquiera el derecho ni la posibilidad de intervenir en sus propias acciones. Decimos más: como D.ª Isabel no podía comprender en aquel tiempo toda la significación de los votos que acababa de pronunciar (tan ignorante estaba todavía de lo que es el mundo y de lo que encierra el corazón humano), y en cambio podía discernir perfectamente (pues también ella pecaba de linajuda) las grandes ventajas que su profesión reportaría al esplendor de su nombre, resultó que se hizo monja con cierta ufanía, ya que no con franco y declarado regocijo.

Pero corrieron los años, y sor Isabel, que se había criado mustia y endeble, y que al tiempo de su profesión era, si no una niña, una mujer tardía o retrasada, desplegó de pronto la lujosa naturaleza y peregrina hermosura que ya hemos admirado, y cuyos hechizos no vallan nada en comparación de la espléndida primavera que floreció simultáneamente en su corazón y en su alma. -Desde aquel día la joven Comendadora fue el asombro y el ídolo de la Comunidad y de cuantas personas entraban en aquel convento, cuya regla es muy lata, como la de todos los de su Orden. Quién comparaba a sor Isabel con Rebeca, quién con Sara, quién con Ruth, quién con Judith... El que afinaba el órgano la llamaba Santa Cecilia; el despensero, Santa Paula; el sacristán, Santa Mónica; es decir, que le atribuían juntamente mucho parecido con santas solteras, viudas y casadas...

Sor Isabel registró más de una vez la Biblia y el Flos Sanctarum para leer la historia de aquellas heroínas, de aquellas reinas, de aquellas esposas, de aquellas madres de familia con quienes se veía comparada, y por resultas de tales estudios, el engreimiento, la ambición, la curiosidad de mayor vida germinaron en su imaginación con tanto ímpetu, que su director espiritual se vio precisado a decirle muy severamente que «el rumbo que tomaban sus ideas y sus afectos era el más a propósito para ir a parar en la condenación eterna».

La reacción que se operó en sor Isabel al escuchar estas palabras fue instantánea, absoluta, definitiva. Desde aquel día nadie vio en la joven más que una altiva rica hembra infatuada de su estirpe, y una virgen del Señor, devota, mística, fervorosa hasta el éxtasis y el delirio, la cual incurría en tales exageraciones de mortificación y entraba en escrúpulos tan sutiles, que la Superiora y su propia madre tuvieron que amonestarla muchas veces, y aun el mismo confesor se veía obligado a tranquilizarla, además de no tener de qué absolverla.

¿Qué era, en tanto, del corazón y del alma de la Comendadora, de aquel corazón y de aquella alma cuya súbita eflorescencia fue tan exuberante?

No se sabe a punto fijo.

Sólo consta que, pasados cinco años (durante los cuales su hermano se casó, y tuvo un hijo, y enviudó), sor Isabel, más hermosa que nunca, pero lánguida como una azucena que se agosta, fue trasladada del convento a su casa, por consejo de los médicos y merced al gran valimiento de su madre, a fin de que respirase allí los salutíferos aires de la Carrera de Darro, único remedio que se encontró para la misteriosa dolencia que aniquilaba su vida. -A esta dolencia le llamaron unos excesivo celo religioso, y otros melancolía negra: lo cierto es que no podían clasificarla entre las enfermedades físicas, sino por sus resultados, que eran una extrema languidez y una continua propensión al llanto.

La traslación a su casa le volvió la salud y las fuerzas, ya que no la alegría; pero como por entonces ocurriera la muerte de su hermano Alfonso, de quien sólo quedó un niño de tres años, alcanzose que la Comendadora continuase indefinidamente con su casa por clausura, a fin de que acompañara a su anciana madre y cuidase a su tierno sobrino, único y universal heredero del Condado de Santos.

Con lo cual sabemos ya también quién era el rapazuelo que estaba rompiendo el libro de heráldica sobre la alfombra, y sólo nos resta decir, aunque esto se adivinará fácilmente, que aquel niño era el alma, la vida, el amor y el orgullo, a la par que el feroz tirano de su abuela y de su tía, las cuales veían en él, no sólo una persona determinada, sino la única esperanza de propagación de su estirpe.




ArribaAbajo- III -

Volvamos ahora a contemplar a nuestros tres personajes, ya que los conocemos interior y exteriormente.

El niño se levantó de pronto, tiró los restos del libro, y se marchó de la sala, cantando a voces, sin duda en busca de otro objeto que romper, y las dos señoras siguieron sentadas donde mismo las dejamos hace poco; sólo que la anciana volvió a su interrumpida lectura, y la Comendadora dejó de pasar las cuentas del rosario.

¿En qué pensaba la Comendadora?

¡Quién sabe!...

La primavera había principiado...

Algunos canarios y ruiseñores, enjaulados y colgados a la parte afuera de los balcones de aquel aposento, mantenían no sé qué diálogos con los pajarillos de ambos sexos que moraban libres y dichosos en las arboledas de la Alhambra, a los cuales referían tal vez aquellos míseros cautivos tristezas y aburrimientos propios de toda vida sin amor...

Las macetas de alelíes, mahonesas y jacintos que adornaban los balcones, empezaban a florecer, en señal de que la naturaleza volvía a sentirse madre...

El aire, embalsamado y tibio, parecía convidar a los enamorados de las ciudades con la afable soledad de las campiñas o con el dulce misterio de los bosques, donde podrían mirarse libremente y referirse sus más ocultos pensamientos...

Sonaban, por lo demás, en la calle los pasos de gentes que iban y venían a merced de los varios afanes de la existencia; gentes que siempre son consideradas venturosas y muy dignas de envidia por aquellos que las vislumbran desde la picota de sus propios dolores...

A veces se oía alguna copla de fandango, con que aludía a sus domingueras aventuras tal o cual fámula de la vencidad, o con que el aprendiz de próximo taller mataba el tiempo, mientras llegaba la infalible noche y con ella la concertada cita.

Percibíanse además, en filosófico concierto, los perpetuos arrullos del agua del río, el confuso rumor de la capital, el compasado golpe de una péndola que en el salón había, y el remoto clamor de unas campanas que lo mismo podían estar tocando a fiesta que a entierro, a bautizo de recién nacido que a profesión de otra Comendadora de Santiago...

Todo esto, y aquel sol que volvía en busca de nuestra aterida zona, y aquel pedazo de firmamento azul en que se perdían la vista y el espíritu, y aquellas torres de la Alhambra, llenas de románticos y voluptuosos recuerdos, y los árboles que florecían a su pie como cuando Granada era sarracena...; todo, todo debía de pesar de un modo horrible sobre el alma de aquella mujer de treinta años, cuya vida anterior había sido igual a su vida presente, y cuya existencia futura no podía ya ser más que una lenta y continua repetición de tan melancólicos instantes...

. . . . . . . . . .

La vuelta del niño a la sala sacó a la Comendadora de su abstracción, e hizo interrumpir otra vez a la Condesa su lectura.

-¡Abuela! (gritó el rapaz con destemplado acento). El italiano que está componiendo el escudo de piedra de la escalera acaba de decirle una cosa muy graciosa al viejo de Madrid que pinta los techos. -¡Yo la he oído, sin que ellos me vieran a mí, y, como yo entiendo ya el español chapurrado que habla el escultor con el pintor, me he enterado perfectamente! -¡Si supieras lo que le ha dicho!

-Carlos (respondió la anciana con la blandura equívoca de la cobardía): os tengo recomendado que no os acerquéis nunca a esa clase de gentes. ¡Acordaos de que sois el Conde de Santos!

-¡Pues quiero acercarme! (replicó el niño). ¡A mí me gustan mucho los pintores y los escultores, y ahora mismo me voy otra vez con ellos!

-Carlos (murmuró dulcemente la Comendadora). Estáis hablando con la madre de vuestro padre. Respetadla como él la respetaba y yo la respeto...

El niño se echó a reír, y prosiguió:

-Pues verás, tía, lo que decía el escultor..... ¡Porque era de ti de quien hablaba!...

-¿De mí?

-¡Callad, Carlos! -exclamó la anciana severamente.

El niño siguió en el mismo tono y con el mismo diabólico gesto:

-El escultor le decía al pintor: «Compañero, ¡qué hermosa debe de estar desnuda la Comendadora! ¡Será una estatua griega!». ¿Qué es una estatua griega, tía Isabel?

Sor Isabel se puso lívida, clavó los ojos en el suelo, y empezó a rezar.

La Condesa se levantó, cogió al Conde por un brazo, y le dijo con reprimida cólera:

-¡Los niños no oyen esas cosas ni las dicen! -Ahora mismo se irá el escultor a la calle. -En cuanto a vos, ya os dirá el padre capellán el pecado que habéis cometido, y os impondrá la debida penitencia...

-¿A mí? (dijo Carlos). ¿El señor cura? ¡Soy yo más valiente que él, y lo echaré a la calle, mientras que el escultor se quedará en casa! -¡Tía! (continuó el niño, dirigiéndose a la Comendadora), yo quiero verte desnuda...

-¡Jesús! -gritó la abuela, tapándose el rostro con las manos.

Sor Isabel no pestañeó siquiera.

-¡Sí, señora! ¡Quiero ver desnuda a mi tía! -repitió el niño, encarándose con la anciana.

-¡Insolente! -gritó ésta, levantando la mano sobre su nieto.

Ante aquel ademán, el niño se puso encarnado como la grana, y, pateando de furor, en actitud de arremeter contra la Condesa, exclamó nuevamente con sordo acento:

-¡He dicho que quiero ver desnuda a mi tía! -¡Pégame, si eres capaz!

La Comendadora se levantó con aire desdeñoso, y se dirigió hacia la puerta, sin hacer caso alguno del niño.

Carlos dio un salto, se interpuso en su camino, y repitió su tremenda frase con voz y gesto de verdadera locura.

Sor Isabel continuó marchando.

El niño forcejeó por detenerla, no pudo lograrlo, y cayó al suelo, presa de violentísima convulsión.

La abuela dio un grito de muerte, que hizo. Y, él ver la cabeza a la religiosa.

Ésta se detuvo espantada, al ver a su sobrino en tierra, con los ojos en blanco, echando espumarajos por la boca y tartamudeando ferozmente:

-¡Ver desnuda a mi tía!...

-¡Satanás!... -balbuceó la Comendadora, mirando de hito en hito a su madre.

El niño se revolcó en el suelo como una serpiente, púsose morado, volvió a llamar a su tía, y luego quedó inmóvil, agarrotado, sin respiración.

-¡El heredero de los Santos se muere! (gritó la abuela con indescriptible terror). ¡Agua! ¡Agua! ¡Un médico!

Los criados, acudieron, y trajeron agua y vinagre.

La Condesa roció la cara del niño con una y otra cosa; diole muchos besos; llamole ángel; lloró; rezó; hízole oler vinagre solo... Pero todo fue completamente inútil. El niño se estremecía a veces como los energúmenos, abría unos ojos extravíados y sin vista, que daban miedo, y volvía a quedarse inmóvil.

La Comendadora seguía parada en medio de la estancia, en actitud de irse, pero con la cabeza vuelta atrás, mirando atentamente al hijo de su hermano.

Al fin pudo éste dejar escapar un soplo de aliento y algunas vagas palabras por entre sus dientes apretados y rechinantes...

Aquellas palabras fueron...

-Desnuda... mi tía...

La Comendadora levantó las manos al cielo, y prosiguió su camino.

La abuela, temiendo que los criados comprendiesen lo que decía el niño, gritó con imperio:

-¡Fuera todo el mundo! -Vos, Isabel, quedaos.

Los criados obedecieron llenos de asombro.

La Comendadora cayó de rodillas.

-¡Hijo mío!... ¡Carlos!... ¡Hermoso! (gimió la anciana, abrazando lo que parecía ya el cadáver de su nieto). Llora... ¡llora!... No te enfades!... ¡Será lo que tú quieras!...

-¡Desnuda! -dijo Carlos en un ronquido semejante al estertor del que agoniza.

-¡Señora... (exclamó la abuela, mirando a su hija de un modo indefinible), el heredero de los Santos se muere, y con él concluye nuestra casa!

La Comendadora tembló de pies a cabeza. Tan aristócrata como su madre, y tan piadosa y casta como ella, comprendía toda la enormidad de la situación.

En esto, Carlos se recobró un poco, vio a las dos mujeres, trató de levantarse, dio un grito de furor, y volvió a caer con otro ataque aún más terrible que el primero.

-¡Ver desnuda a mi tía! -había rugido antes de perder nuevamente el movimiento.

Y quedó con los puños crispados en ademán amenazador.

La anciana se santiguó; cogió el libro de oraciones, y dirigiéndose hacia la puerta, dijo al paso a la Comendadora, después de alzar una mano al cielo con dolorosa solemnidad:

-Señora ¡Dios lo quiere!

Y salió, cerrando la puerta detrás de sí.




ArribaAbajo- IV -

Media hora después, el Conde de Santos entró en el cuarto de su abuela, hipando, riendo y comiéndose un dulce (que todavía mojaban algunas gotas del pasado llanto); y sin mirar a la anciana, pero dándole con el codo, dijole en son ronco y salvaje:

-¡Vaya si está gorda... mi tía!

La Condesa, que rezaba arrodillada en un antiguo reclinatorio, dejó caer la frente sobre el libro de oraciones, y no contestó ni una palabra.

El niño se marchó en busca del escultor, y lo encontró rodeado de algunos Familiares del Santo Oficio, que le mostraban una orden para que los siguiese a las cárceles de la Inquisición, «como pagano y blasfemo, según denuncia hecha por la Sra. Condesa de Santos».

Carlos, a pesar de toda su audacia, se sobrecogió a la vista de los esbirros del formidable Tribunal, y no dijo ni intentó cosa alguna.




ArribaAbajo- V -

Al obscurecer se dirigió la Condesa al cuarto de su hija, antes de que encendiesen luces, pues no quería verla, aunque deseaba consolarla, y se encontró con la siguiente carta, que le entregó la camarera de sor Isabel.

«Mi muy amada madre y señora:

»Perdonadme el primer paso que doy en mi vida sin tomar antes vuestra venia; pero el corazón me dice que no lo desaprobaréis.

»Regreso al convento, de donde nunca debí salir, y de donde no volveré a salir jamás. Me voy sin despedirme de vos, por ahorraros nuevos sufrimientos.

»Dios os tenga en su santa guarda y sea misericordioso con vuestra amantísima hija

»Sor Isabel de los Ángeles».

No había acabado la anciana de leer aquellos tristísimos renglones, cuando oyó rodar un carruaje en el patio de la casa y alejarse luego hacia la Plaza Nueva...

Era la carroza en que se marchaba la Comendadora.




ArribaAbajo- VI -

Cuatro años después, las campanas del convento de Santiago doblaron por el alma de sor Isabel de los Ángeles, mientras que su cuerpo era restituido a la madre tierra.

La Condesa murió también al poco tiempo. El Conde Carlos pereció sin descendencia, al cabo de quince o veinte años, en la conquista de Menorca, extinguiéndose con él la noble estirpe de los Condes de Santos.

Granada, 1868.






ArribaAbajoEl coro de ángeles


ArribaAbajo- I -

Un alma a la moda


Eran las siete menos cuarto de una mañana de Diciembre, y aún no habían llegado al horizonte de Madrid ni tan siquiera noticias de un sol que debió ponerse la tarde antes a las cuatro y media, pero del cual, hacía ya algunas semanas, sólo se sabía en la Corte por escrito, o sea por el almanaque, puesto que las nubes de un obstinado temporal no permitían verlo cara a cara y en persona.

A eso de las siete y cinco minutos recibiose al fin un parte telegráfico, mojado por la lluvia e interrumpido por la niebla, que venía a decir algo parecido a lo siguiente:

«Palacio de la Aurora. -Distrito de Madrid. -Dios a los hombres:

»Señores: Acaba de amanecer un día más. -El de ayer queda archivado por el padre Petavio en la página 347 del legajo 5940 de los tiempos. -Estamos a 13, Santa Lucía. -Hace un frío de todos los demonios. -Dejen ustedes la cama. Cada uno a su trabajo, y cuenten ustedes conmigo. -Muy buenos días».

Excusado es decir que este parte telegráfico cundió con la velocidad del rayo por los cuatro ángulos de la población.

Y, en efecto, pocos momentos después conociose que el sol debía de andar por el cielo, y dio principio en las calles y en las casas una de esas mañanas frías, infalibles, indiferentes a nuestros pesares, que llegan sin que nadie las llame, quizás contra los deseos de alguno, a finalizar una noche de amor o de escándalo, o a poner término a triste vigilia pasada a la cabecera de un moribundo. Mañanas súbitas, inesperadas, alevosas, ni profetizadas por el lucero del alba, ni coronadas por el rocío, ni arreboladas por nubecillas crepusculares, y que, de consiguiente, no hacen madrugar a las flores ni a las niñas de trece años, ni obtienen saludos de las codornices enjauladas en los balcones, ni son desperezadas por el viento perfumado de las selvas. Mañanas, en fin, que se parecen al Diario de Avisos en que se meten en vuestra casa, por debajo de la puerta, todos los días, irremisiblemente, diciéndoos: «El mes adelanta, y vuestros acreedores lo cuentan con los dedos...»; lo cual os hace saltar de la cama, lamentando tener tan buena salud, o deseando ardientemente ser empleado del Gobierno, o pidiendo a Dios que resulten ciertos los pronósticos de que se aproxima el fin del mundo.

Decíamos que dio principio una de esas mañanas.

En aquel momento apareció en la puerta de cierta magnífica casa de la calle del Barquillo un gallardo y elegante joven de veintidós a veintitrés años, el cual miró a la calle, como si temiera ser visto por los transcuntes, y se deslizó después, pegadito a la acera, como si tampoco le acomodara ser divisado desde los balcones de la casa que acababa de abandonar.

Todas estas precauciones eran necesarias, puesto que su traje, nada propio de la hora ni del estado del cielo y de la tierra, daba a entender al menos malicioso que el tal madrugador no vivía allí, y que, sin embargo, allí había pasado la noche...

Nos explicaremos. Acabamos de decir que estaba amaneciendo y que llovía Pues bien; Alejandro (que así se llamaba nuestro joven) iba vestido de baile, a juzgar por su zapato de charol, su corbata blanca, su gibus y su pantalón de finísimo paño negro. -El frac no se veía, gracias a un misericordioso paletot; pero se adivinaba fácilmente. -Era indudable que la noche anterior había habido baile en aquella casa, y era indudable también que el baile se acabó hacía ya algunas horas, a juzgar por el orden y reposo que reinaban en el edificio, y dado asimismo que en la calle no había ningún coche particular ni de alquiler...

Hecho, pues, una sopa (y sin que le importase mucho, según la lentitud con que marchaba), el apuesto joven salió a la calle de Alcalá, subiola perezosamente, y penetró en el café Suizo, cuyas puertas se abrían al público en aquel instante.

El joven estaba pálido y melancólico. De vez en cuando dilataba sus fatigados ojos, como para abarcar de una mirada todos los recuerdos de aquella noche. También hubiérase dicho que le hablaban al oído, al verlo sonreír súbitamente y mover los labios como si contestase al eco de alguna voz. Notábase, en fin, la presencia de una mujer en el espíritu y hasta en el cuerpo de Alejandro.

A esa hora, cuando no se ha dormido, todo nuestro ser está dominado por las circunstancias del insomnio. El que ha pasado la noche en diligencia, cree que viaja todavía. El que en un baile, oye la música en su cerebro, y ve las parejas y las luces, y siente los pisotones y los codazos. El que ha estado solo, durante cuatro horas de misterio, en el gabinete de una gran mujer, siéntese penetrado de su alma, de su vida, de su voz, de su aroma, de su fuego... Y es de ver con qué aire de sonambulismo andan por las calles estos últimos trasnochadores, con qué desdén miran a, cuantos se encuentran, cómo desafían las artes de todas las coquetas habidas y por haber...

Tal era la actitud de Alejandro, con la sola diferencia de que su rostro expresaba, más que amor, asomos de melancolía, o quizás un principio de disgusto; algo, en fin, que había sobrenadado aquella noche en el revuelto mar de ajenas y propias complacencias.

Un mozo del café, que limpiaba los espejos, llegose a él entonces y lo arrancó de sus fantasmagorías eróticas, diciéndole maquinalmente:

-¿Qué va a ser?

Alejandro pidió chocolate. Se lo sirvieron, y lo tomó con visible apetito.

Desde aquel momento comenzó a desvanecerse la sombra de la gran mujer. La boca del joven sabía ya a chocolate, que no a regalados besos, y un cigarro de la Vuelta de Abajo se encargó de disipar en su nariz la última ráfaga del aroma querido...

Bostezó, pues, nuestro desdeñoso Adonis con creciente mal humor, y salió del café rápidamente, conociendo sin duda que había perdido la noche, que tenía mucho sueño, y que, por tanto, perdería también el día.

Seguía lloviendo, cada vez con más fuerza; por lo que se detuvo, y pensó mandar a la Puerta del Sol en busca de un coche de alquiler que le condujese a su casa, calle de Isabel la Católica; pero arrepintiose luego, y, sin reparar en la lluvia, dirigiose a pie a la calle del Príncipe, en medio de la cual se paró delante de una casa, no muy grande, bien que de graciosa y elegante apariencia.

La puerta estaba cerrada todavía, así como todos los balcones. El joven fijó sus ojos en una de las rejas del entresuelo, y permaneció más de media hora inmóvil como una estatua.

Lo que allí pensó fue menos malo que lo que pensó en el café Suizo. Refiramos, pues, sus pensamientos.

-Esa es la reja de su gabinete (se dijo Alejandro). Enfrente está la puerta de su alcoba. Allí duerme en este instante la niña de diez y siete años. Ha pasado la noche en un sólo sueño, mecida por su inocencia. -¿En qué ha pensado? ¿Qué ha soñado? ¿Se ha acordado de mí? -Anoche, en el baile, cuando vio que me quedaba, a pesar de que se marchaban mis amigos, sonrió con ironía, como echándome en cara mis relaciones con la Baronesa. -¿Eran celos? ¿Era odio? ¿Era amor? ¿Era desprecio? -Yo no sé... ¡Y este es mi mayor martirio! ¡Sólo sé que soy un miserable! -¡Oh, niña sin corazón! ¡orgullosa hermosura! Si es verdad que me amas, ¿por qué no me lo dices cuando te lo pregunto? Y si no me amas, ¿por qué me miras, por qué me enloqueces, porqué me quitas el sueño? -¡Oh, tesoro de perfecciones, escondido a todas las miradas, en la soledad de un lecho virginal! Saber que estás a diez pasos de mí ahí enfrente detrás de esos cristales, indiferente a la pasión, avara de tus hechizos, sorda a la voz de tu juventud, superior a la naturaleza que te ha engendrado; adivinarte en tu indiferente reposo, dormida sobre la palma de la mano derecha, con el brazo izquierdo cruzado sobre el seno, con el lujoso cabello recogido en un ancho bucle, como yo sé que tú duermes, como una vez te he visto dormir; imaginarme el leve ruido de tu respiración, tu vago contorno en la colcha que te cubre, el olvido de ti misma en que te hallas; todo esto me hace aborrecer las caricias de la Baronesa, rejuvenece mi corazón marchito, y me infunde ideas y deseos de una felicidad tan absoluta, que fueran cortas mil existencias para gozarla. -¡Y tú nada sientes, nada deseas, nada sabes! ¡Tú te casarás estúpidamente con otro, y yo no tendré los cuidados de tu vida, ni tú mi confianza, ni yo tus secretos, ni caminaremos juntos por el mundo, ni llevarás mi nombre, ni me llamarás tuyo, ni me pedirás dinero, ni tus hijos serán míos, ni te pondrás luto cuando me muera! -¡Ah, Elisa! ¿Qué haré yo para olvidarte?

Por aquí iba Alejandro en sus cavilaciones, cuando se abrió la puerta de la casa de Elisa, dando paso a una criada que salía y al aguador que entraba.

Nuestro joven giró sobre los tacones y emprendió el camino de su casa.

Al pasar por las Cuatro Calles, fijaban los carteles de los teatros, y leyó en uno de ellos:

Teatro Real. -Saffo.

-¡Me alegro! (pensó, olvidándose de Elisa). ¡Es función par! Les toca a las del Embajador de Tres Estrellas y llevarán a Mariana.

Aquí miró el reloj. Eran las ocho.

Tomó un coche, y se dirigió a su casa.

En ella le aguardaba un billete muy perfumado que acababan de llevar...

Era de la Baronesa.

-¿Qué habrá ocurrido? -pensó Alejandro con cierta alarma. -Hace una hora que nos separamos...

Decía el billete:

«Antes de acostarme necesito repetirte mil veces que...».

-¡Adelante! -exclamó el joven, volviendo la hoja.

«Esta noche voy al teatro del Príncipe. Federico tiene junta, y no me acompaña. ¡Que no dejes de ir, y a sitio donde yo te esté viendo toda la noche. Después tomaremos el té juntos en casa...».

-¡Pues es una friolera! (murmuró Alejandro, arrojando la carta y empezando a desnudarse). -Oye, Bautista(dijo luego a un criado). Esta tarde a las tres vas en casa de la señora Baronesa, y le notificas que estoy malo; y si viene a verme esta noche -(que vendrá)- dile, a fin de que no entre, que mi tío está conmigo. -Ahora manda por una butaca al teatro Real. -Cierra el balcón. -Que no me despierten. -¡Ah! Si viene mi tío, dile que estoy en Aranjuez. A las dos me entras el almuerzo, y luego me llamas a las seis. -No como en casa. -Buenas noches.

Dijo, y se durmió, aborreciendo a la Baronesa, balbuceando el nombre de Elisa, y deseando soñar con Mariana.

No acabaré, empero, este primer capítulo sin advertir a mis lectores que ninguna de estas tres mujeres es la heroína de la presente historia.




ArribaAbajo- II -

Complot


Terminaba el primer acto de Saffo.

Era la noche de Santa Lucía de 1852.

La Novello estaba sublime.

Alejandro se hallaba en un palco de platea con sus amigos Luis y Cipriano, partidarios acérrimos de la D'Angri, que cantaba la parte de Faon.

-¡Quién fuera amado de esa manera! -exclamó Alejandro durante aquella magnífica escena en que la poetisa derriba el ídolo.

-¡Ya no se ama con tanto empuje! -dijo Cipriano.

Saffo es un mito! -repuso el primero, recostándose en un sillón.

¡Amar hasta el suicidio! ¡Eso es imposible!

-¡Eso sólo lo hace una poetisa!

-¡Oh! ¡Ser amado de ese modo! (continuó Alejandro). ¡Ser adorado, idolatrado, canonizado, divinizado! ¡Eso fuera el cielo! Nuestras mujeres de hoy no aman: a mí no me han amado nunca. ¡No bien he faltado en algo a una mujer, cuando ya me ha sustituido con otro amante!... Por consiguiente, todas se amaban a sí mismas, en lugar de amarme a mí...

-Permíteme que te interrumpa... (exclamó Luis, que hasta entonces había callado). -¿Te ha amado alguna mujer de cierta edad?

-Ya sabes... -dijo Alejandro con cierto rubor.

-Bien: la Baronesa del Cedro: treinta y cinco años...; tipo fané... La acepto. -¿Y no has encontrado en ella ese amor rabioso, encarnizado, indestructible, que deseas?

-¡Qué disparate! En esa menos que en ninguna. ¡Y cuidado, que se muere por mí! Pero las mujeres de cierta edad..., no lo dudéis no aman tanto como parece. El último amor de las mujeres, su verano de San Martín, es un egoísmo, de su vanidad o de su temperamento, que no puede halagar a ningún hombre bien organizado. Notad, por de pronto, que en esos amores vespertinos siempre figura, un pollo, un adolescente, un colegial ¿Qué significa esto, sino que lo que ellas aman es el amor que se va, la belleza que se extingue, la juventud que desaparece? -¡Pero todo a costa del infeliz catecúmeno! -¡Ah!... no: ¡yo quiero una mujer que me dé su alma para pasto de mi vida; no un vampiro que chupe la sangre de mi corazón! Antes que amar, quiero ser amado. Quiero, en fin, ser lo que Faon para la poetisa de Lesbos, lo que Felipe el Hermoso para doña Juana la Loca, lo que Endymion fue para la Luna.

-¡Vamos! ya sé lo que necesitas (dijo Luis). -Consuélate, mi buen Alejandro. Una mujer como la que buscas no es difícil de encontrar. ¡Casualmente, o, por mejor decir, desgraciadamente, es el género que más abunda! Ni una idólatra de la materia como doña Juana, ni una poetisa sin suscritores como Saffo, ni una virgen clorótica como la Luna, puede ofrecerte el tesoro de amor que encontrarás en una fea.

-¡En una fea!

-¡Sí! ¡Adoración, sacrificios, holocaustos, rabiosos celos, hambres infinitas, apoteosis, canonizaciones y saltos de Leucades, todo, todo te lo ofrece la hijastra de la naturaleza! Figúrate lo que sería el mar, recibiendo todos los ríos de la tierra, si no emplease su caudal en alimentar las nubes.

- ¡Oh! ¡qué plétora de agua! -dijo Cipriano.

-¡Un Océano pletórico! Eso es una fea. -Ámala y verás. ¡Tendrás amor de sobra, amor de todas clases, amor a toda prueba! -Añade a estas ventajas la de que nadie te disputará su corazón; la de que, muerto tú, no se casará en segundas nupcias, y la de que, por el contrario, se comerá tus huesos, cómo Artemisa los de su marido...

-¡Basta! ¡basta! (gritó Alejandro, riéndose a más no poder).-¡Estoy convencido! -Mañana emprendo la conquista de... de...

-¡Procura que sea bastante fea!

-De... de Casimira Fernández.

-¿Cómo? ¿De la prima de Matilde?

-¿De la que la acompaña a todas partes?

-¡Precisamente!

-¡Jesús! ¡Esa es demasiado!

-Y demasiado recelosa...

-Y demasiado discreta...

-¡Nada! Lo he dicho.

-Pues no sabes lo que has dicho (repuso Luis).-Casimira es inexpugnable.

-¿Cómo?

-Lo que estás oyendo.

-¡Hombre! Siendo tan fea...

-¡Pues por eso mismo! -¿Cuál crees tú que es la mujer más difícil de la tierra?

-¿Cuál ha de ser? ¡Elisa! -suspiró Alejandro melancólicamente.

-¿Quién? ¿La de la calle del Príncipe? ¡Qué disparate! Ninguna mujer hermosa es inexpugnable. ¡Cuanto más bella, más cree en la verdad del sentimiento que la persigue; y la fe, como es ciega, suele tropezar y romperse la crisma! No, Alejandro: el Sebastopol de las mujeres no es, como se ha creído hasta aquí, una de esas reinas de la hermosura, a cuyo corazón no llega ni el grito de muerte de sus víctimas. La verdadera mujer inconquistable es aquella que nació y se crió fea; que sabe que lo es y vive encastillada en su propia desesperación; que tiene el bastante talento para comprender que no puede inspirar deseos, y la bastante dignidad para no mentirse a sí misma fingiendo creer la mentira ajena; que ansía el verdadero amor, y ya que no sacerdotisa, aspira a ser mártir de ese sentimiento; que poseedora, en fin, de un rico diamante envuelto en áspera corteza, prefiere encerrarlo consigo en la tumba a verlo brillar en el pecho de un libertino. -Tal es Casimira. Por eso creo que no la conquistarás.

-¡Te digo que la conquistaré!

-Creerá que te burlas de ella, y te dará calabazas...

-¡Calabazas de Casimira!

-Y tus amigos te silbarán cuando lo sepan...

-Y las muchachas te pondrán la cruz, como a un energúmeno...

-¡Repito que conquistaré a Casimira! -replicó Alejandro.

-¿Cómo?

-¡No sé!

-Necesitas convencerla de que te gusta...

-¡La convenceré!

-De que la crees hermosa...

-¡Se convencerá!

-¡Apuesto a que no!

-Lo que tú quieras.

-Mira que tiene muchísimo talento...

-Yo tengo mucha práctica.

-Pues apostemos tu cochecillo contra mi caballo inglés.

-Apostado.

-¿Qué tiempo te tomas?

-Ocho días (dijo Alejandro después de una pausa). -Dentro de ocho días hay baile en casa de la Baronesa del Cedro. ¡Allí os convenceré de que Casimira me ama!

- ¡No basta eso!

-¡De que Casimira es mi novia! ¡de que cree en mi amor! ¡de que lo acepta!

-Convenido.

-¡Ah! (exclamó nuestro héroe, restregándose las manos). -¡Cómo voy a humillar a la Baronesa, a Elisa y a Mariana! ¡Cuánto voy a divertirme! ¡Y qué hermoso caballo voy a ganar!

Y, diciendo esto, se encaminó al palco de Mariana, que estaba con las hijas del Embajador de... Tres Estrellas.




ArribaAbajo- III -

El campo de batalla


Han pasado los ocho días del plazo de la apuesta. Estamos en casa de la Baronesa del Cedro.

Son las once de la noche.

Los salones pueden apenas contener tan numerosa y animada concurrencia. Piérdese la deslumbrada vista en un océano de luces, de flores, de cintas, de diamantes, de gasas, de plumas, de condecoraciones, de guantes blancos, de hombros desnudos, de calvas relucientes, de trenzas de oro, de azabache, de sonrisas, de gestos, de miradas... Todo bulle, gira, choca, centellea... La orquesta ha comenzado una polca, y sus voluptuosas cadencias inundan de lánguidos delirios todas esas imaginaciones frívolas y ardientes como la locura... -¡Mirad sobre todo a los que bailan! Parecen ramilletes de flores meciéndose al soplo del viento; parecen caprichosas nubes de otoño amontonadas a la tarde en el ocaso; parecen rizadas ondulaciones de un mar transparente bajo un cielo arrebolado; parecen bosques de plumas tornasoladas que el aquilón agita; parecen... ¡qué sé yo lo que parecen!

Alguien ha dicho, y muchos han repetido, que bailar es una tontería...-¡Yo protesto! Bailar es un verdadero placer; está en la naturaleza del hombre ¡Hasta los salvajes bailan! ¡Napoleón y Luis Felipe bailaban también! Y ¿por qué no habían de bailar? -¡Ah! Lleváis en los brazos a una esbelta andaluza de osadas y ardientes formas, dócil como un junco, rebelde como el acero, de moribunda mirada, pálida tez, provocativos labios, descubiertos hombros y perfumada cabellera... La estrecháis a vuestro corazón, oprimís su breve mano, apretáis su flexible cintura, os envolvéis en su hueca falda, nadáis en su aliento, ardéis en sus ojos... La música os empuja, el torbellino os arrastra, la deidad os encadena... Alguna vez le decís balbuciente: «¡Hermosa!», y la hermosa sonríe, y su sonrisa os vuelve loco, y el corazón siente nueva vida, y las sienes laten, y alzáis la frente con desdén soberano, y le decís al porvenir: No te temo, y le decís al pasado: ¡No te conozco!... -¡Ah! ¡Esto es magnífico!

Verdad es que, al salir del baile, mientras se apagan las luces, los músicos se marchan y se abren los balcones, sentís la cabeza pesada, los pies hinchados y el corazón vacío, y os da sueño, y hambre, y remordimiento, y vergüenza Pero ¿qué es la vida material más que una serie de acciones y reacciones por el mismo estilo?

Convengamos, pues, cuando menos, en que las danzas modernas (como el vals, la polca y demás bailes en que las parejas van abrazadas) no son indignas de la majestad del hombre, aunque sí del pudor de la mujer.

Y basta por ahora de coreografía.

. . . . . . . . . .

Sentados en un sofá del gabinete de la Baronesa están nuestro amigos Alejandro, Luis y Cipriano.

-¡Os digo que vendrá! -exclama el primero.

-¿Y dices que has triunfado?

-Completamente. -Por lo cual me debes el caballo...

-Pero cuéntanos...

-No tengo inconveniente. -Ante todo, querido Luis, debo hacerte la justicia de confesar que hablabas como un sabio al sostener que Casimira era la verdadera mujer inconquistable. ¡Tú no sabes lo que he tenido que luchar! Básteos saber que me vi obligado a inventar todo un tratamiento nuevo. Las fórmulas usuales son ineficaces con las feas. Es menester otra literatura, otra táctica y otra lógica distintas de las que se emplean con las simples mujeres. ¡Qué mundos habéis descubierto a mis miradas! ¡Qué inmenso abismo es el corazón humano! -Escuchad mi historia de estos siete días, y reconoced que soy un gran psicólogo.




ArribaAbajo- IV -

Los hijos de Adán y Eva


El primer día busqué a Casimira en el baile de la Embajada inglesa.

Estaba sola, como de costumbre, arrinconada en un gabinete, deseando marcharse y esperando a que su hermosa prima acabase de bailar, para volver a decirle: Vámonos.

¡Nadie la había mirado en toda la noche! ¡Nadie la había sacado a bailar! ¡Nadie le había dicho: Los ojos tienes negros!

Senteme yo a su lado, afectando no reparar en ella, y, después de un prolongado bostezo, exclamé, como si estuviera solo:

-¡Jesús, qué fastidio!

Luego, volviéndome a la beldad, cual si la viese en aquel instante:

-¡Ah! Casimira... (murmuré). -¿Estaba usted ahí? -Perdone mi exclamación Pero es lo cierto que llevo un invierno de aburrirme soberanamente en los bailes.

-¡Oh! Pues yo lo veo a V. bailar, y reír, y coquetear con todas...

-¡Eso es! con todas...; lo cual quiere decir: con ninguna. -¡Qué niñas tan tontas y tan presumidas salen ahora al mundo! Desde que está de moda la educación inglesa, no hay muchacha que pueda sentir el verdadero amor.

Casimira sonrió filosóficamente, como quien dice: ¡Dios es justo!

Hablele en seguida del estado de la atmósfera, y para justificar mi extravagancia de permanecer a su lado -a fin de no alarmarla-, me quejé de cansancio y de dolor de cabeza.

Pasó entonces por el gabinete una mujer hermosísima.

Yo elogié su peinado...

-¡Pero es tonta! -añadí.

-Tiene mucho partido...-dijo Casimira.

-¡No me gusta! (repliqué). -Su belleza no habla al corazón.

Luego pasó otra de las más afamadas, y censuré... su carácter, añadiendo que haría desgraciado al hombre que se casara con ella.

Por último, hablé de retirarme del mundo y dedicarme a la astronomía.

Aquí disertamos sobre la brevedad de la juventud y sobre la instabilidad de los afectos basados en el amor propio...

Casimira hizo un gesto, que venía a significar: ¡Tienen ojos y no ven!

Levanteme entonces, y dije con hipócrita llaneza:

-Me alegro de haber dejado el salón. Su conversación de V. me encanta. Tiene V. mucho talento.

Era lo único que podía elogiarle impunemente.

Casimira alzó los ojos al cielo, como si dijera: ¡Dios mío!, ¿por qué en vez de tanto talento, no me diste un poco de hermosura?

. . . . . . . . . .

Al día siguiente supe, por su prima, que la fea había hallado en mí un fondo de gravedad que nunca hubiera imaginado.

A la noche fui a saludarla en el teatro, y le participé que había reñido con la Baronesa; que me marchaba de Madrid y que odiaba a las mujeres.

Esto era ofrecerle alguna probabilidad, supuesto que ella de todo tiene aspecto menos de mujer.

Califiqué de bonito su traje (elogio contra el cual no pudo protestar su escepticismo, pues, cuando lo llevaba, claro era que le agradaba también), y preguntele el precio y la tienda en que lo había comprado, añadiendo que pensaba enviar uno igual a mi hermana Margarita.

Por consiguiente, en esta segunda sesión me acredité de sincero en el ánimo de Casimira.

. . . . . . . . . .

De la conversación del tercer día, en la tertulia de Ortiz, quedó en la memoria de la joven la frase siguiente, cuya diabólica eficacia reconoceréis:

-¡Tiene V. una cabeza muy artística!

Vosotros habréis observado que, desde que se inventaron las cabezas artísticas, ya han dispuesto las cuarentonas de un requiebro muy cómodo, por lo elástico, que dirigir a sus amantes, aunque éstos sean más feos que Picio. ¡Artístico no quiere decir hermoso, sino bello, y la fealdad es belleza muchas veces! Recordad los cuadros de Rivera o las novelas de Víctor Hugo.

Casimira se tragó el requiebro, y bendijo el arte, que le valía el primer piropo en que había creído.

Luego hablamos de amores, y yo pinté mis desengaños. Le conté historias de novias muertas, de novias traidoras, de novias que me habían aburrido por no saber de qué hablarles, y solté dos o tres frases de este jaez:

-La constancia es un título de Castilla. También creo que hubo en Granada un periódico de este nombre... Buscarla en la mujer, equivale a querer cuadrar el círculo.

Cuando ya se marchaba, le dije:

-¡No se vaya V. tan pronto!... Son las doce...

¡Era la una!!!

Elogié su conversación, su bondad, el timbre de su voz, el aroma... de su pañuelo, y, por último, me quejé de su falta de franqueza conmigo.

-Usted debe de haber sufrido mucho... (concluí). -En su vida de V. hay una gran pena. A V. se le ha muerto alguna persona querida...-Yo se lo cuento a V. todo ¡y V. no me cuenta a mí nada!

-¡Le juro a V. que no he tenido amores con nadie! -respondió Casimira, afectando que mentía.

El «juro a V.» era un pleonasmo en su boca; mas, por lo mismo, probaba que iba olvidándose de su fealdad cuando hablaba conmigo.

. . . . . . . . . .

Al día siguiente, en el baile del Conservatorio, le pregunté con un disimulo digno de Talma:

-¿Por qué no baila V. nunca?

Ella no se atrevió a decirme «porque no me sacan», y me contestó:

-Porque no me gusta.

Y se quedó pensativa.

Preguntábase sin duda en aquel momento si yo tendría conformada la retina de tal modo, que no reflejase su fisonomía tal como era.

Estábamos en el cuarto día.

Yo me aferré en creer, y casi se lo hice creer a Casimira, que su novio estaba ausente, y que por eso la veía triste, sola y empeñada en no bailar.

Negome ligeramente lo del novio, y cargó la mano en que no era esta la causa por que no bailaba.

Prescindí, pues, del baile, y apreté en lo del novio.

Entonces reventó de su pecho la tremenda y anhelada frase:

-Alejandro...,¡Usted se burla!... -¿Quién ha de quererme a mí?

Yo no contesté; fingime agraviado y triste, y saqué otra conversación, aparentando que aparentaba no haberla oído.

Luego -bruscamente- exclamé:

-Casimira, ambos somos muy desgraciados y padecemos el mismo mal: ¡la desconfianza! ¡Usted no cree en el amor, ni yo tampoco! Los dos hemos sido heridos por el mundo en nuestra sensibilidad exquisita. ¡Digámoslo francamente! El hombre sólo ama la estúpida belleza, y la belleza no ama jamás. ¡Esto lo sabemos ambos, y de aquí el que no amaremos nunca! Seamos amigos... Consolémonos mutuamente... Apoyémonos el uno en el otro.

Y, en efecto, para que lo del apoyo no quedase en conversación, aquella noche la llevé del brazo a su casa.

. . . . . . . . . .

Al otro día le envíe el Rafael de Lamartine y la Lelia de Jorge Sand; dos obras espiritualistas, en que la materia no sirve para nada, con gran desesperación de los lectores...

A la noche, comentando pérfidamente estos libros, dije:

-La belleza y la juventud pasan con los años. La virtud, el talento, las cualidades del alma, crecen y se fortifican con la edad. El cuerpo es enemigo del espíritu...

Casimira levantó la frente con orgullo.

-Y, sin embargo (continué), ¡qué delicadeza de sentimiento hay en esos ojos, Casimira! ¡Qué corazón tan vehemente me revelan esas miradas! En vano quiere V. ocultar la energía de su privilegiada naturaleza: los ojos os hacen traición a la sangre... Usted amaría hasta el delirio... ¡Feliz el hombre amado por usted! -¡Oh! ¿Por qué no la conocí a usted antes de perder mis ilusiones? ¿Por qué he prodigado los tesoros de mi alma?... -¡Ah! Bailemos... Necesito aturdirme... -Esta noche va V. a bailar...Yo se lo suplico... -Sólo con V. bailaría yo en el estado en que me encuentro... -¡Desde que la trato a V. de cerca, tengo horror a la frivolidad de esas niñas insustanciales que apenas se dan cuenta de que tienen alma! -¡Bailemos, Casimira! ¡Usted me comprende como nadie!

Casimira bailó conmigo.

De aquí en adelante cambié completamente de táctica. Ya no me dirigí al entendimiento, sino al organismo. -Su cabeza estaba cargada de pólvora: sólo me faltaba ponerle fuego por los sentidos y fingir no ver el incendio. -Ella haría lo demás.

Decía que bailamos. -Era un vals de Straus, lánguido y voluptuoso3 como una tentación. Todo lo que es indiferente para una mujer habituada desde pequeña a ir en brazos de un hombre arrebatada por la música, tenía suma importancia tratándose de Casimira, que durante muchos años había estado importando magnetismo, sin exportar ninguno. Así es que su talle, nunca acariciado, temblaba y chispeaba al contacto de mi brazo. Su corazón bramaba al acercarse al mío. Sus sensaciones vírgenes la ahogaban... La fuerza de su naturaleza, tanto tiempo comprimida, estallaba tumultuosamente ¡Era mujer, era joven, era tierra! ¡Y yo la miraba la miraba la miraba sin cesar, envolviéndola, subyugándola, arrebatándola, pero sin decirle una palabra, sin darme por entendido de lo que veía, como si siempre se bailase así... como si aquello fuese bailar!

-¡Ah! (exclamé de pronto, cuando ya la vi perdida). ¿Se marea V.? ¿Qué me dice esa mirada atónita, desfallecida, agonizante?...

¡Casimira!... ¡Usted es de fuego! ¡Usted es divina! ¡Ahora comprendo todo lo que vale V.!

Casimira estaba desmayada en mis brazos.

Su prima la sacó del salón, diciendo:

-¡Se ha mareado! ¡Falta de costumbre!

Yo me marché a mi casa.

. . . . . . . . . .

Al día siguiente (que era el sexto) fui a visitar a Casimira.

Estaba pálida como la muerte.

Quedamos solos, y quiso hablarme del vals.

Yo me hice el desentendido.

Para mí, aquello había sido... lo que dijo su prima: un mareo hijo de la falta de costumbre...

Ella bajó los ojos como diciendo: ¡Ingrato! ¡No ha sospechado nada!

Yo me despedí tristemente, quedando en ir a la noche al baile de la Condesa.

Casimira, al ver que me marchaba, se puso muy triste, y casi estuvo por decirme que la había engañado; pero reflexionaría sin duda que yo no le había prometido amarla (sino todo lo contrario, aborrecerla como a todas las mujeres, salva la parte de amistad), y contentose con preguntarme:

-¿Está V. enfadado conmigo?

-Yo... no... -¿Por qué?

-Por nada -¡Soy tan cavilosa!...

Le besé la mano, y salí.

Aquella noche bailamos otra vez.

Casimira no se desmayó, y pudo oír perfectamente estas mis palabras subversivas, dichas en aquel momento de delirio que todo lo disculpa:

-Casimira..., tu aliento huele a ámbar. ¡Este vals acabará por enloquecerme! ¡Oh! ¡Tus ojos!... ¡tus ojos!... ¡Casimira!... ¿Me amas? ¿Me amas? ¿Me amas?

Y tanto se lo repetí, y en tantos tonos, que, con sudores de muerte y mirada de reo en capilla, tartamudeó el sí más tierno, más apasionado, más rico de promesas que nunca ha sonado en mis oídos.

Entonces, y sólo entonces, solté este último requiebro, que yo tengo guardado para las feas:

-Casimira, tú debes de ser muy bien formada.

. . . . . . . . . .

Al otro día era el séptimo.

Y al séptimo descansó, dice la Biblia.

Me ama, pues, Casimira Fernández. -Para conseguirlo, he invertido el orden acostumbrado. Lo último que he hecho ha sido declararme a ella. Cuando me declaré, ya no tenía libertad de raciocinar. Necesitaba creerme y me creyó. Mi declaración fue pura fórmula. Sin ella, todo hubiera sucedido lo mismo. Mi habilidad consiste en haber prejuzgado la cuestión con hechos. Algo, que no era su voluntad ni la mía, se había anticipado a la discusión que precede a todo compromiso. El compromiso fue anterior al deseo de comprometerse. -He aquí la explicación de mi triunfo.

-Mañana te mandaré el caballo... (dijo Luis con verdadera admiración).- Pero antes necesitamos pruebas fehacientes.

-Las tendréis. -Allá aparece la diosa. -¡Observadnos!




ArribaAbajo- V -

Dedicatoria entre paréntesis


(Jóvenes inocentes del sexo femenino, recién llegadas al 21 de Marzo de vuestra vida; puras y hermosas como flores de invernadero; educadas en la más completa ignorancia de la medicina legal, y tan piadosas y tímidas que no podéis presenciar sin lágrimas los gallinicidios culinarios, ni sospechar sin miedo la existencia de troglodita ratón; -a vosotras, inofensivas y dóciles como la paloma y el antiguo progresista; que confesáis al señor cura pecados tan gordos como no haber besado el pan que recogisteis del suelo, o no haber dicho Jesús, María y José al estornudar vuestro novio, o haberos fumado algún cigarrillo de vuestro primo, sólo por conocer el gusto del tabaco; -a vosotras, tan sensibles como bonitas, que os desmayáis en la ópera y en los toros, y que, por todas estas razones, merecéis que la Baronesa del Cedro, a cuya casa vais de tertulia, os llame su Coro de Ángeles; -á vosotras, en fin, Elena, Pura, Mariana, Matilde, Elisa, Consolación, reinas de aquellos salones, os dedico estas humildes páginas, un poco verdes en la forma, pero muy maduras en el fondo, y en que me propongo demostraros clarísimamente que, a pesar de vuestros celestiales atributos, sois tan crueles y desalmadas, que cometéis muchas veces los delitos de robo en cuadrilla y de asesinato con ensañamiento, alevosía y premeditación, sin daros cuenta de lo que hacéis y sin sentir después remordimientos, ni más ni menos que si fueseis discípulas o compañeras de los más feroces bandidos que suelen expiar sus crímenes en la horca.)




ArribaAbajo- VI -

La crucifixión


Conque volvamos al baile.

Decíamos que entró en él Casimira...

¡Casimira, que, por primera vez desde que cumplió doce años, creía en Dios, en la vida, en el amor, en la felicidad puesto que creía en Alejandro!

¡Casimira, cuyas pasiones, grandes y pequeñas, habían despertado juntas en violentísimo tumulto, y que iba aquella noche al baile a ostentar su primera conquista y a vengarse de tantas otras noches de soledad, abandono y pena, pasadas en aquel mismo salón, delante de aquellas mismas afortunadas hermosuras!

¡Casimira, que quitaba un adorador a Mariana, a Elisa, a Matilde, a Pura, a Consolación, a la Baronesa del Cedro... a la dueña de la casa!

¡Casimira, en fin, que en virtud de todo esto se había emperejilado de tal manera, que no había dejado una blonda ni una cinta en sus cómodas y armarios; lo cual quiere decir que iba muy vistosa, demasiado vistosa, imprudentemente vistosa, con su vestido verde mar recargado de adornos de mil clases, con su prendido de rosas carmesíes y de plumas blancas, con su chaqueta de tul, sus lazos de color de canario, sus mangas bordadas, sus guantes de tres botones, su provocativo peinado y su deslumbrador aderezo de brillantes!...

Estaba horrible, épicamente fea, tan ostensiblemente deforme, que todas las miradas se fijaron en ella, y muy particularmente en su cara...

¡Su cara!... -¡No la describiremos!... Somos más misericordiosos que el Coro de Ángeles de la Baronesa del Cedro:

Alejandro se acercó a Casimira...

Pero aquí necesitamos hacer una advertencia.

No sé si habréis notado que Alejandro, en medio de sus defectos y de su aparente crueldad, tenía un resto de corazón. -Alejandro, pues, amaba y compadecía a Casimira hasta cierto punto.

La amaba, porque efectivamente había hallado en ella todo un océano de amor, todo un mundo de sentimiento, todo un cielo de abnegación, de ternura, de gratitud, de adoración fanática. -Lo que no había encontrado en el alma de la Baronesa, lo que le negaba el corazón de Elisa, lo que necesitaba Alejandro para vivir, lo que envidiaba al oír los cantos de Saffo, todo lo había logrado en Casimira Fernández.

Y la compadecía, porque adivinaba que su vanidad de Tenorio, sobreponiéndose a su razón y a su conciencia, lo alejaría de la infeliz, no bien el mundo cruel se riese de su elección... Y el mundo se reiría; porque el mundo no puede sufrir en calma que una mujer tan fea como Casimira llegue a ser bienaventurada sobre la tierra.

Por ganar una apuesta, por satisfacer una feroz curiosidad, habíase acercado Alejandro a la joven; pero, no bien valuó con la vista aquel ignorado tesoro de heroicas cualidades, quizás se le ocurrió ocultar su aventura, amar a Casimira en secreto, abismarse a solas en aquel piélago de generosidad, desconocido hasta entonces para él... ¡Quizás se le ocurrió hacer de ella su madre, su hermana, su amiga, su esposa, la madre de sus hijos, la compañera de su vejez!

Pero ¿y la apuesta? ¿Y su amor propio comprometido? ¿Y pasar a los ojos de Luis y de Cipriano por pretendiente desdeñado de Casimira?

-¡Bien! (se dijo Alejandro definitivamente). -Soportaré con paciencia una silba la noche de la exhibición... ¡Yo tengo crédito!... Este amor pasará por una excentricidad..., por una humorada... Luciré mi monstruo durante una hora, y luego fingiré que lo abandono... Pero no lo abandonaré, sino que seguiré visitándolo en secreto.

Con tales propósitos, y revestido del valor de un mártir, sentose al lado de Casimira y le habló al oído.

La primera que sintió la herida fue la Baronesa del Cedro, olvidada por Alejandro casi completamente durante aquellos días, y que, con su instinto de mujer enamorada, había sospechado la existencia de una nueva rival. Llamó, pues, la atención de su Coro de Ángeles hacia el estrambótico grupo que formaban Alejandro y Casimira hablándose de amor...

El Coro de Ángeles se asombró... y puso el grito en el cielo...

-¡Nos insulta!...

-¡Nos humilla!...

-¡Nos ofende!...

-¡Es menester vengarse! -dijeron a una voz las agraviadas.

-¡Y ella lo cree!...

-No la hacía yo tan tonta...

-¿Sabéis si ha heredado?

Alejandro percibió esta marea creciente de sarcasmos que se acercaba hacia ellos, y sacó a bailar a Casimira.

Casimira estaba loca de placer. El cielo que promete el Evangelio a los mansos, a los pobres de espíritu, a los que lloran, a los que han hambre y sed de justicia; aquel cielo, única esperanza de la pobre fea durante luengos años de soledad y pena, habíasele acercado tan súbita e inesperadamente, que apenas se daba cuenta del milagro de su redención. ¡Cuánto amaba y bendecía a Dios aquella noche! ¡Qué lluvia de lágrimas ocultas y silenciosas refrescaba su corazón, prematuramente agostado! ¡Qué hermoso era el mundo, y qué buena la especie humana, y qué bello y lisonjero el porvenir!

El Coro de Ángeles andaba entretanto por el salón, diciendo:

-¡Y la saca a bailar!...

-¡Y ella baila!...

-¡Conque sabía y se lo callaba!...

-Debemos dejarlos solos...

-¡Eso es! ¡una manifestación pacífica!...

-¡Retraigámonos como los obreros catalanes cuando se cruzan de brazos y se pasean por la Rambla!

-¡Declarémonos en huelga!

-Pero, niñas, ¡eso va a ser una ruina para mi baile! -exclamó la dueña de la casa.

-Se comprende el terror de estas señoritas (dijo Luis, penetrando en el grupo). Al ver bailar a esa mujer, no he podido menos de exclamar. Vel auctor naturae patitur, vel mundi machina disolvitur.

Todo el mundo se rió de este latín, sin comprenderlo, y entonces Luis y Cipriano contaron los amores de Alejandro y Casimira, tal como acababan de oírlos de boca del mismísimo héroe.

Las bromas, las burlas, los epigramas, llegaron al extremo.

Alejandro lo veía, lo oía, lo adivinaba todo.

Casimira reparó de pronto en que hacía un rato que sólo ella y Alejandro bailaban, y en que todo el mundo los seguía con la vista, riendo y cuchicheando.

Pareciole que un puñal le atravesaba el corazón. Miró a Alejandro, y viole pálido y suduroso, con la expresión de horribles angustias en el semblante. Detúvole entonces con un movimiento convulsivo; y sonriendo tan mansamente, que su resignación habría desarmado a los verdugos de San Bartolomé, pero que no logró desarmar al Coro de Ángeles de la Baronesa, dijo al conturbado y comprometido joven:

-¡Gracias! Estoy cansada... Déjame... Da una vuelta por ahí...

Alejandro aprovechó el permiso, y se dirigió en busca de Luis, a fin de preguntarle si estaba ya satisfecho.

-¡Que sea enhorabuena4! -le dijo Matilde al paso.

-¡Tiene V. muy buen gusto! -murmuró Elena a su oído.

-¿Cuándo es la boda? -le preguntó la Baronesa sin mirarlo; -después de lo cual llamó con el abanico a un militar muy hermoso, que la solicitaba hacía tiempo, y que inspiraba más odio y despecho que celos y envidia a la satánica vanidad de Alejandro...

-¡Al fin ha encontrado V. quien le quiera! -le dijo Mariana, entregando una flor al secretario de la embajada de Tres Estrellas.

-¿Quiere V. bailar, Elisa? -balbuceó Alejandro, dirigiéndose a la niña de la calle del Príncipe, a la reina de su corazón, a la esfinge de su vida.

¡Líbreme Dios, Alejandro! (respondió la joven). ¡Antes necesita V. que lo pongan en cuarentena, como a los buques apestados!

Esta última herida despertó su rabia; y decidido a rechazar la fuerza con la fuerza, volviose al lado de Casimira. -Comprendió que, si denotaba debilidad, sería devorado por sus enemigos.

-¡Bailaré con ella toda la noche! (pensó). ¡Yo fatigaré a esas presumidas! ¡Yo les haré ver el temple de mi alma!

Y, dirigiéndose a la fea:

-Casimira (le dijo). Se me había olvidado advertirte que no te comprometas a bailar con nadie ¡Quiero ser tu pareja toda la noche!

¡Qué encargo tan inútil y tan irrisorio!

Pero Casimira dio las gracias al joven con una sublime mirada.

-¿Oyes? (prosiguió Alejandro). Tocan el vals de Straus que hemos bailado dos noches. ¡Bailémoslo, como brindis a nuestro amor, que nació al compás de esas cadencias!...

Casimira se resistió al principio...

Luego respondió:

-Deja que salgan otras parejas...

-Mira... Ya hay tres. ¡Vamos! -replicó Alejandro, trémulo y febril.

-Pero ¿tú me amas? -preguntó Casimira con voz agonizante.

-¡Que si te amo! (contestó el joven con voz vibrante y nerviosa). ¡Como no he amado nunca!... ¡Como ninguna mujer, sino tú, merece ser amada!... -¡Ven!... ¡Ven!... ¡Bailemos!

-¡Sí..., bailemos! -repitió la fea, cuya alma era teatro de la más espantosa lucha.

Toda esta conversación la escucho Elisa.

¡Elisa, que venía diputada por el Coro de Ángeles para separar a Alejandro de Casimira!

¡Elisa, de quien, como sabemos, Alejandro estaba perdidamente enamorado, sin saber si era correspondido, pero sospechándolo con algún fundamento!

¡Elisa, la reina del salón, la niña impasible, la de los lánguidos ojos negros, la de la boca de púrpura, la del pecho de diosa, la de manos de maga, la de voz de sirena!...

Elisa, pues, llamó a Alejandro, sin mirarlo.

-Perdona... (dijo éste a Casimira, cuando la cuitada se disponía a lanzarse al vals, cuando ya soltaba el abanico sobre una silla)... Perdona... Vuelvo al momento...

Y se acercó a la imperturbable hermosura.

-Tenemos mucho que hablar, Alejandro... -dijo Elisa.

-¿Nosotros, Elisa? -exclamó Alejandro, trémulo de júbilo.

-Sí, señor. Sea V. mi pareja en este vals...

-Este vals... (balbuceó Alejandro) lo tengo comprometido...

¿Con la Baronesa? -preguntó Elisa, fingiendo, o no fingiendo (que esto no lo ha sabido nunca nadie) unos celos devoradores.

-¡Yo no tengo compromiso alguno con la Baronesa! -murmuró Alejandro valerosamente.

-¡Ah! será con aquella joven..., ¡con Casimira! -Bien..., vaya V..., Otro día hablaremos... Tenga la bondad de decir a mi primo que lo espero. -Ahora caigo en que le había ofrecido bailar con él toda la noche...

-¡No..., no se lo diré! -exclamó Alejandro, recordando las cosas que pensó ocho días antes en la calle del Príncipe, a las ocho de la mañana.

Y, como siempre que se acercaba a Elisa, todo desapareció ante ella: el orgullo, el honor, la conciencia, la cortesía, la caridad; y, por consiguiente, desaparecieron también ésta vez Luisa, Cipriano, la apuesta, la Baronesa del Cedro, y hasta la infortunada Casimira...

¡Oh, sí! Aquella coqueta de diez y siete años, aquella encantadora Elisa siempre sonriente, aquella implacable tentadora, era mucho más fuerte que el libertino.

¡Ella lo sabía y por hacer alarde de esta fuerza, quizás sacrificaba diariamente su ventura y la de él, en lugar de arrancarlo, con una palabra de cariño, de los brazos de la Baronesa!

Alejandro empezó a decirle apasionadas frases... Ella se manifestó afable como nunca...No sé cómo se enredaron sus brazos..., y ¡helos ya en el torbellino del vals, olvidados del mundo y de sí propios, sin memoria de sus resentimientos, sin proyectos para el porvenir!

Elisa era calculadora. La solidez de su talento podía compararse con la de su voluntad. ¿Quién sabe si al aceptar en broma el papel de rival de Casimira, que le había encomendado toda la reunión, satisfizo su propio deseo de bailar con Alejandro aquella noche?

Ello es que iba ufana, gallarda, voluptuosa, en los brazos del amante de la Baronesa. -Ello es que los dos se miraban con fuego, y se sonreían con dulzura. -Ello es que formaban una pareja encantadora, rica de juventud y de gracia, propia para dar envidia a la inválida vejez, a la desheredada fealdad, al frío y misantrópico desengaño.

Precisamente acabaron de bailar en un extremo del salón, opuesto al en que se hallaba Casimira.

Y allí permanecieron hablando media hora.

Y Alejandro preguntó a Elisa, loco de amor y miedo:

-¿Me quieres?

Y Elisa respondió, con los labios secos y la mirada atónita:

-No.

Sus ojos, entretanto, decían que sí.

De lo cual resultó que Alejandro quedó para toda la noche a los pies de Elisa.

-¿Bailaremos la primera polca? -le preguntó el joven desfallecido de ventura.

-¡Sí! -contestó suavemente Elisa, cuya alma nadie hubiera podido sondear en aquel momento.

-Elisa ¿te acuerdas de Aranjuez? -murmuró Alejandro apasionadamente.

-Déjame ahora... (replicó ella con una inexplicable mezcla de ternura, de celos, de candidez y de perversidad). ¡La Baronesa nos mira!...

En efecto: la Baronesa principiaba a alarmarse, temiendo que Elisa trabajase ya por su propia cuenta.

Levantose, pues, la joven, y dijo:

-Búscame cuando preludien la polca...

Y se alejó en busca de sus amigas, a procurar sin duda que le confirmasen sus poderes, autorizándola a seguir seduciendo al adorador de la fea.

-¿Quién se acerca ahora a Casimira? (pensó Alejandro al verse solo). -Me dará quejas; llorará; y, por otra parte, Elisa creerá que me burlo de las dos.

Hízose, pues, el distraído.

Añádase a esto que Cipriano y Luis se llegaron a él y le declararon vencedor, en vista del cariño y de los celos, de la pasión y de la angustia que revelaba el rostro de Casimira.

¡Ah! sí; Casimira estaba pálida como la muerte; sola, muda, abandonada, presa de la más horrible desesperación.

«Quiero ser tu pareja toda la noche...», le había dicho Alejandro -¡Y Alejandro la había dejado plantada, para irse a bailar con Elisa!

¡Qué burla tan cruel! ¡Qué desencanto tan doloroso! ¡Qué grosería! ¡Qué infamia!

El Coro de Ángeles cuchicheaba, la señalaba con el dedo, y reía desapiadadamente.

Porque es lo cierto que el dolor le sentaba muy mal al rostro de Casimira.

En esto preludió la orquesta una polca.

Casimira esperó..., no ya amor, sino misericordia de parte de Alejandro.

Pero Alejandro bailó la polca con Elisa.

Casimira lloró entonces...

El Coro de Ángeles se burló de aquellas lágrimas, y halló ridículos aquellos celos. -¡En un baile no se llora!

Elisa paró a Alejandro cerca de Casimira, sin que él lo notara.

-Háblame de tu nueva conquista... -le dijo con voz de sirena.

-¡Qué cosas tienes! (replicó Alejandro). Lo de Casimira ha sido una apuesta. -Pregúntaselo a Luis y a Cipriano... -¿Cómo había yo de amar a esa diosa egipcia?

Casimira oyó estas palabras, y se desmayó ¡de veras! -Puedo asegurarlo.

Pero la Baronesa creyó que el desmayo era fingido.

En cuanto al Coro de Ángeles, excusado es decir que halló grotesca la sensibilidad de Casimira.

Su prima acudió a socorrerla, diciendo:

-¡Nada! ¡Lo mismo pasó la otra noche! Se ha empeñado en bailar..., y, ¡ya se ve!... la falta de costumbre...

Alejandro, causa de tan cómicos acontecimientos, fue adorado aquella noche. -La belleza estaba vengada.

Casimira volvió en sí, y dejó el salón sin merecer una mirada de Alejandro.

Elisa le daba un dulce en aquel momento y le enseñaba sus nacarados dientes.

Luis y Cipriano le ofrecían, además del caballo, un festín en celebridad de su triunfo.

El Coro de Ángeles se contaba todas estas cosas entre inocentes carcajadas.

Siguió el baile, y al poco tiempo se marchó Elisa, sin decir a Alejandro ni que sí, ni que no; pero dejándole más enamorado que nunca.

Alejandro se sintió entonces inquieto, sin darse cuenta de la causa, o no queriendo dársela tal vez. Por lo visto, el remordimiento principiaba a agitar su conciencia. Ello es que se puso muy triste su alma, en tanto que su rostro sonreía. Por consiguiente, aprovechó el resto de la noche en reconciliarse con la Baronesa... -Los criminales gustan de estar juntos.

La Baronesa, que era materialista, aunque se fingía a sí misma que lo ignoraba, firmó las paces al momento.

-Quédate el último... -le dijo como ocho días antes.

Y Alejandro se quedó.

. . . . . . . . . .

Ocho días después hubo también baile en casa de la Baronesa.

Pero no asistió Casimira.

El Coro de Ángeles se rió de su ausencia.

-¡La aburrimos! -indicó Elisa.

-¡Se habrá mirado al espejo! -añadió Matilde.

-¡Se habrá retratado al daguerrotipo5! -profirió Mariana.

-¡Se habrá casado con un ciego! -murmuró Consolación.

-¡O se habrá metido monja! -exclamó Elena.

-¡O se habrá muerto! -dijo la Baronesa, sonriéndose de una manera indefinible.

Entonces empezó un rigodón, dando fin a estos comentarios.

Alejandro lo bailó con la Baronesa.

Elisa se burlaba de Alejandro y de sí propia, bailando con un majadero.

Y nadie volvió a acordarse de Casimira.




ArribaAbajo- VII -

Moraleja


¡Casimira! ¡Ah! ¡Casimira!

No habléis nunca de libertad al prisionero.

No habléis de sus hijos a la madre, que los lloró difuntos y que por misericordia de Dios sobrevivió al pesar.

No habléis a los ciegos de la belleza de la luz y de los colores.

Dejad tranquilo al que duerme. No lo despertéis jamás.

Respetad la santa ignorancia de los niños.

No enteréis a los pobres de sus derechos sociales si no podéis satisfacerlos.

No hagáis ostentación de vuestro lujo delante de los miserables.

No turbéis la dolorosa tranquilidad del corazón de una fea.

¡Paz a los muertos!

. . . . . . . . . .

¡Casimira! ¡Ah! ¡Casimira!

El Coro de Ángeles la creyó indigna de ser feliz.

El Coro de Ángeles le robó su felicidad.

El Coro de Ángeles se rió de su desdicha.

¡Casimira ha muerto!

Murió de una caída del cielo a la tierra. -¿No lo habíais sospechado?

Ella peregrinaba tranquila por este valle de miserias.

Alejandro la levantó..., la sublimó al empíreo.

El Coro de Ángeles -vosotras, niñas, a quienes me dirijo- la empujasteis, precipitándola otra vez contra la tierra.

Ha muerto, pues, asesinada.

«Estos delitos no se hallan penados en ningún código» -diría Balzac.

¡Pero a bien que Dios está en los cielos! -decimos nosotros.

Por de pronto, Alejandro y Elisa han sido bien castigados.

Nacieron tan idóneos para agradarse y para ser el uno la ventura del otro, como si estuvieran destinados a vivir perpetuamente unidos; pero una mujer infernal se atravesó entre ellos, separándolos para siempre. ¡La Baronesa, no sólo manchó con sus besos a Alejandro, haciéndole indigno de la adoración de Elisa, sino que acabó por rebajar el carácter de Elisa, induciéndola a casarse con no sé qué pobre hombre! -Desde entonces Elisa y Alejandro se huyen. Su amor instintivo se ha convertido en rencor y soberbia, y su mutua predestinación en adversidad. Desean odiarse, y no pueden, y el tiempo que pasa los convence más y más de que ni la dicha ni el olvido calmarán nunca la desesperación de sus divorciadas existencias.

La misma Baronesa ha encontrado su merecido, pues reemplazó a Alejandro con un capitán de caballería, que, al decir de personas autorizadas, suele pegar prosaicas palizas a la pobre señora.

En cuanto a Casimira, podéis estar seguros de que su cuerpo no es ya más feo ni más bonito que cualquiera otro de los que la tierra pudre y devoran los gusanos, mientras que su alma, purificada por el martirio, luce en la Gloria su imperecedera hermosura rodeada de verdaderos Coros de Ángeles.

Madrid.-1858.






ArribaAbajoNovela natural


ArribaAbajo- I -

En Madrid, hace dos o tres años, una tarde en que tan pronto llovía como salía el sol (pues, aunque terminaba Mayo, duraban todavía los lloriqueos primaverales, graciosos como todo lo que pertenece a la juventud, y no desconsolados y monótonos como las feas lluvias del lúgubre Noviembre); esa tarde, decimos, a cosa de las cuatro, veíase en medio de la plaza de Santa Ana una cartera de bolsillo, o, por decir mejor, un librito de memorias, sobre cuyo forro se leía la palabra francesa Notes.

El librito yacía en mitad del suelo, demostrando claramente que se le había perdido a algún transeúnte: habría sido lujoso, pero estaba muy estropeado su forro de piel de Rusia color de avellana: cerrábase por medio de un brochecito dorado, de esos que se abren con la uña del dedo pulgar; y, en fin, sería poco más grande que un naipe y algo más pequeño que una esquela de entierro doblada en la forma en que se suplica el coche.

No sabemos el tiempo que llevaría de estar allí aquel objeto, cuando, por la parte septentrional de la calle del Príncipe apareció una honrada señorita, que ya filiaremos, custodiada por un criado de aspecto decoroso; la cual cruzó diagonalmente la plaza, como dirigiéndose a la del Ángel, viniendo a pasar precisamente por el sitio en que yacía el librito de memorias. Violo; miró en torno suyo buscando al que lo hubiese perdido; y como no descubriera alma viviente delante ni detrás de sí (pues lloviznaba a la sazón, y, además, en tal mes y a tales horas no hay casi nunca gente en aquella explanada), hizo que el criado se lo alargase; interpuso pulcramente el pañuelo entre la piel de Rusia del libro y la piel de Suecia del guante, y siguió su camino, exhibiendo en cierto modo, o sea dejando ver a los transeúntes aquel hallazgo, por si alguno era su dueño, y resuelta, en último caso, a hacer anunciar el lance en el Diario de Avisos o en La Correspondencia de España.

Y esta es la ocasión de filiar, como hemos prometido, a la honrada señorita, en tanto que llega a su casa, situada en la calle de Carretas.

Ya se nos han escapado cuatro importantísimos datos de su biografía, a saber: que no estaba ni había estado casada, puesto que la hemos llamado señorita; que pertenecía cuando menos a lo más elegante de la clase media (por lo de señorita y por lo del criado); que vivía en la calle de Carretas, y que era honrada, cosa esta última que, dicho sea entre paréntesis, no tiene nada de particular.

Antes de seguir adelante debemos advertir al lector que la que ya puede llamarse nuestra heroína no hace otro papel en la presente historia que leer el mencionado librito y permitirse algunos comentarios acerca de sus apuntaciones, y que luego la dejaremos en libertad de seguir su vida privada, como Dios se la depare, sin meternos a decir al público si se casó, si murió soltera o si se hizo monja. Excusado, pues, parecerá acaso que retratemos minuciosamente a esta joven sin historia conocida, que va a ser para nuestros lectores ni más ni menos que cualquiera otra de las mil mujeres que hallamos diariamente en la calle y olvidamos para siempre a los dos minutos de verlas. Pero, por eso mismo, esto es, cediendo al melancólico encanto que dejan en ciertas almas, durante esos dos minutos, todas las desconocidas notables que le salen al paso; por eso mismo, es decir, para que los mejor organizados de vosotros experimentéis tan patética emoción, que resume el misterio doloroso y grato de la existencia humana; por eso, y para que todos sepan que, además de las que figuran en los libros, hay en el mundo mujeres desocupadas que pudieran realizar novelas semejantes a las escritas (como en los almacenes de muebles hay camas y sillas en que no se ha acostado ni sentado nadie, y que, o se romperán allí, sin que nunca sirvan para nada, o se convertirán en ajuares de trágicas o cómicas familias); por todo lo apuntado, repetimos, vamos a hacer una prolija y circunstanciada descripción de la señorita honrada que cruzó una tarde lluviosa por la plaza de Santa Ana, bajo la custodia de un criado, y que se encontró el susodicho libro de memorias.

Doña Juana López García (así se llamaba la señorita) -hija de D. Antonio y D.ª Josefa, propietaria ésta de unas viñas de Andújar, que producían, por término medio, 45.000 reales anuales, y Consejero de Estado o Director en el Ministerio de Hacienda aquél, siempre que era Gobierno cierto partido, lo cual ya le había asegurado, para los días de desgracia de sus amigos políticos, una cesantía de 24.000 reales, también anuos, que cobraba el D. Antonio, sin más trabajo que desear, esperar y anunciar la caída del Gabinete -acababa de cumplir veintidós años; era morena esclarecida, más bien alta que baja, ni delgada ni gruesa, y tenía: ojos y pelo negros; incipientes y anilladas patillas; boca pequeña y roja, que sonreía con gracia y dejaba ver unos dientes irreprochables; mejillas levemente coloradas; manos pálidas y chicas, con los dedos puntiagudos y las uñas como hojas de rosa de pitiminí; cintura, seno y hombros admirablemente proporcionados; pie menudo y firme, o sea alto de empeine, y voz de mezzo-soprano, tan propia para la blandura del ruego como para la gravedad de la narración.

Juanita era hija única: poseía muy buena ropa y sabía llevarla: prefería los colores poco vistosos, y su lujo principal consistía en una escrupulosísima limpieza y en armonizar, sin aparentes pretensiones, pero con sumo rigor artístico, todo lo que constituía su traje. -Mucho blanco y negro; mucho gris; mucho puño y cuello liso; mucho oro y poca labor en sus contadísimas joyas; oportunas hebillas de acero; nunca miriñaque... Tales eran las reglas de su indumentaria. -Tenía, además, gustos ingleses en el tocador y en el escritorio, guerra declarada al lodo de las calles (de tal manera, que antes dejaba ver el arranque de su soberana pierna que mancharse la fimbria de las faldas), doncella francesa a su servicio, y tres habitaciones en la casa paterna para su exclusivo uso: gabinete, alcoba y tocador, todo reunido y con vistas a un anchuroso patio.

Juana era seria y alegre; más claro: no era casquivana ni melancólica. Seria quiere decir noble y juiciosa: alegre quiere decir graciosa y apacible. Era feliz, en una palabra, y como que irradiaba su propia felicidad en torno suyo. No había tenido novio todavía, aunque la habían pretendido muchos jóvenes casquivanos o melancólicos, ni serios ni alegres. Era instruida y religiosa: madrugaba: oía misa los días de precepto, y no maquinal, rutinaria, ostentosa ni coquetamente, sino con la mayor formalidad, como se cumplen los grandes deberes naturales, como amamos y honramos a nuestros padres y maestros: prefería el Retiro a la Fuente Castellana, y leía libros dulces, ligeros y castos. Los libros románticos, desconsolados y desconsoladores, le hacían reír, pues no comprendía que hubiese dolor sin consuelo: los libros audaces y filosóficos la fatigaban inútilmente, pues no aprendía en ellos nada tan grato, tan absoluto, tan natural como su mansa obediencia católica; y los libros que contradecían en algo las buenas costumbres, le repugnaban como las personas de mala educación. Nunca, pues, acabó de leer obra que no fuese parecida a I Promessi sposi o a Pablo y Virginia. Hablaba el italiano y el francés: tocaba el piano: no cantaba: sabía coser y guisar, pero ni guisaba ni cosía. Era muy caritativa, y daba la limosna ocultando a la par sus lágrimas y el dinero. Montaba a caballo. Estaba abonada a butaca en el Teatro Real. Para su padre, que rayaba en los sesenta años, era un amigo. Juntos iban de paseo, a caballo o a pie; juntos al teatro, juntos al Museo de Pintura. A la iglesia iba siempre con su santa y padecida madre, que salía mucho menos. A las tiendas llevaba carta blanca y la compañía de un antiguo y respetuoso criado. Finalmente, Juana era un ídolo para sus padres, una especie de adorada nieta para su confesor, y una buena muchacha (de quien nunca se había murmurado) para la vecindad y para el público.

Ahí tenéis retratada de cuerpo entero y de tamaño natural a la mujer que se encontró el librito de memorias.

Juana llegó a su casa; besó a su madre; le enseñó unas ligeras compras que había hecho; se enteró de que su padre estaba en el Congreso; trocó su traje de calle por otro de casa; contó a su madre el hallazgo de la cartera, en lo que la buena señora opinó también que debía anunciarse el caso en La Correspondencia, salva la opinión del padre; y encerrándose entonces la joven en su gabinete particular, sentose en una butaquita baja; arrellanó y acomodó en ella su hermosísimo cuerpo, como quien toma postura para largo rato; mostró de resultas, y sin advertirlo, sus preciosos pies, calzados ya con orientales chapines de terciopelo, y abrió indiferentemente y como por humorada el misterioso álbum de bolsillo.

Constaría éste de unas cien hojas, de las cuales más de la mitad estaban en blanco: las restantes contenían notas escritas con lápiz o con tinta, sin orden ni concierto y en variedad de letras, que se conocía eran de una misma mano, pero que habían sido trazadas unas despacio, otras deprisa, unas de pie y otras en más cómoda postura.

Toda mujer tiene algo de Eva. Juanita era mujer, y, por consiguiente, curiosa. No se le ocultó que sólo su padre debía leer aquellas apuntaciones, y esto... con el mero fin de ver si contenían el nombre de su autor... ¡Pero era tan leve, tan venial la falta!...

Leyó, pues, la primera hoja.




ArribaAbajo- II -

La primera hoja, escrita con lápiz, decía de esta manera:

  • Sastre.
  • Letra.
  • Retratos.
  • Guardapelo.
  • Bolsa de viaje.
  • Calzado.
  • Cementerio.
  • Gorra.
  • Carta de vecindad.
  • Sortija.
  • Cigarros.
  • Maleta.
  • Fósforos.

Juanita no pudo menos de quedarse pensativa despues de leer esta lista de quehaceres.

Su viva imaginación vio dibujarse en seguida, al través de aquellas palabras incoherentes, la figura moral y social del que las había escrito. Volvió, pues, a leerlas más despacio, y entonces sintió caer sobre su alma la vaga melancolía que inspira el ser humano cuando se le considera remota o mediatamente, cuando lo envuelve la atmósfera del misterio, cuando desconocemos sus vulgares circunstancias. Y es que, en este caso, el destino de aquella persona tiene algo de genérico, y parécenos que su vida puede servir de explicación a la nuestra. Resolución ajena del problema propio, experimento in anima vili; misericordia; fraternidad...; llamadlo como queráis; pero el fenómeno es constante: esa melancolía existe.

He aquí ahora cómo glosó la imaginación de Juanita (sin que Juanita se advirtiera del comentario que hacía su imaginación) aquellas al parecer inconexas palabras.

Sastre...» (se dijo).-El dueño de esta cartera es hombre, y un hombre elegante; o cuando menos, un joven en edad de merecer...

Retratos...». -¿Suyos o ajenos? ¿Retratos que recoger, o retratos que repartir?

Bolsa de viaje...». -El joven se disponía a viajar. Lo del sastre significa que se equipaba para una expedición importante, y lo de los retratos prueba que su viaje iba a ser largo, por la distancia o por el tiempo, y que se había retratado a fin de dejar su imagen a algunas personas queridas. Tenía, pues, que ir a recogerlos a casa del fotógrafo.- ¡Luego había fotógrafo en el punto que el joven iba a dejar! -¿Qué punto sería éste? ¿Habría salido de Madrid para América? -¿Y por qué se me ocurre un lugar tan lejano? -Puede haber ido empleado a una provincia... -También puede haber salido de una provincia (de una capital, puesto que hay en ella fotógrafo), y estar en Madrid. -¿Porqué no ha de ser Madrid el término de su viaje?

Cementerio...». -Esta palabra revela excelente corazón. El joven es un buen hijo, o un buen... viudo, o un buen amante... póstumo. ¡No quería marchar sin despedirse de un muerto querido, o de una muerta adorada! -Esto es claro, y tierno, y más interesante de lo que yo me prometía al encontrarme la cartera.

Carta de vecindad...». -Laudable previsión, que demuestra orden en la vida, formalidad, juicio... -Lo mismo hubiera yo hecho en su caso.

Cigarros...». -Fuma ¡Hace bien! ¡Los hombres deben ser hombres!

Fósforos...». -¡Nada se le olvida!

Letra...». -Me alegro de que tenga... de que tuviera recursos. -¿De cuánto sería esta letra? -¡Pobres hombres! ¡Siempre llenos de cuidados! Ellos tienen que procurar para sí y para nosotras -De buena gana (suponiendo que esta letra fuese de menos cantidad de la que él necesitara) hubiera yo aumentado con mis ahorros el capital del previsor viajero. -¡Cuántos afanes le costaría quizá reunir la suma representada por aquella letra! -Y ¿quién sabe si ya la habrá gastado toda?

Guardapelo...». -Aquí aparece una mujer que le da pelo la víspera de la separación... ¡Indudablemente, el dueño de la cartera era joven, y cuando escribió esto, amaba!... -¿Ama todavía?- Se separó de ella ¿La ha vuelto a ver? ¿Llevará consigo el guardapelo que compró aquel día y en que encerró un bucle de su amada?-¡Ojalá hayan sido felices estos amantes! ¡Ojalá lo sean! -Pero ¿sería su novia, o sería... ¡Adelante!

Calzado...». -¿Lo llevaría puesto cuando perdió el libro? ¿Tendrá bonito pie? ¿Será verdaderamente elegante? ¿Será guapo? ¿Me gustaría a mí si lo viera? -¿Lo habré visto alguna vez?

Gorra...». -¡Para el viaje sin duda! -Supongo que viajó solo -Si yo hubiera viajado también, y me hubiese encontrado con él en diligencia o en un mismo vagón, quizá lo habría mirado con indiferente desvío... -Es casi seguro ¡Y hoy me interesa este hombre! -¿Por qué?-¡Ah! Lo comprendo. ¡Por que estoy oyendo un monólogo suyo; porque he sorprendido su confesión; porque estoy asomada a su alma; porque he visto esta alma antes que su cuerpo, antes que la sospechosa figura del comediante del teatro social!

Sortija...». -¡Esto se agrava! ¿Por qué regala una sortija? ¡Semejante regalo, si se hace por un soltero a una soltera, equivale a unos desposorios!... -Decididamente, nuestro hombre tiene dueño; no se pertenece, es de otra, ¡y yo he hecho mal en encontrarme..., digo, en leer estos apuntes! -Tampoco tiene perdón su descuido!¡Extraviar una cartera que no es suya por completo! -Pero ¿y si la sortija es para él? ¿Y si se la estaban componiendo, y sólo tenía que recogerla?... -¡Oh!, no. ¡La sortija era para ella! ¡La sortija es hermana del guardapelo y de los retratos! En el fondo de todo ello hay una despedida amorosa de las más tiernas, solemnes e importantes... -Pero ¿cuánto tiempo hará que escribió esta hoja? ¡Vamos despacio! ¿Acaso tengo que hacer otra cosa que leerme toda la cartera?

Maleta...». -¡Ya estoy deseando que eche a andar y cambie de pueblo! -Pero ¿y si salía de Madrid? -¿Y a mí qué me importa? ¡Pues no estoy poco preocupada con el tal librito! Volvamos la hoja, a ver si se aclaran tantos enigmas...

En la segunda hoja había esta otra lista de quehaceres.

  • Despedidas
  • Federico.
  • Marquesa.
  • Las de Gómez.
  • D. Manuel.
  • Casino.
  • Mis primas.
  • Señor cura.
  • Pepa.
  • Ramona.
  • Juan.
  • Lolilla.
  • Ella.
  • Botica.

Juanita experimentó un indefinible malestar al leer tantos nombres, y, sobre todo, el pronombre que servía de remate a la lista. -Dijérase que ya deseaba que no se aclarasen demasiado las incógnitas... -Y, en verdad, ¿qué interés podrían ofrecerle aquel libro y aquel hombre desde el punto y hora en que la biografía y la novia de éste le fuesen tan conocidas como las de cualquiera de los jóvenes que solían visitarla? -¡Lo indeterminado, lo anónimo, lo de aprovechamiento común para las ilusiones de una imaginación descontentadiza...; he aquí lo único interesante para nuestra amiga Juana!... -Pudo más en ella, sin embargo, la curiosidad que el miedo a un desencanto absoluto, y continuó en su temerario examen.

Federico...» (pensó volviendo a repasar aquella lista). -Este Federico sería el amigo íntimo del joven en la población de que acaba de llegar... -También pudiera ser su hermano y ¡hasta quién sabe si un cuñado futuro!... -Ya veremos...

Las de Gómez...». -Poco menos que nada... ¡Algunas solteronas amigas de su madre, de las que el pobre tendría que despedirse por pura condescendencia!... -¡No me importan estas señoras de Gómez!

Casino...». -¡Malo! ¿Si será jugador?... -De cualquier modo, no es en los Casinos donde los hombres ganan ni aprenden cosa buena... -Sin embargo, en varios de ellos suele haber biblioteca, gabinete de lectura, revistas nacionales y extranjeras... -En fin, ¡pase!..., aunque el dato es algo sospechoso.

Señor cura...». -¡Esto me agrada! ¡Celebro que se despida de un sacerdote a quien nombra con tanto respeto! -Pero ¿quién sabe? -¡Acaso el joven necesitaba una partida de bautismo! ¡Tal vez se trata aquí de un casamiento secreto a la hora de marchar!... No olvidemos lo de la sortija...

Ramona...». -Si más adelante no se hablase de una ella esta Ramona me daría más que pensar. Pero Ramona no es ella; Ramona es una amiga de la amada, o una amada de segunda clase; tal vez una confidente; puede que una parienta; quizá una hermana casada...

Lolilla...». -Véase una circunstancia que me enamora. Esta es una graciosa niña, una de esas amistades en miniatura, uno de esos amorcillos en capullo, una de esas adoraciones hacia un ángel, que denotan bondad y dulzura en el alma de los jóvenes que se consagran a tan puro, inocente y delicado culto. -Lolilla debe tener diez años cuando más, y ser hija de la casa que más frecuentaba el joven en aquel pueblo. ¡Acaso será la hermana menor de ella!

Botica...». -No lo dudo. Aquí se trata de una de esas tertulias, diurnas que tanto abundan en las provincias, tertulia de antes y de después de comer, o sea de por la mañana y de por la tarde; tertulia de hombres solos; tertulia política, minera o cazadora, en que se juega a las damas o al ajedrez, y a la que van a confluir incidentalmente todas las noticias, todos los cuentos, todas las murmuraciones de la ciudad... -Convengamos, pues, en que nuestro héroe no iba a la botica por medicamentos.

Marquesa...». -¡Otra prueba de que el joven es distinguido y elegante! Por lo demás, la Marquesa puede ser la madre de Lolilla. Desde luego tenía tertulia..., o, por mejor decir, recibía corte, y éste era de los predilectos. -¡Vaya una vida varia y complicada! Empiezo a descubrir inquietud y agitación en el espíritu de mi desconocido. Un hombre tan pródigo de sí propio, no podía ser feliz... ¿Qué digo? ¡No lo era, en el mero hecho de huir tanto de sí mismo para distribuirse entre los demás, o para alimentarse de existencias ajenas!

D. Manuel...». Una amistad heredada de su padre: un tutor; un curador; un consejero -Empiezo a creer que el joven es huérfano -¡Cómo lo voy conociendo ya!

Mis primas...». -¡Ah! ¡Las primitas! ¡Parentesco hipócrita, equívoco, ocasionado al amor! Este parentesco cambia de naturaleza, según que los consanguíneos se agradan más o menos. Un primo feo es un insípido hermano: un primo bello es el más peligroso y puede er el más adorado de los hombres. Pues lo ismo les pasa a los primos con las primas... Por fortuna, la especie está aquí citada en plural...; y, sobre todo, no olvidemos que más adelante hay una ella por antonomasia.

Pepa...».

Juan...». -Estos dos nombres me resultan opacos. Quizá será por su proximidad al que viene después. -Supongamos cualquier cosa. -Pepa puede haber sido su nodriza. Todo es de suponer en un hombre tan sensible y afectuoso como el que se retrata en esta cartera. -Veamos, pues, en Juan a un antiguo criado, y lleguemos a la última apuntación...

Ella...». -¡Ningún nombre más claro, más diáfano, más expresivo que el de esta innominada! -¡Ella es ella! -Pero, ¿quién es ella?

Aquí el propio exceso de claridad impidió a la joven fijarse en conjeturas determinadas, y quedose como sumida en sus propias ideas, sin poder deslindar ni escoger ninguna; al modo que nada ve, en fuerza de ver tanto, quien abre de pronto los ojos a un horizonte dorado por el sol.

Es decir, que el sol... de los amores deslumbró a Juanita, lo cual la honra; pues los ojos de una doncella bien nacida y bien criada no deben poder soportar de buenas a primeras los fulgores del astro de las almas.

Mucho tiempo permaneció6 así la joven, mirando y no viendo, o viendo y no pensando, o pensando de una manera informe...

De pronto reparó en su situación; y, como mujer fuerte que era, avergonzose de aquella debilidad, de aquel espionaje, de aquella asomada al cercado ajeno, de aquella envidia que empezaba a raerle el corazón y volvió la hoja.




ArribaAbajo- III -

La hoja siguiente (que Juanita leyó de una tirada y sin entregarse a análisis ni reflexiones, pues empezaba a sentir un inexplicable mal humor) decía así:

Encargos

«Cavatina de Hernani; calle del Príncipe, almacén de Carrafa».

«Visita a la hermana de D. Manuel, Jacometrezo, 16».

«Suscribir a LA ÉPOCA a D. Manuel: me dio el dinero».

«Figurines a Pepa».

«Revólver para el Marqués; -entregárselo a su sobrino».

«Clases pasivas. -Viudedad de mi prima».

«Monte de Piedad. -Reloj de Federico; -llevo la papeleta».

Venía a Madrid... (fue lo único que pensó Juanita al acabar de leer aquella hoja). -Está en Madrid... (murmuró luego), puesto que aquí acaba de perdérsele la cartera...

Y volvió la hoja...

La otra contenía sólo este apunte:

«Salí de Jaén el 8 de Septiembre de 186...».

-¡Hace ocho meses! (pensó Juanita). ¡Y es andaluz!

Más adelante, después de unas hojas en blanco, leyó lo siguiente:

«Ministro..., calle Ancha de San Bernardo, número...».

«General..., Luna, número...».

«D. Miguel..., Plaza de Oriente, número...».

«Eduardo... Jacometrezo, número...».

-Vino a pretender (reflexionó Juanita).

-¡Le compadezco!

La siguiente hoja decía:

  • «A Eduardo...
  • 5.360
  • «Al Vizconde...
  • 13.730
  • «El Conde me debe a mí...
  • 580

-¡Ha jugado! -exclamó la joven con terror y pena.

Y ajustó la cuenta y añadió:

-Perdió en una noche 18.310 reales. O, por mejor decir, quedó a deber esta cantidad, después de perder todo lo que tenía. -¡Voló la letra! -Y no ha pagado, puesto que el apunte está sin borrar. -¡Desventurado joven!

  • «Escribí a C...
  • el 15 de diciembre».
  • «Le escribí de nuevo el 6 de Enero».
  • «Concluí con C...
  • el 18 de Enero».
  • «La carta suya que rompí era del 15 de Enero».

Juanita volvió a quedarse absorta y con los ojos clavados en el libro. Mil sensaciones agitaron su corazón en un minuto, sin que se diera cuenta ni de una sola. -Al fin exclamó para sí misma:

-¿Culpa de ella, o culpa de él?

Seguían muchas hojas blancas. Luego venía esta nota, escrita con tinta en medio de una página, como una especie de epitafio:

«Se casó Carmen
el 23 de Enero de 186...
R. I. P.».



Juanita sintió frío dentro de los huesos.

Luego encontró esta lista:

  • «Casa
  • 2.760
  • «Sastre
  • 2.300
  • «Zapatero
  • 460
  • «Guantero
  • 300
  • «Fonda
  • 680
  • «Fernando
  • 3.000
  • «Revendedor
  • 200.

-¡Me da miedo esta cartera! -pensó Juanita, cerrando el libro, pero no sin dejar un dedo dentro, como registro del punto por donde iba.

Y resolvió no leer más, y cinco segundos después leía estas palabras, escritas por otra mano en la página siguiente:

«Domingo de Piñata. -Teatro Real- A las cuatro de la madrugada.

»La Máscara blanca jura enseñarte la cara antes de un mes.

»La Máscara blanca».

Debajo había esta apuntación, de letra del joven de Jaén:

«La Máscara blanca llevaba una pulsera con estas iniciales: A. C.».

-¡Y, sin embargo, este joven no era malo! (se dijo Juanita). -La culpa ha sido de ella. La culpa es también de Madrid. La culpa es de la suerte, que no puso en su camino una mujer como yo. ¡El amigo de Lolilla y del señor cura; el que se despidió del cementerio; el que tan tiernamente se separó de ella..., era bueno, era sencillo, era digno!

Después de una pausa, la joven recorrió algunas hojas y encontró estas líneas escritas acá y allá en diferentes páginas:

«El pagaré vence el 19 de Mayo».

________________

«El Director vive: Montera, número...».

________________

«Sus padrinos son el Coronel y D. Luis».

________________

«Murió el señor cura el 10 de Abril».

________________

  • «Recibido de mis Primas
  • 3.500
  • 1.800
  • 600».

________________

«Vendí el cortijo en 30 de Abril, en 80.000 reales».

________________

Juanita respiró.

Luego encontró esta nota, que aumentó sus terrores:

  • «12 de Mayo.- ¡Noche horrible!
  • Debo al Coronel
  • 27.000
  • 115.000».

________________

«Por la mañana me habían desengañado el Ministro y el Director».

«¡Día completo el de ayer!».

Juanita saltó algunas hojas sin reparar en lo que contenían, ansiosa de encontrar el desenlace de aquella tragedia.

Sus ojos se fijaron en esta nota, sólo porque tenía guarismos:

  • «Billete hasta Jaén
  • 240
  • Ropa y calzado
  • 800
  • Camino
  • 100
  • 1401».

-¡Se va! (exclamó la joven.) -¡Vaya con Dios! Pero ¿qué le aguarda en Jaén después de casada ella? ¡Y cuán pobre emprende su viaje!¡Ochocientos reales para ropa y calzado! -¡Oh! ¿Y el pagaré de 19 de Mayo? ¿Qué hará para satisfacerlo?

La hoja siguiente estaba toda escrita, y decía de este modo:

«Hoy, 17 de Mayo, he jurado a la Máscara blanca no quitarme la vida. Diome lástima de ella, no de mí. Y eso que ella no me importa nada, ni puede importarme. Lo que no es bueno no es digno de estimación, y esa mujer no es buena, puesto que me ama más que a la virtud, más que a sus deberes. Esa mujer es ingrata con otro, y su amor cae sobre mis heridas como una ponzoña que las envenena.

»Todos me han engañado; todos me han aconsejado mal: todos me han perdido. -Ella (¡mi C...!), los poderosos que me ofrecieron ayuda, mis amigos, mis camaradas... todos me han vendido negramente... ¡todos, y yo también! ¡Yo e he desconocido a mí mismo; me he desoído; me he maltratado; me he hecho más mal que todos juntos!

»¡Sueños de amor y felicidad! ¡Paz de la conciencia! ¡Inefable fruición de la justicia! ¡Noble ambición! ¡Varoniles esperanzas! ¡Entusiasmos de la juventud! ¿Dónde sois idos? ¿Dónde estáis ya? ¿Qué me resta sin vosotros?

»Me resta un corazón más tierno, más ardiente, más sediento de amor y felicidad que el primer día... -Pero ¿qué soy para el mundo? ¿Cómo apareceré a los ojos de los demás? -¡Como un calavera arruinado, como un jugador perdido!

»Y, sin embargo, yo detesto el juego; yo jugué la primera vez por docilidad, por complacer a mis amigos, y luego por desquitarme, por redimir lo que no podía perder, lo que necesitaba para vivir.

»Más ¿á qué viene el estampar aquí esta confesión? -¡Lo cierto es que me consuela y me alivia el hablar con estas mudas páginas, el confiarme a ellas, el mirarme tal cual soy en su fidelísimo espejo! -Además preveo mi próxima muerte, y quiero que el mundo pueda hacerme justicia leyendo todo lo que aquí escribo. -Debo este desagravio a mi nombre, a la memoria de mis padres, a la familia que me queda en Jaén y a los amigos que tuve en Madrid, bien que todos éstos me hayan vuelto la espalda al verme sin dinero y sin alegría.

»¡Oh Dios mío, qué solo estoy!».

Tenemos la seguridad de que si Juanita hubiera sabido dónde vivía el dueño de la cartera, habría rogado a su padre que volase a, su casa y lo librara de las garras del suicidio, que ya se cernía sobre su cabeza...

Creemos más: creemos que Juanita, con su espíritu superior, había abarcado toda el alma de aquel joven, y hallándola muy digna de compasión, capaz de enmienda, merecedora de dicha, propia para hacer la felicidad de otras almas...

Pero continuemos.

Al librito le quedaban ya pocas hojas. En una de ellas había esta especie de codicilo, que completaba el testamento que acabamos de leer:

«El amor es un sueño del hombre. Cualquiera otra mujer me habría proporcionado el mismo desengaño que Carmen...».

-¡Mentira! -gritó Juanita, visiblemente agitada.

«Nunca habría yo encontrado la mujer digna, tierna, generosa y resignada que hubiera podido hacerme dichoso. Una mujer así no existe...».

-¡Pobre loco! (respondió Juanita.) -No hay nada tan de sobra como una mujer semejante.

«Ni ¿quién acogería a un hombre arruinado (continuaba diciendo el libro), a un hombre que sólo podría ya vivir a costa de su trabajo, como un jornalero?...».

-¡Necio sin fe! ¡Yo te acogería, siempre que fuera verdad tu arrepentimiento!...

No había acabado de formular Juanita aquella frase, cuya sublime vehemencia enrojeció su rostro, cuando sus ojos encontraron los siguientes renglones, que la hicieron palidecer horriblemente:

«¡Pobre Lolilla! ¡Cómo va a llorarme!

»Advierto a cierta Máscara blanca, que su actual situación con E... me releva del juramento que le hice de vivir.

»¡Dios tenga piedad de mi alma, tratada tan sin piedad en este mundo!

»¡Yo mismo me doy la muerte!

»JULIO DE CARDELA».

Aquí concluía el libro.

Juanita buscó en las hojas restantes, y no encontró nada.

Entonces dió un grito, y reparó en que estaba llorando...

Trémula y convulsa, levantose y corrió hacia el gabinete de su madre...; pero, al pasar por el recibimiento, se encontró con su padre, que entraba de vuelta de paseo.

-¡Ah, papá!... -exclamó fuera de sí.

-¿Qué es esto, hija mía? ¿Qué pasa? -gritó el anciano, lleno de terror al ver a Juanita en aquel estado.

-¡Julio de Cardela!... ¿No sabe V.?...

-¿Qué? ¿Le conocías?

-¿Cómo?

-Acaba de levantarse la tapa de los sesos con un revólver en medio de la Puerta del Sol, delante de cien personas. ¡No hay ejemplo de un suicidio tan escandaloso, tan cruel, tan repugnante! -Yo he visto el cadáver en el patio del Principal, donde lo han depositado provisionalmente. -Un caballero de Jaén ha reconocido en el suicida a un paisano suyo, y ha dicho su nombre... -¡Qué barbaridad! ¡Te digo que aquel espectáculo7 me ha conmovido mucho!... -Pero tú, hija mía, ¿porqué lloras? ¿Conocías acaso a ese joven?

Juanita guardó silencio, y entregó a su padre el librito de memorias. La pobre niña no podía hablar; la ahogaban los sollozos.

-¿Un libro de memorias? -¿Acaso era suyo? Responde...

-¡Suyo, sí! -pudo contestar al cabo Juanita.

-¿Y quién te lo ha dado?

-Me lo encontré hace una hora en la plazuela de Santa Ana, y acabo de leerlo. -Léalo usted.

-Sí; lo leeré, y en seguida se lo entregaré a los tribunales.- Esto es curioso... -Vaya..., serénate, y di que pongan la comida.





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