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"Cumandá": la novela ecuatoriana entre la cruz y la espada

Fernando Operé





Por encima de la secular polémica que acompaña Cumandá del ecuatoriano Juan León Mera, no hay de duda de que nos encontramos ante una típica novela del siglo XIX latinoamericano. Cumandá es una narración ambigua, como lo fue el siglo. El empeño literario transpira preocupaciones ideológicas y políticas. Es considerada la primera novela ecuatoriana, responsabilidad original cuya ineludibilidad debe haber gravitado sobre el autor. Cumandá puede ser leída como un romance nacional con música celestial. Su estructura, no tan simple como una primera lectura puede sugerir, es la de una novela romántica cuya acción transcurre en un idealizado ambiente exótico. El primer capítulo nos sorprende con una descripción de la singular geografía del oriente ecuatoriano propia del viajero ilustrado que tanta fortuna gozó en el período. En los siguientes, la codificación romántica se va adueñando de la narración a medida que van haciendo su aparición los personajes centrales y siempre en contacto con ellos. La naturaleza es entonces sometida a un proceso de literalización. Si en un principio el código ordenador cumple una función racional e integrativa, más avanzada la novela, la selva va adquiriendo un progresivo dualismo muy en línea con la codificación romántica. Como en una gran mayoría de novelas del período, la funcionalidad ideológica y política supera al interés literario. Recuérdese que en esos años la política integradora de García Moreno estaba promoviendo la unión de la costa con el altiplano mediante la construcción de una infraestructura vial que aproximase regiones anteriormente aisladas. En esa misma línea integradora puede estudiarse Cumandá, al dar color nacional a regiones hasta entonces semi abandonadas y que por esas fechas entraban en litigio con las naciones vecinas. Eran tiempos urgentes en que las nuevas repúblicas se aprestaban a medir sus ilimitados contornos, contar sus riquezas y teñir de color nacional sus múltiples formas expresivas. Como ha indicado Hernán Vidal, se partía de una concepción romántica que intentaba forjar un «alma colectiva que otorga identidad a los pueblos en la historia; esto explicaría la voluntad de representar las condiciones espaciales, las formas de vida y las manifestaciones culturales de la población indígena en la selva amazónica como elemento distintivo del Ecuador como nación» (199).

Cumandá es también, a pesar de sus muchas ambigüedades, la primera expresión del indigenismo literario ecuatoriano. El indio está presente en la narración como ser problemático, aunque esta presencia tenga, a decir de la crítica, muchas aristas. Cumandá puede pasar con dificultad por ensayo de etnología indiana, aspecto que comparten Claude Dumas y Doris Sommer. Manuel Corrales Pascual halla en Cumandá elementos de lo que denomina «indigenismo ortodoxo». Según Lydia de León Hazera estamos ante un claro exponente de la novela de la selva. Fernando Alegría la agrupa entre las novelas de idealización del indio. Por su parte, Concha Meléndez, en uno de los trabajos pioneros, incorpora la narración dentro de una larga tradición de novela indianista cuyos orígenes delinea a partir de Bartolomé de las Casas y el Inca Garcilaso de la Vega.

No me propongo en este ensayo entrar en el debate sobre estas clasificaciones genéricas a las que considero válidas. Son precisamente los aspectos contradictorios y multi genéricos de Cumandá los que hacen de esta obra un paradigma clásico de la narrativa latinoamericana del siglo XIX. Sommer lo expresa muy bien cuando escribe, «In Latin America, romance doesn't distinguish between ethical politics and erotic passion, between epic nationalism and intimate sensibility. It colapses the distinction» (24). Sin embargo, considero que Cumandá es una novela nacionalista, conservadora y cristiana, heredera del pensamiento neoescolástico español de honda raigambre en Nueva Granada durante la colonia.

Fue, efectivamente, Juan León Mera un escritor esencialmente católico. Su visión apologética del mundo domina todo su discurso. Desde el segundo capítulo en que se describe la vida de las tribus jíbaras y záparas de la selva, hasta la anagnórisis del capítulo final, el plan literario de la novela marcha parejo con el ideológico en un cuidado sistema de homologación. Este plan está modelado según una concepción nacionalista integrista.

Ecuador había nacido a la independencia tardíamente. Había formado parte de la Gran Colombia hasta 1826. Incluso después de esas fechas los devaneos políticos de sus figuras públicas más relevantes habían puesto en peligro esa precaria independencia al inclinar la balanza hacia posibles asociaciones políticas con los países vecinos, Colombia y Perú. Si Mera se interesó por la etnicidad de los numeroros grupos indígenas que poblaban un territorio nacional sin fronteras, si llevó a cabo trabajos de recopilación de costumbres populares para tintarlas de color ecuatoriano, si se movió activamente en todos esos frentes fue movido, sin duda, por una misión nacionalista fundacional.

En el plano político, León Mera fue un ferviente sostenedor de la posición ultraconservador del régimen de García Moreno. A éste se debe la labor integradora de parte del territorio actual ecuatoriano bajo un estado-nación, misión que llevó a cabo apoyado en el sector de grandes propietarios serranos y de la iglesia. El régimen teocrático de García Moreno puso en manos del clero católico la dirección del sistema educativo, otorgándole poder ilimitado en la conducción ideológica del estado. Cuando en 1875 el dictador cayó asesinado, comenzaron a percibirse los primeros síntomas de resquebrajamiento del conservadurismo. El creciente protagonismo económico de la burguesía costeña de Guayaquil representaba una clara amenaza a los terratenientes del altiplano, feudo de García Moreno. La caída del dictador representó el ascenso del liberalismo que años después culminaría en la Revolución Liberal de 1895. Esta serie de acontecimientos provocaron que León Mera se retrajera política y personalmente, adoptando una posición de defensa a ultranza del catolicismo, ideología que había iluminado por años el pensamiento conservador. Llegó a declarar: «Para mi no hay partidos, sino catolicismo puro» (Araujo 251).

La constitución de 1861, inspirada en García Moreno, exigía la denominación católica como paso previo para la obtención de la ciudadanía. Remontándonos a la historia del continente, podemos observar como el mecanismo que emancipó a los indios americanos del sometimiento legal a la esclavitud fue el bautismo cristiano. A través de él, los indios pasaban a ser considerados vasallos del rey y con esta condición legal, adquirían el derecho de ciudadanía. Paradójicamente muchos de estos postulados integristas se encuentran actualizados en Cumandá, como más adelante se mostrará.

Desde un punto de vista jurídico, la conquista y colonización de América por los reinos iberos quedaba plenamente justificada con la bula pontificia Inter Caetera (Baudot 286). Esta argüía que la construcción de una deseada monarquía universal cristiana en los nuevos territorios descubiertos o por descubrir pasaba por la cristianización previa de los pueblos conquistados. Para Fray Toribio de Motolinía y los doce frailes franciscanos que llegaron a tierra americana el 13 de mayo de 1524, bautizar en masa era la forma ideal de llevar a cabo esta tarea previa a cualquier otra acción. De esta forma, y a través de todo el siglo XVI, se fue modelando en tierras americanas una nueva sociedad cuya legitimidad provenía de los principios cristianos. En la Recopilación de leyes de los reynos de las Indias que bajo inspiración de la monarquía llevaron a cabo los juristas españoles Juan de Solórzano Pereira y Antonio de León Pinelo en 1681, queda explícita la idea de que Dios ha otorgado al Rey Católico posesión de las nuevas tierras descubiertas al otro lado del océano y que, consecuentemente, el rey está obligado, más que ningún otro príncipe en el mundo, a promover la cristianización de los nativos de las Indias y su enlistamiento bajo la guía de la Santa Iglesia Católica Romana. Era pues, no sólo misión religiosa, sino deber legal de la monarquía divulgar el mensaje cristiano como antídoto contra cualquier desviación doctrinaria. Si bien observadores cercanos, como el padre Josep Acosta, habían diferenciado claramente a incas y aztecas de los salvajes desnudos de las islas del Caribe, el bautismo se consideraba como paso imprescindible para poner fin a las muchas e inaceptables desviaciones que afectaban, incluso, a las culturas más avanzadas entre los pobladores de América: idolatría, antropofagia, sacrificios humanos, etc. De esta forma se fue modelando el proyecto utópico del imperio cristiano en América, siendo la religión el elemento unificador y homologador. La articulación ideológica de esta vasta empresa, aún con matices diferenciadores, está recogida en las obras de Francisco de Vitoria, Melchor Cano, Juan de la Peña, Bartolomé de Carranza y Diego de Covarrubias, entre otros. La sociedad, su cultura, las artes, la enseñanza, todos y cada uno de los aspectos de esta nueva sociedad del siglo XVI, contradictoria y utópica, se construyeron teniendo por base la ideología cristiana y los preceptos de la iglesia. Más tarde, la contrarreforma inyectó nuevas energías a la misión divulgadora. El neoescolasticismo postrentista se encargó de poner freno a cualquier desviación doctrinal y sus valores principistas cimentaron las sociedades novohispanas.

El neoescolasticismo era todavía la ideología dominante en los sectores eclesiásticos y conservadores durante gran parte del siglo XIX. Aún en esa fecha, es el peruano Juan de Espinosa Medrano El Lunarejo (1629-88), uno de los pensadores de mayor influencia en el cono sur. Su posición religiosa es claramente neoescolástica y tomista. En algunas de sus obras El Lunarejo defiende abiertamente la misión militante de la conquista española encabezada por el ínclito Santiago, que supo derrotar la conspiración del Inca Manco el Segundo. «Amparad Apóstol grande a la Monarquía Hispánica, contra los asaltos del infernal enemigo», escribía en uno de sus numerosos sermones (Centeno Cela 137).

En Cumandá ambas preocupaciones se aúnan, las del estudioso de la geografía y etnografía del país, y las del ensayista político preocupado por sentar unas bases sólidas sobre las que construir la precaria unidad nacional. Los primeros capítulos de la novela son descriptivos de las distintas tribus indígenas que poblaban el oriente. Destacan dos grupos. El primero formado los indios del altiplano de la región de Riobamba, la antigua Peruhá «noble de los Duchicelas», antes de que estos se fusionaran con los Shiris de Quito. Un alzamiento provocado por las enormes cargas impositivas a las que se veían sometidos los pueblos de la zona, inicia el relato y la trama. Los indios de la hacienda de Don José Domingo Orozco se levantan contra el patrón blanco, destruyen e incendian sus propiedades, sacrificando en el curso de la revuelta a su esposa e hijos. Al introducir este pasaje se produce una interesante ambigüedad que es necesario señalar. Por una parte, Mera justifica la rebelión indígena y sus consecuencias por el inhumano proceder de los conquistadores. «Con frecuencia hacían los indios estos levantamientos contra los de la raza conquistadora, y frecuentemente, asimismo, la culpa estaba de parte de los segundos por lo inhumano de su proceder con los primeros» (74). La descripción de la sublevación está coloreada con toques expresionistas de crueldad y salvajismo con lo que el autor intenta destacar el carácter bárbaro de estos indios y de todos los indios, aunque no se justifique su explotación por razones humanitarias.

En este capítulo Mera se vale de ciertos rasgos que más tarde serán considerados característicos de la novela indigenista. Podemos destacar: el rigor inhumano del trabajo, los abusos en la cobranza de impuestos, el soborno de la justicia a favor del patrón cruel, el castigo por parte de los capataces, la reacción tajantemente violenta ante cualquier indicio de sublevación, e incluso la aparición de una nodriza indígena cuya intervención será clave en el desarrollo de la trama.

«Arraigada profundamente, en europeos y criollos, la costumbre de tratar a los aborígenes como a gente destinada a la humillación, la esclavitud y los tormentos, los colonos de más buenas entrañas no creían faltar a los deberes de la caridad y de la civilización con oprimirlos y martirizarlos ... Orozco, el buen Orozco, no estaba libre de la tacha de cruel tirano con los indios. Notábanse en él dos hombres de todo en todo opuestos: el excelente esposo y tierno padre, el honrado ciudadano y cumplido caballero, y hasta el piadoso católico, por una parte, y por otra el inhumano y casi feroz heredero de los instintos de Carvajal y Ampudia, figuras semidiabólicas en la historia de la conquista».


(74)                


Los primeros capítulos esbozan el drama de la familia de Domingo Orozco, cuyas propiedades han sido arrasadas por los indios de la región en un levantamiento provocado por el exceso de los impuestos. Tras la pérdida de su hacienda y familia, Orozco sigue el patrón que estableciese el ínclito Bartolomé de las Casas, y de encomendero se hace fraile. Será a partir de entonces el Padre Domingo, «el jefe de los cristianos» (78). El conservadurismo de Mera justifica el control de los colonos blancos y criollos, mientras critica los abusos perpetrados. El autor no desaprovecha la oportunidad que la novela le ofrece para condenar los excesos del sistema colonial basados en la encomienda, al tiempo que dirige sus esperanzas en la construcción de una nación ideal, salvando en el proceso lo que considera esencial, el elemento aglutinador de la religión católica.

El otro grupo de indígenas esbozados en la novela son los habitantes de las selvas orientales: jíbaros, záparos, zamoras, logrónos, moronas y tonganas. Aunque de distinto talante, unos presentados como violentos y sanguinarios, y los otros mansos y hospitalarios, todos están tocados con una o varias pinceladas de barbarie. La clasificación de bárbaro implica en Mera, como se había venido haciendo durante siglos, el sentido de infiel. Consecuentemente, bautizar es sinónimo de civilizar. Al describir la vida de estas comunidades del oriente, Mera se lamenta del hecho de que estas tribus podrían haber sido definitivamente civilizadas si la labor misionera no se hubiera interrumpido con la expulsión de los jesuítas en el siglo XVIII. «Ha más de un siglo, la infatigable constancia de los misioneros había comenzado a hacer brillar algunas ráfagas de civilización entre esta bárbara gente» (49). Mera contempla la labor misionera como una vía integrativa de estas comunidades aisladas, de la misma forma que la corona española usó el bautismo para modelar una sociedad organicista y homogéneamente vinculada. Se lamenta: «Cuarenta años después de haberles privado el gobierno de España de sus misioneros, la decadencia fue tal, que algunos grandes centros de población estaban a punto de desaparecer» (50). Políticas similares se habían también promovido en la Gran Colombia pocos años antes. En 1824 el Secretario del Interior de la Gran Colombia José Manuel Restrepo había recomendado el retorno de los jesuítas a las tierras del interior como medio para recuperar el control de los aproximadamente 200.000 indios que vivían en la extensa zona fronteriza de los Llanos. Se argumentaba que la expulsión de los jesuítas había desbaratado las misiones y la incorporación de indígenas a la nación. Restrepo y el Congreso diseñaron leyes para enviar religiosos a la frontera y «promover la civilización de los indios» (Rausch 27).

El sentido apologético de la novela explica en última instancia el personaje de Cumandá y el diferenciado comportamiento de los indios de la reservación de Andoas bajo la tutela del padre Domingo. Vivía esta india de «blancura de marfil» con una familia tongana en la que «advertíanse ... algunos vestigios de creencias y prácticas cristianas, a pesar de que el viejo se había propuesto borrarlas» (53). Su caracterización es la de una heroína romántica movida por el amor como razón fundamental de ser. No deja de compartir con sus hermanos salvajes una extraordinaria fuerza física y un carácter indómito ya no tan propios de la típica enamorada romántica, acosada por una feminidad estereotipada y el mal trágico de la indecisión. Aún con esos toques de la joven criada en un medio selvático, el autor insinúa que Cumandá no es de la misma raza ni religión que los demás miembros de su familia. La describe así: «Conjunto de dulzura y arrogancia, timidez y fuego, amor y desdén;... era toda sencillez y vivacidad, candor y vehemencia, dulzura de amor apasionado y acritud de orgullo; era toda alma y toda corazón; alma noble, pero inculta; corazón de origen cristiano en pecho salvaje» (54). Es también agreste, instintiva, apasionada, y perfectamente integrada en el medio natural de las selvas orientales. Sin embargo, el autor deja claro que la semilla del bautismo en ella sembrada es la razón que explica su distinto talante, más acorde con los pueblos civilizados que con los salvajes en cuyo seno ha crecido. En la anagnórisis del final se nos revela que, efectivamente, Cumandá no era hija de Tongana y Pona de la tribu de los záporas, sino Julia, la hija pequeña de Domingo Orozco, cautivada en la hacienda del padre durante la rebelión de los indios del altiplano. Salvada por una nodriza, Julia fue entregada a la familia tongana donde había crecido. Descubrimos también, que Julia es hermana del joven blanco Carlos a quien ama, y que el amor entre ambos es imposible. La muerte final de Cumandá puede ser interpretada como expiación por el insinuado incesto que convierte a los amantes, hermanos carnales, en reos. Mera se permite, sin embargo, salvarlos en un acto expiatorio final.

Doris Sommer, en su sugestivo libro Foundational Fictions, sostiene que a través de aspectos eróticos y sentimentales, la narrativa del siglo XIX inició un incipiente diálogo entre sectores de la sociedad anteriormente separados por profundas barreras de distinción social (14). En Cumandá, sin embargo, este diálogo no llega a establecerse. Si Mera promueve una integración de los distintos sectores de población del territorio nacional, el proceso está claramente articulado por componentes religiosos y no sociales. María se siente atraída por el joven Carlos, ambos criollos-blancos-cristianos y, por si no fuera suficiente, hermanos. Las muchas aproximaciones de los naturales a Cumandá son rechazadas violentamente por ésta, quien parece moverse en la novela como una estrella de luz en las marañas obscuras de la selva.

«El tipo de Cumandá era de todo en todo diverso del de sus hermanos, y su belleza superior a cuantas bellezas habían producido las selvas del Oriente. Predominaba en su limpia tez la pálida blancura del marfil... Educada según las libérrimas costumbres de su raza, que tiene por inestimables prendas la robustez y actividad del cuerpo y el varonil temple del ánimo hasta en la mujer... Era, en fin, el amor y encanto de sus padres y de toda la familia. Decíala Tongana contemplándola con aire bondadoso: Cumandá, no tienes otro defecto que parecerte un poco a los blancos».


(54-55)                


Cumandá no puede amar al viejo Yahuarmaqui, jefe de los paloras, a quien su padre le ha ofrecido en matrimonio. Las diferencias étnicas y raciales están claramente delimitadas y el narrador no duda en utilizar los calificativos típicos de «feroces salvajes y bárbaros infieles», a la espera de la benéfica civilización. Es más, la selva en donde el drama tiene lugar, ya no es el paisaje etiquetado en sus variantes ecológicas y físicas de los primeros capítulos de la novela. La selva que atestigua la ficcionalidad del apasionado amor es de cartón, irreal, idealizada. Asemeja la selva de Blancanieves. La ficcionalización opera como mecanismo a través del cual se intentan salvar las enormes dificultades de integración económica y social de la zona selvática del oriente. El definitivo elemento que separa a la blanca Cumandá de sus fieros hermanos se desvela cuando conocemos que Cumandá es una cautiva. Fue tomada niña en el levantamiento de los indios de Guamote y Columbre y criada por los indios del oriente. Sin embargo, Mera indica una y otra vez, que el proceso educativo ha sido ineficaz. Cumandá sigue siendo, a pesar de su destreza física y su conocimiento del medio natural, una cristiana blanca con toda la carga de superioridad conque el autor adorna a la protagonista. En la misma línea discursiva de La cautiva de Esteban Echeverría, conocemos que Cumandá es virgen, y la defensa de la virginidad, amenazada por un no deseado enlace con Yahuarmaqui y el hipotético incesto con Carlos, ocasionará el trágico desenlace final. La protagonista no se convertirá en instrumento de mestizaje o agregado social. La muerte como sacrificio expiatorio purificará a la protagonista que muere limpia de toda mancha.

Además del papel de heroína y cautiva, Cumandá cumple otras funciones en el discurso narrativo: hace de noble salvaje y de infante en la fe. La caracterización de infante en la fe fue pivotal durante el siglo XVI, ya que en su articulación se basaron los teólogos protectores de los indios para frenar la inevitable esclavitud de las poblaciones indígenas. El estatus de bautizado les eximió de esa carga, al tiempo que suavizó la amenaza de la Inquisición.

«Advertíase en esta familia algunos vestigios de creencias y prácticas cristianas, a pesar de que el viejo se había propuesto borrarlas como cosas que venían de los blancos; pero tal cual idea del Dios muerto en la cruz, de la Virgen madre, de la inmortalidad del alma, de la remuneración y el castigo eternos, se hallaba confundida con un vago dualismo, con los genios buenos de las selvas, el terrible mungía, la eternidad simbolizada en el país de las almas, y otras fantásticas creaciones de la ardiente pero rústica imaginativa de los indios del desierto».


(53-54)                


Los indios záporas de la reservación de Andoas, donde el padre Domingo tiene su misión, son diferenciados claramente de las otras tribus vecinas.

«La regeneración cristiana había dulcificado las costumbres de los indios sin afeitar su carácter, había inclinado al bien su corazón, y gradualmente iba despertando su inteligencia y preparándoles para una vida más activa, para un teatro más extenso, para el contacto, la liga y fusión con el gran mundo, donde a par que hierven pasiones, y se alzan errores y difunden vicios que el salvaje no conoce, rebosa también y se derrama por todas partes la benéfica civilización, llamando así a todos los hombres y a todas las naciones para hacerles dueños de la ventura que es posible disfrutar en la Tierra».


(69)                


Mera conserva las bases ideológicas que habían distinguido al hombre civilizado del indígena. La primera mantenía que la ciudad es la habitación deseada, mientras que la naturaleza, cuya belleza acrobática semeja catedrales góticas, es la periferia donde la vida de albedrío ha producido una socialización primitiva y bestial. La segunda se originaba de la irrefutable asunción de que nuestra inteligencia viene de dios, y que sólo a través de esa inteligencia podemos alcanzar una comprensión del mundo (Pagden 63). La maldad del cristiano es consecuencia de haberse doblegado a las tentaciones del diablo, la del infiel parte de su incapacidad para comprender las grandes verdades asumidas por el conocimiento superior proveniente de dios.

En el desenlace de la novela quedan asentadas las premisas originales. Mera bautiza al viejo Tongana, con lo que abre las puertas a la civilización de las tribus del oriente. La civilización a que aspira Mera pasa por el rito de pasaje del bautismo. La nacionalidad ecuatoriana, que el escritor de Ambato propone, es la de la civilización cristiana integrada en un conjunto ideológicamente homogéneo. Intentaba solucionar así varios problemas fundamentales que el Ecuador encaró desde sus primeros pasos como nación soberana: desposeimiento e integración. Las propuestas integrativas de Mera se basaban en amenazas reales que con el tiempo se transformaron en realidades. El territorio en donde Mera situó la reducción cristiana de Andoas dirigida por el padre Orozco, fue ecuatoriano hasta la firma del protocolo de Río de Janeiro en 1942. Desde esa fecha, el Ecuador ha disputado su soberanía sobre estas tierras a su vecino peruano.

En conclusión, nos hallamos ante una típica novela hispanoamericana del siglo XIX en el sentido de que elude fáciles encasillamientos. Si nos interesa el corpus literario que ofrece se debe al rico material que proporciona para el estudio de las corrientes de opinión, las facetas políticas en conflicto y las ideas en gestación.

Cumandá recoge muchas de las preocupaciones literarias y políticas de Juan León Mera. La funcionalidad ideológica y política supera, sin duda, el interés literario. El conservadurismo de su autor, de raíz católica, está inspirado en el pensamiento neoescolástico español y las propuestas políticas fundamentalmente integristas, coinciden con las diseñadas en su día por la corona española en su plan integrativo y con las políticas territoriales de países vecinos tras la independencia. Queda muy claro que Mera entiende el postulado de que civilizar es cristianizar y que, consecuentemente, la expansión ecuatoriana hacia el oriente ignoto pasa por la necesaria labor misionera interrumpida bruscamente el siglo anterior con la expulsión de los jesuítas. Otras muchas coincidencias abundan en esta idea. Podemos señalar la distinción que Mera establece entre la «raza blanca» y los salvajes, cristianos e infantes en la fe, urbanidad y vida rústica. El roto diálogo que la narración establece entre blancos e indígenas no funciona como elemento de acercamiento de clases o etnias. Los que se unen son los hermanos separados por la tragedia.

Si Mera recurre a la ficción es porque participa de la idea de que la ficción es el mejor método para explicar la realidad. Se estaba forjando el matrimonio feliz entre lo real y lo imaginario que tantos frutos maduros ha dado a la historia literaria del continente. Como otras muchas obras del período, Cumandá ha sido alzada a los altares de la cultura del país tan necesitado en los años de construcción nacional de metas, proclamas, héroes, monumentos, tradiciones. Aceptamos su valor literario mientras que corroboramos, sin ambages, su funcionalidad ideológica y política.






Bibliografía

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