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ArribaAbajoAntítesis

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ArribaAbajoLa estancia vieja

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Todas las estancias del partido, contagiadas de civilización, perdían su antiguo carácter de praderas incultas.

Las vastas extensiones, que hasta entonces permanecieran indivisas, eran rayadas por alambrados, geométricamente extendidos sobre la llanura.

No era ya el desierto, cuyo verde unido corría hasta el horizonte. Breves distancias cambiaban su aspecto, y no parecía sino una sucesión de parches adheridos.

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La tierra sufría el insulto de verse dominada, explotada, y, renunciando a una lucha degradante, abdicaba su gran alma de cosa infinita.

Pies extranjeros13 la hollaban14 sin respeto e instrumentos de tortura rasgaban su verdor en largas heridas negras.

Semillas ignotas sorbían vida en su savia fecunda, y manos ávidas robaban a sus entrañas la sangre para convertirla en lucro.

Un sólo retazo escapaba a aquel cambio. Era la estancia de don Rufino, que, como un hijo ante el ultraje de su madre, presenciaba esa invasión, la muerte en el pecho.

Con irónica sonrisa, en que había una lágrima, decía, sacudiendo su barba «cana como pantalón de gringo», y sus ojos, tristes, se nublaban, uniendo los diferentes colores.

Su estancia no había cambiado. Un sólo potrero servía de pastoreo a vacas, yeguas y ovejas. Y el personal, todo criollo, se abrazaba   —173→   al último pedazo de pampa como a una bandera.

Allí se podía olvidar y hasta hacerse la ilusión de que, pasados los límites, todo seguía como diez años antes. Diez años que habían traído un cambio brusco que causaba la sorpresa de una traición.

Don Rufino era el verdadero patrón, como el concepto viejo lo entiende. Criado en el campo, apto a todo trabajo, con una rusticidad de alma llena de cariño, era respetado por sus camas y querido por su bondad.

La administración era a usanza antigua. Sería más práctico explotarla con los recursos que prestaba la «ciencia agraria», pero eso hubiera equivalido a un renunciamiento.

Una pequeña casa de material, en forma de rancho, alineaba tres piezas en hilera, frente a las cuales un patio, de tierra prolijamente barrida, ostentaba su pobreza limpia.

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Esa mañana, un calor de pesadilla aplastaba la estancita.

Bajo el abrazo rojo del techado, a la luz de un sol bravío, los pequeños muros reflejaban como un metal la claridad de su blancura hiriente.

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El patio se grietaba en arborescencias confusas.

Sombreado por el alero escaso, don Rufino trenzaba sudoroso. Sus ojos agudos dejaron un momento el trabajo para enturbiarse sobre el campo, quemado de sol, ausente de pasto como un camino, que desconcertaba la mirada   —175→   con la imprecisión de su reverberante amarilleo.

Tres meses de seca implacable habían carbonizado las más resistentes raíces, y sólo las osamentas puntuaban la desnudez del campo, irrefutables afirmaciones de ruina.

Don Rufino colgó el trenzao, fue hacia el pozo cercano, donde bebió, media cabeza sumida en el balde. Luego se encaminó hacia el dormitorio para escapar a la resolana y observar su virgencita milagrera, famosa en el partido.

Franqueada la puerta, se sintió dominarlo por aquella quietud mística.

El cuarto estaba obscuro, cerrado a toda influencia exterior, y le alumbraban un par de velas, puestas a cada lado de la virgen estática.

No se habría sabido decir si su actitud era de bendición o de ferviente rezo lo cierto es que las rígidas manitas inspiraban un plácido   —176→   respeto, y hasta la frescura del cuarto, parecía sestear en su sombra, hubiérase dicho obra de ella.

Doña Anacleta le había bordado una alfombrita de mostacilla, y a sus espaldas, sostenido al muro por varios clavos para redondearlo, colgaba un rosario hecho de huevo de urraca y chimango.

Iba el viejo a arrodillarse y rezar por centésima vez pidiendo el agua ansiada. Pero tuvo noción de la inutilidad de sus ruegos.

«Hasta a las ranas hacía más caso aquel pedacito de palo inconmovible». Y un ansiar venganza ahogó su intención piadosa.

Vio lo de afuera: El campo, árido, los animales, olfateando la tierra15 sin conseguir de ella más que las dos columnas de polvo alzadas por su soplido.

Toda la congoja de los impotentes aquellos transfomósele en rabia, y un proyecto vago en él se precisó.

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¡Era fácil estar indiferente como aquel idolito en la frescura encerrada cuando los demás padecían del sol universal! Justo era que ella también sufriera hasta que por fuerza diera lo que no podían conseguir con rezos.

El momento era propicio. Los muchachos andarían cuereando la vieja estaba adobando un peludo en la cocina. Podía cumplir su amenaza sin impedimento.

Con manotón irreverente destronó a la virgen de su rincón, escondiéndola bajo la camiseta como hubiera podido hacer con un pollo para que no gritara. Y cerrando con llave, tomó un sendero cuya tierra la abrasaba los pies a través de las alpargatas.

Un remolino venía haciendo espiralear la hojarasca y le quemó el semblante como cuando se agachaba demasiado sobre el fogón en busca de un tizoncito.

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Llegó al galpón de esquila, amplio mesón de barro, techado de paja.

En un rincón estaba el comedero, que, acompañado de una argolla incrustada en el muro, formaba el pesebre del tobiano, «el crédito», sólo animal gordo en el establecimiento.

Echole encima un cuero, lo enriendó, apretole el cojinillo con un cinchón y, enhorquetándose salió como ladrón buscando lo más tupido de la arboleda.

Púsose a galopar hacia el fondo del potrero. Pronto distinguió el palo del rodeo, única cosa que el calor no agobiaba.

Cada detalle de la calamidad aquella reforzaba el enojo de don Rufino, exasperado ya por el sol, que le chamuscaba el cuerpo a través de la ropa.

Dejó rienda abajo al caballo, acostumbrado, sacando a luz la imagen, que miró con satisfacción; después retiró al tobiano   —179→   el cinchón, y bien arriba, donde los animales no alcanzaran, ató a la virgencita como a un Prometeo.

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Cuando hubo concluido, miró y remiró su obra, a ver si no dejaba una posibilidad de escapatoria, y la cara se le arrugó en amplia carcajada de contento.

-«Por Dios -dijo a la virgen, mientras besaba un escapulario con estampa del Cristo que traía al cuello. -Por Dios, que aí   —180→   vah'a quedar embramada al palo hasta que hagás yovér» -y sin más tardanza saltó en su flete, que solo tomó rumbo a las casas.

De pronto se detuvo, una emoción indecible ensanchándole el pecho. ¡Allá en el horizonte, ¿qué era16 aquello? Una franja obscura parecía avanzar.

Don Rufino no podía creer, dudó de sus ojos, y como ya estuviera cerca de las casas, siguió hacia ellas, para ver qué decían los otros.

No oyó sino un grito: «Las puertas, las puertas, cierren las ventanas y los postigos, que viene la tormenta». Ya no dudó.

Hubo un instante de quietud, y el primer soplo del huracán barrió el campo. En el camino, una columna de polvo se alzó en jadeante remolino, los viejos álamos agacharon, rechinando sus orgullosas copas, y las casuarinas silbaron su quejido agudo.

Don Rufino, atontado, inerte por la emoción,   —181→   miró a su alrededor; los pocos animales que veía, dando idénticamente el anca al viento, le parecieron de golpe haber engordado. Creía vivir en otro mundo, sentíase lleno de milagro, y al recobrar su vitalidad, brevemente perdida, echó su caballo a correr, tendido sobre el costillar, camino a la virgencita.

Allí estaba, con los fuertes nudos, pequeña, igual, menos luminosa en la obscuridad de la tormenta. Don Rufino besole los pies, hízole mil mimos y caricias, concluyendo por envolverla en el cojinillo y disparar, a pelo limpio, hacia las casas.

El viento, que parecía haber arreado con toda la tierra, seguía claro y menos fuerte. Algunas gotas espesas comenzaron a caer, viajadoras como bolas perdidas. El anciano aceleraba, bebiendo a pulmón abierto el olor a tierra mojada; cerca del palenque, las   —182→   gotas se tupieron, haciendo paragüitas contra el suelo.

Llegó empapado.

En el galpón de esquila todo el peonaje reunido se atareaba en guarecer del chubasco las prendas que éste podía dañar.

Un hornero repiqueteaba su risa de victoria.

Los relámpagos dibujan carcajadas de luz.

Felipe, el menor de los muchachos, apareció por la playa hecho sopa, gritando al ataque fresco de la lluvia. Traía a los tientos un cuero17 cuyas garras espoleaban al caballo en las verijas. Hastiado el animal, al enfrentar las casas, corcovió unos diez metros.

-«¿Ande vas?... ¿ande vas? -gritaba don Rufino-, a darte un disgusto»...

De viejo y bichoco -contestaba el muchacho alusivamente- se me acalambran los huesos. Y ambos reían mirándose en la cara.

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La lluvia, gradualmente, fuese moderando. Chorros y gotas caían de los techos, ahondando las marcas de gotas anteriores. Los árboles, momentos antes maltratados por el vendaval, reverdecían lavados. Los troncos intensificaban su color. Las zanjas plagiaban ríos, los charcos, lagunas. Los pájaros, pelotones de pluma, se inmovilizaban, los párpados a medio cerrar. Un ritmo lento, lleno de goce, silenciosamente intenso, moderaba los gestos hasta de la gente, que se acariciaba el cutis contra el aire fresco.

Un ritmo lento, una quietud contemplativa abrazaba la Pampa.

Son las nueve de la noche. Todo parece dormir en la estancita. En el dormitorio18 de los viejos hay luz. Cuantas velas se encontraron   —184→   en la casa están ahí, para iluminar a la bienhechora. Don Rufino, rosario en mano, dice los Aves que corean los demás. Cocinero, peones, todos están allí en esa hora solemne. La voz baja y monótona alterna con el coro; una profunda piedad se exhala de las almas sencillas.

Contra los vidrios, la lluvia en latigazos. intermitentes crepita con saña.

Y la virgencita, muy oronda en su nicho, saborea esa nueva victoria sobre todos los otros santos del pago.

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ArribaAbajoLa estancia nueva

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Era un toro excepcional, y don Justo Novillo se enorgullecía de haberlo logrado con mestización rápida.

Siempre sostuvo que pocas generaciones bastaban para conseguir tipos perfectos de raza; lo esencial era echar buenos reproductores, sin «abatatarse» por los precios.

Ahora pocos le discutirían.

¡Qué toro!; parecía de «pedigree»; un noble animal idéntico al padre importado a costo y cuenta de don Justo.

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Había que cuidarlo. Y el patrón, breve conocedor de «farms» británicos, aplicaría el sistema ultramarino; lo trataría como a un «lord».

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A estos efectos despachó la peonada criolla, que miraba con ironía aquella mole inmóvil y decían, panza cogote, guampas, cual si se tratara de un vulgar «guaiquero», para reemplazarla por un blondo par de normandos rasurados, rojos, «chic» en sus «briches»; muy europeos, con sus gorras y pipas y «whisky».

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Qué orgullo para el establecimiento; todo giraba en torno a la hermosa bestia, cuasi sagrada, y los visitantes no veían sino las actitudes matronescas del fabricador de carne para exportación.

Llegó la exposición; tumulto de reproductores «gloria nacional». Un espectáculo sobrehumano, diremos, porque nunca nuestra especie logra esa perfección de belleza.

Los grandes cabañeros discutían amontonados en torno a los posibles campeones. El toro de Novillo elevaba el diapasón de las discusiones.

-¡Pero si la madre ha de ser hosca o chorreada!

-Será lo que usted quiera, pero hay derecho de ponerlo en duda.

-Si hace diez años no tenía más que un rodeíto de hacienda criolla.

-Y, amigo, el hombre se las ha compuesto a su manera; el resultado es de primer   —190→   orden, no hay fallas, mire el lomo... es un billar, patas impecables... y qué costillas; la paleta, amigo, el pelo, las astas, el cogote... ¿qué más?...

Y se excitaban en comentarios técnicos, haciendo levantar al animal de un puntazo, con el regatón de sus malacas, palmeándole las ancas, estirándole el cuero.

Llegó el día, y toda la familia Novillo presenció jadeante los trabajos del jurado en la pista... La escarapela blanca del primer premio de categoría se enriquecía con la azul; «el campeonato».

Era motivo suficiente19 para que todos los Novillo tiraran y rompieran sus galeras (¡qué importaba una galera!).

Un día único, el día del laurel.

La vuelta fue triunfal, los mimos resultaban pocos, hasta la tierna despedida de don Justo.

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-Bueno, compadre, a divertirse y cumplir con su obligación «crécete y multiplícate».

Querían ir los muchachos, pero el viejo los retuvo.

-¡A ver, a ver!... no son bromas, ni juguetes, ¿no?... déjenlo tranquilo... llevalo no más, Cresensio.

¡Qué barbaridad!... A las diez apareció Cresensio con andar descompuesto.

-¡Señor... el toro estaba muy pesao y se ha quebrao!

-¿Cómo?

-¡Se ha quebrao, señor... sí, señor, se ha quebrao de una pata!...

Tuvieron que degollarlo, ¡pobre muerto glorioso! ¡todos concluimos así, al fin!

Pero el tiempo reglamentario pasó.

Se sabía que al menos algo quedaría del   —192→   campeón un hijo. El primero y el último... por suerte, la madre era pura; de las pocas puras, y quién sabe, pensaban los Novillo, no fuera digno del padre.

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Se esperó el advenimiento. Cumpliose el plazo, y un peón de los viejos que rondaba el potrero del plantel vino con la noticia.

-¡Parió la vaquillona, señor!

¡Qué algazara, todos los Novillo cayeron en tropel!

-¡Parió... parió... Hosanna!

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-Y, ¿vamos a ver, cómo es, don Paulino, cómo es?

-Es hembra, señor.

Caramba y ¿de qué pelo?

Don Paulino sonrió entre sus bigotes moros.

-¡Es yaguanesa, es!

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ArribaAbajoAventuras grotescas

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ArribaAbajoArrabalera

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Es un cuento de arrabal para uso particular de niñas románticas.

Él, un asno paquetito.

Ella, un paquetito de asnerías sentimentales.


La casa en que vivía,
arte de repostería.
El padre, un tipo grosero
que habla en idioma campero.

Y entre estos personajes se desliza un triste, triste episodio de amor.

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La vio, un día, reclinada en su balcón; asomando entre flores su estúpida cabecita rubia llena de cosas bonitas, triviales y apetitosas, como una vidriera de confitería.

¡Oh, el hermoso juguete para una aventura cursi, con sus ojos chispones de tome y traiga, su boquita de almíbar humedecida por lengua golosa de contornos labiales, su nariz impertinente, a fuerza de oler polvos y aguas floridas, y la hermosa madeja de su cabello rizado como un corderito de alfeñique!

En su cuello, una cinta de terciopelo negro se nublaba de uno que otro rezago de polvos, y hacía juego, por su negrura, con un insuperable lunar, vecino a la boca, negro tal vez a fuerza de querer ser pupila, para extasiarse en el coqueto paso sobre los labios de la lengüita humedecedora.

Una lengüita de granadina.

La vio y la amó (así sucede), y le escribió   —201→   una larga carta en que se trataba de Querubines, dolores de ausencia, visiones suaves y desengaño que mataría el corazón.

Ella saboreó aquel extenso piropo epistolar. Además, no era él despreciable.

Elegante, sí, por cierto, elegante entre todos los afiladores del arrabal, dejando entrever por sus ojos, grandes y negros como una clásica noche primaveral, su alma sensible de amador doloroso, su alma llena de lágrimas y suspiros como un verso de tarjeta postal.

Todo eso era suficiente para hacer vibrar el corazón novelesco de la coqueta balconera.

Se dejó amar.

Rolando paseose los domingos empaquetado en un traje estrecho y botines dolorosamente puntiagudos, por la vereda de quien le concedía, en calidad limosna, una que otra sonrisa (deliciosa sonrisa) de su boca de frutilla.

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Comprose para el caso un chaleco floreado de amarillos pétalos sobre fondo acuoso una corbata de moño, con colores simpáticos a los del chaleco, y una varita de frágil bambú hornada de delicioso moño de plata.

A ella le floreció la boca, sonrojáronsele las mejillas, y sus ojeras tomaron un declive de melancolía.

¡Amor, amor!

Divino surtidor.

Pero había un padre..., y ¡qué padre!

Bastó una circunstancia fortuita para que mostrara su alma innoble. Se precipitó sobre el tierno jovencito y, desordenando la pétrea rigidez de sus solapas, habló así el torpe:

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-Vea, so cajetilla, despéjeme la vedera, y pa siempre, si no quiere que le empastele la dentadura, ¿mi-a-óido?

¡Qué hombre grosero, tan grosero, y qué trompada en el cristal de los corazones enamorados!

¡Oh, nobles flores del balcón, vosotras supisteis el tibio rocío de las lágrimas lloradas por Azucena!

¿Y el jovencito?

¡Ay!... Escribía versos, rimando sus penas para aliviarse en actitudes interesantes, pero no tenía el genio de Musset, y su única lectora apenas si respondía ya a sus súplicas.

¡Pobre jovencito! Sufría oyendo con infinita ternura el canto de los pajaritos y lagrimeaba en los crepúsculos. El olor de los jazmines, que ella quería, le producía desfallecimientos. Su corazón se deshojaba como una flor, y vivía forjando romances tristes.

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Eso no podía seguir.

Enflaqueció, perdió el gusto de comer y la afición de vestirse, era un lirio sin sol, concluyendo por tomar la fatal decisión de poner fin a su existencia.

¡Pobre jovencito! Escribió su último verso de amarga despedida, dijo que su sangre salpicaría el retrato ingrato y, sonriente ante su supremo dolor, dijo muchas, muchas, muchísimas cosas tristes, y, ¡pun!... se dio un tiro en el cerebro.



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ArribaAbajoMáscaras

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Nos paseábamos hacía rato, secándonos del zambullón reciente, recreados por toda aquella grotesca humanidad, bulliciosa e hirviente, en la orilla espumosa del infinito letargo azul.

El sol ardía al través de la irritante ordinariez de los trajes de baño.

-Verdad -decía Carlos-, tendría razón el refrán si dijera: «el hábito hace al monje». ¡Qué pudor ni que ocho cuartos, aquí hay coquetería y una anca se luce como un   —208→   collar en un baile! Pero ahí viene Alejandro y le vamos a hacer contar aventuras extraordinarias.

Saludos. Carlos hace alusiones al ambiente singularmente afrodisiaco del lugar; Alejandro sonríe de arriba y toca con los ojos indiscretos los retazos de formas mujeriles que se acusan en la negra adherencia de los trapos mojados.

Nos mira con pupilas crispadas de visiones libidinosas y arguye convencido:

-Se vive en un tarro de mostaza. El sueño es una incubación de energías, el aire matinal un «pick me up» y este espectáculo diario es tan extraordinario para la «taparrabería» de nuestra vida cotidiana, que uno anda vago de mil promesas incumplidas, como las pensionistas de convento privadas del mundo ansiado que les desfila en desafío bajo las narices.

Por suerte, hay una que otra rabona posible...

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-Así que vos, a pesar de tu renombre donjuanesco... ¿se te acabaría la racha?

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-¿Racha?... El mío es un oficio como cualquier otro. Lógico es que algo me resulte.

-Y ¿nada para contarnos?

-¡Algo siempre hay!

-¿De carnaval?... ¿La eterna mascarita?

-¡Sí, la eterna mascarita!...

Y eso es natural en un día anónimo.

-¿Nos contarás tu aventura?

-Si quieren; es bastante curiosa... Vamos a vestirnos y, tomando los copetines, charlaremos.

En lo del Negro Pescador hay un tenorete que hace pecho; usa «Boutonniére» estrepitosa y canta con olas en la voz. Sentados oímos la verba efervescente de Alejandro,   —210→   que tornea las palabras con ademanes de palpar formas.

-...Chicas así siempre se encuentran. No se animan a nada, contenidas por el temor del murmullo mal intencionado; pero se dan, se entregan, en una mirada, con un gesto distraído que las desnuda, ciñéndose la capa sobre las caderas libres, o entregándose turgentes al salir de una ola.

¿Ustedes conocen la chica de F...? ¿Es bonita, verdad? Pero su belleza es poco, comparada con el temperamento que vive en ella.

Hacía todas las monadas de la capa, de la sonrisa, de la ola, y era como una palpitación constante de curiosidades personales. Parecía maravillarse con su cuerpito duro, ceñido en piel morocha, brillante como una espuma curada.

Al poco tiempo se permitía conmigo libertades que nos detenían en privaciones   —211→   forzadas. No había ocasión. Ella parecía temerla, pero como impotente a negarse en una oportunidad decisiva.

Hice mi plan; Carnaval se acercaba, y pensé en lo que Carlos llama «la eterna aventura de la máscara».

Ella me dijo cuál sería su disfraz. Su estado febril la predisponía a los actos inconscientes, y preparé ese desagradable antemano que, por desgracia, imprescindible, si no se quiere caer en pequeños inconvenientes que todo lo echan por tierra.

A las once estaba listo, coscojeando de impaciencia dentro del dominó oliente a trapo.

Vacío completo en el salón limitado en cuadrángulo por varias filas de sillas. Luz y reflejos acuáticos en el parquet encerado.

Me senté en un rincón esperando que las parejas de la terraza se hartaran de fresco y vinieran a romper el hielo relumbrante.

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Dos horas más tarde, siendo propicia la algazara, me acerqué a mi mascarita, nervioso en la indecisión de los primeros momentos. Pero todo se desvaneció en tranquilidad de ola rota cuando las primeras frases banales de encuentro nos encaminaron a la conversación.

Inés no estaba elocuente contestaba con voz desconocida, bajo la máscara, los monosílabos obligatorios. Me explicaba perfectamente su estado, y lacerado por el silencio de su turbación, fui elocuente, apasionado, exigente, como con derechos ya adquiridos.

Por fin, balbuceó frases de abandono, de consentimiento tímido. Volví a la carga, insinué una escapada donde nadie pudiera interrumpirnos y accedió con el sólo ruego de que respetara su máscara.

-Tendré más coraje, seré más tuya.

Di mi palabra, y el asunto marchó a antojo   —213→   menos difícil de lo que había previsto para una criatura inexperta.

Fue una noche extraña, devorante de pulsaciones aceleradas y saciedades renovadas por nuevas vorágines. Yo miraba como en una mazmorra rodar las pupilas concentradas y lejanas. Nunca se ha aferrado a mí una mujer con intensidad más violenta; levantaba el triángulo de género que concluía su antifaz y entregaba insaciables sus labios hinchados y tenaces. Era como una desesperación; adivinaba sollozos; pero no me llamaba la atención que, entre todas las tonalidades de amor, la triste fuera suya.

Quedé dos o tres días desagregado, tenue, llevando en mí la sensación de un desvarío que me amplificaba.

¿Qué era de Inés? ¿Por qué me miraba así fríamente y evitaba encontrarme a solas? ¿Se guardaba rencor por haberme cedido?

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Mucho tiempo anduve sin saberlo, y las veces que me atreví a insinuar un recuerdo de la noche pasada hacíase la desentendida. Creí, pues, me indicaba un camino, y callé, dispuesto a actuar sin palabras para evitarle la situación neta que parecía rehuir. Al fin y al cabo, todo estaba de acuerdo con la guardada del antifaz. Modo, en verdad, curioso de pudor.

La segunda ocasión se presentó, volví a utilizar mi sistema apremiante, e Inés fue mía por segunda vez... es decir, por primera, pues me daba la prueba material que ni yo ni ninguno la había poseído anteriormente.

Esto corre desde hace varios días. La Inés de hoy y la del Carnaval resultan dos, y me muero de curiosidad inútil por saber quién es la Mesalina furiosa de la careta que aprovechó el equívoco para entregarse por cuenta de otra.

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-Y ¿no crees que volverá a buscarte, a ingeniarse, por lo menos, en cualquier forma para verte?

-Seguro que no. Ésa es de las que, débiles, ceden a la moral social como un perro a una mordaza, y se ha desbocado en ocasión única con toda la presión contenida durante una existencia.

-¡Pues ya sos oportuno!

-Casualidad, caer en el momento único.

Las copas están vacías, ya no hay gente en el baño. Las mujeres se pasean, el cutis lustrado de gran aire salino, y se saludan o conversan con gestos de púdico recato.



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ArribaAbajoFerroviaria

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-¡Ahí viene el Zaino! -anunció Alberto desde la puerta del pequeño salón de espera.

Recoger las valijas, salir al andén y ponernos buenamente a contemplar el punto negro, empenachado de humo, que venía hacia nosotros agrandándose, fue obra de un segundo.

Las despedidas se cruzaron.

-Hasta pronto, entonces: que se diviertan por allá, y no olvide, Alberto, le recomiendo   —220→   mi compañera, por si le hace falta algo..., atiéndamela ¿no?

-Pierda cuidao. Por de pronto, la señora -dijo mi compañero dirigiéndose a la busta y hermosa alemana-, nos hará el honor de comer con nosotros.

-Con mucho gusto.

-Otra vez, entonces, ¡hasta la vuelta!

-Esoés, ¡adiós, adiós!

Y tras los últimos apretones de manos, nos colamos a nuestro coche, sacamos el polvo de los asientos a grandes latigazos de nuestros pañuelos, abrimos la ventanilla, acomodamos las valijas y nos sentamos con satisfacción de conquistadores.

No hubo más voces, ni movimiento en la estación campera, que pronto dejamos en su silencio.

Afuera, la llanura corría, a veces interceptada por algún árbol, demasiado cercano, que aturdía los ojos.

  —221→  

-Supongo -dije a Alberto- que me presentarás la rubia.

Y siguiendo a esta pregunta, hice otras, cuyas contestaciones me fueron satisfactorias.

-Bueno, vamos al comedor, que nos estará esperando.

Sola y halagada por muchos ojos, nuestra flamante amiga aguardaba sonriente. Los manteles se cargaron de vinagreras, platos, cubiertos, y, poco a poco, los viajeros llegaban con andar inseguro, buscando en torno las caras menos desagradables para hacerlas sus compañeras de comida.

Nuestra conversación rodaba, fácil y ruidosa, como el tren mismo; los sacudones hacían chocar las rodillas bajo las mesas, las porcelanas sonaban como risas, y en los vidrios, iluminados por la luz interna, el azul de un atardecer ya avanzado concentraba su color.

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Las intimidades con mi vecina iban su camino. Debía tener yo rojas las mejillas, al juzgar por las de ella, y nuestras voces llamaban la atención.

A los postres, pedimos nos llevaran al compartimiento café y licores, y regresamos chocándonos a capricho de los movimientos del vagón, cosa que permitía ciertos ademanes que podían pasar por involuntarios.

Y como generalmente van las cosas, cuando dos intenciones concuerdan, fueron las incidencias desenvolviendo su ovillo hacia la perfección sin choques ni retardos, hasta que la misma idea, ineludible, vino a detenernos ante el tercero, que, si hasta entonces había ayudado, podía estorbar.

Dos palabras en voz baja. Ella se levantó fingiendo un olvido.

-Ahora vuelvo.

Dije al rato estúpidamente:

-Che, ésta no viene... voy a buscarla.

  —223→  

Mi amigo sonrió simplemente.

Por breve que hubiese sido, ella encontró tiempo para arreglarse y esperarme, sin trabas retardadoras, evitando los ridículos de una impaciencia exasperada.

El lecho era estrecho y duro, pero ya saboreaba todos los encantos de mi aventura inesperada, cuando dos puñetazos, enormemente asentados, hicieron temblar la puerta.

Sorprendido e iracundo, respondí con palabrotas a los ruegos del empleado, cuyo discurso no entendí. Pensé fuera por los boletos, pero oí la voz de Alberto gritándome por una rendija20:

-¡Abrí!... ¡Abrí, animal, que no es broma!

Corrí el pasador y mi compañero cayó casi sobre nosotros.

-¡No te has dao cuenta que hace 20 minutos estamos paraos en una estación y estás con la luz prendida!

Loco, salté hacia el botón eléctrico, que   —224→   apagué de una vuelta, y, libre entonces del encandilamiento, pude ver un racimo de caras gozosas que se aplastaban la nariz contra el vidrio de la ventanilla.

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  —225→  

ArribaAbajoSexto

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Eran inocentes porque eran chicos, y los chicos representan entre nosotros la pureza de las primeras edades.

Vivían, cerco por medio, en dos hermosas quintas llenas de árboles amigos y misteriosos. Corrían, jugaban, y sus risas eran inconscientes vibraciones de vida en los jardines.

Cuando sus brazos se unían o rodaban sobre el césped, solían acercarse sus rostros y se besaban sin saber por qué,   —228→   mientras una extraña emoción, mejor que todos los juegos, les impulsaba a buscarse los labios.

Otras veces, influenciados tal vez por el día o por un sueño de la última noche, estaban serios. Sentábanse entonces sobre el rústico banco de la glorieta, y él contaba historias que le habían leído, mientras jugaba con los deditos de su compañera atenta.

Eran cuentos como todos los cuentos infantiles, en que sucedían cosas fantásticas, en que había príncipes y princesitas que se amaban desesperadamente al través de un impedimento, hasta el episodio final, producido a tiempo para hacerlos felices, felices en un amor sin contrariedades.

Ella oía con los ojos asombrados e ingenuos de no saber; sus cejitas, ávidas de misterios amorosos, ascendían en elipses interrogantes, y, en los finales tiernos, sus pupilas se hacían trémulas de promesas ignotas.

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Y no eran sus ojos los únicos elocuentes. Su boca se abría al soplo de su respiración atenta, sus rulos parecían escuchar inmóviles contra la carita inclinada y abstraída. Y sus hombros caían blandamente en la inercia del abandono.

Ya tenía él el orgullo viril de ver colgada de sus palabras la atención de esa mujercita, digna de todos los altares. Y cuando su voz se empañaba de emoción al finalizar un cuento se estrechaban cerca, muy cerca, en busca de felicidad y como conjurando las malas intervenciones.

Entonces creían gozar de un privilegio. Se acariciaban envueltos en una exigencia inexplicada de sentirse mezclados y guardaban un sabor de iniciados en misterios ignorados del mundo.

Estaban un día ajenos a todo. El cuento de la princesa rubia había puesto entre ellos la ascendencia de su fantasía. Ella se   —230→   arrebujaba contra él desparramando en hilachas de oro sus bucles sobre el hombro amigo; él la había atraído lo más posible y besaba, como estampas sagradas, sus ojos, trémulos de promesas ignotas.

Así estrechados, una voz hostil los sacudió. Vieron un hombre negro, un padre jesuita que los invectivaba.

Escaparon. Pero el hombre, enfurecido por algo inexplicable, tocó el timbre de la quinta, exigió la venida de la señora y, señalando a los pequeños, los acusó de cosas incomprensibles.

Esa noche los involuntarios pecadores (así muestran hoy las cosas) fueron sermoneados y entrevieron el sexto mandamiento.

La lápida estaba colocada.

El muchacho sintió que una gran ave blanca yacía a sus pies en desparramo inmundo de tripas sanguinolentas.

  —231→  

Y ella veía caer de entre sus pestañas temblorosas lágrimas, como si fueran gotas de su alma, muertas de dolor.





  —233→  

ArribaAbajoTrilogía cristiana

Para Alfredo González Garaño

  —235→  

ArribaAbajoEl juicio de Dios

  —237→  

(Equidad)

(Cuadro de costumbres)

Dios meditaba en el sosiego paradisíaco del Paraíso. El ambiente de contemplación le sumía en estado simil y pensaba divinamente.

Como un nimbo de carnes rosadas y puras, una guirnalda de angelitos le revoloteaba en torno coreando el himno eterno.

De pronto, algo así como un crujido de   —238→   botín perforó el ambiente beato. Un angelito enrojeció en la parte culpable, y, presas de súbito terror, las aladas pelotitas de carne se desvanecieron como un rubor que pasa.

Dios sonreía patriarcalmente; sentíase bueno de verdad, y un proyecto para aliviar los males humanos afianzábase en su voluntad.

Quejidos subían de la tierra, y en la felicidad del cielo eran más dolorosos. Había, pues, que remediar, y Dios, resuelto al fin, envió a sus emisarios trajeran lo más distinguido de entre la colonia de sus adoradores.

Así se hizo.

Reunidos, habló Jehová.

-¡Oíd!... un rumor de descontento sube de la tierra jamás el hombre miserable llevará con resignación su cruz, e inútil les habrá sido el ejemplo dado en mi hijo Cristo. Los rezos, hoy como siempre, importunan   —239→   mi calma y quiero cesen. Mi voluntad es escuchar los deseos humanos y, según ellos, darle felicidad para al21 fin gozar de la nuestra.

¡Vosotros, ángeles negros, distribuidores de noche, embocad las largas cañas de ébano y soplad, por los ojos de los hombres, la nada en sus pechos!

¡Qué las almas tiendan hacia mí mientras conserváis los cuerpos así luego vuelve la vida a seguir su pulsación!

Como en los cielos carecen de tiempo, estuvieron muy luego los citados, míseros y ridículos en las multiformes y policromas vestimentas.

Había galeras panza de burro estilizadas por la moda, ojos quebrados de dolor, relámpagos de carne en oferta, palabrotas, chiripás, protestas, melenas, lamentos, chalecos de fantasía, resignamientos, en fin, todo el «bric a brac» humano de cuerpos, trajes, sonidos, ideas, colores, formas y sentimientos.

  —240→  

Alrededor hicieron público los habitantes celestes, mudos a causa de eterno éxtasis y desnudos por inocencia.

En el centro estableciose el tribunal benefactor. Tres personas en una, que es Dios verdadero, los Padres y Santos por decreto eclesiástico y una veintena de zanahorias celestes para el servicio.

El primero en comparecer fue un viejo tullido. Estiradas hacia Dios sus palmas voraces de ahogado, clamó:

-¡Oh señor! yo creo en ti desde mi dolor como los leprosos de Judea...

Una voz. -Tú crees en Dios como en un Penadés omnipotente. Sin tu enfermedad, serías ateo.

El viejo lloriqueaba, incapaz de defenderse. Los ángeles arrastraron hacia el tribunal al nuevo hablador. Era un médico barbudo, de ojos bondadosos y trabajadores; llenos de buena fe.

  —241→  

Dios. -¿De modo que no crees en mí?

Doctor. -No.

Dios. -¿Y cómo te explicas esta tu conversación conmigo?

Doctor. -Como un producto de mala digestión.

Aquí Miguel le dio del pie en el coxis (como se estila desde la expulsión de Lucifer), el piso de nubes se abrió como en los teatros y el médico enganchó la suficiente cantidad de algodón para no partirse el frontal contra la tierra.

El viejo insistía en sus lamentos. Dios trató de convencerlo.

-¿Por qué reclamar de tu dolor; no sabes que los caminos sufridos conducen hacia mí? Deberías bendecir el mal que te acerca al Cristo, mi hijo.

Más como el viejito no callase, expulsáronlo, paradisíacamente, dándole del pie en   —242→   el coxis (como se estila, desde la expulsión..., etc.).

Melena en ola, frente pálida, ojos glaucos y andar severo, un filósofo enderezaba al trono, y apuntando a Dios, interrogó:

-¿Quién eres tú?

Dios (algo intimidado). -El Dios de mis creyentes.

Filósofo. -¿Y cómo hemos de considerarte? El antiguo testamento te pinta justiciero, parcial y sanguinaria en tus venganzas. Cristo te dijo benefactor sin distinción de razas, castas o acciones; la fe y arrepentimiento lavaban todo pecado.

Hoy parecen los que se dicen tus prosélitos desencaminados de tus principios, y los sinceros recurren al Cristo como único Dios.

Jehová, abochornado por la enfática tirada y algo molesto, musita:

-¿Y el Padre?

  —243→  

Filósofo. -El Padre, inexistente, sería la bondad en abstracto; Jesús, su hijo y representante hecho carne en la tierra.

Dios pestañeaba22 seguido, como nervioso y sin saber contestar; ese curso de teología no era para su simplicidad primitiva.

Entre sus quijadas convulsas de ira, masticaba como una gomita esta frase arbitraria, pero concluyente:

-Es loco, es loco.

San Miguel, habiendo oído su protesta temblorosa, alzó el hierro tras la fuga previsora del sedoso melenudo, que no logró escapar sin que le dieran del pie en el coxis (como se estila..., etc.).

Hacía rato, un muchacho sonriente paseaba ante el tribunal sagrado, como haciendo la vereda de su casa, absorto por una ocurrencia divertida.

Dios se fastidiaba:

-¿Quién eres tú?

  —244→  

Poeta (encogiéndose de hombros). -Todavía no lo sé.

Dios (perplejo). -¿Juegas conmigo?

Poeta. -¿Y quién eres tú?

Dios (lógico). -Dios.

Poeta. -Ya sé, ya sé.

Dios. -...

Poeta. -El ideal de rebaño. El lugar común del ideal.

Un murmullo se amplificaba, como exhalación pútrida, del conglomerado humano.

Frente a Dios, todos los hombres le discutían, viéndole en modos diferentes, tratando a los otros de herejes. Se oían pedazos de ideas.

-¡...No pertenezco a tu majada... nos larguen, que nos lar...! Viva la materia... ruega por nosotros... embusteros, atrapasonsos... en la hora de n... basta... Uff...

Ya no se distinguía nada. Era la obscuridad auditiva completa, el vocerío ahogaba   —245→   los musicales bordones angelicales, que mangangueaban, dardo en mano (si es posible), listos a obrar.

El murmullo fue grito; el grito reventó en Babel de razonamientos inentendidos, pero vehementes, llevaderos a pelea hecha de blasfemia, golpe y arañón, que onduló la turba multa con remolinos y estrépitos de aceite en ebullición.

Fue la última gota. Dios, anonadado, no atinó a sujetar sus ángeles, presos de la sed justiciera de los grandes días; con Sansón por capitán, arremetieron a su vez contra la canalla cegada en su ira. Ésta cayó de las esclusas celestes sobre tierra en chorro precipitado, para seguir entre devorándose per sécula seculórum, para mejor compresión de verdades teológicas y pacificaciones fraternales.

  —246→  

En cambio, el paraíso, purgado de la infección reciente, recomenzó su calma.

Volvió la guirnalda de angelitos a acompasar su coro, cayeron en contemplación los agraciados, y Dios, infinitamente bueno, porque es infinitamente dichoso, perdonó en su alma a los mortales las blasfemias y violencias oídas, pues en aquel día excepcionalmente paradisíaco sentíase más infinitamente bueno que de costumbre.



  —247→  

ArribaAbajoGuele

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(Piedad)

Una vida curiosa. Un milagro. El indio había de manar piedad, como agua las hiedras bíblicas al divino conjuro de Moisés.

La Pampa era entonces un vivo alarido de pelea. Caciques brutos, sedientos de malón, quebraban las variables fronteras. Tribus, razas y agrupaciones rayaban el desierto, en vagabundas peregrinaciones pro botín.

  —250→  

En esa época, que no es época fija, y por esos lugares vastos, una horda de doscientas lanzas, invicta y resbalosa al combate como anguila a la mano, corría hirsuta de libertad, sin más ley que su cacique, despótica personificación de la destreza y el coraje. Cuadrilla de ladrones, no respetaba señor en ocasión propicia, y sus supercaballos, más ligeros que bolas arrojadizas, eran para la fuga símiles a la nutria herida, que no deja en el agua rastro de sus piruetas evasivas.

Murió el cacique viejo. Su astucia, bravura y lanza no dejaban, empero, el hueco sensible de los grandes guerreros. Ahí estaba el hijo, promesa en cuerpo, pues, niño todavía, sobrepujaba al viejo temido en habilidades y fierezas de bestia pampeana.

Amthrarú (el carancho fantasma) era una constante angustia para quienes tuvieron que hacer con él. Aborrecido, llevando a hombros odios intensos, fue servido según el poder de   —251→   sus riquezas y adulado por temor a la tenacidad de sus venganzas. Perfecto egoísta y menospreciador de otro poderío que el conquistado a sangre, vivía feliz en desprecio del dolor ajeno.

Así era y por herencia y por educación paterna. Amaba o mataba, según su humor del día.

El 24 de septiembre de no sé qué año viejo. El cacique, frescamente investido, convocó a sus capitanejos a un certamen. Quería practicar sus impulsos de tigre, y cuando los indios, en círculo, esperaban la palabra de algún viejo consejero o adivino, el mismo Amthrarú salió al medio.

Habló con impetuosidad guerrera, azuzando a todos para un copioso malón al cristiano. Él nunca había peleado a los célebres blancos y quería desmenuzar algún pueblo de aquel enemigo legendario, odiado vehemente en codicia de sus riquezas inagotables.

  —252→  

Cuando hubo concluido hizo rayar su pangaré favorito con gritos agudos. Parecía como querer firmar su vocerío ininteligible con las gambetas del flete más bruscas y ligeras que las del mismo ñandú enfurecido.

Al día siguiente salieron en son de guerra hollando campos, incendiando pajales, violando doncellas, agotando tesoros, sembrando muerte y espanto.

La furia de sangre llevoles lejos. Iban cansados los caballos, exhaustos los jinetes y falleciente la ira de combate.

-Veo, señor -dijo uno de sus secuaces-, blanquear el caserío de un pueblo cristiano.

Amthrarú miró ensañado el reverberar blancuzco acusador de populosa ciudad.

-¡Pues vamos! -dijo. Grano falta a nuestros caballos, sustento a nuestros cuerpos   —253→   y hembras a nuestras virilidades. Bien nos surtirá de todo el que tales riquezas tiende al sol.

Subrayando esta arenga, un clarín desgarró su valiente alarido, los brazos alzaron al unísono las lanzas que despedazaban sol. Seguidamente cargaron erizados de mil puntas.

El caserío se agrandaba, distinguiéronse puertas y ventanas. Llegaban. Amthrarú enfiló una calle; nadie le salió al paso. Sólo mujeres y niños asomaban a las rejas estremecidos por aquella avalancha de tropeles.

Desembocaron en la plaza; un palacio relumbrante aguzaba hacia el cielo una superposición numerosa de piedra.

Amthrarú se apeó al tiempo que su montura, espumante de sudor y coloreada de espolazos, caía a muerte.

Los guerreros callaron. Algo extraño, debilitador y ferviente imponíales respeto ignorado.

  —254→  

Amthrarú avanzó por el atrio, interrogó la maciza puerta remachada de clavos, y adivinándola entrada principal, dio en ella un gran golpe con el revés de su lanza.

El golpe se propagó por ojivas y naves, rodando a ejemplo de truenos lejanos. Los batientes de la alta portada aletearon sobre sus goznes, y en la estrecha negra grieta de una abertura investigadora apareció un ensotanado de humilde encorvamiento.

El cacique le habló como a un siervo.

-Soy Vuta-Am-Thrarú; mi nombre es en el alma de los cobardes un desgarramiento23 terrorífico. Invencibles son mis huestes, ricos los botines de mi lanza; el que no se dobla en mis manos, se rompe, y si no quisiera tu señor darnos vinos, manjares, hembras y presentes, nos bañaremos en su sangre, beberemos el quejido de las violadas sobre sus bocas y nos vestiremos con sus estandartes.

Una bondadosa sonrisa se diluyó en las cansadas arrugas del fraile.

  —255→  

-Oye -dijo-, y no se inflame tu saña contra esta miserable carroña, sólo abierta al dolor e indiferente a otra salud que la de su alma. Yo soy un humilde; mi Señor murió hace muchos años, no insultes su memoria, sígueme más bien y, en la paz claustral del recuerdo evocado por mi amor infinito, te diré su historia.

Extraño fue a Amthrarú aquel exordio. Gustábanle los relatos, frecuente pasatiempo en los momentos de inacción, allá en el aduar paterno.

-Anda -dijo. Y fue por la grieta negra tras el hombre negro.

Entraba en una nube; un mareo de incienso le flotó en el cráneo. Luces, colores imprecisos vagaron en espesa sombra fresca. Imitando a su conductor, metió la mano en una concha de mármol pegada al muro pasósela mojada por la frente y sintió alivio al asegurar sus sensaciones imprecisas.

  —256→  

Sombras colgaban en harapos por rincones y techos. Los ventanales destilaban color a cataratas sobre grandes telas rojas, violáceas, cobaltos, púrpuras.

De pronto, todo vibró en un sonido quieto. Otro se unió, pareció esquivarse, buscando su tonalidad relativa hasta que un acorde levantó el templo, que vagó inseguro por los espacios.

Amthrarú se alzaba sobre sus pies. Nunca el pulcú le diera tal borrachera. Caminó unos pasos. Cruzando los rayos de un vitró, creyó vivir cristalizado en un diamante. Tambaleaba. Sintió un gran frío y cayó de bruces frente al altar mayor, donde el Cristo abría los brazos en cruz sufriendo y amando.

Una palabra tenue, de entonación ignota, columpiábase incierta por entre el acorde, el incienso y los colores. Todo lo percibido, sin comprender, se destilaba en el hablar cristalino.

  —257→  

-Fue hace muchos años... muchos años. En un país ardido de sol y sequía, una orden divina engendró el bien humano en madre pura. Pesado su destino... dijo amor en una sola grande palabra y llevó la cruz del Dios hecho Hombre. Había venido para resumir en su cuerpo, vasto al dolor, todos los sufrires humanos, todos los castigos, para así lavar las faltas.

Los hombres, en premio, lo crucificaron, escupiendo su rostro santo.

¡Oye, cacique! Muchos son tus pecados, grandes tus faltas, pero todo se lava en la sangre de Cristo, hijo de Dios!

Amthrarú sintió la copa en sus labios, vio el rubí de un líquido y el vino oloroso corrió por su garganta sedienta se evaporó en un intenso perfume por su paladar como el acorde en los claustros ojivales.

Sostenido por el fraile, salió hacia los suyos. Una extraña sensación de liviandad le   —258→   hacía luminoso, parecíale por momentos iba a florecer.

El sol era frío, áspero como tiza. Amthrarú subía en un nuevo caballo, y sin aludirse de los suyos, encaminó su montura al aduar.

Los guerreros husmearon la derrota y siguieron cabizbajos, doloridos, como enterrando la gloria.

Un mes durante las armas del tolderío, arrinconadas, se enmohecían de inacción. Callaban los refranes de guerra. El suelo erizado de lanzas era inútil templo de un culto muerto.

Amthrarú estaba enfermo; un mal extraño le roía el alma, y deliraba, duende de sus vastos dominios. La soldadesca callaba a su paso, temblorosa ante una posible arremetida de su ira sanguinaria.

  —259→  

Pálido de encierro, los ojos alarmados de ojeras aceradas, la melena flácida, acompasaba pasos inciertos. No pensaba, sufría, y este estado le atormentaba como yugo que solía romper con brutales furias.

Entonces descolgaba su lanza, arremetía al primer siervo o embestía un árbol, contra el cual se ensañaba hasta tajear tan hondo en las fibras, que su brazo era impotente para arrancar el acero mordido. Cuando así le sucedía, largaba su cuerpo a muerto y quedaba al pie del tronco, desvanecido, media lanza en la mano, hasta que le transportaran a su toldo.

Otras veces corría entre los bosques desnudados por el huracán y bramaba con él, espantando al que lo viera; las manos entre el pelo, la cara levantada hacia las nubes, que pasaban volando como enormes ponchos arrancados por viento rabioso y tirados a través del cielo.

  —260→  

Amthrarú sufría el peor de los martirios. Dudaba. No tenía ya el reposo de su anterior egoísmo ni gozaba la beatitud de los fervientes cristianos. El desorden se revolcaba a su alma torturante como una preñez madura.

Y un día fue a su tropilla; enfrenó el mejor de sus caballos.

No admitió séquito.

Galopó, recorriendo pajonales, guaycos, médanos y llanuras. Las bolas le aseguraron sustento, y bebía en los charcos, evitando mirar su frente, desceñida del antiguo orgullo.

Fueron tres días de continuo andar; tres noches de desvelo, en indiferencia de todo lo que no fuese la atención del camino. A veces, un estremecimiento le castigaba el cuerpo. «Matar al ensotanado que lo embrujara».

Señaló su reverbero blancuzco la ciudad buscada. No en carga, sino al paso y recogido en sí mismo, enfiló la calle conocida hasta   —261→   desembocar en la plaza. La misma iglesia, allá, a su frente24, con sus mil aristas, recortes y puntas afiladas hacia el cielo.

Amthrarú sintiose henchido, sonoro como una cúpula, y cuando el fraile le abrió la puerta de templo, que irradió su incienso, humilde le besó la cruz del pecho.

Aprendió el Cristo, los rituales, la beatitud.

El padre Juan se esmeraba en convertir al salvaje, y no ponía mérito en su palabra, sino en la Omnipotencia de Dios, que obraba ese milagro inmenso en el indio sanguinario.

Amthrarú palpó su fe y desde entonces marchó, como los magos, tras la estela luminosa que le indicaba el camino de redención. Quería expiar sus pasadas violencias, e hincado por esa espuela, despertó una noche a la orden de una voz que le decía: «Has   —262→   gozado en ti, ahora levántate, sufre y sé de los otros».

Obedeció, y el camino de su desierto volvió a verlo siempre disminuido, sin armas, a pie como un mendigo.

Tardó, tardó en llegar, sediento, haraposo, la boca sucia de comer raíces, pastos y bulbos.

No le reconocieron en el aduar. Amthrarú entró a su toldo; sus lujos y holganzas estaban allí en su espera. El cansancio, la sed, el hambre, un despertar de recuerdos sensuales, le tentó agudamente, pero volvió a oír la voz: «Has gozado en ti, ahora sufre y sé de los otros...».

Fue entre la chusma, eligió al más decrépito y, llevándole en brazos humildemente, le acostó en su propio lecho, tapolo con sus más ricos cobertores, diole sus mejores prendas y púsole en la diestra su gran lanza de comando; la que tantas veces cimbrara, horizontal,   —263→   pendiendo de su hombro en la mano potente, al correr descoyuntado de su pangaré.

Estaba libre; tiró su chamal, último lujo, y siguiendo el hilo invisible de su vocación de mártir, andando anduvo por campos, pajales, guaycos, lagunas y playas, incansablemente, tras el rescate de su alma pecadora, en expiación doliente.

Así se fue; y malgrado su antigua pericia del desierto, perdiose en la igualdad eterna de la pampa. Parecíale, en su fiebre, ganar alma, por lo que iba perdiendo de fuerzas.

Sufrió sed. Sus flancos se chupaban, astringidos. La nuca, floja por un cansancio aumentado, los ojos en tierra, algo le sorprendió... ¡un rastro!... por instinto y costumbre, siguió el andar desparejo de un caballo.

El animal parecía cansado, tropezaba a veces, y adivinó otro sediento como él. El jinete   —264→   iría perdido rumbo al Sur, buscando agua, y el converso trotó sin vacilar sobre la pista, clara para él como una confesión de dolor.

Pronto divisó tal un punto sobre la uniformidad arenosa, la bestia caída.

Muerto, sumido, el caballo estaba solo. Amthrarú estiró la vista. -Allá -dijo, y apresuró su paso hasta llegar junto a un hombre tendido boca abajo. Había éste cavado un hoyo, hondo como su brazo, y estaba envarado.

Amthrarú le dio vuelta. Tenía la boca llena de barro, que había estado chupando en su delirio de frescura. Ayudole a escupir para que hallara, pero tenía la lengua como un aspa y farfulló confusamente.

-Agua, hermano, allí... río...

Amthrarú corrió olvidado de sí mismo.

El suelo se poblaba de escasas matas de esparto y paja brava. Chuciábase las piernas que se salpicaban de poros sanguíneos.

  —265→  

Iba sin sentir su cuerpo, llevado por el instinto hacia el agua que intuía cercana. Evitaba las pajas cuando podía, otras, tropezaba, cortándose en las espadañas25.

Un quejido ronco se exhalaba por sus labios, costrudos de sequedad.

Llegó al río, el fresco vivificó su piel, metiose en el agua, cuchareó en la corriente e iba a beber cuando tuvo una visión.

El paisano de hoy, tendido tal le viera, pero con el semblante auroleado, como sucede en las estampas sagradas, era el Cristo.

Entonces alejó de sus labios la vida, vio solo la divina imagen y volvió lo andado, roncando más fuerte, cayendo entre espinas. El resuello era en sus oídos como algo ajeno. Poco a poco fuese haciendo musical, recordó el órgano el primer día que entrara al templo; sintiose, como entonces, divinamente, enajenado, y deliró sin perder el rumbo con   —266→   claridades, sonidos y beatitudes, siempre musicadas por su gemido.

Llegó hacia el moribundo, arrodillose y, al entregarle el agua, creyó tomar la hostia. El paisano se incorporó.

Dios se lo pague, compañero.

Amthrarú oía:

-Tu asiento tendrás en el cielo.

Sus párpados caían; el paisano se alejaba. Amthrarú vio a Cristo, elevándose por los espacios.

Unas alas le rozaron la frente, era un chimango y Amthrarú, de pronto vuelto en sí, vio la muerte, sintió hervir la gusanera en su vientre aterrorizado.

Pero oyó la voz que le musitaba:

-«Sufre y sé de los otros». Levantó los párpados e hizo limosna de sus ojos.



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ArribaSan Antonio

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(Castidad)

En el desierto absoluto, una choza empequeñecida por su soledad.

Como solo ser viviente a la vista, un chancho. Alrededor de la estaca, a la cual una soga lo retiene, el suelo, endurecido por traqueteo de pezuñas, forma un círculo que brilla. Dentro del círculo, como agujero en una moneda, hay un charco mal oliente.

Intenso calor pesa en la atmósfera; bajo el matiz ceniciento de un cielo tormentoso, nubes   —270→   de plomo se arrastran con pereza, y una quietud silente abruma el mundo.

El chancho, inquieto, trota en su área hasta que el cansancio le echa en el barro, donde su vientre, lleno de inmundos apetitos, se sobresalta en sacudimientos de risa satisfecha.

Eructa de contento, y su nariz adquiere la movilidad de un ojo.

En el interior de la choza, sobre tarima cubierta de harapos, un hombre duerme un sueño tartamudo.

Por entre el embotamiento de sus sentidos percibe la vida exterior. Sabe que sueña, sin que su voluntad sea capaz de arrancarle al mundo aluciente que le obceca.

Gruesas gotas de sudor corren por su cuerpo, produciendo cosquilleo desagradable. A veces, con impaciencia, se rasca, y la piel ostenta largas estrías rojas.

  —271→  

El grosero tejido, sobre el cual su cuerpo sufre, irrita su epidermis; las moscas revolotean en torno, posándose luego sobre su rostro, para recorrerlo en líneas quebradas y ligeras, cuya tenuidad exaspera el cutis; y cuando la mueca refleja las espanta, retornan a su volido, cuya nota untuosa es aún tortura.

En un rincón del cuarto, las dos piedras con que el ermitaño muele su trigo sudan presagiando agua.

En la inconsciencia de su letargo, el monje persigue imágenes lascivas, y un episodio juvenil revive en él idénticamente.

Su sueño escalona recuerdos en orden sucesivo, y el acto que había de fijar su vida en el camino de la santidad perdura en su sexo con toda la intensidad, suavísima, del contacto femenil.

Vivía entonces con sus padres.

  —272→  

Mañanas luminosas llenaban de placidez el jardín oloroso, en cuyas yerbas refrescaba sus pies, siempre secos por la misma fiebre.

Era él un niño sombrío y huraño, alimentando solitarias meditaciones con el hervor absorbente que sentía burbujear en su carne.

Ella le entró en el alma con la caricia fresca de su belleza, apenas tocada por los primeros asomos de la pubertad.

La misma tiranía de naciente deseo los aunó en la pendiente de pasión que había de esclavizarlos. Pronto se aislaron, y el campo fue pequeño para sus exigencias de vida.

Al tercer día, mientras conversaban a la sombra de un tupido paraíso que sobre ellos llovía pausadamente sus flores, un ímpetu irresistible le dio la audacia, e incrustándola sobre su pecho por fuerza de brazos ávidos, había encerrado en los suyos dos labios húmedos que resbalaron.

Locura enorme que destruye la vida.

  —273→  

Tuvo miedo de sí mismo; fue aniquilado por la turbulencia de su deseo, y quedó en asombro ante aquella impetuosidad desconocida, los ojos vacíos de mirada, atento a la trepidación sofocante de su pecho.

Después siguieron como antes, sin aludir, pero más estrechamente unidos.

Una noche, el sueño huía del enamorado como fantasma inalcanzable, cuando oyó un crujido en la puerta.

Su nerviosidad le hizo entrever mil incoherencias, pero nunca ésa.

Susana, desnuda, franqueaba el umbral del cuarto.

Todos los latidos de la sangre se amontonaron en sus sienes; un dolor comprimió sus músculos, y los ojos vieron turbia, como inmaterial, la aparición inesperada que cautelosamente se encaminaba hacia él.

Retúvose para no gritar, y temió que la afluencia de vida en ese momento rompiera sus venas.

  —274→  

Apoyado contra el muro, aterrorizado por la exaltación que en él sentía crecer, la vio aproximarse titubeando, los brazos hacia adelante, con el gesto de un anhelo ciego.

Susana tropezó en el lecho, y ambos tuvieron la sensación de un acto cumplido.

Temíala como una brasa, y, sin embargo, la sintió que entraba en las sábanas, el calor de su piel le crispó como un solo nervio... luego, el contacto de su cuerpo, la calidez perfumada de su boca.

Rodaron uno sobre otro. Los brazos viriles se habían amalgamado con la cintura cimbreante; pero antes que pudiera iniciar la caricia, un espasmo imposible le precipitó en el vacío. Su cráneo palpitó al impulso tumultuoso de borbotones sanguíneos. Fue preso de bruscos sobresaltos, y se retorció disparatadamente, como los cadáveres, sobre la plancha hirviente del horno crematorio.

  —275→  

La realidad de la alucinación ha despertado al asceta; sabe la tortura que lo espera, y toda su voluntad se esfuerza para ahuyentar el espíritu de lujuria, que le tritura en sus garras.

Ya el látigo está en sus manos, y, listo para la flagelación, corre hacia afuera arrastrado por voraz necesidad de movimiento.

El primer azote ha insultado sus flancos; los plomos, que concluyen cada trenza como extraño coronamiento de cabellera enferma, han llorado en el aire, y el múltiple latigazo ha puesto puntos rojos en violáceos moretones.

Y entonces es el vértigo.

El brazo duplica sus fuerzas, los plomos caen sobre el dorso cual pesado granizo, que repercute sordamente en el tórax descarnado. Los ojos se han dilatado, endurecidos de dolor. Una borrachera sádica brota en formidable crescendo del cuerpo sanguinolento.

  —276→  

El penitente ríe, solloza, gime, preso de placer equívoco, en que se mezcla indescriptible angustia y desvarío.

La disciplina acelera su velocidad, y las gotas de sangre se desprenden pulverizadas.

Al fin, los miembros, anudados por calambres, se niegan a la acción, y el santo cae boca abajo como un haz de nervios retorcidos.

Sus brazos quisieran estrechar la tierra, blanda para sus dedos que la penetran. La arena cruje entre sus dientes, convulsivos, y un último estrujón le curva sobre el mundo como sobre una hembra.

Y silenciosa, horrorosamente, el milagro se cumple.

Pesadas gotas caen a intervalos, fustigando rabiosamente el suelo, bocanadas de polvo saltan en explosiones crepitantes... al rato, un abrazo turbio confunde cielo y tierra.

  —277→  

El chancho, panza arriba, recibe gozoso el chaparrón, que tamborinea en su vientre, cuya piel tendida se ha vuelto, al tacto del agua, transparente y tersa como nalga de angelito.

Sus cuatro patas, cortas y tenues, en torno al consistente abdomen parecen adornos ridículos e inútiles.

Su boca, abierta, símil a una grieta en cónica proa de carne, ríe beatamente.

Más lejos, San Antonio, desparramado sobre el suelo, como espantapájaros que volteara el viento, es esclavo también del bienestar corpóreo.

El demonio ha sido desalojado de su pecho, y Dios le ha dado la paz anhelada por los mártires.