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Curiosidad intelectual y eclecticismo crítico en Emilia Pardo Bazán

M.ª del Pilar Palomo





En el tardío estudio que la Pardo Bazán dedicó a la poesía de Gabriel y Galán1 se contiene una afirmación que podría servir como definición de su actitud ante el devenir de usos, modas y cambios de estética literaria. Actitud que, indudablemente, supo mantener a lo largo de su vida y de su obra: «Mi curiosidad ha sido siempre madrugadora; ansío ‘ver venir’ algo distinto de lo que ya conocemos»2. Las dos frases resultan reveladoras, pero poco después añade unos párrafos que lo son aún más, porque en ellos aúna esta actitud vanguardista con un aperturismo crítico -eclecticismo-, que permite la asimilación de lo nuevo, sin que dicha asimilación presuponga la necesidad de renegar de lo ya conocido y asumido. Porque no son, propiamente, etapas, sino superposición de estéticas compartidas:

...lo que no me parece bien es esa ortodoxia suspicaz, que recela de todo, que anteayer fulminó anatema contra el romanticismo, ayer contra el naturalismo, y hoy vibra contra el modernismo, sin dar tiempo a que tan opuestas novedades (caso de que lo sean) lleguen ni a conocimiento de la gente, llevadas por un aura de eclecticismo, que induce a examinar antes de mal decir.



Que esa actitud la defiende doña Emilia como propia es algo inmediatamente recalcado:

Yo agradezco a Dios que me haya dado gusto comprensivo, sensibilidad dispuesta para asimilarme todas o, por lo menos, muchas y muy variadas manifestaciones de la belleza artística3.



Y lo coherente de esa afirmación con su trayectoria estética se manifiesta en su aplicación a la materia crítica que está tratando, porque, evidentemente, sólo dentro de esa asimilación asumida puede deleitarse al mismo tiempo con Verlaine y Gabriel y Galán, como, en pura lógica, explica. Tal vez sea, incluso, esa lógica la que impidió que desarrollase plenamente sus juicios sobre la literatura francesa post-naturalista, por el rechazo implícito en que se iban a sustentar. Recordemos que al frente del primer tomo de La literatura francesa moderna señala un proyecto de cuatro tomos, y cómo el último -no realizado- habría de estudiar «la Decadencia o Anarquía».

Me parece indudable que ese señalado eclecticismo parte de una actitud vital, de un innato aperturismo, de su afán de caminar siempre por caminos no transitados y, sobre todo, no transitados por una mujer. Pero también me parece indudable que esa actitud se vio reforzada por su especial formación autodidacta, que le permitió ese vital rastreo de vías diferentes, sin la imposición de una auctoritas científica, metodológica o de escuela, que pudiese coartar, en alguna medida, el libre deambular por materias diferentes, y sin la profundización sistematizada en una sola que hubiese podido, en otro momento, cerrarle el camino a ulteriores novedades.

Sabemos de su formación oficial al uso: colegio regido por pedagogas francesas y educación no menos al uso para una mujer de elevada clase social en la España del siglo XIX. Pero sabemos también de unas amplias y desordenadas lecturas a las que nadie -ni su padre, que la alienta- le pone trabas. Ella misma recalcará en su Autobiografía literaria lo absurdo y anómalo de esas lecturas casi infantiles: el Quijote, la Biblia, la Ilíada, una Historia de las Cruzadas, la Conquista de Méjico, Plutarco, Tito Livio, Jenofonte, Cantú... y Zorrilla. Ya casada y tras sus primeros contactos con Europa, entran en ese cajón de sastre los autores contemporáneos: Musset, Hugo, Balzac, Flaubert. Aprende inglés, italiano y alemán. Traduce a Heine y, de la mano de Giner, ya en Madrid, estudia filosofía alemana, mientras intenta dominar el campo de la botánica, la química o la física, que determinan sus primeros artículos en prensa de divulgación científica: La ciencia amena4, en donde esta joven casada, de veinticinco años, diserta, entre otras cosas, sobre el darwinismo. Poco después, entre 1874 y 1875, acomete la tarea de una lectura profunda y amplia de escritores españoles clásicos y contemporáneos. Años antes se ha dicho de Concepción Arenal, también autodidacta, que asistió a las clases de Derecho, en la Universidad de Madrid, disfrazada de hombre. Para la Pardo Bazán, como dice Carmen Bravo Villasante, su biógrafa, «en los libros está su Universidad».

Pero, por supuesto, una Universidad con un plan de estudios enciclopédico y, por necesidad, disperso. Porque nada parecía escapar al interés de su curiosidad, que mantuvo toda su vida: el folklore, la pedagogía, la historia, la mística, la religión, el arte, la sociología y hasta la gastronomía. Sólo hace falta, para comprobarlo, asomarse a la lista de sus publicaciones, que, naturalmente, no es momento ahora de reseñar.

Ahora bien, esta apertura temática, y el evidente tono de ensayo que adoptan la mayoría de ellas, pienso que está apuntando hacia una de las más declaradas admiraciones de la Pardo Bazán: el Padre Feijoo y el ensayo periodístico o de divulgación didáctica de una buena parte de los pensadores del XVIII, que utilizaron, en gran medida, el canal de comunicación de las publicaciones periódicas como medio de difusión de sus ensayos. Recordemos en la bibliografía de la Pardo sus iniciales Oda a Feijoo y el Estudio crítico de las obras del Padre Feijoo, ambos de 1876. Por otra parte, en gran número de esos pensadores -incluido Feijoo, naturalmente- podía encontrar la Pardo una defensa teórica de la mujer intelectual y hasta la admiración poética ante la nueva dama ilustrada que preconizaban. Recordemos, como ejemplo casi pintoresco, la Oda de Moratín dedicada a Luisa Caamaño, vencedora en un certamen sobre Botánica.

El estudio sobre Feijoo es la primera obra crítica importante de la Pardo Bazán y, como es sabido, el primer reconocimiento oficial y universitario a su labor. Muchos años después, al acometer la empresa de su Nuevo Teatro Crítico, destacará en la Presentación del primer número (enero de 1891), que no pretende seguir los pasos del ensayista dieciochesco, porque son muy distintas las circunstancias y, sobre todo, porque ella no se propone deshacer ningún error. Pero que hay algo en el pensamiento de Feijoo «aplicable a las circunstancias presentes, y en eso pretendo imitarle». Ese algo doña Emilia lo condensa en cuatro puntos: «energía para afirmar la verdad», «claridad nítida», «graciosa variedad» y «amenidad encantadora». Ese deleitar aprovechando sintetizado que encierran esos procedimientos no puede ocultar su origen dieciochesco, sobre todo si notamos el afán de comunicación directa que encierra esa alabada «claridad nítida». Su elogio de pensadores y publicaciones periódicas del XVIII, que aparece a continuación, era algo coherente y esperado.

Así pues, verdad, claridad, diversidad y amenidad serán los puntos esenciales de la empresa. Pero si los cuatro puntos los extrapolamos del Nuevo Teatro Crítico, podrían también servirnos para calificar su obra crítica en general, que fue atacada, como es bien sabido, por su carencia de profundidad o rigor científico. Pero recalquemos, cien años después, que no creo que esa profundidad fuese algo realmente buscado por doña Emilia. Su obra crítica, por el contrario, creo que debe enclavarse en esa línea didáctica y profundamente comunicativa, del ensayismo periodístico del XVIII, y que en el siglo XIX se encuadra, con frecuencia, en las fórmulas de la oratoria y el artículo, como ha estudiado María Cruz Seoane5. Y que busca, frecuentemente, la tribuna de la conferencia.

A Emilia Pardo Bazán no se le negó nunca, como es obvio, la comunicación de sus opiniones críticas a través del libro o del artículo. Pero el papel de una escritora-aristócrata-católica-naturalista -en esa amalgama que componía su imagen y que extrañaba al mismo Zola-, presentándose ante un auditorio para tratar temas, casi siempre, de rabiosa actualidad intelectual, ya era algo no frecuentemente transitado. Pero estimo que doña Emilia poseyó en grado sumo una vocación pedagógica -didactismo feijoniano, tal vez- que las circunstancias que en ella confluían de sexo, época y clase social, impidieron que se desarrollase de forma natural. Aunque es bien evidente que, partiendo de su feminismo, ella luchó toda su vida por superarlas. Sus frustrados intentos, tan conocidos, de acceder a un sillón de la Academia y a una cátedra universitaria, son una prueba de ello, como también es bien sabido el rechazo de ambas instituciones. El episodio de la ausencia de alumnos en sus clases sobre Literaturas Románicas en la Universidad Central, en 1916, es doblemente bochornoso si recordamos que, en esa fecha, Emilia Pardo Bazán ha probado sobradamente sus aptitudes docentes a través de numerosos cursos y conferencias.

Porque si los libros habían sido «su Universidad», su aula serán las salas de conferencias en España y en Francia. El bautismo de fuego tuvo lugar en 1885, en un acto en homenaje a Rosalía de Castro, en La Coruña. Es aleccionada por el propio Castelar, que le aconseja y enseña los mejores trucos de la Retórica. Y aunque del acto naciera la enemistad con Murguía6, el triunfo obtenido marcó una creciente dedicación a este modo o manera de cátedra extraoficial. Así, si asiste a la Exposición Universal de París, en 1889 -recogerá sus impresiones en un libro: Al pie de la torre Eiffel-, aprovecha la ocasión para estrechar su amistad con los escritores franceses (y Juan Valera escribe irónicamente desde Bruselas que en París está la señora Pardo «frotándose con los naturalistas»). Pero también es excelente ocasión para pronunciar una conferencia, en francés, en la Salle Charrás, que la invitará de nuevo en 1899. Pero esta segunda actuación merece un comentario, por la fecha, por el tema y por un comentarista de excepción: Rubén Darío.

Por la fecha, porque estamos en pleno 98, y por el tema, porque este se inscribe en el más puro regeneracionismo coetáneo7: L’Espagne d’hier et celle d’aujourd’hui, publicada en castellano el mismo año. En ella, la escritora se muestra valiente, casi brutal -recordemos: verdad, claridad...- llegando a afirmar que «los únicos vivos en España son los muertos». Y Rubén Darío escribe un artículo sobre La Pardo Bazán en París, en donde no escatima elogios sobre la «brava amazona» que ha puesto color, vibración y vida en la atonía intelectual española, «colocándose masculinamente entre los mejores cerebros de hombre que haya habido en España en todos los tiempos». ¿Quién mejor que ella para representar culturalmente a su país?8.

Desde 1885, pues, la de la Pardo Bazán es una voz «inevitable» -como a veces se la denomina irónicamente-, en el panorama cultural español. Y esa voz tuvo, además, un aula casi permanente en el Ateneo madrileño. En 1887, subió al estrado de su salón de actos, del brazo de Azcárate, para hablar de La revolución y la novela en Rusia, en tres amplias lecciones que rápidamente se publican, como casi todas las suyas9.

No voy a entrar en detalles sobre esta publicación pionera de la divulgación de la literatura rusa en España10, y cómo la Pardo allegó una documentación, hasta donde pudo, acerca del tema. Lo que me interesa destacar es aquella «curiosidad madrugadora», aquel «ver venir» algo distinto. El éxito de la novela rusa es un fenómeno europeo coetáneo. Pero la conferenciante sabe que es casi absoluta novedad en España. De ahí las excusas con que comienza su disertación: no sabe ruso, no ha estado en Rusia, tendrá que transcribir a la fonética castellana unos nombres rusos que ella conoce en transcripción francesa y sabe, además, que está «doblemente desautorizada» por su «insuficiencia» y por su «sexo» para afrontar con éxito la empresa. Pero la afronta. Bagnó, el crítico soviético, acaba de demostrar que con éxito11. Y la lista final de Libros consultados nos da la noticia preciosa de las novelas rusas leídas ya por doña Emilia entre 1885 -en que cae en sus manos la versión francesa de Crimen y castigo- y 1886: cuatro de Gogol, otras cuatro de Dostoievski, dos de Tolstoi y mucho Turgueniev, cuya traducción castellana de Humo prologará años después. Junto a ellos, otros autores rusos y novelistas menores. Y hasta, increíblemente, cita y comenta someramente en el texto el Kalevala, la epopeya finlandesa, cuando la compilación, recreación y edición de Lönnrot, en finés naturalmente, ha aparecido en 1849. Aunque la noticia tenga que ser, necesariamente, de segunda mano, el dato lo estimo revelador. Creo que es la primera cita de un autor finlandés que encontramos en la crítica española.

Por supuesto, como era habitual, don Juan Valera -uno de los pocos españoles cosmopolitas versado en el tema y conocedor de Rusia- comenta en sus cartas el «oportunismo» de la materia tratada y la escasa preparación en ella de la autora. Pero no importan las críticas, fundadas o no. No importa que, incluso, se la acuse, injustamente, de plagio. A partir de este momento la sala del Ateneo se convierte en su tribuna crítica y gran parte de los folletos publicados sobre temas históricos o literarios tiene su origen en una conferencia en el Ateneo madrileño, en cuyos Cursos y Secciones colabora desde entonces activamente, como primer socio femenino de la institución y Socio de Mérito de la misma.

Lógicamente, cuando se crea en él, en 1897, la Escuela de Estudios Superiores, la actividad crítica y docente de la Pardo Bazán encuentra su marco idóneo12. Se ha consultado a los socios sobre las materias y profesores que deberían integrar la Escuela y tras ellos se proyectan veintiocho cátedras -no todas llegaron a término- y se buscan las figuras más relevantes para cada especialidad. Recordemos, entre ellas, en el campo de la filología, a Menéndez y Pelayo, Juan Valera o Menéndez Pidal. Para la cátedra de Literatura Contemporánea será designada la Pardo Bazán, que desarrollará el tema centrándose en la literatura francesa, germen de su futuro libro, en tres volúmenes, de 1910, según declarará al frente del primero de ellos. Y junto a los nombres citados, los de prestigiosos juristas, médicos, científicos, historiadores: Joaquín Costa, Azcárate, Montero Ríos, Cossío, Ramón y Cajal, etc.

Las reseñas periodísticas nos transmiten un dato importante: a las lecciones de la Pardo Bazán acude un numeroso público, sobre todo femenino. ¿Es una noticia sensacionalista, halagadora de la vanidad feminista de doña Emilia? En modo alguno: los archivos del Ateneo son contundentes al respecto. Veamos algunos datos. En las once lecciones de la Pardo se matriculan 825 participantes. Y le sigue en asistencia el Curso de Azcárate, con 243 alumnos, que asisten a veintiuna lecciones. Luego, Menéndez Pelayo con 210, Ramón y Cajal con 221, Cossío con 80 o Menéndez Pidal con 70. Me explico la ironía defensiva de los sabios varones coetáneos. Pero también el que la figura de la Pardo aparezca prácticamente en todas las actividades culturales del Ateneo, que le dará la Presidencia de la Sección de Literatura en 1906.

¿En qué radicó el éxito de Emilia Pardo Bazán como conferenciante? Creo, en primer lugar, que en la novedad que ella misma representaba. Pero esa novedad fue prontamente acompañada de indudable admiración, ajena incluso al tema que pudiera desarrollar. (En la sesión del Ateneo donde el presente trabajo tuvo su origen, don José Prat, su presidente, relató una anécdota significativa de la que él fue testigo: una conferencia de la Pardo Bazán en un local con unas condiciones acústicas tan pésimas que la débil voz de la conferenciante no pudo llegar al auditorio, pero que este escuchó en respetuoso silencio hasta el final.) Y ese respeto admirativo no podía sino derivar de aquellas claridad, amenidad y diversidad feijonianas a que aspiró. Porque esa diversidad, unida a aquella «curiosidad madrugadora», le permitió ir acomodando su voz a todas las cuestiones palpitantes que la vida literaria nacional o extranjera le iba presentando y que ella asimilaba llevada de su «aura de eclecticismo». Y no sólo, por supuesto, en la teoría expuesta críticamente.

Pero el interés de la labor crítica de la Pardo Bazán no radica únicamente en su aporte de novedades. Porque junto a los señalados eclecticismo y curiosidad hay, por supuesto, que destacar su poderosa intuición. El «ver venir» no es una actitud pasiva. Requiere una profunda dosis de talento crítico porque, como ella misma declara, a esa recepción debe seguir un análisis de lo recibido para proceder o no a su asimilación. No son un mero azar su temprana afición por Wagner, en música, o por Heine, en poesía. Aunque el tan señalado eclecticismo, hoy día, nos enfrenta, incomprensiblemente, a su admiración por Campoamor y su casi absoluto silencio frente al fenómeno becqueriano. Sorprende el calificativo de «líricos puros» aplicado a Campoamor o Arriaza -Zorrilla es «épico»-, y que Bécquer sólo merezca, ante ellos, el encuadrarse en un grupo de poetas que poseen «un algo de femenino en el alma», como son Byron, Musset o Lamartine13. Pero si, en materia poética, en ese «ver venir» lo nuevo no poseyó ciertamente una vista muy aguda, su conocimiento de procedimientos narrativos le proporciona, sin titubeos, una visión excepcional. Porque, alejándonos de novedades literarias, sus juicios sobre los novelistas españoles contemporáneos son, ciertamente, certeros. Y aquí la modernidad creo que reside en la actualidad de sus juicios, expuestos, además, con aquella «energía para afirmar la verdad» y «claridad nítida» que preconizaba para su Nuevo Teatro Crítico, donde muchos vieron la luz. De esa actitud brotaría, por ejemplo, su polémica con Pereda o sus juicios sobre los procedimientos narrativos de este y de Galdós.

Así, al analizar Ángel Guerra14, en 1891 -además de apuntar, tempranamente, la posible influencia de Tolstoi-, señala la valoración del personaje, que se destaca sin paisaje de fondo, como en La ronda nocturna, de Rembrandt, frente a la figura difuminada sobre aquel de un Pereda, en quien «la observación permanece siempre a flote sobre lo real, sin hundirse en el abismo ni remontarse al quinto cielo». Como la escuela holandesa o flamenca, pero sin la «valentía trágica del claroscuro que distingue a Rembrandt y Ribera»... o al mismo Galdós, «enamorado de toda realidad».

Ahora bien, el análisis de Ángel Guerra va precedido de una «largo preámbulo» sobre la situación de la novela coetánea española, del que quiero destacar la modernidad de su valoración acerca del factor del público. Un crítico extranjero había afirmado que la novela española era la tercera de Europa -tras la francesa y la rusa-, y Pardo Bazán se pregunta si existe en España, igualmente, el correspondiente «tercer público». Y al comentar el tipo de lector existente -no carencia sino carácter-, atribuye a ese factor sociológico una especial situación de la novela española, donde no pueden existir los novelistas de la calidad media o, sobre todo, distintos, como en Francia, en que triunfan indistintamente Zola o Loti. Ese factor de una monocorde y miope demanda del receptor y la actitud ante el hecho literario que conlleva puede no modificar el texto, pero sí presionar sobre el tipo de novela que se puede ofrecer. Una moderna concepción de un fenómeno de recepción condicionante del hecho literario.

Esa perspectiva se aplica también a Valera, con gran intuición crítica. En el largo trabajo publicado en 190815, Pardo Bazán traza una semblanza de su oponente literario, que ha muerto en 1905. Están ya lejanos los días -1891- en que Eleuterio Filógyno -«El amante de las mujeres»- lanzó su satírico folleto sobre Las mujeres y la Academia. Y la perspicacia crítica de doña Emilia puede ahora cubrirse de objetividad y medida admiración, para explicar que si bien Valera no fue nunca un escritor popular -pese al éxito de Pepita Jiménez- tal vez la causa está no en una carencia suya, sino en la inexistencia de un receptor adecuado: un público culto. Don Juan escribe para un «núcleo escogido, menos entusiasta que delicado de paladar»... para «los contados pensadores, los varios discretos, los aficionados a la mística»... «los no escasos aficionados del buen lenguaje». No son, ciertamente, esos núcleos, los que, mayoritariamente, convertían a un escritor en novelista popular. Ahora bien, en sentido inverso a lo señalado para la novela española en general -el receptor determinando la situación literaria-, en el caso de Valera la situación es contraria, porque don Juan no modifica en modo alguno su posición. El «aprendiz de helenista» que es Juan Valera -así firma su traducción de Longo y así se titula el último artículo, póstumo, de la Pardo Bazán- parte y se mantiene en un radical clasicismo, tanto en su teoría como en su praxis novelística. De ahí, señala la Pardo, sus vapuleos críticos contra todos los movimientos literarios que coexistieron con él. Y no por clasicismo de escuela, sino por una actitud vital. Para terminar con un párrafo realmente definitivo: «La actitud elegante de Valera es (como toda actitud elegante) una distanciación».

Bonilla y San Martín compuso a la muerte del amigo un «Decir antiguo»16, en que contemplamos a Juan Valera bajando «al tenebroso imperio de Proserpina», como un nuevo Orfeo, y ascendiendo posteriormente al Empíreo, «lugar de los Inmortales». También Pardo Bazán le ve, distanciado de su época, como un humanista del Renacimiento -sabio, clasicista, cosmopolita, alegre...-, en una ideal «academia» donde «se codea con tantos insignes varones de otras edades». Pero la intuición crítica de la Pardo Bazán es de nuevo la primera voz que advierte que en ese clasicismo asumido radica el fenómeno del distanciamiento de la novela de Valera, uno de esos novelistas distintos que España, al parecer, no podía producir.

Y todo ello, naturalmente, ya no es sólo curiosidad y eclecticismo, sino la intuitiva inteligencia de un finísimo talento crítico.





 
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