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ArribaAbajoOrdalías

Don Braulio Aguadet era un riquísimo señor valenciano, que tomaba muy en serio las cosas más serias de la vida; por ejemplo, la educación de sus hijos.- Para muchos era manía el afán que Aguadet mostraba por encontrar para su prole el ave fénix de los maestros, un ayo ideal, aunque tuviera tan buen diente que le comiera la mitad de la hacienda. Sus hijos no iban a la escuela por que Aguadet temía las epidemias físicas y las morales, como él decía; los microbios de la difteria y los microbios del mal ejemplo, de la enseñanza rutinaria y servil. Se acercaba para los chicos el momento crítico de pasar a la segunda enseñanza, y don Braulio ya había resuelto no dejarles tampoco asistir al Instituto. Lo que él necesitaba era el ave fénix de los preceptores; una especie de Sócrates sin colocación, que quisiera dedicarse a maestro de los Aguadet impúberos.

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Pero, es claro; el ayo ideal no parecía. En vano el buen señor, con perjuicio de sus negocios, cambiaba de vecindad cada poco tiempo, y de Valencia se iba a Barcelona y de allí a la corte. El Pestalozzi que él había soñado no estaba en ninguna parte. En el extranjero no había que pensar; porque Aguadet, que leía muchos libros de pedagogía, había leído al pedagogo ilustre, que dice que es un crimen enseñar a los niños a hablar en dos lenguas a un tiempo. La boca se le hacía agua cuando en las páginas de anuncios de los periódicos ingleses leía la oferta de ayos de exportación, señores que eran doctores, académicos, publicistas y una porción de letras mayúsculas, que Aguadet no sabía lo que significaban (v. gr. Ll D. B. A. DD. etc., etc.), y que se ofrecían por poco dinero para casa de los padres, como nuestras amas de cría. Un doctor inglés de aquellos, pero vertido al castellano, era lo que él quería para sus hijos. Pero la planta no era indígena; no había por acá ayos como los soñaba Aguadet.

No faltaron pedantes de todas clases, sexos y escuelas y sectas que, al olor del buen trato que don Braulio ofrecía, acudieron, haciendo honesto alarde de sus habilidades para injertar sabios precoces en retoños vulgares y aun silvestres. Pero Aguadet, que parecía un bendito, y lo era, en el sentido de ser una excelente persona, no se dejaba engañar, y en seguida les encontraba el   —253→   flaco a los variadísimos géneros del Tartufo pedagógico que se le fueron presentando. Había aprendido por observación y por curiosas lecturas, los peligros de las enseñanzas demasiado artificiosas, y recordaba que hasta el famoso Filantropinum, que sirvió en Alemania de modelo a las reformas de la pedagogía intuitiva, de la enseñanza de las cosas, etc., etc., acabó de mala manera, degenerando en una porción de ridículas novedades latitudinarias. Conque al buen señor, que no se fiaba ni de Basedow en persona, ¡que le vinieran con institutrizos, como él decía, ya del género jesuítico, ya del integral, ya del rousseauniano! ¡oh, la cosa era tan peliaguda! A veces las apariencias no eran malas; pero, ¡había tantos sepulcros blanqueados por fuera!

* * *

Llegó una ocasión en que, sin esperanza ya de encontrar cosa de provecho, Aguadet trabó por accidente relaciones con un matrimonio que le había llamado la atención -era esto en Madrid- porque se les veía muy a menudo en el Real, en los estrenos del Español y de la Comedia, en butacas de orquesta, en palcos por asiento, vestidos pobremente, pero con su especie de etiqueta del harapo; muy de señores siempre, muy limpios; sin una mancha, y tal vez sin un pelo, en toda la ropa. Eran feos los dos, insignificante ella sobre todo,   —254→   él de facciones y color grotescos, por lo llamativos y pronunciados. Era may rojo y muy huesudo. También los vio en los conciertos del Príncipe Alfonso y en los cuartetos del Conservatorio y en el Museo de Pinturas y en las iglesias en que había música clásica. En todas partes parecían extranjeros, y sabía él que no lo eran. Hablaban mucho entre sí, comentando seriamente lo que veían y lo que oían, olvidados del mundo que los rodeaba, pensando sólo en el arte, sin parar mientes en la sorpresa, no exenta de disimulada burla, que su aspecto estrambótico solía suscitar en todas partes.

Parecían intrusos... y sin embargo, infundían cierto respeto. Acudían, bien se veía, a donde acude la sociedad de los ricos, de los elegantes, siendo, probablemente, ellos pobres y de seguro sin elegancia aparente alguna. Pero iban por coincidencia de medios, para bien distintos fines; porque la sociedad elegante frecuentaba los espectáculos exquisitos, de arte fino, por lujo, por moda, por ostentación; y ellos, el matrimonio extraño, por necesidad estética, por amor a la belleza, pesándoles bien que tales primores no fuesen más baratos, aunque fueran menos aristocráticos.

Observaba don Braulio que marido y mujer escogían siempre las localidades más humildes, si las había de varias clases, desafiando muy tranquilos, o mejor, sin pensar en tales nimiedades, el   —255→   mal disimulado menosprecio de los que, desde mejor punto, miraban a los intrusos como gente loca y temeraria que no pensaba en lo ridículo.

-Y sin embargo -se decía Aguadet- si la esencia de lo cursi está en lo que dice Valera, en el excesivo temor de parecerlo, estos dos son los entes menos cursis del mundo, porque se presentan con los harapos limpios y bien cosidos, con tanta natural satisfacción como un rey con manto y corona.

Tanto le llamó la atención la pareja, que no paró hasta trabar conversación con ellos; cosa facilísima, pues aquellos excelentes sujetos creían lo más natural del mundo que se comunicaran ideas e impresiones, muy particularmente cuando se gozaba en común del espectáculo de lo bello.

Marido y mujer eran ilustradísimos; hablaban de arquitectura, pintura, música y poesía, como gente que ha visto, oído, leído y meditado mucho y en muchos países. Resultaba que habían paseado por media Europa, aprovechando los trenes baratos, siempre en tercera, por no haber cuarta, y sin beber vino ni comprar chucherías inútiles. -«Era un asombro lo poco que se gastaba recorriendo el mundo civilizado. Bastaba para ello tener la vocación del verdadero peregrino de la belleza. Todo museo notable, todo teatro célebre, todo centro de gran cultura, toda maravilla de un arte, era para ellos un santuario que visitaban, no a pie, porque   —256→   sería mucho más caro (por el tiempo invertido y por los zapatos gastados), pero sí alimentándose como los antiguos romeros. No llevaban el agua en una calabaza porque no era necesario, pero de agua y poco más vivían. El agua era su ídolo higiénico... Casi tenía razón el filósofo jónico, «casi todo bien procedía del agua...».

* * *

Un día, después de ser ya muy amigos y de haberlos llevado varias veces a su casa, le preguntó Aguadet al marido, don Ruperto, qué vocación tenía, para qué carrera mostraba él más aptitud y afición más decidida.

-Yo creo que he nacido para la enseñanza y la educación. Guiar un alma y un cuerpo, no echados a perder por el mundo y sus errores, es mi mayor deseo y mi vocación acaso.

Aguadet, que tal oyó, puso cada día mayor empeño en estudiar a fondo al matrimonio misterioso. No ocultaban su escasez de recursos, pero no hacían alarde de miseria, y temió que no le sería fácil, sin imprudencia, penetrar en el hogar, muy pobre de fijo, de aquellos universales dilettanti. Pero, con gran sorpresa, a la primer insinuación vio colmado su deseo. Si antes don Ruperto no le había ofrecido su casa, había sido porque no creía que ver tan pobre mansión pudiera tener ningún interés ni causar complacencia.

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Don Braulio vio todo lo que quiso: la cocina, el comedor, la sala, el gabinete, todo a lo pobre, pero limpio; menos pobre por la sencillez lacónica, pudiera decirse, de las costumbres y necesidades de aquella gente. Una lógica singular guiaba sus hábitos, y por consecuencia sus necesidades; habían suprimido los pleonasmos de satisfacciones que la civilización acumula en nuestra vida. La falta de originalidad, la servil imitación de gustos y preocupaciones ajenas, según don Ruperto y consorte, nos hacen gastar inútilmente nuestro haber, con tanta dificultad, y tiempo perdido, alcanzado; y así, no nos quedan ni vagar para la contemplación de las bellezas gratuitas y no gratuitas del mundo, ni medios económicos para conseguir estas últimas. Por cubrir gastos que no satisfacen gustos ni necesidades verdaderas, espontáneas, dejamos de disfrutar de muchas cosas nobles de la vida. Pasmaba pensar, según don Ruperto, lo mucho que come de sobra el más sobrio y menos amigo de los placeres de la mesa. Además, era ridículo escoger los manjares por razón de vanidad, de rutina, de deleite grosero del paladar, etc., etcétera, cuando un estudio un poco serio y atento de la higiene moderna, nos pone en situación de comer mejor, esto es, lo que de veras nos hace falta, y muy barato. De la ropa, no se diga. Los medios de conservarla, según los recursos de la industria contemporánea, eran muchos, y constituían un   —258→   arte serio y muy útil. En cuestión de muebles... en fin, sobraban casi todos. Y en cambio, era necesario viajar, leer, visitar museos, monumentos, oír música buena, etc., etc.

Don Braulio, encantado por aquellas apariencias, empezó a insinuar a don Ruperto la idea de encargarle de la educación de los Aguadet menores. Don Ruperto, también con indirectas, dio a entender que aceptaría el cargo, y que le vendría muy bien para arreglar su situación económica, nada próspera, a pesar de tanta parsimonia en los gastos; pero también dejó comprender que ni él solicitaba favores ni daría en su vida un paso para inclinar el ánimo de su nuevo amigo en aquel sentido.

Aguadet entraba cada día en más ganas de conocer a fondo aquel espíritu, aquella vida que tan poco se parecía a la de tantos y tantos pedagogos que él conocía.

De religión, de filosofía, de pedagogía, de letras, de historia, de cuanto don Braulio quiso, habló don Ruperto, «la moral era ciencia experimental, y su único laboratorio la virtud». Y la virtud era la más ardua de las empresas posibles.   —259→   Así que la mayor parte de los moralistas no tenían laboratorio.

Todo esto, y muchas cosas más que Aguadet averiguó, estaba bien y le inclinaba más cada vez a entregar la educación de sus hijos al anacoreta estético, como él llamaba a don Ruperto... Pero... ¿y si era sepulcro blanqueado como tantos otros?

Y miraba y retemiraba de soslayo, a hurtadillas, de mil maneras, a su nuevo amigo, como podría meter el estoque, si fuera empleado en casillas, para buscar matute en el fondo de su carro. -Quería leer en el alma de aquel hombre, a través de aquella ropa, negra siempre, tan limpia tan rapada, tan sutil. -No acababa de ver completa pulcritud en aquella austera sencillez, en tan absoluta falta de refinamientos indumentarios, en la ausencia total de lujo y superfluidad. -Al verle, de repente, siempre le parecía un hombre sórdido, sucio... y no había tal; desde el sombrero de copa, de moda atrasada, pero reluciente y bien planchado, hasta las botas, de pacotilla, pero como soles, todo revelaba allí completa pulcritud, muchos pensamientos y cuidados domésticos consagrados a la ropa, en cuanto símbolo de dignidad humana.

Cuando don Ruperto sacaba el pañuelo, don Braulio lo miraba de reojo con atención suma; solía sorprender zurcidos muy bien hechos; manchas, nunca.

Y sin embargo, no se rendía. -«Esta virtud   —260→   tendrá mácula, pensaba; aquí habrá hipocresía, comedia, bastidores y telones para que los vea el mundo».

* * *

-¡Ah! -se dijo un día Aguadet- ¡ya di con ello!... La prueba, la última, la definitiva. -Prueba de ordalías, como si dijéramos: nada de fuego, pero el agua, ¿por qué no?

-¿Sabe usted nadar, don Ruperto? -preguntó una vez don Braulio, así como al descuido.

Don Ruperto se puso un poco encarnado, y dijo por fin:

-No, señor; por esa parte mi educación está incompleta. Nunca me he decidido. De niño, mis hermanos y otros chicos mayores que yo me arrojaron al mar muchas veces para enseñarme tan útil habilidad con violencia, por sorpresa; y sólo consiguieron que tomara horror al agua... en cuanto elemento para la locomoción, se entiende; yo me baño en casa; pero en el mar o en el río no me atrevo.

-¡Malo! ¡malo! -pensó don Braulio-. Este hombre que tanto habla del agua y sus excelencias... le tiene asco al agua. ¡Malo! Sepulcro blalnqueado por fuera probablemente.

Una tarde invitó don Braulio a don Ruperto a visitar cierta quita de recreo de Aguadet, en medio   —261→   de la cual había un estanque de aguas profundas, puras, cuyo fondo se veía como detrás del cristal más diáfano. Paseaban juntos, filosofando, a la orilla del agua. Don Ruperto, a ratos, perdía el hilo de la conversación por mirar el terreno que pisaba; porque don Braulio tenía la mala costumbre, por lo visto, de torcerse a la derecha al andar e impedir a su pareja seguir el camino recto; ello era que le iba echando hacia el agua, y había que pensar en no caerse al estanque, sin perjuicio de mantener la interesante conversación.

Mas hubo un momento en que don Ruperto olvidó aquel cuidado material; se le fue el santo al cielo, y cuando más metido estaba en cierto laberinto de ideas metafísicas... sintió que le faltaba tierra, que don Braulio, apoyándose en él, resbaló sobre el suelo, mientras su propio individuo caía de cabeza al estanque. Y no sintió más, porque con el susto y la impresión del agua, casi helada, perdió el conocimiento; y cuando volvió en sí, se encontró en una alcoba de la casa de campo, metido en una cama, entre cobertores, y tan desnudo como le pariera su madre.

A su lado don Braulio sonreía, radiante de satisfacción.

-No ha sido nada -le dijo-. ¡Un susto, nada más que un susto! No ha bebido usted ni dos cuartillos de agua. Además, es potable. Ello fue, que yo, distraído con la argumentación, resbalé sobre   —262→   una cáscara de naranja; al caer me apoyé en usted, y usted se fue al agua...

-¿Y mi ropa? -preguntó tímidamente, pero sin vergüenza, don Ruperto.

-Descuide usted. Está puesta al fuego. Secará en seguida. La interior y la de color, toda. Siento no tener yo ahora en esta quinta ropa mía que pudiera servirle...

-¡Oh, gracias, gracias!...

A poco se levantó Aguadet de la silla que ocupaba al lado del náufrago, y fue a la cocina a ver como estaba la ropa de su amigo.

Sobre una cuerda, cerca de una buena hoguera, estaban todas las prendas negras: levita, chaleco, pantalón, corbata; en otra cuerda toda la ropa blanca... camisola, camiseta, calzoncillos, calcetines. Don Braulio pasó otra vez revista a tales prendas, que ya tenía bien miradas.

¡Qué triunfo para la sinceridad de aquella virtud austera, sencilla y noble! Don Braulio, después de recoger en el agua, ayudado por los criados se la quinta, el cuero exánime de su amigo, había tenido buen cuidado de desnudarle y examinarle toda la piel, de arriba abajo, y toda la ropa sin dejar un hilo.

De aquella inspección, resultaba que aquel don Ruperto debía, en efecto, de bañarse todos los días en casa. Y en cuanto a la ropa interior, era toda una ejecutoria de pulcritud.

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-¡Oh! -pensaba don Braulio- ¡esta es la verdadera limpieza, como es la virtud verdadera la que no está destinada a que el mundo sepa de ella! Este hombre no podía venir preparado. ¿Cómo podía él sospechar que yo, hoy precisamente, había de tirarlo al agua? No venía preparado. Y hoy es sábado. Luego este hombre se muda todos los días. La tela es pobre, está muy gastada, llena de repasos, que son ejecutoria de la atenta laboriosidad de su mujer; pero ¡qué limpieza! ¡Qué buen olor a manzanas maduras, o no sé qué! ¡Oh, sí! No cabe duda; por dentro como por fuera. Los calcetines como el pensamiento, el corazón como la camisa elástica; ¡todo blanco! ¡Todo en orden! ¡Todo puro!».

Secó la ropa, y media hora después, don Ruperto se vestía en presencia de don Braulio; a este se le figuraba un sacerdote del culto de la pobreza limpia, sin jactancia ni vergüenza, que se revestía de las insignias de su honradez. Se veía claramente que se hubiera vestido con igual tranquilidad delante de un Concilio... a no vedarlo otros respetos.

Ni hacía alarde de su esmerada pulcritud, ni le causaban vergüenza aquellos zurcidos y sutilezas de la ropa blanca.

Cuando le vio otra vez empaquetado en su traje negro, don Braulio tendió la mano a don Ruperto, y le dijo:

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-De modo, querido amigo, que quedamos en eso; quedamos en que desde mañana empezará usted a desasnarme los chicos...



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ArribaAbajoViaje redondo

La madre y el hijo entraron en la iglesia. Era en el campo, a media ladera de una verde colina, desde cuya meseta, coronada de encinas y pinares, se veía el Cantábrico cercano. El templo ocupaba un vericueto, como una atalaya, oculto entre grandes castaños; el campanario vetusto, de tres huecos -para sendas campanas obscuras, venerables con la pátina del óxido místico de su vejez de munís o estilitas, siempre al aire libre, sujetas a su destino- se vislumbraba entre los penachos blancos del fruto venidero y los verdores de las hojas lustrosas y gárrulas, movidas por la brisa, bayaderas encantadas en incesante baile de ritmo santo, solemne. Del templo rústico, noble y venerable en su patriarcal sencillez, parecía salir, como un perfume, una santidad ambiente que convertía las cercanías en bosque sagrado. Reinaba un silencio de naturaleza religiosa, consagrada. Allí vivía Dios.

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A la iglesia parroquial de Lorezana se entraba por un pórtico, escuela de niños y antesala del cementerio. En una pared, como adorno majestuoso, estaba el ataúd de los pobres, colgado de cuatro palos. Debajo dos calaveras relucientes como bajo-relieve del muro, y unas palabras de Job.

La puerta principal, enfrente del altar, bajo el coro, era, según el párroco, bizantina; de arco de medio punto, baja, con tres o cuatro columnas por cada lado, con fustes muy labrados, con capiteles que representaban malamente animales fantásticos. Aquellas piedras venerables parecían pergaminos que hablaban del noble abolengo de la piedad de aquella tierra.

El templo era pobre, pero limpio, claro; de una sencillez aldeana, mezclada de antigüedad augusta, que encantaba. En la nave, el silencio parecía reforzado por una oración mental de los espíritus del aire. Fuera, silencio; dentro, más silencio todavía; porque fuera las hojas de los castaños, al chocar bailando, susurraban un poco.

Dos lámparas de aceite, estrellas de día, ardían delante de altares favoritos. A la Virgen del altar mayor la iluminaba un rayo de sol que atravesaba una ventana estrecha de vidrios blancos y azules.

Sobre el pavimento, de losas desiguales y mal unidas, quedaban restos del tapiz de grandes espadañas por allí esparcidas pocos días antes al celebrar   —267→   una fiesta; la brisa, que entraba por una puerta lateral abierta, movía aquellas hojas marchitas, largas, como espadas rendidas ante la fe; un gorrión se asomaba de vez en cuando por aquella puerta lateral, llegaba hasta el medio de la nave, como si viniera a convertirse, y al punto, pensándolo mejor, salía como una flecha, al aire libre, al bosque, a su paganismo de ave sin conciencia, pero con alegre vida.

En el presbiterio, a la derecha, sentado en un banco, el cura, anciano, meditaba plácidamente leyendo su breviario. No había más almas vivientes en la iglesia. El gorrión y el cura.

* * *

Entraron la madre y el hijo, santiguándose, húmedas las yemas de los dedos con el agua bendita tomada a la puerta.

A los pocos pasos se arrodillaron con modestia, temerosos de ser importunos, de interrumpir al buen sacerdote, que se creía solo en la casa del Señor.

En medio de la nave se arrodillaron. La madre volvió la cabeza hacia el hijo, con un signo familiar; quería decir que empezaba el rezo; era por el alma del padre, del esposo perdido. Ella rezaba delante, el hijo representaba el coro y respondía con palabras que nada tenían que ver con las de la madre; era aquel diálogo místico algo semejante   —268→   a los cuadros de ciertos pintores cristianos de Italia, de los primitivos, en los que los santos, las figuras asisten a una escena sin saber unos de otros, sin mirarse, todos juntos y todos a solas con Dios. Así estaba el cura, sin saber del gorrión, que entraba y salía, ni de la madre y el hijo que oraban allí cerca.

* * *

Entonces comenzó el milagro.

Llegó el rezo a la meditación. Cada cual meditaba aparte. La madre, por el dolor de su viudez, llegaba a Dios en seguida, a su fe pura, suave, fácil, firme, graciosa.

El hijo... tenía veinte años. Venía del mundo, de las disputas de los hombres. La muerte de su padre le había herido en lo más hondo de las en entrañas, en el núcleo de las energías que nos ayudan a resistir, a esperar, a venerar el misterio dudoso. A veces le irritaba la resignación de su madre ante la común desgracia; sentía en sí algo de la hiel de Hamlet; veía en el fervor religioso de su madre el rival feliz de su padre muerto.

Era estudiante, era poeta, era soñador. Su alma no se había separado de la fe de su madre en arranque brusco, ni por desidia y concupiscencia; como el gorrión en la iglesia aldeana, su espíritu entraba y salía en la piedad ortodoxa... Leía, estudiaba, oía a maestros de todas las escuelas; su   —269→   absoluta sinceridad de pensamiento le obligaba a vacilar, a no afirmar nada con la fuerza que él hubiera sabido consagrar al objeto digno de una adhesión amorosa definitiva, inquebrantable. Padecía en tal estado, consumía en luchas internas la energía de una juventud generosa; pero por lo pronto sólo amaba el amor, sólo creía en la fe, sin saber en cuál; tenía la religión de querer tenerla. Y en tanto, seguía a la madre al templo, donde sabía que estaba cumpliendo una obra de caridad sólo al complacer a la que tanto quería. Además, su alma de poeta seguía siendo cristiana; los olores del templo aldeano, su frescura, su sencillez, el silencio místico, aquella atmósfera de reminiscencias voluptuosas de la niñez creyente y soñadora le embriagaban suavemente; y, sin hipocresía, se humillaba, oraba, sentía a Jesús, y repasaba con las ideas las grandezas de diecinueve siglos de victorias cristianas. Él era carne de aquella carne, descendiente de aquellos mártires y de aquellos guerreros de la cruz. No, no era un profano en la iglesia de su aldea, a pesar de sus inconstantes filosofías.

La madre, del pensamiento del padre muerto pasaba al pensamiento del hijo... acaso amenazado de muerte más terrible, de muerte espiritual, de impiedad ciega y funesta. Recordaba las lágrimas de Santa Mónica; pedía a Dios que iluminase aquel cerebro en donde habían entrado tantas   —270→   cosas que ella no había transmitido con su sangre, que no eran de sus entrañas. En sus dolorosas incertidumbres respecto de la suerte moral de su hijo, su imaginación se detenía al llegar a la idea de la posible condenación. Aquel infinito terror, sublime por la inmensidad del tormento, no llegaba a dominarla, porque no concebía tanta pena. ¡El infierno para su hijo! ¡Oh, no, imposible! Dios tomaría sus medidas para evitar aquello. Las almas eran libres, sí; podían escoger el mal, la perdición... pero Dios tenía su Providencia, su Bondad infinita. El hijo se le salvaría. ¡A la oración! ¡a la oración para lograrlo!

Los dos, absortos, llegaron a olvidarse del tiempo, a salir de la sombra del péndulo que va y viene, en la cárcel del segundo que mide, eterno presidiario. Aquel fue el milagro. La previsión, el temor que imagina vicisitudes futuras, se cuajaron en realidad; se les anticipó la vida en aquellos instantes de meditación suprema.

* * *

Para el hijo, el argumento poético de la fe se iba alejando como una música guerrera que pasa, que habla, cuando está cerca, de entusiasmo patriótico, de abnegación feliz, y después al desvanecerse en el silencio lejano deja puesto a la idea de la muerte solitaria. El no pensar en los grandes problemas de la realidad con el acompañamiento   —271→   sentimental de los recuerdos amados, de la tradición sagrada, llegó a parecerle un deber, una austera ley del pensamiento mismo. Como el soldado en la guerrilla se queda solo ante el peligro, acompañado de las balas enemigas, ya sin la patria, que no le ve en aquella agonía, sin música animadora, sin arengas, sólo con la guerra austera, como la pinta Coriolano el de Shakespeare, así aquel pensador sincero se quedaba solo en el desierto de sus dudas, donde era ridículo pedir amparo a una madre, a la infancia pura, como lo hubiera sido en un duelo, en una batalla. Buena o mala, próspera o contraria, no había allí más ley que la ley del pensar. Lo que fuera verdadero, aunque fuera horroroso, eso había que creer. Como el valiente, que lo es de veras, no cree tener un amuleto que le libra de las balas, sino que se mete por ellas seguro de que pueden pasar por su cuerpo como pasan por el aire; así pensaba, con valor; pero la juventud se marchitaba en la prueba: el corazón se arrugaba, encogiéndose. Dudando así, escapaba la vida. Las ilusiones sensuales perdían el atractivo de su valor incondicional; al hacerse relativas, precarias, se convertían en una comedia alegre por su argumento, triste por la fatal brevedad y vanidad de sus escenas. No se podía gozar mucho de nada. La ilusión del amor puro, de la mujer idealizada, se desvanecía también; sólo quedaba de ella jirones de ensueño flotando dispersos,   —272→   desmadejados a ras de tierra, como el humo de la locomotora, el que huye por los campos con patas de araña gigante, disipándose un poco más a cada brinco sobre los prados y entre los setos...

La lógica lo quería; si la gran Idea era problema, ensueño tal vez, la mujer ensueño era fenómeno pueril, vulgaridad fortuita en el juego sin sentido y sin gracia de las fuerzas naturales...

Quedaba la naturaleza. Y el pensador, que ya no esperaba nada del amor, del cielo vaporoso fantástico, se puso a amar el terruño y su producto con la cabeza inclinada al suelo. Fue geólogo, fue botánico, fue fisiólogo... el mundo natural sin la belleza de sus formas aparentes todavía puede mostrarse grande, poético, pero triste, a veces horroroso, en su destino, como un Edipo; la naturaleza llegó a figurársela como una infinita orfandad; el universo sin padre, daba espanto por lo azaroso de su suerte. La lucha ciega de las cosas con las cosas; el afán sin conciencia de la vida, a costa de esta vida; el combate de las llamadas especies y de los individuos por vencer, por quedar encima un instante, matando mucho para vivir muy poco, le producía escalofríos de terror; eterna tragedia clásica, con su belleza sublime, misterioso, sí, pero terrible.

Pasaba la vida, y como en una miopía racional, el espíritu iba sintiéndose separado por nieblas, por velos del mundo exterior, plástico; volvían   —273→   con más fuerzas que en la edad de los estudios académicos, las teorías idealistas a poner en duda, a desvanecer entre sutilezas lógicas la realidad objetiva del mundo; y volvía también con más fuerza que nunca la peor de las angustias metafísicas, la inseguridad del criterio, la desconfianza de la razón, dintel acaso de la locura. Un doloroso poder de intuición demoledora de análisis agudo, como una fiebre nerviosa, iba minando los tejidos más íntimos de la conciencia unitaria, consistente: todo se reducía a una especie de polvo moral, incoherente, que por lo deleznable producía vértigo, agonía...

* * *

El pensamiento de la madre, en tanto, volaba a su manera por regiones muy diferentes, pero también siniestras, obscuras. El hijo se le perdía. Se apartaba de ella, y se perdía. Muy lejos, ella lo sentía, vivía blasfemando, olvidado del amor de Dios, enemigo de su gloria. Era como si estuviera loco; pero no lo estaba, porque Dios le pedía cuenta de sus actos. Era un malvado que no mataba, ni robaba, ni deshonraba... no hacía mal a nadie, y era un malvado para Dios. Y ella rezaba, rezaba, rezaba para sacarle de aquel abismo, para atraerle al regazo en que había aprendido a creer. Cosa rara; le veía en tierra, de rodillas, en un desierto, sin comer, sin beber   —274→   sin flores que admirar, sin amores que sentir, triste, solo, de hinojos siempre, las manos levantadas al cielo, los ojos fijos en el polvo, esperando sin esperanza; maldito y a su modo inocente, réprobo sin culpa, absurdo doloroso para las entrañas de la madre y de la cristiana.

«¡Más vale enterrarlo», pensaba ella. «Que viva poco y de prisa, si ha de vivir así». Y ella misma le iba haciendo la sepultura, arrojando nieve en derredor del cuerpo inmóvil del anacoreta condenado; en vez de tierra, nieve. Ya caía nieve sobre él, ya le llegaba a los hombros, ya le cubría la cabeza... ¡Señor, sálvale, sálvale, antes que desaparezca bajo la nieve en que lo sepulto!

* * *

En una crisis del espíritu del hijo, las cosas empezaron a tener un doble fondo que antes no les conocía. Era un fondo así, como si se dijera, musical. Mientras hablaban los hombres de ellas, ellas callaban; pero el curioso de la realidad, el creyente del misterio, que, a solas, se acercaba a espiar el silencio del mundo, oía que las cosas mudas cantaban a su modo. Vibraban, y esto era una música. Se quejaban de los nombres que tenían; cada nombre una calumnia. La duda de la realidad era un juego de la edad infantil del pensamiento humano; los hombres de otros días mejores apenas concebían aquellas sutilezas. Todo se iba aclarando al   —275→   confundirse; se borraban los letreros de aquel jardín botánico del mundo, y aparecía la evidencia de la verdad sin nombre. Ya no se sabía cómo se llamaba en griego el árbol de la ciencia, que ahora no servía de otra cosa que de fresco albergue, de sombra para dormir una dulce siesta, confiada, de idilio. Volvía, de otra manera, la fe; los símbolos seguían siendo venerables sin ser ídolos; había una dulce reconciliación sin escritura ni estipulaciones; era un trabado de paz en que las firmas estaban puestas debajo de lo inefable.

Lo que no volvía era el entusiasmo ardiente, la inocencia graciosa en el creer; había un hogar para el alma, pero el ambiente, en torno, era de invierno. Los años no se arrepentían.

* * *

La madre sintió que el alma se le aliviaba de un peso horrendo. Cesó la pesadilla. La brisa le trajo hasta el rostro los aromas del bosque vecino; en cuanto gozó aquella dulzura pensó en el hijo, no según le veía en los ensueños; en el hijo que meditaba a su lado. Volvió hacia él suavemente la cabeza. El hijo también miró a la madre... Apenas se conocieron. El hijo era un anciano de cabeza gris; la madre un fantasma decrépito, una momia viva, muy pálida. El hijo se puso en pie con dificultad, encorvado; tendió la mano a la madre y la ayudó a levantarse con gran trabajo; la pobre octogenaria   —276→   no podía andar sin el báculo de su hijo querido, viejo también, si no decrépito.

La besó en al frente. Se santiguó con mano trémula frente al altar mayor: comprendía y agradecía el milagro. El hijo volvía a crecer, había hecho el viaje redondo de la vida del pensamiento; no había más sino que en aquella lucha se había ganado la existencia; él ya era un anciano, y ella, po otro portento de gracia, vivía en la extrema decrepitud, próxima al último aliento, pero feliz, porque había durado hasta ver al hijo otra vez en el regazo de la fe materna. Sí, creía otra vez; no sabía ella cómo ni por qué, pero creía otra vez. Se acercaron a la puerta de columnas labradas con extraños dibujos; tomó la madre agua bendita de la pila y la ofreció al hijo, que humedeció la mente arrugada y cubierta de nieve.

En el pórtico se detuvieron. La madre no podía andar abrumada por el cansancio. Sonrió, tendiendo la mano hacia el ataúd de los pobres, una caja de pino, sucia, manchada de lodo y cera, colgada en el muro blanco.

Y con voz apagada, al perder el sentido, la anciana feliz exclamó:

-¡E esa... mañana... en esa!...



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ArribaAbajoLa trampa

¿Convenía o no la carretera? Por de pronto era una novedad, y ya tenía ese, inconveniente. Manín de Chinta, además, sentía abandonar la antigua calleja, el camín rial, un camino real que nunca había llegado a cuarto siquiera; porque, pese a todas las sextaferias que habían abrumado de trabajo a los de la parroquia, en ochavo se había quedado siempre aquella vía estrecha, ardua, monte arriba, con abismos por baches, y con peñascos, charcos y pantanos por el medio. En invierno, el ganado hundía las patas en el lodo hasta los corvejones; en verano, aquella masa, petrificada en altibajos ondeados, como olas de un mar de barro, mostraba todavía los huecos profundos de las huellas de vacas y carneros, que adornaban como arabescos el oleaje inmóvil. No importaba; por aquel camino habían llevado el carro el padre de Manín, el abuelo de Manín, todos los ascendientes de que había memoria.

  —278→  

Manín de Chinta tardaba tres horas en llegar con las vacas a la villa; mucho era para tan poco trecho; pero tres horas habían tardado, su abuelo. Además, la carretera le dividía por el medio el suquero, fragrante y fresco pedazo de verdura, regalo del corral. Manín resistió cuanto pudo, dificultó la expropiación hasta donde alcanzaron sus influencias... pero el torrente invencible y arrollador de la civilización y el progreso, como dijo el diputado del distrito, en una comida que le dictaron los mandones, en casa del cura nada menos, el torrente, es decir, la carretera, pudo más que Manuel; y por medio del suquero pasó el enemigo, llenando de polvo, que todo lo marchitaba, la hierba y los árboles, que a derecha e izquierda siguieron siendo propiedad de Manín.

El romanticismo de estos aldeanos nunca es tan excesivo que llegue a luchar largo tiempo con lo útil. Manín consagró algunas añoranzas al camín rial abandonado, que se llenó de hierba; pero como todos los vecinos, aprovechó la carretera, que poco a poco fue tomando aire rústico, cierto derecho a la vecindad, y llegó a ser cosa familiar y de provecho. A la orilla del nuevo camino se fueron fabricando casuchas pintadas, más limpias y sólidas que las chozas de la ladera cercana; abundaron a lo largo de la carretera las tabernas y abacerías, aumentó el tráfico, y sin pasar mucho tiempo, vio Manín que sus convecinos iban abandonando, para   —279→   sus viajes a la villa, la muy pesada carreta del país, de mortal rechino, carreta que debía de ser todavía como las que usaron los Hunnos y los Argipeos. Iban adoptando ligeros carricoches, de dos ruedas, saltarines y pintados de colores tan vivos, tan chillones, que al rodar veloces por el camino, parecía que hacían casi tanto ruido con el verde y rojo y azul de su madera, como con las llantas que iban brincando sobre la grava.

Manín de Chinta sintió envidia, y acabó por desear tener también su carretón pintado; era algo carpintero, y entre él y un herrero de la vecindad consiguieron, no sin gastos considerables, dejar a la puerta del corral de los de Chinta un vehículo azul y rojo con toldo, bancos de pino, y hasta un estribo a la trasera. No faltaba más que el caballo.

* * *

Manín tenía en casa a su madre, Rosenda, a su mujer, María Chinta de Pin de Pepa, dos hijas casaderas, y un hijo, Falo (Rafael), licenciado del ejército del arma de caballería.

Después de pensarlo mucho, de sacar y meter muchas veces los pesos que guardaba el ama de la casa en un bolsillo verde, de malla, dinero que procedía de la venta forzosa de parte del suquero, decidió la familia que Falo fuese a la próxima feria   —280→   de la Ascensión, allá muy lejos, a la capital de la provincia, a comprar un animal de tiro, fuerte, como de mil a mil quinientos reales, que estuviera acostumbrado al oficio y pudiese arrastrar a todos los de casa por cuesta de la Grandota arriba. Falo comprendió que él o nadie podía llevar a cabo la peligrosa empresa de meter en casa una boca más, de costumbres desconocidas y de utilidad no demostrada.

Toda la familia se mostraba de antemano recelosa contra el intruso, antes de que este viniera, en cuanto Falo se despidió, camino de la feria.

Vacas, cerdos, gallinas, cabras, patos y conejos... todo eso era género conocido, gente de casa, como quien dice. El pollino que llevaba a moler el maíz era huésped humilde, sufrido; pero ¡un caballo! ¡y caballo para un coche, o poco menos! La novedad era demasiado grande, molesta, casi dolorosa.

-Hay que hacer obra en el corral, junto a las vacas, para dejarle sitio al caballo -dijo la Chinta.

Y Manín, con cierto desdén, se encogió de hombros, y dijo entre dientes:

-¡Bah! como quieras... todavía no se sabe si Falo encontrará algo que convenga. Siempre hay tiempo.

Y era como una esperanza en la familia que Falo se volviera sin el animal que había ido a comprar, y que estaba pidiendo a gritos (a gritos   —281→   rojos) el carricoche tumbado sobre las varas, a la puerta.

Volvió Falo jinete en una yegua. Era de buena alzada, torda, cabeza fina, de buen andar, airosa al sacudir los remos y nada espantadiza. No estaba flaca ni muy rellena. No tenía más sino que, en cuanto la dejaban sola, entregada a sí misma, se quedaba muy triste, se abría un poco de piernas, alargaba el cuello, y de tarde en tarde hacía un ruido así como si suspirara por dentro, con las entrañas, que le retemblaban.

Venía de Castilla, de la tierra llana; tal vez la abrumaban las montañas. ¿Edad? En la edad estaba el misterio. Como buena jamona, por la boca no confesaba los años; pero muy vieja no debía de ser. O tal vez sí; tal vez era una Ninón de Lanchos, en su clase.

Falo no la había comprado en la feria. De la ciudad volvía con los pesos, casi satisfecho de no haber topada con nada que conviniese. Todo era malo, o caro, o sospechoso. La verdad era que el licenciado de caballería no entendía mucho de la ciencia del chalán, y había cobrado miedo a los gitanos que tantas gangas le ofrecían.

Donde compró Falo fue al salir de la villa, ya cerca de su casa; compró a un vecino del mismo concejo, el Artillero, un gitano del Norte, más gitano que todos los que recorren el mundo. El Artillero le conoció a Falo, en cuanto le vio contemplando   —282→   la yegua que él montaba, que el de caballería se había enamorado de ella. Falo, mucho tiempo después, comprendió por qué le había hecho tanta gracia; se parecía a un caballo que a él le habían matado los carlistas en una célebre carga. Pero de esto no se dio cuenta el hijo de Manín de Chinta por de pronto. Le gustó la yegua, pensaba él, porque sí, porque tenía buena facha, buen color, andaba bien y no se espantaba.

Falo llegó a casa al oscurecer, y metió la yegua en la cuadra improvisada por Manín en un rincón del corral de las vacas. Comprendió el licenciado que la gente de casa no le agradecía la compra. Los viejos, pensando en el dinero, trescientas pesetas, que había quedado por allá, estaban así como arrepentidos de la resolución temeraria de arrastrar coche. Además, ¡una caballería mayor era cosa tan nueva, tan extraña a la vida mezclada que hacían allí personas y brutos! A la madre de Manín, muy vieja, impedida para todo menos para fumar, comer y mandar a gritos, dando órdenes que unas veces se cumplían y otras no, pero siempre se respetaban; a la ochentona Rosenda le parecía muy mal que el pollín (el burro), más antiguo, con muchos servicios, se acomodara en el cubil de la quintana, en buen amor y compañía de los vecinos de la vista baja, y que el intruso, es decir, la intrusa, necesitase medio corral para ella sola. ¿Y comer? ¡María Santísima! La hierba mejor   —283→   del suquero, a veces una pajada... gollerías, golosinas.

Pasaron días, y el sordo rencor de todos, menos Falo, contra la Chula, la yegua torda, iba a más en vez de aplacarse. Falo pasaba cerca de ella horas y horas, limpiándola, acariciándola, como para consolarla de aquellos desdenes y de las raciones no muy abundantes.

La yegua castellana cada vez más triste. De tarde en tarde volvía la cabeza de repente, como si esperara ver algún paisaje de la llanura con que estebe soñando, medio dormida. Cerraba los ojos, arrugándolos, temblorosos, y las moscas acudían entonces a los lacrimales, como a sonsacarle las lágrimas de sus saudades de bruto melancólico, resignado.

La Chula empezó a adelgazar. Junto a un corvejón le salió un bulto duro. Falo, lleno de terror, ocultó a Manín y a las mujeres el triste descubrimiento. Curó a escondidas al animal con sal y vinagre.

Llegó el día de la prueba. Se la enganchó al carricoche, montaron Manín, su mujer y su hijo, y emprendieron el camino de la villa. No había novedad. La Chula había tirado mucho en este mundo. No extrañó las varas ni el ruido de las ruedas al saltar sobre la piedra, ni los frecuentes encuentros con carromatos, carretas tan cargadas de hierba, que desaparecían bajo el monte móvil   —284→   de verdura, piaras bulliciosas, coches y velocípedos. A todo parecía acostumbrada. Era partidaria del nihil mirari: tal vez ni siquiera pensaba en lo que pasaba a su lado. Andaba y soñaba, como hacen en este mundo muchos poetas desterrados a la prosa de la vida: trabajan y sueñan.

De cuando en cuando, cono volviendo a la realidad, levantaba la cabeza, como si buscara aire más libre, horizontes más anchos: aquellas colinas verdes tan cercanas, a derecha o izquierda, parecía que la oprimían, que la ahogaban. A lo menos, Falo, que guiaba, se iba figurando todo eso. Cada pocos minutos el mozo miraba, sin que lo notara su padre, la hinchazón de la pierna: iba a más; y ¡otra desgracia! La yegua se alcanzaba, y una herradura había hecho sangre en otro remo. Llegó la cuesta de la Grandota, ¡prueba formidable! La Chula, discretamente fustigada por Falo, emprendió la subida a trote largo. A la mitad de la pendiente tropezó el vehículo con una carreta que bajaba, y la yegua se paró de repente

Quel giorno piú non legevammo avante.

Aquel día la Chula no dio un paso más camino de la villa. Todo fue inútil, latigazos, palos, caricias, argumentos persuasivos de Manín, quejas de su mujer, ayuda de transeúntes que vinieron a suspender las ruedas del carricoche en el aire. No arrancó. No se encabritaba, no se impacientaba;   —285→   nada de coces ni relinchos; silencio, resignación: pero ni un paso. Llovían palos; cerraba la torda los ojos, temblorosas las tristes membranas que los cubrían; ¡a sufrir, a aguantar, a soñar con Castilla! Hubo que volver a casa como se pudo.

Al día siguiente, al amanecer, Falo vio con terror que la pierna estaba mucho más inflamada; la herida seguía sangrando y además... en el lomo y en el pecho las correas habían labrado la carne y brillaban, destilando humor entre gotas rojas, grandes mataduras. Hubo que enterara a Manín de Chinta de lo que pasaba; el aldeano cogía el cielo con las manos; las mujeres salieron a la quintana a dar gritos, a lamentarse, como las plañideras en un entierro. Allí se vociferó la biografía del Artillero a lo Aristófanes.

Si aquel hombre era un tramposo con los Chintas, gritaban, merecía volver al presidio, donde ya había estado.

La Chula iba de mal en peor; bajaba como en la Bolsa el papel cuando hay pánico. Cada vez le asediaban más moscas, como para repartírsela. Falo veía con espanto la próxima transformación de aquella figura animada, que él había empezado a querer sin saber por qué, en masa inerte, repugnante, putrefacta; previa el sálvese el que pueda terrible de la materia que huye de un organismo abandonado por el soplo misterioso de la vida.   —286→   Además, como Falo no creía en la inmortalidad del alma de las yeguas, aquella podredumbre en que iba a deshacerse su nueva amiga le parecía más horrorosa, y él, por lo mismo, sentía más lástima.

Se puso a curar y a cuidar a la Chula con todo el ahínco y entusiasmo de su energía de aldeano joven y testarudo; quería que sanara.

En tanto Manín se apresuró a dar pasos para deshacer el trato. «Por fortuna, no la había comprado en la feria». «El Artillero tendría que devolverle su dinero y llevarse la trampa, pues le había engañado miserablemente». No sabía si tenía derecho o no a la rescisión o lo que fuere; pero sabía algo más positivo: que era cuestión de mandones, de caciques; que el juez le haría al Artillero cargar con la yegua si el señorito se empeñaba.

El señorito era el mandón de la villa, el cacique de cuyo bando era Manín, que tenía dinero suyo a réditos y en arrendamiento cierta tierruca de hombre tan poderoso. El Artillero también tenía mandón que le protegiera: fue lucha de caciques. El juez, oficiosamente, hizo que la cosa se pusiera en manos que lo resolvieran sin llegar a un juicio, dando a entender que él, llegado el caso, daría una solución igual; quería servir al más poderoso dilatando o conjurando el compromiso. El mandón más fuerte, el señorito, el de Manín, salió con la suya. El Artillero tuvo miedo y se dio por vencido,   —287→   antes de serlo en el mal afamado foro de la villa.

* * *

Pero toda esta guerra pseudo-jurídica de influencias, intrigas, rencores y vanidades duró semanas y semanas, y en tanto la yegua ni curaba ni se moría. Poco a poco, alrededor de Falo, que la cuidaba, fueron acudiendo algunos vecinos inteligentes, por amor al arte de la veterinaria. Rosenda y la Chinta también empezaron a interesarse por el animal y sus lacerías. Manín fue el último, pero acudió también, y acabó por ser el más solícito, el que más se esmeraba en aliviar los males de la trampa.

La Chula, iba siendo cosa familiar, como la carretera. Hasta las vacas paraban mientes en ella. No se diga las gallinas, que le andaban todo el día entre las patas.

La idea de que era «un animal de Dios» esparció por el corral un ambiente de asilo caritativo. Falo triunfaba, radiante.

La yegua, al cabo, empezó a mejorar algo, muy poco; la familia le tomaba ley. Hasta el cura de la parroquia vino un día a verla. Era el cura, como la Chula, castellano, grave, noble, triste, cortés; también echaba de menos la ancha llanura. Declaró el párroco, dándole palmadas en el vientre, que era la yegua una buena pieza, que   —288→   sanaría tal vez, que no tenía más que el peso de los años y ciertos vicios de la sangre. Apuntó la idea de que era, relativamente, caso de conciencia el cuidar al pobre animal, que parecía agradecer los remedios y el halago.

* * *

Una mañana se presentó el Artillero blasfemando, con el bolsillo de cuero en una mano y una cabezada en la otra. Venía por al yegua. «Le habían hecho una charranada; pero ya la pagarían en las próximas elecciones. Habría tiros». Arrojó el dinero a los pies de Manín, entró en el corral y se puso a desatar del pesebre a la Chula, como quien toma lo suyo. Salió con ella a la quintana, le puso la cabezada, montó, a pelo, de un brinco y, sin despedirse, apretó los ijares de la bestia para emprender la marcha... Pero la Chula no se movía.

Sin fijarse en este detalle importante, dando patadas feroces en el vientre de la torda, el Artillero, gritaba: «¡Esto es contra ley! ¡Esto clama al cielo! Si no fueran arriba y abajo todos unos pillos, yo acudiría al juez y a la Audencia por mis trescientas pesetas; pero el pobre en todas partes se escachifolla y se repudre... y se... ¡Anda borrica!». y ¡zas, zas! ¡qué patadas y qué ramalazos!

Falo, enfrente del Artillero, como para cortarle el paso, le contemplaba; pálido, mordiendo los   —289→   labios. Manín, detrás de la Chula, rodeado de las mujeres, tenía un pie sobre el bolsillo que el Artillero había arrojado al suelo, y revolvía dentro de su cerebro estrecho grandes pensamientos.

De tal modo maltrataba el Artillero a la yegua, que no podía moverse, que la indignación estaba pronta a estallar en todos los del grupo. La familia contemplaba en silencio el trato cruel. La vieja, la ochentona, la varonil Rosenda, fue la primera que gritó:

-Cacho de bruto, ¿no ves que no quiere? ¿No tienes entrañas? Deja la torda o por las piernas te cojo y vas a tierra...

-Y si no lo hace la abuela, lo hago yo -dijo Falo, dando un paso adelante.

-La yegua es mía; pa eso ganasteis el pleito en ca el señorito. ¡Puñales! ¡Y que a esto lo llamen justicia!...

-Tuya es la yegua -contestó Manín de Chinta, más sereno que Falo-; pero como el animal le tiene ley a la casa, por lo visto... y como no se quie dir... por mí, que se quede. Conque apéate; toma tu dinero, que ahí está donde lo dejaste, y la Chula vuelva al pesebre.

Y Manín separó el pie que pisaba el bolsillo y puso una mano sobre la grupa de la yegua.

Después de pensarlo, el Artillero, dejando de maltratar al animal, dijo con tono conciliador, pero no sin cierta sorna:

  —290→  

-Bien está lo que dices; pero has de pagar las costas.

-¿Qué costas, si todo se arregló entre amigos?

-Amigos, ¿eh? ¡del demonio! Las costas son la sangre que me habéis quemao y retepodrido, y lo que he gastao en zapatos en viajes a la villa... Con cinco pesos encima tuya es la yegua.

Y después de dimes y diretes, dudas, vacilaciones y embozados insultos, se hizo el trato; volvió la Chula a la cuadra, Falo a cuidarla, y el Artillero se fue con sus trescientas pesetas y veinticinco que no había traído.

La Chula, después de algunas semanas, pudo volver a tirar del carricoche. Cumplía con su oficio medianamente; como un veterano que ya merece el retiro. El carretón no se cargaba demasiado. Al llegar a las cuestas grandes, la gente a tierra; la Chula subía poco a poco; no se la apuraba. Se paraba a veces y se hacía la vista gorda. Ella procuraba cumplir lo mejor que podía; la familia le toleraba sus flaquezas naturales, su horror a lo empinado.

Así se vivía, soportándose unos a otros; como se sufría a la vieja, que ya no trabajaba y gruñía; como todos tenían algo que tolerarse, algo que perdonarse mutuamente. Así es la vida entre los que se quieren y atraviesan este valle de lágrimas juntos, unidas las7 manos para que no los disperse el viento del infortunio.

  —291→  

Se paraba la Chula en la Grandota; se sentaba la Chinta sobre un montón de grava y, con toda calma, fumaba un cigarrillo que en vez de papel tenía media hoja seca de maíz. Y Falo esperaba, silbando, pasando la mano por el lomo a la yegua torda, que se parecía al caballo que él había dejado muerto en un campo de batalla.



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ArribaAbajoDon Patricio o el premio gordo en Melilla

-¿Por qué me llamaré yo Patricio? -se había preguntado muchas veces, para sus adentros, el señor de Caracoles, mientras metía las manos en los bolsillos de los pantalones, que siempre traía repletos de oro y plata, y sacudía con los dedos, haciéndolo sonar, el vil metal que le hacía cosquillas al saltar sobre los muslos.

«¡Patricio Clemente Caracoles y Cerrajería!»-. «Los apellidos, seguía pensando, están bien; sobre todo el materno, me tiene orgulloso; es toda una garantía. Cerrajería, Cerra... jero, Cerrojo... ¡Magnífico! Llevo en este apellido una caja de caudales, de esas que se disparan solas contra los ladrones. Caracoles... tampoco está mal. La vida del caracol me gusta; se ha dicho: no hay hombre sin hombre; yo digo: no hay hombre sin concha; el   —294→   que no sea testaceo que se muera. Pero... ¡Clemente!, ¿a qué viene eso? ¡Patricio!... Como quien dice: patriota... patriotero... ¡ay, qué risa!».

Patricio Clemente había hecho su fortuna, un fortunón, pues venía a cobrar tres onzas diarias de renta, allá en la Habana; había empezado por coime en una casa de juego y había concluido por ser dueño de ella, casi, casi en sociedad con lo más principal de la población, a lo menos desde el punto de vista de la jurisdicción y el imperio.

Después había hecho muchísimos negocios, todos muy bonitos para él; y como se había acostumbrado en su antiguo trato a cobrar la puerta, para él todo negocio había de tener puerta, y puerta de oro, pues siempre se había de cobrar. Él siempre, en cualquier contrato, había de sacar un diezmo de puerta, o vi o clan o metu, pero siempre lo sacaba. Y para tranquilizar la conciencia, se decía: «Esto es por la puerta».

También hizo millones con las puertas de su ciudad natal, en cuanto volvió a esta, atraído por el amor al terruño y por algunos negocios que había efectuado desde Cuba. En cuanto llegó al puerto, en vez de ponerse a cantar, como el tenor de Marina,


    Al ver... en la inmensa
llanura del mar... etc.

se dijo (recitado): «Aquí los consumos deben de ser   —295→   una mina, si se les hace sudar bien». Y, en efecto, cargó con los consumos, y las puertas de su ciudad natal se convirtieron en otras tantas puertas del infierno, bien guarnecidas de cancerberos, con gorra de galón dorado y sendas inscripciones, que al decir fielato, querían decir:

Lasciate ogni peseta, voi ch'entrate.

El tiempo que don Patricio no lo pasaba trabajando, esto es, explotando al prójimo, lo empleaba en una sociedad de recreo; y el recreo de Clemente consistía en jugar al golfo con signos convencionales.

El golfo, con aquellos semáforos, que pagaba bien, era otra mina, pero de recreo.

El verdadero recreo de don Patricio era ir a casa de los banqueros y comerciantes amigos, en los días de arqueo, a revolverles el oro, la plata y los billetes. Se ponía pálido, se quedaba mudo, con una vaga sonrisa en los labios, y fija la mirada en los montones amarillos o de papel abigarrado; no oía lo que le decían, y se acercaba a paso lento, como un gato, sin ruido, y metía las manos, con los dedos muy abiertos, entre el papel o el metal, y revolvía, revolvía; lo pesaba, contaba de memoria, como quien murmura oraciones de un culto misterioso... y con voz ronca, lleno de emoción, acababa por balbucir:

-¡Dios mío! ¡Cuánto de esto he manejado yo en mi vida!

  —296→  

Y se enternecía con sus recuerdos, todos llenos de puertas, como Tebas.

Después, volvía en sí, se ponía colorado, pretendía sincerarse, y sacudía las manos abiertas, mostrándolas a los dependientes. «Vean ustedes, señores... Miren... miren. Conste que no me llevo nada... Es por el gusto... ¡Cómo uno ha contado tanto dinero!».

* * *

Pues a este don Patricio Clemente, a poco de estallar los sucesos de Melilla, le propusieron los de la Sociedad de Recreo que se suscribiera con algo para los heridos y los huérfanos y viudas de la campaña.

-¿Con cuánto se suscribe usted, Caracoles?

-¡Caracoles! Yo nun me suscribu cun nada; porque nun sabe unu dónde la tiene.

Así contesta don Patricio, que es rayano de Galicia y Asturias y habla como los gallegos de comedia.

-Pero ¿por qué no se suscribe usted?

-Primeramente por lu dichu. Item: porque nun sé escribir.

-Pues ponga usted una cruz.

-¡Ah, graciosín! Detrás de la cruz el diablu.

Cansado de que le dieran matraca con lo de la suscripción, don Patricio se presentó en el Circulo de Recreo cierta tarde con una idea (y manos   —297→   puercas, como siempre), y después de ganar al golfo, gracias a los tahuregramas, según costumbre, se dirigió muy contento al salón en que se reunían los que no cobraban ni pagaban, los que gastaban saliva, desengañados de la sota y sus variedades. Y les echó don Patricio un discurso, lleno de úes, que en substancia, y sin acento de gallego convencional, venía a decir así:

«Yo no doy dinero, por ahora y sin perjuicio; pero doy algo que vale más, porque lo vale o lo puede valer. -Vamos a ver, señores; ustedes que tanto hablan del desprendimiento de todas las clases, del patriotismo y el catachinchín de la augusta matrona España, que se desangra por sus hijos y requetecatachinchín (tocando los platillos con los puños), ¿qué me apuestan a que una magnífica idea que se me ha ocurrido no encuentra eco, como ustedes dicen, en la santísima nación de Recaredo y Catachinchi... dasvinto? -Y cuenta que a nadie se le pide un cuarto, por ahora y sin perjuicio. Ello es que, como del vicio se ha de hacer virtud, y así hice yo en Cuba y bien me fue; y siendo la lotería el gran vicio nacional, y pudiendo calcularse que a la lotería de Navidad juegan casi todos los españoles, la gran patriotada, y sin soltar la mosca, por ahora, sería que todos los españoles que, poco o mucho, jugasen en el sorteo de Navidad, se comprometieran a entregar para los heridos, huérfanos y viudas de la campaña de   —298→   Melilla... la mitad de lo que les tocase cobrar si les caía el premio gordo. Es decir: que suponiendo que ese premio asciende a ocho millones de reales, cuatro millones serían, de fijo, para los heridos y demás de Melilla. Comprometiéndose a lo que digo todos los jugadores, ya podían asegurar esos defensores de la patria que, sin jugar, les había caído el gordo. Y cuatro millones no son un grano de anís. En cambio el sacrificio no es grande. Lo sería ofreciéndolo después de cobrar los millones; pero cuando lo que se renuncia no es más que la mitad de una remotísima esperanza, el sacrificio no puede ser más pequeño. Pongan ustedes mi idea en los periódicos. ¿A que nadie la acepta? ¿A que nadie se compromete a entregar para Melilla la mitad del premio gordo si le toca?».

La idea de don Patricio fue acogida con grandes aplausos.

-¡Magnífico! ¡Magnífico! -gritaron los del Círculo; y se puso en los periódicos, redactada en forma, la proposición de Caracoles.

La mayor parte de los que en el pueblo tenían cuatro cuartos jugaron a la lotería, comprometiéndose, bajo palabra de honor, a entregar la mitad de lo que cobraran si les caía el gordo.

Don Patricio, Cerrajería, por parte de madre, declaró que había tenido la debilidad de tomar un billete entero, despilfarro en él inaudito; y también juró solemnemente que si le tocaban los ocho   —299→   millones, cuatro eran para los heridos y demás de Melilla.

-Y nun tengu inconveniente en declarar ante escribanu, que en el bien entendidu que me toque el gordu cedu cuatru millones para los necesitadus de Melilla.

Y para mayor seguridad, don Patricio decía, a quien quería oírselo, el número de su billete.

Llegó el día del sorteo, y los del Círculo quisieron darle una broma a Caracoles para probar su patriotismo. Se fingió un telegrama, con todos los requisitos necesarios del engaño; se lo presentaron a Cerrajería, y este leyó asombrado: «Premio gordo en esa; el número tantos» (el de don Patricio). Y Caracoles exclamó:

-Está buenu, señores; está buenu.

-Y ¿que dice usted ahora, don Patricio8? ¿Entregará usted a los de Melilla sus cuatro millones?

-Nun señores; porque yo prometí en el bien entendidu que me tocara el gordu.

-Pues el gordo es este.

-Nun, señores; esto es una broma de ustedes, que son muy graciosus; pero yo soy más graciosu todavía; porque yo nun jugué nada a la lotería, nin jugaré en mi vida hasta que sea gobiernu y sea mía la puerta. ¡Je! ¡je! ¡Si sabré yo lu que son puertas!



  —300→     —301→  

ArribaAbajoEl sustituto

Mordiéndose las uñas de la mano izquierda, vicio en él muy viejo e indigno de quien aseguraba al público que tenía un plectro, y acababa de escribir en una hoja de blanquísimo papel:


    Quiero cantar, por reprimir el llanto,
tu gloria, oh patria, al verte en la agonía...

digo, que mordiéndose las uñas, Eleuterio Miranda, el mejor poeta del partido judicial en que radicaba su musa, meditaba malhumorado y a punto de romper, no la lira, que no la tenía, valga la verdad, sino la pluma de ave con que estaba escribiendo una oda o elegía (según saliera), de encargo.

Era el caso que estaba la patria en un grandísimo apuro, o a lo menos así se lo habían hecho creer a los del pueblo de Miranda; y lo más escogido del lugar, con el alcalde a la cabeza, habían venido a suplicar a Eleuterio que, para solemnizar   —302→   una fiesta patriótica, cuyo producto líquido se aplicaría a los gastos de la guerra, les escribiese unos versos bastante largos, todo lo retumbantes que le fuera posible, y en los cuales se hablara de Otumba, de Pavía... y otros generales ilustres, como había dicho el síndico.

Aunque Eleuterio no fuese un Tirteo ni un Píndaro, que no lo era, tampoco era manco en achaques de malicia y de buen sentido, y bien comprendía cuán ridículo resultaba, en el fondo, aquello de contribuir a salvar la patria, dado que en efecto zozobrase, con endecasílabos y heptasílabos más o menos parecidos a los de Quintana.

Si en otros tiempos, cuando él tenía dieciséis años no había estado en Madrid ni era suscritor del Fígaro de París, había sido, en efecto, poeta épico, y había cantado a la patria y los intereses morales y políticos, ahora ya era muy otro y no creía en la epopeya ni demás clases del género objetivo; no creía más que en la poesía íntima... y en la prosa de la vida. Por esta, por la prosa de los garbanzos, se decidía a pulsar la lira pindárica; porque tenía echado el ojo a la secretaría del Ayuntamiento, y le convenía estar bien con los regidores que le pedían que cantase. Considerando lo cual, volvió a morderse las uñas y a repasar lo de


    Quiero cantar, por reprimir el llanto,
tu gloria, oh patria, al verte en la agonía...

  —303→  

Y otra vez se detuvo, no por dificultades técnicas, pues lo que le sobraban a él eran consonantes en anto y en ía; se detuvo porque de repente le asaltó una idea en forma de recuerdo, que no tardó en convertirse en agudo remordimiento. Ello era que más adelante, al final que ya tenía tramado, pensaba exclamar, como remate de la oda, algo por el estilo:


    Mas ¡ay! que temerario,
en vano quise levantar el vuelo,
por llegar al santuario
del patrio amor, en la región del cielo.
    Mas, si no pudo tanto
mi débil voz, mi pobre fantasía,
corra mi sangre, como corre el llanto,
en holocausto de la patria mía.
    ¡Guerra! no más arguyo...
el plectro no me deis, dadme una espada:
si mi vida te doy, no te doy nada,
patria, que no sea tuyo;
porque al darte mi sangre derramada,
el ser que te debí te restituyo.

Y cuando iba a quedarse muy satisfecho, a pesar del asonante de santuario y tanto, que algo le molestaba, sintió de repente, como un silbido dentro del cerebro, una voz que gritó: ¡Ramón!

* * *

Y tuvo Eleuterio que levantarse y empezar a   —304→   pasearse por su despacho; y al pasar enfrente de un espejo notó que se había puesto muy colorado.

-¡Maldito Ramón! Es decir... maldito, no, ¡pobre! Al revés, era un bendito.

Un bendito... y un valiente. Valiente... gallina... Pues Gallina le llamaban en el pueblo por su timidez; pero resultaba una, gallina valiente; como lo son todas cuando tienen cría y defienden a sus polluelos.

Ramón no tenía polluelos; al contrario, el polluelo era él; pero la que se moría de frío y de hambre era su madre, una pobre vieja que no tenía ya ni luz bastante en los ojos para seguir trabajando y dándoles a sus hijos el pan de cada día.

La madre de Ramón, viuda, llevaba en arrendamiento cierta humilde heredad de que era propietario don Pedro Miranda, padre de Eleuterio. La infeliz no pagaba la renta. ¡Qué había de pagar si no tenía con qué! Años y años se le iban echando encima con una deuda, para ella enorme. Don Pedro se aguantaba; pero al fin, como los tiempos estaban malos para todos, la contribución baldaba a chicos y grandes; un día se cargó de razón, como él dijo, y se plantó, y aseguró que ni Cristo había pasado de la cruz ni él de allí; de otro modo, que María Pendones tenía que pagar las rentas atrasadas o... dejar la finca. «O las rentas o el desahucio». A esto lo llamaba disyuntiva don Pedro, y María el acabose, el fin del mundo, la muerte   —305→   suya y de sus hijos, que eran cuatro, Ramón el mayor.

Pero en esto le tocó la suerte, a Eleuterio, el hijo único de don Pedro, el mimo de su padre y de toda la familia, porque era un estuche que hasta tenía la gracia de escribir en los periódicos de la corte, privilegio de que no disfrutaba ningún otro menor de edad en el pueblo. Como no mandaban entonces los del partido de Miranda, sino sus enemigos, ni en el Ayuntamiento ni en la Diputación provincial hubo manera de declarar a Eleuterio inútil para el servicio de las armas, pues lo de poeta lírico no era exención suficiente; y el único remedio era pagar un dineral para librar al chico. Pero los tiempos eran malos; dinero contante y sonante, Dios lo diera; mas ¡oh idea feliz!

«El chico de la Pendones, el mayor... ¡justo!». Y don Pedro cambió la disyuntiva de marras y dijo: o el desahucio o pagarme las rentas atrasadas yendo Ramón a servir al rey en lugar de Eleuterio. Y dicho y hecho. La viuda de Pendones lloró, suplicó de rodillas; al llegar el momento terrible de la despedida prefería el desahucio, quedarse en la calle con sus cuatro hijos, pero con los cuatro a su lado, ni uno menos. Pero Ramón, la gallina, el enclenque sietemesino, alternando entre las tercianas y el reumatismo, tuvo energía por la primera vez de su vida, y a escondidas de su madre, se vendió, liquidó con don Pedro, y el precio   —306→   de su sacrificio sirvió para pagar las rentas atrasadas y la corriente. Y tan caro supo venderse, que aún pudo sacar algunas pesetas para dejarle a su madre el pan de algunos meses... y a su novia, Pepa de Rosalía, un guardapelo que le costó un dineral, porque era nada menos que de plata sobredorada.

¿Para qué quería Pepa el pelo de Ramón, un triste mechón pálido, de hebras delgadísimas de un rubio de ceniza, que estaban vociferando la miseria fisiológica del sietemesino de la Pendones? Ahí verán ustedes. Misterios del amor. Y no lo querría Pepa por el interés. No se sabe por qué le quería. Acaso por fiel, por constante, por sincero, por humilde, por bueno. Ello era que, con escándalo de los buenos mozos del pueblo, la gallarda Pepa de Rosalía y Ramón la gallina eran novios. Pero tuvieron que separarse. Él se fue al servicio: a ella le quedó el guardapelo, y de tarde en tarde fue recibiendo cartas de puño y letra de algún cabo, porque Ramón no sabía escribir, se valía de amanuense, pocas veces gratuito, y firmaba con una cruz.

Este era el Ramón que se le atravesó entre ceja y ceja al mejor lírico de su pueblo al fraguar el final de su elegía u oda a la patria. Y el remordimiento, en forma de sarcasmo, le sugirió esta idea: «No te apures, hombre; así como D. Quijote concluía las estrofas de cierta poesía a Dulcinea,   —307→   añadiendo el pie quebrado del Toboso, por escrúpulos de veracidad, así tú puedes poner una nota a tus ofrecimientos líricos de sangre derramada, diciendo, verbigracia:


    Patria, la sangre que ofrecerte quiero,
en lugar de los cantos de mi lira,
no tiene mío más, si bien se mira,
que el haberme costado mi dinero.



¡Oh, cruel sarcasmo! ¡Sí, terrible vergüenza! ¡Cantar a la patria mientras el pobre gallina se estaba batiendo como el primero, allá abajo, en tierra de moros, en lugar del señorito!

Rasgó la oda, o elegía, que era lo más decente que, por lo pronto, podía hacer en servicio de la patria. Cuando vinieron el alcalde, el síndico y varios regidores a recoger los versos, pusieron el grito en el cielo al ver que Eleuterio los había dejado en blanco. Hubo alusiones embozadas a lo de la secretaría; y tanto pudo el miedo a perder la esperanza del destino, que el chico de Miranda, tuvo que obligarse a sustituir (terrible vocablo para él) los versos que faltaban con un discurso improvisado de los que él sabía pronunciar tan ricamente como cualquiera. Le llevaron al teatro, donde se celebraba la fiesta patriótica, y habló en efecto; hizo una paráfrasis en prosa, pero en prosa mejor que los versos rotos de la elegía u oda desgarrada. Entusiasmó al público; se llegó a entusiasmar   —308→   él mismo de veras; en el patético epílogo se le volvió a presentar la figura pálida de Ramón... y mientras ofrecía, entre vivas y aplausos de la muchedumbre, sellar con su sangre, si la patria la necesitaba, todas aquellas palabras de amor y sacrificio, se juraba a sí propio, por dentro, echar a correr aquella misma noche camino de África, para batirse al lado de Ramón, o como pudiera, en clase de voluntario.

* * *

Y lo hizo como lo pensó. Pero al llegar a Málaga para embarcar, supo que entre los heridos que habían llegado de África dos días antes estaba en el hospital un pobre soldado de su pueblo. Tuvo un presentimiento; corrió al hospital, y... en efecto, vio al pobre Ramón Pendones próximo a la agonía.

Estaba herido, pero levemente. No era eso lo que le mataba, sino lo de siempre: la fiebre. Con la mala vida de campaña, las tercianas se le habían convertido en no sabía qué fuego y qué nieve que le habían consumido hasta dejarle hecho ceniza. Había sido durante un mes largo un héroe de hospital. ¡Lo que había sufrido! ¡Lo mal que había comido, bebido, dormido! ¡Cuánto dolor en torno; qué tristeza fría, qué frío intenso, qué angustia, qué morriña! Y ¿cómo había sido lo de la herida? Pues nada; que una noche, estando de   —309→   guardia, y con una... que llamaban desintería que no se podía tener, se había separado un poco de su puesto, así, como... por decencia por no apestarse a sí mismo después, y allí, acurrucado, en un rayo de luna... ¡zas! un morito le había visto, al parecer, y, lo dicho ¡zas!... había hecho blanco. Pero en blando. Total nada; aquello nada. Pero el frío, la fatiga, los sustos, la tristeza, ¡aquello sí!... y la fiebre, la reina de sus males, le mataba sin remedio.

Y murió Ramón Pendones en brazos del señorito, muy agradecido y recomendándole a su madre, y a su novia.

Y el señorito, más poeta, más creador de lo que él mismo pensaba, pero poeta épico, objetivo, salió de Málaga, pasó el charco y se fue derecho al capitán de Ramón, un bravo de talento, y buen corazón y fantasía, y le dijo:

-Vengo de Málaga; allí ha muerto en el hospital Ramón Pendones, soldado de esta compañía. He pasado el mar para ocupar el puesto del difunto. Hágase usted cuenta que Pendones ha sanado y que yo soy Pendones. Él era mi sustituto, ocupaba mi puesto en las filas y yo quiero ocupar el suyo. Que la madre y la novia de mi pobre sustituto no sepan todavía que ha muerto; que no sepan jamás que ha muerto en un hospital, oscuramente, de tristeza y de fiebre...

El capitán comprendió a Miranda.

  —310→  

-Corriente -le dijo- por ahora usted será Pendones; pero después, en acabándose la guerra... ya ve usted...

-Oh, eso queda de mi cuenta -replicó Eleuterio.

Y desde aquel día Pendones, dado de alta, respondió siempre otra vez a la lista. Los compañeros que notaron el cambio celebraron la idea del señorito, y el secreto del sustituto fue el secreto de la compañía.

Antes de morir, Ramón habla dicho a Eleuterio cómo se comunicaba con su madre y su novia. El mismo cabo que solía escribirle las cartas, escribía ahora las que le dictaba Miranda, que también las firmaba con una cruz; pues no quería escribir él por si reconocían la letra en el pueblo.

-Pero todo eso -preguntaba el cabo amanuense- ¿para qué les sirve a la madre y a la novia si al fin han de saber...?

-Deja, deja -respondía Eleuterio ensimismado-. Siempre es un respiro... Después... Dios dirá.

La idea de Eleuterio era muy sencilla, y el modo de ponerla en práctica lo fue mucho más. Quería pagar a Ramón la vida que había dado en su lugar; quería ser sustituto del sustituto y dejar a los seres queridos de Ramón una buena herencia de fama, de gloria y algo de provecho.

Y, en efecto, estuvo acechando la ocasión de portarse como un héroe, pero como mi héroe de   —311→   veras. Murió matando una porción de moros, salvando una bandera, suspendiendo una retirada y convirtiéndola, con su glorioso ejemplo, en una victoria esplendorosa.

No en vano era, además de valiente, poeta, y más poeta épico de lo que él pensaba: sus recuerdos de la Iliada del Ramayana, de la Eneida, de Los Lusiadas, de la Araucana, del Bernardo, etcétera, etc., llenaron su fantasía para inspirarle un bell morir. Hasta para ser héroe, artista, dramático, se necesita imaginación. Murió, no como había muerto el pobre Ramón en su casa, sino con distinción, con elegancia; su muerte fue sonada; no pudo ser un héroe anónimo; y, aunque simple soldado, su hazaña y gloriosos fin llamaron la atención y excitaron el entusiasmo de todo el ejército; el general en jefe le consagró públicos y solemnes elogios; se le ascendió después de muerto; su nombre figuró en letras grandes en todos los periódicos, diciendo: «Un héroe: Ramón Pendones»; y para su madre hubo el producto de una cruz póstuma, pensionada, que la ayudó, de por vida a pagar la renta a don Pedro Miranda, cuyo único hijo, por cierto, había muerto también, probablemente en la guerra, según barruntaban los del pueblo, pero sin que se supiera cómo ni dónde.

* * *

Cuando el capitán, años después, en secreto   —312→   siempre, refería a sus íntimos la historia, solían muchos decir:

«La abnegación de Eleuterio fue exagerada. No estaba obligado a tanto. Al fin, el otro era sustituto; pagado estaba y voluntariamente había hecho el trato».

Era verdad. Eleuterio fue exagerado. Pero no hay que olvidar que era poeta; y si la mayor parte de los señoritos que pagan soldado, un soldado que muera en la guerra, no hacen lo que Miranda, es porque poetas hay pocos, y la mayor parte de los señoritos son prosistas.



  —313→  

ArribaAbajoEl señor Isla

¡Quién lo vio y quién lo ve! En otro tiempo creía en Dios, en el prójimo, en las leyes de la Historia providencialmente regida, en el arte; creía en la ciencia, en la eficacia de la actividad, en los resultados milagrosos del espíritu de asociación...

Estaba delgado, la grasa se la consumía el ir y venir, el estar en todo.

Era de la comisión de esto y de lo otro, bullía en el salón de sesiones del Congreso, en las cervecerías donde se hace y se deshace literatura, en los saloncillos de los teatros, en las librerías; escribía en varios periódicos y revistas, publicaba libros... y por fin, hasta estrenó una comedia sociológica en que ponía la organización actual del mundo civil y económico de oro y azul en preciosas redondillas, que Dios y él sabían el trabajo que le costaban. El que no conociese al Isla de entonces, podía creer, a juzgar por las redondillas de su comedia,   —314→   que era un hombre que estaba desesperado y tragaba mucha hiel; que era un Proudhon próximo a tirarse de cabeza en el estanque grande del Retiro, o en el Manzanares, a la primera avenida; pero ¡quia! Por aquellos días, sobre todo después que le aplaudieron las redondillas incendiarias, estaba isla muy satisfecho, amaba todo, creía en la justicia social, de que no encontraban trazas los personajes de la comedia.

Había que verle sonriente, repartiendo apretones de manos entre cómicos, diputados, periodistas, músicos y danzantes; y más era de admirar y envidiar por su alegría, cuando pisaba las tablas entre damas y galanes para recibir los aplausos de aquella sociedad, de quien decía poco antes uno de los personajes:


    Sociedad en lucha fiera
contra mí desde el nacer,
nada te quiero deber...
ni el ser; ¡déjame que muera!

No era pesimista y demagogo más que en tres actos y en verso, porque vestía bien aquello de venir al teatro a combatir las preocupaciones reinantes y reivindicar derechos no sabía él a punto fijo de quién, pero vamos, de alguien que debía de padecer hambre y sed de justicia. Y allí estaba él, Isla, para aplacar la sed y el hambre de aquellos desgraciados, que no conocía, con escenas de   —315→   relumbrón, golpes de efecto, monólogos filosóficos y de palenque en la última quintilla.


    Sí, conciencia, en vano lucho
en esta fiera batalla;
tú eres necia, el mundo ducho...
Me vencerá la canalla
si te escucho... ¡no te escucho!

Y cobraba los derechos de autor de reparaciones sociales, salvaba los fueros de la justicia, recibía parabienes y vivía feliz.

Estaba en todas partes, todo le interesaba; el suceso del día, fuera religioso, económico, científico, político, artístico... o de toros y loterías, le impresionaba tanto, que siempre parecía que iba con él la cosa.

Había quien juraba haberle visto en una boda el mismo día y a la misma hora en que otros le habían hablado en un entierro.

* * *

Pero, amigo; poco a poco la gente empezó a cansarse de tanto ver, oír, oler y palpar al señor Isla. Los periódicos y las revistas le traspapelaban los artículos. Los editores buscaban disculpas para no admitirle los libros. En círculos literarios y políticos, en tertulias y cafés, iba siendo uno de tantos, de los que son coro por mucho que alboroten y aunque se las echen de originales... ¡Malo, malo,   —316→   malo! Isla empezó a sospechar si tendrían razón los personajes de su comedia, que tantas perrerías decían de la sociedad.

Por si acaso, escribió un drama en que el pesimismo ya se tiraba a las paredes, de puro desesperado. El drama no era ni mejor ni peor que la comedia. Pero había pasado tiempo; el público había visto otras cosas... en fin, ya no hacían efecto las redondillas con dinamita. El drama en cuanto pasó; pasó... en silencio.

Al año siguiente se presentó Isla otra vez en la escena; venía con una alta comedia llena de amarga ironía, con personajes misteriosos, que hablaban con una concisión sibilítica que ponía los pelos de punta. Cada galán podía llamarse Apocalipsis.

Y la alta comedia, desde su altura, cayó al foso.

Y lo mismo sucedió a otra que vino dos años después. En vano en esta los personajes que hablaban prosa florida, poética, veían algún rayo de luz; el público no quiso apreciar aquellas esperanzas de salvación social en lo que valían.

Mientras las comedias se le iban haciendo a Isla más alegres, menos pesimistas, a él se le iba agriando el carácter. No con redondillas, pero sí con interjecciones, muy redondas también, se quejaba el poeta de su suerte, y del mal gusto reinante, y de la frívola y mudable sociedad. Él envejecía,   —317→   se anticuaba, se repetía; la sociedad no; y ¡claro! no se entendían.

* * *

Por esto, para vengarse, para insultar al mundo, tomó casa en las afueras, muy lejos, donde no llegaba siquiera el tranvía.

Y en aquella Tebaida, donde todavía costaba no pocos reales el pie cuadrado de terreno, entre solares que no tardaría en invadir y llenar de piedra, teja y madera la pícara sociedad, el señor Isla (que iba engordando, engordando, para aislar su corazón y su espíritu del mundo ambiente), despreciaba al universo y se acostaba muy temprano.

Se acostaba muy temprano para protestar a su manera contra las novísimas tendencias del teatro que no contaban para nada con él, con el antiguo Juvenal sociológico en tres actos y en verso.

No perdonaba ocasión de hacer saber al mundo literario que él, Isla, se acostaba con las gallinas, juzgando una decadencia criminal y deletérea el trasnochar y ahogarse en la atmósfera infecta de los teatros.

-¡El teatro! -decía-; ¡puf! género falso, antihigiénico, enfermizo, artificial, pueril... ¡La naturaleza, dadme la naturaleza! y extendía los brazos hacia los solares en venta.

* * *

  —318→  

Gozaba cuando le venían a pedir un pensamiento para un álbum dedicado a una eminencia, o una firma para otro homenaje cualquiera, o una interview respecto de algún asunto de actualidad... gozaba negándose rotundamente a echar una rúbrica ni decir palabra. ¡Su opinión! Él no tenía opinión sobre aquellas fruslerías. Que todo estaba perdido, que le dejasen en paz; esa era su opinión.

Prohibía que su nombre sonase para nada en ninguna parte. Lo único que hubiera visto con buenos ojos, hubiera sido que la Gaceta publicase todos los días, junto al parte oficial de la salud de los reyes esta noticia: «El señor Isla se acostó anoche a las ocho y cuarto; de modo que cuando se levantaba el telón en los teatros, ya estaba él durmiendo».

En una ocasión un periódico, en la lista de los literatos que habían acompañado al cementerio el cadáver de cierto escritor insigne, puso el nombre del señor Isla.

¡Qué indignación la suya! Estuvo a punto de publicar un comunicado protestando; pero lo dejó por no exhibirse.

No se enteraba jamás de los ministerios que subían y bajaban, ni de las catástrofes nacionales, ni de los grandes triunfos del arte. Leía libros extranjeros y siempre antiguos. A él que no le hablasen de la actualidad.

  —319→  

Aspiraba a una especie de nirvana en que se desvanecía todo... menos el señor Isla, con su gran panza actual, sus recuerdos, sus memorias que estaba escribiendo, su teatro satírico-sociológico en tres actos y en verso.

Creía vivir en plena vida natural, sencilla. Plantaba, en un huerto de prosperidad imposible, árboles frutales, flores, legumbres... y después no volvía a pensar en ellos, y se olvidaba del sitio en que los había enterrado.

-¡Oh, la naturaleza! ¡la naturaleza! -exclamaba mirando a los solares tristes, pardos, con ojos cargados de aburrimiento y de bilis.

Y la cabeza se le cubría de canas, y el alma de escamas y de espinas.

Creía ser un filósofo práctico; un San pablo del desierto...

Que no sabía ir dejando el puesto; ir marchándose. Quería parar el tiempo y llenar todo el espacio.

Se empeñaba en ser isla para tomarse, a solas, por continente.



  —320→     —321→  

ArribaAbajoSnob

Rosario Alzueta comenzaba a cansarse del gran éxito que su hermosura estaba consiguiendo en Palmera, floreciente puerto de mar del Norte. Era lo de siempre: primero la pública admiración, después el homenaje de cien adoradores, tras esto el tributo de la envidia, la forma menos halagüeña, pero la más elocuente de la impresión que produce el mérito; y al cabo, el hastío del amor propio satisfecho, y las punzadas de la vanidad herida por rivalidades que la aprensión hace temibles. Además, el natural gasto de la emoción era de doble efecto; en la admirada y en los admiradores producía resultados de atenuación que esteban en razón directa; cuanto más se la admiraba menos placer sentía Rosario, acostumbrada a este tributo, y el público, que ya se la sabía de memoria, al fin alababa su belleza por rutina, pero sin sentir lo que antes, pues la frecuencia de aquella contemplación le había ido mermando el efecto placentero.

  —322→  

En la playa, en los balnearios, en los conciertos matutinos, en los paseos del muelle y de los parques, en el pabellón del Casino, baile perpetuo en el real de la feria, en las giras de la pretendida hig life palmerina y forastera, en todas partes la de Alzueta era la primera; para quien la veía por primera vez, la única. A los teatros no iba nunca; despreciaba los de Palmera; decía que se asfixiaba en ellos; prefería dejarse contemplar, sentada, a la luz eléctrica, bajo un castaño de Indias del paseo de noche.

La llamaban la Africana: era muy morena y hacía alarde de ello; nada de polvos de arroz ni de pintura. Era un bronce, pero del mejor maestro. Afectaba naturalidad. Era un jardín a la inglesa de un parvenu continental de esos jardines en que se quiere imitar a la naturaleza a fuerza de extravagancias y falta de plan y comodidades.

Rosario, que era por el alma un puro artificio, pretendía poseer la sencillez, el sincero candor, como si tan altos dones fueran cosa fácil de adquirir para una muchachuela como ella, en resumidas cuentas mal educada. Segura de su belleza plástica, creía que por añadidura se le debía el encanto de la gracia inocente. Esplendorosa planta de estufa, quería que se la tomase por violeta escondida y humilde. Al montón de los admiradores les engañaban tales apariencias; los más adoraban en ella, con más entusiasmo que su evidente   —323→   belleza de hembra y de estatua, aquella naturalidad contrahecha, con la misma fe estúpida con que veían idilios en los episodios del galanteo en una fiesta de un jardín amañada por un Tecrito con faldas, ayudado por algún Mosco o Bion, revistero de salones.

Si Rosario hubiera sido bas bleue, una literata, siquiera una romántica rezagada, hubiera podido tener cierto fondo, aunque repugnante, para las formas de falsa naturalidad, de sencillez prístina y de paraíso. Pero su espíritu sólo estaba ocupado por vanidades de sociedad y por inclinaciones sensuales, egoístas y prosaicas: era lo que habían hecho de él la vida frívola, sin ideas, de instinto y rutina, de sensualidad rastrera y trivial en que desde el nacer se la había tenido metida como en una pajarera.

Era aquella alma de multitud, un poco de ruido de muchedumbre metido en un cuerpo de diosa de museo. Se creía distinguida, ser aparte, excepcional, musa de la soledad y el silencio, y era algo así como número del programa de unas fiestas.

No había alcanzado los tiempos en que ciertos ensueños literarios eran populares, aun en nuestro país, y no podía imitar a heroínas de poemas, ni fingir efectos de luna en las aguas muertas de su espíritu, charca triste, sin fondo misterioso ni poesía en la orilla. No sabía nada de cuanto imaginó en el mundo para figurarse la vida interesante,   —324→   transcendental; y era hasta cómico el contraste de sus posturas, gestos y demás artificios de expresión, con la ruin trivialidad de sus juicios, reflexiones, deseos, gustos y tendencias. Póngase algún ejemplo: afectaba naturalidad, sencillez, encantadora gracia para decir que... le gustaba más el género chico que el grande en el teatro, o que prefería un artículo de Taboada a unos versos de Felipe Pérez, o que no le resultaba la Cibeles donde la habían puesto.

La de Alzueta había visitado tierra extranjera, sí, y de ello estaba muy orgullosa, y por ello tenía no pocas máculas; pero de lo extranjero sólo conocía superficies, cosas de las guías y de las ilustraciones, sección de grabados. Modas, fiestas, causas ruidosas, vida de ferrocarril y de exposición, preocupaciones de clase... esto era lo que Rosario podía ver y considerar fuera de su patria lo mismo que en ella. Por lo cual no podía ni siquiera imitar a esas mujeres, tal vez no más apreciables que ella, pero más amenas, que saben distinguirse por esos mundos, con aventuras ideales, con teosofías, empresas raras de caridad o de socialismo, idolatrías de arte, fetichismos de adoración al genio, etc., etc., o lo que es menos malo que todo eso, grandes exageraciones y extravagancias amorosas. De esta especie de gran mundo espiritual, falso y pernicioso, pero menos vulgar y pedestre, nada sabía Rosario.

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Hablaba mucho, discutía mucho, era un ergotista invencible en las carreras de resistencia; nunca le faltaba un argumento baladí de esos que no tienen respuesta por su misma insustancialidad e incongruencia. Entendía de todo aproximadamente, como esos periodistas que hoy abundan, los cuales, según las estaciones y las circunstancias, son críticos de teatro, de pintura, de tribunales, de sport, de libros, de política o de salones. Defendía a Wagner a gritos en el Real, sin oír, ni dejar oír a los demás lo mismo que estaba alabando. Era la musa de la vulgaridad del día, del sufragio universal de la tontería ambiente. Su estilo, hablando, era el de esos gacetilleros sosos que hoy tenemos, que por toda gracia usan algunas muletillas insignificantes, frases hechas y convencionalismos pasajeros. Daba pena oír de aquella boca tan hermosa, hecha para callar divinos misterios de la poesía, tantas sandeces envueltas en latas, infundios, y otros terminachos bajos y feos. Me resulta, no me resulta, decía a cada instante aquel juez con faldas, que olvidaba su hermosura por su ergotismo. Les veía o no la punta a las cosas y las despreciaba si estaban mandadas recoger. Mareaba aquella hermosa hembra, que parecía un periódico de esos llenos de crónicas insulsas que suelen tener tantos compradores.

Como otras muchas de su clase, fundaba su patriotismo en hablar con cierta sequedad algo chulesca,   —326→   en huir del eufemismo y la perífrasis, aun para tratar materias que reclaman el litote por bien del decoro. Pocas cosas más repugnantes que esas formas crudas que cierta parte de nuestras damas aristocráticas, y sus imitadores, afectan como sello de nacionalidad. El contraste de esos malos modos, de ese rompe y rasga inoportuno con las demás formas especiales de la vida elegante, delicada y ceremoniosa, es, puro chillón, escándalo. Rosario, imitando a ciertas damas de alto copete, era de las que más exageraban ese vicio, que en ella resaltaba con desgraciada originalidad, por su prurito de ser natural y sencilla con redomado artificio.

* * *

Esta mujer, que era así, por triste sarcasmo de la realidad, bellísima de cuerpo, ridícula en espíritu, aunque esto último lo notaban pocos; esta mujer se aburría ya en Palmera, en medio de sus triunfos; porque, en resumidas cuentas, ninguno de sus flamantes adoradores le parecía digno de que ella fijase en él su atención ni por un día.

Pero una tarde, paseando por la playa, vio llegar por el mar, del Norte lejano, en un yate muy elegante, de grandes velas triangulares, tersas, largo, estrecho, sutil, como un espíritu de las hondas, vio llegar el Lohengrin de sus ensueños.

Era un joven inglés, Aleck Bryant, hijo de   —327→   opulentísimo landlord de Pembroke. El rubicundo Alejandro venía, por un capricho, desde Milford, a la ventura, mar adelante; y llegaba a Palmera nada más que por seguir cierta línea recta... Pero a los pocos días procuraba aclimatarse; le gustaba aquella España del Norte, que no se parecía a la de sus lecturas, y sí más bien a la verde Erin que él dejaba al Noroeste. Lo más escogido de la colonia elegante que veraneaba en Palmera acogió con los brazos abiertos al noble inglés, como era natural; se disputaban su amistad y compañía los sportmen de más tono... y, desde luego, las muchachas más seductoras de la alta sociedad le convirtieron en una especie de premio extraordinario en aquella constante exposición de coquetería.

Bryant era guapo, robusto, riquísimo, instruido, elegante, gran viajero, hombre de mundo y de sport, tenía sprit, en fin, todos los dones del catecismo de los barbarismos de la distinción y de la crema.

Rosario Alzueta pronto vio en él buena presa. Era digno de su orgullo. Se le presentaron, y ella, para seducirle, sacó todos los chismes de matar corazones, el fondo del baúl de su naturalidad de jardín inglés falsificado, además, echó mano de su caudal de gracias y habilidades exóticas. Poco tardó Aleck Bryant en saber que la de Alzueta había corrido en velocípedo nada menos que sobre la arena de Battersea Park. Hablaba, como si fueran   —328→   amigas suyas, de la famosa Mss. Humfrey y de las ilustres velocipedistas duquesa de Portland, condesa de Dudley, marquesa de Hastings, y hasta indicaba haber tenido ciertas relaciones con la princesa Maud de Gales, la duquesa de York y la mismísima reina de Italia.

Supo Bryant, a la fuerza, que en la famosa disputa de las damas biciclistas acerca del traje propio para tal ejercicio, Rosario Alzueta se adhería al partido aristocrático, que estaba por la falda (skirt).

El noble inglés escuchaba a la hermosa Africana sonriente, en silencio, devorándola con los ojos azules, dulces entre malicia; apenas se enteraba de lo que le decía en un francés que parecía mal castellano. Era, sin duda, la mujer más hermosa de los baños; y mientras no siguiera su viaje, Alejandro no tenía por qué separarse de ella; y no se separaba, a no ser cuando lo exigían las muchas correrías del valiente excursionista por aquel pintoresco país.

Rosario ya no dudaba de la preferencia. ¡Qué victoria!

* * *

Pero una noche, en el paseo que amenizaba la música de un regimiento, sentada Rosario en su trono de deidad del bosque municipal, si no bajo   —329→   la copa de una encina, cabe las ramas de un castaño de Indias... oyó, allí muy cerca, algunas sillas más atrás, una conversación en francés que entendió vagamente, y que la interesaba mucho. Un caballero extranjero, amigo nuevo de Bryant, procedente de Biarritz, hablaba con el inglés, de ella, de Rosario; estaba segura. No podía coger todos los pormenores del diálogo; pero la sustancia sí. Ello era que el extranjero, sin sospechar que ella los oía, preguntaba a Bryant si era cierto que le interesaba aquella hermosísima española morena. Cuando llegó lo más importante de la respuesta del inglés, disimuladamente Rosario volvió uno poco la cabeza y pudo observar la fisonomía, el gesto del que juzgaba su adorador más rendido... ¡Cosa extraña! En el francés del viajero británico la de Alzueta quiso oír alabanzas de su belleza, de que ella jamás había dudado; pero algo más debía decir el mozo, porque el tono de su voz, el gesto que acompañaba a sus palabras, no significaban entusiasmo, sino cierta desdeñosa lástima sincera, algo mezclado de tenue y discreta burla... En fin, pudo oír perfectamente que Alejandro Bryant de ella, de Rosario. Que era... snob.

«¡Snob!». La de Alzueta conocía la palabreja, pero no sabía a punto fijo lo que significaba... Temía que no fuese nada bueno.

Una terrible corazonada la hizo ponerse roja   —330→   de vergüenza: un presentimiento le decía que snob era la manera de decir cursi en inglés.

Aquella noche no durmió, dándole vueltas en el cerebro a la dichosa cuestión filológica.

Al día siguiente, en la playa, preguntó a un amigo, catedrático de retórica en un instituto, qué significaba snob. El catedrático se extendió en consideraciones... Según el diccionario que él tenía, significaba hombre vulgar, de pretensiones; Thackeray, en su famosa novela Vanity fair, (la feria de la vanidad), usaba el vocablo en el sentido necio, estúpido, majadero o cosa por el estilo... y por ahí adelante. Rosario dejó al erudito con la palabra en la boca. Bryant no la había llamado necia, ni vulgar, ni presuntuosa... no, no era eso... ¡Snob! ¡snob! Cuando aquella misma tarde encontró al inglés, siempre sonriente, en la garden party de la marquesa de X**, Rosario le leyó en los ojos en seguida la traducción de la dichosa palabreja...

¡Ay! Sí; en los diccionarios el significado no sería exacto; pero en aquella mirada, la dulce malicia de los ojos azules, al gritar:

-¡Snob! ¡snob! -estaba gritando:

-¡Cursi! ¡cursi!



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ArribaAbajo«Flirtation» legítima

Este señor don Diego Paredes estaba constantemente en ridículo y en candelero; siempre en berlina y siempre empleado. Todos los ministros se reían de él y todos le dejaban en su dirección o en su puesto de consejero; en fin, cobrando muy buenos cuartos. Y don Diego era feliz; porque la vanidad le hacía no comprender las burlas de que era objeto; y en cambio el sueldo era cosa tan positiva y al alcance de la mano que no podía menos de fijarse en él. Atribuía la buena suerte de estar siempre en su sitio a su gran mérito. Creía sinceramente que ningún partido podía prescindir de sus luces y que por eso no quedaba nunca cesante. Tenía de todo: era economista y escribía largo y tendido acerca de nuestros ferrocarriles y de nuestros carbones, y de nuestros corchos, y en fin, de todo lo nuestro que no era suyo; pero en sus ratos   —332→   de ocio, como él decía, colgaba la péñola de hacer país, haciendo riqueza pública, y descolgaba la lira y escribía versos, imitando a Quintana o a Cánovas del Castillo, que, para él, allá se iban. Dadme que pueda... Dadme que cante... Decían las odas de Paredes. Siempre estaba pidiendo algo, como si ni le chupara ya bastante al Estado. También era orador político y privado; hablaba en familia y hablaba en el Congreso, porque era diputado cunero casi siempre. Sus discursos eran de resistencia. Iba a su escaño como preparado para un viaje al polo; llevaba cien mil documentos fehacientes y soporíferos, cinco vasos de agua, dos o tres cajas de pastillas, y hay quien dice que las zapatillas y algunos fiambres. Ello era que las tres (!) o cuatro (!!) Horas de estar de don Diego entendiendo (entiendo yo, decía), o teniendo para sí, el orador parecía, por lo descompuesto del traje, por el aspecto de cansancio, por sus maniobras entre papeles, cajas y vasos de agua, uno de esos amigos que se quedan a velar a un enfermo y se rodean de comodidades para pasar la noche al lado del moribundo. Don Diego velaba (los demás dormían) el sueño de la Soberanía nacional; y era hombre que a las dos de la madrugada (en las sesiones permanentes, que eran su encanto), desatado el nudo de la corbata, sueltos algunos botones del chaleco, y a veces enseñando un poco de la faja de seda encarnada, estaba dándole vueltas   —333→   la elocuencia de los números y llenándose la boca con toneladas y caballos de vapor, y apastando al preopinante (que estaría en la cama) bajo el peso de millones de kilos de corned beef, alias tasajo, que venían de los Estados Unidos cargados de amenazas, como nuevas hordas de Hunnos en forma de carne salada.

En vano se le dormían los de la comisión, y los ministros de guardia, y los maceros... él se creía el Cicerón de los datos concluyentes y el Demóstenes del arancel y de los certificados de origen. Era feliz, pero en el cielo de su dicha había una nube: la prensa. De las burlas de diputados y ministros no hacía caso; ¡todo envidia! Pero las cuchufletas en papel impreso le desconcertaban, le aturdían. En cuanto a un periódico se le ocurría reírse de él, ya creía don Diego que España entera se apresuraba a comprar el diario de la mañana para tener el gusto y el mal corazón de morirse de risa a costa del ilustrísimo señor don Diego Paredes. Cada gacetilla burlona le parecía una sentencia definitiva; creía que la opinión la formaban aquellos papeles, y que el mundo entero estaba obligado a creer que él era un mamarracho, si los periódicos daban en emplear el látigo de la sátira contra su talento, su oratoria, sus números, sus versos.

El ridículo don Diego no fue muy popular, en su aspecto cómico, hasta que dio con él el demonio   —334→   de Masito Caces, Tomás Caces, un escritor de gran crédito, adquirido con una sátira tan chusca como descarada. Masito escribió por casualidad en su periódico, muy popular, un articulejo pintando a don Diego en la tribuna, en noche de velar las armas junto a la pila del presupuesto. La descripción, en caricatura, hizo mucha gracia; Caces volvió a poco sobre el asunto, y otra vez con buen éxito: vio en don Diego un gran filón; lo estudió a fondo y encontró en él un modelo que ni a peso de oro. La fama de Masito creció en un tercio y quinto a la poesía, a la oratoria, a la estadística de don Diego Paredes. Goces llegó a poseer tan bien a su personaje, que en las aventuras, gestos, palabras, y versos, y discursos enteros que le atribuía, el público adivinaba que así debía ser el famoso personaje.

Lo que no sabía Caces era que don Diego, admirador en general de los escritores satíricos, a él, a Masito, le había consagrado un culto verdadero de entusiasmo literario, de mucho tiempo atrás, desde la época en que Caces no se acordaba para nada del ilustre prócer. ¡Cuál sería el terror de Paredes al verse flagelado tan sin piedad y a la continua por aquel látigo, que, a su juicio, era capaz de derribar un trono de un trallazo! Don Diego no dormía, don Diego lloraba en secreto, se aprendía de memoria los palos de su admirado enemigo, y hubiera dado un ojo de la cara por   —335→   comprarlo, por hacerlo suyo, o a lo menos, reducirlo al silencio.

* * *

Masito Caces veraneaba en una hermosa villa del Norte. Allí vio una tarde, en una gira campestre, una mujer que le hizo decir para sus adentros: «Si yo creyera en el ideal todavía, le encontraría a esa mujer un aire de familia con el ideal». Pero no hizo caso... hasta que volvió a ver a aquella joven al día siguiente en la playa. Era más baja que otra cosa, trigueña, de cabello muy abundante, en ondas; boca fresca, ojos como los que tantas veces alaba el Ramayana, como aquellos tan nobles y tan dulces de Sita, de figura de almendra. Las cejas arcos del amor. ¡Y cómo miraba! ¡Con qué franqueza y cuán sin malicia ni coquetería! miraba para ver, para enterarse... ¡y no volvía a mirar! Eso era lo peor, no volvía a mirar. Lo peor y lo mejor. Caces estaba cansado de la especie de ley fisiológica y psicológica que hace de casi toda mujer una coqueta, frustrada, por lo menos.

En pocos días se enteró Caces de quién era la niña que cada vez le llegaba más adentro, que a sus años (cerca de cuarenta) le hizo sentir cosas parecidas a las más fuertes y memorables de su juventud, que había sido una continua orgía de idealidad apasionada. Gustaba a todos; pero los   —336→   Tenorios de oficio la dejaban en paz, porque todo asedio era inútil. No hacía caso de nadie. Y esto con la mayor modestia. No era orgullosa, no afectaba desdén; no era fría, ni insustancial. Se adivinaba en sus ojos, en su boca, en su frente, en muchos gestos suyos, que había allí siete libros de amor posible, cerrados con siete sellos. El caso era tener la clave.

Nadie se jactaba de haber sorprendido en Sita (como la llamaba Caces, antes de saber quién era) la menor señal de preferencia; nadie podía gozar esa dulce vanidad de sorprender que una virgen casta nos mire a hurtadillas, con relación a Sita.

Y Caces, que nunca había sido presuntuoso en materia de seducción, y menos que nunca desde que se iba haciendo viejo; Caces... con tanta sorpresa como placer tuvo que declararse (a sí mismo nada más) que la gran indiferente... había llegado a notar que él la miraba mucho; y que se le había conocido que lo iba agradeciendo; y que gozaba al verse por Caces contemplada... Y una noche, en el teatro, Tomás notó que su amor último, primero se había retirado un poco, en su palco, tapándose con una columna, y que, en el último entreacto, de repente, se había adelantado, y se había apoyado en el antepecho, conmovida, llenos los ojos de efluvios de pasión, y que un momento, rapidísimo, se había atrevido a fijar la mirada en la suya, en la del periodista satírico en vacaciones.   —337→   ¡Virgen santísima qué instante! Aquello sí que era gozar como si no hubiera el infierno del desencanto definitivo, irremisible.

Para abreviar: aquello se repitió... una vez... dos... muchas.

Sita, con gran parsimonia, admitía (y pagaba en billetes de mil pesetas, es decir, con pocas pero muy ricas miradas) la adoración respetuosa, apasionada en silencio, de Caces. Y así pasó el verano... y así comenzó el invierno en Madrid, donde se encontraron.

Caces, ya enamorado, y no sin esperanza, había dejado de llamar Sita a la de los ojos dignos de ser cantados os Valmiki. La llamaba... Elena Paredes. Por su nombre y apellido. Era hija única de don Diego Paredes, viudo.

* * *

«¿Por qué habrá dejado en paz al bueno de don Diego ese diablo de Masito? Ni por casualidad le alude en sus sátiras políticas».

Así decía la gente.

¡Qué había de burlarse de Paredes el pobre Caces, si tenía el ilustre prócer aquella hija que robaba corazones, y a él le tenía en el quinto cielo!

Trabajo le costaba echar de la pluma, a cuyos puntos se venía él sólo, el nombre del orador grotesco   —338→   y soporífero; pero ¡no faltaba más! Aunque Masito suponía que Elena ignoraba las judiadas que él había escrito contra su padre, t creía que ella no leería su periódico, ni se metería en las quisicosas de la vida pública de don Diego, sin embargo, por delicadeza, por creerlo deber del amor, se abstenía de atacar ni citar siquiera al ilustre Paredes.

Mucho tiempo estuvo sin atreverse a pasar de su adoración muda; temía un fracaso por lo arriesgado de su intento. Elena era una buena proporción, bella, de fama envidiable, y... muy joven. Él no era rico... y no tenía nada de Adonis... y era ya, para tal niña, algo viejo.

Pero en una ocasión que le pareció propicia, y en que juzgó ridículo no aprovechar los momentos, Caces, con ciertos rodeos, con fina retórica natural y sencilla (la más capciosa retórica), entre pruebas de respeto mezclado de pasión indomable... se declaró verbalmente.

Sus palabras, su actitud, causaron hondo efecto en Elena Paredes.

Pero la sustancia de la respuesta fue como sigue:

«Yo no he querido a nadie todavía; tengo del amor una idea acaso exagerada; el hombre que primero me llamó la atención fue usted. Mi padre me había enseñado a admirar el talento de usted hace mucho tiempo, antes de conocerle de vista. Después   —339→   me enseñó a ver en usted el enemigo mayor de la tranquilidad de mi casa. Somos solos mi padre y yo; nos queremos mucho... yo le adoro: es muy nervioso, muy impresionable; padece infinito con los ataques de la prensa. Los artículos de usted, a quien tanto admira, le dejaban confuso, avergonzado... y a mí ¡me han hecho llorar tantas veces! La primera vez que, allá, en los baños, me dijeron: ese es Caces, le miré a usted mucho tempo seguido sin que usted me viera. Casi me daba ira no encontrarle antipático, odioso. Después noté que usted empezaba a fijarse en mí. La impresión fue grande y dulce... me halagaba aquella contemplación; y además, yo sentía que me daba una ventaja que yo debía de aprovechar no sabía cómo, pero sin duda. Dejé pasar el tiempo, me dejé mirar... querer, pues usted dice que llegó a tanto. Poco a poco formé mi plan. Los sucesos me ayudaron a inventarlo. Noté después de algunos meses, que usted ya no molestaba a mi padre. Él, que nada sabía de... mis coqueterías, de mi flirtation, también empezó a respirar tranquilo. Hablaba en el Congreso, escribía en verso y en prosa... y usted le dejaba en paz. ¡Pobre papá de mi alma! ¡Está tan solo! ¡Quería tanto a mi madre! ¡Es tan nervioso! ¡Le impresiona tanto todo! Al fin llegué a ver claramente que usted, por mí, porque yo le gustaba, ya no mortificaba a mi padre. Se lo agradecí... y aproveché sus buenas disposiciones. Si   —340→   antes no sabía yo fijamente por qué me dejaba adorar con gusto y dudaba de la legitimidad de mis tenues insinuaciones, ahora ya, sin miedo, sin remordimiento, le miraba a usted, le alentaba, para asegurar la paz de mi casa; para tener contento al hombre que más quiero en el mundo. Ya lo sabe usted todo... Temía este momento. Podía seguir dándole esperanzas... pero así, de palabra... el engaño me parecería ya una traición con mi firma. Lo demás, lo que hubo hasta hoy... al fin es lo que se llama en inglés flirtation. No pasa de ahí. ¿Se cree usted con derechos? Alguno tiene; el que ahora usa... el de atreverse a declararse. Pero yo soy libre todavía. ¿Que he coqueteado un poco? Puede ser. Puede haber sido... principalmente por ver feliz a mi padre. ¿Que acaso podría yo llegar a quererle a usted? Acaso. Pero no quiero ponerme a ello. Mientras mi padre viva seré suya, su hija, su compañera inseparable. Y de usted no seré nunca. No es venganza. Pero yo... no puedo ser esposa de quien ha puesto en ridículo a mi padre. Esas burlas separan más que la sangre. En todo caso, y perdóneme usted si soy pedante (por eso le he leído a usted) tengo más vocación de Antígona que de Julieta. Yo, lo repito, no he querido venganza, sino defender nuestra dicha. Ahora usted, si se cree ofendido, burlado, puede satisfacer su despecho, puede vengarse, volver a las andadas, a hacerme llorar otra vez   —341→   riéndose y haciendo al público reírse de mi padre».

Y como Case no era un miserable, dicho se está que se quedó con las calabazas y sin aquel filón de sátira y caricaturas a la pluma que le proporcionaban las ridículas pretensiones de don Diego Paredes, el pobre viudo, el padre de Elena, el ilustre prócer, a quien tanto quería su hija única.