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El público no debe ignorar los esclarecidos nombres de los individuos de la Junta de Sevilla que la abandonaron desde que la vieron desviarse de su más sagrado deber; y fueron el presidente, D. Francisco de Saavedra, y los vocales, D. Fabián de Miranda Argüelles, deán, y D. Francisco Cienfuegos Jovellanos, canónigo de aquella santa iglesia, D. José Morales Gallego, ministro del Tribunal de Seguridad y Policía, D. Víctor Soret, tesorero general en alternación , y creo que otro, cuyo nombre ignoro. Con cuánto celo continuaron promoviendo la defensa de la patria estos dignos ciudadanos, ya empleados en el Gobierno o ya reunidos en junta, el público, a quien son notorios los esfuerzos de su celo, no ha menester que yo se los recuerde.

 

2

Esta consulta con sus antecedentes se hallará en el apéndice al número 1.

 

3

Partida II, Título XIX, Ley 3: «Regno es llamado la tierra que ha Rey por señor, et el ha otro si nombre Rey, por los fechos que ha de facer en ella, manteniéndola con justicia et con derecho, et por ende: segunt dixeron los sabios antiguos, son como alma, et cuerpo, que maguer sean en si departidos, el ayuntamiento les face ser una cosa. Onde maguer el pueblo guardase al Rey en todas las cosas sobredichas, si el regno non guardase de los males que hi podrien venir, non serie la guarda cumplida; et la primera guarda destas que se conviene a facer es quando alguno se alzase en el regno para volvello a facer hi otro daño, ca á tal fecho como este deben todos venir lo mas aina que podieren, por muchas razones: primeramente, para guardar al Rey, su señor, de daño et de vergüenza, que nasce de tal levantamiento como este; ca en la guerra que le viene de los enemigos de fuera non ha maravilla ninguna, porque non han con el debdo de naturaleza nin de señorío, mas de la que se levanta de los suyos mismos, desta nasce mayor deshonra como en querer los vasallos egualarse con el señor, et contender con el orgullosamente et con soberbia; et es otro si mayor peligro, porque tal levantamiento como este siempre se mueve con grant falsedad, et señaladamente para facer mal. Et por eso dixieron los sabios antiguosque en el mundo non habie mayor pestilencia que rescebir home daño de aquel en quien se fia, nin mas peligrosa guerra que de los enemigos de quien non se guarda, que non son conoscidos, mostrándose por amigos, así como de suso diximos; et al Rey viene otro si grant daño porquel nasce guerra de los suyos mismos, que los ha asi como fixos et criados, et viene otro si departimiento de la tierra de aquellos que la deben ayuntar, y destruyimiento de aquellos que la deben guardar; porque saben la manera de facer hi mal, mas que los otros que non son ende naturales; et por ende es asi como la ponzoña, que si luego que es dada non acorren al home, va derecho al corazon et matalo. Et por eso los antiguos llamaron á tal guerra como esta lid de dentro del cuerpo: et sin todo esto, viene ende muy grant daño, porque se levanta blasmo, non tan solamente á los que lo facen, mas aun á todos los de la tierra, si luego que lo saben non muestran que les pesa, yendo luego al fecho, et vedandolo muy cruamente, porque tan grant nemiga como esta non se encienda, nin el Rey resciba por ende mengua en su poder nin en su honra, nin otro si el regno pueda ende venir grant daño ó destroimiento, nin que los malos atreviendose, tomasen ende exemplo para facer otro tal, et por eso debe seer luego amatado, de manera que solamiente fumo non salga ende que pueda ennegrescer la fama buena de los de la tierra. Et por todas estas razones deben todos venir luego que lo supieren á tal hueste como esta, non atendiendo mandado del Rey: ca tal levantamiento como este por tan estraña cosa lo tovieron los antiguos, que mandaron que ninguno non se podiese escusar por honra de linage, nin por privanza que hobiese con el Rey, nin por privillejo, nin por ser de orden, si non fuese home encerrado en claustra, o los que fincasen para decir las horas, que todos non viniesen hi para ayudar con sus manos, o con sus compañas, o con sus haberes. Et tan grant sabor hobieron de lo vedar, que mandaron que si todo lo al fallesciese, las mugeres viniesen para ayudar á destruir tal fecho como este: ca pues que el mal et el daño tañe á todos, non tovieron por derecho que ninguno se podiese escusar, que todos non viniesen a derraigallo, onde los que tal levantamiento como este facen son traidores, et deben morir por ello, et perder todo cuanto hobieren. Otro si, los que á tal hueste como esta non quisieren venir, ó se fuesen della sin mandado, porque semeja que les non pesa de tal fecho, deben haber la pena que sobredicha es: ca derecho conoscido es que los facedores de tal fecho como este, et sus conseyadores de tal mal egualmente sean penados. Pero non caerien en pena los que non podiesen venir mostrando escusa derecha, asi como aquellos que son de menor edad de catorce años, ó de mayor de setenta, ó enfermos, ó feridos de manera que non podiesen venir, ó si fuesen embargados por muy grandes nieves, ó avenidas de ríos que non podiesen pasar por ninguna guisa; mas de la hueste non serie ninguno excusado para venírse della si non fuese enfermo, ó llagado tan gravemente, que non podiese tomar armas. Pero á lo que dice de suso de los viejos que deben ser excusados, non se entiende de aquellos que fuesen tan sabidores que podiesen ayudar por su seso ó por su conseyo a los de la hueste, ca una de las cosas del mundo en que mas son menester estas dos es en fecho darmas: et por esta razon los antiguos facian engeños et maestrias, para levar consigo en las huestes los viejos, que non podíen cavalgar, para poderse ayudar de su seso et de su conseyo.»

 

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Partida II, Título XIX, Ley 4: «Mas á la primera, que es quando entran en la tierra para facer daño de pasada, porque es mas arrebatosa que las otras, deben luego acorrer todos los que lo sopieren para defendergela et puñar en echarlos della, et mayormiente aquellos que fueren mas cerca, ca pues que el fecho los llama, non han menester otros mandaderos nin cartas que los llamen. Et los que lo asi non feciesen mostrarien que non les pesaba con deshonra de su señor, nin habien sabor de guardalle della: nin otro si con el daño de su regno, donde son naturales: acorrer et por ende deben haber tal pena que pierdan amor del rey á quien non quisieron ácorrer, et sean echados del regno á quien non hobieron sabor de amparar. Et esto fue puesto antiguamente en España; porque si en grant culpa yacen los que non quieren ayudar al rey quando entra á ganar algo en la tierra de los enemigos, quanto en mayor caen los que non quieren venir á amparar lo suyo quando los en emigos entran á facer daño en la suya? Pero si por mengua de su acorro fuese el rey muerto, ó ferido, ó preso, ó desheredado, deben haber todos los que non le acorrieron tal pena, como aquellos por cuya culpa su señor cayó en alguno de estos males sobredichos de que le podieron guardar et non quisieron; pero por esto non se entiende habiendo escusa derecha porque non podiesen venir segun dice en la ley ante de ésta.»

 

5

En el día 25 de setiembre, en que se instaló la Suprema Junta Gubernativa, el conde de Floridablanca, su presidente, pasó al Duque del Infantado, presidente de Castilla, aviso de haberse celebrado solemnemente aquel acto, para que lo comunicase al Consejo Real ínterin se le daban las demás órdenes convenientes a él. Contestó el Duque del Infantado, en el 26 siguiente, que el Consejo quedaba enterado, y esperaba con ansia el día en que cesasen los males que afligían a la nación por la cautividad de su amado rey, y la falta de un Gobierno único que le representase legalmente. En el mismo día 26 se expidieron órdenes generales a todas las Juntas Superiores, Consejos, Tribunales y Jefes de la Corte y reino, y a los generales de los ejércitos, con copia certificada del acta de instalación, para que prestasen el juramento según la fórmula en ella contenida, e hiciesen reconocer y obedecer el Gobierno de la Suprema Junta, y en la orden que se comunicó al Consejo Real se le prevenía que después de prestado el juramento, expidiese las cédulas, provisiones y órdenes correspondientes a todas las Juntas y justicias, magistrados, virreyes y gobernadores, para que en todos los negocios de Gobierno y administración de justicia obedeciesen a la Junta Suprema, como depositaria de la autoridad soberana. Todos los cuerpos de la Corte , y sucesivamente del reino, y todos los generales de los ejércitos se apresuraron a cumplir y a hacer cumplir estas órdenes, y sus contestaciones no sólo manifestaron la pronta obediencia, sino también el júbilo y consuelo con que veían tan firmemente establecida la autoridad del Gobierno único y supremo, que tan ardientemente deseaba la nación. Pero el Consejo Real, siguiendo su estilo ordinario, pasó esta orden a los fiscales, lo que retardó algún tanto su cumplimiento, aunque al fin le decretó por Acuerdo del 30 inmediato. Avisando de ello el presidente de Castilla, expuso que el Consejo, oídos por escrito los fiscales, según acostumbraba en los casos arduos, y después de un juicio bien discutido, había procedido a la prestación del juramento en la forma prevenida, y que procedería a cumplir lo demás que se le mandaba. Pero añadió «que el Consejo, cumpliendo con los deberes imprescindibles de su instituto, dirigiría después a la Junta el resultado de sus meditaciones, fijadas en la observancia y conservación de las leyes; no haciéndolo antes por no retardar las funciones ejecutivas de la Junta, en atención a la urgencia de éstas». Esta cortapisa, la última frase enfática de la primera contestación, y la lentitud en el cumplimiento de la última orden, en medio de una aceptación tan pronta, tan uniforme y tan general, no sentaron muy bien al conde presidente, a quien su antiguo y largo ministerio había hecho malsufrido en estos escrúpulos de la obediencia. Propuso su disgusto en la Junta, y hallando en ella no pocos vocales que, preocupados contra el Consejo, atribuían a la ambición y resentimiento de algunos individuos lo que podía ser celo y prudencia del cuerpo, se acordó pasar al Consejo un oficio, que extendió Floridablanca, en que con aire de advertencia se le reconvenía de haber olvidado en su contestación las extraordinarias y singulares circunstancias en que la nación se hallaba, y que debería tener presente en sus ofrecidas meditaciones. Vean ahora mis lectores «si después que el Consejo, oídos por escrito los fiscales de S. M., y después de un juicio bien discutido», cumplió lisa y llanamente la orden de la Junta, prestó el juramento prevenido, y expidió a todo el reino, con fecha de 1 de octubre, las reales provisiones, mandando el reconocimiento y obediencia a la Junta Gubernativa, como depositaria de la soberanía, pudieron los consultantes decir con razón y verdad que la autoridad de los centrales fue usurpada, y mucho menos que fue más bien tolerada que consentida por la nación. «Amicus Plato, sed magis amica veritas».

 

6

Pudiera probarse con muchos hechos históricos que las Cortes de Castilla nunca se atuvieron a la ponderada Ley de Partida para el nombramiento de tutores o regentes del reino, sino que con admirable prudencia atendieron siempre al estado y circunstancias en que se hallaba la nación, para resolver lo más conveniente a su bien y tranquilidad. Pero, excusando molestas citaciones, haré la de un solo caso, que por sus circunstancias es más acomodado a nuestro propósito y vale por muchos. Muerto en Alcalá D. Juan el I, el 9 de octubre de 1390, sucedió en el trono su hijo Enrique, III del nombre, llamado el Enfermo, que era entonces de solos once años; por lo cual, hallándose en Avila, expidió, en 22 del mismo mes, su real cédula convocando a los procuradores de las ciudades y villas del reino, para que con todos los prelados, maestres, condes, ricos hombres y grandes se hallasen en Madrid el 15 de noviembre siguiente, «á fin de que se ajunten (dice) conmigo, para tratar y ordenar, asi en fecho de mi crianza, como en cuales lugares deba ser, como del regimiento é gobernación de mi persona, é de otras cosas que cumplen á mi servicio, é á pro é honra é guarda de los dichos mis reinos é de otras». Juntas las Cortes, que fueron de las más numerosas de Castilla, y visto en ellas el testamento del Rey, se hallaron nombrados por tutores de su hijo, hasta que tuviese la edad de quince años, D. Alonso de Aragón, condestable de Castilla, los arzobispos de Toledo y Santiago, el maestre de Calatrava, D. Alonso de Guzmán, conde de Niebla, y Pedro de Mendoza, su mayordomo mayor; con más un ciudadano por cada una de las seis capitales del reino siguientes: Burgos, Toledo, León, Sevilla, Córdoba y Murcia. No acomodando esta disposición a algunos poderosos, empezaron a atacarla, so pretexto de que el rey difunto estaba ya arrepentido de ella; por lo cual se trató de proceder al nombramiento de nuevos tutores. Pero los procuradores del reino exigieron que ante todas cosas se declarase la supresión de la moneda creada por Enrique II, como así se hizo por Decreto de 21 de enero siguiente; y además, que los que fuesen nombrados por tutores jurasen, antes de entrar en el Gobierno, la observancia de los siguientes artículos: «1.º Que no aumentarian las tropas sobre 4000 soldados en guarnición y 1500 jinetes. 2.º Que no harian guerra sin consentimiento de las cortes. 3.º Que no recaudarian tributos, que ellas no acordasen. 4.º Que ninguno seria condenado a muerte ó destierro sin haber sido juzgado y sentenciado por sus propios jueces. 5.º Que no se indultaria á ningun homicida. 6.º Que conservarian las antiguas alianzas, y no contraerian otras sin acuerdo de las cortes». Con esto se procedió al nombramiento de tutores, con calidad que lo fuesen hasta que el pupilo tuviese 16 años, y salieron elegidos D. Fadrique, duque de Benavente; D. Pedro, conde de Trastamara; los arzobispos de Toledo y Santiago; el maestre de Calatrava; Pedro López de Ayala, alcalde mayor de Toledo; Alvar Pérez Osorio, Ruy Ponce de León, Pedro Suárez, adelantado mayor de Asturias, y Garci González, mariscal de Castilla. Además de estos diez, se nombraron para el Consejo de Regencia a los siguientes procuradores de los reinos: por Castilla a Garci Ruiz, Sancho García de Medina y Rui Sánchez; por Toledo a Per Afán de Ribera y Juan Gastón; por León a Alfonso Fernández, Rodrigo Esparriegos y Juan Álvarez Maldonado; por Andalucía a Fernán González y Lope Rodríguez; por Murcia y Jaén a Juan Sánchez de Ayala y Juan Peláez de Burcio, y por Extremadura a Fernán Sánchez de Belvis y a Alfonso González. Y por cuanto el gran número de regentes podía hacer embarazoso el Gobierno, se acordó que gobernasen por mitad y turno de seis meses. Véase por aquí que las Cortes no se atuvieron a la Ley de Partida, ni en admitir los tutores nombrados por el rey difunto, ni en la duración de la tutoría señalada en el testamento, ni al número de los tutores, ni a la forma del juramento que dicha Ley prescribe, ni en una palabra, a alguno de sus artículos. Y no se atribuya esto a que no se tuvo presente aquella Ley, porque el Arzobispo de Toledo la citó y alegó con importuna instancia; pero la alegaba solamente para excluir los tutores no mbrados por las Cortes, que no eran de su facción, y aun quería que se agregasen otros, que lo eran, a los nombrados por el Rey. Contradecía además la elección de las Cortes por el gran número de los nombrados; pero véase cómo el socarrón de Mariana caló el espíritu de esta contradicción: «El Arzobispo (dice) en público alegaba que la muchedumbre seria ocasión de revueltas: en secreto le punzaba la poca mano que tendria en los negocios.» ¿Si sería de esta especie el espíritu de los que tanto declamaban sobre el gran número de individuos de la Junta Central?

He sacado esta relación de la vida de Enrique III, escrita por Gil González Dávila, y de la historia del P. Mariana. No están muy de acuerdo estos autores en algunas circunstancias, pero no desacuerdan en las que conducen a mi propósito.

 

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Partida II, Título I, Ley 10: «Tirano tanto quiere decir como señor cruel, que es apoderado en algun regno, ó tierra, por fuerza ó por engaño, ó por traicion: et estos tales son de tal natura, que despues que son bien apoderados en la tierra, aman mas de facer su pro, maguer sea á daño de la tierra, que la pro comunal de todos, porque siempre viven a mala sospecha de la perder. Et porque ellos pudiesen cumplir su entendimiento mas desembargadamente, dixieron los sabios antiguos que usaron ellos de su poder siempre contra los del pueblo, en tres maneras de arteria: la primera es que puñan que los de su señorio sean siempre nescios et medrosos, porque cuando á tales fuesen, non osarien levantarse contra ellos nin contrastar sus voluntades; la segunda, que hayan desamor entre si, de guisa que non se fien unos de otros; ca mientra en tal desacuerdo vivieren, non osaran facer ninguna fabla contra él, por miedo que non guardarien entre si fe nin poridat; la tercera razon es que puñan de los facer pobres, et de meterlos en tan grandes fechos, que los nunca puedan acabar, porque siempre hayan que veer tanto en su mal, que nunca les venga á corazón de cuydar facer tal cosa que sea contra su señorio: et sobre todo esto, siempre puñaron los tiranos de astragar á los poderosos et de matar á los sabidores, et vedaron siempre en sus tierras cofradias y ayuntamientos de los homes: et puñaron todavía de saber lo que se decie ó se facie en la tierra, et fían mas su consejo et la guarda de su cuerpo en los extraños, porque sirven á su voluntat, que en los de la tierra, quel han de facer servicio por premia. Otro si decimos que maguer alguno hobiese ganado señorio de regno por alguna de las derechas razones que deximos en las leyes ante desta, que si él usase mal de su poderio en las maneras que dixiemos en esta ley, quel puedan decir las gentes tirano. Ca tornase el señorio que era derecho en torticero, asi como dixo Aristotiles en el libro que fabla del regimiento de las cibdades et de los regnos».

Los profesores del moderno maquiavelismo ensalzan como un prodigio de penetración el ingenio con que su pernicioso maestro indicó en sus obras, y señaladamente en su Príncipe, las vías y medios que conducen a la tiranía y aseguran su imperio; pero a nosotros toca admirar la profunda y piadosa sabiduría con que un rey de España había enseñado algunos siglos antes a sus pueblos los artificios de la tiranía, para que viviesen alerta contra ellos. Viles partidarios de Napoleón y de vuestro pseudofilósofo José, ¡miraos en este espejo!

 

8

Léanse en el Real Decreto expedido en Aranjuez a 14 de octubre de 1808 estas palabras, dignas de escribirse con caracteres indelebles: «Declara finalmente (la Junta Central) que ha jurado en un acto el más solemne no oír ni admitir proposición alguna de paz, sin que se restituya a su trono a su amado soberano, el señor don Fernando VII, y sin que se estipule por primera condición la absoluta integridad de España y de sus Américas, sin la desmembración de la más pequeña aldea». (Véase la Gaceta de Madrid de 18 de octubre de aquel año.)

 

9

Véanse estas cartas en el suplemento a la Gaceta del Gobierno de 12 de mayo de 1809, y las que tocan a mí se hallarán en el Apéndice.

 

10

Véase el Apéndice número III.

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