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ArribaAbajoParte segunda. Exposición de la conducta y opiniones del autor

Exposición de la conducta del autor desde que recobró su libertad hasta el día


Motivo, objeto y materia de esta 2.ª Parte


«Si quis existimat me, aut voluntate esse mutata, aut virtute debilitate, aut animo fracto, vehementer errat. Mihi quod potuit vis, et injuria, et sceleratorum hominum furor detrahere, eripuit, abstulit dissipavit, quod viro forti adimi non potest, id manet et permanebit.»

Cicerón, Post redditum ad Pop.                


1. Voy a emprender la exposición y defensa de mi conducta en la última época de mi vida pública; pero en esta parte de mi Memoria no podrá correr la pluma tan atrevidamente como en la que acabo de desempeñar. Defender la inocencia de mis ilustres compañeros era un oficio noble, desinteresado y recomendado por el honor y la justicia, y las altas calidades que distinguen a la mayor parte de ellos me inspiraban aliento y osadía en el empeño de su justificación. Pero, vuelto a mí sólo, por más penetrado que esté de mi propia inocencia, todavía la necesidad misma de defenderla me encoge y embaraza. Temo que algunos de mis lectores desconozcan esta necesidad, y suponiendo que en la defensa de los demás queda envuelta la mía, tachen de superabundante y afectado mi propósito. Temo que otros, con menos buena fe, quieran poner duda en los hechos que voy a referir en apoyo de mi razón, y temo, en fin, que no falte quien, demasiadamente severo, atribuya esta exposición a orgullo y vana ostentación de mi mérito. Mas, a pesar de tantos reparos, me es indispensable arrostrar este empeño, así para satisfacer a mi patria, cuyo bien he buscado siempre, y más en esta última parte de mi vida, como para acallar mi conciencia, cuyos dictámenes he procurado siempre seguir. Confío, por lo mismo, que los lectores sinceros y imparciales honrarán mi propósito con su aprobación. En obsequio de ellos, responderé al primer reparo, que aunque la calumnia hirió indistintamente a todos los miembros de la Suprema Junta Central, la ofensa no pudo ser igual en todos, sino proporcionada al carácter y conducta que lastimó en cada uno, y aunque yo no presuma tanto de mí, que me ponga sobre los demás, tampoco me desestimo tanto que no me cuente entre los más agraviados. Al segundo, que las muchas y respetables personas que pueden deponer de los hechos relativos a mi conducta pública serán fiadores bastante abonados de mi verdad y buena fe, de las cuales además darán testimonio así las actas de la Suprema Junta y de su comisión de Cortes, que deben existir en manos del gobierno, como las copias de mis dictámenes, que he podido conservar y que publicaré por apéndice de esta Memoria. Y al último diré que la sensibilidad y la delicadeza del amor propio en materia de reputación, nunca pueden ser en demasía, porque la religión nos manda tener cuidado de nuestro buen nombre, y el honor nos obliga a conservarle y defenderle, y cuando en esto se mezclase algo de orgullo, sería un orgullo de tan noble linaje, que más merecería alabanza que censura.

2. Y ¿qué?, después de haber servido a mi patria por espacio de cuarenta y tres años en la carrera de la magistratura con rectitud y desinterés, desempeñado muchas extraordinarias comisiones y encargos del gobierno, todas a mi costa y todas con notorio provecho del público; después de haber sufrido, por mi amor a la justicia y horror a la arbitrariedad, una persecución sin ejemplo en la historia del despotismo, y en la que sin precedente culpa, juicio ni sentencia, me vi de repente arrancado de mi casa, despojado de todos mis papeles, arrastrado a una isla, recluso por espacio de trece meses en un monasterio, trasladado después a un castillo, y encerrado y sepultado en él por otros seis años; después que, obtenida mi libertad al punto mismo en que empezaba a peligrar la de mi patria, no sólo abracé con firmeza la santa causa de su defensa, sino que me negué a todas las sugestiones y ofertas lisonjeras con que la amistad y el poder procuraron empeñarme en el opuesto partido; después que, nombrado por el Gobierno central, cuando los muchos años y trabajos y una prolija enfermedad tenían arruinada mi salud, no sólo renuncié al descanso y al deseo de conservar mi vida, sino que consagré sus restos al servicio de mi nación admitiendo aquel encargo, y dediqué a su desempeño la aplicación más continua y el más puro y ardiente celo; después, en fin, que al cabo de tantos trabajos y servicios, y cuando creía haber coronado con este último todos los de mi larga carrera, me veo atacado y ofendido en mi honor y desairado e insultado en mi persona, ¿podrá haber quien culpe que salga a defenderla y sincerar mi conducta? ¿O habrá quien me niegue el consuelo de buscar en la equidad y justicia de mis conciudadanos el desagravio de tantas injurias, y en su gratitud y aprecio la recompensa de tantos servicios?

3. Voy, pues, a solicitar esta preciosa recompensa, tan anhelada por mi corazón, no cansando a mis lectores con largos raciocinios ni con sentidas quejas, sino instruyéndolos con la sencilla y veraz exposición de mi conducta y opiniones en esta época memorable. Habiendo ya rechazado, y si mi amor propio no me engaña, deshecho y confundido las calumnias en que fui indistintamente envuelto con los demás miembros de la Junta Central, restaba todavía, para mi particular defensa, oponer a sus negras imputaciones el leal y desinteresado proceder con que procuré llenar los deberes de aquel cargo. Porque, gozando, al entrar en él, de una honrada y distinguida reputación, adquirida en los varios destinos en que por tantos años serví a mi patria, nada es tan deseable para mí como recobrar y conservar este preciso patrimonio, para gozarle en paz los pocos días que puedan quedarme de una vida tan laboriosa y agitada.

4. Bien quisiera, para lograr este suspirado objeto, extender la presente exposición a todo el tiempo de mi larga magistratura. No lo haré, porque no se crea que quiero vanagloriarme de mi mérito; pero sí agregaré a esta Memoria una simple lista de los destinos que ocupé, encargos que desempeñé, servicios que hice y persecuciones que sufrí durante ella; porque, escribiendo para muchas personas que no me conocen sino por el ruido que hicieron en la nación mis desgracias, justo es que vean de lleno quién es el magistrado a quien la calumnia, sin dejarle nunca de la mano, pretende ahora robar el último y más precioso fruto de sus servicios y trabajos.

5. Entrando, pues, en materia, dividiré esta segunda parte de mi Memoria en tres artículos. En el primero daré noticia de mi conducta desde el principio de la presente revolución hasta mi entrada en la Junta Central; en el segundo, de mis opiniones y conducta en el desempeño de aquel augusto ministerio, y en el tercero, de mi conducta y persecuciones desde la instalación de la Suprema Regencia hasta el día. La verdad y la buena fe, que guiaron hasta aquí mi pluma, presidirán también a esta última parte de mi trabajo. ¡Dichoso yo si pudiese obtener con él la compasión y el aprecio de mis conciudadanos!


ArribaAbajoArtículo primero. Primera época

Estado del autor en 1807.-7. Real Orden para su libertad.-8. Representación a Fernando VII.-10. Salida de Mallorca.-Y de Barcelona.-13. Paso por Zaragoza y Tarazona.-Y llegada a Jadraque.-15. Vanas tentativas del partido francés.-Órdenes de Murat, de Napoleón y José.-Persuasiones de Azanza, Ofarril, Mazarredeo y Cabarrús.-20. Desecha el Ministerio del Interior.-23. Es nombrado para la Junta Central, y acepta.-24. Pasa a Madrid y solicita la reunión de los diputados allí.-27. Porqué.-28. Pasa a Aranjuez.


6. La entrada de los ejércitos franceses en España en el verano de 1807, y los escandalosos Decretos de octubre y noviembre, expedidos en El Escorial contra el desgraciado príncipe de Asturias, habían llenado mi alma de amargura y terror, porque al mismo tiempo que me robaban aquella débil esperanza de libertad, que sólo podía fundar en una mudanza de gobierno, me hacían temblar por la vida del deseado heredero del trono y por la libertad de mi patria. La vi yo entregada al capricho de dos monstruos, cuya pérfida inteligencia y conspiración para oprimirla se columbraba ya en la acorde conducta de entrambos. Estos tristes presentimientos, unidos a las molestias de mi largo encierro y al anticipado rigor de aquel invierno, destemplaron sobremanera mi cabeza, y en tal grado la debilitaron, que, haciéndome incapaz de leer y escribir, me privaron del único consuelo que ya tenía en aquella triste situación. Siguió una tos acre y continua, que me privaba del sueño por la noche y del descanso por el día, y no cediendo al régimen ni a los remedios ordinarios, me hacía mirar hacia el término de una vida que, después de sufrir tan rudos ataques, mal podía ya superar el último, en que las dolencias del cuerpo se agravaban por la opresión del espíritu.

7. Así llegó aquel memorable mes de marzo de 1808, que llenó a la España de gozo y esperanzas tan lisonjeros como rápidos, sin que bastasen a tranquilizar los espíritus de sus fieles hijos, cuando, aterrado ya el traidor intestino, le vieron descubiertamente protegido y salvado por el tirano exterior de la patria. Por la tardanza de los correos marítimos, se supo tarde y de una vez en Mallorca la rápida serie de los sucesos de aquella época. El 5 de abril llegó al Capitán General y a mí la Real Orden en que nuestro amado Fernando VII quebrantaba mis cadenas, pero en cuyas menguadas frases, su infame ministro, el Marqués Caballero, había cuidado de esconder lo más precioso de la justa y piadosa voluntad del Soberano. Se me decía solamente que S. M. mandaba que se me diese libertad y me permitía ir a Madrid10. De forma que mientras el público celebraba el mío, entre tantos otros triunfos de la inocencia, yo sólo le miraba como una nueva injuria hecha a mi justicia, porque no me interesaba tanto el logro de la libertad como el desagravio y restauración del honor.

8. Esta triste idea me hizo aborrecer la vista de las gentes y dilatar mi presentación en la ciudad de Palma, y por lo mismo, en el siguiente día 6 salí, sin anunciar mi destino, del castillo de Bellver, para esconderme otra vez en la cartuja de Valdemuza, y pasar la Semana Santa entre aquellos piadosos anacoretas, que con tanta caridad me recibieran siete años antes y tantas muestras de amor y compasión me dieran mientras viví en su compañía. Me acogieron con lágrimas de la más tierna alegría, y me dieron nuevos testimonios de su benevolencia y caridad. Fue allí mi primer cuidado dirigir una representación al Soberano11, con fecha de 18 de abril, exponiendo a su piadosa consideración que no era tanto su real clemencia, cuanto su suprema justicia la que tenía yo derecho a esperar, y suplicándole se dignase concederme un juicio que pudiese servir a la reparación de mi honor y buen nombre, con tantos ultrajes ofendido. Dirigí esta representación a un amigo, para que la pusiese en manos del Rey; pero ¡ah! cuando debía recibirla, ya este infeliz monarca caminaba al abismo en que le precipitaron su excesiva buena fe y la horrible perfidia del que se apellidaba su mejor aliado y amigo.

9. Era entonces mi deseo volar a los brazos de D. Juan Arias de Saavedra, ministro del Consejo de Hacienda, mi segundo padre, mi primer amigo y mi singular bienhechor12; el cual, echado de Madrid en el tiempo de mi arresto, sin otra culpa que estos santos títulos, se hallaba desterrado en su casa de Jadraque. Esperaba yo reparar mi salud en su amable compañía, y recobradas algunas fuerzas y restaurada mi opinión, huir a esconderme en mi suspirado retiro de Gijón para acabar allí en paz una vida tan llena de contrariedades y aflicciones. Escribí a este buen amigo, comunicándole mis ideas, y dediqué el tiempo que podía tardar su respuesta a dar una vuelta por la hermosa isla de Mallorca, para desahogar mi espíritu y tomar algún recreo con tan agradable ejercicio. Me presenté después en la capital, cuyos generosos habitantes completaron con alegría y obsequios con que me distinguieron a competencia los preciosos testimonios de aprecio y compasión con que me habían honrado y consolado durante mi largo cautiverio.

10. Recibida la respuesta de Arias de Saavedra, que, aunque reintegrado en su plaza del Consejo de Hacienda, rehusó pasar a Madrid por esperarme en Jadraque; resuelto mi viaje por Barcelona, embarcado ya el equipaje y parte de familia en el correo de la isla, que me esperaba en Soller, iba yo a partir para aquella villa, cuando arribó a Palma, el 17 de mayo, mi ilustre amigo, y después digno compañero, D. Tomás de Verí, que había presenciado en Madrid los horrores del execrable día 2, y sabido, a su paso por Valencia, la elevación de Murat a la Regencia de España, la ausencia de toda la real familia, y el dolor y espanto con que todos temblaban ya por la libertad y la vida de nuestro amado rey. Pocos días antes, tan dolorosas nuevas me hubieran quizá movido a quedarme en aquella deliciosa isla, a lo cual me instaban con mucho ardor mis amigos mallorquines; pero el barco correo no podía detenerse, las mulas estaban a mi puerta, mi familia y equipaje embarcados, y era indispensable partir. Me arranqué, pues, de los brazos de aquellos buenos amigos, acompañado de mis particulares favorecedores, el generoso D. Antonio y el sabio brigadier D. Juan de Salas, y lleno de dolor y consternación, pasé a dormir en Soller; me detuve allí, por falta de viento, el día 18, y embarcándome el 19, arribé al puerto de Barcelona cerca del mediodía del 20.

11. En esta ciudad me recibió el general Ezpeleta con grandes muestras de aprecio, ofreciéndome su casa, instándome muy amistosamente a que tomase en ella algún descanso. La aversión que mi largo encierro me había inspirado al bullicio de las grandes poblaciones no me permitió disfrutar su favor. Era mi deseo partir en la misma tarde a Molins de Rey, pero rodeado de visitas y cumplidos, no pude verificarlo hasta la madrugada del 21, en que salí de Barcelona, dejando allí a mi mayordomo para que preparase coche y carruaje, y se me reuniese en aquella villa.

12. Esta precipitación causó la primera ruina que sufrió mi pobre fortuna en la presente época. No hallándose pronto conductor para el equipaje, mi mayordomo resolvió dejarle a cargo de un conocido suyo, y buscarme con un coche de camino, en que llegó a Molins de Rey la mañana del 23, y en que al punto emprendimos nuestro viaje; pero la gloriosa insurrección de Zaragoza cortó dentro de pocos días toda comunicación con Barcelona, donde mi equipaje quedó entregado a la rapacidad de los franceses; pérdida pequeña en sí, grande en mi estimación, pues contenía una corta, pero escogida colección de los libros, manuscritos y apuntamientos que me habían ocupado y consolado en aquel espacio de mi larga reclusión en que me fue permitido leer y escribir. Mi viaje continuó sin otra desgracia hasta Zaragoza, a pesar de que tuve que admirar y temer en todos los pueblos del tránsito la curiosidad y el recelo con que se miraba cuanto venía de Barcelona, y el descontento general, que se veía pintado en todos los semblantes, síntomas que crecían a medida que penetrábamos por el reino de Aragón, y que tardaron poco en anunciarnos la insurrección de su gloriosa capital.

13. La confusión y desorden que suponía en ella, y eran tan poco convenientes al estado de mi salud, me hicieron resolver la continuación de mi viaje, pasando de largo sin entrar en sus puertas; pero no me fue posible. Apenas llegué al puente, cuando me vi rodeado de gran muchedumbre de gentes de la ciudad y el campo, en cuyos semblantes torvos y resueltos se veían fuertemente expresados el despecho y el valor que agitaban sus ánimos. Informados de que venía de Barcelona, todos se agolparon en torno de mi coche, clamando unos, porque se nos registrase, y otros, porque nos condujesen al nuevo general. En medio de esta contienda se oyó un susurro, que decía y repetía «es Jovellanos», y desde entonces, sosegado el bullicio, empecé a ser mirado con aprecio y compasión, y conocí cuánto había debido mi nombre a mis pasados infortunios. Fui desde allí conducido, en medio de la muchedumbre, al palacio del ilustre y valiente general D. José Palafox, y no pudiendo verle por hallarse ocupado en una junta, fui de su orden, y acompañado de sus ayudantes Butrón y Villalba, a la casa del Marqués de Santa Coloma, en que habitaba mi digno amigo D. Benito Hermida, su padre político, y donde encontré la tierna y generosa acogida que a mi quebrantada salud y abatido espíritu convenía. Volví por la tarde a ver al general Palafox, que me honró con grandes muestras de aprecio, y, ya fuese porque entre los aplausos de aquella mañana habían pronunciado algunos: «Este es de los buenos; este conviene que se quede con nosotros»; o bien por sólo efecto de su bondad y favor, aquel ilustre General esforzó este deseo, y me instó a que me detuviese allí, con muy finas y honrosas expresiones; pero, representándole el lánguido y triste estado de mi salud, le rogué que, lejos de detenerme, protegiese la continuación de mi viaje. Cedió a mi ruego con la mayor bondad, encargó a su ayudante Butrón que me acompañase por la noche a la posada de los Reyes, que está fuera de puertas, y me dio para el siguiente día una escolta de escopeteros, mandada por el célebre tío Jorge, aquel insigne patriota que, muriendo después sobre una batería, se contó entre las heroicas víctimas de la primera gloriosa defensa de Zaragoza.

14. En el siguiente día 28, dejada la escolta en la primera venta del camino, le continuamos sin desgracia, siguiendo hasta Tarazona, adonde llegamos el inmediato día 29, que era domingo, para oír misa y hacer mediodía. Advertimos allí los mismos síntomas que en los pueblos anteriores, y hallamos además que la juventud de la ciudad, ansiosa de que se la armase, esperaba con impaciencia a un comisionado que se decía venir al efecto de Zaragoza, cosa que atrajo mayor curiosidad hacia nosotros. Entramos a oír misa, pero al salir de la catedral me vi rodeado de gran muchedumbre de jóvenes, que, aclamando mi nombre, hicieron conmigo tales demostraciones de aplauso, que no las referiré porque no se atribuya a vanidad. Me sacó de en medio de ellas el caballero D. Bonifacio Doz, que, sosegando aquellas buenas gentes, me llevó a su casa y me ofreció generosamente su mesa, a la cual nos acompañaron algunos amigos suyos, canónigos de la catedral. Después de haber comido en tan agradable compañía, y protegido de ella, tomé mi coche y salí de la ciudad, continuando después felizmente el viaje hasta Jadraque, a donde llegué, por fin, a hacer noche el 1 de junio; pero tan rendido a la fatiga y acaecimientos del viaje, que mi buen amigo, al verme tan extenuado y deshecho, no pudo gozar sin mucho sobresalto del placer que se prometía en nuestra feliz reunión, después de diez años de dolorosa ausencia.

15. Sin embargo, libre ya de embarazos, escondido en aquel dulce retiro y en el seno de tan amable y virtuosa familia, contaba ya con que la salubridad de los aires de Alcarria, el reposo, los socorros de la medicina y la asistencia y consuelos de la amistad podrían sacarme del riesgo que amenazaba a mi vida, cuando al amanecer del siguiente día 2, un posta despachado de Madrid vino a trastornar esta esperanza. Traía para mí una orden de Murat, expedida por el ministro Piñuela, en la cual, secamente y sin expresión de motivo ni objeto, se me mandaba pasar inmediatamente a Madrid y presentarme a aquel nuevo regente. Esta orden puso en la mayor premura mi espíritu, porque me hizo prever la nueva lucha que se le preparaba, y por lo mismo que estaba resuelto a no desviarme un punto de la línea que me prescribían la lealtad y el honor, conocía los peligros a que esta firme resolución me exponía. Pero la Providencia, que nunca abandona al hombre de bien, me ofreció en el decadente estado de mi salud el medio más honesto de conciliar mi constancia con mi fidelidad. Mi respuesta, por tanto, se redujo a decir al ministro que el estado en que se hallaba mi salud no me permitía ponerme en camino, y que si acaso lograba restablecerla, pasaría a presentarme al Príncipe regente.

16. Pocos días habían pasado, cuando otro posta, despachado de Bayona, me trajo otra orden de Bonaparte y su hermano José, en que, honrándome con expresiones muy lisonjeras, me mandaban pasar a Asturias para reducir a mis paisanos al sosiego y aquiescencia al nuevo orden de cosas. Me trajo también carta particular de D. José Miguel de Azanza, en la cual, felicitándome por mi libertad y renovando la memoria de nuestra antigua amistad, me anunciaba en confianza estar yo destinado por el Emperador para Ministro del Interior de su hermano José. Mi respuesta de oficio se redujo a dar gracias por las honras que se me dispensaban y exponer que el estado de mi salud no me permitía desempeñar aquel penoso encargo; pero en mi carta particular a Azanza le manifesté cuán lejos estaba de admitir, ni el encargo ni el ministerio, y cuán vano me parecía el empeño de reducir con exhortaciones a un pueblo tan numeroso y valiente, y tan resuelto a defender su libertad.

17. Otro tanto respondí a D. Gonzalo Ofarril, que tres días después, asustado con la energía y valor que desenvolvían los leales asturianos, me despachó otro posta desde Madrid con carta en que me rogaba que ya que no pudiese pasar a Asturias, a lo menos exhortase por escrito a mis paisanos a que dejasen las armas y se restituyesen al sosiego. Me negué también decididamente a este paso, y como en la carta de Ofarril viniese una postdata de D. José Mazarredo, en que me instaba al mismo efecto, escribí a éste separadamente, y siendo mayor la confianza que con él tenía, por nuestro antiguo amistoso trato, le descubrí más abiertamente mis sentimientos, concluyendo mi carta con decirle que, cuando la causa de la patria fuese tan desesperada como ellos se pensaban, sería siempre la causa del honor y la lealtad y la que a todo trance debía preciarse de seguir un buen español.

18. Ya se deja discurrir que entre tantos misioneros como se buscaban para persuadirme, no podía ser olvidado mi antiguo amigo el Conde de Cabarrús, que poco después vino a Madrid nombrado Ministro de Hacienda y muy distinguido por el rey intruso. Sus cartas traían todo el calor y vehemencia que a su fogoso carácter y a nuestra antigua familiaridad convenían, y que tanto animaba el deseo de unirme a su suerte. Me representó, me exhortó, me rogó cuanto cabía en la fuerza de la elocuencia y en los tiernos sentimientos de la amistad, y no, según decía, para arrastrarme a una acción infame, sino, como él se pensaba, o por lo menos afectaba pensar, para asociarme al designio de hacer feliz a España y salvarla de los horribles males que la amenazaban. Tal era entonces el lenguaje de todos los apóstatas de la patria, si en alguno de buena fe, en los demás para dorar su perfidia. Yo no sé si Cabarrús, hombre extraordinario, en quien competían los talentos con los desvaríos, y las más nobles calidades con los más notables defectos, era o no sincero en sus persuasiones. Lo que sé es que pocos días antes, habiéndonos encontrado y abrazado a mi paso por Zaragoza, al cabo de diez años de persecuciones y ausencia, le hallé tan decidido por la gloriosa causa de nuestra libertad, que sus lágrimas corrieron y se mezclaron con las que me vio derramar por el peligro en que se hallaba mi patria; demostración que en un hombre disimulado y doble pudiera ser ambigua, pero que me pareció decisiva en uno en quien la franqueza de carácter pasaba ya a ser indiscreción. Si acaso me engañé, no me engañé solo, porque en el mismo concepto estaban otras muy dignas personas de Zaragoza, que entonces le daban su aprecio y confianza, entre las cuales puedo citar a los ilustres Palafox, Hermida y Sástago, con quienes había cooperado en los memorables sucesos de aquellos días. Convenimos al separarnos que me buscaría de nuevo en Jadraque, ofreciéndome que arreglaría su conducta por mis consejos; pero extraños acaecimientos, que pusieron en riesgo su vida, le forzaron a mudar de rumbo desde Ágreda y a tomar el camino de Navarra. Con esto, hallándose en Burgos con el nombramiento para el Ministerio de Hacienda, y en medio de los ejércitos franceses, su temor, su ligereza o su ambición le arrastraron al partido opuesto, en el cual, el disfavor con que se dice le miraron siempre el gabinete de St. Cloud y algunos ministros de José, pueden acaso probar que su corazón no había nacido para servir a los tiranos.

19. Como quiera que sea, desde que dejó de ser amigo de mi patria, dejó de serlo mío, y sus persuasiones y esfuerzos hallaron en mí toda la refutación y firme resistencia que a mi leal carácter convenía. Bien sé que, sin embargo, no faltó quien quisiese excitar alguna odiosidad contra mi nombre por la antigua amistad que tuve en otro tiempo con este partidario y que no me desdeño de confesar. Nacida en días más inocentes y felices, del aprecio que hacía de sus talentos y de la intimidad con que le distinguía el sabio Conde de Campomanes cuando yo vine a ser Alcalde de Corte a fines de 1778, y en cuya casa y sabia sociedad empezó nuestro trato, creció después a par de la reputación que le iban granjeando sus nobles prendas y sus grandes conocimientos económicos, y con la estimación que le profesaron los ilustres Condes de Aranda, Gausa, Revillagigedo y Carpio, Marqueses de Astorga, de Velamazán y de Castrillo, Duques de Híjar, de Osuna y de Alburquerque, muchos distinguidos literatos y magistrados, y cuanto había de noble y de honrado en la época de Carlos III, que fue la de su prosperidad. Creció más todavía en la cruel e injusta persecución que contra él y contra los establecimientos que había propuesto le suscitaron sus enemigos en la de Carlos IV, cuando, retirándose los demás, fui yo, si no el único, uno de los pocos que no temieron manifestarse amigos suyos; pudiendo asegurar también que, entre todos, así fui el más fiel a su amistad en la desgracia como fuera el más sincero y desinteresado en la prosperidad. Y esta amistad duraría todavía si él hubiese sido igualmente fiel al primero y más santo de sus deberes, porque siempre he creído, con Cicerón13, que a todo se debe anteponer la amistad menos al honor y a la virtud. Perdónese esta digresión a mi delicadeza, y si alguno reprobare todavía los sentimientos que descubre, sepa que también el virtuoso Sócrates fue constante amigo del vicioso Alcibiades, mientras Alcibiades no dejó de ser amigo de su patria.

20. Tantas tentativas y repulsas no bastaron para que cesase el ataque empezado contra mi fidelidad. Fui por fin nombrado Ministro del Interior; vino otro correo a traerme el nombramiento, con varios despachos y una carta confidencial y muy expresiva de D. Mariano Urquijo; y aunque yo contesté en los mismos términos que a los oficios anteriores, renunciando decididamente el ministerio y devolviendo los despachos, con todo, el decreto de mi nombramiento se publicó en la Gaceta de Madrid con el de los demás ministros, y yo hube de pasar por el grave sentimiento de que los que no me conocían ni estaban enterados de mi repulsa pudiesen dudar algunos días de mi fidelidad.

21. Con tanto, mi espíritu había quedado satisfecho, pero no tranquilo; porque temía que, o por el disgusto que pudo dar mi resistencia, o por el empeño de probar nuevas tentativas, quisiesen arrebatarme a Madrid para enredarme en los lazos del partido opuesto; pero acaso un incidente, que pudo haber aumentado este peligro, concurrió felizmente a librarme de él. Apareció de repente en Jadraque, hacia los últimos de junio, el arcediano de Ávila, D. José de la Cuesta, bien conocido por la cruel persecución que sufrió en el anterior reinado. Decía haber salido de Madrid sin otro motivo que el darme un abrazo, y como nuestro trato, aunque amistoso, nunca hubiese sido muy íntimo, y por otra parte se dijese que era tal el que tenía con el ministro Ofarril, no faltó quien recelase que venía de explorador de su parte para indagar el verdadero estado de mi salud. Entraron con esto en algún cuidado mis amigos, y tanto más, cuanto yo, aunque muy decaído todavía, me levantaba todos los días antes de comer, hacía algún ejercicio por las tardes, y tenía más bien la apariencia de un convaleciente débil que de un enfermo en peligro. Confieso que por mi parte nunca asentí al recelo de los demás, ni atribuí la visita de Cuesta a ningún oculto designio, porque no lo hallaba conciliable con la idea que tenía de la honradez y franqueza de su carácter. En consecuencia, le visité en su posada; paseamos juntos por la tarde; me acompañó por la noche, ya en la tertulia, ya al lado de mi cama; hablamos sin rebozo de las cosas del día; hallé sus sentimientos cual convenía al honor y lealtad, no le escondí ninguno de los míos, y él se despidió tan persuadido de la realidad de mi indisposición como de la constancia de mis propósitos. Fuese, pues, el que se quiera el impulso de esta visita, ello es que concurrió también a asegurar mi tranquilidad, y desde entonces volví toda mi atención al cuidado de mi salud.

22. Empezaba ya a experimentar mucho alivio en ella, a favor del régimen y remedios adoptados. Las píldoras de opio, calmando la tos y conciliando el sueño, me permitían algún descanso por la noche; un parche en la nuca fue descargando mi cabeza, la leche de burra templando mi sangre, y el ejercicio a orilla del Henares y por las fértiles huertas de Jadraque reparando poco a poco mis fuerzas. Cuando hube recobrado algunas, empecé el ejercicio a caballo, y aunque había pensado terminar la curación con los baños termales de Trillo, el médico prefirió los del Henares, que tomé por muchos días, y como en aquella sazón la gloriosa victoria de Bailén abriese a la nación tan risueñas esperanzas, concurrió también a la total reparación de mi salud, ya que no a la del estrago que los años y los trabajos habían hecho en mi constitución.

23. En esta situación me hallaba, cuando un posta despachado por la Junta General del Principado de Asturias llegó a Jadraque el 8 de setiembre, con el aviso de estar nombrado para el Gobierno Central, junto con mi ilustre y amado amigo el Marqués de Camposagrado. Por más que este distinguido testimonio del aprecio de mis paisanos fuese tan grato para mi corazón, confieso que me hallé muy perplejo en la aceptación de tan grave cargo, por juzgarle muy superior al estado de mis fuerzas. Contaba ya sesenta y cinco años; de resultas de los pasados males y molestias, mi cabeza no quedó capaz de ningún trabajo que pidiese intensa y continua aplicación, y mis nervios, tan débiles e irritables, que no podían resistir la más pequeña alteración del espíritu. Cualquiera sensación repentina de dolor o alegría, cualquiera idea fuerte, cualquiera expresión pronunciada con vehemencia, los alteraba y conmovía, y tal vez añugaba mi garganta y arrasaba mis ojos en lágrimas involuntarias; y esto, unido al horror y aversión que mis pasadas aventuras me habían inspirado a toda especie de mando, me hicieron vacilar mucho sobre mi resolución. Pero, al fin, el amor a la patria venció mi repugnancia y mis reparos, y resignado a sacrificar en su servicio cualquiera resto que hubiese quedado de mis débiles fuerzas, admití el nombramiento, renuncié la asignación de cuatro mil ducados14 que se nos señalaban por dietas, y despaché el correo con la respuesta de mi aceptación.

24. Esto resuelto, y sabido el arribo de Camposagrado a Madrid, y que se hallaban ya allí los diputados de Aragón, Cataluña y Valencia, partí de Jadraque, en la mañana del 17 de setiembre, para reunirme a ellos.

25. Acordado desde luego reunirnos en conferencia, nos juntamos en la casa del príncipe Pío, diputado de Valencia, y recayó nuestra primera y principal discusión sobre dos estorbos, que podían dificultar la concordia y retardar la reunión general de todos los diputados en Madrid. Habíamos entendido que los poderes de los diputados de Sevilla venían ceñidos a ciertas instrucciones, tan ajenas de los sentimientos de otras provincias, como de lo que la razón y conveniencia pública requerían, y que podrían, por lo mismo, dar motivo a una funesta división, y sabíamos también que estos mismos, y algunos otros diputados, ya fuese por preocupación contra el Consejo, ya por otra razón, venían encargados y dispuestos a resistir el establecimiento del Gobierno Central en Madrid. La remoción del primer obstáculo era muy superior a nuestras desunidas fuerzas; pero, por fortuna, trataba ya de superarle el prudente y patriótico celo del general Castaños, que, interponiendo su autoridad e influjo con la Junta de Sevilla, y pasando a Aranjuez a tratar personalmente con sus diputados, logró que se les enviasen y admitiesen poderes sin restricción alguna; bien que, no por eso, aquella junta revocó, sino que antes ratificó y remachó las instrucciones privadas que les diera. Sobre el otro obstáculo, los diputados que estaban en Madrid habían pasado ya algunos oficios con el Conde de Tilly y D. Rodrigo Riquelme, diputados de Sevilla y Granada, y no sé si con algún otro de los que llegaran primero a Aranjuez, para moverlos a que viniesen a reunirse con ellos, a lo cual se negaban, so pretexto de ser más conveniente que las primeras conferencias se tuviesen allí, de cuyo empeño tampoco los pudo separar Castaños. Conferida entre nosotros la materia, nuestro unánime dictamen fue por la unión general en Madrid, y ciertos de que el Conde de Floridablanca, que abundaba en el mismo dictamen, acababa de llegar a Aranjuez, comisionamos al príncipe Pío, su antiguo amigo, a fin de que, pasando a allí, le redujese a venir a Madrid, para forzar así a los demás a seguir tan respetable ejemplo.

26. Partió inmediatamente el príncipe, pero ya llegó tarde; porque con los primeros inciensos que se dieron en Aranjuez a Floridablanca, se le había inspirado la idea de que sería más conveniente tener en aquel retiro algunas conferencias preparatorias, para acordar el modo de establecer el Gobierno en la Corte. Habían entretanto llegado a Aranjuez otros diputados, y adherido a una idea que, sobre tanta apariencia de prudente, tenía ya tanto apoyo; con lo cual, el príncipe Pío se dejó también arrastrar a ella, y a los demás sin arbitrio para resistir un error, que acaso fue ocasión de otros más esenciales.

27. Digo esto por las grandes ventajas de que aquella idea privó al gobierno. Si la Junta Central se hubiese instalado en Madrid, y establecido desde luego en el Palacio Real, antigua residencia de los soberanos, y rodeado de todo el aparato que no desdijese de la modestia y economía que convenían a un gobierno tan popular; si se hubiese colocado al frente de los primeros tribunales, dignidades, magistrados y personajes de la Corte, y a la vista de aquel grande y generoso pueblo, ¿quién duda que hubiera aparecido con mayor decoro, que se hubiera conciliado mejor el amor y el respeto de todas las clases, y sentido más de cerca que éstos y la confianza nacional eran los únicos apoyos que podía tener y debía buscar para su nueva autoridad? Sus miembros entonces hubieran contado más con este apoyo, respetado más al público, estimándose más a sí mismos, y hallado más a la mano auxilios y consejos para el mejor desempeño de sus funciones. Y el gobierno, desde aquel antiguo asiento de los tribunales, oficinas y archivos, en que tendría a la mano los documentos y los agentes del despacho, y donde se hallaban todavía los ejércitos que habían hecho la primera gloriosa campaña, hubiera podido expedir mejor sus órdenes, arreglar mejor los planes y buscar mejor los recursos para la segunda, y hubiera podido dar vado a los inmensos negocios de aquella época con toda la actividad y presteza que sus críticas circunstancias pedían. Pero la intriga triunfó, y logró alejar el buen momento de obtener estas ventajas, que ya no fue posible recobrar. La proposición de trasladar la Junta a Madrid, no sólo fue renovada, sino solemnemente acordada por la gran mayoría, y aún señalado día para verificarla; pero los que secretamente la repugnaban tuvieron bastante influjo en el débil ánimo del presidente para ir dilatando la ejecución, hasta que las ocurrencias sucesivas la hicieron ya imposible.

28. Sabido por el príncipe Pío lo acordado en Aranjuez, partimos de Madrid mi compañero y yo el 22 de septiembre; pero, contando con que volveríamos muy luego a vivir en aquella capital, dejamos encargado que se nos tomase casa, comprasen muebles y coche, y previniese lo demás necesario para nuestro establecimiento, y dejando allí los equipajes que nos habían enviado de Asturias, fuimos a la ligera, y así nos mantuvo la persuasión en que permanecimos de volver a Madrid de un día a otro; y como nuestra salida de Aranjuez fue después tan inopinada y pronta, cuanto antes teníamos y cuanto habíamos prevenido en aquella capital quedó en las garras del enemigo, que tardó muy poco en apoderarse de ello.

29. No me avergüenzo yo de exponer al público estas menudas circunstancias y pequeños acaecimientos de aquella época, pues por poco importantes que aparezcan, de su conjunto y conocimiento se debe componer la completa exposición y juicio de mi conducta. Y como yo no aspire a pasar entre mis compatriotas por un héroe, sino por un honrado y fiel magistrado, deseo y espero que los hechos de mi vida privada, lejos de desmentir, confirmen este concepto, que he procurado asegurar con mi conducta pública.



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