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El corredor veloz

En un reino muy lejano, lindando con una ciudad había un pantano muy extenso; para entrar y salir de la ciudad había que seguir una carretera tan larga que, yendo de prisa, se empleaba tres años en bordear el pantano, y yendo despacio se tardaba más de cinco.

A un lado de la carretera vivía un anciano muy devoto que tenía tres hijos. El primero se llamaba Iván; el segundo, Basiliv, y el tercero, Simeón. El buen anciano pensó hacer un camino en línea recta a través del pantano, construyendo algunos puentes necesarios, con objeto de que la gente pudiese hacer todo el trayecto tardando solamente tres semanas o tres días, según se fuese a pie o a caballo. De este modo harían todos gran economía de tiempo.

Se puso al trabajo con sus tres hijos, y al cabo de bastante tiempo terminó la obra; el pantano quedó atravesado por una ancha carretera en línea recta con magníficos puentes.

De vuelta a casa, el padre dijo a su hijo mayor:

-Oye, Iván, ve, siéntate debajo del primer puente y escucha lo que dicen de mí los transeúntes.

El hijo obedeció y se escondió debajo de uno de los arcos del primer puente, por el que en aquel momento pasaban dos ancianos que decían:

-Al hombre que ha construido este puente y arreglado esta carretera, Dios le concederá lo que pida.

Cuando Iván oyó esto salió de su escondite, y saludando a los ancianos, les dijo:

-Este puente lo he construido yo, ayudado por mi padre y mis hermanos.

-¿Y qué pides tú a Dios? -preguntaron los ancianos.

-Pido tener mucho dinero durante toda mi vida.

-Está bien. En medio de aquella pradera hay un roble muy viejo: excava debajo de sus raíces y encontrarás una gran cueva llena de oro, plata y piedras preciosas. Toma tu pala, excava y que Dios te dé tanto dinero que no te falte nunca hasta que te mueras.

Iván se fue a la pradera, excavó debajo del roble y encontró una caverna llena de una inmensidad de riquezas en oro, plata y piedras preciosas, que se llevó a su casa.

Al llegar allí, su padre le preguntó:

-¿Y qué, hijo mío, qué es lo que has oído hablar de mí a la gente?

Iván le contó todo lo que había oído hablar a los dos ancianos y cómo éstos le habían colmado de riquezas para toda su vida.

Al día siguiente el padre envió a su segundo hijo. Basiliv se sentó debajo del puente y se puso a escuchar lo que la gente decía. Pasaban por el puente dos viejos, y cuando estuvieron cerca de donde Basiliv se hallaba escondido, éste les oyó hablar así:

-Al que construyó este puente, todo lo que pida a Dios le será concedido.

Salió en seguida Basiliv de su escondite, y saludando a los dos ancianos, les dijo:

-Abuelitos, este puente lo he construido yo con ayuda de mi padre y de mis hermanos.

-¿Y qué es lo que tú desearías? -le preguntaron.

-Que Dios me diese, para toda mi vida, mucho grano.

-Pues vete a casa, siega trigo, siémbralo y verás cómo Dios te dará trigo para toda tu vida.

Basiliv llegó a casa, contó al padre lo que le habían dicho, segó trigo y luego sembró la semilla. En seguida creció tantísimo trigo que no sabía dónde guardarlo.

Al tercer día el viejo envió a su tercer hijo. Simeón se escondió debajo del puente, y al cabo de un rato oyó pasar a los dos ancianos, que decían:

-Al que hizo este puente y esta carretera, de seguro que Dios le dará todo lo que le pida.

Al oír Simeón estas palabras salió de su escondite y se presentó a los dos hombres, diciéndoles:

-Yo he construido este puente y esta carretera con la ayuda de mi padre y de mis hermanos.

-¿Y qué es lo que pides a Dios?

-Que el zar me acepte como soldado de su escolta.

-Pero muchacho, ¿no sabes que esa profesión de soldado es difícil y pesada? ¡Cuántas lágrimas vas a verter! Pídele a Dios cualquier otra cosa más agradable para ti.

Pero el joven insistió en su propósito, diciéndoles:

-Ustedes son viejos y, sin embargo, lloran; ¿qué tiene de particular que llore yo, que soy más joven? El que no llore en este mundo llorará en el otro.

-Ya que te empeñas, sea; nosotros te bendeciremos.

Y diciendo esto pusieron las manos sobre su cabeza, y al instante el joven se convirtió en un ciervo que corría con gran velocidad. Corrió a su casa, y su padre y hermanos, apenas lo vieron, quisieron cazarlo; pero él escapó y volvió junto a los ancianos, quienes lo transformaron en una liebre. Volvió por segunda vez a su casa, y cuando allí se dieron cuenta de que había entrado una liebre, se echaron sobre ella para cogerla; pero se escapó y se volvió a acercar a los dos viejos, los cuales, por tercera vez, lo transformaron en un pajarito dorado que volaba con gran rapidez. Voló a casa de su familia, y entrando por la ventana, se puso a piar y saltar en el alféizar. Los hermanos procuraron cogerlo; pero él, con gran ligereza, escapó al campo. Esta vez, cuando el pajarito dorado se arrimó a los dos viejos, se transformó en el joven de antes y éstos le dijeron:

-Ahora, Simeón, vete a alistarte en el ejército del zar. Si tuvieses que ir a algún sitio con gran rapidez, podrás transformarte en ciervo, en liebre o en pájaro, tal como nosotros te hemos enseñado.

Simeón volvió a casa y pidió al padre que le dejase ir a servir al zar como soldado.

-¿Por qué quieres ir a servir al zar, cuando todavía eres joven y aún no tienes experiencia de la vida?

-No, padre; déjame ir, porque es la voluntad de Dios.

El padre le dio permiso y Simeón preparó todas sus cosas, se despidió de su familia y tomó la carretera que iba a la capital. Caminó muchos días, y al fin llegó; entró en el palacio y se presentó al mismo zar. Se inclinó delante de él y le dijo:

-Mi zar y señor, no te ofendas por mi osadía: quiero servir en tu ejército.

-¡Pero muchacho! ¡Tú eres demasiado joven todavía!

-Puede que sea demasiado joven e inexperto; pero creo que podré servirte igual que los demás, y así lo prometo a Dios.

El zar consintió y lo nombró soldado de su escolta personal.

Pasado algún tiempo, un rey enemigo emprendió una guerra sangrienta contra el zar. Éste empezó a preparar su ejército y quiso dirigirlo en persona. Simeón pidió al zar que le dejase ir también a él para acompañarle; el zar consintió, y todo el ejército se puso en camino en busca del enemigo.

Caminaron muchos días y atravesaron muchas tierras, hasta que al fin llegaron a enfrentarse con el enemigo. La batalla había de tener lugar dentro de tres días.

El zar pidió que le preparasen sus armas de combate; pero, con la prisa con que se marcharon de la capital, habían dejado olvidados en palacio la espada y el escudo. ¡El zar sin sus armas no quería entrar en batalla para batir al enemigo!...

Hizo leer un bando disponiendo que si había alguien que se considerase capaz de ir y volver a palacio en tres días y traerle la espada y el escudo, que se presentase. Al que consiguiese traerle sus armas, el zar ofrecía darle en recompensa por esposa a su hija María, la cual llevaría como dote la mitad del Imperio, y además sería declarado heredero del trono.

Se presentaron varios voluntarios; uno de ellos decía que él podría ir y volver en tres años, otro que en dos años, y un tercero que en uno. Entonces Simeón se presentó al zar y le dijo:

-Majestad, yo puedo ir a palacio y traerte tu espada y tu escudo en tres días.

El zar se puso contentísimo, lo abrazó dos veces y escribió en seguida una carta a su hija, en la que disponía que entregase a su soldado Simeón la espada y el escudo que había dejado olvidados en palacio.

Simeón cogió el mensaje del zar y se marchó. Cuando estuvo a una legua del campamento se transformó en ciervo y se puso a correr con la rapidez de una flecha. Corrió, corrió y cuando se cansó se transformó en liebre; continuó así con la misma rapidez, y cuando las patas empezaron a cansarse se transformó en un pajarito dorado y voló con más rapidez que antes. Un día y medio después llegaba a palacio, donde la zarevna María se había quedado. Se transformó entonces en hombre, entró en palacio y entregó a la zarevna el mensaje del zar. Ésta lo tomó, y después de leerlo preguntó al joven:

-¿De qué modo has podido pasar por tantas tierras en tan poco tiempo?

-Pues así -respondió Simeón.

Y transformándose en un ciervo dio, con gran velocidad, unas carreras por el parque. Después se acercó a la zarevna y descansó la cabeza sobre las rodillas de la joven; ésta cortó con sus tijeritas un mechón de pelo de la cabeza del ciervo. Después se transformó en una liebre y se puso a dar saltos y brincos, cobijándose luego en las rodillas de la zarevna, quien también cortó otro mechón de pelo de la cabeza de la liebre. Por último, se transformó en un pajarito con la cabeza dorada, voló de un lado a otro y se posó sobre la mano de la zarevna María. La joven le arrancó algunas plumitas doradas de la cabeza; cogió los mechones de pelo que había cortado al ciervo y a la liebre y las plumas del pajarito y lo puso todo en su pañuelo, que ató y escondió en su bolsillo. El pajarito esta vez se transformó en el joven de antes.

La zarevna hizo que le diesen de comer y beber y le dio provisiones para el camino. Después de entregarle el escudo y la espada del zar su padre, al despedirse le dio un abrazo, y el joven corredor se marchó al campamento de su zar.

Otra vez se transformó en ciervo; cuando se cansó de correr, en liebre; cuando se cansó de nuevo, en pajarito, y al tercer día vio, ya no lejos, la tienda imperial. Al llegar a la distancia de media legua se transformó en su verdadero ser y se echó en la sombra de un zarzal a la orilla del mar, para descansar un poco del viaje. Puso la espada y el escudo a su lado; pero era tanto el cansancio que tenía, que se durmió al momento.

Uno de los generales del zar, que por casualidad paseaba por allí, descubrió al corredor dormido; aprovechándose de su sueño lo tiró al agua, y cogiendo la espada y el escudo fue a la tienda de campaña del zar y le entregó sus armas, diciéndole:

-Señor: he aquí tu espada y tu escudo; yo mismo te los he traído.

El zar, entusiasmado, dio las gracias al general sin acordarse de Simeón. A las pocas horas se entabló la batalla con el enemigo, el resultado de la cual fue una gran victoria para el zar y su ejército.

Al pobre Simeón, cuando cayó al mar, lo cogió el zar del Mar y lo arrastró a las profundidades de su reino. Vivió con este zar durante un año y se puso muy triste.

-¿Qué tienes, Simeón, te aburres aquí? -le preguntó un día el zar del Mar.

-Sí, majestad.

-¿Quieres ir a la tierra rusa?

-Sí quiero, si su majestad lo permite.

El zar lo subió y lo sacó a la orilla durante una noche muy obscura.

Simeón se puso a rezar, diciendo:

-¡Dios mío, haz salir el Sol!

Cuando el cielo empezaba a teñirse de púrpura por levante con la luz de la aurora, el zar del Mar se presentó a Simeón, lo agarró y se lo llevó otra vez a su reino.

Vivió allí otro año, y de la tristeza que tenía estaba siempre llorando. Otra vez le preguntó entonces el zar:

-¿Por qué lloras, muchacho? ¿Te aburres?

-Mucho, majestad.

-¿Quieres volver a la tierra rusa?

-Sí, majestad.

Lo cogió y lo dejó a la orilla del mar. Simeón, con lágrimas en los ojos, rogó al Señor, diciendo:

-¡Dios mío, haced que salga el Sol!

Apenas empezó a teñirse el horizonte, el zar del Mar se presentó como la otra vez, lo cogió y lo arrastró a las profundidades de su reino.

Pasó el pobre Simeón el tercer año, y estaba tan afligido que no hacía más que llorar todo el día. Un día que estaba más triste que de costumbre, el zar del Mar se le acercó y le dijo:

-Pero ¿por qué lloras? ¿Te aburres? ¿Quieres volver a la tierra rusa?

-Sí, majestad.

Lo sacó por tercera vez fuera del agua y lo dejó a la orilla del mar. Apenas se encontró Simeón fuera del agua, se puso de rodillas, y con grandísimo fervor rogó así:

-¡Dios mío, tened piedad de mí! Haced que salga el Sol.

No había tenido tiempo de decirlo, cuando el Sol se mostró en todo su esplendor, iluminando el mundo con sus rayos. Esta vez el zar del Mar tuvo miedo a la luz del día y no se atrevió a salir a coger a Simeón, el cual se vio libre.

Se puso en camino hacia su reino, transformándose primero en ciervo, después en liebre, y finalmente en un pajarito, y en poco tiempo llegó al palacio del zar.

En los tres años que habían pasado, el zar llegó con su ejército a la capital de su reino e hizo los preparativos para la boda de su hija con el general embustero que dijo ser quien había llevado al campamento la espada y el escudo imperiales.

Simeón entró en la sala donde estaban sentados a la mesa María Zarevna, el general y los convidados, y apenas María lo vio entrar, lo reconoció y dijo a su padre:

-Padre y señor, permíteme decirte algo muy importante.

-Habla, hija mía, ¿qué es lo que quieres?

-El general que está sentado a mi lado en la mesa no es mi prometido. Mi verdadero prometido es el joven que acaba de entrar en la sala.

Y dirigiéndose al recién llegado le dijo:

-Simeón, haznos ver cómo fuiste tú el que consiguió llevar tan velozmente la espada y el escudo.

Simeón se transformó en ciervo, corrió por el salón y se paró cerca de María Zarevna; ésta sacó de su pañuelo el mechón de pelo que había cortado al ciervo, y mostrándolo al zar le enseñó el sitio de donde lo había cortado y le dijo:

-Mira, padre, ésta es una prueba.

El ciervo se transformó en liebre, saltó por todas partes y se fue a echar en el regazo de la zarevna. María mostró entonces el mechón de pelo que había cortado a la liebre.

Se transformó la liebre en un pajarito con la cabeza de oro, y después de volar con gran rapidez por todo el salón vino a posarse en un hombro de la zarevna. Ésta desató el tercer nudo de su pañuelo y mostró al zar las plumitas doradas que había arrancado de la cabeza del pajarito.

Al ver esto el zar comprendió toda la verdad, y después de escuchar las explicaciones de Simeón, condenó a muerte al general. A María la casó con Simeón y éste fue nombrado heredero del trono.




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La bruja Baba-Yaga

Vivía en otros tiempos un comerciante con su mujer; un día ésta se murió, dejándole una hija. Al poco tiempo el viudo se casó con otra mujer, que, envidiosa de su hijastra, la maltrataba y buscaba el modo de librarse de ella.

Aprovechando la ocasión de que el padre tuvo que hacer un viaje, la madrastra dijo a la muchacha:

-Ve a ver a mi hermana y pídele que te dé una aguja y un poco de hilo para que te cosas una camisa.

La hermana de la madrastra era una bruja, y como la muchacha era lista, decidió ir primero a pedir consejo a otra tía suya, hermana de su padre.

-Buenos días, tiíta.

-Muy buenos, sobrina querida. ¿A qué vienes?

-Mi madrastra me ha dicho que vaya a pedir a su hermana una aguja e hilo, para que me cosa una camisa.

-Acuérdate bien -le dijo entonces la tía- de que un álamo blanco querrá arañarte la cara: tú átale las ramas con una cinta. Las puertas de una cancela rechinarán y se cerrarán con estrépito para no dejarte pasar; tú úntale los goznes con aceite. Los perros te querrán despedazar; tírales un poco de pan. Un gato feroz estará encargado de arañarte y sacarte los ojos; dale un pedazo de jamón.

La chica se despidió, cogió un poco de pan, aceite y jamón y una cinta, se puso a andar en busca de la bruja y finalmente llegó.

Entró en la cabaña, en la cual estaba sentada la bruja Baba-Yaga sobre sus piernas huesosas, ocupada en tejer.

-Buenos días, tía.

-¿A qué vienes, sobrina?

-Mi madre me ha mandado que venga a pedirte una aguja e hilo para coserme una camisa.

-Está bien. En tanto que lo busco, siéntate y ponte a tejer.

Mientras la sobrina estaba tejiendo, la bruja salió de la habitación, llamó a su criada y le dijo:

-Date prisa, calienta el baño y lava bien a mi sobrina, porque me la voy a comer.

La pobre muchacha se quedó medio muerta de miedo, y cuando la bruja se marchó, dijo a la criada:

-No quemes mucha leña, querida; mejor es que eches agua al fuego y lleves el agua al baño con un colador.

Y diciéndole esto, le regaló un pañuelo.

Baba-Yaga, impaciente, se acercó a la ventana donde trabajaba la chica y le preguntó a ésta:

-¿Estás tejiendo, sobrinita?

-Sí, tiíta, estoy trabajando.

La bruja se alejó de la cabaña, y la muchacha, aprovechando aquel momento, le dio al gato un pedazo de jamón y le preguntó cómo podría escaparse de allí. El gato le dijo:

-Sobre la mesa hay una toalla y un peine: cógelos y echa a correr lo más de prisa que puedas, porque la bruja Baba-Yaga correrá tras de ti para cogerte; de cuando en cuando échate al suelo y arrima a él tu oreja; cuando oigas que está ya cerca, tira al suelo la toalla, que se transformará en un río muy ancho. Si la bruja se tira al agua y lo pasa a nado, tú habrás ganado delantera. Cuando oigas en el suelo que no está lejos de ti, tira el peine, que se transformará en un espeso bosque, a través del cual la bruja no podrá pasar.

La muchacha cogió la toalla y el peine y se puso a correr. Los perros quisieron despedazarla, pero les tiró un trozo de pan; las puertas de una cancela rechinaron y se cerraron de golpe, pero la muchacha untó los goznes con aceite, y las puertas se abrieron de par en par. Más allá, un álamo blanco quiso arañarle la cara; entonces ató las ramas con una cinta y pudo pasar.

El gato se sentó al telar y quiso tejer; pero no hacía más que enredar los hilos. La bruja, acercándose a la ventana, preguntó:

-¿Estás tejiendo, sobrinita? ¿Estás tejiendo, querida?

-Sí, tía, estoy tejiendo -respondió con voz ronca el gato.

Baba-Yaga entró en la cabaña, y viendo que la chica no estaba y que el gato la había engañado, se puso a pegarle, diciéndole:

-¡Ah viejo goloso! ¿Por qué has dejado escapar a mi sobrina? ¡Tu obligación era quitarle los ojos y arañarle la cara!

-Llevo mucho tiempo a tu servicio -dijo el gato- y todavía no me has dado ni siquiera un huesecito, y ella me ha dado un pedazo de jamón.

Baba-Yaga se enfadó con los perros, con la cancela, con el álamo y con la criada y se puso a pegar a todos.

Los perros le dijeron:

-Te hemos servido muchos años, sin que tú nos hayas dado ni siquiera una corteza dura de pan quemado, y ella nos ha regalado con pan fresco.

La cancela dijo:

-Te he servido mucho tiempo, sin que a pesar de mis chirridos me hayas engrasado con sebo, y ella me ha untado los goznes con aceite.

El álamo dijo:

-Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas regalado ni siquiera un hilo, y ella me ha engalanado con una cinta.

La criada exclamó:

-Te he servido mucho tiempo, sin que me hayas dado ni siquiera un trapo, y ella me ha regalado un pañuelo.

Baba-Yaga se apresuró a sentarse en el mortero; arreándole con el mazo y barriendo con la escoba sus huellas, salió en persecución de la muchacha. Ésta arrimó su oído al suelo para escuchar y oyó acercarse a la bruja. Entonces tiró al suelo la toalla, y al instante se formó un río muy ancho.

Baba-Yaga llegó a la orilla, y viendo el obstáculo que se le interponía en su camino, rechinó los dientes de rabia, volvió a su cabaña, reunió a todos sus bueyes y los llevó al río: los animales bebieron toda el agua y la bruja continuó la persecución de la muchacha.

Ésta arrimó otra vez su oído al suelo y oyó que Baba-Yaga estaba ya muy cerca: tiró al suelo el peine y se transformó en un bosque espesísimo y frondoso.

La bruja se puso a roer los troncos de los árboles para abrirse paso; pero a pesar de todos sus esfuerzos no lo consiguió, y tuvo que volverse furiosa a su cabaña.

Entretanto, el comerciante volvió a casa y preguntó a su mujer.

-¿Dónde está mi hijita querida?

-Ha ido a ver a su tía -contestó la madrastra.

Al poco rato, con gran sorpresa de la madrastra, regresó la niña.

-¿Dónde has estado? -le preguntó el padre.

-¡Oh padre mío! Mi madre me ha mandado a casa de su hermana a pedirle una aguja con hilo para coserme una camisa, y resulta que la tía es la mismísima bruja Baba-Yaga, que quiso comerme.

-¿Cómo has podido escapar de ella, hijita?

Entonces la niña le contó todo lo sucedido.

Cuando el comerciante se enteró de la maldad de su mujer, la echó de su casa y se quedó con su hija.

Los dos vivieron en paz muchos años felices.




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La vaquita parda

Éranse en un reino un zar y una zarina que tenían una hija llamada María. Cuando la zarina murió, el zar se casó al poco tiempo con una mujer llamada Yaguichno. De este segundo matrimonio tuvo tres hijas; la mayor tenía un solo ojo, la segunda nació con dos, y la tercera tenía tres ojos.

La madrastra no quería bien a su hijastra María, y un día la vistió con un vestido viejo y sucio, le dio una corteza de pan duro y la envió al campo a apacentar una vaquita parda.

La zarevna condujo a la vaquita a una pradera verde, entró en la vaca por una oreja y salió por la otra, ya comida, bebida, lavada y engalanada. Limpia y arreglada como una zarevna, cuidó todo el día de la vaquita, y cuando el sol se puso María se quitó su vestido de gala, vistió su traje andrajoso, volvió a casa con la vaquita y guardó el pedazo de pan duro en el cajón de la mesa.

«¿Qué es lo que habrá comido?», pensó la madrastra. Al día siguiente Yaguichno dio a su hijastra la misma corteza de pan duro y la envió a apacentar la vaquita; pero hizo que la acompañase su hija mayor, la que tenía un solo ojo, a la que antes de marcharse dijo:

-Observa, hija mía, qué es lo que come y bebe María, la cual vuelve saciada sin haber probado el pan que le doy.

Llegadas las muchachas a la pradera, María dijo a su hermana:

-Ven, hermanita; siéntate a mi lado y apoya tu cabeza sobre mis rodillas, que te voy a peinar.

Y cuando apoyó la cabeza en sus rodillas, peinándola, dijo:

-No mires, hermanita; cierra tu ojito; duerme, hermanita mía, duerme, querida.

Cuando la hermana se durmió, María se levantó, se acercó a la vaquita, entró en ella por una oreja, salió por la otra comida, bebida y bien vestida, y todo el día, engalanada como una zarevna, cuidó de la vaquita.

Cuando empezó a obscurecer, María se cambió de traje y despertó a su hermana, diciéndole:

-Levántate, hermanita; levántate, querida; es hora ya de volver a casa.

«¡Qué lástima! -pensó entre sí la muchacha-. He dormido todo el día, no he visto lo que ha comido y bebido María y ahora no sabré lo que decir a mi madre cuando me pregunte».

Apenas llegaron a casa, Yaguichno preguntó a su hija:

-¿Qué es lo que ha comido y bebido María?

-¡Yo no he visto nada, madre! -respondió la hija.

La madre la riñó, y a la mañana siguiente envió a su segunda hija, la que tenía dos ojos.

-Ve, hija mía, y mira bien qué es lo que come y bebe María.

Cuando llegaron al campo María dijo a su hermana:

-Ven aquí; siéntate a mi lado y apoya tu cabeza sobre mis rodillas, que te voy a hacer la trenza.

Y cuando apoyó su cabeza María dijo:

-Cierra, hermanita, un ojo; cierra el otro también. Duerme, hermana, duerme, querida mía.

La hermana cerró los ojos y se durmió hasta la noche y, por consiguiente, no pudo ver nada.

El tercer día, Yaguichno envió a su tercer hija, la que tenía tres ojos, diciéndole:

-Observa bien qué es lo que come y bebe María Zarevna y cuéntamelo todo.

Llegaron las dos a la pradera para apacentar a la vaquita parda, y María dijo a su hermana:

-¿Quieres que te peine y te haga las trenzas?

-Házmelas, hermanita.

-Pues siéntate a mi lado y descansa tu cabeza sobre mis rodillas.

Cuando tomó esta postura, María Zarevna pronunció las mismas palabras de siempre.

-Cierra, hermanita, un ojo; cierra el otro también. Duerme, hermana, duerme, querida mía.

Pero olvidó por completo el tercer ojo; así que dos ojos dormían, pero el tercero observaba todo lo que María Zarevna hacía. Ésta se arrimó a la vaquita, entró en ella por una oreja y salió por la otra, comida, bebida y bien vestida.

Apenas se escondió el Sol, María se cambió de vestido y despertó a su hermana:

-Levántate, hermanita, que es ya hora de volver a casa.

Llegaron a casa y María escondió su corteza seca de pan en el cajón de la mesa.

-¿Qué es lo que ha comido María? -preguntó a su hija la madrastra.

La hija contó a su madre todo lo que había visto; entonces ésta llamó al cocinero y le dio orden de matar inmediatamente a la vaquita parda. El cocinero obedeció y María Zarevna le suplicó:

-Abuelito, dame, por lo menos, el rabo de la vaquita.

El viejo se lo dio; ella lo plantó en la tierra, y en poco tiempo creció un arbolito con unos frutos muy dulces, en el que se posaban muchos pájaros que cantaban canciones muy bonitas.

Un zarevich llamado Iván, oyendo hablar de las virtudes y belleza de la zarevna María, se presentó un día a la madrastra, y poniendo un gran plato sobre la mesa, le dijo:

-La muchacha que me llene de fruta este plato se casará conmigo.

La madrastra envió a su hija mayor a coger la fruta; pero los pájaros no la dejaban acercarse al árbol y por poco le quitan el único ojo que tenía. Envió a las otras dos hijas; pero éstas tampoco pudieron coger un solo fruto.

Finalmente, fue María Zarevna, y apenas se acercó con el plato al árbol y empezó a coger frutos, los pájaros se pusieron a ayudarla, y mientras ella cogía uno, los pajaritos le tiraban al plato dos o tres.

En un momento estuvo el plato lleno. María Zarevna puso entonces el plato sobre la mesa e hizo una reverencia al zarevich.

Prepararon la boda, se casaron, tuvieron grandes fiestas y vivieron muchos años muy felices y contentos.




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Fomá Berénnikov

Érase una anciana que vivía con su hijo Fomá Berénnikov. Un día el hijo se fue a labrar al campo; su caballo era un rocín flaco y débil, y el pobre Fomá, desesperando de hacerle trabajar, se sentó en una piedra.

Las moscas zumbaban volando sobre un montón de basura, y Fomá, cogiendo una rama seca, las pegó y se puso a contar cuántas había matado. Contó hasta quinientas, y aun había muchas más, que no pudo contar porque se cansó. Luego acercose a su rocín y vio hasta una docena de tábanos que le picaban; los mató también, y volviendo a su casa pidió a su madre la bendición, diciéndole:

-He matado tal cantidad de enemigos, que ni siquiera se pueden contar, y entre ellos había doce guerreros valientes; déjame, madre mía, ir a realizar hazañas dignas de un hombre valeroso, pues no conviene a un hombre como yo seguir labrando la tierra: quédese eso para un campesino y no para un héroe.

La madre le dio la bendición y lo dejó ir a realizar sus valerosas proezas.

Fomá Berénnikov se colgó sobre los hombros una alforja, se sujetó a la faja una vieja hoz y se dirigió por un camino desconocido hasta llegar a un sitio donde estaba clavado un poste en el suelo.

Buscó en sus bolsillos, sacó un pedazo de yeso y escribió en el poste:

«Pasó por aquí el valiente Fomá Berénnikov, que de un golpe mató una multitud de enemigos, y entre ellos doce guerreros valerosos».

Una vez escrito esto, siguió su camino. Poco rato después pasó por el mismo sitio Ilia Murometz; se acercó al poste, leyó la inscripción y dijo:

-¡Cómo se echa de ver en este letrero la naturaleza y el carácter de un hombre valeroso! ¡No gasta ni oro ni plata; sólo usa yeso!

Y escribió en el poste con un pedazo de plata:

«Tras Fomá Berénnikov pasó por aquí el valiente Ilia Murometz».

Siguió por el camino, y alcanzando a Fomá Berénnikov, le preguntó respetuosamente:

-¡Invicto héroe Fomá Berénnikov! ¿Dónde me mandas estar, delante o detrás de ti?

-Ven detrás -contestó Fomá.

Iba por el mismo camino el joven Alejo Popovich, y ya desde lejos vio resplandecer como escrito con brasas el cartel del poste. Acercose a éste, leyó las inscripciones de Fomá Berénnikov y de Ilia Murometz, sacó de su bolsillo un pedazo de oro y escribió:

«Tras Ilia Murometz pasó por aquí el joven Alejo Popovich».

Siguió por el camino, alcanzó a Ilia Murometz y le preguntó:

-Dime, Ilia Murometz, ¿dónde tengo que ir, delante o detrás de ti?

-No me preguntes a mí, sino a mi hermano mayor, Fomá Berénnikov -le contestó Ilia.

El joven Alejo Popovich se acercó a Fomá Berénnikov y le preguntó:

-¡Invicto héroe Fomá Berénnikov! ¿Dónde mandas que vaya Alejo Popovich?

-Ven detrás -dijo Fomá.

Así siguieron los tres por el mismo camino, atravesando un país desconocido, y al fin llegaron a unos espléndidos jardines. Ilia Murometz y Alejo Popovich plantaron sus tiendas blancas y Fomá Berénnikov se tendió sobre su sayo.

Los jardines pertenecían al zar Blanco, el cual estaba en guerra con un rey extranjero, que envió contra él sus seis guerreros más valerosos.

El zar Blanco envió a Fomá Berénnikov un mensaje que decía:

«Estoy en guerra con un rey extranjero. ¿Quieres prestarme tu ayuda?».

Fomá, aunque no comprendía lo escrito, porque no sabía leer, miró el mensaje, meneó la cabeza y dijo:

-Está bien.

Entretanto el rey extranjero con su ejército se acercó a la ciudad. Ilia Murometz y Alejo Popovich se dirigieron a Fomá Berénnikov y le consultaron, diciéndole:

-Los enemigos están oprimiendo al zar; es menester salir en su defensa. Dinos si vas tú mismo o quieres que vayamos nosotros.

-Ve tú, Ilia Murometz -contestó Fomá.

Marchó entonces Ilia Murometz y mató a todos los enemigos.

El rey extranjero envió contra el zar Blanco otro ejército innumerable y con él otros seis héroes renombrados. Otra vez fueron Ilia Murometz y Alejo Popovich a consultar a Fomá Berénnikov:

-Dinos, Fomá Berénnikov, ¿irás tú mismo o quieres que vayamos nosotros?

-Ve tú, joven Alejo Popovich -dijo Fomá.

El joven Alejo fue y mató a todos los del innumerable ejército y a los seis valerosos guerreros.

Entonces el rey extranjero pensó para sus adentros:

«Tengo aún un héroe, el más valiente del mundo; lo guardaba para un caso extremo, pero tendré que utilizarlo ahora».

Esta vez el rey extranjero se puso en persona al frente de su ejército, llevando consigo a su más valeroso guerrero, a quien dijo de antemano:

-No es con la fuerza con lo que nos vence el guerrero ruso, sino con la astucia; por eso, lo que veas hacer a éste hazlo tú también.

Otra vez se presentaron Ilia Murometz y el joven Alejo Popovich ante Fomá Berénnikov y le preguntaron:

-¿Irás tú mismo o nos envías a nosotros?

-Esta vez iré yo mismo. Traedme mi caballo.

Los caballos de los dos valerosos guerreros estaban en el campo paciendo hierba; en cambio, el rocín de Fomá, como corresponde al caballo de un héroe, comía avena; fortalecido por el buen alimento, cuando se le acercó Ilia Murometz se puso a tirar coces y a morderle. Ilia se enfadó, lo cogió por la cola y lo tiró por encima de la cerca. Al ver esto el joven Alejo Popovich le dijo:

-¡Cuidado! No sea que nos vea Fomá Berénnikov, pues nos haría ver las estrellas.

-No importa esto; no creas que el mérito lo tiene el caballo, sino el mismo guerrero -le repuso Ilia Murometz, y le llevó el rocín a Fomá Berénnikov.

Éste, montando a caballo, dijo entre sí:

-Será mucho mejor que me tape los ojos; así no me dará tanto miedo ir al encuentro de una muerte tan horrorosa como la que me espera.

Se tapó los ojos atándose un pañuelo alrededor de la cabeza y se inclinó hacia delante sobre la silla, para hacerse menos visible.

El héroe del rey extranjero, al ver a su enemigo con los ojos vendados pensó: «¡Gran Dios, qué guerrero! Se ha tapado los ojos porque está seguro de su poder; pero yo tampoco soy cobarde y haré lo mismo».

Apenas se hubo tapado los ojos e inclinado sobre su silla, Fomá, aburrido de esperar tanto tiempo, miró por debajo del pañuelo, y aprovechándose de la buena ocasión que tenía, desenvainó la espada que el guerrero llevaba colgada a su izquierda y con ella misma le cortó la cabeza.

Después cogió el caballo del enemigo vencido e intentó montarlo; pero viendo que no podía, lo ató a un roble grandísimo, se subió a éste y desde lo alto saltó sobre la silla.

Apenas el caballo sintió al jinete, dio un tirón, arrancó de cuajo el árbol con sus raíces y se precipitó a través del campo corriendo a todo correr y arrastrando el árbol tras de sí.

Fomá Berénnikov gritaba con todas sus fuerzas:

-¡Socorro! ¡Socorro!

Pero nadie lo oía.

Los enemigos se estremecieron de espanto y volvieron la espalda; pero el caballo, desbocado, los perseguía, pisándolos y atropellándolos con el árbol hasta que no quedó vivo ni uno solo.

El rey extranjero envió entonces a Fomá Berénnikov el mensaje siguiente:

«Heroico Fomá Berénnikov, jamás te haré la guerra».

Este mensaje agradó mucho al valiente guerrero.

Los valerosos Ilia Murometz y Alejo Popovich quedaron asombrados al ver las proezas de su jefe. Fomá se dirigió al palacio del zar Blanco, y una vez llegado allí, éste le preguntó:

-¿Con qué quieres que te recompense? Elige entre todo el oro que quieras, la mitad de mi reino o mi hija la hermosa zarevna.

-Dame la zarevna y convida a la boda a mis hermanos menores Ilia Murometz y el joven Alejo Popovich -le contestó Fomá.

Poco después se casó con la hermosa zarevna, vivió con ella en la mayor felicidad y hasta su muerte conservó la fama de ser el guerrero más valeroso del mundo.




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El soldado y la Muerte

Un soldado, después de haber cumplido su servicio durante veinticinco años, pidió ser licenciado y se fue a correr mundo.

Anduvo algún tiempo, y se encontró a un pobre que le pidió limosna. El soldado tenía sólo tres galletas y dio una al mendigo, quedándose él con dos. Siguió su camino, y a poco tropezó con otro pobre que también le pidió limosna saludándolo humildemente. El soldado repartió con él su provisión, dándole una galleta y quedándose él con la última.

Llevaba andando un buen rato, cuando se encontró a un tercer mendigo. Era un anciano de pelo blanco como la nieve, que también lo saludó humildemente pidiéndole limosna. El soldado sacó su última galleta y reflexionó así:

«Si le doy la galleta entera me quedaré sin provisiones; pero si le doy la mitad y encuentra a los otros dos pobres, al ver que a ellos les he dado una galleta entera a cada uno se podrá ofender. Será mejor que le dé la galleta entera; yo me podré pasar sin ella».

Le dio su última galleta, quedándose sin provisiones. Entonces el anciano le preguntó:

-Dime, hijo mío, ¿qué deseas y qué necesitas?

-Dios te bendiga -le contestó el soldado-. ¿Qué quieres que te pida a ti, abuelito, si eres tan pobre que nada puedes ofrecerme?

-No hagas caso de mi miseria y dime lo que deseas; quizá pueda recompensarte por tu buen corazón.

-No necesito nada; pero si tienes una baraja, dámela como recuerdo tuyo.

El anciano sacó de su bolsillo una baraja y se la dio al soldado, diciendo:

-Tómala, y puedes estar seguro de que, juegues con quien juegues, siempre ganarás. Aquí tienes también una alforja; a quien encuentres en el camino, sea persona, sea animal o sea cosa, si la abres y dices: «Entra aquí», en seguida se meterá en ella.

-Muchas gracias -le dijo el soldado.

Y sin dar importancia a lo que el anciano le había dicho, tomó la baraja y la alforja y siguió su camino.

Después de andar bastante tiempo llegó a la orilla de un lago y vio en él tres gansos que estaban nadando. Se le ocurrió al soldado ensayar su alforja; la abrió y exclamó:

-¡Ea, gansos, entrad aquí!

Apenas tuvo tiempo de pronunciar estas palabras cuando, con gran asombro suyo, los gansos volaron hacia él y entraron en la alforja. El soldado la ató, se la puso al hombro y siguió su camino.

Anduvo, anduvo y al fin llegó a una gran ciudad desconocida. Entró en una taberna y dijo al tabernero:

-Oye. Toma este ganso y ásamelo para cenar; por este otro me darás pan y una buena copa de aguardiente, y este tercero te lo doy a ti en pago de tu trabajo.

Se sentó a la mesa y, una vez lista la cena, se puso a cenar, bebiéndose el aguardiente y comiéndose el sabroso ganso. Conforme cenaba, se le ocurrió mirar por la ventana y vio cerca de la taberna un magnífico palacio que tenía rotos todos los cristales de las ventanas.

-Dime -preguntó al tabernero-, ¿qué palacio es ése y por qué se halla abandonado?

-Ya hace tiempo -le dijo éste- que nuestro zar hizo construir ese palacio, pero le fue imposible establecerse en él. Hace ya diez años que está abandonado, porque los diablos lo han tomado por residencia y echan de él a todo el que entra. Apenas llega la noche se reúnen allí a bailar, alborotar y jugar a los naipes.

El soldado, sin pararse a pensar en nada, se dirigió a palacio, se presentó ante el zar, y haciendo un saludo militar, le dijo así:

-¡Majestad! Perdóname mi audacia por venir a verte sin ser llamado. Quisiera que me dieses permiso para pasar una noche en tu palacio abandonado.

-¡Tú estás loco! Se han presentado ya muchos hombres audaces y valientes pidiéndome lo mismo; a todos les di permiso, pero ninguno de ellos ha vuelto vivo.

-El soldado ruso ni se ahoga en el agua ni se quema en el fuego -contestó el soldado-. He servido a Dios y al zar veinticinco años y no me he muerto, y crees que ahora me voy a morir en una sola noche.

-Pero te advierto que siempre que ha entrado al anochecer un hombre vivo, a la mañana siguiente sólo se han encontrado los huesos -contestó el zar.

El soldado persistió en su deseo, rogando al zar que le diese permiso para pasar la noche en el palacio abandonado.

-Bueno -dijo al fin el zar-. Ve allí si quieres; pero no podrás decir que ignoras la muerte que te espera.

Se fue el soldado al palacio abandonado, y una vez allí se instaló en la gran sala, se quitó la mochila y el sable, puso la primera en un rincón y colgó el sable de un clavo. Se sentó a la mesa, sacó la tabaquera, llenó la pipa, la encendió y se puso a fumar tranquilamente.

A las doce de la noche acudieron, no se sabe de dónde, una cantidad tan grande de diablos que no era posible contarlos. Empezaron a gritar, a bailar y alborotar, armando una algarabía infernal.

-¡Hola, soldado! ¿Estás tú también aquí? -gritaron al ver a éste-. ¿Para qué has venido? ¿Acaso quieres jugar a los naipes con nosotros?

-¿Por qué no he de querer? -repuso el soldado-. Ahora que con una condición: hemos de jugar con mi baraja, porque no tengo fe en la vuestra.

En seguida sacó su baraja y empezó a repartir las cartas. Jugaron un juego y el soldado ganó; la segunda vez ocurrió lo mismo. A pesar de todas las astucias que inventaban los diablos, perdieron todo el dinero que tenían, y el soldado iba recogiéndolo tranquilamente.

-Espera, amigo -le dijeron los diablos-; tenemos una reserva de cincuenta arrobas de plata y cuarenta de oro: vamos a jugar esa plata y ese oro.

Mandaron a un diablejo para que les trajese los sacos de la reserva y continuaron jugando. El soldado seguía ganando, y el pequeño diablejo, después de traer todos los sacos de plata, se cansó tanto, que, con el aliento perdido, suplicó al viejo diablo calvo:

-Permíteme descansar un ratito.

-¡Nada de descanso, perezoso! ¡Tráenos en seguida los sacos de oro!

El diablejo, asustado, corrió a todo correr y siguió trayendo los sacos de oro, que pronto se amontonaron en un rincón. Pero el resultado fue el mismo: el soldado seguía ganando.

Los diablos, a quienes no agradaba separarse de su dinero; derribaron la mesa a patadas y atacaron al soldado, rugiendo a coro:

-Despedazadlo, despedazadlo.

Pero el soldado, sin turbarse, cogió su alforja, la abrió y preguntó:

-¿Sabéis qué es esto?

-Una alforja -le contestaron los diablos.

-¡Pues entrad todos aquí!

Apenas pronunció estas palabras, todos los diablos en pelotón se precipitaron en la alforja, llenándola por completo, apretados unos a otros. El soldado la ató lo más fuerte posible con una cuerda, la colgó de la pared, y luego, echándose sobre los sacos de dinero, se durmió profundamente sin despertar hasta la mañana.

Muy temprano, el zar dijo a sus servidores:

-Id a ver lo que le ha sucedido al soldado, y si se ha muerto, recoged sus huesos.

Los servidores llegaron al palacio y vieron con asombro al soldado paseándose contentísimo por las salas fumando su pipa.

-¡Hola, amigo! Ya no esperábamos verte vivo. ¿Qué tal has pasado la noche? ¿Cómo te las has arreglado con los diablos?

-¡Valientes personajes son esos diablos! ¡Mirad cuánto oro y cuánta plata les he ganado a los naipes!

Los servidores del zar se quedaron asombrados y no se atrevían a creer lo que veían sus ojos.

-Os habéis quedado todos con la boca abierta -siguió diciendo el soldado-. Enviadme pronto dos herreros y decidles que traigan con ellos el yunque y los martillos.

Cuando llegaron los herreros trayendo consigo el yunque y los martillos de batir, les dijo el soldado:

-Descolgad esa alforja de la pared y dad buenos golpes sobre ella.

Los herreros se pusieron a descolgar la alforja y hablaron entre ellos:

-¡Dios mío, cuánto pesa! ¡Parece como si estuviera llena de diablos!

Y éstos exclamaron desde dentro:

-Somos nosotros, queridos amigos.

Colocaron el yunque con la alforja encima y se pusieron a golpear sobre ella con los martillos como si estuviesen batiendo hierro. Los diablos, no pudiendo soportar el dolor, llenos de espanto, gritaron con todas sus fuerzas:

-¡Gracia, gracia, soldado! ¡Déjanos libres! ¡Nunca te olvidaremos y ningún diablo entrará jamás en este palacio ni se acercará a él en cien leguas a la redonda!

El soldado ordenó a los herreros que cesasen de golpear, y apenas desató la alforja los diablos echaron a correr sin siquiera mirar atrás; en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron del palacio. Pero no todos tuvieron la suerte de escapar: el soldado detuvo, como prisionero en rehenes, a un diablo cojo que no pudo correr como los demás.

Cuando anunciaron al zar las hazañas del soldado lo hizo venir a su presencia, lo alabó mucho y lo dejó vivir en palacio. Desde entonces el valiente soldado empezó a gozar de la vida, porque todo lo tenía en abundancia: los bolsillos rebosando dinero, el respeto y consideración de toda la gente, que le hacía cuando lo encontraban reverencias respetuosas, y el cariño de su zar.

Se puso tan contento, que quiso casarse. Buscose novia, celebraron la boda y, para colmo de bienes, obtuvo de Dios la gracia de tener un hijo al año de su matrimonio.

Poco tiempo después se puso enfermo el niño y nadie lograba curarlo. Cuantos médicos y curanderos lo visitaban no conseguían ninguna mejoría. Entonces el soldado se acordó del diablo cojo; trajo la alforja donde lo tenía encerrado y le preguntó:

-¿Estás vivo, Diablo?

-Sí, estoy vivo. ¿Qué deseas, señor mío?

-Se ha puesto enfermo mi hijo y no sé qué hacer con él. Quizá tú sepas cómo curarlo.

-Sí sé. Pero ante todo déjame salir de la alforja.

-¿Y si me engañas y te escapas?

El diablo cojo le juró que ni siquiera un momento había tenido esa idea, y el soldado, desatando la alforja, puso en libertad a su prisionero.

El diablo, recobrando su libertad, sacó un vaso de su bolsillo, lo llenó de agua de la fuente, lo colocó a la cabecera de la cama donde estaba tendido el niño enfermo y dijo al padre:

-Ven aquí, amigo, mira el agua.

El soldado miró el agua, y el diablo le preguntó:

-¿Qué ves?

-Veo la Muerte.

-¿Dónde se halla?

-A los pies de mi hijo.

-Está bien. Si está a los pies, quiere decir que el enfermo se curará. Si hubiese estado a la cabecera, se hubiese muerto sin remedio. Ahora toma el vaso y rocía al enfermo.

El soldado roció al niño con el agua, y al instante se le quitó la enfermedad.

-Gracias -dijo el soldado al diablo cojo, y le dejó libre, guardando sólo el vaso.

Desde aquel día se hizo curandero, dedicándose a curar a los boyardos y a los generales. No se tomaba más trabajo que el de mirar en el vaso, y en seguida podía decir con la mayor seguridad cuál de los enfermos moriría y cuál viviría.

Así transcurrieron unos cuantos años, cuando un día se puso enfermo el zar. Llamaron al soldado, y éste, llenando el vaso con agua de la fuente, lo colocó a la cabecera del lecho, miró el agua y vio con horror que la Muerte estaba, como un centinela, sentada a la cabecera del enfermo.

-¡Majestad! -le dijo el soldado-. Nadie podrá devolverte la salud. Sólo te quedan tres horas de vida.

Al oír estas palabras el zar se encolerizó y gritó con rabia:

-¿Cómo? Tú que has curado a mis boyardos y a mis generales, ¿no quieres curarme a mí, que soy tu soberano? ¿Acaso soy yo de peor casta o indigno de tu favor? Si no me curas daré orden para que te ejecuten una hora después de mi muerte.

El soldado se encontró perplejo ante este problema y se puso a suplicar a la Muerte, diciendo:

-Dale al zar la vida y toma en cambio la mía, porque si de todos modos he de perecer, prefiero morir por tu mano a ser ejecutado por la del verdugo.

Miró otra vez en el vaso y vio que la Muerte le hacía una señal de aprobación y se colocaba a los pies del zar.

El soldado roció al enfermo, y éste en seguida recobró la salud y se levantó de la cama.

-Oye, Muerte -dijo el soldado-, dame tres horas de plazo; necesito volver a casa para despedirme de mi mujer y de mi hijo.

-Está bien -contestó la Muerte.

El soldado se fue a su casa, se acostó y se puso muy enfermo. La Muerte no tardó en llegar y en colocarse a la cabecera de su cama, diciéndole:

-Despídete pronto de los tuyos, porque ya no te quedan más que tres minutos de vida.

El soldado extendió un brazo, descolgó de la pared la alforja, la abrió y preguntó:

-¿Qué es esto?

La Muerte le contestó:

-Una alforja.

-Es verdad; pues entra aquí.

Y la Muerte en un instante se encontró metida en la alforja.

El soldado sintió tan grande alivio que saltó de la cama, ató fuertemente la alforja, se la colgó al hombro y se encaminó a los espesos bosques de Briauskie. Llegó allí, colgó la alforja en la cima de un álamo y se volvió contento a su casa.

Desde entonces ya no se moría la gente. Nacían y nacían, pero ninguno se moría. Así transcurrieron muchos años, sin que el soldado descolgase la alforja del álamo.

Una vez que paseaba por la ciudad tropezó con una anciana tan vieja y decrépita, que se caía al suelo a cada soplo del viento.

-¡Dios de mi alma, qué vieja eres! -exclamó el soldado-. ¡Ya es tiempo de que te mueras!

-Sí, hijo mío -le contestó la anciana-. Cuando hiciste prisionera a la Muerte sólo me quedaba una hora de vida. Tengo gran deseo de descansar; pero ¿cómo he de hacer? Sin la muerte la tierra no me admite para que descanse en sus profundidades. Dios te castigará por ello, pues son muchos los seres humanos que están sufriendo como yo en este mundo por tu causa.

El soldado se quedó pensativo: «Se ve que es necesario libertar a la Muerte aunque me mate a mí -pensó-. ¡Soy un gran pecador!».

Se despidió de los suyos y se dirigió a los bosques de Briauskie. Llegó allí, se acercó al álamo y vio la alforja colgada en lo alto del árbol, balanceada por el viento.

-Oye, Muerte, ¿estás viva? -preguntó el soldado.

La Muerte le contestó con una voz apenas perceptible:

-Estoy viva, amigo.

El soldado descolgó la alforja, la desató y la abrió, dejando libre a la Muerte, a la que suplicó que lo matase lo más pronto posible para sufrir poco; pero la Muerte, sin hacerle caso, echó a correr y en un instante desapareció.

El soldado volvió a su casa y siguió viviendo muchos años, gozando de la mayor felicidad.

Todos creían que ya no se moriría nunca; pero, según dicen, se ha muerto hace poco.




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El gato y la zorra

Érase un campesino que tenía un gato tan travieso, que su dueño, perdiendo al fin la paciencia, lo cogió un día, lo metió en un saco y lo llevó al bosque, dejándolo allí abandonado.

El Gato, viéndose solo, salió del saco y se puso a errar por el bosque hasta que llegó a la cabaña de un guarda. Se subió a la guardilla y se estableció allí. Cuando tenía ganas de comer cazaba pájaros y ratones, y después de haber satisfecho el hambre volvía a su guardilla y se dormía tranquilamente. Estaba contentísimo de su suerte.

Un día se fue a pasear por el bosque y tropezó con una Zorra. Ésta, al ver al Gato, se asombró mucho, pensando: «Tantos años como llevo viviendo en este bosque y nunca he visto un animal como éste».

Le hizo una reverencia, preguntándole:

-Dime, joven valeroso, ¿quién eres? ¿Cómo has venido aquí? ¿Cómo te llamas?

El Gato, erizando el pelo, contestó:

-Me han mandado de los bosques de Siberia para ejercer el cargo de burgomaestre de este bosque; me llamo Kotofei Ivanovich.

-¡Oh Kotofei Ivanovich! -dijo la Zorra-. No había oído ni siquiera hablar de tu persona, pero ven a hacerme una visita.

El Gato se fue con la Zorra, y llegados a la cueva de ésta, ella lo convidó con toda clase de caza, y entretanto le preguntaba detalles de su vida.

-Dime, Kotofei Ivanovich, ¿estás casado o eres soltero?

-Soy soltero -dijo el Gato.

-Yo también soy soltera. ¿Quieres casarte conmigo?

El Gato consintió y en seguida celebraron la boda con un gran festín.

Al día siguiente se marchó la zorra de caza para procurarse más provisiones, poderlas almacenar y poder pasar el invierno, sin preocupaciones, con su joven esposo. El Gato se quedó en casa.

La Zorra, mientras cazaba, se encontró con el Lobo, que empezó a hacerle la corte.

-¿Dónde has estado metida, amiguita? Te he buscado por todas partes y en todas las cuevas sin poder encontrarte.

-Déjame, Lobo. Antes era soltera, pero ahora soy casada; de modo que ten cuidado conmigo.

-¿Con quién te has casado, Lisaveta Ivanovna?

-¿Cómo? No has oído que nos han mandado de los bosques de Siberia un burgomaestre llamado Kotofei Ivanovich? Pues ése es mi marido.

-No he oído nada, Lisaveta Ivanovna, y tendría mucho gusto en conocerlo.

-¡Oh, mi esposo tiene un genio muy malo! Si alguien lo incomoda, en seguida se le echa encima y se lo come. Si vas a verle no te olvides de preparar un cordero y llevárselo en señal de respeto; pondrás el cordero en el suelo y tú te esconderás en un sitio cualquiera para que no te vea, porque si no, no respondo de nada.

El Lobo corrió en busca de un cordero.

Entretanto, la Zorra siguió cazando y se encontró con el Oso, el cual empezó, a su vez, a hacerle la corte.

-¿Qué piensas tú de mí, zambo? Antes era soltera, pero ahora soy casada y no puedo escuchar tus galanterías.

-¿Qué me dices, Lisaveta Ivanovna? ¿Con quién te has casado?

-Pues con el mismísimo burgomaestre de este bosque, enviado aquí desde los bosques de Siberia, y que se llama Kotofei Ivanovich.

-¿Y no sería posible verle, Lisaveta Ivanovna?

-¡Oh amigo! Mi esposo tiene un genio muy malo, y cuando se enfada con alguien se le echa encima y lo devora. Ve, prepara un buey y tráeselo como demostración de tu respeto; pero no olvides, al presentarle el regalo, esconderte bien para que no te vea; si no, amigo, no te garantizo nada.

El Oso se fue en busca del buey.

Entre tanto, el Lobo mató un cordero, le quitó la piel y se quedó reflexionando hasta que vio venir al Oso llevando un buey; contento de no estar solo, lo saludó, diciendo:

-Buenos días, hermano Mijail Ivanovich.

-Buenos días, hermano Levon -contestó el Oso-. ¿Aún no has visto a la Zorra con su esposo?

-No, aunque llevo esperando un buen rato.

-Pues ve a llamarlos.

-¡Oh, no, Mijail Ivanovich, yo no iré! Ve tú, que eres más valiente.

-No, amigo Levon, tampoco iré yo.

De pronto vieron una liebre que corría a toda prisa.

-Ven aquí tú, diablejo -rugió el Oso.

La Liebre, asustada, se acercó a los dos amigos, y el Oso le preguntó:

-Oye tú, pillete, ¿sabes dónde vive la Zorra?

-Sí, Mijail Ivanovich, lo sé muy bien -contestó la Liebre con voz temblorosa.

-Bueno, pues corre a su cueva y avísale que Mijail Ivanovich con su hermano Levon están listos esperando a los recién casados para felicitarlos y presentarles, como regalos de boda, un buey y un cordero.

La Liebre echó a correr a casa de la Zorra, y el Oso y el Lobo se pusieron a buscar el sitio para esconderse. El Oso dijo:

-Yo me subiré a un pino.

-¿Y qué haré yo? ¿Dónde podré esconderme? -preguntó el Lobo, desesperado-. No podría subirme a un árbol a pesar de todos mis esfuerzos. Oye, Mijail Ivanovich, sé buen amigo: ayúdame, por favor, a esconderme en algún sitio.

El Oso lo escondió entre los zarzales y amontonó encima de él hojas secas. Luego se subió a un pino y desde allí se puso a vigilar la llegada de la Zorra con su esposo, el terrible Kotofei Ivanovich.

Entre tanto la Liebre llegó ala cueva de la Zorra, dio unos golpecitos a la entrada, y le dijo:

-Mijail Ivanovich con su hermano Levon me han enviado para que te diga que están listos y te esperan a ti con tu esposo para felicitaros y presentaros, como regalo de boda, un buey y un cordero.

-Bien, Liebre, diles que en seguida iremos.

Un rato después salieron el Gato y la Zorra. El Oso, viéndolos venir, dijo al Lobo:

-Oh amigo Levon, allí vienen la Zorra y su esposo. ¡Qué pequeñín es él!

El Gato se acercó al sitio donde estaban los regalos, y precipitándose sobre el buey empezó a arrancarle la carne con los dientes y las uñas. Se le erizó el pelo, y mientras devoraba la carne, como si estuviese enfadado, refunfuñaba «¡Malo! ¡Malo!».

El Oso pensó asustado: «¡Qué bicho tan pequeño y tan voraz! ¡Y qué exigente! A nosotros nos parece tan sabrosa la carne de buey y a él no lo gusta; a lo mejor querrá probar la nuestra».

El Lobo, escondido en los zarzales, quiso ver el famoso burgomaestre; pero como las hojas le estorbaban para ver, empezó a separarlas.

El Gato, oyendo el ruido de las hojas, creyó que sería algún ratón, se lanzó sobre el montón que formaban y clavó sus garras en el hocico del Lobo. Éste dio un salto y escapó corriendo. El Gato, asustado también, trepó al mismo árbol donde estaba escondido el Oso.

«¡Me ha visto a mí!», pensó el Oso, y como no podía bajar por el tronco, se dejó caer desde lo alto al suelo, y a pesar del daño que se hizo, se puso en pie y echó a correr.

La Zorra los persiguió con sus gritos.

-¡Esperad un poco y os comerá mi valiente esposo!

Desde entonces todos los animales tuvieron un gran miedo al Gato, y la Zorra, con su maridito, provistos de carne para todo el invierno, vivieron contentos y felices de su suerte.




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El príncipe Danilo

Érase una princesa que tenía un hijo y una hija; los dos eran sanos y guapísimos. Un día vino a visitarla una vieja bruja, que se puso a alabar a los niños, y al despedirse, dijo:

-Querida amiga mía: he aquí un anillo; ponlo en el dedo de tu hijo, porque le traerá suerte y siempre será rico y feliz; pero que tenga cuidado de no perderlo y de no casarse más que con la joven a la que el anillo se le ajuste exactamente.

La princesa agradeció mucho el regalo, no sospechando la mala intención de la bruja, y al llegar la hora de su muerte legó a su hijo el anillo, obligándose a casarse con la joven a la cual éste se le ajustase exactamente.

Así transcurrieron unos cuantos años, y el príncipe cada día era más fuerte y guapo. Al fin llegó a la edad de casarse; púsose en busca de novia. Primero le gustó una, luego se enamoró de otra; pero a ninguna le venía bien el anillo; o era demasiado grande o demasiado pequeño.

Viajó de una ciudad a otra, de un pueblo a otro de su reino e hizo ensayar el anillo a todas las jóvenes; pero no logró encontrar a su prometida y volvió a casa triste y pensativo.

-¿En qué estás pensando, hermanito?¿Por qué estás tan triste? -le preguntó su hermana.

Éste le contó su desgracia.

-Pero ¿cómo es ese anillo maravilloso que no hay joven a quien le sirva? -exclamó la hermana-. Déjame ensayarlo.

Se lo puso, y le entró tan justamente como si hubiese sido hecho de propósito para su manita.

El príncipe, viendo brillar el anillo en el dedo de su hermana, exclamó con júbilo:

-¡Oh hermanita! ¡Tú eres mi prometida! Me casaré contigo.

-¿Has perdido el juicio? ¿Quién sería capaz de casarse con su propia hermana? Dios te castigaría.

Pero el príncipe no hacía caso de estas palabras y, saltando de alegría, le ordenó que se preparase para la boda.

La pobre joven salió de la habitación llorando desconsoladamente, se sentó en el umbral de la puerta y sus lágrimas corrieron en abundancia. Pasaban por allí dos ancianos, y la joven los invitó a entrar en palacio para darles de comer. Ellos le preguntaron la causa de su desconsuelo y la joven les contó la desgracia que le ocurría.

-No llores ni te entristezcas, hijita -le dijeron los ancianos-. Ve a tu habitación, haz cuatro muñecas, ponlas en los cuatro rincones del cuarto, y cuando tu hermano te llame para que vayas con él a la iglesia contéstale así: «Voy en seguida; pero no te muevas».

Los ancianos se marcharon y el príncipe, poniéndose su traje de gala, llamó a su hermana para que fuese con él a casarse. Ella le contestó:

-¡Voy en seguida, hermanito! ¡Tengo que ponerme los zapatitos!

Y las muñecas, sentadas en los cuatro rincones de la habitación, contestaron a coro:

-¡Cucú, príncipe Danilo! ¡Cucú, hermoso! El hermano quiere casarse con la hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!

La tierra empezó a abrirse y la joven empezó a hundirse poco a poco. El príncipe llamó por segunda vez:

-¡Hermana, vamos a casarnos!

-¡En seguida, hermanito! Estoy atándome la faja.

Las muñecas cantaron otra vez:

-¡Cucú, príncipe Danilo! ¡Cucú, hermoso! El hermano quiere casarse con la hermana. ¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!

La joven seguía hundiéndose y ya sólo se le veía la cabeza. El príncipe llamó por tercera vez:

-¡Hermana, vamos a casarnos!

-En seguida, hermanito. Estoy poniéndome los pendientes.

Las muñecas siguieron cantando hasta que la joven desapareció en las profundidades de la tierra.

El príncipe llamó aún con más insistencia; pero viendo que no le contestaban se enfadó, dio un empujón a la puerta, que se abrió con estrépito, y entrando en la habitación vio que su hermana había desaparecido. En los cuatro rincones del cuarto estaban sentadas las cuatro muñecas, que seguían cantando:

-¡Que se abra la tierra y se hunda la hermana!

Entonces Danilo, cogiendo un hacha, les cortó las cabezas y las echó al horno.

Entretanto, la joven princesa se encontró en un país subterráneo; siguió un camino, y después de andar un largo rato llegó frente a una cabaña, puesta sobre patas de gallina, que giraba continuamente.

-¡Cabaña, cabañita! ¡Ponte con la espalda hacia el bosque y con la entrada hacia mí! -exclamó la joven.

La cabaña se paró y la puerta se abrió. En el interior estaba sentada una joven hermosísima que bordaba, con oro y plata, unos dibujos admirables en una preciosa toalla. Al ver a la inesperada visitante la acogió cariñosamente y luego le dijo suspirando:

-¿Por qué has venido aquí, corazoncito mío? Aquí vive la terrible bruja Baba-Yaga, que tiene las piernas de madera; en este momento no está en casa, pero cuando venga ¡pobre de ti!

La joven princesa se asustó mucho al oír tales palabras; pero como no sabía dónde ir, se sentaron las dos a bordar en la toalla, hablando entre sí mientras trabajaban.

De repente oyeron un tremendo ruido, y comprendiendo que era Baba-Yaga que volvía a casa, la hermosa bordadora transformó a la joven princesa en una aguja, la escondió en la escoba y puso ésta en un rincón. Apenas había tenido tiempo de acabar estas operaciones cuando la bruja apareció en la puerta.

-¡Qué asco! -exclamó husmeando el aire-. ¡Aquí huele a carne humana!

-Nada de extraño tiene, abuelita -le contestó la joven bordadora-. Hace poco pasaron por aquí unos transeúntes y entraron a beber agua.

-¿Por qué no los has invitado a quedarse aquí?

-Es que eran ya viejos, abuela; no estaban para tus dientes.

-Bueno; pero en adelante no te olvides de invitar a todos a entrar en casa y no dejar que ninguno se marche -dijo Baba-Yaga, y se marchó al bosque.

Las jóvenes se volvieron a sentar a bordar en la toalla, charlando y riendo. De pronto la bruja apareció otra vez, y fue tan rápida su llegada, que la joven princesa apenas tuvo tiempo de esconderse en la escoba. Baba-Yaga husmeó el aire de la cabaña y exclamó:

-Me parece percibir olor de carne humana.

-Sí, abuela. Han entrado aquí unos ancianos para calentarse un ratito; les supliqué que se quedasen más tiempo, pero no quisieron.

La bruja, que tenía mucha hambre, se enfadó, regañó a la joven y se fue gruñendo. La princesa salió de la escoba y ambas se pusieron a bordar la toalla, y mientras trabajaban buscaban un medio de librarse de la bruja, huyendo de la cabaña. No tuvieron tiempo de decidir nada porque, de repente, Baba-Yaga apareció delante de ellas, sorprendiéndolas de improviso.

-¡Qué asco! Huele a carne humana -exclamó furiosa.

-Pues, abuelita, aquí te están esperando.

La joven princesa levantó los ojos, y al ver a la espantosa Baba-Yaga, con sus piernas de madera y su nariz que más bien parecía una trompa, se quedó como petrificada.

-¿Por qué no trabajáis? -gritó a las jóvenes, y les ordenó traer leña y encender el horno.

Ellas trajeron leña de roble y de arce y encendieron el horno, que pronto estuvo ardiendo.

Entonces la bruja, cogiendo una gran pala, dijo a la joven princesa.

-Siéntate, hermosa, en la pala.

La joven se sentó y la bruja intentó meterla en el horno; pero la princesa puso un pie en la boca y el otro en la estufa.

-¿Cómo es eso, joven? ¿No sabes cómo debes estar sentada? ¡Siéntate como es menester!

La princesa se sentó bien, y la bruja quiso meterla en el horno; pero ella volvió a poner un pie en la boca y el otro en la estufa. La bruja se enfadó, le hizo bajar de la pala, gritándole:

-¿Estás divirtiéndote, hermosa? Hay que estarse quieta; mira cómo me siento yo.

Se sentó en la paleta, estrechó sus piernas, y las jóvenes, cogiendo la pala, la metieron rápidamente en el horno, cerraron la puerta atrancándola con unos troncos, taparon bien todas las junturas, y hecho esto huyeron de la maldita cabaña, llevándose consigo la toalla bordada, un cepillo y un peine.

Corrieron, corrieron; pero cuando miraron atrás vieron que la bruja las perseguía silbando:

-¡Hola!¡Ahora no os escaparéis!

Tiraron el cepillo y creció un juncal tan espesísimo que ni a una culebra le hubiese sido posible atravesarlo. La bruja, sin embargo, cavó con sus uñas, hizo una veredita y echó a correr tras las fugitivas.

¿Dónde esconderse? Tiraron el peine y creció un bosque frondoso y espesísimo; ni siquiera una mosca hubiera podido atravesarlo. La bruja afiló sus dientes y se puso a arrancar de la tierra los árboles con sus raíces, lanzándolos por todas partes; pronto se abrió un camino y continuó la persecución.

Ya estaba cerca, muy cerca; a las pobres muchachas, de tanto correr, les faltaba el aliento. Entonces tiraron la toalla bordada de oro y se formó un mar de fuego ancho y profundo. La bruja subió por el aire intentando volar por encima; pero cayó en el fuego y pereció.

Las dos jóvenes, viéndose fuera de peligro, como estaban cansadas, se sentaron en un jardín. Éste pertenecía al príncipe Danilo. Un servidor del príncipe las vio y anunció a su señor que en su jardín había dos jóvenes de belleza incomparable.

-Una de ellas -le dijo- debe ser tu hermana; pero son tan parecidas que es imposible saber cuál de las dos es.

El príncipe las invitó a entrar en su palacio, y en seguida comprendió que una de las dos era su hermana; pero ¿cómo saber cuál de las dos si ella misma no lo decía?

-Escúchame -dijo el servidor al príncipe-. Coge la vejiga de un cordero, llénala de sangre y átatela debajo del brazo; yo, fingiendo ser un malhechor, simularé que te doy una puñalada. Cuando tu hermana te vea derramando sangre, en seguida se dará a conocer. Danilo aceptó este recurso y así lo hicieron.

Cuando el criado dio una puñalada al príncipe y éste cayó al suelo bañado en sangre, la hermana se lanzó sobre él para socorrerlo, llorando y exclamando:

-¡Oh hermano mío querido!

Danilo se puso en pie, abrazó a su hermana y el mismo día la casó con un noble honrado y bueno; luego probó el anillo a la amiguita de su hermana, y viendo que le servía perfectamente, se casó con ella y todos vivieron felices y contentos.




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El Infortunio

En una aldea vivían dos campesinos hermanos; uno pobre y el otro rico.

El rico se trasladó a una gran ciudad, se hizo construir una gran casa, se estableció en ella y se inscribió en el gremio de comerciantes. Entretanto, al pobre le faltaba muchas veces hasta pan para sus hijos, que lloraban y le pedían de comer.

El desgraciado padre trabajaba como un negro de la mañana a la noche, sin lograr ganar lo suficiente para sustentar a su familia.

Un día dijo a su mujer:

-Iré a la ciudad y pediré a mi hermano que me preste ayuda.

Fue a casa del hermano rico y le habló así:

-¡Oh hermano mío! Ayúdame en mi desgracia: mi mujer y mis hijos están sin comer y se mueren de hambre.

-Si trabajas en mi casa durante esta semana, te ayudaré -respondió el rico.

El pobre se puso a trabajar con ardor: limpiaba el patio, cuidaba los caballos, traía agua y partía la leña. Transcurrida la semana, el rico le dio tan sólo un pan, diciéndole:

-He aquí el pago de tu trabajo.

-Gracias -le dijo el pobre, e hizo ademán de marcharse; pero el hermano lo detuvo, diciéndole:

-Espera. Ven mañana a visitarme y trae contigo a tu mujer, porque mañana es el día de mi santo.

-¿Cómo quieres que venga? Vendrán a verte ricos comerciantes que visten abrigos forrados de pieles y botas grandes de cuero, mientras que yo llevo calzado de líber y un viejo caftán gris.

-¡No importa! Ven; eres mi hermano y habrá sitio también para ti.

-Bueno, hermano mío, gracias.

El pobre volvió a casa, entregó a su mujer el pan y le dijo:

-Oye, mujer: nos han convidado para mañana.

-¿Quién nos ha convidado?

-Mi hermano, porque es el día de su santo.

-Muy bien. Iremos.

Por la mañana se levantaron y se marcharon a la ciudad. Llegaron a casa del rico, lo felicitaron y se sentaron en un banco. Había mucha gente notable sentada a la mesa, y el dueño atendía a todos con amabilidad; pero de su hermano y de su cuñada no hacía caso ninguno ni les ofrecía nada de comer. Los dos permanecían sentados en un rincón viendo cómo comían y bebían los demás.

Al fin terminó el festín; los convidados se levantaron de la mesa y dieron las gracias a los dueños de la casa. Entonces el pobre se levantó también del banco e hizo a su hermano una respetuosa reverencia.

Todos se dirigieron a sus casas haciendo un gran ruido y cantando con la alegría del que ha comido bien y bebido mejor. El pobre se fue también, y mientras caminaba dijo a su mujer:

-Vamos a cantar también nosotros.

-¡Qué estúpido eres! La gente canta porque ha comido bien y bebido mucho. ¿Por qué vas a cantar tú?

-De todos modos cantaré, porque hemos presenciado el festín de mi hermano y me da vergüenza por él el ir callado. Si voy cantando, los que me vean creerán que yo también he comido y bebido.

-Pues canta tú si quieres, que por lo que a mí hace, no cantaré -dijo la mujer con malos modos.

El campesino se puso a cantar una canción, y le pareció oír que otra voz acompañaba a la suya; en seguida dejó de cantar y preguntó a su mujer:

-¿Eres tú la que me acompañaba cantando con una vocecita aguda?

-Ni siquiera he pensado en hacerlo.

-Pues ¿quién podrá ser?

-No sé -contestó la mujer-. Empieza otra vez, yo escucharé.

Se puso a cantar otra vez, y aunque cantaba él solo, se oían dos voces; entonces se paró y exclamó:

-¿Quién es el que me acompaña en mi canto?

La voz contestó:

-Soy yo: el Infortunio.

-Pues bien, Infortunio, vente con nosotros.

-Vamos, mi amo; ya no me separaré de ti nunca.

Llegaron a casa y el Infortunio le propuso irse los dos a la taberna. El campesino le contestó:

-No tengo dinero, amigo.

-¡Oh tonto! ¿Para qué necesitas dinero? ¿No llevas una pelliza? ¿Para qué te sirve? Pronto vendrá el verano y no la necesitarás. Vamos a la taberna y allí la venderemos.

El campesino con el Infortunio se fueron a la taberna y se dejaron allí la pelliza.

Al día siguiente el Infortunio tenía dolor de cabeza; se puso a gemir, y otra vez pidió al campesino que le llevase a la taberna para beber un vaso de vino.

-No tengo dinero -le contestó el pobre hombre.

-Pero ¿para qué necesitamos dinero? Lleva el trineo y el carro y será bastante.

El campesino no tuvo más remedio que obedecer al Infortunio. Cogió el trineo y el carro, los llevó a la taberna, allí los vendieron, y se gastaron todo el dinero y emborracháronse ambos.

A la mañana siguiente el Infortunio se quejó aún más, pidiendo, al que llamaba su amo, una copita de aguardiente; el desgraciado campesino tuvo que vender su arado.

Aún no había pasado un mes cuando se encontró sin muebles, sin sus aperos de labranza y hasta sin su propia cabaña: todo lo había vendido y el dinero había tomado el camino de la taberna.

Pero el insaciable Infortunio se pegó a él otra vez, diciéndole:

-Vámonos a la taberna.

-¡Oh no, Infortunio! ¿No ves que ya no me queda nada que vender?

-¿Cómo que no tienes nada? Tu mujer tiene aún dos sarafanes; con uno tiene bastante para vestirse y podemos vender el otro.

El pobre cogió el vestido de su mujer, lo vendió, gastándose el dinero en la taberna, y después pensó así:

«Ahora sí que no tengo nada: ni muebles, ni casa, ni vestidos».

Por la mañana, el Infortunio despertó, y viendo que su amo ya no tenía nada que vender, le dijo:

-Escucha, amo.

-¿Qué quieres, Infortunio?

-Ve a casa de tu vecino y pídele un carro con un par de bueyes.

El campesino se dirigió a casa de su vecino y le dijo:

-Préstamo tu carro y un par de bueyes por hoy y trabajaré después para ti una semana.

-¿Y para qué los necesitas?

-Tengo que ir al bosque a coger leña.

-Bien, llévatelos; pero no los cargues demasiado.

-¡Dios me guarde de hacerlo!

Condujo los bueyes a su casa, se sentó en el carro con el Infortunio y se dirigió al campo.

-Oye, amo -le preguntó el Infortunio-: ¿conoces un sitio donde hay una gran piedra?

-Ya lo creo que lo conozco.

-Pues si lo conoces lleva el carro directamente allí.

Llegado al sitio indicado se pararon y bajaron a tierra. El Infortunio indicó al campesino que levantase la piedra; éste lo hizo así y vieron que debajo de ella había una cavidad llena de monedas de oro.

-¿Qué es lo que miras ahí parado? -le gritó el Infortunio-. Cárgalo pronto en el carro.

El campesino se puso a trabajar y llenó el carro de oro, sacando del hoyo hasta la última moneda.

Viendo que la cavidad quedaba vacía, dijo al Infortunio:

-Mira, Infortunio, me parece que allí ha quedado aún dinero.

El Infortunio se inclinó para ver mejor, y dijo:

-¿Dónde? Yo no lo veo.

-Allí en un rincón brilla algo.

-Pues yo no veo nada.

-Baja al fondo y verás.

El Infortunio bajó al hoyo, y apenas estuvo allí, el campesino dejó caer la piedra, exclamando:

-¡Ahí estás mejor, porque si te llevo conmigo me harás gastar todo el dinero!

El campesino, una vez llegado a su casa, llenó la cueva con el dinero, devolvió el carro y los bueyes a su vecino y empezó a meditar sobre el modo de arreglar su vida.

Compró madera, se construyó una magnífica casa y se estableció en ella, llevando una vida mucho mejor que la de su hermano el rico.

Pasado algún tiempo, un día fue a la ciudad a convidar a su hermano y a su cuñada para el día de su santo.

-¿Qué tontería se te ha ocurrido? -le contestó su hermano-. No tienes qué comer y quieres celebrar el día de tu santo.

-Verdad es que en otros tiempos no tenía qué comer; pero ahora, gracias a Dios, no tengo menos que tú. Tú ven a casa y verás.

-Bien, iremos.

Al día siguiente el rico se fue con su mujer a casa de su hermano; al llegar vio con asombro que la cabaña del pobre se había convertido en una magnífica casa; ningún comerciante de la ciudad tenía una parecida.

El campesino los convidó con ricos manjares y vinos finos. Después de acabada la comida, el rico preguntó a su hermano:

-Dime, por favor, ¿qué has hecho para enriquecerte de ese modo?

El hermano le contó todo. Cómo se había pegado a él el Infortunio; cómo lo había hecho gastar en la taberna todo lo que tenía, hasta el último vestido de su mujer, y cuando ya no le quedaba nada le había enseñado el sitio donde se hallaba escondido un inmenso tesoro que había recogido, librándose al mismo tiempo de su mal acompañante.

El rico, envidioso de una suerte tan grande, pensó para sus adentros:

«Me iré al campo, levantaré la piedra y devolveré la libertad al Infortunio para que arruine por completo a mi hermano y no se vanaglorie delante de mí de sus riquezas».

Envió a casa a su mujer y él se dirigió al campo. Llegó a la gran piedra, la levantó de un lado y se inclinó para ver lo que había escondido debajo. No tuvo tiempo de observar la profundidad del hoyo, porque el Infortunio saltó fuera y se colocó a caballo sobre su cuello, gritándole:

-¡Quisiste hacerme morir aquí, pero ahora por nada del mundo nos separaremos!

-Escucha, Infortunio. No soy yo -repuso el comerciante- quien te había encerrado en este calabozo.

-Pues si no fuiste tú, ¿quién ha sido?

-Ha sido mi hermano y yo he venido expresamente para libertarte.

-¡Eso son mentiras! Me has engañado ya una vez, pero no me engañarás la segunda.

El Infortunio se agarró al cuello del rico comerciante, y éste se lo llevó a su casa. Desde entonces todo empezó a salirle mal. Todas las mañanas el Infortunio empezaba pidiendo una copita de aguardiente, y a fuerza de beber le hizo gastar mucho dinero en la taberna.

-Esto no puede durar más -decidió el comerciante-. Bastante he divertido al Infortunio; ya es tiempo de que me separe de él; pero ¿cómo?

Pensó en ello mucho tiempo, y al fin se le ocurrió una idea. Fue al patio, hizo dos tapones de madera de encina, cogió una rueda de un carro y metió sólidamente uno de los tapones en el cubo de ella; después se fue a buscar al Infortunio y le dijo:

-Oye, Infortunio, ¿por qué estás siempre acostado?

-¿Y qué quieres que haga?

-Podíamos ir al patio a jugar al escondite.

El Infortunio se puso muy contento, y ambos salieron al patio; el comerciante se escondió; pero el Infortunio lo encontró en seguida. Cuando le llegó el turno de esconderse, dijo a su amo:

-A mí no me encontrarás tan pronto, porque yo puedo esconderme en cualquier rendija.

-¡A que no! -le contestó el comerciante-. ¿No eres capaz de esconderte en el cubo de esta rueda y crees que te vas a poder esconder en una rendija?

-¿Cómo que no puedo entrar en el cubo de la rueda? Verás cómo me escondo.

El Infortunio se introdujo en el cubo de la rueda, y el comerciante, cogiendo el otro tapón de encina, tapó bien con un mazo el lado abierto; luego cogió la rueda y la tiró al río.

El Infortunio se ahogó y el comerciante se volvió a su casa y siguió viviendo como en sus mejores tiempos, estrechando la amistad con su hermano.




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La bruja y la hermana del Sol

En un país lejano hubo un zar y una zarina que tenían un hijo, llamado Iván, mudo desde su nacimiento.

Un día, cuando ya había cumplido doce años, fue a ver a un palafrenero de su padre, al que tenía mucho cariño porque siempre le contaba cuentos maravillosos.

Esta vez, el zarevich Iván quería oír un cuento; pero lo que oyó fue algo muy diferente de lo que esperaba.

-Iván Zarevich -le dijo el palafrenero-, dentro de poco dará a luz tu madre una niña, y esta hermana tuya será una bruja espantosa que se comerá a tu padre, a tu madre y a todos los servidores de palacio. Si quieres librarte tú de tal desdicha, ve a pedir a tu padre su mejor caballo y márchate de aquí adonde el caballo te lleve.

El zarevich Iván se fue corriendo a su padre y, por la primera vez en su vida, habló. El zar tuvo tal alegría al oírle hablar que, sin preguntarle para qué lo necesitaba, ordenó en seguida que le ensillasen el mejor caballo de sus cuadras.

Iván Zarevich montó a caballo y dejó en libertad al animal de seguir el camino que quisiese. Así cabalgó mucho tiempo hasta que encontró a dos viejas costureras y les pidió albergue; pero las viejas le contestaron:

-Con mucho gusto te daríamos albergue, Iván Zarevich; pero ya nos queda poca vida. Cuando hayamos roto todas las agujas que están en esta cajita y hayamos gastado el hilo de este ovillo, llegará nuestra muerte.

El zarevich Iván rompió a llorar y se fue más allá. Caminó mucho tiempo, y encontrando a Vertodub le pidió:

-Guárdame contigo.

-Con mucho gusto lo haría, Iván Zarevich; pero no me queda mucho que vivir. Cuando acabe de arrancar de la tierra estos robles con sus raíces, en seguida vendrá mi muerte.

El zarevich Iván lloró aún con más desconsuelo y se fue más allá. Al fin se encontró a Vertogez, y acercándose a él, le pidió albergue; pero Vertogez le repuso:

-Con mucho gusto te hospedaría, pero no viviré mucho tiempo. Me han puesto aquí para voltear esas montañas; cuando acabe con las últimas, llegará la hora de mi muerte.

El zarevich derramó amarguísimas lágrimas y se fue más allá. Después de viajar mucho llegó al fin a casa de la hermana del Sol. Ésta lo acogió con gran cariño, le dio de comer y beber y lo cuidó como a su propio hijo.

El zarevich vivió allí contento de su suerte; pero algunas veces se entristecía por no tener noticias de los suyos. Subía entonces a una altísima montaña, miraba al palacio de sus padres, que se percibía allá lejos, y viendo que nunca salía nadie de sus muros ni se asomaba a las ventanas, suspiraba llorando con desconsuelo.

Una vez que volvía a casa después de contemplar su palacio, la hermana del Sol le preguntó:

-Oye, Iván Zarevich, ¿por qué tienes los ojos como si hubieses llorado?

-Es el viento que me los habrá irritado -contestó Iván.

La siguiente vez ocurrió lo mismo. Entonces la hermana del Sol impidió al viento que soplase.

Por tercera vez volvió Iván con los ojos hinchados, y ya no tuvo más remedio que confesarlo todo a la hermana del Sol, pidiéndole que le dejase ir a visitar su país natal. Ella no quería consentir; pero el zarevich insistió tanto que le dio permiso.

Se despidió de él cariñosamente, dándole para el camino un cepillo, un peine y dos manzanas de juventud; cualquiera que sea la edad de la persona que come una de estas manzanas rejuvenece en seguida.

El zarevich llegó al sitio donde estaba trabajando Vertogez y vio que quedaba sólo una montaña. Sacó entonces el cepillo, lo tiró al suelo y en un instante aparecieron unas montañas altísimas, cuyas cimas llegaban al mismísimo cielo; tantas eran, que se perdían de vista.

Vertogez se alegró, y con gran júbilo se puso a trabajar, volteándolas como si fuesen plumas.

El zarevich Iván siguió su camino, y al fin llegó al sitio donde estaba Vertodub arrancando los robles; sólo le quedaban tres árboles. Entonces el zarevich, sacando el peine, lo tiró en medio de un campo, y en un abrir y cerrar de ojos nacieron unos bosques espesísimos. Vertodub se puso muy contento, dio las gracias al zarevich y empezó a arrancar los robles con todas sus raíces.

El zarevich Iván continuó su camino hasta que llegó a las casas de las viejas costureras. Las saludó y regaló una manzana a cada una; ellas se las comieron, y de repente rejuvenecieron como si nunca hubiesen sido viejas. En agradecimiento le dieron un pañuelo que al sacudirlo formaba un profundo lago.

Al fin llegó el zarevich al palacio de sus padres. La hermana salió a su encuentro; lo acogió cariñosamente y le dijo:

-Siéntate, hermanito, a tocar un poquito el arpa mientras que yo te preparo la comida.

El zarevich se sentó en un sillón y se puso a tocar el arpa. Cuando estaba tocando, salió de su cueva un ratoncito y le dijo con voz humana:

-¡Sálvate, zarevich! ¡Huye a todo correr! Tu hermana está afilándose los dientes para comerte.

El zarevich Iván salió del palacio, montó a caballo y huyó a todo galope.

Entretanto, el ratoncito se puso a correr por las cuerdas del arpa, y la hermana, oyendo sonar el instrumento, no se imaginaba que su hermano se había escapado. Afiló bien sus dientes, entró en la habitación y su desengaño fue grande al ver que estaba vacía; sólo había un ratoncito, que salió corriendo y se metió en su cueva.

La bruja se enfureció, rechinando los dientes con rabia, y echó a correr en persecución de su hermano. Iván oyó el ruido, volvió la cabeza hacia atrás, y viendo que su hermana casi lo alcanzaba sacudió el pañuelo y al instante se formó un lago profundo.

Mientras que la bruja pasaba a nado a la orilla opuesta, el zarevich Iván se alejó bastante. Ella echó a correr aún con más rapidez. ¡Ya se acercaba!

Entonces Vertodub, comprendiendo al ver pasar corriendo al zarevich que iba huyendo de su hermana, empezó a arrancar robles y a amontonarlos en el camino; hizo con ellos una montaña que no dejaba paso a la bruja. Pero ésta se puso a abrirse camino royendo los árboles, y al fin, aunque con gran dificultad, logró abrir un camino y pasar; pero el zarevich estaba ya lejos.

Corrió persiguiéndole con saña, y pronto se acercó a él; unos cuantos pasos más, y hubiera caído en sus garras.

Al ver esto, Vertogez se agarró a la más alta montaña y la volteó de tal modo que vino a caer en medio del camino entre ambos, y sobre ella colocó otra. Mientras la bruja escalaba las montañas el zarevich Iván siguió corriendo y pronto se vio lejos de allí. Pero la bruja atravesó las montañas y continuó la persecución.

Cuando le tuvo al alcance de su voz le gritó con alegría diabólica:

-¡Ahora sí que ya no te escaparás!

Estaba ya muy cerca, muy cerca. Unos pasos más, y lo hubiera cogido. Pero en aquel momento el zarevich llegó al palacio de la hermana del Sol y empezó a gritar:

-¡Sol radiante, ábreme la ventanita!

La hermana del Sol le abrió la ventana e Iván saltó con su caballo al interior.

La bruja pidió que le entregasen a su hermano.

-Que venga conmigo a pesarse en el peso -dijo-. Si peso más que él, me lo comeré, y si pesa él más, que me mate.

El zarevich consintió y ambos se dirigieron hacia el peso. Iván se sentó el primero en uno de los platillos, y apenas puso la bruja el pie en el otro el zarevich dio un salto hacia arriba con tanta fuerza que llegó al mismísimo cielo y se encontró en otro palacio de la hermana del Sol.

Se quedó allí para siempre, y la bruja, no pudiendo cogerle, se volvió atrás.




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La niña lista

Dos hermanos marchaban juntos por el mismo camino. Uno de ellos era pobre y montaba una yegua; el otro, que era rico, iba montado sobre un caballo.

Se pararon para pasar la noche en una posada y dejaron sus monturas en el corral. Mientras todos dormían, la yegua del pobre tuvo un potro, que rodó hasta debajo del carro del rico. Por la mañana el rico despertó a su hermano, diciéndole:

-Levántate y mira. Mi carro ha tenido un potro.

El pobre se levantó, y al ver lo ocurrido exclamó:

-Eso no puede ser. ¿Dónde se ha visto que de un carro pueda nacer un potro? El potro es de mi yegua.

El rico le repuso:

-Si lo hubiese parido tu yegua, estaría a su lado y no debajo de mi carro.

Así discutieron largo tiempo y al fin se dirigieron al tribunal. El rico sobornaba a los jueces dándoles dinero, y el pobre se apoyaba solamente en la razón y en la justicia de su causa.

Tanto se enredó el pleito, que llegaron hasta el mismo zar, quien mandó llamar a los dos hermanos y les propuso cuatro enigmas:

-¿Qué es en el mundo lo más fuerte y rápido?

-¿Qué es lo más gordo y nutritivo?

-¿Qué es lo más blando y suave?

-¿Qué es lo más agradable?

Y les dio tres días de plazo para acertar las respuestas, añadiendo:

-El cuarto día venid a darme la contestación.

El rico reflexionó un poco y, acordándose de su comadre, se dirigió a su casa para pedirle consejo. Ésta le hizo sentar a la mesa, convidándolo a comer, y, entretanto, le preguntó:

-¿Por qué estás tan preocupado, compadre?

-Porque el zar me ha dado para resolver cuatro enigmas un plazo de tres días.

-¿Y qué enigmas son?

-El primero, qué es en el mundo lo más fuerte y rápido.

-¡Vaya un enigma! Mi marido tiene una yegua torda que no hay nada más rápido; sin castigarla con el látigo alcanza a las mismas liebres.

-El segundo enigma es: ¿Qué es lo más gordo y nutritivo?

-Nosotros tenemos un cerdo al que estamos cebando hace ya dos años, y se ha puesto tan gordo que no puede tenerse de pie.

-El tercer enigma es: ¿Qué es lo más blando y suave?

-Claro que el lecho de plumas. ¿Qué puede haber más blando y suave?

-El último enigma es el siguiente: ¿Qué es lo más agradable?

-¡Lo más agradable es mi nieto Ivanuchka!

-Muchas gracias, comadre. Me has sacado de un gran apuro; nunca olvidaré tu amabilidad.

Entretanto el hermano pobre se fue a su casa vertiendo amargas lágrimas. Salió a su encuentro su hija, una niña de siete años, y le preguntó:

-¿Por qué suspiras tanto y lloras con tal desconsuelo, querido padre?

-¿Cómo quieres que no llore cuando el zar me ha propuesto cuatro enigmas que ni siquiera en toda mi vida podría adivinar y debo contestarle dentro de tres días?

-Dime cuáles son.

-Pues son los siguientes, hijita mía: ¿Qué es en el mundo lo más fuerte y rápido? ¿Qué es lo más gordo y nutritivo? ¿Qué lo más blando y suave? ¿Qué lo más agradable?

-Tranquilízate, padre. Ve a ver al zar y dile: «Lo más fuerte y rápido es el viento. Lo más gordo y nutritivo, la tierra, pues alimenta a todo lo que nace y vive. Lo más blando, la mano: el hombre, al acostarse, siempre la pone debajo de la cabeza a pesar de toda la blandura del lecho; y ¿qué cosa hay más agradable que el sueño?».

Los dos hermanos se presentaron ante el zar, y éste, después de haberles escuchado, preguntó al pobre:

-¿Has resuelto tú mismo los enigmas o te ha dicho alguien las respuestas?

El pobre contestó:

-Majestad, tengo una niña de siete años que es la que me ha dicho la solución de tus enigmas.

-Si tu hija es tan lista, dale este hilo de seda para que me teja una toalla con dibujos para mañana.

El campesino tomó el hilo de seda y volvió a su casa más triste que antes.

-¡Dios mío, qué desgracia! -dijo a la niña-. El zar ha ordenado que le tejas de este hilo una toalla.

-No te apures, padre -le contestó la chica.

Sacó una astilla del palo de la escoba y se la dio a su padre, diciéndole:

-Ve a palacio y dile al zar que busque un carpintero que de esta varita me haga un telar para tejer la toalla.

El campesino llevó la astilla al zar, repitiéndole las palabras de su hija. El zar le dio ciento cincuenta huevos, añadiendo:

-Dale estos huevos a tu hija para que los empolle y me traiga mañana ciento cincuenta pollos.

El campesino volvió a su casa muy apurado.

-¡Oh hijita! Hemos salido de un apuro para entrar en otro.

-No te entristezcas, padre -dijo la niña.

Tomó los huevos y se los guardó para comérselos, y al padre le envió otra vez al palacio:

-Di al zar que para alimentar a los pollos necesito tener mijo de un día; hay, pues, que labrar el campo, sembrar el mijo, recogerlo y trillarlo, y todo esto debe ser hecho en un solo día, porque los pollos no podrán comer otro mijo.

El zar escuchó con atención la respuesta y dijo al campesino:

-Ya que tu hija es tan lista, dile que se presente aquí; pero que no venga ni a pie ni a caballo, ni desnuda ni vestida; sin traerme regalo, pero tampoco con las manos vacías.

«Esta vez -pensó el campesino- mi hija no podrá resolver tantas dificultades. Llegó la hora de nuestra perdición».

-No te apures, padre -le dijo su hija cuando llegó a casa y le contó lo sucedido-. Busca un cazador, cómprale una liebre y una codorniz vivas y tráemelas aquí.

El padre salió, compró una liebre y una codorniz y las llevó a su casa.

Al día siguiente, por la mañana, la niña se desnudó, se cubrió el cuerpo con una red, tomó en la mano la codorniz, se sentó en el lomo de la liebre y se dirigió al palacio.

El zar salió a su encuentro a la puerta y la niña le saludó, diciendo:

-¡Aquí tienes, señor, mi regalo!

Y le presentó la codorniz. El zar alargó la mano; pero en el momento de ir a cogerla echó a volar aquélla.

-Está bien -dijo el zar-. Lo has hecho todo según te había ordenado. Dime ahora: tu padre es pobre, ¿cómo vivís y con qué os alimentáis?

-Mi padre pesca en la arena de la orilla del mar, sin poner cebo, y yo recojo los peces en mi falda y hago sopa con ellos.

-¡Qué tonta eres! ¿Dónde has visto que los peces vivan en la arena de la orilla? Los peces están en el agua.

-¿Crees que eres más listo tú? ¿Dónde has visto que de un carro pudiera nacer un potro?

-Tienes razón -dijo el zar, y adjudicó el potro al pobre.

En cuanto a la niña, la hizo educar en su palacio, y cuando fue mayor se casó con ella, haciéndola zarina.




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El adivino

Era un campesino pobre y muy astuto apodado Escarabajo, que quería adquirir fama de adivino.

Un día robó una sábana a una mujer, la escondió en un montón de paja y se empezó a alabar diciendo que estaba en su poder el adivinarlo todo. La mujer lo oyó y vino a él pidiéndole que adivinase dónde estaba su sábana. El campesino le preguntó:

-¿Y qué me darás por mi trabajo?

-Un pud de harina y una libra de manteca.

-Está bien.

Se puso a hacer como que meditaba, y luego le indicó el sitio donde estaba escondida la sábana.

Dos o tres días después desapareció un caballo que pertenecía a uno de los más ricos propietarios del pueblo. Era Escarabajo quien lo había robado y conducido al bosque, donde lo había atado a un árbol.

El señor mandó llamar al adivino, y éste, imitando los gestos y procedimientos de un verdadero mago, le dijo:

-Envía tus criados al bosque; allí está tu caballo atado a un árbol.

Fueron al bosque, encontraron el caballo, y el contento propietario dio al campesino cien rublos. Desde entonces creció su fama, extendiéndose por todo el país.

Por desgracia, ocurrió que al zar se le perdió su anillo nupcial, y por más que lo buscaron por todas partes no lo pudieron encontrar.

Entonces el zar mandó llamar al adivino, dando orden de que lo trajesen a su palacio lo más pronto posible. Los mensajeros, llegados al pueblo, cogieron al campesino, lo sentaron en un coche y lo llevaron a la capital. Escarabajo, con gran miedo, pensaba así:

«Ha llegado la hora de mi perdición. ¿Cómo podré adivinar dónde está el anillo? Se encolerizará el zar y me expulsarán del país o mandará que me maten».

Lo llevaron ante el zar, y éste le dijo:

-¡Hola, amigo! Si adivinas dónde se halla mi anillo te recompensaré bien; pero si no haré que te corten la cabeza.

Y ordenó que lo encerrasen en una habitación separada, diciendo a sus servidores:

-Que le dejen solo para que medite toda la noche y me dé la contestación mañana temprano.

Lo llevaron a una habitación y lo dejaron allí solo.

El campesino se sentó en una silla y pensó para sus adentros: «¿Qué contestación daré al zar? Será mejor que espere la llegada de la noche y me escape; apenas los gallos canten tres veces huiré de aquí».

El anillo del zar había sido robado por tres servidores de palacio; el uno era lacayo, el otro cocinero, y el tercero cochero. Hablaron los tres entre sí, diciendo:

-¿Qué haremos? Si este adivino sabe que somos nosotros los que hemos robado el anillo, nos condenarán a muerte. Lo mejor será ir a escuchar a la puerta de su habitación; si no dice nada, tampoco lo diremos nosotros; pero si nos reconoce por ladrones, no hay más remedio que rogarle que no nos denuncie al zar.

Así lo acordaron, y el lacayo se fue a escuchar a la puerta. De pronto se oyó por primera vez el canto del gallo, y el campesino exclamó:

-¡Gracias a Dios! Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.

Al lacayo se le paralizó el corazón de miedo. Acudió a sus compañeros, diciéndoles:

-¡Oh amigos, me ha reconocido! Apenas me acerqué a la puerta, exclamó: «Ya está uno; hay que esperar a los otros dos».

-Espera, ahora iré yo -dijo el cochero; y se fue a escuchar a la puerta.

En aquel momento los gallos cantaron por segunda vez, y el campesino dijo:

-¡Gracias a Dios! Ya están dos; hay que esperar sólo al tercero.

El cochero llegó junto a sus compañeros y les dijo:

-¡Oh amigos, también me ha reconocido!

Entonces el cocinero les propuso:

-Si me reconoce también, iremos todos, nos echaremos a sus pies y le rogaremos que no nos denuncie y no cause nuestra perdición.

Los tres se dirigieron hacia la habitación, y el cocinero se acercó a la puerta para escuchar. De pronto cantaron los gallos por tercera vez, y el campesino, persignándose, exclamó:

-¡Gracias a Dios! ¡Ya están los tres!

Y se lanzó hacia la puerta con la intención de huir del palacio; pero los ladrones salieron a su encuentro y se echaron a sus plantas, suplicándole:

-Nuestras vidas están en tus manos. No nos pierdas; no nos denuncies al zar. Aquí tienes el anillo.

-Bueno; por esta vez os perdono -contestó el adivino.

Tomó el anillo, levantó una plancha del suelo y lo escondió debajo.

Por la mañana el zar, despertándose, hizo venir al adivino y le preguntó:

-¿Has pensado bastante?

-Sí, y ya sé dónde se halla el anillo. Se te ha caído, y rodando se ha metido debajo de esta plancha.

Quitaron la plancha y sacaron de allí el anillo. El zar recompensó generosamente a nuestro adivino, ordenó que le diesen de comer y beber y se fue a dar una vuelta por el jardín.

Cuando paseaba por una vereda, vio un escarabajo, lo cogió y volvió a palacio.

-Oye -dijo al campesino-: si eres adivino, tienes que adivinar qué es lo que tengo encerrado en mi puño.

El campesino se asustó y murmuró entre dientes:

-Escarabajo, ahora sí que estás cogido por la mano poderosa del zar.

-¡Es verdad! ¡Has acertado! -exclamó el zar.

Y dándole aún más dinero le dejó irse a su casa colmado de honores.




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Gorrioncito

Un matrimonio viejo que no tenía hijos rezaba a Dios todos los días para merecer la misericordia divina; pero Dios, sordo, al parecer, a las súplicas, no le concedía la gracia de tener un niño.

Un día se fue el marido al bosque para recoger setas y encontró a un viejecito que le dijo:

-Yo sé cuál es la pena que escondes en tu corazón y cuán grande es tu deseo de tener hijos. Óyeme bien: ve al pueblo, pide en cada casa un huevo; luego coge una gallina, hazla sentar sobre ellos para que los empolle y ya verás lo que sucede.

El anciano volvió al pueblo, que tenía cuarenta y una casas; en cada una de ellas entró y pidió un huevo, y luego, volviendo a la suya, cogió una gallina y la hizo empollar los cuarenta y un huevos.

Pasaron dos semanas; los ancianos fueron al gallinero, y cuál sería su asombro al ver que de los huevos nacieron cuarenta niños fuertes y robustos y uno pequeño y débil.

El padre le puso a cada uno un nombre; pero al llegar al último, ya no se le ocurría qué nombre ponerle. Entonces, atendiendo a que era el pequeño, dijo:

-Como no tengo nombre para ti, te llamaré Gorrioncito.

Los niños crecieron con tal rapidez, que algunos días después de nacer pudieron ya trabajar y ayudar a sus padres. Eran unos muchachos guapísimos y trabajadores; cuarenta de ellos labraban el campo y Gorrioncito hacía los trabajos de casa.

Llegó la temporada de siega, y los hermanos se fueron a guadañar y hacer haces de heno. Pasaron una semana en las praderas y luego volvieron a casa, cenaron y se acostaron. El anciano los contempló y dijo gruñendo:

-¡Oh juventud indolente! Comen mucho, duermen aún más y estoy seguro que no han trabajado nada.

-Padre, antes de juzgar, ve a ver -dijo Gorrioncito.

El anciano se vistió, fue a las praderas y vio con satisfacción que estaban ya listos cuarenta grandes haces de heno.

-¡Qué valientes son mis chicos! ¡Cuánto heno han guadañado en una semana y qué haces tan grandes han hecho! -exclamó.

Tan grande fue su deseo de admirar sus bienes, que al día siguiente fue otra vez a las praderas; llegó allí y vio que faltaba un haz. Volvió a casa preocupado y dijo a sus hijos:

-¡Oh hijos míos! ¡Ha desaparecido un haz de heno!

-No importa, padre. Nosotros cogeremos al ladrón -le contestó Gorrioncito-. Dame cien rublos; yo sé lo que tengo que hacer.

Cogió los cien rublos y se dirigió a la herrería.

-¿Puedes -dijo al herrero- forjarme una cadena con la que pueda atar a un hombre desde los pies hasta la cabeza?

-¿Por qué no? -contestó el herrero.

-Pues hazme una, pero que sea bastante resistente. Si resulta fuerte te pagaré cien rublos; pero si se rompe no cobrarás ni un copec.

El herrero forjó una cadena de hierro. Gorrioncito se ató con ella el cuerpo, luego se dobló por la cintura y la cadena se rompió. El herrero le forjó otra mucho más fuerte, que resistió todas las pruebas, y Gorrioncito la cogió, pagó por ella cien rublos y se dirigió a las praderas para montar la guardia a los haces de heno. Se sentó al lado de uno de ellos y se puso a esperar.

Justo a media noche se levantó el viento, se alborotó el mar, y de sus profundidades surgió una yegua hermosísima que se acercó al primer haz y empezó a devorar el heno. Gorrioncito corrió hacia ella, la sujetó con la cadena de hierro y montó a caballo en su lomo.

La yegua, enfurecida, echó a correr por valles y montes; pero, a pesar de esta carrera desenfrenada, el jinete permaneció como clavado en su sitio. Al fin, cansada de correr, la yegua se paró y dijo:

-¡Oh joven valeroso! Ya que has podido dominarme, sé tú el amo de mis potros.

Se acercó a la orilla del mar y relinchó estrepitosamente. El mar se alborotó y salieron a la orilla cuarenta y un caballos tan magníficos, que aunque se buscasen por todo el mundo no se encontrarían otros semejantes.

Por la mañana, el padre de Gorrioncito, oyendo un gran pataleo y estrepitoso relinchar en el patio, salió asustado para ver lo que pasaba. Era su hijo que llegaba a casa acompañado de todo un rebaño de caballos.

-¡Hola, hermanos! -exclamó-. Aquí traigo un caballo para cada uno; vámonos a buscar novia.

-¡Vámonos! -contestaron todos.

Los padres les dieron su bendición y todos los hermanos se pusieron en camino.

Durante mucho tiempo anduvieron por el mundo, pues no era cosa fácil encontrar tantas novias. Además, no querían separarse y casarse con jóvenes que perteneciesen a distintas familias, para no tener suerte distinta cada uno, y no era fácil encontrar una madre que pudiese alabarse de tener cuarenta y una hijas.

Al fin llegaron a un país muy lejano y vieron un espléndido palacio, todo de piedra blanca, que se elevaba en una altísima montaña. Lo cercaba un alto muro y a la entrada estaban clavados unos postes de hierro. Los contaron y eran cuarenta y uno.

Ataron a estos postes sus briosos caballos y entraron en el patio. Salió a su encuentro la bruja Baba-Yaga, que les gritó:

-¿Quién os ha invitado a entrar? ¿Cómo habéis osado atar vuestros caballos a los postes sin pedirme permiso?

-¡Vaya, vieja! ¿Por qué gritas tanto? Antes de todo danos de comer y beber y caliéntanos el baño; luego podrás hacernos tus preguntas.

Baba-Yaga les dio de comer y beber, les calentó el baño, y después empezó a preguntarles:

-Decidme, valerosos jóvenes, ¿estáis buscando algo o sólo camináis por el gusto de pasear?

-Estamos buscando una cosa, abuelita.

-¿Y qué queréis?

-Buscamos novias para todos.

-¡Pero si yo tengo cuarenta y una hijas! -exclamó Baba-Yaga.

Corrió a la torre y pronto apareció acompañada de cuarenta y una jóvenes.

Los hermanos, encantados, solicitaron permiso para casarse con ellas, y en seguida lo obtuvieron y celebraron la boda con un alegre festín.

Al anochecer, Gorrioncito fue a ver qué tal estaba su caballo, y éste, al acercársele su amo, le dijo con voz humana:

-¡Cuidado, amo! Cuando os acostéis con vuestras jóvenes esposas no os olvidéis de cambiar con ellas los vestidos; poneos los de ellas y vestidlas a ellas con los vuestros; si no, pereceréis todos.

Gorrioncito lo contó todo a sus hermanos, y todos al llegar la noche vistieron a sus jóvenes esposas con sus trajes, poniéndose ellos los de éstas, y así se acostaron. Pronto todos se durmieron profundamente; sólo Gorrioncito permaneció vigilando sin cerrar los ojos.

A media noche gritó Baba-Yaga con una voz espantosa:

-¡Hola, mis fieles servidores! ¡Venid aquí y cortad la cabeza a los visitantes importunos!

En un instante acudieron los fieles servidores y cortaron la cabeza a las hijas de Baba-Yaga.

Gorrioncito despertó a sus hermanos y les explicó lo ocurrido; cogieron las cabezas cortadas de sus esposas, las colocaron en los postes de hierro que adornaban la entrada, ensillaron sus caballos y huyeron de allí a todo galope.

Por la mañana la bruja se levantó, miró por la ventana y, ¡oh desgracia!, las cabezas de sus hijas estaban colocadas en los postes de hierro. Se enfureció, ordenó que le diesen su escudo abrasador y se lanzó en persecución de los jóvenes echando fuego y quemando con su escudo todo alrededor de sí.

Los hermanos, asustados, no sabían dónde esconderse. Delante de ellos se extendía el mar, y a sus espaldas la bruja quemaba todo con su escudo ardiente. La salvación era imposible. Pero Gorrioncito era sagaz y astuto: durante su estancia en el palacio de Baba-Yaga le había robado a ésta un pañuelo. Lo sacudió ante sí, y de repente apareció un puente que se tendía de una orilla a otra. Los jóvenes atravesaron a galope el mar por el puente, y pronto se vieron en la orilla opuesta. Gorrioncito sacudió el pañuelo hacia atrás y el puente desapareció.

Baba-Yaga tuvo que volverse a casa, y los hermanos llegaron sanos y salvos junto a sus padres, que los acogieron llenos de alegría.




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El gato, el gallo y la zorra

En otros tiempos hubo un anciano que tenía un gato y un gallo muy amigos uno de otro. Un día el viejo se fue al bosque a trabajar; el gato le llevó el almuerzo y el gallo se quedó para guardar la casa. Pasado un rato se acercó a la casa una zorra, y situándose debajo de la ventana, se puso a cantar:

-¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro! Si sales a la ventana te daré un guisante.

El Gallo abrió la ventana, y en un abrir y cerrar de ojos la Zorra lo cogió para llevárselo a su choza. El Gallo se puso a gritar:

-¡Socorro! Me ha cogido la Zorra y me lleva por bosques obscuros, profundos valles y altos montes. ¡Gatito, compañero mío, socórreme!

Cuando el Gato oyó los gritos echó a correr en busca del Gallo; encontró a la Zorra, le arrancó el Gallo y se lo trajo a casa.

-Ten cuidado, querido Gallito -le dijo el Gato-, de no asomarte más a la ventana; no hagas caso de la Zorra, que lo que quiere es comerte sin dejar de ti ni siquiera los huesos.

Al otro día se fue también el anciano al bosque; el Gato le llevó la comida y el Gallo se quedó a cuidar de la casa, no sin haberle recomendado el buen viejo que no abriese la puerta a nadie ni se asomase a la ventana. Pero la Zorra, que tenía mucha gana de comerse al Gallo, se puso debajo de la ventana y empezó a cantar como el día anterior:

-¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro! Mira por la ventana y te daré un guisante y otras semillas.

El Gallo se puso a pasearse por la cabaña sin responder a la Zorra; entonces ésta repitió la misma canción y le echó un guisante por la ventana. El Gallo se lo comió y dijo a la Zorra:

-No, Zorra, no me engañas; lo que tú quieres es comerme sin dejar ni siquiera los huesos.

-¿Pero por qué te figuras que yo te quiero comer? Lo que quiero es que vengas a mi casa para hacerme una visita, presentarte a mis hijas y regalarte como te mereces.

Y otra vez se puso a cantar con una voz muy suave:

-¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro y cabecita de seda! Mira por la ventana; así como te di un guisante te daré también semillas.

El Gallo asomó la cabeza por la ventana y la Zorra lo cogió con sus patas y se lo llevó a su choza.

El Gallo, asustado, se puso a dar grandes gritos:

-¡Socorro! La Zorra me ha cogido y me lleva por bosques obscuros, valles profundos y altos montes. ¡Gatito, compañero mío, socórreme!

El Gato oyó los gritos del Gallo, lo buscó por todas partes y al fin lo encontró; se lo quitó a la Zorra, lo trajo a casa y le dijo:

-¿No te había dicho, querido Gallito, que no mirases por la ventana? El mejor día te comerá la Zorra y no dejará de ti ni siquiera los huesos. Ten cuidado mañana porque iremos muy lejos de casa y no te podré oír ni ayudar.

Al día siguiente el viejo se marchó otra vez al campo, y el Gato, como de costumbre, le llevó la comida. Cuando la Zorra vio que se había marchado el anciano, vino debajo de la ventana de la cabaña y se puso a cantar la misma canción de siempre; la repitió tres veces, pero el Gallo no le respondía.

-¿Qué te pasa? -dijo la Zorra-. ¿Por qué hoy, Gallito, no me respondes?

-No, Zorra; esta vez no me engañas; no miraré por la ventana.

La Zorra le echó por la ventana un guisante y varias semillas y se puso a cantar muy dulcemente:

-¡Cucuricú, Gallito de la cresta de oro y la cabecita de seda, sal a la ventana! Yo tengo un palacio grande, grande; en cada rincón hay muchos sacos de grano y podrás comer tanto como quieras. ¡Si tú vieras cuántas golosinas tengo allí! No creas al Gato, que si yo hubiese querido comerte ya lo habría hecho; yo te quiero mucho, y mi deseo es que viajes y veas tierras nuevas para que aprendas a vivir bien en el mundo. ¿Me tienes miedo? Pues mira, asómate a la ventana, que yo me retiraré un poquito.

Y se escondió debajo de la ventana. El Gallo saltó sobre el marco y sacó su cabeza afuera; la Zorra, de un golpe, lo cogió y se lo llevó a su casa. El Gallo se puso a dar gritos desesperadamente llamando al Gato en su socorro; pero tanto el viejo como el Gato estaban muy lejos y no le oyeron.

Apenas el Gato volvió a casa se puso a buscar a su amigo, y no encontrándolo, pensó que le habría ocurrido la misma desgracia de siempre. Cogió una lira y un palo y se fue en busca de la choza de la Zorra. Una vez llegado, se sentó y empezó a cantar acompañándose con la lira:

-Tocad, cuerdecitas de oro. ¿Está en casa la señora Zorra? ¡Qué hermosas son sus hijas, la mayor Maniquí, la otra Ayuda Maniquí, la tercera Dame el Huso, la cuarta Carda la Lana, la quinta Cierra la Chimenea, la sexta Enciende el Fuego y la séptima Hazme Pasteles!

La Zorra, oyendo cantar, dijo a su hija Maniquí:

-Sal a ver quién canta tan bonita canción.

Apenas Maniquí se presentó al Gato, éste le dio un golpe en la cabeza con el bastón y la guardó en un saco que llevaba. Repitió la misma canción, y la Zorra envió a su segunda hija, y después envió a la tercera, y así hasta la última. Conforme salían de la choza, el Gato las mataba y las guardaba en su saco. Por fin salió la misma Zorra, y apenas el Gato la vio le dio con el palo un golpe tan fuerte en la frente, que la Zorra cayó rodando por el suelo para no levantarse más.

El Gallo se puso muy contento, saltó por una ventana, dio las gracias al Gato por haberle salvado y volvieron los dos a casa del viejo, donde los tres vivieron muy felices durante muchos años.




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La ciencia mágica

En una aldea vivían un campesino con su mujer y su único hijo. Eran muy pobres, y, sin embargo, el marido deseaba que su hijo estudiase una carrera que le ofreciese un porvenir brillante y pudiera servirles de apoyo en su vejez. Pero ¿qué podían hacer? ¡Cuando no se tiene dinero...!

El padre llevó a su hijo a varias ciudades y pueblos para ver si alguien quería instruirle de balde; pero sin dinero nadie quería hacerlo. Volvieron a casa, lloró él, lloró la mujer, se desesperaron los dos por no tener bienes de fortuna, y cuando se calmaron un poco, cogió el viejo a su hijo y otra vez se marcharon ambos a la ciudad cercana. Cuando llegaron a ésta encontraron en la calle a un hombre desconocido que paró al campesino y le preguntó:

-¿Por qué estás tan triste, buen hombre?

-¿Cómo no he de estarlo? -dijo el padre-. Hemos visitado muchas ciudades, buscando quien quiera instruir de balde a mi hijo, y no he podido encontrarlo; todos me piden mucho dinero y yo no lo tengo.

-Déjamelo a mí -le dijo el desconocido-. En tres años yo le enseñaré una profesión muy lucrativa; pero, acuérdate bien: dentro de tres años, el mismo día y a la misma hora que hoy, tienes que venir a recogerlo; si llegas a tiempo y reconoces a tu hijo, te lo podrás llevar; pero si llegas tarde o no lo reconoces, se quedará para siempre conmigo.

El campesino se puso tan contento que se olvidó de preguntar sus señas al desconocido y qué era lo que iba a enseñar a su hijo. Se despidió de éste, volvió a su casa, y con gran júbilo contó lo ocurrido a su mujer. No se había dado cuenta de que el desconocido a quien había dejado su hijo era un hechicero.

Pasaron tres años; el viejo había olvidado por completo la hora y el día y no sabía de qué modo salir de este apuro. El día anterior a aquel en que el campesino tenía que presentarse al hechicero, su hijo, transformado en un pajarito, voló a la casa paterna, se situó delante de la cabaña, y dando un golpe en el suelo con una patita volvió a su estado primitivo y entró en la casa hecho un joven guapísimo. Saludó a sus padres y les dijo:

-¡Padre! Mañana es el día en que tienes que venir a buscarme, pues se cumplen los tres años de mis estudios, cuida de no olvidarlo.

Y le explicó a qué sitio tenía que ir y cómo podría reconocerlo.

-Mi maestro tiene en casa otros once jóvenes discípulos, los cuales se han quedado para siempre con él porque sus padres no llegaron a tiempo para llevárselos o no han sabido reconocerlos; si a ti te sucediese lo mismo no tendría más remedio que quedarme toda la vida con él. Mañana, cuando llegues a casa del maestro, él nos presentará a los doce jóvenes transformados en doce palomos blancos todos exactamente iguales; tú tienes que fijarte, pues al principio todos volaremos a la misma altura; pero luego yo volaré más alto que los otros; el maestro te preguntará: «¿Has reconocido a tu hijo?». Tú señálale el palomo que vuela más alto. Después -prosiguió el hijo- te presentará doce caballos que tendrán todos el mismo pelo, las mismas crines y la misma alzada; fíjate bien en que todos estarán muy tranquilos menos yo, que me moveré y golpearé el suelo con la pata izquierda. El maestro te repetirá la pregunta de antes y tú, sin titubear, señálame a mí. Después de esto -siguió el hijo- aparecerán ante ti doce guapos jóvenes todos de la misma estatura, del mismo color de pelo, con la misma voz, y estarán vestidos y calzados todos iguales. Fíjate bien entonces en que se posará en mi mejilla derecha una mosca pequeñita; ése será el signo por el que podrás reconocerme.

Se despidió de sus padres, dio un golpe en el suelo, y al instante se volvió a transformar en un pajarito, que se fue volando a casa de su maestro.

Por la mañana el padre se levantó temprano y se fue en busca de su hijo. Cuando se presentó delante del hechicero, éste le dijo:

-He enseñado a tu hijo durante tres años toda la ciencia que yo sé; pero si tú no le reconoces se quedará conmigo para siempre.

Después soltó doce palomos todos blancos que no se diferenciaban en nada. El hechicero dijo entonces al padre:

-Dime cuál es tu hijo.

-¿Cómo quieres que lo reconozca cuando todos son iguales? -exclamó el padre.

Pero de pronto uno de los palomos empezó a volar más alto que los demás, y el padre, entonces, reconoció en él a su hijo.

-Bien, hombre. Esta vez has reconocido a tu hijo -dijo el hechicero.

A los pocos minutos aparecieron ante ellos doce caballos, los cuales tenían el mismo pelo, las mismas crines y la misma alzada. El padre empezó a caminar alrededor de ellos sin poder reconocer a su hijo, cuando uno de los caballos golpeó el suelo con la pata izquierda; el padre en seguida señaló al caballo, diciendo al hechicero:

-Ése es mi hijo.

-Tienes razón, viejo -repuso el hechicero.

Por último, se presentaron ante sus ojos doce jóvenes guapísimos; tenían todos la misma estatura, el pelo del mismo color, la misma voz y estaban vestidos y calzados del mismo modo. El campesino se fijó bien en ellos, pero esta vez no podía reconocer a su hijo; pasó por delante de ellos dos veces, y por fin vio posarse una mosquita sobre la mejilla derecha de uno de los jóvenes. El padre, lleno de júbilo, lo señaló al hechicero, diciéndole:

-Maestro, ése es mi hijo.

-Lo has reconocido; pero no eres tú el sabio astuto, sino que el astuto es tu hijo.

El padre, contentísimo y seguido del hijo, se marchó a su casa. No se sabe cuánto tiempo caminaron; los cuentos se cuentan pronto, pero en la realidad las cosas ocurren mucho más despacio. En su camino encontraron a unos cazadores que estaban discutiendo, y mientras tanto, una zorra aprovechaba la ocasión para huir de ellos.

-Padre -exclamó el hijo-, yo me transformaré en perro de caza, cogeré a la zorra, y cuando los cazadores quieran quitármela tú les dirás: «Señores cazadores, con este perro yo me gano la vida». Ellos querrán comprarte el perro y te ofrecerán por él una buena cantidad de dinero; tú véndeme, pero conserva el collar y la correa.

Al instante se transformó en perro de caza y cogió a la zorra. Los cazadores se pusieron a gritar al viejo campesino, diciéndole:

-¿Por qué, viejo, has venido aquí a molestarnos y robarnos nuestra presa?

-Señores cazadores -respondió el viejo-, yo no tengo más que este perro, con el cual me gano la vida.

-¿Quieres vendérnoslo?

-Compradlo.

-¿Cuánto quieres por él?

-Cien rublos.

Los cazadores, sin decir una palabra más, le pagaron al viejo los cien rublos, y al ver que éste le quitaba al perro el collar y la correa, dijeron:

-¿Para qué necesitas tú el collar y la correa?

-Por si se me rompen las correas de mis abarcas tener con qué componerlas.

-Bueno, cógelos -le dijeron, y ataron al perro con un cinturón, arrearon sus caballos y se marcharon.

Al poco rato vieron otra zorra y soltaron a sus perros; pero éstos, por más que corrieron no la pudieron coger. Uno de los cazadores dijo a sus compañeros:

-Amigos, soltad el perro que acabamos de comprar.

Lo soltaron, pero no tuvieron casi tiempo de verlo; la zorra corría por un lado y el perro desapareció por el otro, y llegó donde se había quedado el viejo, dio un golpe en el suelo, y al instante se transformó en el guapo mozo de antes.

El padre y el hijo continuaron su camino; llegaron a un lago y vieron a otros cazadores que cazaban patos grises.

-Mira, padre -le dijo su hijo-, mira cuántos patos vuelan. Voy a transformarme en halcón para coger y matar a los patos; entonces los cazadores empezarán a amenazarte para que les dejes cazar en paz, y tú diles: «Señores cazadores, yo no tengo más que este halcón que me ayuda a ganar el pan de cada día». Ellos entonces querrán comprarte el pájaro, y tú se lo venderás, pero acuérdate bien de no darles las correítas que sujetan las patas.

Se transformó en un magnífico halcón que voló con gran rapidez a una gran altura, y desde allí se precipitó sobre la manada de patos, hiriendo y matando tantos que su padre reunió en seguida un montón de caza.

Cuando los cazadores vieron un halcón tan prodigioso se acercaron al viejo y le dijeron:

-¿Por qué has venido aquí a quitarnos y estropearnos nuestra caza?

-Señores cazadores, no tengo más que este halcón, con la ayuda del cual me gano la vida.

-¿Quieres vendérnoslo?

-Compradlo.

-¿Cuánto quieres por él?

-Doscientos rublos.

Los cazadores le pagaron el dinero y se quedaron con el pájaro; pero el viejo le quitó las correas que sujetaban las patas.

-¿Por qué se las quitas? -preguntaron los cazadores-. ¿Para qué te pueden servir?

-Yo camino mucho, y con frecuencia se me rompen las correas de mis abarcas, y éstas me podrán servir para reemplazar las rotas.

Los cazadores, no queriendo entrar en discusiones, le dejaron las correas y se marcharon con el halcón en busca de caza. Al poco tiempo voló hacia ellos una manada de gansos.

-¡Compañeros, soltad pronto el halcón! -gritó uno de los cazadores.

Lo soltaron, y éste voló con gran rapidez y se elevó a una gran altura sobre la manada de gansos, pero continuó volando más allá en busca del viejo, hasta que le perdieron de vista. Encontró a su padre, dio un golpe en el suelo y volvió a su verdadero ser.

De este modo llegaron los dos a su casa con los bolsillos llenos de dinero. Llegó el domingo, y el hijo dijo al padre:

-Padre, hoy me transformaré en un caballo; tú me venderás, pero acuérdate bien de no vender la brida, porque si la vendes no podré volver más a casa.

Dio un golpe con un pie en la tierra y se transformó en un magnífico caballo, que el padre llevó a la feria para venderlo.

Apenas llegó, muchos compradores rodearon al caballo, ofreciendo cada vez más dinero; el hechicero, que estaba allí entre los compradores, ofreció al viejo un precio más elevado que los demás y se quedó con el caballo. El viejo empezó a quitarle la brida, pero el hechicero le dijo:

-Pero hombre, si le quitas la brida, ¿cómo quieres que me lo lleve a mi cuadra?

Toda la gente que estaba presente empezó a murmurar y a decirle:

-No tienes razón: si has vendido el caballo, has vendido con él la brida.

Como el viejo no podía nada contra tanta gente, le dejó la brida al comprador.

El hechicero se llevó el caballo a su cuadra, lo ató muy bien al anillo y le puso la cuerda tan corta que el animal se quedó con el cuello estirado y sin poder llegar al suelo con las patas delanteras.

-Hija mía -dijo el hechicero a su hija-, he comprado un caballo que es mi discípulo último.

-¿Dónde está? -preguntó ella.

-En la cuadra.

Corrió a verlo y tuvo compasión del joven; quiso soltarle un poco la cabezada y empezó a quitar los nudos y aflojarle la cuerda, y el caballo a menear la cabeza de un lado a otro hasta que se quedó suelto, y de un salto escapó de la cuadra y se puso a galopar. La hija corrió entonces hacia su padre llorando y diciéndole:

-Padre, perdóname. He cometido una gran falta: el caballo se ha escapado.

El hechicero dio una patada en el suelo, se transformó en un lobo gris y salió corriendo como el viento. Ya estaba muy cerca del caballo cuando éste llegó a la orilla de un río, dio un golpe en el suelo y se transformó en un pececito; el lobo dio otro golpe en el suelo y se tiró al agua en forma de rollo. El pececito nadaba, nadaba, perseguido por el rollo, y ya le iba a alcanzar, cuando llegó a la otra orilla, donde unas jóvenes estaban lavando ropa. Salió del agua y se transformó en una sortija de oro que, rodando, fue a parar a manos de una de las muchachas, hija de un rico mercader, la cual, apenas vio la sortija, se la puso en el dedo meñique.

Entonces el hechicero se transformó en hombre y rogó a la joven que le regalase la sortija. Ella se la dio, pero al quitársela del dedo se cayó al suelo y se convirtió en muchas perlitas; el hechicero se transformó en gallo y se puso a comérselas. Mientras estaba entretenido en esta operación, una de las perlas se transformó en un buitre que voló muy alto, y de un golpe se tiró al suelo sobre el gallo y lo mató.

Se convirtió entonces el buitre en el joven que conocemos, del cual se enamoró la hija del mercader. Se casaron y vivieron muchos años felices y contentos.




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El hombre bueno y el hombre malo

Una vez hablaban entre sí dos campesinos pobres; uno de ellos vivía a fuerza de mentiras, y cuando se le presentaba la ocasión de robar algo no la desperdiciaba nunca; en cambio, el otro, temeroso de Dios y de estrecha conciencia, se esforzaba por vivir con el modesto fruto de su honrado trabajo. En su conversación, empezaron a discutir; el primero quería convencer al otro de que se vive mucho mejor atendiendo sólo a la propia conveniencia, sin pararse en delito más o menos; pero el otro le refutaba, diciendo:

-De ese modo no se puede vivir siempre; tarde o temprano llega el castigo. Es mejor vivir honradamente aunque se padezca miseria.

Discutieron mucho, pues ninguno de los dos quería ceder en su opinión, y al fin decidieron ir por el camino real y preguntar su parecer a los que pasasen.

Iban andando cuando encontraron a un labrador que estaba labrando el campo; se acercaron a él y le dijeron:

-Dios te ayude, amigo. Dinos tu opinión acerca de una discusión que tenemos. ¿Cómo crees que hay que vivir, honradamente o inicuamente?

-Es imposible vivir honradamente -les contestó el campesino-; es más fácil vivir inicuamente. El hombre honrado no tiene camisa que ponerse, mientras que la iniquidad lleva botas de montar. Ya veis: nosotros los campesinos tenemos que trabajar todos los días para nuestro señor, y en cambio no tenemos tiempo para trabajar para nosotros mismos. Algunas veces tenemos que fingirnos enfermos para poder ir al bosque a coger la leña que nos hace falta, y aun esto hay que hacerlo de noche porque es cosa prohibida.

-Ya ves -dijo el Hombre Malo al Bueno-: mi opinión es la verdadera.

Continuaron el camino, anduvieron un rato y encontraron a un comerciante que iba en su trineo.

-Párate un momento y permítenos una pregunta: ¿Cómo es mejor vivir, honradamente o inicuamente?

-¡Oh amigos! Es difícil vivir honradamente; a nosotros los comerciantes nos engañan, y por ello tenemos que engañar también a los demás.

-¿Has oído? Por segunda vez me dan la razón -dijo el Hombre Malo al Bueno.

Al poco rato encontraron a un señor que iba sentado en su coche.

-Detente un minuto, señor. Danos tu opinión sobre nuestra disputa. ¿Cómo se debe vivir, honradamente o inicuamente?

-¡Vaya una pregunta! Claro está que inicuamente. ¿Dónde está la justicia? Al que pide justicia le dicen que es un picapleitos y lo destierran a Siberia.

-Ya ves -dijo el Hombre Malo al Bueno-: todos me dan la razón.

-No me convencéis -contestó el Bueno-; hay que vivir como Dios manda; suceda lo que suceda no cambiaré de conducta.

Se fueron ambos en busca de trabajo, y durante mucho tiempo anduvieron juntos. El Malo sabía halagar a la gente y se las arreglaba muy bien; en todas partes le daban de comer y de beber sin cobrarle nada y hasta le proveían de pan en tal abundancia que siempre llevaba consigo una buena reserva. El Bueno, no poseyendo la habilidad de su compañero, era muy desgraciado, y sólo a fuerza de trabajar mucho conseguía un poco de agua y un pedazo de pan; pero estaba siempre contento a pesar de que su compañero no dejaba de burlarse de su inocencia.

Un día, mientras caminaban por la carretera, el Bueno sintió gran hambre y dijo a su compañero:

-Dame un pedacito de pan.

-¿Qué me darás por él? -le preguntó el Malo.

-Pídeme lo que quieras.

-Bueno, te quitaré un ojo.

Y como el Bueno tenía mucha hambre, consintió; el Malo le quitó un ojo y le dio un pedacito de pan. Siguieron andando, y al cabo de un buen rato el Bueno tuvo otra vez hambre y pidió al Malo que le diese otro poco de pan; pero éste le dijo:

-Déjame sacarte el otro ojo.

-¡Oh amigo, ten compasión de mí! ¿Qué haré si me quedo ciego?

-¿Qué te importa? A ti te basta con ser bueno, mientras que yo vivo inicuamente.

¿Qué hacer? Era imposible resistir un hambre tan grande, y al fin el Bueno dijo:

-Quítame el otro ojo si no tomes la ira de Dios.

El Malo le vació el otro ojo, le dio un pedacito de pan y luego lo dejó en medio del camino, diciéndole:

-¿Crees que te voy a llevar siempre conmigo? ¡No era mala carga la que me echaba encima! ¡Adiós!

El ciego comió el pan y empezó a andar a tientas pensando en llegar a un pueblo cualquiera donde le socorriesen. Anduvo, anduvo hasta que perdió el camino, y no sabiendo qué hacer empezó a rezar:

-¡Señor, no me abandones! Ten piedad de mí, que soy alma pecadora!

Rezó con mucho fervor, y de pronto oyó una voz misteriosa que le decía:

-Camina hacia tu derecha y llegarás a un bosque en el que hay una fuente, a la que te guiará el oído porque es muy ruidosa. Lávate los ojos con el agua de esa fuente y Dios te devolverá la vista. Entonces verás allí un roble enorme; súbete a él y aguarda la llegada de la noche.

El ciego torció a su derecha, llegó con gran dificultad al bosque, sus pies encontraron una vereda y siguió por ella, guiado por el rumor del agua, hasta llegar a la fuente. Cogió un poco de agua, y apenas se mojó las cuencas vacías de sus ojos recobró la vista. Miró alrededor suyo y vio un roble enorme, al pie del cual no crecía la hierba y la tierra estaba pisoteada; se subió por el roble hasta llegar a la cima, y escondiéndose entre las ramas se puso a aguardar que fuese de noche.

Cuando ya la noche era obscura vinieron volando los espíritus del mal, y sentándose al pie del roble empezaron a vanagloriarse de sus hazañas, contando dónde habían estado y en qué habían empleado el tiempo. Uno de los diablos dijo:

-He estado en el palacio de la hermosa zarevna. Hace ya diez años que estoy atormentándola; todos han intentado echarme del palacio, pero no logran realizarlo. Sólo me podrá echar de allí el que consiga una imagen de la Virgen Santísima que posee un rico comerciante.

Al amanecer, cuando los diablos se fueron volando por todas partes, el Hombre Bueno bajó del árbol y se fue a buscar al rico comerciante que tenía la imagen. Después de buscarlo bastante tiempo, lo encontró y le pidió trabajo, diciéndole:

-Trabajaré en tu casa un año entero sin que me des ningún jornal; pero al cabo del año dame la imagen que posees de la Santísima Virgen.

El comerciante aceptó el trato y el Hombre Bueno empezó a trabajar como jornalero, esforzándose en hacerlo todo lo mejor posible, sin descansar ni de día ni de noche, y al acabar el año pidió al comerciante que le pagase su cuenta; pero éste le dijo:

-Estoy contentísimo con tu trabajo, pero me da lástima darte la imagen; prefiero pagarte en dinero.

-No -contestó el campesino-. No necesito tu dinero; págame según convinimos.

-De ningún modo -exclamó el comerciante-; trabaja en mi casa un año más y entonces te daré la imagen.

No había más remedio que aceptar tal decisión, y el Hombre Bueno se quedó en casa del comerciante trabajando otro año. Al fin llegó el día de pagarle la cuenta; pero por segunda vez se negó el comerciante a darle la imagen.

-Prefiero recompensarte con dinero -le dijo-, y si insistes en recibir la imagen, quédate como jornalero un año más.

Como es difícil tener razón cuando se discute con un hombre rico y poderoso, el campesino tuvo que aceptar las condiciones propuestas; se quedó en casa del comerciante un año más, trabajando como jornalero con más celo aún que los anteriores. Acabado el tercer año, el comerciante tomó la imagen y se la entregó al campesino, diciéndole así:

-Tómala, hombre honrado, tómala, que bien ganada la tienes con tu trabajo. Vete con Dios.

El campesino cogió la imagen de la Santísima Virgen, se despidió del comerciante y se dirigió a la capital del reino, donde el espíritu del mal atormentaba a la hermosa zarevna. Anduvo largo tiempo, y por fin llegó y empezó a decir a los vecinos:

-Yo puedo curar a vuestra zarevna.

Inmediatamente lo llevaron al palacio del zar y le presentaron a la joven y enferma zarevna.

Una vez allí, pidió una fuente llena de agua clara y sumergió en ella por tres veces la imagen de la Santísima Virgen, entregó el agua a la zarevna y le ordenó que se lavase con ella. Apenas la enferma se puso a lavarse con el agua bendita, expulsó por la boca el espíritu del mal en forma de una burbuja; la enfermedad desapareció y la hermosa joven se puso sana, alegre y contenta.

El zar y la zarina se pusieron contentísimos, y en su júbilo no sabían con qué recompensar al médico: le proponían joyas, rentas y títulos nobiliarios, pero el Hombre Bueno contestó:

-No, no necesito nada.

Entonces la zarevna, entusiasmada, exclamó:

-Me casaré con él.

Consintió el zar y dispuso que se celebrase la boda con gran pompa y en medio de grandes festejos. Desde entonces el campesino Bueno vivió en palacio, llevando magníficos vestidos y comiendo en compañía del zar y de toda la familia real.

Transcurrido algún tiempo, el Hombre Bueno dijo al zar y la zarina:

-Permitidme ir a mi aldea; tengo allí a mi madre, que es una pobre viejecita, y quisiera verla.

El zar y la zarina aprobaron la idea; la zarevna quiso ir con él y se fueron juntos en un coche del zar, tirado por magníficos caballos.

En el camino tropezaron con el Hombre Malo. Al reconocerle, el yerno del zar le habló así:

-Buenos días, compañero. ¿No me conoces? ¿No te acuerdas de cuando discutías conmigo sosteniendo que se obtiene más provecho viviendo inicuamente que trabajando honradamente?

El Hombre Malo quedó asombrado al ver que el Bueno era yerno del zar y que había recuperado los ojos que él le había quitado. Tuvo miedo, y no sabiendo qué decir, permaneció silencioso.

-No tengas miedo -le dijo el Hombre Bueno-; yo no guardo rencor nunca a nadie.

Y le contó todo: lo de la fuente maravillosa que le había hecho recobrar la vista, lo del enorme roble, sus trabajos en casa del comerciante, y por fin, su boda con la hermosa zarevna. El Hombre Malo escuchó todo con gran interés y decidió ir al bosque a buscar la fuente. «Quizá -pensó- pueda también encontrar allí mi suerte».

Se dirigió al bosque, encontró la fuente maravillosa, se subió al enorme roble y esperó la llegada de la noche. A media noche vinieron volando los espíritus del mal y se sentaron al pie del árbol; pero percibiendo al Hombre Malo escondido entre las ramas, se precipitaron sobre él, lo arrastraron al suelo y lo despedazaron.








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