Selecciona una palabra y presiona la tecla d para obtener su definición.
Anterior Indice Siguiente




ArribaAbajo Leyenda del legado del moro

Hay en el interior de la fortaleza de la Alhambra, y frente al Palacio Real, una explanada grande y extensa, llamada Plaza de los Aljibes. Toma su nombre de los grandes depósitos de agua subterráneos que existen en ella desde el tiempo de los moros. En un extremo de la plaza se ve un pozo árabe, cortado también en el corazón de la roca, de una gran profundidad -que comunica con los Aljibes- y cuya agua es fresca como la nieve y tan limpia y transparente como el cristal. Los pozos abiertos por los moros gozan de gran fama, pues es bien sabido qué esfuerzos empleaban hasta dar con los nacimientos y manantiales más puros y agradables. Este pozo de que nos estamos ocupando es célebre en Granada, principalmente porque los aguadores que de él se surten -unos con grandes garrafas a las espaldas, y otros con jumentos llevándoles los cántaros- están subiendo y bajando por las pendientes y frondosas alamedas de la Alhambra desde por la mañana muy temprano hasta las horas bien avanzadas de la noche.

Las fuentes y los pozos -desde los remotos tiempos de las Sagradas Escrituras- han sido muy notables, por constituir los sitios de concurrencia y conversación en los países cálidos. Ahora bien, el pozo de nuestra Alhambra es asimismo una especie de tertulia perpetua, que dura todo el santo día, formada por los inválidos, las viejas y todos los vagos y curiosos de la fortaleza, que se sientan sobre los bancos de piedra, bajo un toldo que se extiende sobre el brocal para resguardar del sol al cobrador. Allí se charla acerca de los sucesos de la fortaleza, se pregunta a los aguadores que van llegando por las noticias que corren en la capital, y se hacen largos comentarios sobre todo cuanto se ve y todo cuanto se oye. No hay hora del día en que no se oiga cuchichear a las comadres y holgazanas domésticas, que van allí con cántaros en la cabeza o en la mano, ansiosas de enterarse del último tema de conversación de la cháchara sempiterna de aquella buena gente.

Entre los aguadores que concurrían a este pozo había uno robusto, ancho de espaldas y corto y zambo de piernas, llamado Pedro Gil, conocido más bien por Peregil, por contracción y abreviatura. Siendo aguador, tenía que ser gallego, pues la Naturaleza parece haber formado razas, así de hombres como de animales, para cada una de las diferentes ocupaciones; en Francia todos los limpiabotas son saboyanos; los porteros de las casas, suizos; y cuando se usaban tontillos y pelo empolvado en Inglaterra, nadie más que los irlandeses se cargaban con una silla de manos. Lo mismo sucede en España: los aguadores y mozos de cordel son todos robustos gallegos; nadie dice «Tráeme un mozo de cordel», sino «Anda y tráeme un gallego».

Volviendo a nuestra historia, Peregil, el gallego había empezado su oficio con una sola garrafa grande, que llevaba a la espalda; poco a poco fue prosperando, y pudo comprar una ayuda, consistente en un animal, el más útil para su profesión; un pollino fuerte y de pelo largo. A cada costado de su orejudo cirineo, y en las correspondientes aguaderas, llevaba colocados sus cántaros, cubiertos con hojas de higuera para protegerlos del sol. No había en toda Granada otro aguador más trabajador ni más alegre que Peregil; en las calles resonaba su hermosa voz vibrante, cuando iba detrás de su pollino, pregonando con el usual grito de verano que se oye en todos los pueblos de España: «¿Quién quiere agua? ¡Agua más fría que la nieve!» Cuando servía a un parroquiano el limpio vaso, le dirigía siempre alguna frasecilla que le hiciese sonreír; y si tal vez atendía a alguna hermosa dama o remilgada señorita, le endilgaba una picaresca mirada o algún gracioso requiebro, con lo que el hombre se hacía irresistible. De tal manera, Peregil, el gallego, era tenido en toda Granada por el más cortés, jovial y feliz de los mortales. Pero, ¡ay!, en este mundo el que canta y bromea más suele ser a veces el que devora más pesares; así, bajo toda su aparente alegría, el honrado Peregil sufría mil penas y quebrantos. Tenía el infeliz una extensa familia, una numerosa prole harapienta, a la que era preciso dar el sustento, y la cual se le agolpaba hambrienta cuando volvía de noche a su tugurio, exhalando gritos, cual nido de pollos de golondrinas, pidiéndole a voces de comer. Su esposa y compañera le servía de todo, menos de alivio; guapa lugareña, antes de casarse se había hecho notable por su habilidad en bailar el bolero y en tocar las castañuelas, aficiones primitivas que todavía conservaba, pues o bien gastaba en fruslerías el jornal que con tanto trabajo y afán ganaba el pobre Peregil, o bien se apoderaba del pollino para irse de jolgorio al campo los domingos, los días de los santos y los innumerables días feriados, que en España son casi más numerosos que los días de trabajo. Mujer desidiosa y abandonada, gustaba de estarse tendida a la larga; pero, sobre todo, era una bachillera incansable, que abandonaba su casa, sus hijos y sus quehaceres domésticos por irse, en chanclas, de visiteos a las casas de sus habladoras vecinas.

Pero Aquel que regula el viento para la esquilada oveja acomoda también el yugo del matrimonio a la sumisa cerviz. Peregil sobrellevaba pacientemente los despilfarros de su esposa y de sus hijos con tanta humildad como su pollino llevaba los cántaros del agua; y, aunque algunas veces se quedaba pensativo y caviloso, nunca se atrevió a poner en duda las virtudes caseras de su descuidada esposa.

Amaba a sus hijos del mismo modo que el búho ama a sus polluelos, viendo en ellos multiplicada y perpetuada su propia imagen, pues eran fornidos, de pequeña estatura y cortos y zambos de piernas, como él. El mayor placer del honrado Peregil, cuando podía darse el gusto de celebrar un día de fiesta, por tener ahorrados unos cuantos maravedises, cifrábase en coger a toda su prole, y unos en brazos, otros agarrados a su chaqueta y andando por su pie, llevarlos a disfrutar en saltar y brincar por las huertas de la Vega, mientras que su mujer se quedaba de baile con sus amigotas en las Angosturas del Darro.

Era una hora bastante avanzada de cierta noche de verano, y ya casi todos los aguadores descansaban de su tarea. El día había sido extraordinariamente caluroso, y se presentaba una de esas deliciosas noches que tientan a los habitantes de los climas meridionales a desquitarse del calor enervante del día, quedándose al aire libre para gozar de la frescura de la atmósfera hasta cerca de la medianoche. Aún había por las calles consumidores de agua, por lo que Peregil, como considerado y amantísimo padre de sus hijos, se dijo pensando en sus retoños: «Daré un viaje más a los Aljibes para ganarles el puchero del domingo a los chiquillos». Y así diciendo, emprendió con paso firme la pendiente alameda de la Alhambra, cantando por el camino y descargando de vez en cuando un varazo mayúsculo en los lomos de su borrico, como por vía de compás a su canturía o de refresco para el animal, pues en España les sirve de forraje el garrotazo limpio a las bestias de carga.

Cuando llegó al pozo lo encontró enteramente desierto, excepción hecha de un solitario extranjero vestido a la guisa morisca, que se veía sentado en uno de los bancos de piedra a la luz de la luna. Peregil se detuvo de pronto, y lo miró con extrañeza mezclada de terror; pero el moro le hizo señas para que se le acercase.

-Estoy muy débil y enfermo -le dijo-; ayúdame a volver a la ciudad y te daré el doble de lo que puedas ganar con tus cántaros de agua.

El sensible corazón del pobre aguador se conmovió con la súplica del extranjero y le respondió:

-No quiera Dios que yo reciba recompensa alguna por hacer un acto obligado de humanidad.

Ayudó, por lo tanto, al moro a montar en su burro, y partió con él a paso lento para Granada; pero el pobre musulmán iba tan extenuado, que fue necesario irle sosteniendo sobre el animal para que no diese en tierra con su cuerpo.

Cuando llegaron a la ciudad, preguntole el aguador adónde había que llevarlo.

-¡Ay! -dijo el moro con voz apagada-. No tengo casa ni hogar, pues soy extranjero en este país. Permíteme que pase esta noche en tu casa y te recompensaré espléndidamente.

De esta suerte viose el bueno de Peregil, cuando menos lo pensaba, con el compromiso de un huésped infiel; pero el hombre era demasiado bueno y compasivo para negar una noche de hospitalidad a una pobre criatura que se hallaba en situación tan deplorable; por consiguiente, condujo al árabe a su morada. Los chiquillos, que le habían salido a su encuentro, gritándole, como de costumbre, al oír los pasos del pollino, huyeron asustados cuando vieron al extranjero del turbante, y se fueron a cobijar detrás de su madre, la cual se abalanzó enfurecida, como una gallina delante de sus polluelos cuando se le acerca un perro.

-¿Qué camarada es el infiel ese con que te nos vienes a la casa a estas horas, para atraernos las miradas de la Inquisición? -dijo gritando la mujer.

-¡No te incomodes, mujer! -le respondió el gallego-. Es un pobre extranjero enfermo, sin amigos y sin hogar. ¿Habrás tú de querer arrojarle, para que perezca en medio de esas calles?

La mujer hubiera seguido oponiéndose, pues, aunque habitante de una mala choza, era celosa guardadora del crédito de su casa; el pobre aguador, sin embargo, se puso serio por primera vez en su vida y se negó a acceder a los deseos de su esposa. Ayudó, por lo tanto, al pobre musulmán a apearse del burro, y le extendió una estera y una zalea en el sitio más fresco de la casa, única cama que podía ofrecerle en su pobreza.

Al poco tiempo se vio acometido el moro de convulsiones que desafiaban todo el arte médico del sencillo aguador. Los ojos del pobre paciente expresaban su gratitud. En un intervalo de sus accesos llamó al aguador a su lado y, hablándole en voz baja, le dijo:

-Conozco que mi fin está muy cercano. Si muero, te dejo esta caja en recompensa de tu caridad.

Y, así diciendo, entreabrió su albornoz y dejó ver una cajita de madera de sándalo pendiente de su cuerpo.

-Dios haga, amigo mío -replicó el honrado gallego-, que viváis muchos años, para disfrutar de vuestro tesoro o lo que quiera que sea.

El moro movió la cabeza, puso su mano sobre la caja y quiso decir algo acerca de ésta, pero sus convulsiones se repitieron con mayor violencia, y a poco expiró.

La mujer del aguador se puso como loca.

-Esto nos sucede -le decía- por tus bobadas, por meterte siempre donde no puedes salir para servir a los demás. ¿Qué va a ser de nosotros cuando encuentren este cadáver en nuestra casa? Nos mandarán a presidio por asesinos; y, si escapamos con el pellejo, nos arruinarán los escribanos y alguaciles.

El pobre Peregil se hallaba también atribulado, y casi empezó a arrepentirse de haber ejecutado aquella buena obra. Al fin le iluminó una idea salvadora.

-Todavía no es de día -dijo-; puedo sacar el cuerpo del muerto fuera de la ciudad y sepultarlo bajo la arena en la ribera del Genil. Nadie vio entrar al moro en nuestra casa, y nadie sabrá nada de su muerte.

Dicho y hecho. Ayudole su mujer, y envolvieron el cadáver del infortunado musulmán en la estera donde había expirado; pusiéronle después atravesado en el burro, y salió con él en dirección a la ribera del río.

Quiso la mala suerte que viviese frente del aguador un barbero llamado Pedrillo Pedrugo, el mayor charlatán, averiguador de vidas ajenas y el hombre más perverso del mundo; con su cara de comadreja y sus patas de araña, era un tío en extremo astuto, solapado y malicioso; ni el mismo famoso Barbero de Sevilla le iba en zaga en esto de enterarse de los negocios de todo el mundo -de los que, por cierto, el hombre guardaba gran secreto-, pues en él caían como agua en cedazo. Decían las gentes que dormía con un ojo abierto y con el oído alerta; por lo cual, aun durmiendo, veía y oía y se enteraba de todo cuanto pasaba. Lo cierto es que el tal Pedrillo era la crónica escandalosa de Granada, y que tenía más parroquianos que todos los de su gremio.

Este entrometido rapabarbas oyó llegar a Peregil a una hora sospechosa de la noche, y luego hirieron sus oídos las exclamaciones de la mujer y de los hijos del aguador. Asomose inmediatamente por un ventanillo que le servía de observatorio, y vio a su vecino que ayudaba a entrar en su casa a un hombre vestido de moro. Era esto tan extraño y peregrino, que Pedrillo Pedrugo no pudo pegar un ojo en toda la noche, asomándose al ventanillo cada cinco minutos y observando la luz que brillaba por las rendijas de la puerta de su vecino, hasta que le vio salir, antes de romper el día, con su pollino muy cargado.

El curioso barbero, deshecho de impaciencia, se vistió en un abrir y cerrar de ojos, y, saliendo cautelosamente, siguió al aguador a larga distancia, hasta que le vio haciendo un hoyo en la arena ribera del Genil y enterrar después un bulto que parecía un cadáver.

Diose prisa el barbero en regresar a su casa, y empezó a dar vueltas y revueltas por la tienda, colocándolo y haciendolo todo mal y de mala manera, hasta tanto que vio salir el sol. Entonces tomó una bacía debajo del brazo y se dirigió a casa del alcalde, que era su cliente cotidiano.

El alcalde se acababa de levantar en aquel momento. Pedrillo Pedrugo le hizo sentar en una silla, púsole el paño para afeitar, colocole la bacía con agua caliente en el cuello, y empezó a ablandarle la barba con los dedos.

-¡Qué cosas pasan tan grandes! -dijo Pedrugo, oficiando a la vez de barbero y de charlatán-. ¡Qué cosas! ¡Qué cosas! ¡Un robo, un asesinato y un entierro en una misma noche!

-¿Eh? ¡Cómo! ¿Qué estás diciendo? -exclamó el alcalde.

-Digo -continuó el barbero, pasando a la vez el jabón por las narices y la boca de la autoridad (pues los barberos españoles se desdeñan de usar brocha)- digo que Peregil el gallego ha robado y asesinado a un moro y le ha enterrado en esta misma maldita noche.

-¿Y cómo sabes tú todo eso? -le preguntó el alcalde.

-¡Oiga usted con calma, señor, y se enterará de todo! -decía Pedrillo agarrándole por la nariz mientras le pasaba la navaja por sus mejillas.

Y ce por be contó al alcalde todo cuanto había visto, haciendo dos cosas a la par: afeitar, lavar y enjugar el rostro del alcalde con la sucia toalla, al mismo tiempo que robaba, asesinaba y enterraba al musulmán.

Es el caso que el tal alcalde era el déspota más insufrible y el más codicioso e insaciable avariento que se conocía en Granada. Con todo, no se puede negar que tenía en bastante estima la justicia, pues el hombre la vendía a peso de oro. Presumió, pues, que el caso en cuestión era un robo con asesinato, y que debía ser de bastante consideración lo robado. ¿Cómo se arreglaría para ponerlo todo en las legítimas manos de la ley? Atrapar sencillamente al delincuente no era sino dar carne a la horca; pero atrapar el botín sería enriquecer al juez, y eso es lo que él consideraba el fin principal de la justicia.

Y así discurriendo, mandó llamar al alguacil de su mayor confianza, el cual era una buena pieza: un tipo de rostro enjuto y famélico, vestido a la antigua española, según correspondía a su cargo, con un sombrero ancho de castor con alas vueltas hacia arriba por ambos lados, con cuello almidonado, capilla negra colgando de los hombros y traje raído también negro, que dibujaba su raquítica contextura de alambre, y con su vara en la mano, como distintivo e insignia temible de su autoridad. Tal era el sabueso de antigua raza española a quien el alcalde puso sobre la pista del infortunado aguador, y tal fue su diligencia y su olfato, que al punto estaba ya pisando los talones del pobre Peregil, quien aún no había acabado de llegar a su casa, y, cogiéndole, le llevó en compañía del borrico ante la presencia del magistrado popular.

Dirigió el alcalde una mirada terrible al pobre gallego y le dijo con voz amenazadora, que le hizo caer, trémulo, de rodillas.

-¡Oye, infame! No intentes negar tu delito, pues lo sé todo. La horca es el castigo que te espera por el crimen que has cometido; pero yo, que soy compasivo, estoy dispuesto a escuchar lo que sea razonable. El hombre que ha sido asesinado en tu casa era moro, un infiel enemigo de nuestra fe, y sin duda tú le mataste en un rapto de celo religioso; por lo tanto, quiero ser indulgente contigo, pero entrégame lo que le has robado y le echaremos tierra al asunto.

El pobre aguador ponía por testigo de su inocencia a todos los santos de la corte celestial; mas, ¡ay!, ninguno venía en su ayuda, y, aunque se le hubiera presentado, el alcalde no hubiera dado crédito ni al santoral entero. El gallego contó toda la historia del moribundo moro con la justificadora sencillez de la verdad, mas todo fue en vano.

-¿Pretenderás seguir sosteniendo -le dijo el juez- que el tal moro no tenía ni dinero ni alhaja, cuando ellas fueron las que tentaron tu codicia?

-Es tan cierto como que soy inocente, señor -replicó el aguador-, que no tenía más que una cajita de sándalo, que me legó en premio de mi servicio.

-¡Una caja de sándalo!, ¡una caja de sándalo! -exclamaba el alcalde, y le brillaban las pupilas ante la esperanza de que sería una preciosa joya-. ¿Dónde está esa caja? ¿Dónde la has escondido?

-Con perdón de usía, está en una de las aguaderas de mi burro, y enteramente al servicio de su señoría -contestó el aguador.

No bien acabó de pronunciar estas palabras, cuando el astuto alguacil salió a escape y volvió en un santiamén con la misteriosa caja de sándalo. Abriola el alcalde con mano trémula, y se aproximaron todos para ver los tesoros que esperaban que contuviese, cuando, ¡oh desencanto!, no había en el interior de ella más que un rollo de pergamino escrito con caracteres arábigos y un cabo de bujía de cera amarilla.

Cuando no se va ganando nada con que un prisionero aparezca convicto y confeso, la justicia, aun en España, se inclina siempre a ser imparcial. Así, pues, cuando el alcalde se rehízo del chasco que había llevado y vio que no había en realidad botín alguno de que echar mano, escuchó ya desapasionadamente las explicaciones que le daba el aguador, corroboradas además con el testimonio de su mujer. Convencido, por consiguiente, de su inocencia, lo absolvió de la pena de arresto permitiéndole llevarse la dichosa herencia del moro, o sea la famosa caja de sándalo y su contenido, en justo premio de su humanidad, si bien le embargó el borrico para pago de costas.

Y he aquí otra vez a nuestro infortunado gallego reducido a tener que llevar el agua a cuestas, caminando fatigosamente hacia los Aljibes de la Alhambra con la garrafa a la espalda.

Cierta vez que subía la cuesta arriba con todo el calor del mediodía del estío le abandonó su acostumbrado buen humor. «¡Perro alcalde! -iba diciendo-. ¡Robar a un pobre los medios de subsistencia; privarme del único apoyo que tenía en el mundo...» Y dándose al recuerdo de su amado compañero de penas y fatigas, dejaba ver toda la sensibilidad de su alma. «¡Ay, borriquito de mis entrañas! -exclamaba, dejando la garrafa sobre una piedra y limpiándose con la manga el sudor que corría por su frente-. ¡Borriquito de mi corazón! ¡Bien seguro estoy, pobre animal, que estarás echando de menos los cántaros del agua!»

Para alivio de sus penas, no hacía también sino martirizarle su mujer cuando venía a la casa, dirigiéndole continuas reconvenciones y quejas, aprovechándose de la ventaja que le daba el haberle advertido para que no llevase a cabo el noble acto de hospitalidad que les había acarreado tantos y tantos sinsabores, y como perra intencionada, aprovechaba cuantas coyunturas se le ofrecían para echarle en cara la superioridad de su previsión. Si sus hijos no tenían qué comer o si necesitaban alguna prenda nueva, les decía la taimada con sarcástica ironía:

-Id a vuestro padre, que a bien que ha quedado por heredero del Rey Chico de la Alhambra: decidle que os dé del tesoro de la caja del moro.

¿Hubo nunca mortal más castigado que el pobre Peregil por haber llevado a cabo una buena acción? El infortunado aguador estaba herido física y moralmente, mas, sin embargo, llevaba con paciencia los crueles sarcasmos de su mujer. Por último, cierta noche, después de un día muy caluroso y de gran trabajo, empezó aquélla a atormentarle, según costumbre, y concluyó el pobre aguador por perder la paciencia; y, no atreviéndose a contestarla, como sus ojos se fijaran de pronto en la caja de sándalo que se hallaba en el vasar con la tapa a medio abrir, cual si se estuviese mofando de él, la cogió y, tirándola al suelo con furia, exclamó:

-¡Maldito sea el día que te vi por primera vez, y en que di en mi casa hospitalidad a tu amo!

Pero he aquí que, al chocar la caja en el suelo, abriose la tapa por completo y salió rodando el pergamino. Peregil se quedó contemplando silencioso un rato el misterioso rollo y por último, coordinando sus ideas, dijo para sí: «¡Quién sabe! ¡Tal vez este escrito sea cosa de importancia, según el gran esmero con que el moro parecía conservarlo!» Recogió, pues, el pergamino, se lo guardó en el pecho, y a la mañana siguiente, cuando iba voceando el agua por las calles, se paró en la tienda de un moro de Tánger que vendía quincalla y perfumes en el Zacatín, y le rogó que le descifrase su contenido.

Leyó el moro con atención el pergamino, y, acariciándose la barba, le dijo con cierta sonrisa:

-Este manuscrito es una fórmula de desencantamiento para recobrar un tesoro escondido que se halla bajo el influjo de un hechizo, y por cierto que tiene tal virtud que los cerrojos y barras más fuertes y hasta la misma roca viva se abrirán ante él.

-¡Bah, bah! -exclamó el gallego-. ¿Qué me importa a mí eso? Yo no soy encantador, ni entiendo una palabra de tesoros ocultos.

Y, diciendo esto, se echó la garrafa a la espalda, dejó el rollo en manos del moro y se fue a recorrer sus calles de costumbre.

Mas aquella noche se fue a sentar un rato, al oscurecer, junto a los Aljibes de la Alhambra, y encontró allí un coro de charlatanes reunidos, según era costumbre a aquellas horas de la noche; y he aquí que recayó la conversación en los cuentos y las tradiciones maravillosas. Como todos eran más pobres que las ratas, se complacían en el consabido tema popular de las riquezas encantadas y sepultadas por los moros en varios sitios de la Alhambra, y todos a una afirmaban estar en la creencia de que había grandes tesoros escondidos en la Torre de los Siete Suelos.

Estos cuentos produjeron honda impresión en la mente del honrado Peregil, arraigándose más y más cuando volvió a pasar por las oscuras alamedas de la Alhambra. «¡Qué tal que hubiera un tesoro escondido debajo de esa Torre, y que pudiera yo sacarlo con la ayuda del pergamino que le dejó al moro!» Y, embobado con esta adorada ilusión, faltó poco para que se le cayese la garrafa.

Durante toda la noche no hizo más que dar vuelcos en la cama sin poder pegar un ojo, y a la mañana siguiente, muy temprano, se fue a la tienda del moro y le contó lo que se le había ocurrido.

-Usted sabe el idioma árabe: supongamos que nos vamos juntos a la Torre y probamos el efecto del encanto; si sale mal, nada hemos perdido; pero si sale bien, partiremos entre los dos el tesoro que descubramos -le dijo el aguador.

-¡Poco a poco! -replicó el moro-. Este escrito no es suficiente, sino que ha de ser leído a medianoche y a la luz de una bujía compuesta y preparada de una manera especial, cuyos ingredientes no puedo proporcionar. Sin esa bujía el pergamino no sirve de nada.

-¡No siga usted hablando! -gritó el gallego-. Yo tengo esa bujía; voy a traerla al instante.

Y diciendo esto corrió a su casa y volvió al momento con el cabo de la bujía que había encontrado en la caja de sándalo.

Tomola, pues, el moro y lo olió.

-Aquí hay raros y costosos perfumes -dijo- combinados con esta cera amarilla. Ésta es precisamente la mágica bujía que se especifica en el pergamino. Mientras esté alumbrando se abrirán los muros más fuertes y las cavernas más secretas, pero quedará encantado con el tesoro.

Convinieron entonces los dos en probar el desencanto aquella misma noche. A hora bastante avanzada de la misma, cuando ya nadie había despierto más que las lechuzas y los murciélagos, subieron a la colina de la Alhambra y se aproximaron a aquella imponente y solitaria Torre rodeada de árboles, todavía más imponente por las mil fantásticas historias que sobre ella se contaban. Merced a la luz de una linterna atravesaron las zarzas y los bloques desprendidos del edificio, hasta llegar a la entrada de una bóveda situada debajo de la Torre. Bajaron llenos de temor y temblando de miedo una escalera cortada en la roca, la cual conducía a un cuarto húmedo y oscuro, donde había otra escalera que conducía a otra bóveda todavía más profunda. Bajaron luego hasta tres graderías más, que correspondían a otras tantas habitaciones, las cuales se hallaban colocadas unas debajo de otras. El pavimento de la cuarta era bastante sólido; pero, según la tradición, quedaban otras tres bóvedas más: empero no se podía penetrar a mayor profundidad, por hallarse los otros suelos cerrados por arte de encantamiento. El aire de la cuarta bóveda era frío, con cierto pronunciado olor a humedad, y en ella apenas penetraba ya la luz. Se detuvieron allí un momento para tomar alientos, hasta que oyeron débilmente el toque de las doce en la campana de la Vela, y a seguida encendieron el cabo de bujía amarilla, que esparció un grato olor de mirra, incienso y estoraque.

El moro principió a leer de prisa el pergamino. No bien había concluido, cuando se oyó un pavoroso ruido subterráneo: la tierra tembló y abriose el pavimento, descubriendo una escalera de piedra. Muertos de miedo, descendieron por ella, y divisaron a la luz de la linterna otra bóveda abigarrada con inscripciones arábigas, y en cuyo centro se veía un cofre colosal asegurado por siete barrotes de acero, y a cada lado del cofre mirábase un gran moro encantado, armado de punta en blanco, pero inmóvil como una estatua y petrificado allí por arte mágica. Delante del cofre veíanse varios jarrones repletos de oro, plata y piedras preciosas. En el más grande de ellos metieron los brazos hasta el codo, sacando puñados de grandes y hermosas monedas morunas, brazaletes y adornos del mismo metal, con algún que otro collar de perlas orientales que se enredaban entre los dedos. Pero con esto temblaban y respiraban temerosamente mientras que se llenaban los bolsillos de ricas preciosidades, mirando con espanto aquellos dos encantados morazos que se hallaban allí extáticos, horribles, sin movimiento y con los ojos inmóviles y amenazadores. Al fin se apoderó de ellos un pánico repentino, y corrieron escalera arriba, tropezando el uno con el otro en el departamento superior, dejando caer el cabo de bujía, que se apagó al momento, cerrándose el pavimento con horrible estruendo.

Llenos de terror, no pararon hasta que se encontraron fuera de la Torre y vieron las estrellas brillar entre el ramaje de los árboles. Entonces, sentándose sobre el musgo, se repartieron el botín, determinando el darse por contentos por entonces con aquel simple floreo del jarrón, resolviendo volver más adelante, durante otra noche, para desocuparlos hasta el fondo. Para asegurarse de su mutua fe se dividieron los talismanes entre los dos, quedándose uno con el pergamino y el otro con la bujía; hecho lo cual partieron colina abajo con el corazón ligero y los bolsillos pesados en dirección a Granada.

Cuando iban por el pie de la colina, el precavido moro se acercó al oído del sencillo aguador para darle un consejo.

-Amigo Peregil -le dijo-, este asunto debe quedar en el mayor secreto recaudo. ¡Si se enterara el alcalde del negocio, estamos perdidos!

-Es cierto -contestó el gallego-; todo eso es muy cierto.

-Amigo Peregil -le dijo el moro-, usted es una persona discreta y no dudo que sabrá guardar un secreto; pero tiene usted mujer.

-Mi mujer no sabrá una palabra de todo esto -replicó el aguador con gran decisión.

-Está bien -contestó el moro-. Fío en su discreción y en su promesa.

Positivamente nunca se había dado palabra con más resolución ni de mejor buena fe; pero, ¡ay!, ¿qué marido es el que puede ocultar un secreto a su esposa? Ninguno, pero mucho menos Peregil el aguador, que era un marido de blandísima condición. Cuando volvió a su casa encontró a su mujer sollozando en un rincón.

-¡Está muy bien! -le dijo al entrar-. ¡Gracias a Dios que has venido, después de haber estado toda la noche danzando por ahí! ¡Vaya! Y lo extraño es que no te hayas venido a casa con otro huésped como el anterior.

Y gritaba y lloraba la mujer, y se destrozaba las manos, y, desgarrándose el pecho, exclamaba:

-¡Cuán desgraciada soy! ¿Qué va a ser de mí? ¡Mi casa robada y saqueada por escribanos y alguaciles, y este marido hecho un maltrabaja, sin pensar en ganar el sustento de su familia y andándose de noche y de día por ahí como esos perros de moros infieles! ¡Ay, hijos míos! ¡Ay, hijos de mi alma! ¿Qué va a ser de nosotros? ¡Tendremos que irnos por esas calles a pedir limosna!

Conmoviose de tal manera el honrado Peregil con las lamentaciones de su esposa, que no pudo contener las lágrimas. Su corazón estaba reventando como su bolsillo, y no podía sujetarlo. Metió, pues, la mano en él, sacó tres o cuatro hermosas monedas de oro y se las echó a su contristada esposa en la falda. La pobre mujer desencajó los ojos de asombro, no pudiendo comprender de dónde venía aquella lluvia de oro; pero antes que volviera de su sorpresa, sacó el gallego una cadena de oro y se la presentó, saltando de gozo y abriendo una boca colosal.

-¡La santísima Virgen nos saque con bien! -dijo la esposa-. ¿Qué has hecho, di, qué has hecho, Peregil? ¡No hay duda: tú has cometido algún robo, algún asesinato!

Asaltola aquella horrible idea a la pobre mujer y al punto la creyó convertida en espantosa realidad. Ya se imaginaba ver la prisión y la horca a cierta distancia, y un gallego zambo de piernas colgado de ella; hasta que, vencida por el horroroso cuadro forjado en su delirante fantasía, se vio acometida de violentos ataques de histerismo.

¿Qué recurso quedaba al pobre hombre? No tuvo más remedio que tranquilizar a su mujer y desvanecer los fantasmas de su imaginación contándole la historia de su buena suerte. Esto, por supuesto, no lo hizo sin que antes prestara aquélla solemnísima promesa de guardar el más absoluto secreto, jurando no decir a nadie la más mínima palabra.

Sería imposible pintar la alegría que se apoderó de la mujer. Echó los brazos al cuello de su marido, faltando poco para que lo ahogara con sus caricias.

-Vamos, mujer -le decía el aguador con honrada exaltación-; ¿qué te parece ahora la herencia del moro? De aquí en adelante no me reconvengas ya cuando socorra en sus necesidades a algún semejante.

El bueno del gallego se acostó en su zalea y durmió a pierna suelta como si estuviese en un mullido colchón de plumas; no así su esposa, pues se entretuvo en vaciar todo el contenido de sus bolsillos sobre la estera, y se pasó la noche entera contando y recontando las morunas monedas de oro y probándose los collares y pendientes, y figurándose cuán elegante estaría el día que pudiera libremente disfrutar de toda aquella riqueza.

A la mañana siguiente tomó el honrado gallego una de aquellas magnificas monedas de oro, y se fue a venderla a la tienda de un joyero de Zacatín, diciendo que la había encontrado entre las ruinas de la Alhambra.

Vio, en efecto, el joyero que tenía una inscripción arábiga y que era de oro purísimo, por lo cual le ofreció la tercera parte de su valor, con lo que quedó el aguador muy contento. A seguida, el buen Peregil compró vestidos nuevos para sus pequeñuelos y aun algunos juguetes, no olvidándose de emplear en sabrosas provisiones para una espléndida comida, y regresó después a su casa. Una vez allí, puso a todos sus muchachos a bailar a su alrededor, en tanto que él hacía cabriolas en medio, considerándose el padre más dichoso del mundo.

La mujer del aguador guardó el secreto con sorprendente puntualidad: durante día y medio no hacía sino ir de acá para allá con cierto aire misterioso e infatuado, pero, en fin, no dijo una palabra, a pesar de haber andado en compañía de sus locuaces convecinas. Pero, en cambio, no podía prescindir de darse cierta importancia, disertando sobre el mal estado de sus vestidos y refiriendo que se había mandado hacer una basquiña nueva guarnecida de galón dorado y de abalorios, juntamente con una mantilla nueva de encaje. Dio también a entender que su marido tenía propósitos de abandonar el oficio de aguador, por convenir así a su salud; y, por último, indicó que quizá todos se irían a pasar el verano al campo, para que los chiquillos respirasen los aires puros de la montaña, pues no se podía vivir en la ciudad en tan calurosa estación.

Mirábanse las vecinas unas a otras, creyendo que la pobre mujer había perdido el seso; y sus arrogancias, maneras y fatuas pretensiones eran ya el motivo de las burlas de todas y la diversión de sus amigas en cuanto aquélla volvía la espalda.

Pero si la mujer del aguador obraba con prudencia fuera de la casa, bien se desquitaba dentro poniéndose al cuello una sarta de ricas perlas orientales, brazaletes moriscos en sus brazos y una diadema de brillantes en la cabeza, paseándose ufana por su cuarto vestida de harapos y parándose de vez en cuando para mirarse en un espejo roto. Aún más: en un impulso de indiscreta vanidad, no pudo resistir el deseo de asomarse a la ventana para saborear el efecto que producirían sus adornos entre los transeúntes.

Por desgracia suya, el entrometido barbero Pedrillo Padrugo se hallaba en aquel mismo momento sentado sin hacer nada en su tienda en el lado opuesto de la calle, cuando hirió su vigilante ojo el brillo de los diamantes. Púsose al instante en su ventanillo y reconoció a la andrajosa mujer del aguador adornada con todo el esplendor de una recién desposada de Oriente. No bien hizo un minucioso inventario de todos sus adornos, partió con la velocidad del rayo a casa del alcalde. En un momento el hambriento alguacil se puso otra vez al acecho, y antes de concluir el día fue conducido de nuevo el infortunado Peregil ante la presencia de la autoridad.

-¿Cómo es esto, miserable? -gritó el alcalde enfurecido-. ¿Me dijiste que el infiel que murió en tu casa no había dejado más que una caja vacía, y ahora salimos con que tu andrajosa mujer se pavonea en tu casa adornándose con perlas y diamantes? ¡Ah, tunante! ¡Prepárate a darme los despojos de tu miserable víctima, o irás a patalear a la horca, que ya está cansada de esperarte!

El aterrorizado aguador cayó de hinojos y contó de pleno la maravillosa manera como había ganado su riqueza. El alcalde, el alguacil y el barbero delator escucharon con ávida codicia el cuento maravilloso del tesoro encantado, fue despachado inmediatamente el alguacil para traerse al moro que había asistido al maravilloso conjuro. Vino, en efecto, el musulmán, y quedó casi muerto de miedo al verse entre las garras de los arpías de la ley. Cuando miró al aguador de pie con aire tímido y abatido continente, lo comprendió todo.

-¡Bruto, animal! -le dijo al pasar por su lado-; ¿no le advertí que no dijera nada a su mujer?

La descripción que hizo el moro coincidió perfectamente con la de su colega; pero el alcalde fingió no creer nada, y empezó a amenazarles con la cárcel y una rigurosa investigación.

-¡Despacito, señor alcalde! -dijo el musulmán recobrando su aplomo y sangre fría-. No desperdicie usted los favores de la fortuna por quererlo todo. Nadie sabe una palabra acerca de este asunto más que nosotros; guardemos, pues, el secreto mutuamente. Aún queda en el subterráneo un inmenso tesoro con que todos podemos enriquecernos; prometa usted dividirlo equitativamente, y todo se descubrirá; pero, si usted rechaza esta proposición, el subterráneo seguirá cerrado para siempre.

El alcalde consultó aparte con el alguacil. Este viejo sabueso, experto en el oficio, le dijo:

-Prometa usted todo lo que quiera, hasta que se apodere del tesoro y, una vez en sus manos, si él y su cómplice se atreven a murmurar, les amenaza usted con la hoguera por infieles y hechiceros.

El alcalde aprobó el consejo; y, pasándose la mano por la frente, se volvió al moro y le dijo:

-Esa es una historia bastante extraña que puede ser verdad, pero quiero ser testigo ocular de ella. Esta misma noche, por lo tanto, va usted a repetir el conjuro en mi presencia; si existe realmente tal tesoro, lo partiremos amigablemente entre nosotros y no hablaremos más del asunto; pero, si me han engañado ustedes, no esperen misericordia. Mientras tanto permanecerán custodiados.

Accedieron gustosos a estas condiciones el moro y el aguador, satisfechos de que el resultado probaría la verdad de sus palabras.

A eso de la medianoche salió secretamente el alcalde acompañado del alguacil y del curioso barbero, todos perfectamente armados. Condujeron al moro y al aguador como prisionero, yendo provistos del vigoroso pollino del último, para transportar el codiciado tesoro. Llegados a la Torre sin haber sido descubiertos por nadie, ataron el borrico a una higuera y descendieron hasta el cuarto suelo de aquélla.

Sacaron el pergamino y encendieron el cabo de bujía, procediendo el moro a leer la fórmula del desencantamiento, y la tierra tembló como la primera vez, abriéndose el pavimento con un ruido atronador, dejando descubierta la estrecha gradería. El alcalde, el alguacil y el barbero se aterrorizaron y no se atrevieron a bajar por ella; pero el moro y el aguador entraron en la bóveda de más abajo, y allí se encontraron a los dos musulmanes sentados como antes, inmóviles y en silencio. Cogieron los dos jarrones grandes llenos de monedas de oro y de piedras preciosas, los cuales fueron subidos por el aguador uno a uno sobre sus hombros; y por cierto que, a pesar de ser fuerte y estar acostumbrado a las cargas pesadas, se bamboleaba el hombre; pero cuando estuvieron colocados los jarrones a cada lado del borrico, manifestó que aquélla era la sola carga que podía llevar el animal.

-Bastante tenemos por ahora -dijo el moro-; hemos sacado toda cuanta riqueza podemos acarrear sin que nos vean, y la suficiente para hacernos tan poderosos como pudiéramos desear.

-¿Pues queda todavía más tesoro? -preguntó el alcalde.

-Queda lo de más valía -dijo el moro-; un cofre monstruoso guarnecido con fajas de acero y lleno de perlas y piedras preciosas.

-Pues vamos a subir ese cofre en un instante -gritó el codicioso alcalde.

-Yo no bajo más -dijo el moro tenazmente-; esto es muy bastante para una persona razonable; más todavía me parece superfluo.

-Y yo -añadió el aguador- no sacaré más carga para partir por el espinazo a mi pobre burro.

Viendo que eran inútiles las órdenes, amenazas y súplicas, volviose el alcalde a dos acompañantes y les dijo:

-Ayudadme a subir el cofre y partiremos entre nosotros su contenido.

Y, diciendo esto, bajó la escalera, siguiéndole con gran repugnancia el alguacil y el barbero.

No bien vio el moro que habían bajado a todo lo hondo, apagó el cabo de bujía, y se cerró el pavimento con el pavoroso estruendo consiguiente, quedándose sepultados en su seno los tres soberbios personajes.

Diose prisa el moro a subir las escaleras, y no paró hasta encontrarse al aire libre, siguiéndole el aguador con la ligereza que le permitieron sus cortas piernas.

-¿Qué ha hecho usted? -gritó Peregil tan pronto como pudo tomar alientos-. El alcalde y los otros dos han quedado sepultados en la bóveda.

-¡Cúmplase la voluntad de Allah! -dijo el moro con religiosidad.

-¿Y no los vais a dejar que salgan? -dijo el gallego.

-¡No lo permita Allah! -replicó el moro pasándose la mano por la barba-. Está escrito en el libro del destino que permanecerán encantados hasta que algún futuro aventurero deshaga el hechizo. ¡Hágase la voluntad de Dios! Y esto diciendo, arrojó el cabo de bujía en los oscuros bosquecillos de la cañada.

Ya no había remedio; por lo cual el moro y el aguador se dirigieron a la ciudad con el burro ricamente cargado, no pudiendo por menos el honrado Peregil de abrazar y besar a su orejudo compañero de oficio, por tal modo librado de las garras de la ley; y en verdad que no se sabía lo que causaba más placer al sencillo aguador: si haber sacado el tesoro o haber recobrado su pollino.

Los dos socios afortunados dividieron amigable y equitativamente el tesoro, excepción hecha de que el moro, que gustaba más de las joyas, procuró poner en su parte casi todas las perlas, piedras preciosas y demás adornos, dando en su lugar al aguador magníficas piezas de oro macizo cinco o seis veces mayores, con lo que el último quedó muy contento. Tuvieron gran cuidado de que no les sucediera ningún otro percance, sino que se marcharon a disfrutar en paz sus riquezas a tierras lejanas. Volvió el moro al África, a su país natal, Tetuán, y el gallego se fue a Portugal con su mujer, sus hijos y su jumento. Allí, con los consejos y dirección de su mujer, llegó a ser un personaje de importancia, pues hizo aquélla que cubriese su cuerpo y sus cortas piernas con justillo y calzas, que se cubriese con sombrero de pluma y que llevase espada al cinto, dejando el nombre familiar de Peregil y tomando el título sonoro de don Pedro Gil; su descendencia creció con maravillosa robustez y alegría, si bien todos salieron patizambos; en tanto que la señora de Gil, cubierta de galones, brocado y encajes, de pies a cabeza, y con brillantes sortijas en los dedos, se hizo el acabado tipo de la abigarrada y grotesca elegancia.

En cuanto al alcalde y sus camaradas, quedaron sepultados en la gran Torre de los Siete Suelos, y siguen allí encantados hasta el fin del mundo. Cuando hagan falta en España barberos curiosos, alguaciles bribones y alcaldes corruptibles, pueden ir a buscarlos a la Torre; pero si tienen que aguardar su libertad, se corre peligro de que el encantamiento dure hasta el día del Juicio final.




ArribaAbajo Leyenda de la Rosa de la Alhambra o el Paje y el Halcón

Poco tiempo después de terminada la Reconquista fue la deliciosa ciudad de Granada la residencia habitual y favorita de los soberanos españoles, hasta que de ella se vieron ahuyentados por los continuos terremotos, que asolaron multitud de sus edificios e hicieron temblar las viejas torres moriscas hasta sus cimientos.

Muchos años transcurrieron después, y en este largo tiempo rara vez se vio favorecida Granada con la visita de algún personaje de la familia real. Los palacios de la nobleza quedaron cerrados y silenciosos, y la Alhambra -como desdeñada hermosura- permaneció en triste soledad en medio de sus mal cuidados jardines. La Torre de las Infantas, residencia en otro tiempo de las tres encantadoras princesas moras, participaba del abandono general: la araña tejía su tela en lo alto de los dorados camarines, a la vez que los murciélagos y las lechuzas anidaban en aquellos primeros aposentos, realzados en otro tiempo con la presencia de Zayda, Zorayda y Zorahayda. El abandono de esta Torre obedecía principalmente a la superstición de los habitantes, pues había circulado el rumor de que la sombra fantástica de la joven Zorahayda, que había exhalado su último suspiro en aquella Torre, se veía con frecuencia a la luz de la luna reclinada junto a la fuente del saloncito, o llorando en lo alto del adarve; y que otras veces, a medianoche, oían los acordes de su argentino laúd los caminantes que transitaban por lo hondo de la solitaria cañada.

Por fin, la ciudad de Granada viose honrada por personajes reales. Todo el mundo sabe que Felipe V fue el primer Borbón que empuñó el cetro de España, y asimismo es sabido que casó en segundas nupcias con Isabel, la hermosa princesa de Parma, y que, por esta serie de acontecimientos, un príncipe francés y una princesa italiana compartían el trono español.

La Alhambra hubo de decorarse y amueblar a toda prisa para recibir a los regios esposos; y con la llegada de la corte cambió por completo el aspecto del Palacio, desierto poco antes. El estruendo de los tambores y trompetas y el trotar de los caballos por las avenidas y patios del alcázar, a la vez las barbacanas y los adarves, todo traía a la memoria el antiguo extinguido esplendor militar de la fortaleza. Respirábase de nuevo cierto ambiente en los reales aposentos; oíase el crujir de las sedas y el cauteloso paso y las voces suaves y melifluas de los aduladores cortesanos a través de las antecámaras, el continuo ir y venir del sinnúmero de pajes y damas de honor por los jardines y los acordes de la música que se escapaban al través de las celosías.

Entre los individuos de la regia comitiva venía un paje, favorito de la reina llamado Ruiz de Alarcón. Con decir que era favorito de la reina queda hecho todo su elogio, pues cuantos figuraban en la corte de la altiva Isabel distinguíanse por su gracia, su donosura y su belleza. Acababa nuestro lindo doncel de cumplir las dieciocho primaveras, y era esbelto, bien formado y hermoso como el joven Antinoo. Ante la reina mostrábase siempre con toda deferencia y respeto; pero en el fondo era un calavera acariciado y mimado por las damas de la corte, y más experimentado en materia de mujeres que lo que debía esperarse en sus pocos años.

Andaba el bullicioso paje cierta mañana vagando por los bosques del Generalife que dominan la Alhambra, y se había llevado para distraerse el halcón predilecto de la reina cuando he aquí que atisba el ave de rapiña un pájaro posado en un árbol, y se lanza a volar en su persecución. Elevose, en efecto, por los aires y precipitose sobre su presa, pero se le escapó y siguió volando sin hacer caso de los llamamientos del paje. El joven siguió con la vista al pájaro furtivo en su caprichoso vuelo, hasta que lo vio posarse sobre la muralla de una apartada y solitaria torre construida en el borde de un barranco que separa la fortaleza real de la jurisdicción del Generalife; en una palabra: en el muro de la Torre de las Infantas.

Descendió el paje hasta el barranco y acercose a la Torre; pero no presentaba ninguna entrada por la parte de la cañada, y su altura prodigiosa hacía imposible todo propósito de escalamiento. Así, pues, buscando una puerta o entrada cualquiera del castillo morisco, fue dando un gran rodeo para explorar por los lados de la Torre que miran al interior de la fortaleza.

Delante de la Torre misma veíase un pequeño jardín cercado con un enverjado de cañas y cubierto de mirtos. Abrió el mancebo un portillo y atravesó por entre cuadros de flores y grupos de rosales, hasta llegar a la puerta de aquélla. Hallábase cerrada, pero percibió en ella un agujero que la facilitaba poder examinar el interior del misterioso baluarte. Vio en él un precioso saloncito morisco, de paredes primorosamente labradas, con esbeltas columnas de mármol y una fuente de alabastro rodeada de flores; en el centro, suspendida, una jaula dorada que encerraba un lindo pajarillo; debajo de ésta, en una silla, un gato romano durmiendo entre madejas de seda y otros objetos de labor femenina; y junto a la fuente una guitarra adornada con cintas y lazos.

Sorprendiose Ruiz de Alarcón ante aquellas señales de gusto y elegancia femenina en una Torre que él suponía deshabitada, y al punto se le vinieron a las mientes los cuentos de salones encantados tan divulgados en la Alhambra, y si el gato romano sería tal vez alguna hechizada princesa.

Llamó muy quedito a la puerta, y dejose ver un hermoso rostro desde un elevado ajimez de la Torre; pero a seguida desapareció. Esperaba el mancebo que se abriera la puerta, pero en vano: no se oía ni el más leve sonido dentro, y todo permanecía en silencio. ¿Le habrían engañado sus sentidos o era quizá la hermosa aparecida el hada que habitaba la Torre? Llamó de nuevo y con más fuerza, y después de una ligera pausa apareció por segunda vez el mismo rostro hechicero de una lindísima muchacha de quince años. Saludola inmediatamente el paje quitándose su birrete de plumas, y le rogó, en los términos más atentos y corteses, que le permitiese subir a la Torre para coger su halcón fugitivo.

-Dispensadme, señor, que no me atreva a abriros la puerta -contestó la joven ruborizándose-; pero mi tía me lo tiene prohibido.

-Os lo ruego encarecidamente, hermosa niña; considerad que es el halcón favorito de la reina; y ¿cómo voy a poder volver al palacio sin él?

-¿Sois, pues, un caballero de la corte?

-Ciertamente, encantadora niña; pero caería en desgracia con la reina si dejase perder ese halcón.

-¡Santa Virgen María! ¡Pues si precisamente a los caballeros de la corte es a quien mi tía me ha encargado más especialmente que jamás les abra la puerta!

-¡Ya! Pero será a los malos caballeros, y está perfectamente; mas yo, querida mía, no pertenezco a ese número, sino que yo soy un simple inofensivo paje, que se verá arruinado y perdido si le negáis esta pequeña merced.

Enterneciose el corazón de la joven al ver el apuro del pobre pajarillo. ¿No era una lástima que se arruinara por cosa tan baladí? Y seguramente aquel joven no podía ser ninguno de los peligrosos cortesanos que su tía le había pintado, especie de caníbales siempre dispuestos a hacer presa en las jóvenes inocentes; por el contrario, ¿no se veía que era gentil y modesto?... ¡y suplicaba birrete en mano, y era tan encantador!...

El astuto paje vio que la guarnición empezaba a vacilar, y redobló sus súplicas de un modo tan conmovedor, que no era posible que cupiese la negativa en el corazón de la muchacha; así, pues, la ruborosa y tierna guardiana de la Torre bajó y abrió la puerta con mano trémula. Si el paje quedó extasiado cuando vio su peregrino rostro en la ventana, acabó de perder el juicio al contemplar delante de sí el conjunto de la linda castellana.

Su corpiño andaluz y su graciosa basquiña dejaban ver la redondez y delicada simetría de sus formas, manifestando que no habían llegado aún a su completo desarrollo; su sedoso cabello, partido en su frente con escrupulosa exactitud, hallábase adornado con una fresca rosa recién cogida, mostrábase algo tostado por los ardores del clima meridional, pero esto mismo prestaba más encanto al sonrosado color de sus mejillas, haciendo más radiante la fúlgida luz de sus hermosos ojos.

Observó todo esto Ruiz de Alarcón con una simple mirada, puesto que no le era dado detenerse, y, después de pronunciar algunas sencillas frases de agradecimiento, se dirigió rápidamente hacia la escalera de caracol, en busca de su halcón.

Apareció después de un breve instante con el pícaro del pájaro en la mano. La joven, entretanto, se había sentado junto a la fuente en el saloncito, y se hallaba devanando una madeja de seda; pero en su turbación dejó caer el ovillo sobre el pavimiento. Apresurose galantemente el paje a recogerlo, y, doblando una rodilla en tierra, se lo presentó; mas, al extender la joven la mano para recibirlo imprimió el mozo en ella un beso más ardiente y amoroso que todos los que había depositado en la hermosa mano de su soberana.

-¡Jesús María! -exclamó la muchacha ruborizada y llena de confusión y sorpresa, pues nunca había recibido saludo semejante.

El humilde paje le pidió mil perdones, asegurando que era costumbre cortesana rendir de tal modo el homenaje del más profundo respeto.

El enojo de la niña -si es que lo sintió- apaciguose fácilmente; mas su agitación y aturdimiento continuaron, pues volvió a sentarse, y seguía cada vez más ruborizada y cabizbaja, y, aunque fija en su tarea, enredábasele la madeja que trataba de devanar.

El astuto rapazuelo se apercibió de la confusión que había llevado al campo enemigo, y se propuso aprovecharse de ella; pero los discretos razonamientos que intentaba pronunciar se ahogaban en sus labios, sus rasgos de galantería le salían con embarazo, y, con gran sorpresa propia, el sagaz muchacho, que venía gozando de tan gran partido por su gracia y desenvoltura entre las damas más corridas y expertas de la corte, se mostraba en aquella sazón intimidado y balbuciente en presencia de una inocente chiquilla de quince primaveras.

En suma: la sencilla joven tenía guardianes más eficaces en su modestia e inocencia que en los cerrojos y rejas con que la guardaba su vigilante tía. Sin embargo, ¿qué corazón femenino podrá ser insensible a las primeras emociones del amor? La joven, aun con todo su candor y sencillez, comprendió instintivamente todo lo que la atribulada lengua del paje no pudo expresar, y su corazón rebosaba de alegría al ver por primera vez un amante rendido a sus pies... ¡y un amante como aquél!

La turbación del paje, si bien sincera, duró poco; mas cuando iba el hombre recobrando su habitual aplomo y serenidad, oyó una voz áspera como a alguna distancia.

-¡Mi tía que vuelve de misa! -gritó la doncella, asustada-. Señor, os ruego que os marchéis.

-No ha de ser hasta tanto que me hayáis concedido esa rosca de vuestra cabeza como grato recuerdo.

Desenredola apresuradamente de sus negras trenzas, y le dijo, turbada y ruborosa:

-Tomadla; pero idos, por Dios; os lo suplico.

El paje cogió la flor, cubriendo de besos al mismo tiempo la linda mano que se la otorgaba. Después, poniéndose el birrete y colocando el halcón en su puño, se deslizó por el jardín, llevándose consigo el corazón de la hermosa Jacinta.

Cuando la celosa tía penetró en la Torre notó la agitación de su sobrina y el desorden que había en el saloncito; mas con una sola palabra se lo explicó suficientemente todo «Un halcón ha venido persiguiendo su presa hasta el mismo salón».

-¡Dios nos ampare y nos asista! Conque, ¿hasta dentro mismo de la Torre han de penetrar los halcones?... ¿Habrase visto nunca ave más insolente? ¡Ay, Dios mío! ¡El pobre pájaro ni aun en la jaula misma está ya seguro!

La vigilante Fredegunda era una dueña muy anciana y experimentada; miraba con gran terror y desconfianza a lo que ella llamaba el sexo opuesto, recelo que se había ido aumentando más y más con su largo celibato. Y no obedecía esto a que la buena señora hubiera sufrido en cualquier ocasión algún desengaño, pues la Naturaleza la había dotado de una salvaguardia con su rostro que impedía traspasar los justos límites; mas las mujeres que tienen poco que temer por sí mismas se hallan a toda hora apercibidas en la custodia y guardia de sus seductoras vecinas.

La sobrina, huérfana de un oficial que pereció en el campo de batalla, se había educado en un convento y había sido sacada hacía poco tiempo de aquel sagrado asilo para encomendarla a la inmediata vigilancia de su tía, bajo cuya celosa tutela vegetaba oscurecida la pobre niña, como el capullo que florece oculto en un matorral. Y no empleamos esta comparación meramente al caso, pues es la verdad, la fresca y virginal hermosura de la muchacha había sido ya vista y admirada por las gentes, a pesar de vivir encerrada en su solitaria morada, y, siguiendo la poética costumbre del pueblo andaluz, la apellidaban sus vecinos «la Rosa de la Alhambra».

La cautelosa tía venía guardando con grandísimo recelo a su tentadora sobrina mientras la corte permanecía en Granada, lisonjeándose del buen éxito que obtenía con su exquisita vigilancia. Sin embargo, a la pobre señora dueña la turbaban de vez en cuando los acordes de las guitarras y las coplas amorosas que cantaban desde la espesa arboleda del pie de la Torre; entonces redoblaba sus exhortaciones a la sobrina para que no prestara oídos a aquellos pérfidos cantos, asegurándola que eran una de las muchas mañas de que se valía el sexo opuesto para atraer y seducir a las jóvenes incautas; mas, ¡ay!, ¿qué valen todos los severos razonamientos contra una serenata dada a la luz de la luna?

Por último, el rey Don Felipe V abrevió su permanencia en Granada y partió de repente con todo su séquito. La recelosa Fredegunda miraba con ojo atento a la real comitiva conforme iba saliendo por la Puerta de la Justicia y bajando la pendiente alameda que conduce a la ciudad. Cuando perdió de vista el último estandarte volviose gozosa a su Torre, pues ya habían concluido todos sus cuidados y desvelos; pero con gran sorpresa suya vio un hermoso potro árabe piafando en el portillo del jardín; y luego, con gran horror, apercibió al través de los rosales a un elegante joven tiernamente rendido a los pies de su sobrina. Al ruido de las pisadas se apresuró el mozo a dar el último «adiós» a su adorada; y, saltando ágilmente el enverjado de cañas y mirtos y montando a caballo, se perdió de vista con la rapidez del rayo.

La enamorada Jacinta, embargada por su profunda pena, no tuvo en cuenta la que causaba a su buena tía; y arrojándose en sus brazos, empezó a deshacerse en un mar de lágrimas.

-¡Ay de mí! -decía-. ¡Se ha marchado! ¡Se ha marchado! ¡Ya no le veré más!

-¡Que se ha marchado!... ¿Quién se ha marchado? ¿Qué joven es ése que he visto a tus pies?

-Un paje de la reina, querida tía, que ha venido a despedirse de mí.

-¡Un paje de la reina, hija mía! -gritó la vigilante Fredegunda con vol alterada-. Y ¿cuándo, cuándo tras conocido tú a ese paje de la reina?

-El día que el halcón entró en la Torre. Era el halcón de la reina, y venía en su persecución.

-¡Ay, niña inocente! Sábete que no hay halcones tan temibles como estos pajes libertinos; y, sobre todo, si hacen presa de pájaros tan inexpertos como tú.

Gran indignación se apoderó de la tía cuando supo que, a pesar de toda su ponderada vigilancia, se había entablado aquella tierna correspondencia entre los dos jóvenes amantes casi en sus mismas barbas; pero se tranquilizó al fin cuando vio que la cándida niña había salido pura y victoriosa de la prueba peligrosa -aun sin la protección de cerrojos y rejas- en que la habían puesto las maquinacíones del sexo opuesto; todo lo cual atribuía la buena dueña a las prudentes y cautelosas máximas que ella le había inculcado.

Mientras que la pobre anciana pensaba en todas estas cosas, la sobrina sólo y constantemente tenía fijos en su memoria los continuos juramentos de amor y fidelidad de su amante; pero ¿qué es el amor del hombre errante sino arroyuelo que juguetea por algún tiempo con las florecillas que encuentra a su paso, dejándolas inundadas de lágrimas?

Pasaron días, semanas y meses, y nada se volvió a saber del doncel de la reina. Maduró la granada, dio su fruto la viña, las lluvias torrenciales del otoño corrieron por las montañas, cubriéndose la Sierra Nevada con su túnica de nieve y gimieron los vientos de Septentrión por los desiertos salones de la Alhambra; y, sin embargo, el paje no volvía. Pasó el invierno y volvió de nuevo la primavera, con los cantos de los pájaros, con sus flores y con su perfumado céfiro; derritiose la nieve de las montañas hasta que no quedó más que una ligera capa en la cima de Sierra Nevada, y, con todo, nada se supo del inconstante paje.

Entretanto, la infeliz joven Jacinta se iba quedando pálida y melancólica; abandonó sus ocupaciones y entretenimientos; sus madejas de seda se quedaron sin devanar; su guitarra, muda; sus flores, descuidadas; ya no escuchaba los trinos de los pájaros; y sus ojos, antes alegres y brillantes, se iban marchitando de tanto llorar en secreto. Si se hubiera de buscar una mansión propia para alimentar la pasión de una triste doncella de tal modo abandonada, no sería posible encontrar en el mundo otra más adecuada que la Alhambra, donde todo parece evocar tiernos y románticos ensueños. La Alhambra es un verdadero paraíso de los enamorados; pero ¡cuán triste debe ser encontrarse sola y abandonada en ese paraíso!

-¡Ay inexperta niña mía! -le decía la severa y casta Fredegunda cuando sorprendía a su sobrina en los momentos de su aflicción-. ¿No te advertí de los enredos y engaños de esos cortesanos? ¿Qué podías, pues, esperar de un joven arrogante, que pertenece a una de las familias más nobles y encumbradas, siendo huérfana y nacida en pobre y humilde cuna? Ten la seguridad de que, aunque ese joven se hubiera propuesto serte fiel, su padre, uno de los nobles más orgullosos de la corte, le prohibiría terminantemente su unión con una joven humilde y desheredada como tú. Toma, por lo tanto, una resolución enérgica, y desecha de tu imaginación esas locas esperanzas.

Las palabras de la virginal Fredegunda sólo servían para acrecentar la melancolía de su sobrina, por lo que la infeliz criatura tomó el partido de entregarse a solas a su dolor. Cierta noche de verano, y en horas bastante avanzadas, después que la tía se retiró a descansar, quedose la sobrina en el saloncillo de la Torre, sentada junto a la fuente de alabastro; allí donde el desleal amante se había arrodillado y besado su mano por vez primera; allí donde le había jurado tantas y tantas veces eterno amor y fidelidad. El corazón de la apenada doncella comprimíase con estos tristes recuerdos, y sus lágrimas corrían abundantemente, cayendo hilo a hilo en la taza de la fuente. Poco a poco comenzó a agitarse el agua cristalina y a bullir, formando burbujas, hasta que apareció ante sus ojos una hermosísima figura de mujer ricamente ataviada con traje a la morisca.

Jacinta se asustó de tal manera que huyó del salón y no se atrevió a volver a él. A la mañana siguiente contó cuanto había visto a su tía; pero la buena señora lo creyó todo pura invención quimérica de su perturbada imaginación, que tal vez, dormida, habría estado soñando junto a la supuesta maravillosa fuente.

-Habrás estado meditando en la historia de las tres princesas moras que habitaron en otros tiempos esta Torre -añadió-, y eso te habrá hecho soñar con ellas.

-¿Qué historia era ésa, tía? No sé nada de ella.

-Pues qué, ¿no has oído hablar de las tres bellas princesas Zayda, Zorayda y Zorahayda, que estuvieron encerradas en esta Torre misma por el rey moro su padre, y que se resolvieron a huir con tres caballeros cristianos, pero de las cuales sólo las dos mayores llevaron a cabo su proyecto, habiendo faltado valor a la menor para seguirlas, que es la que, según se cuenta, murió en esta misma Torre?

-Ahora recuerdo haber oído esa historia -dijo Jacinta-, y aun he llorado muchas veces por la desventura de la infortunada Zorahayda.

-Hacías muy bien en dolerte de su desventura -continuó la tía-, pues el amante de Zorahayda fue uno de tus antepasados. Por largo tiempo lloró a su adorada princesa morisca; pero el tiempo mitigó su dolor y se casó con una noble dama española, de la cual tú eres descendiente.

Jacinta quedó pensativa al oír estas palabras; pero se decía interiormente: «¡Ah, no! No ha sido una vana quimera de mi imaginación; estoy segura de ello. Ahora bien; si la visión es, en efecto, el alma de la hermosa Zorahayda, la cual, según me cuentan, anda vagando en esta torre, ¿qué puedo yo temer? Voy a velar esta misma noche junto a la fuente, y acaso repita su visita».

Cerca de la medianoche, cuando todo estaba en completo silencio, fue Jacinta a colocarse de nuevo junto a la fuente del saloncito. No bien la campana de la lejana Torre de la Vela anunció la hora de las doce cuando la fuente se agitó de nuevo y empezó a bullir el agua hasta que apareció la extraña visión. Era joven y hermosa; sus vestiduras estaban adornadas de riquísimas joyas, y llevaba en la mano un argentino laúd. Jacinta quedó trémula y a punto de perder el sentido; pero se tranquilizó al oír la dulce y doliente voz de la aparición y al ver la cariñosa expresión de su melancólico y pálido rostro.

-¡Hija de los mortales! -le dijo- ¿Qué te aqueja? ¿Por qué turba tu llanto el agua de mi fuente? ¿Por qué interrumpen tus suspiros y tus quejas el tranquilo silencio de la noche?

-Lloro la ingratitud de los hombres y me quejo de mi triste soledad y abandono.

-¡Consuélate, hija mía! Tus penas pueden concluir. Mira en mí una princesa mora que, como tú, fue también muy desdichada en amores. Un caballero cristiano, antecesor tuyo, cautivó mi corazón y hubiérame llevado a su país natal y al seno de tu Iglesia. Me había convertido de todo; pero me faltó vigor que igualara a mi fe y vacilé en el momento supremo; por lo cual el espíritu del mal se apoderó de mi y estoy encantada en esta Torre hasta que un alma cristiana quiera romper el mágico hechizo. ¿Quieres tú cometer esta empresa?

-¡Ay, sí; quiero! -contestó la joven conmovida.

-Pues acércate y nada temas; mete tu mano en la fuente, rocía del agua sobre mí y bautízame según la costumbre de tu religión; así concluirá el encantamiento y mi alma en pena alcanzará el descanso.

La tímida doncella se aproximó con paso vacilante, introdujo la mano en la fuente, y, cogiendo de ella un poco de agua, verifico la aspersión sobre el pálido rostro de la lúgubre aparición. Sonriose con inefable benignidad la bella visión y, dejando caer su laúd a los pies de Jacinta, cruzó sus blancos brazos sobre el pecho y se desvaneció, tornándose, al parecer, en una como lluvia de gotas de rocío que caían cual perlas sobre la fuente.

Jacinta se retiró del salón con cierto terror mezclado de asombro. Difícilmente pudo conciliar el sueño en aquella noche y cuando se despertó al romper el día, por la misma agitación con que había dormido, le pareció que todo ello habría sido un delirante ensueño. Mas cuando bajó al saloncito vio confirmada la realidad de la aparición, pues al borde de la fuente se encontró el laúd de plata, brillando a los rayos del fúlgido sol naciente.

Apresurose a buscar a su tía y le contó todo lo que le había sucedido, exhortándola para que viniese a ver el laúd, en testimonio de la veracidad de su historia. Si la buena señora abrigaba alguna duda se desvaneció completamente cuando Jacinta pulsó el instrumento, pues le arrancaba melodías tan arrebatadoras que se conmovió tiernamente hasta el helado corazón de la inmaculada Fredegunda, región de perpetuo invierno. ¿Qué otra cosa sino una melodía sobrenatural podía producir efecto tan prodigioso? La extraordinaria virtud del maravilloso laúd se hizo cada día más famosa: cuantos transitaban por el pie de la Torre se detenían encantados, sin atreverse a respirar, enteramente arrobados; y hasta los pájaros mismos se posaban en los árboles cercanos, enmudecidos, escuchando con extraordinario silencio aquellas divinas armonías.

La fama de este prodigio cundió rápidamente por todas partes. Los habitantes de Granada subían a la Alhambra para oír siquiera algunas notas de la música sobrenatural que, aunque débilmente, se percibía en los contornos de la Torre de las Infantas.

La encantadora joven salió al fin de su retiro, pues los ricos y poderosos del país se disputaban a porfía el agasajarla y colmarla de distinciones; en una palabra: que hacían todos los mayores esfuerzos por llevar las soberanas delicias del divino laúd a sus espléndidos salones para atraer a ellos lo más selecto de la sociedad aristocrática. Acompañaba a la maravillosa artista su diligente tía, como vigilante dragón, para tener a raya el enjambre de apasionados admiradores que se acercaban a la niña enloquecidos por las notas de su laúd. La celebridad de su maravilloso poder siguió extendiéndose de ciudad en ciudad. En Málaga, Sevilla, Córdoba y en toda Andalucía no se hablaba de otro asunto sino de la bella artista de la Alhambra. ¿Y cómo no había de ser así en un pueblo tan apasionado a la música y tan voluptuoso y galante como el pueblo andaluz, si el laúd estaba dotado de mágico poder y la tañedora se sentía divinamente inspirada por el amor?

Mientras que Andalucía entera se hallaba poseída de esta vehemente pasión musical corrían diferentes vientos en la corte de España, pues a Felipe V, desgraciado hipocondríaco, sujeto a toda clase de manías, unas veces le daba por guardar cama semanas enteras, quejándose de dolencias imaginarias, y otras se obstinaba en querer abdicar la corona, con gran disgusto de su real esposa, a quien halagaban por todo extremo el esplendor de la corte y del trono, tanto más cuanto que ella, por consecuencia misma de la imbecilidad de su esposo, era la que con cierta habilidad y firmeza manejaba el cetro de España.

No se encontró otro remedio más eficaz para calmar las melancolías del augusto monarca que el poder de la música; la reina, por consiguiente, cuidó de rodearse de los más celebrados músicos y cantores de la época, haciendo venir a su corte a manera de médico de cámara al famoso cantante italiano Farinelli.

En la época a que se refiere nuestro relato se había apoderado del ilustre Borbón una monomanía infinitamente más rara que todas las suyas anteriores. Después de un largo periodo de enfermedad imaginaria, contra la que se habían estrellado todo el arte de Farinelli y los conciertos de una escogida orquesta de cuerda de la corte, el desdichado rey se obstinó en que había entregado su espíritu, en creerse realmente difunto; cosa, en verdad, bastante inocente y que hasta hubiera sido algo cómoda para la reina y los cortesanos si se hubiese conformado con permanecer en el reposo consiguiente de los muertos; pero, con gran apuro de todos, se encaprichó en que se le hicieran las exequias fúnebres, y, con sorpresa de cuantos le rodeaban, empezó a encolerizarse reconviniéndoles duramente por su negligencia y falta de respeto queriéndole dejar insepulto. ¿Qué hacer en tal conflicto? Desobedecer las órdenes del monarca era asunto gravísimo a los ojos de aquellos respetuosos y ceremoniosos cortesanos; pero obedecerle y enterrarle vivo era cometer un verdadero regicidio.

Encerrados se hallaban en este insoluble dilema cuando llegó a la corte el renombre de la tocadora de laúd que estaba causando la admiración de toda Andalucía, e inmediatamente despachó la reina emisarios para que la condujeran a San Ildefonso, sitio de residencia de la corte por aquellos tristes días.

Pocos después habían pasado cuando, al hallarse paseando la reina en compañía de sus damas de honor por aquellos encantadores jardines, construidos para eclipsar las glorias de los de Versalles, llevaron a su presencia a la celebrada artista granadina. La augusta soberana se fijó en la noble al par que modesta apariencia de aquella joven, admiración y pasmo a la sazón de todo el mundo, la cual venía ataviada con el pintoresco traje de Andalucía y trayendo en la mano el precioso laúd de plata, mas con los ojos bajos, mostrando su modestia y aquella hermosura, sencillez y distinción que dejaban ver todavía a «la Rosa de la Alhambra».

La acompañaba, según queda dicho, la vigilante Fredegunda; ésta impuso a la reina en la historia y genealogía de la preciosa muchacha, por haber mostrado la soberana deseos de conocerla. Pero si la augusta Isabel se sintió interesada por el aspecto de Jacinta, creció de punto su interés cuando supo que era oriunda de una familia noble, aunque empobrecida, y que su padre había muerto peleando con honor por el servicio de sus reyes.

-Si tu habilidad corre pareja con tu nombradía -dijo le reina- y si consigues desterrar el mal espíritu de que está poseído tu soberano, la suerte tuya quedará de aquí en adelante a mi cuidado y te colmaré de honores y de riquezas.

Impaciente para hacer la prueba, la condujo a la habitación del maniático monarca.

Siguiola Jacinta con los ojos bajos por entre la muchedumbre de guardias y de cortesanos, hasta que llegaron a una imponente y suntuosa cámara tapizada de negro. Las ventanas se hallaban cerradas para impedir que penetrara la luz del día, y en su lugar numerosos blandones de cera amarilla sustentados en candelabros de plata despedían sus lúgubres resplandores, iluminando las tétricas figuras de los severos enlutados señores que iban llegando cautelosamente y sin cesar, revelando el disgusto de que estaban poseídos en sus tristes semblantes; y, por último, sobre un catafalco se hallaba de cuerpo presente el monarca, que se había obcecado en que le dieran sepultura con las manos cruzadas sobre el pecho y dejando ver solamente la punta de la nariz.

Penetró la augusta señora silenciosamente en la regia cámara, y, señalando un escabel que había en un oscuro rincón, dio a entender a la bella Jacinta que tomara asiento, y que podía comenzar.

Vibró ésta al principio las cuerdas de su laúd con mano temblorosa; pero serenose después y se entusiasmó más y más conforme iba tocando, y dejó oír una melodía tan celestial, que todos los presentes dudaban si era producida por persona humana. En cuanto al monarca, como ya se consideraba en el mundo de los espíritus, creyó que sería alguna melodía de ángeles o la música de las esferas. La sublime artista fue cambiando insensiblemente de tema, y, acompañada de su instrumento, empezó a cantar un romance heroico primoroso, en el que se ensalzaban las antiguas glorias de la Alhambra y las empresas guerreras de los moros. Su alma entera se comunicó a su canto, pues el recuerdo de la Alhambra estaba íntimamente unido a la historia de su amor. Resonaban en el fúnebre aposento las notas varoniles de aquel hermoso canto vivificador, que al fin pudieron levantar el entristecido corazón del monarca. Alzó éste la cabeza y miró a su alrededor; sentose en su féretro y empezaron sus ojos a animarse; hasta que, por último, arrojose al suelo y pidió su espada y su broquel.

El triunfo de la música -o, mejor dicho, del mágico laúd- fue del todo completo; el demonio de la melancolía fue arrojado, y pudo decirse, en verdad, que un difunto volvía a la vida. Se abrieron las ventanas del departamento; los brillantes resplandores del sol español bañaron a la cámara que poco antes era mansión de tristeza, y todos los ojos buscaron a la hermosa cantora; pero el laúd se había deslizado de su mano, y ella misma hubiera caído tal vez en tierra desmayada, si en el mismo momento no la hubiera recibido en sus brazos el noble joven Ruiz de Alarcón.

Se celebraron con gran aparato las nupcias de la feliz pareja. Y ahora se me preguntará: ¿pues cómo Ruíz de Alarcón pudo justificar su largo olvido? Su silencio había sido motivado por la oposición de su altivo padre, ya anciano y de carácter inflexible; pero los jóvenes que se aman sinceramente hacen pronto las amistades y perdonan y olvidan las faltas pagadas cuando vuelven a encontrarse de nuevo.

¿Y cómo fue el consentir en el enlace el orgulloso e inexorable padre? Muy sencillo: sus escrúpulos fueron desvanecidos bien pronto con dos palabras de la reina, y especialmente cuando comenzaron a llover sobre la gentil pareja toda clase de dignidades y recompensas. Además, debe saber el lector que el laúd de Jacinta poseía la mágica virtud de triunfar de la cabeza más testaruda y del corazón más endurecido.

Pero ¿dónde fue a parar, me diréis, el laúd maravilloso? ¡Oh! Esto es lo más curioso y lo que prueba con más evidencia la veracidad de esta historia. Aquel laúd permaneció por algún tiempo siendo un tesoro de familia; mas luego fue robado por el gran cantante Farinelli, por pura envidia de artista. A su muerte pasó a otras manos en Italia; ignorando su mágico poder, fundieron la plata y aprovecharon sus cuerdas en un viejo violín de Cremona, las cuales conservan en gran parte su virtud maravillosa. Una palabrita al oído del lector, pero que no se entere nadie: ¡este violín está arrebatando al mundo entero: es el violín de Paganini!



Anterior Indice Siguiente