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Cultura clásica y cristiana en un poema de Fray Luis de León: «De la Magdalena»

Antonio Ramajo Caño





Es sabido que Fray Luis sintetiza la cultura pagana y la sabiduría cristiana. Con nuestro trabajo pretendemos mostrar esa labor de armonía en un caso concreto: en el poema titulado De la Magdalena, título que aparece en el manuscrito de Jovellanos1.

A continuación transcribimos la parte del poema que interesa en nuestro estudio, para comodidad del lector:




De la Magdalena


«Elisa, ya el preciado
cabello, que del oro escarnio hacía,
la nieve ha demudado.
¡Ay! ¿Yo no te decía:
«Recoge, Elisa, el pie que vuela el día?»  5
Ya los que prometían
durar en tu servicio eternamente,
ingratos, se desvían,
por no mirar la frente
con rugas afeada, el negro diente  10
¿Qué tienes del pasado
tiempo, sino dolor? ¿Cuál es el fruto
que tu labor te ha dado,
sino es tristeza y luto,
y la alma hecha sierva al vicio bruto?  15
¿Qué fe te guarda el vano,
por quien tú no guardaste la debida
a tu bien soberano?
¿por quién, mal proveída,
perdiste de tu seno la querida  20
prenda? ¿por quién velaste?,
¿por quién ardiste en celos? ¿por quién uno,
el cielo fatigaste
con gemido importuno?
¿por quién nunca tuviste acuerdo alguno  25
de ti misma? Y agora,
rico de tus despojos, más ligero.
que el ave, huye; y adora
a Lida el lisonjero;
tú quedas entregada al dolor fiero.  30
¡Oh, cuánto mejor fuera
el don de hermosura, que del cielo
te vino, a cuyo era
habello dado en velo
de santidad, ajeno al polvo, al suelo!  35
Mas hora no hay tardía;
¡tanto nos es el cielo piadoso!
en cuanto dura el día,
el pecho hervoroso
en breve del dolor saca reposo.  40
Que la gentil señora
de Mágdalo, bien que perdidamente
dañada, en breve hora
con el amor ferviente
las llamas apagó del fuego ardiente».  45


El poeta se dirige a una mujer, Elisa, para manifestarle cómo ha llegado la senectud, que ha marchitado una belleza efímera. El cabello, las arrugas, el diente descolorido son síntomas evidentes del declive físico2. La senectud se contempla desde el presente. No se ve presentida, en la lejanía, desde la juventud jubilosa, como en el soneto XXIII de Garcilaso («En tanto que de rosa y azucena»). Tampoco se nos presenta como un futuro, en el que se lamentará el haber desperdiciado la mocedad, como acontece en la Oda 10 del libro IV de Horacio (aquella que comienza «O crudelis adhuc et Veneris muneribus potens») o en Ronsard, en un célebre soneto dedicado a Elena («Quand vous serez bien vieille, au soir, à la chandelle»)3.

La vejez ha llegado ya. ¿Qué actitud ha de adoptarse ante ella? Horacio, con la excepción de la Oda antes citada, hace escarnio de aquellas mujeres viejas, muchas de las cuales no aceptan el paso del tiempo. Con tono más o menos acre se dirige a Lydia (Odas, I, 25), a Chloris (Ibid., III, 45), a Lyce (Ibid., IV, 13) para recordarles que pasó ya la edad de los juegos, de las risas, del vino:


«... non citharae decent
nec flos purpureus rosae
nec poti vetulam faece tenus cadi»


(Odas, III, 15, vv. 15-18)4                


En Fray Luis la actitud es muy distinta, a pesar de que Horacio es una de las fuentes del poema. Fray Luis en un poeta cristiano, y puede dar esperanza incluso en los postreros años de la vida:


«Mas hora no hay tardía,
¡tanto nos es el cielo piadoso»


(Vv. 36-37)                


Horacio es sarcástico con la vejez. No puede aconsejar, en ese tiempo, el goce de la vida, centro de su concepción de la existencia. Todo lo más, se aviene a reconocer una cierta gravedad en las matronas romanas, cuando éstas, conscientes de su edad, se dedican a las faenas domésticas. Por eso dice a Chloris «te lanae prope nobilem / tonsae Luceriam» (Odas, III, 15, vv. 14-15).

La intención de Fray Luis, en cambio, es moralizante: la senectud no es fin, es tránsito para la vida futura. La acrimonia de Horario se torna en invitación a la conversión, en un Carpe diem a lo divino. Pero de ello hablaremos más tarde. Ahora nos interesa estudiar cómo la vida ha transcurrido hasta llegar a este momento, en el que Elisa aparece despojada de los pasados encantos.

El poeta, en su debido tiempo, había dado consejos:


«Recoge, Elisa, el pie que vuela el día»


(V. 5)                


Aquí, O. Macrí5 comenta; «Recoge... el pie, evidentemente "del camino de perdición"». A nosotros nos parece insuficiente esta explicación. Creemos que Fray Luis está haciendo alusión a un viejo tópico, al latet anguis in herba de Virgilio6. Es como si dijera: «Elisa, el tiempo corre veloz, retira el pie, huye de las vanidades mundanas, que se asemejan a la sierpe, que, entre la belleza de las hierbas y las flores, yace oculta para dolor de los que se acercan». Y es que en otro pasaje de un poema distinto resulta meridiano el tópico. Veamos cómo el poeta se dirige a Cherinto para desengañarlo de las vanidades:



«... que esa azucena
que esa purpúrea rosa
que el sentido enajena,
tocada, pasa al alma y la envenena.

Retira el pie, que asconde
sierpe mortal el prado, aunque, florido,
los ojos roba; adonde
florece más, metido
el engañoso lazo está ascondido7


Recoge, pues, Fray Luis un tópico pagano, digámoslo así, que llena de contenido cristiano: la sierpe es ahora la vida disipada, alejada de la «escondida senda»8.

Elisa, en fin, no ha seguido la admonición del poeta. Ha vivido alejada de sí misma. De ahí estos versos:


«¿Por quién nunca tuviste acuerdo alguno
de ti misma


(Vv. 25-26).                


Los amores impuros han enajenado a Elisa, que ha vivido olvidada de sí y de Dios. He aquí de nuevo un viejo tópico, el vivir consigo mismo, ideal de los estoicos. Fray Luis ya lo había tratado en otros lugares, en la Vida retirada9; en una de las Odas a Felipe Ruiz, Del moderado y constante, también lo trata10. Pero nos parece que en esos lugares el tema sigue simplemente la corriente estoica. No hay sentido de trascendencia. Fray Luis no se separa en esos versos de una tradición hollada por Cicerón11, Horacio12, Séneca13, Epicteto14, Marco Aurelio15... Sin embargo, en el poema que comentamos este tópico se exterioriza vertido en maneras cristianas. No se habla aquí de autarquía estoica, se habla de un alma que hubiera debido recogerse en sí misma para encontrar a Dios en las profundidades del ser. Nos parece a nosotros que el poeta participa: en esta Oda de una corriente cristianizadora del tópico. ¿Y dónde está su raíz primera? No lo sabemos. Contentémonos con decir que ya aparece en San Agustín, quien busca la verdad dentro del alma, verdad que, en última instancia, proviene de Dios. Citaremos, como ejemplo, una famosa frase del santo:

«Noli foras ire; in te ipsum redi; in interiore hominis habitat veritas»16.


Y no veamos aquí una actitud puramente intelectual. No se trata sólo de buscar la verdad, sino de vivir la verdad. Esa verdad es vivida por el sabio. En ella alcanza la felicidad. Pero, para ello necesita vivir consigo mismo,

«ab omnibus involucris corporis mentem quantum potest, evolvit et seipsum in semetipsum colligit...; in se atque in Deum semper tranquillus interditur»17.


San Buenaventura sigue esta senda. Considera que para llegar a Dios el hombre, además de la contemplación de las criaturas materiales, necesita entrar en su alma, que es imagen de Dios:

«Oportet non intrare ad mentem nostram quae est imago Dei aeviterna, spiritualis et intra nos, et hoc est ingredi in veritate Dei18

Conviene, pues, vivir consigo mismo, para estar con Dios. Es éste pensamiento que Tomás de Kempis trae a los ojos del lector una y otra vez:

«Claude super te ostium tuum, et voca ad te Jesum dilectum tuum. Mane cum eo in cella tua, quia non invenies alibi tantam pacem»19.


Cella aquí significa tanto 'celda monacal' cuanto 'interior del alma'. No creemos que ésta sea forzada interpretación.

Hemos visto, pues, cómo Fray Luis cristianiza los tópicos paganos. Recoge la sabiduría antigua y, sin desnaturalizarla, la incorpora al pensamiento cristiano. No hay en él esa sequedad estoica que embarga tantas veces a Quevedo. Nótese el tono desolado de estos versos, en los que el pensamiento -tan común en Horacio- de anhelo de independencia se despoja de cualquier suavidad, no ya sólo religiosa, sino incluso hedonista -como era habitual en el poeta latino, amante de los placeres en una justa medida:


«Cánsate ya, ¡oh mortal!, de fatigarte
en adquirir riquezas y tesoro;
que últimamente el tiempo ha de heredarte,
y al fin te dejarán la plata y oro.
Vive para ti solo, si pudieres;
pues sólo para ti, si mueres, mueres»20.


Y al llegar al final de nuestro examen del tópico vivir consigo, nos preguntamos. Si esta idea de exaltación de la intimidad hunde sus raíces en una tradición de siglos, ¿la preferencia que Fray Luis demuestra en De los nombres de Cristo (cf. Jesús) por el culto interior y silencioso será siempre influjo de Erasmo, como pretende Bataillon?21. La interioridad en la plegaria mucho tiene que ver con el tópico que acabamos de estudiar, como que son dos aspectos de una sola unidad; y ese tópico es fruto de una larga corriente cultural. ¿No tendrá también mayor antigüedad esta otra faceta del pensamiento de Fray Luis? Desde luego, Erasmo no es original. El P. Villoslada nos ha mostrado cómo sigue en este punto -al igual que en otros- a la llamada devotio moderna22. Todo ello nos lleva a pensar que, sin descartar la influencia erasmista, en Fray Luis ha de tenerse presente una tradición más profunda, enraizada en la Edad Media.

Pero sigamos nuestro recorrido por el poema. La vejez ha llegado, y, con ella, la pérdida de la belleza. Elisa no hizo caso, en su tiempo, de oportunas advertencias. Por eso, ahora, surge la lamentación en boca del poeta:


«¡Oh, cuánto mejor fuera
el don de hermosura, que del cielo
te vino, a cuyo era
habello dado en velo
de santidad, ajeno al polvo, al suelo!»23


(Vv. 21-35)                


No es lamento a lo pagano: «mejor hubiera sido gozar más de la juventud». Es lamento propio del cristiano. Y surge después de la cantilena del Ubi sunt?:


«¿Qué tienes del pasado
tiempo, sino dolor? ¿Cuál es el fruto
que tu labor te ha dado,
sino es tristeza y luto,
y la alma hecha sierva al vicio bruto?»24


(Vv. 11-15).                


El espíritu que informa estos versos es muy distinto de aquellos de Horacio de la Oda 13 del libro IV:


«Quo fugit Venus, heu, quove color, decens
quo motus? Quid habes illius, illius,
quae spirabat amores,
quae me surpuerat mihi...?25»


(Vv. 17-20).                


En Fray Luis tenemos al poeta moralista que se lamenta del tiempo perdido, no por no haber sido gozado, sino por haber sido desperdiciado en la senda del mal. En Horacio aparece el rencor contra la vieja Lyce, que antaño, altiva, no hacía caso de las quejas del poeta (cf. III, 10). Y ahora, el poeta, como revancha, se recrea en mostrar, a la envejecida mujer, las tachas que afean un rostro, bello en otro tiempo.

Desde luego, Fray Luis está mucho más cerca de Tomás de Kempis que de Horacio. Resuena en esta oda el eco de aquella frase de la Imitación: «O quam cito transit gloria mundi!», que corona un texto donde se expresa la inanidad de la fama y del aplauso. No será impertinente el presentarlo al lector:

«Dic mihi, ubi sunt modo omnes illi Domini et Magistri, quos bene novisti, dum adhuc viverent, et studiis florerent?

Iam eorum praebendas alii possident; et nescio utrum de eis recogitent. In vita sua aliquid esse videbantur, et modo de illis tacetur»26.


Y es que en esta Oda nos encontramos con el Fray Luis de La perfecta casada, conocedor profundísimo de los textos bíblicos. En estos versos parece que se ocultan, tras el tono horádanoslas palabras del Libro de los proverbios:


«Engañosa es la gracia, vana la hermosura,
la mujer inteligente, ésa será alabada»27.


Y cuando nuestro poeta deplora el que Elisa haya consumido la juventud en falsos amores, con el, espíritu engreído en la belleza, vienen al recuerdo las palabras de San Pedro:

«Que vuestro adorno no esté en el exterior, en peinados, joyas y modas, sino en lo oculto del corazón, en la incorruptibilidad de un espíritu dulce y sereno: esto es precioso ante Dios»28.


Pero el lamento no es el fin del proceso. El espíritu cristiano está lleno de esperanza: la senectud no se agota en sí misma, como en Horacio; es tránsito para una vida futura. Y hay que prepararse para ella. Hay tiempo todavía:


«mas hora no hay tardía;
¡tanto nos es el cielo piadoso»


(Vv. 36-37)                


Invitación para el arrepentimiento, carpe diem a lo divino, es menester aprovechar el tiempo para convertirse, siguiendo el ejemplo de Magdalena:


«Que la gentil señora
de Mágdalo, bien que perdidamente
dañada, en breve hora
con el amor ferviente
las llamas apagó del fuego ardiente»29.


(Vv. 36-45).                


De nuevo vemos cómo Fray Luis cristianiza un tópico que tiene en Horacio su más egregio representante30. Bien conocía nuestro poeta esta tradición del goce vital. Él mismo nos ha dejado una muestra en su Imitación de diversos:


«¡Ay!, por Dios, señora bella,
mirad por vos, mientras dura
esa flor, graciosa y pura,
que el no gozalla es perdella»31


(Vv. 37-40).                


Pero estos versos tienen muy poco peso en la obra de Fray Luis. Se trata de un ejercicio más retórico que personal. Al poeta le interesa el carpe diem moralizante. Y de ello nos ha dejado otra muestra en Las serenas. Allí dice a Cherinto:


«Pasó tu primavera;
ya la madura edad te pide el fruto
de gloria verdadera.
¡Ah!, pon del cieno bruto
los pasos en lugar firme y enjuto»32


(Vv. 16-20).                


De nuevo, invitación al abandono de las vanidades.

Pero no creamos que existe novedad en tal actitud. Este tipo de carpe diem tan distinto del horaciano recorre un largo camino hasta llegar a Fray Luis. En el tópico encontramos dos vertientes. Por un lado, el estoicismo amonesta a no dejar pasar el tiempo en balde: es preciso dedicarse a la filosofía, al conocimiento de sí mismo, de las leyes de la razón, para no ser esclavo de las pasiones. Por otro lado, desde el propio Evangelio se nos aconseja la vigilancia, el no dejar la conversión para el mañana. Y aquí se inicia esta senda que pasa por Fray Luis.

Detengámonos en el primer apartado. ¿Qué nos dice el estoicismo? Séneca es muy claro a este respecto. Dice a Lucilio:

«Vindica te tibi, et tempus quod adhuc aut auferebatur aut subripiebatur aut excidebat collige et serva»33.


Vivísima conciencia del paso del tiempo hay en Séneca. La muerte no está en el futuro: el tiempo pasado queda bajo su imperio. Morimos cada día:

«In hoc enim fallimur, quod mortem prospicimus: magna pars eius iam praeterit; quidquid aetatis retro est mors tenet»34.


Con palabras más cortantes dirá este mismo pensamiento siglos después nuestro Quevedo.

Y si el tiempo pasa tan deprisa, no hay que esperar. Es necesario entregarse al cultivo de la Filosofía ahora mismo, pues

«dum differtur, vita transcurrit»35.


El mismo acento encontramos en Epicteto:

«Advierte que ya no eres mozo y que estás en edad de hombre maduro... Ahora, pues, abraza la vida de un hombre que se perfecciona y que aprovecha»36.


Y Marco Aurelio llega aún más lejos. No toda nuestra vida puede ser aprovechada de idéntica forma. Antes de morir puede perderse parte de nuestra capacidad intelectual:

«Conviene, pues, apresurarse no sólo porque a cada instante estamos más cerca de la muerte, sino también porque cesa con anterioridad la comprensión de las cosas y la capacidad de acomodarnos a ellas»37.


Desde la corriente cristiana, señalemos tres autores. Comencemos por S. Pablo. En su carta a los Efesios nos dice:

«... mirad atentamente cómo vivís; que no sea como imprudentes sino como prudentes; aprovechando bien el tiempo presente, porque los días son malos»38.


Y Tomás de Kempis exhorta con la vehemencia que le caracteriza:

«Surge, et in instanti incipe, et dic: Nunc tempus est faciendi; nunc tempus est pugnandi; nunc aptum tempus est emendandi»39.


Todo el capítulo 23 del libro primero es una constante amonestación a empezar en el presente la buena vía de la salvación, que es «negocio» personal, no transferible:

«Noli confidere super amicos et proximos, nec in futurum tuam diffieras salutem»40.


Finalmente, hablemos de Sebastián de Córdoba, no porque consideremos que haya influido en Fray Luis. Tal aserción sería absurda: la cronología lo dificulta, y nuestro poeta poco o nada tiene que ver con el movimiento de la poesía o lo divino41. Con todo, creemos que merece la pena citar a este contrafactor42 como representante de un espíritu de época.

Al adaptar el soneto XXIII de Garcilaso, en los tercetos, convierte el pagano carpe diem en un carpe viam abstinentiae43.


«Coged de penitencia, [a] la carrera,
el dulce fructo, porque el tiempo ayrado,
cubriendo con la nieve vuestra cumbre,
marchitará la roza; y encorvado
la fuerca os dexará, la edad ligera
dévil, y endurecida la costumbre»44.


Hemos visto, pues, cómo Fray Luis, en un carpe diem moralizante, amonesta a Elisa exhortándola a la conversión. Para hacer más fuerte esta invitación, le pone delante el ejemplo de María Magdalena. Y va a contarle la historia de esta santa, historia en la que Fray Luis no se acomoda a la narración evangélica, sino a una tradición tal vez fundamentada en la liturgia, que atribuye a Magdalena hechos propios de una anónima mujer que unge a Jesús en casa de Simón el fariseo. La liturgia, por otra parte, equipara a Magdalena con María, la hermana de Lázaro, confundiendo en una a tres mujeres distintas45.

Nada tiene de particular la elección de esta santa. En nuestro siglo XVI encontramos testimonios de devoción, de admiración hacia su figura. San Ignacio, en sus Ejercicios, incluye, dentro de la meditación de los «misterios» de la vida de Cristo, este episodio al que acabamos de referirnos46. En el Vergel de flores divinas de López de Úbeda aparecen varios poemas dedicados a la Magdalena47. Famosa es la obra de Malón de Chaide, La conversión de la Magdalena, de 1588. Añádanse los testimonios que Llobera aporta en su edición de Fray Luis48. Y no olvidemos que nuestro propio autor puede ser el artífice de un soneto dedicado a esta santa49. Finalmente, como testimonio de que la admiración por Magdalena no se detiene en siglos pasados, digamos que la Condesa de Pardo Bazán le dedicó uno de sus Cuadros religiosos50. Sorprendente resulta el desmesurado espacio que Fray Luis dedica a contar la historia de la pecadora: prácticamente la mitad del poema. Como explicación de esta «digresión», Llobera acude al antecedente de Horacio, y cita la Oda 27 del Libro III, donde se narra la aventura de Europa51. Añadamos nosotros, dentro del mismo libro tercero, la Oda 27 donde se cuenta la historia de Hypermnestra, hija del rey Dánao. También la Epístola 2 del libro primero está llena de estos ejemplos, que parecen ocultar el tema principal. Aunque no hayamos estudiado este punto con detenimiento, se nos ocurre -pura hipótesis- que en Fray Luis debió influir también la oratoria sagrada, con su gusto por la acumulación de prototipos que edificaran a los fieles. El hecho no es nuevo en las letras españolas. M. Rosa Lida de Malkiel ha mostrado la influencia de la oratoria de 4es dominicos, cuajada de exemplos, en la obra del Infante Don Juan Manuel52. Nada tendría de particular que el mismo fenómeno se produjera en Fray Luis. Por otra parte, este mismo procedimiento se daba ya en la oratoria romana. Véase, como muestra, el conocidísimo Pro Archis poeta de Cicerón, discurso lleno de ejemplos de personajes antiguos, con los que pretende mostrar la grandeza, de la poesía y de las humanidades en general. Y en ello es Cicerón consecuente con su propia teoría de que la historia (monumento, rerum gestarum) debe ser conocida por el orador, para, así, tener ejemplos de personas o de hechos que confirmen sus opiniones53.

Si esta hipótesis fuera correcta, de nuevo encontraríamos saber profano y pensamiento cristiano en marcha paralela. Este ha sido nuestro intento: ver en Fray Luis un jalón en una tradición del pensamiento cristiano, caracterizada por saber asumir aspectos convenientes de la sabiduría pagana. En nuestro trabajo hemos visto cómo esta intención se daba en diversos temas: en el que pudiéramos llamar de la belleza marchita, en los latet anguis in herba, Ubi sunt, Vivir consigo mismo y Carpe diem. Con razón el P. Félix García ha dicho que Fray Luis es la «síntesis más acabada» del Renacimiento, pues en él habita la búsqueda de la armonía y de la concordia, aunque éstas no aparezcan cumplidamente en este mundo, sino en el Paraíso:


«... donde el alma navega
por un mar de dulzura, y, finalmente,
en él ansí se anega
que ningún accidente
extraño y peregrino oye o siente».






 
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