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Cumandá o Un drama entre salvajes


Juan León Mera


Edición crítica de Trinidad Barrera




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Al Excmo. señor director de la Real Academia Española


Señor:

No sé a qué debo la gran honra de haber sido nombrado miembro correspondiente de esa ilustre y sabia Corporación, pues confieso (y no se crea que lo hago por buscar aplauso a la sombra de fingida modestia) que mis imperfectos trabajos literarios jamás me han envanecido hasta el punto de presumir que soy merecedor de un diploma académico. Todos ellos, hijos de natural inclinación que recibí con la vida y fomenté con estudios enteramente privados, son buenos, a lo sumo, para probar que nunca debe menospreciarse ni desecharse un don de la naturaleza, mas no para servir de fundamento a un título que sólo han merecido justamente beneméritos literatos.

Sin embargo, sorprendido por el nombramiento a que me refiero, no tuve valor para rechazarlo, y a los propósitos, harto graves para mí, de empeñar todas mis fuerzas en las tareas que me imponía el inesperado cargo, añadí el de presentar a esa Real Corporación alguna obra que, siendo independiente de las académicas, pudiese patentizar de una manera especial mi viva y eterna gratitud para con ella.

¿Qué hacer para cumplir este voto? Tras no corto meditar y dar vueltas en torno de unos cuantos asuntos, vine a fijarme en una leyenda, años ha trazada en mi mente. Creí hallar en ella algo nuevo, poético e interesante; refresqué la memoria de los cuadros encantadores de las vírgenes selvas del oriente de esta República; reuní las reminiscencias de las costumbres de las tribus salvajes que por ellas vagan; acudí a las tradiciones de los tiempos en que estas tierras eran de España y escribí CUMANDÁ; nombre de una heroína de aquellas desiertas regiones, muchas veces repetido por un ilustrado viajero inglés, amigo mío, cuando me refería una tierna anécdota, de la cual fue, en parte, ocular testigo, y cuyos incidentes entran en la urdimbre del presente relato.

Bien sé que insignes escritores, como Chateaubriand y Cooper, han desenvuelto las escenas de sus novelas entre salvajes hordas y a la sombra de las selvas de América, que han pintado con inimitable pincel; mas, con todo, juzgo que hay bastante diferencia entre las regiones del Norte bañadas por el Mississipí y las del sur, que se enorgullecen con sus Amazonas, así como entre las costumbres de los indios que respectivamente en ellas moran. La obra de quien escriba acerca de los jívaros tiene, pues, que ser diferente de la escrita en la cabaña de los nátchez, y por más que no alcance un alto grado de perfección, será grata al entendimiento del lector inclinado a lo nuevo y desconocido. Razón hay para llamar vírgenes a nuestras regiones orientales: ni la industria y la ciencia han estudiado todavía su naturaleza, ni la poesía la ha cantado, ni la filosofía ha hecho la disección de la vida y costumbres de los jívaros, záparos y otras familias indígenas y bárbaras que vegetan en aquellos desiertos, divorciadas de la sociedad civilizada.

CUMANDÁ es un corto ensayo de lo que pudieran trazar péñolas más competentes que la mía, y, con todo, la obrita va a manos de V. E., y espero que, por tan respetable órgano, sea presentada a la Real Academia. Ojalá merezca su simpatía y benevolencia y la mire siquiera como una florecilla extraña, hallada en el seno de ignotas selvas; y que, a fuer de extraña, tenga cabida en el inapreciable ramillete de las flores literarias de la madre patria.

Soy de V. E. muy atento y seguro servidor, q. s. m. b.,

Ambato, a 10 de marzo de 1877

JUAN LEÓN MERA






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- I -


Las selvas del oriente


El monte Tungurahua, de hermosa figura cónica y de cumbre siempre blanca, parece haber sido arrojado por la mano de Dios sobre la cadena oriental de los Andes, la cual, hendida al terrible golpe, le ha dado ancho asiento en el fondo de sus entrañas. En estas profundidades y a los pies del coloso, que, no obstante su situación, mide 5.087 metros de altura sobre el mar1, se forma el río Pastaza de la unión del Patate, que riega el este de la provincia que lleva el nombre de aquella gran montaña, y del Chambo que, después de recorrer gran parte de la provincia del Chimborazo, se precipita furioso y atronador por su cauce de lava y micaesquista.

El Chambo causa vértigo a quienes por primera vez lo contemplan: se golpea contra los peñascos, salta convertido en espuma, se hunde en sombríos vórtices, vuelve a surgir a borbotones, se retuerce como un condenado, brama como cien toros heridos, truena como la tempestad, y mezclado luego con el otro río continúa con mayor ímpetu cavando abismos y estremeciendo la tierra, hasta que da el famoso salto de Agoyán, cuyo estruendo se oye a considerable distancia. Desde este punto, a una hora de camino del agreste y bello pueblecito de Baños, toma el nombre de Pastaza, y su carrera, aunque majestuosa, es todavía precipitada hasta muchas leguas abajo. Desde aquí también comienza a recibir mayor número de tributarios, siendo los más notables, antes del cerro Abitahua, el Río-verde, de aguas cristalinas y puras, y el Topo, cuyos orígenes se hallan en las serranías de Llanganate, en otro tiempo objeto de codiciosas miras, porque se creía que encerraba riquísimas minas de oro.

El Pastaza, uno de los reyes del sistema fluvial de los desiertos orientales, que se confunden y mueren en el seno del monarca2 de los ríos del mundo, tiene las orillas más groseramente bellas que se puede imaginar, a lo menos desde las inmediaciones del mentado pueblecito hasta largo espacio adelante de la confluencia del Topo. El cuadro, o más propiamente la sucesión de cuadros que ellas presentan, cambian de aspecto, en especial pasado el Abitahua hasta el gran Amazonas. En la parte en que nos ocupamos, agria y salvaje por extremo, parece que los Andes, en violenta lucha con las ondas, se han rendido sólo a más no poder y las han dejado abrirse paso por sus más recónditos senos. A derecha e izquierda la secular vegetación ha llegado a cubrir los estrechos planos, las caprichosas gradas, los bordes de los barrancos, las laderas y hasta las paredes casi perpendiculares de esa estupenda rotura de la cadena andina; y por entre columnatas de cedros y palmeras, y arcadas de lianas, y bóvedas de esmeralda y oro bajan, siempre a saltos y tumbos, y siempre bulliciosos, los infinitos arroyos que engruesan, amén de los ríos secundarios, el venaje del río principal. Podría decirse que todos ellos buscan con desesperación el término de su carrera seducidos y alucinados por las voces de su soberano que escucharon allá entre las breñas de la montaña.

El viajero no acostumbrado a penetrar por esas selvas, a saltar esos arroyos, esguazar esos ríos, bajar y subir por las pendientes de esos abismos, anda de sorpresa en sorpresa, y juzga los peligros que va arrastrando mayores de lo que son en verdad. Pero estos mismos peligros y sorpresas, entre las cuales hay no pocas agradables, contribuyen a hacerle sentir menos el cansancio y la fatiga, no obstante que, ora salva de un vuelo un trecho desmesurado, ora da pasitos de a sesma; ya va de puntillas, ya de talón, ya con el pie torcido; y se inclina, se arrastra, se endereza, se balancea, cargando todo el cuerpo en el largo bastón de caña brava3, se resbala por el descortezado tronco de un árbol caído, se hunde en el cieno, se suspende y columpia de un bejuco, mirando a sus pies por entre las roturas del follaje las agitadas aguas del Pastaza, a más de doscientos metros de profundidad, o bien oyendo solamente su bramido en un abismo que parece sin fondo... En tales caminos, si caminos pueden llamarse, todo el mundo tiene que ser acróbata por fuerza.

El paso del Topo es de lo más medroso. Casi equidistantes una de otra hay en la mitad del cauce dos enormes piedras bruñidas por las ondas que se golpean y despedazan contra ellas; son los machones centrales del puente más extraordinario que se puede forjar con la imaginación, y que se lo pone, sin embargo, por mano de hombres en los momentos en que es preciso trasladarse a las faldas del Abitahua: ese puente es, como si dijésemos, lo ideal de lo terrible realizado por la audacia de la necesidad. Consiste la peregrina fábrica en tres guadúas de algunos metros de longitud tendidas de la orilla a la primera piedra, de ésta a la segunda y de aquí a la orilla opuesta. Sobre los hombros de los prácticos más atrevidos, que han pasado primero y se han colocado cual estatuas en las piedras y las márgenes, descansan otras guadúas que sirven de pasamanos a los demás transeúntes. La caña tiembla y se comba al peso del cuerpo; la espuma rocía los pies; el ruido de las ondas asorda; el vértigo amenaza, y el corazón más valeroso duplica sus latidos. Al cabo está uno de la banda de allá del río, y el puente no tarda en desaparecer arrebatado de la corriente.

Enseguida comienza la ascensión del Abitahua, que es un soberbio altar de gradas de sombría verdura, levantado donde acaba propiamente la rotura de los Andes que hemos bosquejado, y empiezan las regiones orientales. En sus crestas más elevadas, esto es, a una altura de cerca de mil metros, descuellan centenares de palmas que parecen gigantes extasiados en alguna maravilla que está detrás, y que el caminante no puede descubrir mientras no pise el remate del último escalón. Y cierto, una vez coronada la cima, se escapa de lo íntimo del alma un grito de asombro: allí está otro mundo; allí la naturaleza muestra con ostentación una de sus fases más sublimes: es la inmensidad de un mar de vegetación prodigiosa bajo la azul inmensidad del cielo. A la izquierda y a lo lejos la cadena de los Andes semeja una onda de longitud infinita, suspensa un momento por la fuerza de dos vientos encontrados; al frente y a la derecha no hay más que la vaga e indecisa línea del horizonte entre los espacios celestes y la superficie de las selvas, en la que se mueve el espíritu de Dios como antes de los tiempos se movía sobre la superficie de las aguas4. Algunas cordilleras de segundo y tercer orden, ramajes de la principal, y casi todas tendidas del Oeste al Este, no son sino breves eminencias, arrugas insignificantes que apenas interrumpen el nivel de ese grande Sahara de verdura. En los primeros términos se alcanza a distinguir millares de puntos de relieve como las motillas de una inconmensurable manta desdoblada a los pies del espectador: son las palmeras que han levantado las cabezas buscando las regiones del aire libre, cual si temiesen ahogarse en la espesura. Unos cuantos hilos de plata en eses prolongadas y desiguales, y, a veces, interrumpidas de trecho en trecho, brillan allá distantes: son los caudalosos ríos que descendiendo de los Andes se apresuran a llevar su tributo al Amazonas. Con frecuencia se ve la tempestad como alado y negro fantasma cerniéndose sobre la cordillera y despidiendo serpientes de fuego que se cruzan como una red, y cuyo tronido no alcanza a escucharse; otras veces los vientos del Levante se desencadenan furiosos y agitan las copas de aquellos millones de millones de árboles, formando interminable serie de olas de verdemar, esmeralda y tornasol, que en su acompasado y majestuoso movimiento producen una especie de mugidos, para cuya imitación no se hallan voces en los demás elementos de la naturaleza. Cuando luego inmoble y silencioso aquel excepcional desierto recibe los rayos del sol naciente, reverbera con luces apacibles, aunque vivas, a causa del abundante rocío que ha lavado las hojas. Cuando el astro del día se pone, el reverberar es candente, y hay puntos en que parece haberse dado a las selvas un baño de cobre derretido, o donde una ilusión óptica muestra llamas que se extienden trémulas por las masas de follaje sin abrasarlas. Cuando, en fin, se levanta la espesa niebla y lo envuelve todo en sus rizados pliegues, aquello es un verdadero caos en que la vista y el pensamiento se confunden, y el alma se siente oprimida por una tristeza indefinible y poderosa. Ese caos remeda los del pasado y el porvenir, entre los cuales puesto el hombre brilla un segundo cual leve chispa y desaparece para siempre; y el conocimiento de su pequeñez, impotencia y miseria es la causa principal del abatimiento que le sobrecoge a vista de aquella imagen que le hace tangible, por decirlo así, la verdad de su existencia momentánea y de su triste suerte en el mundo.

Desde las faldas orientales del Abitahua cambia el espectáculo: está el viajero bajo las olas del extraño y pasmoso golfo que hemos bosquejado; ha descendido de las regiones de la luz al imperio de las misteriosas sombras. Arriba, se dilataba el pensamiento a par de las miradas por la inmensidad de la superficie de las selvas y lo infinito del cielo; aquí abajo los troncos enormes, los más cubiertos de bosquecillos de parásitas, las ramas entrelazadas, las cortinas de floridas enredaderas que descienden desde la cima de los árboles, los flexibles bejucos que imitan los cables y jarcia de los navíos, le rodean a uno por todas partes, y a veces se cree preso en una dilatada red allí tendida por alguna ignota divinidad del desierto para dar caza al descuidado caminante. Sin embargo, ¡cosa singular!, esta aprensión que debía acongojar el espíritu, desaparece al sobrevenir, cual de seguro sobreviene, cierto sentimiento de libertad, independencia y grandeza, del que no hay ninguna idea en las ciudades y en medio de la vida y agitación de la sociedad civilizada. Por un fenómeno psicológico que no podemos explicar, sufre el alma encerrada en el dédalo de los bosques, impresiones totalmente diversas de las que experimenta al contemplarlos por encima, cuando parece que los espacios infinitos le convidan a volar por ellos como si fueran su elemento propio. Arriba una voz secreta le dice al hombre:

-¡Cuán chico, impotente e infeliz eres! Abajo otra voz, secreta asimismo y no menos persuasiva, le repite:

-Eres dueño de ti mismo y verdadero rey de la naturaleza: estás en tus dominios: haz de ti y de cuanto te rodea lo que quisieres. Excepto Dios y tu conciencia, aquí nadie te mira ni sojuzga tus actos.

Este sentir, este poderoso elemento moral que en el silencio de las desiertas selvas se apodera del ánimo del hombre, es parte sin duda para formar el carácter soberbio y dominante del salvaje, para quien la obediencia forzada es desconocida, la humillación un crimen digno de la última pena, la costumbre y la fuerza sus únicas leyes, y la venganza la primera de sus virtudes, y casi una necesidad.

En este laberinto de la vegetación más gigante de la tierra, en esta especie de regiones suboceánicas, donde por maravilla penetran los rayos del Sol, y donde sólo por las aberturas de los grandes ríos se alcanza a ver en largas fajas el azul del cielo, se hallan maravillosos dechados en que pudieran buscar su perfección las artes que constituyen el orgullo de los pueblos cultos: aquí está diversificado el pensamiento de la arquitectura, desde la severa majestad gótica hasta el airoso y fantástico estilo arábigo, y aun hay órdenes que todavía no han sido comprendidos ni tallados en mármol y granito por el ingenio humano: ¡qué columnatas tan soberbias!, ¡qué pórticos tan magníficos!, ¡qué artesonados tan estupendos! Y cuando la naturaleza está en calma; cuando plegadas las alas, duermen los vientos en sus lejanas cavernas, aquellos portentosos monumentos son retratados por una oculta y divina mano en el cristal de los ríos y lagunas para lección de la pintura. Aquí hay sonidos y melodías que encantarían a los Donizetti y los Mozart, y que a veces los desesperarían. Aquí hay flores que no soñó nunca el paganismo en sus Campos Elíseos, y fragancias desconocidas en la morada de los dioses. Aquí hay ese gratísimo no sé qué, inexplicable en todas las lenguas, perceptible para algunas almas tiernas, sensibles y egregias, y que, por lo mismo, se le llama con un nombre que nada expresa -poesía. Conocimiento y posesión de todas las bellezas y armonías de la naturaleza; iniciación en todas sus misteriosas maravillas; intuición de los divinos portentos que encierra el mundo moral, cualquiera cosa que sea aquello que el idioma humano llama poesía, aquí en las entrañas de estas selvas hijas de los siglos, se la siente más viva, más activa, más poderosa que entre el bullicio y caduco esplendor de la civilización.

Ni falta la melancólica majestad de las ruinas que en otros hemisferios llaman tanto la atención de los sabios. En Europa y Asia la maza y la tea de la guerra y el pesado rodar de los siglos han derribado las creaciones de las artes y la civilización antiguas: aquí sólo la naturaleza demuele sus propias obras: el huracán se ha cebado en esas arcadas; la tempestad ha despedazado aquel centenar de columnas; las abatidas copas de las palmeras son los capiteles de esos templos, palacios y termas de esmeralda y flores que yacen en fragmentos. Pero allá han desaparecido para siempre los artistas que levantaron los monumentos de piedra de Balbeck y de Palmira, en tanto que aquí está vivo el genio de la naturaleza que hizo las maravillas de las selvas, y las repite y multiplica todos los días: ¿no lo veis?, los escombros van desapareciendo bajo la sombra de otros suntuosos y magníficos edificios. La eterna y divina artista no demuele sus obras sino para mejorarlas, y para ello recibe nuevas fuerzas y poderosos elementos de la descomposición de las mismas ruinas que ha esparcido a sus pies.

Sin entrar en cuenta el Putumayo, desde cuyas orillas meridionales comienza el territorio ecuatoriano en las regiones del Oriente, bañan éstas y desembocan en el Amazonas los caudalosos ríos Napo, Nanay, Tigre, Chambira, Pastaza, Morona, Santiago, Chinchipe, y otros que si son pequeños junto a aquellos, en verdad serían de notable consideración en Europa, Asia o África.

El Pastaza, cuyo descenso hemos seguido hasta el punto en que recibe las tumultuosas ondas del Topo, y de cuyas márgenes no nos alejaremos durante la historia que vamos a relatar, fue navegado por el sabio D. Pedro Vicente Maldonado y Sotomayor en 1741, quien delineó su curso y el del caprichoso y enredado Bobonaza. Pasado el Abitahua recibe por el Norte el tributo del Pindo, desde donde comienza a prestarse a la navegación, aunque no segura; luego le entran el Llucin por la derecha, y a pocas leguas el Palora, de aguas sulfurosas y amargas, y cuyos orígenes se hallan en una corta laguna de las inmediaciones del Sangay, sin duda uno de los volcanes más activos y terribles del mundo. Aquí las aguas del Pastaza, así como las del Palora, ya son bastante mansas y apacibles, y sólo se nota mayor movimiento en el Estrecho del Tayo que está a continuación y que lo forman rígidos peñascos alzados a uno y otro lado y casi paralelos. Libre ya de estos hercúleos brazos que le ajustaban, se explaya y lleva su imperial carrera primero de Poniente a Oriente y después de Noroeste a Sudeste hasta su triple desembocadura.

El Pastaza se dilata a veces por abiertas y risueñas playas, y otras está limitado en trayectos más o menos largos por peñascosas orillas que van desapareciendo a medida que avanza en la llanura, o por simples elevaciones del terreno. En muchos puntos se divide en dos brazos que vuelven a unirse ciñendo hermosas islas, las que son más frecuentes y extensas cuanto más el río se acerca a su término. En las orillas abundan hermosísimas palmas, de cuyo fruto gustan los saínos y otros animales bravíos, y el laurel que produce la excelente cera, y el fragante canelo que da nombre al territorio regado por el Bobonaza rico censatario también del Pastaza, y por el Curaray que da más abundante caudal al gigantesco Napo.

A no mucha distancia de las márgenes del río que nos ocupa, y casi siempre en comunicación con él, hay unas cuantas lagunas coronadas, asimismo, de palmeras que se encorvan en suave movimiento a mirarse en sus limpísimos cristales, y pobladas de aves de rara belleza, de dorados peces y de tortugas de regalada carne. Y ni en lagunas ni en islas faltan enormes caimanes y pintadas culebras, hallándose a veces el monstruo amarun, terror de esas soledades, y junto al cual la boa de África pierde su fama toda. El Rumachuna, pocas leguas antes de la confluencia del Pastaza con el Amazonas, es el más extenso y magnífico de esos espejos de la naturaleza tendidos en el desierto.

Lector, hemos procurado hacerte conocer, aunque harto imperfectamente, el teatro en que vamos a introducirte: déjate guiar y síguenos con paciencia. Pocas veces volveremos la vista a la sociedad civilizada; olvídate de ella si quieres que te interesen las esencias de la naturaleza y las costumbres de los errantes y salvajes hijos de las selvas.




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- II -


Las tribus jívaras y záparas


Numerosas tribus de indios salvajes habitan las orillas de los ríos del Oriente. Algunas tienen residencia fija, pero las más son nómadas que buscan su comodidad y subsistencia donde la naturaleza les brinda con más abundancia y menos trabajo sus ricos dones en la espesura de las selvas o en el seno de las ondas que cruzan el desierto. Su carácter y costumbres son diversísimos como sus idiomas, incultos pero generalmente expresivos y enérgicos. Hay tribus que se distinguen por la mansedumbre del ánimo y la hospitalidad para con cualquier viajero; tales son los záparos que viven al Norte del Pastaza y a las márgenes del Curaray, del Veleno, el Bobonaza, el Pindo y otros ríos de auríferas arenas y mitológica belleza, sin que por esto deba creerse que son encogidos y cobardes. Otras hay temibles por su indómita ferocidad, como las tribus jívaras desparramadas en el inmenso espacio regado por el Morona y el Santiago, que se extiende desde la banda meridional del mentado Pastaza, hasta las regiones en que domina el Chinchipe, uno de los principales ríos de Loja; de esta tierra, patria de la quina, y si por esto célebre, no menos famosa por la riqueza de su flora, sus minas de metales preciosos y sus mármoles tan bellos como los de Paros y Carrara. No hay caníbales en estas tribus, como algunos lo han creído sin fundamento; pero es peligroso viajar entre ellas, a lo menos cuando no se toman todas las precauciones necesarias para no causarles el menor disgusto ni sospechas. En la guerra son astutos y sanguinarios, sencillos en las costumbres domésticas, fieles en la alianza y en la venganza inflexibles. No obstante su adoración a la libertad, a veces miran a sus jefes, cuando sobresalen por la bravura y el número de las hazañas, con supersticioso respeto; y cuando mueren, sacrifican a la más querida de sus esposas para que le acompañe en el país de las almas.

La guerra es casi el estado normal de los jívaros y a ella son también aficionados los záparos. Unos y otros son muy diestros en el manejo del arco, la lanza y la maza. Su maestría en el conocimiento y uso de los venenos es horripilante. La causa de sus contiendas es por lo común el deseo de llevar a cima una venganza. Acontece no pocas veces que un jefe toma la infusión del bejuco llamado hayahuasca, cuyo efecto es fingir visiones que el salvaje cree realidades, y ellas deciden lo que debe hacer toda la tribu: si en ese delirio ha visto la imagen de un enemigo a quien es preciso matar, no perdona diligencia para matarle; si se le ha presentado cual adversa una tribu, que, quizás fue su amiga, la guerra con ella no se hace esperar.

Ha más de un siglo, la infatigable constancia de los misioneros había comenzado a hacer brillar algunas ráfagas de civilización entre esa bárbara gente; habíala humanado en gran parte a costa de heroicos sacrificios. La sangre del martirio tiñó muchas veces las aguas de los silenciosos ríos de aquellas regiones, y la sombra de los seculares higuerones y ceibas cobijó reliquias dignas de nuestros devotos altares; pero esa sangre y esas reliquias, bendecidas por Dios como testimonios de la santa verdad y del amor al hombre, no podían ser estériles, y produjeron la ganancia de millares de almas para el cielo y de numerosos pueblos para la vida social. Cada cruz plantada por el sacerdote católico en aquellas soledades era un centro donde obraba un misterioso poder que atraía las tribus errantes para fijarlas en torno, agregarlas a la familia humana y hacerlas gozar de las delicias de la comunión racional y cristiana. ¡Oh! ¡qué habría sido hoy del territorio oriental y de sus habitantes a continuar aquella santa labor de los hombres del Evangelio!... Habido habría en América una nación civilizada más, donde ahora vagan, a par de las fieras, hordas divorciadas del género humano y que se despedazan entre sí.

Un repentino y espantoso rayo, en forma de Pragmática sanción, aniquiló en un instante la obra gigantesca de dilatadísimo tiempo, de indecible abnegación y cruentos sacrificios. El 19 de agosto de 1767 fueron expulsados de los dominios de España los jesuitas, y las Reducciones del Oriente decayeron y desaparecieron. Sucedió en lo moral en esas selvas lo que en lo material sucede: se las descuaja y cultiva con grandes esfuerzos; mas desaparece el diligente obrero, y la naturaleza agreste recupera bien pronto lo que se le había quitado, y asienta su imperio sobre las ruinas del imperio del hombre. La política de la Corte española eliminó de una plumada medio millón de almas en sólo esta parte de sus colonias. ¡Qué terribles son las plumadas de los reyes! Cerca de dos siglos antes otra igualmente violenta echó del seno de la madre patria más de ochocientos mil habitantes. Barbarizar un gran número de gente, imposibilitando para ella la civilización, o aventarla lejos de las fronteras nacionales, allá se va a dar: de ambas maneras se ha degollado la población. Pero vamos con nuestra historia.

Entre los pueblos más florecientes fundados por los jesuitas en aquel inmenso territorio, se contaban Canelos, Pacayacu y Zaracayu, a las orillas septentrionales del Bobonaza, y Andoas y Pinches, a la derecha del Pastaza. Todos sus habitantes pertenecían a la familia zápara. Cuarenta años después de haberles privado el Gobierno de España de sus misioneros, la decadencia fue tal, que algunos grandes centros de población casi estaban a punto de desaparecer. Pinches se hallaba reducido a menos de la mitad, y la escasez de su población le exponía frecuentemente a ser aniquilado por los jívaros.

A los pueblos antedichos se enviaron religiosos dominicos en sustitución de los jesuitas, y autoridades civiles que cuidaban más de enriquecerse a costa del sudor y la sangre de los indios, que no de propender a civilizarlos. Cuando tales empleados faltaban, los curas misioneros gobernaban aún en lo temporal, y si no siempre, con frecuencia se desempeñaban más acertadamente, y los pobres salvajes respiraban con libertad.

Por el año 1808 una tribu nómada de las más temibles en las selvas del Sur, quiso guardar estricta neutralidad en una sangrienta guerra que a la sazón, destrozaba las tribus de los zamoras, logroños, moronas y otras, pues eran todas sus aliadas. Mayariaga, curaca5 de los moronas, que había intentado en vano atraer a su partido a los neutrales, dio muestras de grande enojo, y Yahuarmaqui6, curaca de estos últimos, de quienes era querido y respetado, juzgó prudente alejarse del teatro de la guerra.

Una mañana se levantaban espesas columnas de humo por entre las copas de los árboles: las cabañas de los que se retiraban ardían quemadas por sus propios dueños que, en ligeras canoas hechas de las cortezas de árboles gigantescos, rompían la corriente del Morona. Al son de las ondas rotas por los remos entonaban el canto de despedida al rincón de la selva que abandonaban para siempre. A los quince días habían terminado la navegación y entregaban las canoas, inútiles ya para el viaje que llevaban, a merced de la corriente. Traspusieron a continuación por la parte superior la cordillera de los Upanos, que arranca del costado oriental del Sangay y se abate cerca de la laguna Rumachuna, y plantaron al fin sus cabañas en la margen izquierda del Palora, a tres jornadas de su pacífica entrada en el Pastaza, y en las vecindades del lugar en que estuvo la villa de Mendoza, asolada por los bárbaros.

El curaca Yahuarmaqui contaba el número de sus victorias por el de las cabezas de los jefes enemigos que había degollado, disecadas y reducidas al volumen de una pequeña naranja. Estos y otros despojos, además de las primorosas armas, eran los adornos de su aposento. Se acercaba a los setenta años y, sin embargo, tenía el cuerpo erguido y fuerte como el tronco de la chonta7; su vista y oído eran perspicaces, y firmísimo el pulso: jamás erraba el flechazo asestado al colibrí en la copa del árbol más elevado, y percibía cual ninguno el son del tunduli8 tocado a cuatro leguas de distancia; en su diestra la pesada maza era como un bastón de mimbre que batía con la velocidad del relámpago. Nunca se le vio reír, ni dirigió jamás, ni aun a sus hijos, una palabra de cariño. Sus ojos eran chicos y ardientes como los de la víbora; el color de su piel era el del tronco del canelo, y las manchas de canas esparcidas en la cabeza le daban el aspecto de un picacho de los Andes cuando empieza el deshielo en los primeros días del verano. Imperativo el gesto, rústico y violento el ademán, breve, conciso y enérgico el lenguaje nunca se vio indio que como él se atrajera más incontrastablemente la voluntad de su tribu. Seis mujeres tenía que le habían dado muchos hijos, el mayor de los cuales, previsto para suceder al anciano curaca, era ya célebre en los combates y se llamaba Sinchirigra9, a causa de la pujanza de su brazo.

La tribu, según es costumbre en esas naciones que tienen por patria los desiertos, tomó el nombre del río a cuya margen acampó. La nueva del arribo de los paloras se divulgó rápidamente por las demás tribus y pueblos, que se apresuraron a solicitar su alianza, aconsejados por la prudencia y no por el miedo, desconocido entre los salvajes. Durante largos días Yahuarmaqui se ocupó en recibir mensajeros que, en señal de paz y amistad, llevaban tendemas10 y otros adornos de brillantes plumas de color de oro en la cabeza, el cinto y las armas. Los de Canelos y Pacayacu; los de Zaracayu y Andoas; los moradores del aurífero Veleno, del Curaray y de los ríos que dan origen al caudaloso y bellísimo Tigre, enviaron sus comisionados escogiéndolos entre los más hábiles en la diplomacia por ellos usada, y acompañados de ricos presentes, cuya elocuencia es para un salvaje más persuasiva que la de los hermosos pensamientos y bien combinadas frases. A todos contestó el anciano jefe con orgullo, pero con palabras que pudieran dejarlos satisfechos, y la alianza quedó sellada con menos ceremonias y más firmeza de las que se emplean entre pueblos civilizados. Yahuarmaqui poseía en verdad la gran virtud de un religioso respeto a la fe que una vez empeñaba; lo comprueba el haberse retirado de su antigua residencia por no tomar parte en la contienda de sus amigos, los jívaros del Sur.

El último de aquellos embajadores fue un bien apersonado mancebo, que en amable voz dijo al anciano:

-Poderoso curaca y grande hermano11, bien venido seas a la orilla del río de las aguas amargas y a la vecindad de los záparos. Me envía a ti la tribu de quien es jefe el viejo Tongana, mi padre, la cual quiere ser tu amiga y llamarte su amparo. Es la más reducida de las familias libres del desierto y vive junto a un arroyo de agua dulce, al que se llega, partiendo de aquí, en poco menos de tres soles. No tiene alianza ninguna con otras tribus, y sólo desde hoy anhelamos vivir a tu sombra como la palma chica al pie de la palma grande. ¡Jefe de las manos sangrientas, acepta nuestra amistad y danos la tuya, y sé para nosotros el jefe de las manos benéficas!

Yahuarmaqui, de tal manera lisonjeado, contestó:

-Hijo mío, acepto la amistad y la alianza de la familia Tongana. Ve a decirla que el poderoso jefe de los paloras es ya su padre; que nada tema y que lo espere todo. El son de mi tunduli será voz amiga para ella, y cuando Tongana haga resonar el suyo, al punto mi tribu estará con él: mis enemigos serán enemigos de los tonganas; sus enemigos lo serán míos. La sombra de mi rodela cubre a mis aliados como a mi propia tribu. Joven hermano, has dicho lo que debías y has oído mis promesas. Estás contento; vete en paz a los tuyos.




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- III -


La familia Tongana


En el extenso y abierto ángulo que se forma de la unión del Palora con el Pastaza, y al Sur de aquél, moraba la tribu, o más bien, corta familia Tongana. Componíase del jefe, de más de setenta años y cabeza tan cana, que a esta causa, además de su propio nombre, le llamaban el Viejo de la cabeza de nieve; de Pona, su esposa, que mostraba más edad de la que tenía; de sus dos hijos y sus mujeres, dos niños, hijos de éstos, y la joven Cumandá, nombre que significaba patillo blanco, la cual, no obstante su belleza, permanecía soltera.

Decíase que eran de sangre zápara y últimas reliquias de los Chirapas, antiguos habitantes de las orillas del Llucin, casi exterminados en un asalto nocturno de la tribu Guamboya, numerosa y feroz. Záparas eran, en efecto, las esposas de los dos jóvenes. Tongana, viejo de pocas palabras y ceño adusto, se distinguía por su odio implacable a la raza europea. Se había propuesto no salir jamás del rincón de la tierra que escogió para su morada, por no tener ocasión de encontrarse con un blanco, y prohibió a sus hijos hasta los escasos viajes que hacían a la reducción de Andoas para cambiar cera y pita con algunas herramientas, desde que supo el arribo de un nuevo misionero, que no por serlo dejaba de pertenecer a la raza detestada. Pona era una buena mujer, y había llegado a adquirir fama de hechicera con motivo de ciertas supersticiones a que se abandonaba con frecuencia. Afirmábase tal nota, causa de hondo respeto para los indios, con ver que llevaba siempre al cuello una pequeña bolsa de piel de ardilla, en la que guardaba con extremo cuidado y entre cortezas de oloroso chaquino y exquisita vainilla, un amuleto, al cual atribuía maravillosas virtudes. Advertíanse en esta familia algunos vestigios de creencias y prácticas cristianas, a pesar de que el viejo se había propuesto borrarlas como cosas que venían de los blancos; pero tal cual idea del Dios muerto en la cruz, de la Virgen madre, de la inmortalidad del alma, de la remuneración y el castigo eternos, se hallaba confundida con un vago dualismo, con los genios buenos de las selvas, el terrible mungía12, la eternidad simbolizada en el país de las almas, y otras fantásticas creaciones de la ardiente pero rústica imaginativa de los hijos del desierto.

Las casas de los tonganas eran semejantes, con cortas diferencias, a las de todos los salvajes; postes de huayacán o de helecho incorruptible, paredes de guadúa partida y amarrada con fuertes cuerdas de corteza de sapán, y techos cubiertos de bijao o de chambira. En lo interior no había trofeos arrebatados al enemigo en los combates, sino pocas armas de guerra, muchas de cacería, e instrumentos de pescar. En contorno se alzaba un robusto muro de lozanos plátanos; a corta distancia estaban las chacras13 de yucas, patatas, maíz, y hasta algunas matas de caña de azúcar; unas pocas gallinas en el estrecho patio, y un leal perro, completaban el cuadro de aquel fragmento de población escondido en el bosque. Hermoso cuadro, por cierto, a pesar de la adustez del curaca Tongana y de los defectos inherentes a la vida salvaje: había paz, armonía entre todos los miembros de la familia, confianza mutua e interés de todos por cada uno y de cada uno por todos. La obediencia al anciano había pasado de necesidad a ser virtud, y ya nada pesaba. La dulce inocencia de los niños perfumaba el hogar, y las gracias de Cumandá eran tales, que pudieran llenar de encanto hasta el cubil de un león.

El tipo de Cumandá era de todo en todo diverso del de sus hermanos, y su belleza superior a cuantas bellezas habían producido las tribus del Oriente. Predominaba en su limpia tez la pálida blancura del marfil, y cuando el pudor acudía a perfeccionar sus atractivos, brillaban sus rosas con suave tinte, cual puestas tras delgada muselina; su cabellera, aunque negra, difería, por lo sedeño y ondeado, de las sueltas crenchas de las hijas del desierto; en el airoso cuerpo competía ventajosamente con ellas, a quienes tantas veces, y con razón, se ha comparado con las palmeras de su patria; sus ojos, de color de nube oscura, poseían una expresión indescifrable, conjunto de dulzura y arrogancia, timidez y fuego, amor y desdén; los labios tenían movimientos y sonrisas en perfecta armonía con las miradas, y el corazón correspondía a los ojos y los labios; era toda ella sencillez y vivacidad, candor y vehemencia, dulzura de amor apasionado y acritud de orgullo; era toda alma y toda corazón, alma noble, pero inculta; corazón de origen cristiano en pecho salvaje, y desarrollado al aire libre en la soledad. Su voz era dulce y armoniosa como la de un ave enamorada; sus palabras corrían con cierta soltura y desembarazo, semejante a las ondas de un arroyo en lecho de grama. Educada según las libérrimas costumbres de su raza, que tiene por inestimables prendas la robustez y actividad del cuerpo y el varonil temple del ánimo hasta en la mujer, aprendió desde muy niña a burlarse de las olas, y la primera vez que sus padres la vieron atravesar el Palora a flor de agua, como una hoja de mosqueta impelida por el viento, dieron gritos de entusiasmo y la llamaron Cumandá. Otras veces, cuando ya más crecida, se la admiró manejando el remo con tanta destreza, que competía con sus hermanos, los vencía y avergonzaba; y en no pocas ocasiones se igualó con ellos en el ejercicio del arco. Era, en fin, el amor y encanto de sus padres y de toda la familia. Decíala Tongana contemplándola con aire bondadoso:

-Cumandá, no tienes otro defecto que parecerte un poco a los blancos; ¡oh! a veces tengo tentaciones de aborrecerte como a ellos; pero no puedo, porque al cabo eres mi hija y me tienes hechizado.

Habíase hecho la joven amiga del retiro y la soledad, y gustaba de errar largas horas entre la sombra de la selva, dada a pensamientos inocentes, sintiendo quizás la necesidad de una pasión que ocupase su pecho, mas sin saber todavía qué cosa fuese amor; o bien se entretenía a la margen del río contemplando el juego de los pececillos que, dueños de sí mismos, como ella, rompían las dormidas aguas en distintas direcciones, o saltaban, se zambullían, volvían a mostrarse en la superficie y se perseguían unos a otros, luciendo a los rayos del sol las brillantes escamas de plata y oro. A veces les tiraba plátano y yuca picados, y de verlos disputarse la sabrosa golosina, se llenaba de infantil contento y batía las palmas.

Pero repentinamente Cumandá empezó a ponerse algo taciturna; iba desapareciendo su alegría como desaparece al calor del sol la frescura que a la azucena prestó el rocío. Extendiose sobre su lindo semblante la sombra de suave melancolía que torna más linda a la virgen visitada por el primer amor. No advirtieron el cambio ni los padres ni ninguno de la familia, y si lo notaron, no hicieron alto en él; ¿qué tenían que maliciar ni temer en esas soledades? Y sin embargo, no podía ser otra la causa de aquel estado del ánimo de Cumandá, revelado en su rostro y porte, que el que acabamos de indicar. Del amor y sus efectos no está libre el corazón de una salvaje. ¡Qué decimos! pues no sólo no lo está, sino que exento de toda influencia social, de todo arte, de todo lo que no emana inmediatamente de la naturaleza, se presta a que sin obstáculo ninguno eche hondas raíces en él, y crezca, y se desarrolle y se vuelva gigante la planta de la pasión amorosa.

La hija de Tongana está, pues, enamorada; ¿de quién? Este misterio trataremos de descubrir, aun antes que lo trasluzcan en su tribu, siguiéndola en sus excursiones solitarias por las márgenes del Palora.




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- IV -


Junto a las palmeras


Entre el Palora y el Upiayacu, río de corto caudal que muere como aquél en el Pastaza, se levanta una colina de tendidas faldas que remata en corte perpendicular sobre las ondas de éste, antes del Estrecho del Tayo. Del suave declivio septentrional de esa elevación del suelo, mana un limpio arroyo que lleva como si dijésemos su óbolo a depositarlo en el Palora, unos quinientos metros antes de su conjunción con el Pastaza. Al entregar el exiguo tributo, parece avergonzarse de su pobreza, y se oculta bajo una especie de madreselva, murmurando en voz apenas perceptible, y esto sólo porque tropieza ligeramente en las raíces de un añoso matapalo, que ensortijadas como una sierpe sobre la fuentecilla, se tienden hacia el río. Un poco arriba y por ella bañadas, habían crecido en fraternal unión dos hermosas palmeras y dos lianas, de flores rosadas la una y la otra de flores blancas, que subiendo en compasadas espiras por los erguidos mástiles, las enlazaban con singular primor al comienzo de los arqueados y airosos penachos de esmeralda; por manera que bajo de éstos columpiaban en graciosa mezcla los festones de las trepadoras plantas y los pálidos racimos de flores de las palmeras.

A este lugar concurría con frecuencia Cumandá, y gustaba de contemplar a esas lindas hermanas, amor de la soledad, encadenadas por las floridas enredaderas. Había llegado a profesarles cierto respetuoso cariño, especialmente desde que en su corteza viera grabadas unas cifras, para ella al principio misteriosas, si bien conocía la mano que las hizo y supo después lo que significaban; y en las cuales tocaron muchas veces sus labios con amorosa ternura.

Un día, cuando apenas acababa de rayar la aurora haciendo cesar los murmullos y ruidos de la noche y despertando las armonías y vital movimiento propios de la aproximación del sol, se encaminaba la hija de Tongana a su lugar predilecto. Llevaba desarregladas las crenchas bajo un tendema de lustrosos junquillos y pintadas conchas, mal ceñida la túnica de tela azul con una trenza tejida de sus propios cabellos; y denotaba en toda su persona la presteza con que dejó su lecho y salió de su cabaña, así como la inquietud de ánimo por haber tardado a una cita. Cruzando ligera, como iba, por entre los árboles, que goteaban rocío, a la indecisa luz del alba suavemente derramada por entre las bóvedas y pabellones de ramas y hojas, se habría mostrado a los antiguos griegos como una ninfa silvestre perdida durante la noche en el laberinto de la selva.

Al fin llegó a las palmeras, se detuvo un momento a contemplarlas, las dirigió algunas palabras, como si pudiesen entenderlas, besó las cifras, y haciendo al punto memoria de lo que decían, se puso a cantar a media voz, cual si quisiese imitar el murmurio del arroyo, estas estrofas:



Palmas de la onda queridas
Que exhala aquí dulce queja,
Y al pasar besándoos deja
Las plantas humedecidas;

Palmas queridas del ave
Que posada en vuestras flores
El canto de sus amores
Os dirige en voz suave;

Oh palmas, que en lazo fuerte
Os ha unido la liana,
No seáis imagen vana
De nuestra futura suerte:

Junte así lazo amoroso
A Cumandá tierna y bella
Con el vate que por ella
Se siente al fin venturoso.

Pero no cantaba de seguida: se había sentado en las raíces del matapalo que se movían flexibles sobre el Palora, y columpiándose en ellas hasta mojarse a veces el blanco pie en las ondas, guardaba breve silencio después de cada cuarteta, y se inclinaba y tendía el cuello para mirar por entre las ramas y juncos de la orilla hasta la desembocadura del río, cubierta de tenue y vaporosa neblina. Aguardaba al extranjero vate cuyos versos conservaba grabados más hondamente en la memoria que en la corteza de las palmas; y el extranjero tardaba en llegar, y el pecho de ella comenzaba a temer, a inquietarse, a llenarse de angustia, pues la mañana se pasaba y era urgente hablar con él e imponerle de que al día siguiente ella y toda su familia debían ausentarse del Palora lo menos por medio mes.

Al cabo, allá, a la distancia, se mueve un punto negro entre la bruma y las ondas; puede ser el extranjero. El corazón de la virgen salvaje comienza a serenarse. Crece el punto, acércase más y más; es una ligerísima canoa manejada por un solo remero. Cumandá doblada sobre el río y asida de un bejuco para asegurarse y no dar en las aguas, permanece con la vista fija en el nauta que ya llega; el nauta es el joven extranjero que, al compás del remo, viene también cantando. La hija de Tongana cree escuchar las melodías de los buenos genios de las aguas que saludan al nuevo día, y se llena de vehemente alborozo. Cantaba el joven:



Vuela, canoa mía, vuela, vuela,
Burlando las corrientes del Palora:
Tendida al viento de mi amor la vela
Al remo vencedor se añade ahora.

Vuela, vuela, que allá junto a la palma
Del bosque la deidad me ha dado cita;
Allá me espera la mitad de mi alma,
La que en viva pasión mi ser agita...

Un grito de gozo infantil de Cumandá impidió continuar su canto al joven Carlos de Orozco, que reparó de súbito en ella, atracó la canoa y saltó a tierra.

-Amigo blanco -le dijo la india-, eres cruel; todavía no cesaba la voz del grillo ni se apagaba la luz de las luciérnagas, cuando dejé mi lecho por venir a verte, y tú has tardado mucho en asomar; ¿te vas olvidando del camino del arroyo de las palmas? ¡Oh, blanco, blanco! los de tu raza no tienen el corazón ardiente como los de la mía, y por eso no acuden presto a la llamada de sus amantes.

-Cumandá, me acusas de cruel, y lo eres tú en verdad, pues que así me reconvienes sin observar que no me ha sido fácil venir muy pronto; ¿no ves cómo se ha hinchado el río y se ha aumentado su corriente? Desde antes de la aurora he remado; las fuerzas se me iban acabando, y...

-Cierto -le interrumpió la india-; no había advertido yo que el río está hinchado.

-Ya ves, hermana, que yo tengo razón y que tú eres injusta.

-Cierto, cierto, hermano blanco; acabas de vencerme, e hice muy mal en soltar palabras amargas; perdóname y siéntate a mi lado, porque mi lengua tiene que decirte cosas importantes.

Carlos obedeció, y los dos, posados en la misma raíz, que balanceaba en compasados movimientos, parecían aves acuáticas que, habiendo pasado allí la noche arrullados por las voces de las ondas y del bosque, se disponían a lanzarse en su elemento en busca de tiernos pececillos.

-Joven blanco -prosiguió Cumandá-, mi corazón no conoce el miedo; pero ahora tembló como la hoja en su rama cuando sopla el viento, porque me pareció que oía tras de mí los pasos del mungía, que es parecido al diablo que hace mal a los cristianos; mas como yo también soy cristiana...

-Ya me lo has dicho otra vez; cierto, ¿eres cristiana, Cumandá?

-Lo soy; mi madre me ha dicho que cuando yo era muy chica me mojaron la cabeza en el agua milagrosa. Pero mi padre no quiere que seamos cristianos, y sólo la buena Pona me ha enseñado a ocultar algunas cosas, de las cuales me he prendado mucho más estos días, porque tú, como cristiano, gustas de ellas.

-¡Oh Cumandá, no sabes cuánto me place hallarte cristiana! Pero ¿qué me contabas del mungía?

-Que le hice unas cuantas cruces, invoqué a la Madre santa, y el malvado no me ha seguido. Ahora puede venirse; junto a ti no le temo.

-Amada mía -la contestó Carlos-, si penetras cuánto te amo, en verdad que debes fiarte de mí, pues la pasión es capaz de hacerme poderoso hasta contra el genio malo de las selvas. Tu presencia me transforma: eres un elemento de vida para mi corazón y de fortaleza para mi alma. Entre los de mi raza, abundante de belleza, no he hallado ninguna que se parezca a ti ni que como tú haya podido vencerme y dominarme.

-Amigo blanco -dijo la joven en tono de inocente orgullo-, vas comprendiéndome, y yo hace algún tiempo sé lo que eres y lo que vales.

-¡Oh, Cumandá! -replicole Orozco-, esa mezcla de ternura pueril y orgullo salvaje que veo en ti, me encanta; ella forma el fondo del amor casto y noble que has podido labrar en mi pecho. Posees un arte admirable, sin haberlo estudiado, el arte de cautivar el corazón más esquivo, sin necesidad de disimular lo que no sientes ni fabricar panales de engañosas lisonjas. ¡Arte pasmoso! Las mujeres de mi sangre generalmente pasan gran parte de su vida estudiándolo y no lo poseen nunca. El refinamiento de la civilización ha hecho en ellas imposibles algunas prendas que sólo conserva la naturaleza en las inocentes hijas del desierto.

-Hermano extranjero, hablas un lenguaje parecido al que deben hablar los buenos genios y capaz de hacerte querer hasta de las aves ariscas y de las bestias bravas. ¿Cómo te han dejado partir a estas soledades las mujeres de tu tierra? ¿Cómo no te han escondido entre sus brazos ni te han aprisionado con sus caricias? ¡Oh, joven amigo mío!, me gustas más que la miel de las flores al quinde14 y más que al pez el agua. Mira, siento por ti una cosa que no puedo explicar, y espero de ti otra cosa que tampoco me la explico, pero cuya sola idea me estremece de deleite.

-Esa cosa inexplicable, aunque se la siente, ¡oh amada mía! esa cosa es el amor, el amor verdadero que tú sientes por mí, y que de mí no tienes ya que esperar, porque lo posees todo, todo sin reserva.

-¡Ah, sí! eso es, eso es sin duda; ¡oh, yo te amo...!, porque te amo te he prometido con palabras del corazón que nunca miente, que consentiré en que me pongas los brazaletes de la piel de la culebra verde, y me ciñas el cinto de esposa. ¡Oh, blanco! tú serás mi marido, o yo no viviré; ¿para qué quiero vivir sin ti? Quita la corteza a un árbol, y ya verás cuál se seca y perece: tú eres para mí esa corteza protectora: sin ti, ¿podré no secarme?

-Tú sí, exclama Carlos enajenado de amor y de entusiasmo, abrazándola y estampándole un beso en la frente; tú sí que hablas el lenguaje de los ángeles. ¡Oh Cumandá! ¡oh amor de mi alma! ¿cuándo consentirás que te pongan mis manos los brazaletes de la culebra verde y el cinto de esposa?

La joven se puso seria, y esquivándose del abrazo de su amante, le dijo con aspereza:

-¿Qué haces, blanco? Hoy no me toques.

-¿Te ofendo con la manifestación de mi amor, de un amor que inflamas tú misma y le haces irresistible? -preguntó Carlos sorprendido.

-¿No sabes, replicó ella en tono menos áspero, que soy actualmente una de las vírgenes de la fiesta?

-Ni lo sé ni te comprendo, hermana; ¿de qué fiesta me hablas?

-De la fiesta de las canoas, cuyo día se acerca. Las vírgenes destinadas a figurar en ella no deben ser tocadas ni por el aliento del hombre. Respeta, hermano blanco, la pureza de mi alma y de mi cuerpo, si no quieres que el buen Dios se enoje con nosotros y el mungía triunfe. Desde que comienza a mostrarse la madre luna hasta que desaparece en el cielo treinta noches después, las vírgenes que llevan los presentes al genio del gran lago, tienen el deber de conservarse purísimas como la luz de la misma luna.

-Amable sacerdotisa de ese genio -contestó el joven-, si yo no fuera capaz de respetarte en toda ocasión, tampoco sería capaz de amarte: sé que donde falta el acatamiento a la inocencia y al pudor puede haber pasión, mas pasión carnal y torpe, y la que tú me inspiras nada tiene semejante a los amores del mundo corrompido. ¡Bendita la Providencia que ha consentido que el desabrimiento de las delicias de la sociedad se trueque para mí en el inefable amor de una virgen de la naturaleza! Pero, hermana mía, si no te es vedado, dime ¿qué fiesta es esa de que me hablas, y dónde y cuándo se la celebra? Muy hermosa y alegre debe de ser, pues que tú, que todo lo embelleces y alegras, tomas parte en ella.

-¿Qué? ¿no sabes qué fiesta es esa? ¿nadie te lo ha dicho? ¿no te sorprendió ahora pocos días el tronido del tunduli que hizo temblar las hojas de los árboles, y hasta las aguas de los ríos y lagunas?

Carlos había oído que se preparaba una fiesta entre los salvajes, mas no paró mientes en ello, y en realidad poco o nada más sabía; ahora que sabe la parte que Cumandá habrá de tomar en las ceremonias, siente despertarse todo su interés, y que la curiosidad abre sus cien ojos.

-Las voces del tunduli -continúa la india- llamaban a todas las tribus del contorno, y aun a las lejanas, a celebrar la famosa fiesta de las canoas. El anciano jefe de los Paloras ha bebido el conocimiento de la hierba de los sueños y las revelaciones15, y los genios buenos que sirven al buen Dios en estas selvas, le han dicho que conviene celebrar con toda pompa aquella fiesta, porque sólo este requisito falta para que se confirme la amistad que Yahuarmaqui ha contraído con los záparos y éstos sean felices en la guerra. Aunque nunca he asistido a ellas, sé que las ceremonias son siempre magníficas, y que los mismos genios concurren invisibles a animarlas, y se regocijan mezclados entre los guerreros y las vírgenes. Según me ha explicado mi padre, el viejo de la cabeza de nieve, esta fiesta conmemora la tempestad de muchos días y las grandes avenidas que, ahora miles de años, cubrieron todos los bosques y montañas y no dejaron hombre con vida, excepto sólo un par de ancianos y sus hijos que se salvaron en una canoa de cedro, porque cuidaban de no ofender al buen Dios, y le ofrecían la mejor parte de sus cosechas16. Se ha hecho la fiesta siempre cada doce lunas, en la luna llena del tiempo alegre, cuando se abren las últimas flores de los árboles y comienzan a madurar las primeras frutas. El día señalado, infinidad de tribus se reunían al efecto en las orillas del grande lago Rumachuna, que está a más de un sol para acá de las grandes aguas donde muere el Pastaza; pero ahora que hay peleas diarias en esas tierras, y que el lago está manchado con sangre, los buenos genios no aceptarían allí nuestras ofrendas, y todos cumpliremos nuestro deber en el lago Chimano. Allá se va en dos soles desde Andoas, y se vuelve en cuatro o seis, a causa de que la corriente fatiga a los remeros y mata sus fuerzas. Además de que la fiesta ha sido anunciada por el tunduli de los paloras para asegurar su amistad con los nuestros, sabe, hermano blanco, que si se dejara de celebrarla durante cien lunas, el malvado mungía, con permiso del buen Dios, atajaría el curso de todos los ríos del mundo, haría caer todas las aguas de las nubes y la tierra volvería a ser, como en otros tiempos, un lago muy grande, mil veces grande, donde sin remedio nos ahogaríamos todos.

-Bien, Cumandá, ya sé lo que es la fiesta de las canoas y por qué se la celebra; mas ahora dime, ¿qué vas a hacer en ella?

-Llevaré las flores más lindas de los árboles, de los arbustos, de la tierra y de las aguas, y las arrojaré a los pies del anciano Yahuarmaqui, que será el jefe de los jefes y de la fiesta, diciéndole al mismo tiempo unas palabras misteriosas que me enseñará mi madre, la hechicera Pona.

-Hermana mía, dime otra cosa más: ¿se podrá tolerar la presencia de un extranjero en la gran fiesta?

-¿Quieres irte a ella?

-¡Oh! si allá ha de estar contigo mi alma, ¿no será bueno que también te siga mi cuerpo?

La joven guardó silencio e inclinó la cabeza; vacilaba entre la pasión y el temor: no podía ocultársele que había peligro para Carlos en ir entre multitud de salvajes desconocidos, que tal vez se disgustarían de su presencia, a una solemnidad en que era probable un remate con embriaguez y desórdenes, que ella misma temía. Pero al fin pudieron más las secretas incitaciones del amor, y dijo:

-¡Ah blanco! ¡cuál fuera el gozo de la virgen de las flores si te viera a las orillas del lago en ese día! Vete; pero ten cuidado de no mezclarte en ninguna ceremonia. Que tus ojos lo vean todo, mas que tu lengua y tus manos se estén quietas.

-Iré -dijo Carlos lleno de contento-, iré y te veré como al verdadero genio de la fiesta, sin mover las manos ni hablar palabra. ¿Y después...?

-Después, cuando hayan terminado los días sagrados, cumpliré mi promesa para contigo.

-¿Serás mi esposa?

-Lo seré: ¿no te he dicho que una india no cambia jamás de amor ni de voluntad? Mi palabra no la borra poder ninguno, y tengo el corazón fuerte y firme como el simbillo17 de cien años, que enreda sus raíces en los peñascos y resiste a las avenidas de la montaña.

-¡Oh, noble y adorable Cumandá! Te conozco y te creo; por eso cada palabra tuya aumenta una raíz al amor que has sembrado en mi corazón, y le hace también inamovible y eterno como el simbillo. Pero háblame otra vez, amada de mi alma; ¿cuándo partes al Chimano? ¿cuándo es la fiesta?

-Parto mañana con toda mi familia. Hace ya algunas tardes que comenzó a mostrarse la luna como un arco de plata a punto de despedir la flecha; dentro de otras pocas tardes vendrá como una hermosa rodela por el lado en que nace el sol, y entonces celebraremos la fiesta. Después la irá devorando la noche hasta consumirla, y todas las vírgenes, mientras esto no suceda, tendremos que permanecer intactas e inmaculadas; si no, el terrible mungía nos perseguiría día y noche hasta matarnos hundiéndonos en el lago que habríamos profanado con nuestro mal proceder. Al día siguiente de consumido el último pedacito de la madre luna, podremos casarnos: tú me echarás en ambos brazos los brazaletes de la culebra verde; yo pondré en tu cabeza un tendema de conchas y plumas, y en tus manos la lanza y la rodela; porque has de saber, que si no te haces guerrero, no puedes ser verdadero esposo de una salvaje y todos los indios se mofarían de ti. Luego, sentados en nuestra canoa de ceiba blanco, adornada de flores y yerbas olorosas, bajaremos para Andoas, donde el jefe de los cristianos nos unirá y bendecirá. Hermoso joven blanco, ¿ves nuestras palmeras? Así seremos como ellas, unidos viviremos. ¡Oh, cuánto las quiero por eso! ¡cuántos besos he dado a esas líneas con alma que tú grabaste en su corteza, explicándome luego lo que significan!

Cumandá, al hablar de esta manera, dejaba irradiar en su espaciosa frente la luz del amor en que ardía su corazón, como irradia en el cielo, limpio de nubes, la luz del sol oculto tras la blanca montaña. Carlos no sabía qué contestar a tan apasionado lenguaje de alma tan candorosa y vehemente. Habría estrechado a su amante en su pecho; pero tuvo presente la lección que recibió poco antes y se contuvo haciendo un esfuerzo.

-Hoy -agregó la joven en el mismo tono apasionado-, hoy tú me llamas hermana y yo te llamo hermano; esta es costumbre en nuestras tribus; pero cuando nos damos este título, siento no sé qué cosa tierna y dulce que estremece mi espíritu y mueve mis lágrimas. ¿No has visto cómo se mojan mis ojos cuando me dices: «Hermana mía»? ¡Oh! ¡qué sentiré cuando me digas: «Esposa mía...»! ¡Carlos, hermano, tú me haces demasiado feliz!

-¡Oh hermana mía, bella y pura como la niñez y adorable como la inocencia y la virtud! -exclamó el joven Orozco-: puedo jurarte que cuando vine a estas selvas buscando para mi espíritu un bien que presentía, pero que la ingrata sociedad me negaba, no imaginé jamás que pudiera hallarle tan completo entre los pobres salvajes de las orillas del Palora y el Pastaza; mas lo he hallado en ti, Cumandá; en ti, ser hechicero, angelical criatura, vida y alma mía, enmedio de este desierto, menos triste, eso sí, que el desierto de mi desencantado corazón. ¡Oh amada mía! ¿será posible que yo llegue a ser feliz? Sin duda puedes tú darme un inmenso caudal de ventura consagrándome tu amor; pero ¿no debo temer que el infortunio, para el cual me siento nacido, acabe por arrastrarte conmigo a sus abismos? ¡Ah, tierna joven! la desgracia es más contagiosa que la fiebre; yo estoy apestado de ella y tú junto a mí...

-¡Ata tu lengua, amado extranjero; no digas palabras tristes que hacen temblar mi espíritu! ¿No sabes que desde que te conozco y amo, no obstante sentirme feliz y esperar serlo mucho más contigo, derramo, no sé por qué, lágrimas amargas como las aguas de este río y suelto suspiros que no puedo contener? Sucédeme, asimismo, tenerle mucho miedo a mi padre y soñar cosas funestas...

-Tu padre, sí, tu padre odia de muerte a los blancos y de seguro me detestará, y nuestro amor y nuestro matrimonio... Hermana, creo que pensamos con suma ligereza en nuestra unión, cuando todavía no hemos vencido el mayor obstáculo: ¡qué, ni hemos pensado en él!

Al escuchar estas palabras, Cumandá tomó un aspecto serio y sombrío, en el que se revelaba una honda tristeza mezclada con algo de lo duro e imperioso del carácter salvaje. Luego, en acento igualmente grave y apretando con mano convulsa la diestra de Carlos, dijo:

-Extranjero, ¿has olvidado lo que tantas veces te he repetido? Óyeme otra vez y ten en lo futuro mejor memoria: el amor y la voluntad de una india no cambian nunca; su juramento resiste a todas las contradicciones y su corazón sabe morir por su dueño antes que serle infiel. No temas nada: seremos como nuestras palmeras; inmenso es el desierto y podremos plantar nuestra cabaña a cien jornadas de quienes nos aborrezcan. ¿No eres hombre? ¿no soy salvaje? ¿a dónde no podremos ir? ¿qué no podremos hacer los dos en las selvas? Y si no nos es dado vivir tranquilos en ellas, iremos a tu tierra y no nos faltará modo de avenirnos con los blancos, de quienes parece que hoy te quejas. Yo no necesito otra cosa que tu amor, y en cualquier parte viviré contenta, si él no escasea.

Tras un momento de silencio en que ambos amantes quisieron descubrir en sus ojos algo más de lo que expresaron los labios, añadió la india con ligereza e imperio:

-Hermano blanco, mira, ya comienzan a brillar las cabezas de los árboles; el sol ha nacido y es tiempo de que yo te deje y tú te vayas. ¡Adiós! toma tu canoa y vete.

Y saltó como una ardilla de la raíz del matapalo al labio del arroyo, dejándola por algún rato moviéndose con sólo el peso de Carlos, que contestó:

-Hasta mañana.

Ella se detuvo un momento y le dijo:

-¿Te irás de veras al Chimano?

Y casi sin atender a la señal afirmativa que le hacía Orozco inclinando la cabeza, salvó el arroyo, dio unas palmadas cariñosas a las palmeras, contempló un segundo las cifras de la corteza y se metió en la espesura cantando melodiosamente:


Palmas de la onda queridas
Que exhala aquí dulce queja,
Y al pasar besándoos deja
Las plantas humedecidas...

La voz iba perdiéndose a medida que Cumandá se alejaba y al fin sólo quedó perceptible el murmurio del arroyo. El joven apoyó la barba en la mano abierta y el codo en una rama truncada que tenía junto a sí, y en esa actitud, fija la melancólica mirada en el punto donde desapareció la hija de Tongana, permaneció como estático algunos minutos. Unas matas de helecho y menta que se movieron a corta distancia le sacaron de su embebecimiento; creyó que andaba por ahí algún tejón, o que alguna pava, dejando su nido oculto entre las hojas, había partido en busca de sustento; mas nunca juzgó que pudiera haber estado allí en acecho un ser humano. Saltó a la postre de la raíz, desatracó la rústica barquilla y se dejó llevar muellemente por las silenciosas ondas cobijadas por el vaporoso manto de nieblas, que por algunas partes rompía el rayo del sol naciente. El remo, de bajada, era innecesario y Carlos se arrellanó en su asiento, cruzó los brazos, cerró los ojos y se abandonó a la tumultuosa corriente de sus pensamientos, nada halagüeños, mientras la canoa se deslizaba por el curso apacible del Palora. Era la imagen de la melancolía que sin fijarse en los objetos que la rodean, pues nada tienen que ver con ella, se deja llevar por las incontrastables ondas del destino a un término que no conoce, pero que anhela conocerlo, cualquiera que sea.

Al entrar en el Pastaza, el movimiento algo recio de la barquilla por el choque de los dos ríos, hizo abrir los ojos al indolente nauta, que sin ponerse en pie, se enderezó y comenzó a mover el remo para dirigirla mejor y alejarla de los peñascos del estrecho en que muy pronto entró. Pasado éste, atracó a la derecha frente a una corta cabaña donde le aguardaba un joven indio, a quien ordenó que se embarcase, diciéndole enseguida:

-Para Andoas, sin detenernos.

El indio vio a Carlos con alguna extrañeza, pues no esperaba tan pronto su vuelta a la reducción; mas no le hizo observación ni pregunta ninguna, y se encargó sin vacilar del gobierno de la frágil navecilla.




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- V -


Andoas


Andoas, bello y pintoresco pueblo, vergel cultivado por los misioneros en el corazón de las selvas, alegre esperanza de la patria en otros tiempos y del cual ¡ay! no quedan ya ni los vestigios, pues la feraz vegetación trasandina borra en un día las huellas del hombre que ha pasado largos años entre las oleadas de la dulce luz y de las aromáticas brisas de aquellas vírgenes selvas; Andoas, ya en decadencia en la época en que le visitamos con la memoria pidiéndole recuerdos e impresiones, esto es por el año 1808, se hallaba al frente de la desembocadura del Bobonaza, aunque algún trecho hacia abajo; por manera que las canoas y balsas que descendiendo de este río, tenían que atravesar el Pastaza con dirección al pueblo, lo hacían con poca diligencia y en breve tiempo. No así cuando era menester bogar aguas arriba, rompiendo la corriente, para entrar en las del Bobonaza, pues se necesitaba remo y destreza. Sin embargo esta dificultad era mucho menos sensible, cuando los ríos se hallaban en su estado normal.

Levantábase la población a cosa de cien metros de la orilla; pero como su plano era un suave declivio, y no habiendo en él sino algunas palmeras y canelos, se veía por entre sus troncos el explayado y majestuoso río, distinguiéndose a lo lejos hasta el ligero escarceo con que el Bobonaza hace ostensible el rico tributo que paga a su señor, y las canoas que iban o venían o se balanceaban amarradas a la ribera y parecían aves acuáticas prestas a surcar las ondas y cambiar de margen. Los rústicos edificios, abrigo de unas cincuenta familias záparas que constituían toda la Reducción, se hallaban aislados unos de otros y en pintoresco desorden. Los indios habitualmente dedicados a la pesca, tenían sus barracas más próximas al río; de modo que en las grandes crecidas las azotaban las olas y hacían estremecer, sin causar empero zozobra ninguna a sus impávidos moradores. Eran todas las casas, como son hoy las más de otros pueblos cristianos del Oriente, y como las ya descritas de los Tonganas, labradas sobre postes de incorruptible guayacán y eriupo, guadúa partida por paredes, y los empinados techos cubiertos de chambira o de bijao. Los jívaros y otros salvajes no convertidos usan tamañas chozas donde viven juntas muchas familias, y donde arde el hogar al pie de cada lecho; pero los misioneros han enseñado a los indios de sus Reducciones la manera de vivir más cómodamente en casas separadas, y han quitado algo a la rusticidad de ciertas costumbres. En Andoas cada familia tenía su mansión aparte. En los intermedios de una a otra había naranjos de redondas copas cubiertos de azahares y frutas en diversa sazón, y plátanos de cuyas abiertas y airosas coronas desparramadas en torno pendía el fruto en luengos cuernos de esmeralda o de oro, según el punto de madurez. Atrás se extendían las sementeras de varias raíces, y cada pequeña heredad tenía por linde una hilera del precioso arbusto del achiote que sirve para hacer apetitosos los manjares, y en muchas tribus para pintarse caras y cuerpos. De Norte a Sur, y en regular semicírculo, se alzaba al cielo un gigante muro de verdura, formado de matapalos, higuerones, ceibas y otros reyes de la vegetación, entre los cuales sobresalían las palmeras, cuyos penachos se movían al aire como arrancados de la masa principal. En esta magnífica fortificación de la naturaleza, delante de la cual las casas del pueblo parecían solo colmenas artificiales, se notaban puntos sombríos como bocas de abismos, o bien sobresalían a manera de grandes brochadas dadas a la ventura, los festones de hojas claras de algunas enredaderas; o pendían éstas en soberbios doseles y cortinajes recamados de flores, deliciosa mansión de lindas aves y brillantes insectos, y no pocas veces columpio de abigarradas culebras, bellísimo peligro de las tierras calientes.

Por la parte inferior del pueblo y hacia el Mediodía, bajaba un riachuelo de aguas siempre cristalinas y dulces; por la superior y a unos 500 metros, además de aquel muro de árboles y matas, había un barranco formado por un peñasco bastante elevado, cuyo remate oriental, tajado perpendicularmente, daba sobre el río, obligando a sus aguas que contra él chocaban a volver sobre sí mismas en eterno vaivén, de donde venía el nombre de Peña del remolino, o el Remolino de la peña. Las orillas del barranco estaban cubiertas de espesos matorrales de guadúa espinosa que no dejaban paso ninguno, tanto que los indios preferían el tránsito por el río, antes que animarse a luchar con aquel obstáculo de la naturaleza. Por otra parte, éste constituía también una buena defensa contra cualquier invasión por el Norte.

Los sacerdotes que evangelizaron en esas tribus nómadas las enseñaron la estabilidad y el amor a la tierra nativa, como bases primordiales de la vida social; y una vez paladeadas las delicias de ésta, gustaban ya de proporcionarse las cosas necesarias para la mayor comodidad del hogar, aprendían algunas artes y criaban con afán varios animales domésticos, de aquellos sin los cuales falta toda animación en las aldeas y casas campestres. El balido de las ovejas y cabras pastoreadas por robustos muchachos casi desnudos, y el cacareo de las gallinas que escarbaban debajo de los plátanos, alegraban la choza del buen salvaje. El gallo que cantaba al abrigo del alero era el único reloj que señalaba las horas de la noche y de la madrugada; durante el día cada árbol era un gnomon cuya sombra medía el tiempo con exactitud. Un perro atado a la puerta de cada cabaña era el centinela destinado a dar la voz de alerta al dueño al sentir la proximidad del tigre o del gato montés que se atrevieran a invadir el pueblo.

En ese embrión de sociedad, no obstante su menoscabo desde la ausencia de sus inteligentes y virtuosos fundadores, había algo de patriarcal, o algo de los sencillos árcades, cuya felicidad nos refieren los poetas, o, cuando menos, algo de los tiempos en que los shiris y los incas gobernaban sus pueblos, más con la blanda mano del padre que no con el temido cetro del monarca. La regeneración cristiana había dulcificado las costumbres de los indios sin afeminar su carácter, había inclinado al bien su corazón, y gradualmente iba despertando su inteligencia y preparándola para una vida más activa, para un teatro más extenso, para el contacto, la liga y fusión con el gran mundo, donde a par que hierven pasiones, y se alzan errores y difunden vicios que el salvaje no conoce, rebosa también y se derrama por todas partes la benéfica civilización, llamando a sí a todos los hombres y a todas las naciones para hacerlos dueños de la ventura que es posible disfrutar en la Tierra.

La casa mayor de Andoas, era la del misionero; tenía dos pisos, y al segundo se subía por una escalera labrada en un solo tronco de más de metro de ancho; rodeábala en la parte superior una galería angosta, desde la cual se dominaba con la vista el Pastaza y las casas del pueblecito encajadas en sus marcos de verdura.

La iglesia era otra casa de mayores dimensiones que la del misionero, con puerta de cuatro metros de alto y bien espaciosa, como destinada a que entrara por ella, no un individuo ni una familia, sino un pueblo, y con su campanario delante, que consistía en un palo amarrado por los extremos a los mástiles de dos datileras; de él pendía una sola campana, querida de los salvajes, porque su vibradora voz servía para todo. Los despertaba antes del alba, los convocaba a la oración; alegrábalos en la fiesta, alarmábalos en el incendio, gemía con ellos en el entierro, y sus clamoreos eran más tristes y solemnes repercutidos por los ecos del río y de las selvas, que los de las grandes campanas de una catedral. En los días domingos y días de fiesta los niños y las doncellas cuidaban de adornar el altar y los muros del agreste santuario con frescas y olorosas flores, traídas del vecino bosque, y ancianos y madres depositaban al pie del arca, en graciosos castillos de mimbres o en canastillas de hojas de palma, naranjas y badeas, dulces granadillas de Quijos18, aromáticas uvas camaironas19, y otras delicadas frutas que la Providencia ha puesto en esos escondidos vergeles para alimento del hombre, de la bestia y del ave; pero, sobre todo, madres y ancianos, doncellas y niños, presentaban a la divinidad otras cosas que valen muy más que esos dones de la naturaleza y que todas las riquezas del mundo, y eran sus corazones sencillos y agradecidos, conciencias limpias, humildes y constante fe.

¡Oh felices habitantes de las solitarias selvas en aquellos tiempos! ¡cuánto bien pudo haberse esperado de vosotros para nuestra querida Patria, a no haber faltado virtuosos y abnegados sacerdotes que continuasen guiándoos por el camino de la civilización a la luz del Evangelio! ¡Pobres hijos del desierto! ¿qué sois ahora?... ¡Sois apenas una esperanza! ¡Y los frutos de la esperanza a veces tardan tanto en madurar!... Vuestra alma tiene mucho de la naturaleza de vuestros bosques: se la limpia de las malezas que la cubren, y la simiente del bien germina y crece en ella con rapidez; pero fáltele la afanosa mano del cultivador, y al punto volverá a su primitivo estado de barbarie. Vosotros no sois culpables de esto; lo es la sociedad civilizada cuyo egoísmo no le permite echar una mirada benéfica hacia vuestras regiones; lo son los gobiernos que, atentos sólo al movimiento social y político que tienen delante, no escuchan los gritos del salvaje, que a sus espaldas se revuelca en charcos de sangre y bajo la lluvia del ticuna20 en sus espantosas guerras de exterminio.




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- VI -


Años antes


Era un día del mes de diciembre de 1808. Fray Domingo de Orozco, dominicano que servía de cura de Andoas, hacía cosa de seis meses, lo pasó más retraído y triste que de costumbre, y un indiecito que le ayudaba a misa, aun llegó a decir que durante la que celebró esa mañana le había visto derramar lágrimas.

¡Infeliz religioso! llevaba en su corazón, escrita con caracteres indelebles, una terrible historia, cuyo aniversario caía dentro de pocos días.

Joven todavía, amó con delirio, amó como solamente en esa edad se ama, a la sobremanera linda y virtuosa Carmen N..., como él nativa de Riobamba. El matrimonio afianzó la pasión, y ésta produjo frutos dignos de un par tan selecto como simpático. El primogénito fue Carlos; seguíanse cinco niños más, bellos como unos amores, y por último una niña superior en belleza a todos sus hermanos, y a quien pusieron los padres, que en ella idolatraban, el dulce nombre de Julia.

D. José Domingo de Orozco poseía una hacienda al Sur de Riobamba, y el gusto o la necesidad le obligaban a pasar en ella con su familia largas temporadas.

Una mañana, en los últimos días de 1790, quiso D. José Domingo visitar a Carlos, de diez años de edad, que se hallaba en una escuela de la ciudad, y partió antes de la salida del sol. Limpio y espléndido estaba el cielo, y magnífico y gracioso el cuadro de la antigua Purubá21, la noble cuna de los Duchicelas. Las dos cadenas de los Andes se abaten algún tanto y se alejan una de otra, como para dejar que los astros bañen sin estorbo con torrentes de luz la tierra en que otro tiempo tuvieron altares y numerosos adoradores. Cíñenla extensos nevados; al Noroeste el Chimborazo, de fama universal, levanta la frente al cielo y tiende las regias vestiduras, candidísimas y resplandecientes, sobre su inmenso trono de rocas; al Este el Tungurahua alza la cabeza desde la honda región en que descansa, y parece contemplar todavía los fantásticos jardines en que se recreaban los shiris; al Sudeste el despedazado Cápac-urcu simboliza eternamente la ruina del imperio, a cuyo trono ascendieron varios egregios hijos de Purahá. Cuando la luna llena se muestra sobre esos colosales picachos envueltos en perpetua nieve, y reverberan en ellos sus oleadas de pálida y encantadora luz, a par que se extienden por el espacio, hiriendo las nubes que parecen otras montañas blancas moviéndose majestuosas al impulso de las auras nocturnas; ¡oh! entonces el horizonte oriental de Riobamba no tiene rival en el mundo.

Pero no era menos encantador en la mañana en que Orozco salió de su hacienda con dirección a la ciudad; aunque no pudo gozarlo, pues llevaba el ánimo incapaz de gratas impresiones, y sí perturbado por una secreta inquietud. Carmen había sido presa de un mal sueño, estaba triste y hasta angustiosa, y se despidió de su marido abrazándole y llorando sin saber por qué. Su corazón sí lo sabía; mas ella no podía traducir el lenguaje del corazón que se llama presentimiento; lenguaje misterioso que expresa casi siempre una terrible verdad futura.

En ese mismo día aconteció el alzamiento de los indios de Guamote y Columbe, que se despeñaron en sangrientas atrocidades, conservadas hasta hoy con espanto en la memoria de nuestros pueblos.

Ya muy avanzada la tarde, llegó a Riobamba la noticia del suceso. Orozco que penetró al punto el peligro de su familia, montó a caballo y voló a su hacienda. La noche le sorprendió en medio camino. Un mozo que venía del lugar de la sublevación le dice que varias casas de campo se hallan ardiendo incendiadas por los indios, quienes además no han dejado un blanco a vida. Don José Domingo despedaza los ijares del caballo, que hace los postreros esfuerzos, pero que al empezar una cuesta cae muerto de fatiga. No importa: el temor de llegar tarde, el deseo de volar, la ansiedad, le prestan alas y corona la subida. Observa que se elevan al cielo, de distintas partes, espesas columnas de humo entre las que relumbran millares de chispas. Avanza un poco más; pónese al principio del declivio de una loma... ¡Qué horrible espectáculo! Todas las casas de la llanura inferior están envueltas en llamas. ¿Y la suya? ¡Dios santo! ¿y la suya? ¡Allí está, y arde también! Al ruido que hace el incendio se mezclan los feroces alaridos de los sublevados, y el ronco y pavoroso son del caracol que ha servido para convocarlos, y que ahora los anima a la venganza y al exterminio. Orozco, sin embargo, no teme la muerte que pueden darle los indios, y echa a correr; salva cercados, salta zanjas, atraviesa sementeras, y está en el linde de su hacienda, y al cabo, delante de la casa que acaba de ser consumida por las llamas. ¡Qué abandono! ¡qué silencio! Sólo se ven las últimas lenguas de fuego que se desprenden de entre las paredes ennegrecidas, y las brasas que las rodean. ¿Dónde está la gente de la hacienda? ¿dónde los indios enemigos? D. José Domingo grita desesperado; da vueltas en torno de la hoguera, llama a su esposa, a sus hijos, a sus criados, y nadie le responde. ¡Todos han huido o han muerto!...

Entretanto, los sublevados contemplan desde una altura la obra de su saña infernal, y repiten los gritos de salvaje alegría, las carcajadas y los juramentos contra la raza blanca que desearían barrer del suelo que fue de sus mayores. Orozco repite, asimismo, sus voces angustiosas:

-¡Carmen! ¡Carmen! ¡hijos! ¡hijos míos!

Y de este modo clamando torna a correr aquí y acullá sin saber qué hacer ni aun qué pensar. Ocúrresele un pensamiento, el de ir en pos de los indios, pues quizá tienen presa a su familia: ¿por qué han de haber matado a su Carmen, a su virtuosa Carmen, ni menos a sus inocentes hijos? Va a poner por obra su idea; da algunos pasos... Mas asoma al cabo una criada, temblando de pies a cabeza; está lela y muda: es la personificación del espanto.

-¿Mi familia? -balbuce Orozco, y ella nada contesta, y echa por todas partes miradas llenas de inquietud y terror-. ¿Mi Carmen? ¿mis hijos?... -Sigue el silencio de la mujer que le ve con ojos que le hielan el alma-. ¡Habla! ¡habla! ¿mi esposa? ¿los niños? ¿dónde están?...

Ella abre la boca, pero no puede articular palabra y, extendiendo la trémula mano, señala la hoguera que tienen delante. D. José Domingo sigue con la vista la dirección de la muda seña y exclama:

-¡¡Allí!!

-¡A...llí...! -repite apenas la criada, y el desdichado lanzando un ¡¡ay!! lastimero va a precipitarse en las brasas, pero un par de robustos brazos le contienen por detrás. El mayordomo había asomado y llegó a tiempo para impedir el horrible sacrificio. Más animado que la criada, trata, aunque en vano, de consolar a su amo que se retuerce vencido y desgarrado por la fuerza del dolor. De uno en uno van presentándose otros sirvientes y vecinos, y todos echan agua a los restos del incendio para apagarlos y poder buscar los cadáveres, si acaso no los han consumido del todo las llamas. Orozco, animado por la desesperación, trabaja como ninguno. A la aurora siguiente ya no es difícil apartar los escombros y las cenizas. De entre ellos sacan un tronco humano negro y deforme, medio envuelto en retazos de tela que el fuego no había quemado del todo. ¡Ese desfigurado cadáver fue la virtuosa y bella Carmen! Orozco se echa desesperado sobre él, le ajusta a su corazón y queda sin sentido. El paroxismo que le dura largo tiempo le evita mirar la conclusión de la escena en que se van desenterrando, de entre la ceniza y los carbones, humeantes todavía, los restos de los infelices niños. Casi los ha consumido el fuego; no se puede distinguir a ninguno. Julia, como la más tierna, ha sido devorada sin duda completamente por las llamas, y no ha quedado reliquia ninguna de su cuerpecito...

Con frecuencia hacían los indios estos levantamientos contra los de la raza conquistadora, y frecuentemente, asimismo, la culpa estaba de parte de los segundos, por lo inhumano de su proceder con los primeros. En 1790 la cobranza del diezmo de las hortalizas, antes no acostumbrada y por primera vez entonces dispuesta por el Gobierno, fue el pretexto que los indios de Guamote y Columbe tomaron para derramar el odio y venganza que no cabían en sus pechos, y acabar con cuantos españoles pudiesen haber a las manos.

D. José Domingo de Orozco, cierto, no era mal hombre; pero, no obstante, hacía cosas propias de muy malo. Esto parecerá inconcebible a quien no ha penetrado alguna vez en el corazón humano para admirarse de cuántas anomalías y absurdos es capaz. Arraigada profundamente, en europeos y criollos, la costumbre de tratar a los aborígenes como a gente destinada a la humillación, la esclavitud y los tormentos, los colonos de más buenas entrañas no creían faltar a los deberes de la caridad y de la civilización con oprimirlos y martirizarlos. ¡Ah! ¡y cuánto más duros e incurables son los males que proceden de un bueno engañado que los provenientes del perverso! Orozco, el buen Orozco, no estaba libre de la tacha de cruel tirano de los indios. Notábanse en él dos hombres de todo en todo opuestos: el excelente esposo y tierno padre, el honrado ciudadano y cumplido caballero, y hasta el piadoso católico, por una parte, y por otra el inhumano y casi feroz heredero de los instintos de Carvajal y Ampudia, figuras semidiabólicas en la historia de la conquista. Caracteres de esta laya eran comunes en la época de la colonia, y aun en días de vivos no escasean: el hombre bueno formado por los principios cristianos y por la tradición de la nobleza española, se halla contrariado y casi ofuscado por completo por el hombre malo, obra de las injustas ideas de la conquista, de sus crueldades y del hábito que se estableció entre los sojuzgadores de andar siempre vibrando el látigo sobre los vencidos, cargándoles de cadenas, arrebatándoles con la libertad los bienes de fortuna, y hollando y aniquilando cuanto en ellos quedaba de honor, virtud y hasta de afectos racionales. Si las razas blanca y mestiza han obtenido inmensos beneficios de la independencia, no así la indígena: para las primeras el sol de la libertad va ascendiendo al cenit, aunque frecuentemente oscurecido por negras nubes; para la última comienza apenas a rayar la aurora.

La venganza de los indios no podía, pues, dejar desadvertido a D. José Domingo en el memorado levantamiento; y como ella venda siempre los ojos de quienes la invocan, la atroz conspiración envolvió a los inocentes con los culpados y los hirió con la misma cuchilla: Carmen y sus hijos fueron, por tanto, sacrificados en las aras que debieron empaparse en la sangre de Orozco.

Muchos indios jornaleros de la hacienda de éste tomaron parte activa en el alzamiento, y entre todos se distinguió el joven Tubón, a quien movían las recientes desgracias y fieros ultrajes que sufriera de parte de su amo. Una corta falta del viejo padre de aquél fue castigada con numerosos azotes y muchos días de cepo; el hijo salió en su defensa, y tan buena acción le atrajo una pena no menos fuerte; la anciana madre lloró por el hijo y el esposo, y la recompensa de sus lágrimas fue abrirle las espaldas con el rebenque. Los tres juntamente quisieron dejar el servicio de amo tan cruel e injusto, y acudieron a la justicia civil, ante la cual se sinceró D. José Domingo, y apareció impecable como un ángel. No así los indios, que habían cometido el grave delito de quejarse contra el amo, el cual, para castigarlos, vendió a un obrajero la deuda que, por salarios adelantados habían contraído los Tubones. Quien en aquellos tiempos nombraba una hacienda de obraje, nombraba el infierno de los indios; y en este infierno fueron arrojados el viejo Tubón, su esposa e hijo. La pobre mujer sucumbió muy pronto a las fatigas de un trabajo a que no estaba acostumbrada y al espantoso mal trato de los capataces. El látigo, el perpetuo encierro y el hambre acabaron poco después con el anciano: un día le hallaron muerto con la cardadera en la mano. El hijo, que pudo resistir a beneficio de la corta edad, salió de su prisión a los muchos años, por convenio celebrado entre su antiguo amo y el dueño del obraje, y cargado, además de su primera deuda, con la del padre difunto; pero repleto también de odio mortal contra el blanco autor de sus infortunios y ansioso de vengarse. Dos meses después de vuelto al servicio de Orozco, la sublevación mentada le proporcionó coyuntura favorable para llevar a cima su mal pensamiento, y el nombre de Tubón figuró dignamente junto al de Lorenza Huamanay, la terrible conspiradora, nombre famoso en las tradiciones de nuestros pueblos.

Tubón, durante su largo cautiverio en el obraje, había podido trabar amorosas relaciones con una indiecilla, las cuales produjeron frutos; y cuando D. José Domingo necesitó nodriza para la linda Julia, le presentaron aquella muchacha, quien, huraña y displicente al principio, acabó por cobrar grande cariño a la niña. La noche fatal, cuyos horripilantes sucesos hemos recordado quiso huir la familia de Orozco; pero Tubón salvó a su querida, encerró a Carmen y sus hijos en un mismo cuarto, aseguró con la llave la puerta y prendió fuego a la casa. Vanos fueron los ruegos de la infeliz señora y el desesperado llanto de los niños: eran blancos y no podían librarse del odio de su verdugo; eran además prendas adoradas del amo detestadísimo. Cuando ya las llamas las rodeaban, los agudos alaridos del dolor y la desesperación provocaban la risa y los aplausos de los indios, ebrios de contento de ver cumplida su venganza. ¡Pobres dementes! ¡no reparaban cuán estéril debía ser su ferocidad para los suyos, y para sí mismos cuán fecunda en castigos proporcionados al negro crimen con que se manchaban!

Pocas horas después surgió de entre los sublevados la noticia de que gente armada, procedente de Riobamba, iba a caer sobre ellos, y atemorizados comenzaron a retirarse a las alturas vecinas, para facilitar la fuga en que ya pensaban. La falsa nueva, porque falso de todo punto fue que en esos momentos pensaran los desapercibidos riobambeños en debelar un alzamiento que se les pintaba con exagerados y funestísimos colores, sirvió para que D. José Domingo pudiera sin gran peligro acercarse al lugar de la catástrofe de su familia.

Sólo algunos días después, y cuando se conceptuaron fuertes los vecinos de la ciudad, engrosadas sus fuerzas con los auxilios de otros pueblos, persiguieron a los millares de indios que, hora tras hora, habían ido menguando de ánimo, bien que no de deseo de mayor venganza. Al fin, muchos de ellos vinieron a manos de la justicia, sin contar gran número que perecieron a las de los blancos, que en el despique no fueron menos crueles que los sublevados, ni desmintieron su instinto de opresores y tiranos. Tubón y Lorenza Huamanay fueron apresados entre otros cabecillas; muchísimos fugaron por distintas direcciones, metiéndose en las serranías y en las selvas; mas aquéllos pagaron en la horca su atentado. La feroz Huamanay, supersticiosa cuanto feroz, había sacado los ojos a un español y guardádolos en el cinto, creyendo tener en ellos un poderoso talismán; pero viéndose al pie del patíbulo, se los tiró con despecho a la cara del alguacil que mandaba la ejecución, diciéndole: «¡Tómalos! Pensé con esos ojos librarme de la muerte, y de nada me han servido».

Tubón se dejó colgar con rara serenidad, y a poco de haber columpiado en su lazo, en las contorsiones de la agonía, se rompió la cuerda y dio su cuerpo en tierra, que, junto con los demás cadáveres, fue recogido por unos parientes y llevado al cementerio.

La impresión que todos estos sucesos causaron, no solamente en los pueblos de Riobamba, sino en toda la Presidencia, vivió muchos años sin amortiguarse; mas si del alzamiento ningún provecho sacó la raza indígena, a los opresores tampoco les sirvió de lección saludable la venganza de los oprimidos. Otras sublevaciones hubo posteriormente que tuvieron el mismo remate: la horca; y los blancos no se cansaron de instigar a los indios a la venganza, para luego ahorcarlos...

Don José Domingo de Orozco, después de tan tristes acontecimientos, padeció una larga y peligrosa fiebre. Apenas convaleciente, hizo voto de retirarse del mundo, y tomó el hábito de Santo Domingo; pero no obstante el cambio de vida y el estado del ánima que vino en el convento, donde se entregó a completo misticismo, tuvo cuidado de hacer dar a Carlos, única prenda que le quedó del tesoro de su familia, educación esmerada, en la cual muchas veces entendió él mismo con laudable afán. No salió de los claustros cerca de dieciocho años, y en ellos y fuera de ellos era considerado con razón como el fraile más virtuoso de la época.

El pesar, que una vez pegado a las almas sensibles es cáncer incurable, y la continua penitencia le habían demacrado y cubierto de una palidez de muerto; los ralos cabellos que adornaban su cabeza sobre las sienes, eran hebras de plata. Había huido toda alegría de su corazón, y ni la más breve sonrisa animaba sus labios. La melancolía, a par de la santa resignación, se hallaba pintada en su semblante, y resaltaba, puede decirse, en toda su persona. El que permanecía una hora con él se contagiaba de tristeza, pero admiraba su santidad y bendecía su angelical mansedumbre. En medio de la gravedad de su carácter, de la austeridad de sus costumbres y de los místicos pensamientos que le dominaban tenía grabadas en su corazón y conservaba con singular cariño las memorias de otros tiempos y de los seres que más amó en el mundo, que casi adoró: ¡cómo olvidar jamás a su Carmen, a sus tiernos hijos, a su Julia, bella como una azucena y dulce como una paloma!...

En el silencio del claustro había recorrido el padre Orozco la historia de su vida; la fiscalizó conforme a las máximas evangélicas, y descubrió todo lo que había de verdadero en punto a la conducta que observaba con los infelices indios. «Eres culpable, le dijo la conciencia, y en cierta manera tú mismo fuiste la causa del exterminio de tu familia». ¡Tardío conocimiento de un mal sin remedio! Con todo, fray Domingo quiso aprovechar de él e indemnizar a los indios, en lo posible, el daño que les había causado; para esto pensaba que lo mejor sería consagrarse al servicio de las misiones.

El Provincial, que tales designios no ignoraba, puesto una vez de acuerdo con el Obispo, cuando se trataba designar a varios religiosos para curas de las antiguas reducciones del Oriente, señaló al padre Orozco para la de Andoas. Obedeció gustoso; dio gracias al Cielo que le concedía poner en práctica su excelente pensamiento; metió el breviario bajo del brazo, tomó el bordón del peregrino y partió.

Ya está en Andoas. Lo primero que intentó, y lo consiguió sin dificultad, fue captarse el cariño de los salvajes. En poquísimo tiempo estableció entre ellos la costumbre de obedecerle sin esfuerzo. La mansedumbre y dulzura con que los trataba les infundió amor, y la tristeza habitual de su genio le atraía el respeto común. Llamaba hijos a los jóvenes y hermanos a los viejos, y ninguno de ellos le conocía sino con el nombre de Padre Domingo; algunos salvajes aún no convertidos le daban el de Jefe de los cristianos. Su nombre del mundo, Orozco, había desaparecido: no quería que subsistiese allá donde para él no había mundo.




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- VII -


Un poeta


El joven Carlos de Orozco había solicitado y obtenido de su padre el permiso de seguirle a la misión. Se amaban profundamente, y a entrambos cuadraba muy bien el vivir como compañeros en las selvas.

Carlos, además de un bonísimo corazón, debía a la naturaleza el don de clara inteligencia realzado por una ardiente pasión a las musas. Estas le hallaron en extremo sensible, y le abrieron y franquearon sin reserva sus tesoros; tesoros de poco o ningún precio para la gente enferma de raquitismo de espíritu y que sólo se deleita de las impresiones de la materia; pero de valor inmenso en el mundo moral, en el mundo de las almas nobles y generosas, que gustan de levantarse sobre las mezquindades de la tierra y aproximarse al cielo. Carlos fue, pues, tierno y dulce poeta casi desde niño.

Pero la vida de los poetas se anticipa siempre a los años, y corre de principio a fin con un cortejo de pasiones de fuego que consume sus fuerzas, de ilusiones que van pasando como rápidos meteoros, de desengaños que amargan hasta lo íntimo de su corazón, de tristezas que los abruman terriblemente. Digno de lástima fuera el poeta si no estuviera en su propio infortunio la grandeza de su destino. El infortunio que ha entrado al templo de la inmortalidad, connaturalizado, identificado con Homero, Tasso, Milton, Camoens y otros de esta raza de genios felizmente desgraciados, ¿no vale infinitamente más que la dicha de ciertos grandes que termina encerrada en una huesa, sin haber dejado rastro de sí ni haber honrado en manera alguna a la patria ni a la humanidad?

¡El poeta, ser condenado a buscar en la tierra cosas que se hallan sólo en el cielo! Ha traslucido una virtud divina, un amor puro e infinito, una belleza de ángel, una armonía inefables; tiende las alas de la imaginación hacia esos bienes, y tropieza a cada instante en las bagatelas y miserias del mundo, y ve cieno por todas partes, y percibe fetidez, y le zumban a los oídos las roncas carcajadas de los vicios y la prostitución; entonces siente todo el peso de un infortunio que las almas vulgares no conocen nunca. ¡Pobre poeta! ¿No podría mejorar su suerte prestando a lo malo que ve en la tierra algo de lo bueno que ha vislumbrado en el cielo? El genio que alcanza esta especie de visión beatífica, ¿no podría hacer el milagro de labrarse en el mundo alguna ventura superior a lo que el vulgo de los hombres llama dicha? ¿Está de Dios que la desgracia ha de ser siempre en la tierra la compañera de las grandes almas? ¿Está escrito que así como la beatitud se compra con penitencia y lágrimas, la gloria en el mundo ha de comprarse haciendo que el genio se purifique en las penalidades y dolores?... Sin duda; y así desgraciado, y así padeciendo, y así llorando, el poeta se levanta sobre la multitud como el rey del pensamiento, engalanado con los diamantes de la fantasía, para hablar, seducir y encantar a las futuras edades, y esparcir sobre ellas los rayos de su gloria. ¡Oh! ¡y después de esto téngase lástima de ese desdichado semidiós!...

Carlos a los veinticinco años había gastado más vida que otros a los cincuenta. El telón del mundo se levantó demasiado presto para él, y vio sus variadas escenas con la clara mirada del talento, comprendiéndolas y apreciándolas más rectamente que los mismos que más activo papel desempeñaban en ellas. Alma noble y pundonorosa, no quería mezclarse en los enredos sociales donde peligran la buena fe y el honor. Corazón de poeta, según la idea que hemos indicado brevemente acerca de los favoritos de las musas, era todo sensibilidad y delicadeza. Inteligencia creadora, hallaba estrechos los límites de la naturaleza material, y buscaba las regiones infinitas del espíritu. Para él la esencia de la vida estaba en el pensamiento, y como pensaba mucho vivía más aprisa. Hallaba satisfacción en dar pábulo a todo afecto puro y a las sensaciones internas, y como sufría a cada paso contradicciones en lo material del mundo, frecuentemente se ponía triste y buscaba la soledad y el silencio. Júzguese si con un carácter tan extraño al común de la humanidad, con un alma tan candorosa y limpia, que ha debido pasar de la niñez a la categoría de ángel, y que sólo se detuvo entre los hombres en fuerza de un destino incomprensible; júzguese, decimos, si podría gustar alguna felicidad de la escasísima que otros saborean en esta galera turca llamada vida.

Pero es verdad que naturalezas como la de Carlos suelen padecer anomalías inconcebibles también como su destino, y repentinamente ven algo del cielo que soñaron en la mirada de una belleza, en la sonrisa de un niño, en el canto de un ave, en el aroma de una flor. Este estado anormal les dura a las veces largos días: la ráfaga de pasión que los envuelve, los trae, digamos, a la tierra y los reconcilia con la vida material, haciéndoles catar la miel de sus deleites. Otras veces pasa la ilusión con la rapidez de la onda que cae en un abismo: el elemento espiritual de su carácter no se deja subyugar por las tentaciones del mundano. En ambos casos anhelan desahogarse dando salida al tesoro de armonías que rebosa en su alma, y cantan; porque, eso sí, no hay verdadero poeta que pueda decir jamás al mundo:

-No soy poeta.

Si tal dice, se expone a delatarse en los momentos en que, obedeciendo al numen, procede sin conciencia de sus propias acciones.

El joven Carlos, cuando se halló en el corazón de las selvas, creyó hallarse en su elemento; tenía soledad, silencio, cierta misteriosa grandeza que le rodeaba por todas partes, y una libertad de que nunca hasta entonces había gozado, y que, enajenándole del mundo, le hacía dueño absoluto de sí mismo, para lanzarse derecho y más fácilmente a la contemplación de lo infinito. Allí le pareció más perceptible la idea de Dios, y halló más claras y precisas algunas verdades sobre las cuales había cavilado mucho. El aire del desierto había limpiado todas las brumas que ofuscaban su inteligencia, y además de poeta ya era también filósofo. El estudio de sí mismo y de la naturaleza en relación con su divino Autor, se hace mejor donde en más hondo sosiego se medita. El hombre interior no goza de la plenitud de sus facultades sino en la soledad: allí el Espíritu no halla obstáculos a su vuelo.

Carlos, como su padre, supo hacerse querer en su nuevo pueblo, y se complacía del título de hermano que le daban los salvajes y de la familiaridad que, de conformidad con ese trato, empleaban siempre con él. Se apresuró a comprar una canoa y aprendió a manejarla con sorprendente destreza. En ella, muchas veces solo y otras acompañado de un joven záparo, según la necesidad, según las circunstancias o el estado de su ánimo, subía o bajaba por el Pastaza, pasaba a la orilla opuesta y recorría la boca del Bobonaza; o bien, haciendo alto en las chacras que los andoanos labraban a una, dos o tres jornadas de la población, y venciendo las dificultades y peligros del Estrecho, se metía por el Palora, buscando sitios que armonizasen con su carácter e inclinaciones por la soledad, el silencio y la belleza sombría y tétrica tan común en aquellos bosques. Tal cual vez se distraía echando cebo a los peces o derribando con la escopeta las pavas que descubría en las ramas tendidas sobre el río. Sucediole más de una ocasión verse sorprendido por la noche en sus solitarios paseos, y entonces se volvía al pueblo o a la chacra más cercana, complaciéndose en ver brillar con la luz de la luna la espuma que levantaba el remo en torno de la canoa; o bien amarraba ésta a un tronco, y pasaba hasta la aurora dormido al blando vaivén y arrullo de las olas.

Una mañana se recostó en las inmediaciones de las dos palmeras y junto a la desembocadura del arroyo que ya conocen nuestros lectores. Creyó haber oído allí cerca un canto dulcísimo; pero lo juzgó sueño y sintió haberse despertado tan pronto. Desató la barquilla y, al tiempo de separarla del atracadero, vio salir del agua una joven y que se ocultaba presurosa entre el follaje; era blanca como la pulpa del coco, y no obstante la rapidez del movimiento y desaparición casi instantánea, pudo Carlos pasmarse de su rara belleza. Por el pronto su poética imaginación le trasladó a la antigua Grecia: pensó que el Palora era el Alfeo y juzgó que acababa de sorprender a una de sus más encantadoras ninfas. Pensamiento justificable en el instante de tan singular visión. Se quedó suspenso una buena pieza: mas al fin se sintió arrastrado a pesar suyo por la corriente y bajó al Pastaza, y luego a la Reducción, llevando fijos los ojos de su alma en esa extraña belleza de la soledad.

Desde aquel día un secreto y poderoso impulso le llevaba siempre al arroyo de las palmas, no obstante la distancia y el tener que alejarse por algunos días de Andoas, inquietando el corazón del buen P. Domingo.

La ninfa no era otra que Cumandá. Carlos había sido también para ella una extraña aparición, y aunque la primera vez se asustó mucho, tampoco faltó una fuerza desconocida que la impeliese a irse casi todas las mañanas al arroyo, donde por rareza no hallaba al joven hermoso, a quien, la primera vez que le vio, tuvo por un genio del río o de la selva.

No sabemos cómo se dirigieron las primeras miradas, ni cuáles fueron las primeras palabras con que se hablaron, ni de qué modo se acercaron el uno al otro, ya libres de recelo; pero todo se puede adivinar de parte de quien ha sido verdadero amante alguna vez: se acercarían por una especie de atracción magnética, se hablarían y mirarían con timidez y ternura primero, y después con ternura progresiva, con aquel dulce fuego que verifica la fusión de dos almas nacidas para la existencia en un solo sentimiento y un solo amor. ¿De qué otro modo pudieran haber comenzado sus relaciones esos seres puros, sencillos y ardorosos que se encontraban por casualidad en el desierto?

El joven Orozco tuvo por seguro que la Providencia le había permitido realizar sus sueños de poeta, entrando a vuelo tendido en las regiones de una felicidad desconocida en la tierra. Cumandá se preguntaba muchas veces a sí misma cómo y por qué había llegado a ser objeto de amor apasionado de un ser que, si no era uno de los genios que la fantasía de los indios veía en el desierto, era probablemente la encarnación de uno de aquellos espíritus que los cristianos llaman ángeles, y se llenaba de recelosa confusión. Los amores de entrambos eran, pues, castos, y correspondían a la idea que los dos se habían formado mutuamente uno de otro. La hija de Tongana habló primero de matrimonio; pero fue sólo porque juzgó que con este lazo aseguraría mejor para sí el corazón del joven extranjero. Ella también le daba con frecuencia el nombre de hermano; y aunque en sus labios sonaba dulcísimo como en ningunos otros, ambicionaba el poder llamarlo esposo. Entre los escasos destellos de luz cristiana que había recogido de las reminiscencias de la madre, algunos eran referentes a aquel sacramento que ha establecido bases santas y eternas para el amor y la inquebrantable unidad de la familia. Carlos se contentaba con que su amor tuviese el carácter de fraternal, una vez que lo creía llevado a la perfección típica que llenaba sus anhelos; pero aceptó el pensamiento de Cumandá y le hizo juramento solemne de elevarla a la categoría de esposa. Hallado, como imaginaba, el centro de su ventura, era menester no salirse de él, y para esto creía excelente cosa transformar los lazos de la fraternidad en los del matrimonio.

Pero en todo caso necesitaba vencer algunos obstáculos que, a primera vista, se presentaban insignificantes, y que en verdad eran de cuenta. Ella temía el odio mortal que su padre mostraba por los blancos, y él no contaba todavía con la aquiescencia del padre Domingo: ¿quién sabe si su modestia llegue al extremo de consentir que su aristocrática sangre se mezcle con la sangre india?

En este punto se hallaban las relaciones y proyectos de nuestros jóvenes al tiempo de la entrevista en que los hemos sorprendido, y en vísperas de la gran fiesta de las canoas a la cual los vamos a seguir.



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