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ArribaAbajoArtículo segundo. Segunda época

Sesiones preparatorias y instalación de la Junta Central.-32. Dictamen del autor sobre la institución del Gobierno.-40. Se suspende la resolución.-Sucesos de aquella época.-42. Previsión del peligro que amenazaba al Gobierno.-43. Invasión súbita de Madrid.-44. Se acuerda la translación de la Junta.-Y el envío de comisarios a las provincias.-Y se nombra a una comisión para el despacho durante el viaje.-47. Salida de Aranjuez por Toledo y Talavera.-Detención allí .-49. Reunión en Trujillo. Acuerdos de la Junta allí.-53. Su reunión y estado en Sevilla.-54. Tentativas del enemigo.-55. Se trata de la renovación de los vocales.-57. Incidente sobre la conducta del Marqués de la Romana en Asturias.-59. Primera invasión del Principado.-60. Recursos del autor y su compañero sobre este negocio.-64. Se trata y acuerda la convocación de las Cortes.-66. Se nombra la Comisión de Cortes, y entra el autor en ella.-Operaciones de esta Comisión.-Formación de Juntas auxiliares.-Se dan instrucciones a estas Juntas.-72. Principios del autor acerca de este grande objeto.-87. Se acuerda la reunión de las Cortes por estamentos.-La concurrencia de procuradores de las ciudades de voto. De diputados elegidos por todo el pueblo. De las Juntas Provinciales.-De suplentes por las Américas.-Y por las provincias cautivas.-94. Tentativas sobre el nombramiento de una Regencia.-Desechadas. Porqué.-97. Se acuerda confiar el Gobierno a una Comisión Ejecutiva.-98. Proposición del vocal Palafox.-100. Famosa representación del Marqués de la Romana en 14 de octubre.-102. Se nombra la Comisión Ejecutiva.-103. Se señala época para las Cortes.-104. Nuevos vocales agregados a la Comisión.-105. Acuerdan la organización del Congreso en dos cámaras, y la reunión de los dos brazos privilegiados en una.-109. Proposición sobre la libertad de la imprenta.-Tratada en el Consejo.-En las Juntas de Legislación y de Instrucción pública.-Y en la Comisión de Cortes.-Reflexiones de la Comisión sobre este objeto.-111. Conducta de la Junta Central acerca de él.-116. Trabajos preparatorios para la convocación de las Cortes.-Expedición de las convocatorias.-117. Por qué se atrasó la de los privilegiados.-118. Operaciones de la Junta Central en esta época.-120. Discusión sobre su translación a la Isla de León. Se acuerda su reunión allí para el primero de febrero.-122. Se embarca el autor en el río de Sevilla.-Llega al Puerto de Santa María.-Y a la Isla.-126. Reunión de la Junta y sus a cuerdos allí.-Sobre la organización de las Cortes.-Y formación de una Regencia.-127. Reglamento para la Regencia.-128. Último decreto sobre la organización de las Cortes.-129. Nombramiento y instalación de la Regencia.


30. Al llegar a Aranjuez, hallamos ya reunida allí la mayor parte de los diputados de las otras provincias, y que habían tenido ya algunas conferencias en la posada del Conde de Floridablanca, con lo cual empezaron a celebrarse en la misma casa las sesiones preliminares por mañana y noche, presidiendo el más anciano, que era el Conde, y llevando nota de los acuerdos D. Martín de Garay. En estas sesiones, reconocidos por una comisión y aprobados por todos los poderes de las Juntas Provinciales, elegidos presidente y secretario general para la Central, acordada la fórmula de su juramento y tomadas las demás medidas necesarias, se resolvió proceder a la solemne instalación de la Junta Gubernativa, la cual se verificó en la mañana del 25 de setiembre, sin grande aparato a la verdad, pero con todo el júbilo y aplauso que permitía aquella estrecha situación.

31. Desde luego empezaron las sesiones ordinarias por mañana y noche en el Palacio Real y a puerta cerrada. Y aquí no puedo dejar de advertir cuán injusta me pareció siempre la opinión de aquellos que nos culparon de no haber celebrado nuestras sesiones en público, sin duda porque no advirtieron que el carácter esencial de la Junta Suprema era el de una autoridad ejecutiva. Porque ¿en qué cabeza pudo entrar la idea de que las deliberaciones de esta autoridad, que por la mayor parte exigen gran secreto y grande expedición, debían ser públicas? Que sean públicas las discusiones de una asamblea legislativa, ya lo entiendo, aunque esto tendrá también algunas justas excepciones; pero, ¿en qué gobierno del mundo, cualquiera que fuese su constitución, se puede hallar un solo ejemplo con que autorizar semejante censura? Conozco que las que son de esta clase no necesitan respuesta; pero: sapientibus, et insipientibus, debitores sumus.

32. Uno de los primeros acuerdos de la Junta Central fue nombrar una comisión de cinco vocales para formar el proyecto de reglamento por que debía regirse, y uno de los nombrados fui yo. El artículo más esencial de este reglamento, y al cual debían referirse todos los demás, era la institución y forma del nuevo gobierno, sobre la cual había yo declarado antes mi dictamen en conversaciones privadas, y por consiguiente a él procuré llamar desde luego la atención de mis compañeros. Hubo sobre este importantísimo punto largas discusiones y controversias, cuya materia se podrá colegir fácilmente de lo que dejo dicho en la primera parte acerca de la legitimidad del Gobierno Central. En estas conferencias expuse yo y sostuve mi parecer con tanta firmeza como poca fortuna; pero siendo tan enemigo de obstinarme en la porfía, como de rendirme a lo que desaprueba mi razón, disintiendo en todos los puntos que se oponían a mi dictamen, me reservé el derecho de exponerle más ampliamente cuando se presentase el proyecto de reglamento a la aprobación de la Junta, y así lo verifiqué en la sesión celebrada a este fin la noche del 7 de octubre de aquel año.

33. Mis lectores hallarán este voto en el Apéndice15, y aunque escrito con la difusión y desorden que eran consiguientes a la prisa en que la variedad y muchedumbre de atenciones nos ponían en aquellos días, no me desdeño de presentarle en su desaliño original, porque me interesa mucho que vean en él cuál era mi modo de pensar sobre una cuestión que fue después materia de tantas hablillas y calumnias. Esto me basta; pero, sin embargo, en favor de los que quieran evitar la molestia de leer tan difuso dictamen, indicaré aquí los artículos a que reduje su conclusión.

34. Fue ésta que desde luego se anunciase a la nación que sería reunida en Cortes luego que el enemigo hubiese abandonado nuestro territorio, y si esto no se verificase antes, para el octubre de 1810; que desde luego se formase una Regencia interina en el día 1 del año inmediato de 1809; que, instalada la Regencia, quedasen existentes la Junta Central y las provinciales; pero, reduciendo el número de vocales en aquélla a la mitad, en éstas a cuatro, y unas y otras sin mando ni autoridad, y sólo en calidad de auxiliares del gobierno; que el oficio de la primera fuese velar sobre la observancia de la Constitución o reglamento que se diese a la Regencia, verificar a su tiempo la convocación de las Cortes y preparar los trabajos que se debían presentar a su discusión y decisión, y el de las segundas consultar o informar por su medio al gobierno sobre lo más conveniente al bien del reino, y auxiliar sus operaciones.

35. Fue oído este dictamen en la Junta con grande atención, y no sin algún aprecio. Eran muchos los que se hallaban inclinados a adoptarle16, y no me engañaré en decir que eran pocos los que no se hubiesen persuadido entonces de su solidez. Bastaron, empero, estos pocos para que sin desecharle, se prolongase su discusión, y so pretexto de que negocio tan grave requería mayor meditación y examen, lograron que la resolución se suspendiese y se señalase para ella el 7 del inmediato mes de noviembre.

36. No molestaré a mis lectores ampliando los fundamentos de mi dictamen, como pudiera, porque no quiero que se juzgue ahora sino por las razones en que le apoyé entonces; pero sí haré dos explicaciones, que creo necesarias para que se conozca mejor la rectitud de intención con que fue formado.

37. Algunos han censurado, y acaso no fuera de razón, que yo hubiese señalado para las Cortes una época tan distante; pero de la oportunidad de la que señalé no se debe juzgar por los sucesos posteriores, sino por las circunstancias contemporáneas. No era entonces tan remota la esperanza del triunfo de nuestros ejércitos y de la expulsión del enemigo de nuestro territorio, como lo fue después, y además el gobierno gozaba en aquel momento de una confianza que las desgracias sucesivas fueron alterando. La misma grande idea que había yo concebido de esta operación, los grandes bienes que esperaba de ella y los grandes males que temía si se realizase precipitadamente y sin la debida preparación, me determinaron por aquella época, que todavía pareció muy cercana a los que oían con sobresalto el nombre de Cortes, entre quienes saben mis compañeros que tengo derecho para citar al ilustre Conde de Floridablanca. Y tanto me basta para que los hombres imparciales aprueben o, a lo menos, disculpen el celo y la buena fe con que concebí y propuse mi dictamen.

38. Se ha censurado también mi opinión acerca de la conservación y existencia de la Junta Central y de las provinciales, aunque reducidas en su número y funciones; sobre lo cual queda dicho bastante en la primera parte de esta Memoria, pero todavía añadiré aquí que siempre me pareció tan injusto y tan duro dejar sin ningún influjo en el gobierno a las dignas personas que habían venido a constituirle, honradas con la confianza de las provincias, y cuyas luces y experiencia podían servir de tan grande auxilio a la Regencia propuesta, como peligroso conservar a las juntas una suma de autoridad que pudiese embarazar la acción del Gobierno Supremo y la de las magistraturas inferiores. Creí, por consecuencia, que convenía buscar un medio para conciliar uno y otro respeto, y, si no me engaño mucho, el que propuse era el único que la prudencia política podía sugerir en aquellas circunstancias. Los sucesos posteriores, por desgracia, no han desmentido mi previsión y mis temores, así por los embarazos que experimentó la Central en la desobediencia y orgullosas pretensiones de algunas provinciales, como en los que hallaron éstas en el desvío y descontento de las demás autoridades del reino.

39. Se habrá, tal vez, censurado que a la exposición de mi dictamen hubiese yo anticipado la solemne declaración de que jamás admitiría nombramiento alguno para miembro de otro gobierno, ministerio, presidencia ni oficio que tuviese autoridad o mando particular; resolución que, cuando no estuviese fijada en mi alma muy de antemano, la hubiera formado entonces, no tanto para dar más fuerza a mis razones, como para alejar de los que no me conocían la idea de que pudiese animarlas algún interés personal. Saben todos que en algunos papeles públicos de aquel tiempo, no sólo se había propuesto el pensamiento de una Regencia, sino también indicado para ella varias personas que se creían distinguidas con la confianza pública, y que, entre otros nombres, había sonado también el mío. No era yo tan vano, que le creyese comparable al de tan dignos varones, pero sabía que la opinión pública había concedido a mi conducta y mis desgracias todo lo que podía faltar a mi mérito. No fue, pues, afectada, sino sincera y precisa aquella protesta, que mi conducta posterior nunca desmintió. Dentro de poco, tratándose de arreglar los ministerios, y a propuesta del conde presidente, se quiso que me encargase del de Gracia y Justicia, pero me negué resueltamente a aceptarle. Y cuando en enero de este año se trató del nombramiento de la Regencia, fui yo uno de los que más insistieron en que previamente se acordase, como se acordó, no incluir en ella a ninguno de los que componíamos la Junta. En otro tiempo, recordar estas pequeñas circunstancias pudiera atribuirse a jactancia o vanidad; mas cuando se trata de defender el honor, ni puede ni debe ser tan melindrosa la modestia.

40. Como quiera que sea, la suspensión de esta resolución bastó para que sus autores lograsen el fin que en ella se proponían. Se pasó a la formación de las secciones y al nombramiento de los ministros, se distribuyeron a los ministerios los negocios que habían pasado por la secretaría general, y el gobierno empezó a correr en la misma forma que conservó después hasta la creación de la comisión ejecutiva. Fuera alargar en demasía esta exposición y salir de su objeto, el tratar de las operaciones de la Junta en aquella importante época. Me baste decir que, mientras en las sesiones plenas se promovía con actividad y energía el aumento, organización y armamento de los ejércitos que levantaban las provincias, se instaba y urgía a los generales de la patria para que los moviesen hacia el enemigo, y se solicitaba y rogaba a los de nuestro generoso aliado para que concurriesen a participar de los laureles que prometía la ruina del tirano de Europa; sus vocales, divididos en secciones, trabajaban con aplicación y constancia en ellas, extendiendo su celo y cuidados a los diferentes ramos del gobierno interior, para reducir su acción a unidad y hacer que todos concurriesen a una al grande y primer objeto de la defensa nacional.

41. Se acercaba ya el 7 de noviembre, y aunque no dejé de recordar en tiempo el señalamiento que estaba hecho de aquel día para examinar y votar sobre mis proposiciones, arrastrada la atención de la Junta hacia los ejércitos, que estaban ya cerca del enemigo, no fue difícil a los disidentes prorrogar la discusión, que, transferida de un día en otro, al cabo nunca llegó a verificarse.

42. Crecieron entretanto no sólo los cuidados del gobierno, sino también los peligros de la patria. Se supieron sucesivamente las dispersiones de Espinosa y de Burgos. La discordia de los generales en Tudela se miraba como de mal agüero para el ejército del centro, y entre las contingencias que convenía prevenir, era una la del riesgo que podía correr el gobierno; riesgo a que debía ocurrirse con tiempo, para proveer anticipadamente, así a su decoro y seguridad, como al desorden que podría causar una traslación precipitada y no prevenida. Procuré yo llamar la atención de la Junta a este objeto, indicando los inconvenientes de una mudanza precipitada, y las ventajas que podrían resultar de su previsión. Produjo esto el nombramiento de una comisión que examinase este punto con el presidente. Como uno de sus vocales, expuse más ampliamente mis reflexiones acerca de él, y en consecuencia fui nombrado para pasar a Madrid a tratar y arreglar con reserva las medidas que pareciesen más convenientes al objeto. Partí a Madrid el 25 de noviembre, traté en aquel mismo día la materia con el decano del consejo, D. Arias Mon; formé, con su acuerdo, una junta, compuesta de aquel venerable magistrado, de los consejeros de Castilla, Cortavarría y Vilches, de los de Indias Posada y Valiente, y del secretario de este último, D. Silvestre Collar. En los días 26 y 27 tuvimos diferentes sesiones, en que se acordaron todos los puntos que pudo ofrecer la más exacta previsión, como se verá en el Apéndice, el número VI. El 28 por la tarde me restituí a Aranjuez; pero hallé que la Junta, asustada por el adelantamiento de las partidas francesas, vistas ya aquella mañana en Villarejo, había comisionado al vocal D. Pedro de Ribero para que, pasando a Toledo, examinase el estado de defensa en que se hallaba aquella ciudad y las proporciones que ofrecía para el establecimiento de la Junta. Más urgentes me parecían otras medidas. Enterando inmediatamente al presidente del desempeño de mi encargo, le insté a que, sin pérdida de tiempo, juntase la comisión, para que se acelerasen las que traía que proponerle. Pero le hallé tan oprimido por sus males y tan abatido por las desgracias de aquellos días, que no me fue posible reducirle a mi instancia en aquella noche, y menos en el siguiente día, en que el cuidado y peligro crecía por instantes. En suma, por una de aquellas fatalidades que trastornan las mejores ideas cuando la fortuna abandona a los gobiernos, todo en este punto se previó y pensó, pero nada o poco se pudo hacer. Con todo, conviene que el público conozca las medidas que se acordaron, y calcule las ventajas que hubieran producido y los males que se hubieran evitado con su ejecución, para que yo pueda decir sin empacho: quid ultra debui facere, et non feci?

43. El enemigo, victorioso por todas partes, se había adelantado, con su acostumbrada rapidez, hacia la capital, y hacía que la necesidad de la traslación del gobierno se anticipase a las medidas meditadas para este caso. Se supieron más de lleno los tristes efectos de la batalla de Tudela, la separación de los ejércitos de Aragón y del centro, el ataque de Somosierra y el peligro que amenazaba de cerca a Madrid. Con esto, en la mañana del 1 de diciembre, habiéndose sabido por el general D. Francisco Eguía que el punto de Somosierra estaba ya forzado, el presidente reunió temprano la Junta en palacio, y después de enterarla en los varios partes recibidos aquella noche, se pasó a tratar del socorro de la capital y de mover hacia ella todas las fuerzas y recursos disponibles, acordando a este fin las órdenes convenientes. Se trató después de buscar nuevos auxilios en las provincias, y pareció oportuno enviar a ellas diferentes vocales, para que, en calidad de comisarios, procurasen excitar de nuevo el espíritu público, elevarle a la altura a que había subido el peligro, animar e inflamar el celo de las juntas, levantar nuevas tropas y buscar todos los medios y recursos que fuesen posibles para promover con ardor la defensa de la patria. Fueron, pues, nombrados estos comisarios, y entre ellos, yo, para pasar a Asturias; pero, manifestando los demás el mayor deseo de que no me separase de la Junta, sacrifiqué a él mi personal conveniencia. ¡Ah, quién me diría entonces que esta moderación podía ser tan funesta a mi desgraciado país! Tomadas estas medidas, y con la esperanza que se había concebido de los oficios que antes se pasaban, por medio de nuestro general Escalante, con el general inglés Moore, a fin de que se adelantase con sus tropas para cubrir la Castilla, se pudo ya volver la atención a un punto mirado antes como tan distante, y que ya pedía la más pronta resolución.

44. Con efecto, el presidente propuso a la Junta la necesidad de trasladarse a otra residencia. Por más dura que fuese esta medida, poca duda se ofrecía acerca de ella, puesto que los franceses, que habían hecho ver sus exploradores en el 28 hacia Villarejo, habían aparecido ya el 30 anterior sobre Móstoles17. Pero el punto en que debiera fijarse el gobierno merecía muy seria discusión. El presidente y algunos otros vocales insistían en que, desde luego, se trasladase la Junta a Cádiz; pero a los que estábamos más serenos costó muy poco persuadir que en tal dictamen se sacrificaba a la seguridad del gobierno, no sólo su decoro, sino también la conveniencia pública, la cual exigía que residiese en el punto más cercano al teatro de la guerra que fuese posible. Algunos se inclinaban a Toledo, pero, habiendo anunciado el vocal D. Pedro de Ribero que allí no había otra defensa ni seguridad que los que ofrecía su situación, no tuvo séquito este dictamen. Se habló también de Sevilla y Córdoba, que por la razón antes dicha tampoco hallaron apoyo. Al fin, desechados los demás, se prefirió el de Badajoz, en que yo insistí. Ninguno, a la verdad, ofrecía grande seguridad entonces, porque, dispersados nuestros ejércitos, todas las provincias quedaban abiertas al enemigo, y habiendo enviado ellas todas sus fuerzas a los ejércitos, se hallaban indefensas y desprevenidas. Pero a lo menos, desde el abrigo de aquella plaza, se podía conservar mejor la correspondencia con el ejército inglés y con el que ya se formaba con los dispersos de Espinosa y Burgos, y se reforzaba por las populosas provincias del norte, proveer más fácilmente a la reunión de los dispersos de Somosierra para formar otro ejército en Extremadura, promover el alistamiento de nuevas tropas para reforzar el de Andalucía, y, en fin, observando los movimientos del enemigo, y en caso de nuevo peligro, llevar el gobierno hacia aquel punto, si amenazaba al poniente y al norte, o bien si tomaba el rumbo de Sierra Morena, para invadir las Andalucías y la Extremadura, atravesar el Portugal, y refugiarse en estas provincias septentrionales, que yo miré siempre como el último baluarte de España, cual lo fueron en otro tiempo, y lo serán todavía si el gobierno las mira con más atención que hasta aquí.

45. Esto acordado, se resolvió también que la Junta se dividiese en tandas para facilitar el viaje y evitar embarazos y gravámenes en los pueblos del tránsito, y que, desde luego, se partiese a Toledo para arreglar allí las disposiciones del viaje. Pero, no bien se hubo acordado esto, cuando el presidente y el arzobispo de Laodicea partieron con el ministro Ceballos; los comisarios nombrados fueron saliendo para sus destinos, y otros vocales se preparaban también a partir, cuando los demás levantamos el grito para arreglar muchos artículos de grande importancia, sobre los cuales debía continuar y continuó la discusión. Se acordó entonces enterar de la traslación de la Junta a los ministros extranjeros que se hallaban en Aranjuez; se dieron varias providencias para salvar las alhajas más preciosas que había en aquel real sitio, y entre otros puntos, se arregló uno que antes no fuera tratado. Tal era la continuación del despacho de los negocios durante el viaje. A este fin se nombró una comisión activa, compuesta del presidente, Conde de Floridablanca, del vicepresidente, Marqués de Astorga, del bailío D. Antonio Valdés, del Conde de Contamina, de D. Martín de Garay y de mí, con el ministro D. Francisco de Saavedra y con la secretaría general; se acordó que esta comisión tomase y fuese siempre en la última tanda, y se la autorizó con todo el poder necesario para llevar la correspondencia y proveer a cuanto exigiesen las ocurrencias urgentes durante el viaje y mientras no se pudiese verificar la reunión de la Junta.

46. Fueron con esto partiendo los demás vocales que no pertenecían a esta comisión, la cual quedó permanente toda aquella tarde y noche, tomando las providencias que una en pos de otra fueron ocurriendo. Entre éstas, no olvidé yo las que se habían acordado en la junta formada por mí en Madrid para el caso en que ya nos hallábamos, y aunque algunas eran ya impracticables, se tomaron las que permitía la premura del tiempo. Fue aprobado el proyecto de la Real Cédula que debía publicar el Consejo para anunciar al reino la traslación de la Junta, el cual había formado el decano gobernador, de acuerdo con los consejeros Cortavarría y Vilches. Se nombraron los ministros destinados para el Consejo reunido, que debía seguir a la Junta, y se comunicaron a este fin los avisos, así como las órdenes convenientes para salvar, en caso de apuro, cuanto fuese posible; providencias tardías a la verdad, pero que todavía hubieran producido muy saludable efecto, si el hado que arrastraba los sucesos de aquel día no le hubiese frustrado. El correo partió con las órdenes a media noche, pero el presidente, Duque del Infantado, que salió a la madrugada a buscar el ejército del centro para traerle a la defensa de Madrid, o no las recibió o no le fue posible cumplirlas. Qué hubiese sido de ellas, y de los demás oficios pasados aquella noche, ni lo sé ni es fácil de averiguar en medio de la confusión en que se hallaban ya las autoridades de la corte en tan apurados momentos; pero sé que cuanto se obró entonces, y voy a decir ahora, del progreso de nuestro viaje, basta para probar cuán infame impostura añadieron a las demás inventadas contra nosotros, los que publicaron que la Junta Central se había disuelto en Aranjuez, abandonando su deber, y que sus miembros habían huido y dispersado vergonzosamente al acercarse el enemigo.

47. Era ya la medianoche cuando la comisión activa, arreglado cuanto pudo prevenir su celo, levantó la sesión permanente de aquel día. Entonces, tratando ya de nuestro viaje, para reunirnos a los demás en Toledo, eché yo de ver que los que partieran por la mañana y tarde habían ocupado todos los coches y carruajes del sitio, y no teniéndole propio, me hallé en aquel triste punto sin coche para mí, sin caballos para la familia y sin carro que condujese el pobre resto de mi equipaje, ya reducido a pocas ropas y pocos libros. En tal desamparo, no tuve más recurso que agregarme a mi buen amigo D. Francisco de Saavedra, que me ofreció un asiento en su coche, y dejando en Aranjuez a mi mayordomo, por si podía salvar mi ropa, salimos de allí, después de la una de la noche del 1 al 2 de diciembre; circunstancias que no deben perder de vista mis lectores, porque ningunas califican mejor el carácter del hombre público que aquellas en que, colocado entre su conciencia y su peligro, pospone la propia seguridad al desempeño de su obligación.

48. Llegados a Toledo, hallamos que la primera tanda, adelantada desde el día anterior, había partido ya, y que el presidente se disponía también a partir; pero la comisión activa, que en tan críticas circunstancias ni quería ni debía tomar sobre sí todo el peso de tan grande responsabilidad, instó al presidente para que se reuniese a ella, e insistió en la necesidad de que toda la Junta se detuviese en algunos puntos del tránsito, para proveer con mayor consejo a las graves ocurrencias que podían sobrevenir. El peligro, a la verdad, era grande, porque la escolta que llevaba la Junta era muy débil, y un pequeño cuerpo de caballería bastaba para sorprenderla, o por lo menos a los más rezagados, y con todo, se acordó la reunión de todas las tandas en Talavera. Se celebraron allí dos sesiones, en que se acordaron diferentes providencias, y entre ellas, el nombramiento de una comisión, compuesta de D. Pedro de Ribero, D. Lorenzo Calvo y Vizconde de Quintanilla, para que quedasen en aquella villa, con el objeto de detener, reunir y organizar los oficiales y soldados dispersos de los ejércitos de Extremadura y reserva, que en grandísimo número venían por aquel punto, encargo que desempeñaron con tanto celo como utilidad. Con lo cual, y acordada otra detención en Trujillo, continuó el viaje, celebrando la comisión activa sus sesiones diarias y el despacho de la correspondencia y negocios ocurrentes, bien que sin asistencia del presidente, que por sus años y achaques se vio forzado a buscar la mejor comodidad que adelantándose a todos podría encontrar en el camino.

49. Reunida la Junta en Trujillo, demoró allí tres días, y habiendo recibido pliegos del general Escalante, en que anunciaba la ineficacia de sus oficios con el general en jefe del ejército inglés, fue nuestro primer cuidado instar e insistir en la solicitud de su auxilio para contener los progresos del enemigo. Seguía entonces su viaje con la Junta el caballero D. Juan Frere, ministro plenipotenciario de Inglaterra, asistiendo a nuestras sesiones y conferencias, y tan ardientes fueron nuestros ruegos y tan constante el celo de este ministro por el triunfo de nuestra causa, que se resolvió, con acuerdo suyo, hacer nueva y última tentativa, enviando una diputación al malogrado general Moore, a fin de que, reuniéndose a la división del general Baird y a nuestro ejército de la izquierda, que Romana había juntado en León, se avanzasen por Castilla la Vieja. Se nombró por parte del caballero Frere al activo coronel Stuard, y por la Junta a D. Francisco Javier Caro, uno de los comisarios que debían ir a Galicia y Asturias.

50. Partieron al punto, y sus eficaces oficios produjeron todo el efecto que se deseaba, efecto que, si fue muy desgraciado por las pérdidas que, en medio de tanta constancia y valor, sufrió el ejército de los aliados, también fue en gran manera favorable al objeto general de la guerra. El tirano, desvanecido con sus triunfos e irritado contra los ingleses, que después de sacar de sus garras el Portugal, le disputaban la presa de la España, llevó contra ellos todo su furor y sus fuerzas; los hizo perseguir en su retirada hasta que tomaron las naves, y se enseñoreó por un instante de Galicia. Pero Galicia recobró su libertad por el esfuerzo de su valiente pueblo; Bonaparte perdió treinta mil hombres en esta loca empresa; el ejército inglés volvió a aparecer en España con mayor fuerza, y la Junta Central, aprovechándose de los errores de su enemigo, hizo renacer los poderosos ejércitos, que el tirano halló ya al frente de las provincias de oriente y mediodía cuando volvió a invadirlas.

51. En las sesiones de Trujillo la Junta se ocupó por mañana y noche en el grande objeto de la defensa del Estado, dirigiendo a sus comisarios, a las Juntas Provinciales, a los generales e intendentes de los ejércitos, las órdenes más activas para promoverla, según constará de sus actas, concurriendo al mismo santo fin sus vocales, con oficios particulares a sus respectivos comitentes, según se verá en el que yo dirigí entonces a la Junta General del Principado de Asturias, por hallarse el Marqués de Camposagrado destinado a la comisión de Córdoba. (Apéndice número VII).

52. Otro punto se acordó además, o por mejor decir, se desacordó, en las sesiones de Trujillo. Como esta ciudad ofreciese todavía la proporción de elegir entre el camino de Badajoz y el de Andalucía, los que deseaban residir allí suscitaron de nuevo la ya resuelta discusión de este punto, y tanto dijeron y tanto insistieron en su dictamen, que lograron inclinar la mayoría hacia aquel rumbo. Estuvo ya acordada la traslación a Córdoba; pero, no acomodando a los que preferían la residencia de Sevilla, lograron que se acordase últimamente la traslación a esta ciudad, y, en consecuencia, fue comisionado D. Francisco de Saavedra para que se adelantase a preparar allí el recibimiento de la Junta Central. Con esto quedé yo otra vez a pie, y no queriendo abandonar la comisión activa, hube de agregarme a D. Antonio Escaño, que había seguido a la Junta, y en sus sesiones plenas despachado interinamente los negocios de Guerra, y este digno ministro, no sólo me recibió muy amistosamente en su compañía, sino que se acomodó a seguir el viaje en la última tanda. Se detuvo con la comisión activa otro día más en Trujillo, y partiendo después camino de Sevilla, llegamos a aquella ciudad el 17 de diciembre, y hallamos reunidos en ella a todos los demás.

53. Allí apareció de nuevo la Junta Central con toda la dignidad que a su alta representación convenía, allí desplegó todo el celo y constancia que requerían las estrechas circunstancias en que se hallaba la patria, y allí recobró y aseguró por los esfuerzos de su patriotismo la confianza del público, a que era tan acreedora, pues que sólo la negra envidia podrá desconocer la actividad y energía con que se aplicó a aumentar la fuerza de nuestros ejércitos18, a reparar las pérdidas que sucesivamente sufrieron, a levantar una poderosa caballería, y a promover los demás objetos de la defensa y bien de la nación; materia gloriosa, que debe reservarse a otra pluma más feliz, mientras la mía sigue el humilde objeto que me he propuesto en esta Segunda Parte.

54. Pero en medio de tantos afanes, los enemigos de la patria tentaban desde afuera nuestra lealtad, y los del gobierno turbaban dentro nuestro sosiego. Tampoco me detendré a hablar de la constancia con que fueron desechadas las insidiosas proposiciones que hicieron los primeros por medio de sus emisarios Sotelo y Sebastiani, porque de ello está ya enterado el público por las gacetas de aquel tiempo, y yo he dicho lo que basta para mi propósito en el artículo III de la Primera Parte de esta19 Memoria. Mas conviene decir de los varios manejos que pusieron en obra los segundos lo que baste para que sea conocida mi conducta particular con respecto a ellos.

55. La envidia, que seguía muy de cerca los pasos de la Junta, luchaba por robarle, con la confianza de la nación, el único premio que podía recompensar su celo. Entre las murmuraciones que suscitó contra los centrales, era una la de que trataban de perpetuarse en el mando, y con la cual, como la más especiosa, les hacían continua guerra. No habiendo la Junta creado una Regencia, ni anunciado las Cortes, ni señalado época para la renovación de sus miembros, la sospecha podría ser justa para los que ignoraban las proposiciones que estaban pendientes y tenían relación con esta materia. Pero la Junta de Sevilla obligó a tratarla de propósito. Había nombrado a sus diputados por el solo tiempo de un año, acordado renovar uno de seis en seis meses, prevenido que la renovación empezase al primer semestre, y ratificado este acuerdo en sus instrucciones, aun después que se allanó a enviarles poderes más amplios. En consecuencia de esto, procedió de hecho a sortear el diputado cesante, y anunció a la Junta Suprema el deseo de nombrar otro en lugar del Conde de Tilly, excluido por la suerte. Se nombró para examinar este punto una comisión, en que yo entré, y con su informe se discutió la materia en general. Había sido mi particular dictamen que la cesación de los delegados temporales era de rigorosa justicia al vencimiento del plazo, y que cuando así no se creyese, la prudencia política, el bien del público y el decoro mismo del cuerpo requerían que todos los delegados se renovasen por mitad al cumplir del primer año, cesando uno de cada provincia. La discusión fue reñida; muchos opinaron por la amovilidad, pero la mayoría la desechó, fundada en que la limitación de tiempo no estaba expresa en los poderes, y que la delegación que contenían era indefinida.

56. Si este acuerdo fue muy desagradable a las Juntas Provinciales, no lo fue menos a los individuos de la Central, que deseaban alejar de ella y de sí la idea de ambición que les achacaban sus enemigos. Todavía más adelante, el bailío frey D. Antonio Valdés hizo la proposición absoluta de que se acordase la renovación de los vocales de la Junta. Mi dictamen entonces fue que, al vencimiento del primer año, esto es, el 25 de setiembre, se renovase la mitad de sus vocales, cesando el más anciano de cada provincia. (Apéndice número IX). Pero, pendiendo ya la discusión sobre el anuncio de las Cortes, se halló en ella un pretexto para no acordar esta movilidad.

57. No trataré yo de este importante anuncio sin que antes entere a mis lectores de uno de los más desagradables incidentes que pudieron oprimir mi espíritu en aquella época, colocándole en la dura alternativa de atacar la conducta de un general a quien las circunstancias en que abrazó la causa de la patria habían dado gran nombradía, o de abandonar la defensa de los derechos del país en que nací y de cuya representación estaba revestido. El Marqués de la Romana, miembro ya de la Junta Central, subrogado por la de Valencia al difunto príncipe Pío, era en aquel entonces general del ejército de la izquierda, y estaba además encargado de las comandancias generales de Galicia, Castilla la Vieja y Asturias, adonde había pasado en los principios del mes de abril. El mal estado en que dejaba el principal ejército y la principal provincia de su mando, hizo creer a todos que iba para volver volando al socorro de Galicia con alguna parte de las muchas fuerzas que la Junta General de Asturias levantara para su propia defensa; pero su conducta hizo conocer muy luego que había ido solamente a suprimir aquella Junta.

58. Descontento de ella, por no sé qué accidentes de su correspondencia, e incitado por algunos hombres díscolos y sediciosos, que huyendo de su justicia, fueron a calumniarla y a buscar la sombra y a fomentar el descontento de este general, llevaba ya escondido en su ánimo aquel arrogante propósito. La Junta de Asturias, legalmente elegida por todos sus concejos, según la antigua constitución del Principado, y compuesta de las personas más distinguidas de él, así por su nacimiento y conducta, como por su desinterés y patriotismo, estaba bien ajena de esperar tan amarga recompensa de su celo, precisamente cuando había dado de él tan insignes testimonios, así al marqués como a la patria. Al ver su provincia rodeada de los ejércitos franceses, que ocupaban ya a Galicia, Castilla la Vieja, León y costa de Cantabria, acababa de hacer los más heroicos esfuerzos para ocurrir al peligro y salvar el país confiado a su gobierno. Había levantado a este fin una fuerza efectiva de 24 mil hombres de buenas y robustas tropas, y las había armado, organizado y en la mayor parte, vestido. Había, además, acogido, socorrido y curado un número inmenso de oficiales y soldados, que rotos, hambrientos y contagiados, se refugiaron allí después de las retiradas y dispersiones de Espinosa, Mansilla y Foncebadón. A tan grandes objetos no pudo proveer sin grandes recursos; y privada de toda comunicación con el Gobierno Supremo, y no pudiendo esperarlos de otra parte, los hubo de buscar dentro de su mismo país. Hizo a este fin reclutas, requisiciones, exacciones, y tomó otras medidas extraordinarias, fuertes y enérgicas, que, aunque dirigidas con justicia y desinterés, no podían ejecutarse sin firmeza y vigor ni dejar de doler a los que las sufrían. Resultaron de aquí quejas y desabrimientos, señaladamente de aquellos cuerpos y personas a quienes, por más pudientes, había cabido más parte en los auxilios exigidos. Los que azuzaban al marqués le señalaron con el dedo estos descontentos para que en ellos hallasen algún apoyo las imposturas en que le habían imbuido. Otro jefe más cauto o menos prevenido hubiera buscado la verdad en origen más puro, se hubiera informado de personas más imparciales, examinado por sí mismo los hechos, registrado las actas de la Junta, y aún no se hubiera desdeñado de dirigirse a sus individuos, preguntándoles, y si tanto podía, reconviniéndolos, sino según fórmulas judiciales, al menos por aquellas vías que dicta la prudencia y no desconoce la justicia. No fue así como procedió el marqués; el golpe venía decretado, y su ejecución le parecía ya precisa. Así que, dando por cierto cuanto se le había insuflado, y contándose con facultades que no tenía, ni por su empleo, ni por su comisión, y que ni le dio ni le pudo dar el Gobierno, procedió de hecho en el día 2 de mayo (¡que hasta en la elección de este día fue desgraciado!) a la disolución de la Junta constitucional del Principado de Asturias, encargó esta violencia a la fuerza armada, envió un batallón para que lanzase a sus individuos de la sala capitular, donde estaban congregados, y se apoderó sin inventario ni recibo de las actas y papeles de la sala de sesiones, y de las secretarías general y particulares de las comisiones. Y para justificar, o más bien completar, tantos atropellamientos, fijó en las esquinas de la ciudad, y circuló después por todo el Principado, un edicto tan indecoroso a la representación y conducta de todo aquel cuerpo, y tan denigrativo del honor y probidad de sus ilustres miembros, que apenas hallará ejemplo que le iguale entre los atentados cometidos por el despotismo militar en opresión y desdoro de la autoridad civil.

59. Pero, mientras el marqués, triunfante de la Junta legítima, se ocupaba en organizar otra nueva y espuria, de su propia invención y elección, y en atraer a ella a algunos de los que nombró y se desdeñaban de ser sus miembros, y mientras se distraía en otros negocios, tan ajenos de su cargo como de su situación, el país, falto de gobierno y entregado al abatimiento y al desorden, se hallaba además amenazado del más inminente peligro. El general francés Ney se ponía en marcha desde La Coruña, tan seguro de entrar sin estorbo en Asturias, que traía ya impresa su proclama20 a los asturianos, ofreciéndoles protección y recomendándoles la obediencia; Kellerman se acercaba a León para entrar por el mediodía, y Bonet se adelantaba por la costa, para penetrar por el oriente. Con efecto, siguió su marcha Ney, sin que las divisiones de los ejércitos de Galicia y Asturias, que estaban al otro lado del Eo, se moviesen. El 15 de mayo estaba ya Ney en Cangas de Tineo, de lo cual dio pronto aviso a Romana el comandante de aquella alarma, sin que por eso se tomase providencia alguna, y el 18 se hallaba ya a tres leguas de la capital, sin que en ella se supiese nada hasta el mediodía. A la sorpresa de esta noticia se agregó la de la partida del marqués, que después de comer salió de la ciudad, llevándose consigo la intendencia y los caudales que habían venido para la defensa del Principado y se habían recogido en él; se encaminó al puerto de Gijón, hizo que le siguiese el comandante militar de la provincia, que acababa de nombrar, se embarcó aquella misma noche en el bergantín Palomo, que de antemano tenía prevenido, y al rayar el 19 se hizo a la vela para Galicia. Entretanto, Kellerman y Bonet se apoderaban del resto de la provincia, y Ney, dejándola a su cuidado, se retiraba a su departamento. Era tiempo todavía de escarmentarle, porque el marqués llegó luego a Figueras, tuvo noticia de su retirada antes que hubiese repasado el Navia, y en las divisiones que mandaban al otro lado del Eo los generales Mahy y Woster tenía más que triple fuerza para cortarle el paso, derrotarle enteramente, dejar libre a Galicia, y volviendo con todo el peso de sus fuerzas, acabar con los temerarios satélites del tirano que estaban en Asturias. Así fue como esta heroica y desgraciada provincia fue abandonada a un enemigo que, aunque escarmentado y arrojado de ella al cabo de diez y nueve días por el esfuerzo de sus valientes hijos, quedó saqueada y asolada con toda la rabia que inspira a un bárbaro invasor la misma resistencia que inutiliza sus esfuerzos21.

60. Muy prontamente llegaron a herir nuestra sensibilidad las quejas de los individuos de la junta suprimida, tan denigrados y agraviados por el marqués, y las del procurador general del Principado, D. Álvaro Flórez Estrada, que, no pudiendo obtener de él un pasaporte, vino poco después, fugitivo y corriendo los mayores peligros, a Sevilla, a reclamar el desagravio de la provincia, el de su representación y el de sus compañeros, y en pos de uno y otro llegó la noticia de la ocupación del país. Hizo el procurador general su reclamación en una vehemente y bien fundada queja, y el asunto se puso a discusión en Junta plena. Desde las primeras noticias, el Marqués de Camposagrado y yo, lejos de tomar en es ta materia la representación que nos competía como diputados por Asturias, cuidamos de evitar la nota de parcialidad que pudiera achacársenos por naturales del país ofendido o por parientes de algunos de los injuriados, y confiando en la rectitud de la Junta, le representamos nuestro parecer y nos abstuvimos de votar en este negocio. Pero la Junta, siguiendo entonces aquella especie de prudencia emplastadora, que da más consideración a las personas y circunstancias que a la justicia de los negocios, tomó el extraño partido de nombrar dos comisionados, uno militar y otro togado, para que pasasen a Asturias a informarse e informarla de éste, confiando un asunto tan grave y urgente a un medio tan lento y aventurado, cuando la razón y las leyes indicaban el que, sin perjuicio de cualquiera averiguación y providencia ulterior, y sin lastimar el honor del ofensor y de los ofendidos, era a un mismo tiempo el más justo y el más prudente.

61. Este nuevo agravio hecho a nuestra provincia nos dictó la reclamación que presentamos a la Junta en 6 de julio siguiente. Si fundada o no, se verá en el Apéndice número X. Envidias y miserias, mezcladas en este negocio, que empezaba ya a mirarse más como nuestro que como público, hicieron que la Junta insistiese en su providencia, y que nosotros, en otra reclamación de 10 del mismo mes, protestásemos formalmente contra ella a nombre del Principado, añadiendo que, pues era uno de nosotros individuo, y ambos diputados de la Junta constitucional injuriada y suprimida, si se entendiese estarlo ya, entenderíamos también estar concluida nuestra representación. Pero la intriga maniobró, ganó la votada, y la Junta, sin consentir en nuestra separación, ratificó y llevó adelante su acuerdo.

62. El objeto principal de nuestras reclamaciones era que se mandase a los comisionados que ante todas cosas reinstalasen la Junta suprimida, y que si hallasen motivos justos para alterar su gobierno, hiciesen después que se convocase una nueva junta, y que los concejos del Principado nombrasen nuevos diputados, con arreglo a su constitución. Siendo, pues, notorio el despojo que habían sufrido, así la provincia en su gobierno constitucional como los individuos de la Junta en la representación de sus respectivos concejos y no siendo posible que tantas y tan dignas personas (pasaban de 50) se hubiesen hecho indignas de continuar en sus funciones, nuestra súplica tenía en su favor todo el apoyo de la razón y de las leyes, protectoras del derecho de los cuerpos políticos y de los ciudadanos. Por tanto, la repulsa de tan justa súplica, unida al desaire de nuestra particular representación, hubieran justificado suficientemente nuestra separación de la Junta Central. Se allegaba a esto el ruego de nuestros amigos, que enterados del mal suceso de nuestra instancia, y preocupados y asustados con las murmuraciones que oían a todas horas contra los individuos de la Junta, nos instaban a que aprovechásemos esta ocasión para abandonarla, y nos aseguraban que este paso tendría en su favor, no sólo la aprobación, sino el aplauso del público. Tal juzgaría yo también si pudiese honrar con este nombre a aquella porción de gentes que por ambición, por envidia o por ligereza, formaban el partido de los enemigos y desafectos del gobierno. Mas, por ventura ¿nos permitían el honor y la justicia pasar a este partido y fortificarle y proporcionarle el triunfo a que aspiraba? ¿Nos permitían concurrir al desdoro de nuestro cuerpo y al descrédito de nuestros hermanos? ¿Nos permitían afligir a los amigos del orden, del sosiego, de la sumisión a la autoridad pública y del bien de la patria, confiada a su cuidado, con una escisión tan escandalosa? No, por cierto; nuestro deber en aquella crisis era olvidar nuestra ofensa y desaire particular en obsequio del bien común, y aún de los mismos que los causaban, y añadir este nuevo sacrificio a los demás que habíamos hecho a nuestra santa causa. Esto creo que debíamos hacer, y esto hicimos. La consecuencia fue que los comisionados no parecieron en Asturias hasta principios de noviembre del año pasado; que en enero de este año nada, nada sabía el gobierno de sus operaciones, y que al arribar nosotros a esta ría con la infausta noticia de estar Asturias nuevamente ocupada por el enemigo, hallamos también la de haber sido también abandonada por los que habían venido a ser sus redentores22.

63. Es ya tiempo de tratar de la importante deliberación, antes suscitada y resuelta en la Junta Central, y que la serie de sus consecuencias me obligó a posponer a la que antecede.

64. Hacia la mitad de abril, D. Lorenzo Calvo de Rozas, diputado por Aragón, había propuesto de nuevo y fundado la necesidad de convocar la nación a Cortes generales, y esta proposición, aunque desagradable a algunos, halló ya bastante apoyo en la mayoría de los vocales, para que se admitiese a examen con la circunspección que su gravedad requería. Se acordó en su consecuencia que fuese examinada separadamente en todas las secciones en concurrencia del ministro de cada una, y que sus dictámenes se refiriesen después a la Junta plena. Se hizo así en la sesión del 22 de mayo; la discusión fue larga, las opiniones varias, pero su resultado produjo el memorable decreto de aquel día, que hará tanto honor al celo como al desinterés de aquel augusto cuerpo. El voto que yo enuncié entonces, por no estar de acuerdo con algunos de mis compañeros de sección, quedó escrito y firmado en la secretaría general, y de él se hallará una copia en el Apéndice número XI.

65. No se acordó ésta tan deseada providencia para alucinar al público, como algunos censuraron, fundados en la indeterminación de la época señalada para las Cortes, sino para asegurar el buen efecto de una medida que, tomada sin preparación, pudiera producir grandes daños, para explorar de antemano la opinión pública acerca de las grandes reformas que se esperaban de ella, y para llamar hacia estas reformas el estudio y meditación de los sabios, como acreditó bien la conducta posterior de la Junta. Con estos fines había acordado en el mismo decreto que se pidiesen informes a todas las Juntas Provinciales, tribunales, obispos, cabildos, ayuntamientos y universidades del reino, sobre los principales puntos de reforma y mejoras que convendría proponer a las Cortes, y que para examinar y analizar la preciosa materia que debían producir estos informes, y preparar lo demás conveniente a la congregación de tan augusta asamblea, se nombrase una comisión que entendiese en este objeto.

66. Esto acordado, se procedió luego a formar la comisión de Cortes. Sus miembros fueron nombrados por votos secretos, y recayó el nombramiento en el arzobispo de Laodicea, D. Francisco Castanedo, D. Rodrigo Riquelme, D. Francisco Javier Caro y en mí. Empezamos desde luego nuestras conferencias; nombramos para secretarios de la comisión al erudito y laborioso académico de la Historia D. Manuel de Abella, llamándole de la embajada extraordinaria de Londres, en que estaba empleado, y a D. Pedro Polo de Alcocer, oficial de la Secretaría del Despacho de Guerra. Acordamos después los demás puntos relativos a la organización de la comisión. Propuse yo en ella, y fue aprobado, un proyecto de decreto, que después se elevó a la sanción de la Junta Suprema, y es el de 15 de junio siguiente, que por impreso se comunicó a todos los cuerpos públicos, con las circulares relativas al encargo de informar directamente a la comisión sobre los puntos señalados en el de 22 de mayo, y se hallará en el Apéndice número XI.

67. Era consecuencia suya que la comisión se hallase con un inmenso cúmulo de informes, memorias y escritos, cuyas ideas sería imposible aprovechar si antes no se entresacase y ordenase su materia. Reconocimos también que para el examen y juicio de ella no se debía fiar la comisión de sus solas luces y fuerzas, y que le era indispensable buscar buenos y sabios cooperadores, que la ayudasen en tan delicado encargo. En consecuencia, acordó, también a propuesta mía, que se formasen varias juntas, compuestas de las personas de más instrucción y experiencia en los puntos indicados en el Real Decreto, que se pudiesen hallar a la mano; que cada una de estas juntas fuese presidida por un vocal de la comisión; que cada una nombrase un secretario para refrendar sus acuerdos y corresponderse con los de la comisión, y en fin, que trabajando separadamente cada una en el ramo de su atribución, fuese remitiendo los proyectos e ideas relativas a él con sus observaciones y dictamen; todo lo cual fue consultado a, y obtuvo la aprobación de la Junta Suprema.

68. Las juntas que en consecuencia se formaron fueron:

1.ª Junta de Ordenación y Redacción, cuyo único instituto era extractar lo más precioso de los informes y escritos que viniesen a la comisión; separar y ordenar su materia, y distribuirla a las demás juntas, para facilitar el trabajo de cada una.

2.ª Junta de Medios y Recursos extraordinarios, para promover la presente guerra.

3.ª Junta de Constitución y Legislación.

4.ª Junta de Hacienda Real.

5.ª Junta de Instrucción Pública.

6.ª Junta de Negocios eclesiásticos.

7.ª Junta de Ceremonial de Cortes.

Y aunque se había pensado también en formar una Junta de Guerra y Marina, pareció después que la Junta Militar Permanente, que existía al lado de la Central desde su instalación, podría llenar cumplidamente este objeto.

69. Ni creyó la comisión que bastaba a su celo formar estas juntas, si no las organizaba debidamente, a cuyo fin acordó que se formase, para cada una, un reglamento o instrucción, en que, señalando sus funciones y objetos, se lla mase su atención hacia los puntos de reforma y mejora que fuesen más dignos de ella, y sobre los cuales se deseaban más particularmente sus luces y observaciones. La confianza con que desde el principio me honraron mis dignos compañeros puso a mi cargo este trabajo, a cuyo desempeño me apliqué con el celo y diligencia que merecía su objeto. Formé, pues, cinco instrucciones para las cinco primeras juntas que van indicadas, y que fueron revistas y aprobadas por la comisión. Para la sexta formé solamente unos breves apuntamientos, que se entregaron a su presidente, D. Francisco Castanedo, con encargo de ir indicando verbalmente los puntos de reforma eclesiástica que conviniese tratar con preferencia. Tampoco formé instrucción para la última, porque, encargado D. Antonio Capmany de recoger cuantas memorias históricas pudiese hallar acerca de las antiguas Cortes de Castilla, Aragón, Cataluña, Valencia y Navarra, y de informar cuanto fuese relativo a la organización y ceremonial de estos congresos, y hallándose nombrado también para vocal de la Junta de Ceremonial, a mí, que conocía su vasta instrucción en nuestra historia y antigüedades, y sabía cuánto tenía leído, trabajado y adelantado en este encargo, me pareció que sería por demás cuanto pudiese proponer para ilustración de su Junta.

70. Las muchas dignas personas que se nombraron para estas juntas, los vocales de la comisión de Cortes que las presidieron, y la instrucción que se dio a cada una, constarán en las actas de nuestra comisión, y los preciosos trabajos que desempeñaron, y que debieron continuar después de nuestra cesación, según se acordó en el último decreto de la Central, de 29 de enero de este año, constarán también en los libros de actas que llevaron sus respectivos secretarios. A mí me basta referirme a unas y otras, así para que se conozca el ardiente celo con que la comisión de que fui vocal se aplicó al desempeño de su importante encargo23, como para que se calcule la porción de trabajo que me cupo en sus útiles tareas. En el cual es justo contar el que tuve en la Junta de Instrucción Pública, cuya presidencia preferí a la de Constitución, que me señalaban mis compañeros, por el íntimo sentimiento que estuvo siempre grabado en mi espíritu, de que la buena instrucción pública era el primer manantial de la felicidad de las naciones, y que de él solo se derivan todas las demás fuentes de prosperidad, sobre cuya preferencia y primacía escriben y disputan tanto los modernos economistas.

71. Mientras los individuos de la comisión, como presidentes de las juntas auxiliares, promovíamos separadamente los trabajos de cada una, reunidos después en sesión los lunes, martes, jueves y viernes de cada semana, examinábamos y discutíamos en común las importantes cuestiones que era preciso resolver antes de convocar las Cortes. Cuántas y cuán graves fuesen éstas, sólo podrán conocerlo los entendidos en materias políticas, que consideren este objeto en todas sus relaciones. A este fin, nada era tan importante como determinar los principios que debían dirigir nuestras resoluciones; pero, a pesar de la pureza de intención y unidad de deseos que reinaba en los vocales de nuestra comisión, no era posible que reinase en todos la misma unidad de principios, y mucho menos en política, la cual, no siendo propiamente una ciencia, porque nada hay en ella demostrado, da el nombre de principios a ciertas sabias máximas que han logrado mayor aceptación entre sus profesores. Pero era el deber de cada uno de nosotros fijar su opinión en esta importante materia. Así procuré hacerlo yo, y lejos de esconder los principios, o sean máximas, que me propuse seguir, y de que no me desvié un punto, los expondré sencilla y francamente a mis lectores, porque si algunos desmerecieren su aprobación, no quiero que se achaquen a otros los errores que son míos; y si la merecieren, tampoco quiero que se me atribuyan a mí los errores ajenos.

72. Fue el primero, que pues las circunstancias exigían que a estas primeras Cortes concurriesen diputados de todos los dominios que abraza la monarquía española, no pudiendo organizarse este general y extraordinario Congreso en ninguna de las formas conocidas en nuestra historia, por ser muy diferentes entre sí, y todas imperfectas, era preciso que la Junta Central, a quien, como depositaria del poder soberano, tocaba su convocación, determinase la nueva forma en que debía ser convocado e instituido, y que esta forma se acomodase a las extraordinarias circunstancias en que la nación se hallaba.

73. Segundo, que, sin embargo de la verdad de esta proposición, la Junta Central no era ni se podía creer del todo libre en el señalamiento de esta nueva forma; porque, teniendo jurada la obediencia de las leyes fundamentales del reino, ni podía ni debía entrar trastornándolas ni alterando la esencia de nuestra antigua Constitución, cifrada en ellas, ni tampoco derogando los privilegios de la jerarquía constitucional de la monarquía española y reinos incorporados en ella, sino que, respetando y conservando uno y otro, era de su deber conciliarlo hasta donde fuese posible con lo que exigían la justicia y conveniencia pública en las extraordinarias circunstancias de la presente época.

74. Tercero, que tampoco la nación se hallaba en el caso de destruir su antigua Constitución, para formar otra del todo nueva y diferente, porque, habiendo reconocido y jurado toda ella, con el más libre, general y sincero entusiasmo, a su adorado rey Fernando VII y la observancia de las leyes fundamentales del reino, y no habiendo quebrantado este desgraciado príncipe ninguno de los pactos de la Constitución nacional, parecía que el celo del nuevo Congreso sólo se debía proponer una reforma de esta Constitución, y tal, que conservando la forma esencial de nuestra monarquía, y asegurando la observancia de sus leyes fundamentales, mejorase en cuanto fuese posible estas leyes, moderase la prerrogativa real y los privilegios gravosos de la jerarquía privilegiada, y conciliase uno y otro con los derechos imprescriptibles de la nación, para asegurar y afianzar la libertad civil y política de los ciudadanos sobre los más firmes fundamentos.

75. Cuarto. Que aunque la Junta Central debía reconocerse sin autoridad para hacer por sí misma esta reforma constitucional, debía reconocer también que era de su deber, y muy propio de su celo y oficio, meditar el plan de ella y prepararle, y presentarle a las primeras Cortes, comunicándoles todas las luces y observaciones que hubiese podido recoger, no para fijar su resolución, sino para auxiliar y facilitar sus deliberaciones sobre tan importante objeto.

76. Quinto. Que pues una buena reforma constitucional sólo podía ser obra de la sabiduría y la prudencia reunidas, era muy conforme a entrambas que en el plan de ella se evitase con tanto cuidado el importuno deseo de realizar nuevas y peligrosas teorías, como el excesivo apego a nuestras antiguas instituciones, y el tenaz empeño de conservar aquellos vicios y abusos de nuestra antigua Constitución, que expusieron la nación a los ataques del despotismo, y desmoronaron poco a poco su venerable edificio.

77. Sexto. Que, aunque en esta nuestra antigua Constitución se hallaba la primera de las perfecciones que reconoce la política, esto es, la división de los tres poderes: el ejecutivo en el rey, el legislativo en las cortes y en los tribunales establecidos el judicial, esta división era en ella muy imperfecta, porque ni estos poderes estaban exactamente discernidos, ni eran bastante independientes, ni había en la Constitución vínculo que los uniese, ni balanza que los contrapesase y mantuviese a cada uno en sus límites. Que pudiendo los reyes de España declarar a su voluntad la guerra y hacer la paz, concertar tratados y alianzas con otras naciones, levantar tropas y mandarlas, crear magistraturas, nombrar sus miembros y dirigir por medio de ellas todo el gobierno interior, económico y político del reino, es claro que, de hecho, tenían en su mano la suerte de la nación, por más que la constitución les prescribiese la necesidad de consultarla para imponer nuevos tributos, resolver casos arduos y pedir su aceptación en las nuevas leyes. Que aunque el poder legislativo residiese en las Cortes (como es fácil demostrar por los mismos documentos históricos que se citan para atribuirle exclusivamente a los reyes), teniendo éstos el derecho de convocarlas, disolverlas y admitir o desechar sus proposiciones, el ejercicio de aquel poder no era, ni completo, ni libre, ni independiente. Y en fin, que aunque el ejercicio del poder judicial estuviese a tribuido a los tribunales establecidos, pudiendo el rey erigir nuevas magistraturas, nombrar los miembros de las ya instituidas, y promoverlos y deponerlos, y alterar las funciones de estos cuerpos, y atraer a su corte los casos graves, y confirmar o revocar las sentencias capitales pronunciadas en ella, aquel poder tampoco era independiente ni libre. Y pudiendo, en fin, estos tribunales juzgar casos no prevenidos por las leyes, interpretarlas en sus juicios, dirigir la autoridad municipal de los pueblos y entender en la policía y gobierno interior del reino, era también posible que el poder judicial usurpase o alterase en alguna parte las funciones de los poderes legislativo y ejecutivo. De todo lo cual deducía yo que la reforma constitucional debía principalmente dirigirse al remedio de estos defectos.

78. Séptimo. Que debiendo suponerse en cada uno de estos tres poderes, y señaladamente en los dos primeros, una tendencia continua y constante a su engrandecimiento, la misma separación e independencia de su ejercicio los impelería a la extensión de sus atribuciones y límites, y los tendría en continua desavenencia, si en la misma constitución no hubiese un vínculo que los enlazase, y una fuerza que, conteniendo los excesos e irrupciones de cada uno, mantuviese aquel equilibrio político que es absolutamente necesario, así para asegurar el orden y paz interior de la sociedad, como para dar seguridad y garantía a la constitución establecida.

79. Octavo. Que este vínculo y esta fuerza no se debían buscar en ningún poder externo ni material, cuya acción, siendo alterable por su naturaleza, podría crecer o debilitarse, ya por los esfuerzos de la ambición, ya por la imprevisión de la ignorancia o por el descuido de la pereza; sino en un poder moral, inmutable y constante, que obrando siempre con un mismo impulso dentro de la misma constitución, mantuviese la unión social y resistiese cuanto pudiese destruirla.

80. Noveno. Que para enlazar los poderes ejecutivo y legislativo, ningún medio dictaban la razón y la experiencia más propio que dar al primero la sanción de las leyes, y reservar al segundo el derecho de reprimir los excesos o faltas de su ejecución; que sin este enlace, y obrando siempre separadamente, la autoridad legislativa podría, por medio de nuevas leyes, cercenar poco a poco las atribuciones, y entrometerse en los límites de la ejecutiva hasta menguarla o destruirla, o por lo menos, podría forzarla a ejecutar leyes opuestas al orden y sosiego de la sociedad, sobre que debe velar, y al bien de los ciudadanos, que debe proteger. Por el contrario, el poder ejecutivo podría también, ya omitiendo la ejecución de las leyes, ya alterándolas o excediéndose en ella, ir poco a poco menguando la autoridad del legislativo, violando los derechos de los ciudadanos y cayendo al fin en la arbitrariedad y el despotismo.

81. Décimo. Mas como este enlace, lejos de evitar, excitaría la tendencia de los dos poderes al engrandecimiento, y tanto más, cuanto más los acercase y uniese su acción, es claro que la constitución sería todavía imperfecta, si además no contuviese en sí una fuerza media que, interpuesta entre uno y otro poder, los redujese a armonía y sirviese de balanza para mantener constantemente el equilibrio político.

82. Undécimo. Que si se consultan la razón y la experiencia, se hallará que la mejor balanza constitucional que se conoce es la división de la representación nacional en dos cuerpos: uno encargado de proponer y hacer las leyes, y otro de reverlas. Que este último, interpuesto entre el poder estatuyente y el sancionante, se hallaría tan libre de los deseos y pretensiones de uno y otro, como interesado en la conservación del orden y bien general, y en detener la tendencia del uno hacia la democracia, y la del otro hacia el despotismo; y por tanto, no sólo mantendría entre ambos la armonía y el equilibrio, sino que sería la mejor garantía de la constitución.

83. Duodécimo. Que este cuerpo intermedio serviría también para perfeccionar, y, por decirlo así, fortificaría el poder legislativo, confiado a la representación nacional, pues que, sujetando las nuevas leyes a doble examen y deliberación, no sólo resistiría las que tendiesen a alterar los dos primeros poderes de la constitución, sino también las que pudiesen ser dañosas al bien de la sociedad, en que él interesaría tanto más, cuanto siempre se compondría de los que más disfrutan de sus ventajas, y entonces es cuando propiamente se podría decir que no serán los hombres, sino las leyes, quien dirija las acciones y defienda los derechos de los ciudadanos, en lo cual está cifrada la suma de la perfección social.

84. Decimotercero. Que esta balanza política, de que no hay ejemplo en ninguna constitución de la antigüedad, ni rastro en los escritos de sus filósofos, que no conocieron Licurgo, Solón ni Numa, ni se halla indicada por Platón, Aristóteles ni Polibio, y que tampoco se halla admitida en las nuevas teorías de los políticos modernos (cuya propensión democrática ha causado tantos males en nuestra edad), y en fin, de la cual tampoco gozan la mayor parte de los pueblos cultos de Europa; esta balanza, repito, es y se debe reconocer como el más precioso descubrimiento debido al estudio y meditación de la historia antigua y moderna de las sociedades. El cual, además de apoyarse en razones de la más alta filosofía, está canonizado con el ejemplo de los dos grandes pueblos de Europa y América en que se ha dividido la ilustre nación inglesa. A esta balanza debe el primero su prodigioso engrandecimiento, la conservación de su libertad y la inmutabilidad de su constitución; a ella debe el segundo el vigor con que camina con pasos de gigante al mismo engrandecimiento y a los mismos bienes, y ella asegurará a uno y otro la conservación y el aumento de estas ventajas, si el furor democrático, destruyendo este equilibrio y garantía de sus constituciones, no se las arrebata.

85. Decimocuarto. Por último, siendo demostrable, de una parte, que sólo por falta de esta balanza ningún gobierno simple puede ser durable ni asegurar la dicha de la sociedad, y de otra, que esta balanza es acomodable a la esencia de todo gobierno mixto, ora prepondere en su constitución la forma monárquica o aristocrática, ora la democrática, y siéndolo también que es acomodable a la reforma de la Constitución española, sin destruir su esencia, y conciliable con la prerrogativa real, si se moderase, con los privilegios de la jerarquía constitucional, si se restringiesen, y con los derechos de la nación, si se restituyese a su representación el poder legislativo en toda su plenitud, creía yo que el establecimiento de esta balanza debía formar uno de los primeros objetos del plan de nuestra reforma constitucional.

86. Decimoquinto. Era por tanto mi deseo seguir estos principios o máximas en el desempeño de mi encargo, no sólo para el arreglo de la institución del primer Congreso nacional, sino también para el del plan de reforma que se le debía proponer, y cuyas bases, en mi juicio, deberían ser: primera, asegurar al Rey el poder ejecutivo, bien discernido y en toda su plenitud; el derecho de sanción, absoluto o modificado, si mejor pareciese; toda la autoridad gubernativa, con cargo de ejercerla conforme a la Constitución y a las leyes, y siendo sus ministros responsables a la nación de su observancia. Segunda, asegurar a la nación el poder legislativo en la misma plenitud, y el derecho de ejercerla por medio de sus representantes, juntos en Cortes, en períodos determinados y en casos extraordinarios, con toda la autoridad necesaria para mantener y defender la Constitución y la observancia de las leyes, y para reprimir los contrafueros que pudiesen ocurrir; y en fin, para mejorar la Constitución, aunque sin derecho para mudarla ni alterar su forma y esencia, debiendo respetarla siempre, como obra de sus manos, aceptada y jurada por la nación. Tercera, asegurar al poder judicial el derecho de administrar la justicia, con arreglo al tenor de las leyes, en toda su plenitud, dándole, no sólo el derecho, sino también el encargo de proponer a la nación los defectos que observase en ellas y en su ejecución, y las mejoras que pudiesen recibir, pero separando de este poder cuanto perteneciese a gobierno y policía municipal. Cuarta, dividir la representación nacional en dos cuerpos o cámaras, la una compuesta de los representantes de todos los pueblos del reino libremente elegidos por ellos mismos, y la otra del clero y nobleza reunidos, adjudicando a la primera el derecho de proponer y formar las leyes, y a la segunda el derecho de reverlas y confirmarlas, a fin de que una discusión repetida en dos cuerpos, diferentes en carácter y pasiones, aunque igualmente interesados en el bien general, produjese constantemente leyes prudentes y saludables, conservase la armonía social, y contuviese las excesivas pretensiones de las autoridades constitucionales, para defender y hacer inalterable la Constitución; con lo cual, creía yo que mi patria aseguraría, con su prudencia, la libertad e independencia, que defiende con tanta constancia y heroicidad24.

87. Estos principios, que en el progreso de nuestras discusiones se fueron examinando y adoptando en la comisión, fueron al fin admitidos por los vocales que de nuevo entraron en ella, y sirvieron de regla para sus resoluciones y consultas, como se verá por sus actas y por los expedientes de la Junta Suprema, que las sancionó. Y si bien éstas no se extendieron a todos los puntos que debía abrazar el plan de reforma, porque la comisión no tuvo la dicha de concluir sus tareas, por lo menos se suplió esta falta con el último memorable Decreto de 29 de enero de este año, con que la Junta Central coronó sus servicios, acordando la organización del primer Congreso nacional conforme a ellos. La primera discusión suscitada en nuestra comisión fue si las Cortes debían congregarse por estamentos o en una sola junta. Mis principios me obligaban a desear lo primero, y lo mismo opinaron el arzobispo de Laodicea y D. Francisco Castanedo; pero disintieron de este dictamen los vocales D. Rodrigo Riquelme y D. Francisco Javier Caro, votando por una representación indivisa y común. La consulta acordada por la mayoría y sancionada por la Suprema Junta contiene los fundamentos de uno y otro dictamen, y se podrá ver en el Apéndice número XIII.

88. En otra consulta unánime, respetando los antiguos privilegios de las ciudades de voto en cortes, se propuso que fuesen llamados al primer Congreso un representante de cada una, así en la corona de Castilla como en las de Aragón y Navarra. Mas para que en la elección de sus poderes tuviese alguna parte el pueblo, según su primitivo derecho, se acordó también que concurriesen a ella el síndico y diputados del común, con más tanto número de vecinos como hubiese de seguidores perpetuos en cada ayuntamiento.

89. Todavía pareciendo a la comisión que esta representación sería insuficiente para expresar la voluntad general de la nación, poco conforme a los derechos primitivos del pueblo de España, y menos a la exigencia de los objetos con que se congregaban las primeras Cortes, acordó que viniesen a ellas diputados libremente elegidos por todos los pueblos del reino, en el número y forma que manifiesta la instrucción de la convocatoria general.

90. No todos conveníamos al principio en la sustancia de este acuerdo. Opinaba yo que aunque sería justo extender la voz activa o derecho de elegir a todos los ciudadanos que no tuviesen impedimento legal, convenía circunscribir la pasiva o derecho de elegibilidad a ciertas calidades de propiedad, estado y doctrina, en que se pudiese apoyar mejor la confianza nacional. Un voto escrito de D. Rodrigo Riquelme, que resistía esta limitación, atrajo a sí el de la mayoría, a la que cedí yo con tanta menos repugnancia, cuanto más había debido la nación en la presente época a la gran masa del pueblo, y cuanto la composición de las primeras cortes no serviría de regla precisa para las sucesivas.

91. Acordó asimismo la comisión, y sancionó la Junta, que se admitiese a estas primeras Cortes un diputado de cada una de las provinciales del reino. Se movió a este acuerdo, no sólo para recompensar con tan preciosa distinción a unos cuerpos que habían hecho a la patria tan insignes servicios, sino también porque habiendo entendido en el armamento de los pueblos, en la dirección de la guerra y en el gobierno interior de las provincias durante la primera época de la revolución, debían tener el más cumplido conocimiento de sus fuerzas, sus recursos, sus derechos y sus necesidades, y por lo mismo la experiencia y las luces de algunos de sus miembros podrían ser de gran provecho en la representación nacional. Y en verdad que, atendidas estas razones, sólo la envidia pudo tachar (como en efecto tachó) una medida extraordinaria dirigida a tan buen fin, sólo por no ser conforme a nuestras antiguas costumbres, cuando con igual razón fueron y debieron ser alteradas en otros puntos.

92. Toda la comisión estaba animada del más ardiente deseo de extender la representación nacional a los habitantes de los dominios españoles de América y Asia, y de este deseo había dado ya la Junta Central el más solemne testimonio en su Decreto de 22 de enero del año pasado, en que acordó admitir en su seno a los representantes de aquellos pueblos. Fundado en esto el vocal D. Rodrigo Riquelme, no sólo insistía en que fuesen llamados diputados de aquellas provincias a las primeras Cortes, sino en que no se procediese a celebrarlas sin su concurrencia. Oponíamos los demás a su dictamen que esto no sólo era incompatible con la reunión del Congreso en la época ya acordada y publicada, sino que, atendida la inmensa distancia de algunas de aquellas provincias, la retardaría y prolongaría por un tiempo demasiado largo e indefinido. Pero en el progreso de la discusión, que fue reñida, ocurrió un medio de conciliar uno y otro dictamen, y fue el de admitir a las Cortes cierto número de los naturales de aquellos dominios, existentes en este continente y elegidos entre ellos mismos, para que los representasen en calidad de suplentes; lo cual, después de algunos debates, fue unánimemente acordado, propuesto y sancionado por la Junta Suprema. En consecuencia, consultó la comisión a diferentes ministros del Consejo reunido, de los que por haber residido en América, tenían mayor conocimiento de aquellos países, a fin de que la informasen sobre el número de suplentes que convendría nombrar para su representación, y entretanto, expidió circulares a las capitales y plazas de comercio del reino, para que remitiesen listas de los naturales de una y otra India residentes en ellas, a fin de convocarlos a la elección de sus representantes suplentes. Todo lo cual se anunció además por el Real Decreto de 1 de enero de este año, cuya redacción me fue encargada, y se hallará en el Apéndice número XIV.

93. Una vez adoptado este medio, fue ya fácil extenderle, y con efecto se extendió, a las provincias de España que por estar en el yugo del enemigo no podían nombrar diputados para las Cortes. Se acordó, pues, que fuesen representadas por medio de suplentes, a cuyo fin se despacharon también circulares pidiendo listas de los naturales de aquellas provincias que se hallaban refugiados en otras libres del yugo, para que ellos mismos, y de entre ellos, se eligiesen los representantes suplentes. Las razones que para esto tuvo la comisión se hallarán en el Apéndice número XV.

94. Pero, mientras nosotros nos desvelábamos en el examen de estos y otros puntos de nuestra incumbencia, nuevas y espinosas discusiones se suscitaban en la Junta, y la obligaban a llamarnos para su decisión. Las murmuraciones de sus émulos y las intrigas de los ambiciosos crecían y andaban en continuo movimiento para trastornar el gobierno existente, e iban generalizando el deseo de una mudanza. El Consejo reunido, en una consulta de 22 de agosto, después de atacar con vehemencia la autoridad de las Juntas Superiores y de indicar con menos rebozo la opinión de ilegitimidad del poder de la Central, concluía y se inculcaba en la alegación de su favorita Ley de Partida, y en una palabra, quería el nombramiento de una Regencia, la abolición de las juntas y la entera restitución del orden antiguo, en que tanto descollaba su autoridad. De esta consulta, con estudio o sin él, se habían difundido copias por varias partes, y era ya materia de todas las conversaciones. Llamó más todavía hacia sí la atención pública después que la Junta de Valencia, adonde fue a parar una de estas copias, resentida de las invectivas del Consejo, dirigió a la Central, en 25 de setiembre del año pasado, una representación, más elocuente que comedida, en la que rechazó su injuria y hizo la apología de las juntas, y no sólo publicó y comunicó este escrito, sino que excitó a las demás, sus hermanas, a que saliesen al apoyo de su deseo. No era éste enteramente ajeno del Consejo, pues que concluía con la necesidad de reconcentrar en pocas manos el poder ejecutivo, asegurando que «estaría mejor depositado en tres que en cinco, y mejor aún en una que en tres personas», bien que reservando a la Junta Central el ejercicio del poder legislativo.

95. Fue ya preciso entrar en discusión sobre estas materias, y fue entonces cuando la opinión de los centrales acerca de ellas se descubrió más abiertamente. Los que antes miraban con aversión la idea de un Consejo de Regencia, la resistían ahora con alguna más razón, porque estando anunciadas las Cortes para el presente año, que ya se nos acercaba, parecía ocioso alterar el gobierno interino, cuando la institución de otro más permanente y más conforme a las circunstancias de la nación sería uno de los primeros objetos del próximo congreso. Ni los que antes opinábamos por la Regencia la creíamos conveniente, cuando era ya un objeto descubierto de ambición, y amenazaba no tanto al gobierno como a la patria con peligrosas consecuencias, y cuando era más fácil y prudente de una parte acelerar la congregación de las Cortes, y de otra reconcentrar desde luego la autoridad ejecutiva por otro medio menos expuesto. Prevaleció, pues, este dictamen, y produjo, una en pos de otra, dos resoluciones, de cuya prudencia no se desdeñarían los senados de Atenas y de Roma.

96. La primera, crear una comisión ejecutiva, a quien se encargase el despacho de todo lo relativo a gobierno, reservando a la Junta los negocios que requiriesen plena deliberación; y la segunda (de que hablaré después), fijar para el 1 de marzo de este año la apertura de las Cortes extraordinarias.

97. Se nombró en consecuencia una comisión para formar el plan o reglamento que debía observar la ejecutiva, y este encargo recayó en el bailío frey don Antonio Valdés, marqués de Camposagrado, D. Francisco Castanedo, conde de Gimonde, y en mí. Lo desempeñamos con la posible brevedad, pero con la mayor atención. El plan se propuso al examen de la Junta, pero tuvo la desgracia de no merecer su aprobación, acaso por el grande esmero que pusimos en separar de la Junta plena todo cuanto era relativo a administración, gobierno y mando, y dejándole solamente las materias que requerían madura deliberación. Y aunque la Junta no podía desconocer que las máximas que sirvieron de base a este reglamento eran muy conformes a su objeto, como no fuesen pocos los artículos que disgustaban a los aficionados al mando, se nombró otra comisión diferente para corregir nuestro plan, o más bien para formar otro nuevo, el cual al fin fue aprobado y llevado a ejecución, como luego diré; porque el objeto de esta Memoria me obliga a interrumpir la relación de algunos hechos, para intercalar otros que están íntimamente enlazados con él. Tales eran los dos notables incidentes de que voy a hablar.

98. El decreto de formar una comisión ejecutiva trastornó inesperadamente los manejos de la ambición, aunque no sus esperanzas. Era a la verdad difícil renovar la cuestión sobre el establecimiento de una Regencia, tan prudente y solemnemente desechada; pero todavía se halló quien cediendo a ajeno impulso más que a su propia reflexión, resucitó la ya olvidada controversia precisamente cuando el plan de la comisión ejecutiva se estaba examinando en la Junta. Fue éste el vocal D. Francisco Palafox, el cual, al desacierto de renovar aquella proposición, añadió el de presentarla en un papel tan descomedido e insultante, que él mismo, sorprendido por la admiración y disgusto con que fueron oídas algunas de sus cláusulas (que tal vez otro había dictado), se allanó a borrarlas y cancelarlas, como lo hizo en el acto mismo y sobre la mesa de la sesión. Con esto y con desestimar lo restante del papel se contentó la Junta, que nunca desmintió su generosidad en el desprecio de sus injurias. Pero no se contentaron los instigadores de Palafox, los cuales, para hacer ruido con su papel, le divulgaron, difundiendo copias de él por todas partes. Cuál fuese el espíritu de esta maniobra no lo diré yo, porque podrán juzgarlo más imparcialmente mis lectores, leyendo la representación que la Junta Superior de Murcia, escandalizada de sus expresiones, dirigió a la Suprema, con fecha de 25 de noviembre, y se publicó en la Gaceta del 14 de diciembre siguiente. Ni tanto hubiera dicho sobre este odioso incidente, si no fuese necesario para ilustrar al público sobre la sorda y mal disimulada guerra que se hacía entonces a la Junta Central, y cuyo espíritu nadie desconocerá cuando combine este hecho con los demás que le precedieron y sucedieron, y de los cuales, por justas consideraciones, no indicaré sino lo que diga relación con el objeto de este escrito.

99. Entre ellos, uno fue más desagradable y ruidoso todavía, que nació entre estas discusiones, y sobre el cual tampoco detendría la pluma, si no recelase que mi silencio pudiera atribuirse a falta de valor o de razón para referirle. Voy, por tanto, a instruir acerca de él a mis lectores.

100. De la segunda comisión, substituida para corregir el plan de la ejecutiva que habíamos formado, fue miembro el marqués de la Romana; y este general, después de aceptar su nombramiento, de asistir a las sesiones de la nueva comisión, de entrar en la discusión de los artículos del nuevo plan, de encargarse de corregir y ordenar los ya aprobados, y en fin, después de acordar y firmar con los demás este plan, se reservó a exponer en la Junta su dictamen particular. El objeto manifiesto de este dictamen era renovar la ya fastidiosa proposición de nombrar una Regencia, bien que organizada a su manera y dirigida a los fines que él se sabía. Tal era el objeto manifiesto con que en la sesión del 14 de octubre leyó en la Junta aquel pomposo, desaforado e insultante papel, que poco después, con violación del secreto y confianza que debía a su cuerpo, hizo imprimir en Valencia y repartió por su mano en Sevilla, y que reimpreso después en folio, se difundió por una y otra España, y aun salió a meter bulla fuera de sus límites, con tanta exultación de los émulos de la Central como de los enemigos de la patria. Si al deseo de alucinar la opinión pública para captarla en su favor, tan mal disfrazado en este papel, no hubiese mezclado el marqués el de realzar su crédito a costa del de sus compañeros, pudiera alabarse la prudente generosidad con que la Junta Suprema, siempre confiada en la rectitud de su conducta, despreció este nuevo y atroz insulto. No opinábamos así los que penetrando el verdadero, aunque encubierto fin de aquel escrito, y combinándole con otras sordas intrigas coetáneas a él, creíamos necesario proveer al decoro y seguridad del gobierno, si no con procedimientos que, aunque justos, hubieran tenido el aire de venganza, a lo menos con una concluyente y decorosa respuesta para disipar la impresión que pudiera hacer en la opinión del vulgo, y evitar otras consecuencias, que ya se temían, y por desgracia se verificaron. Mas la Junta anduvo tan generosa, que no sólo perdonó el agravio, sino que le pagó con un beneficio. Desechada la proposición del marqués, se procedió el nombramiento de los miembros que debían componer la comisión ejecutiva, y él fue el primero que se nombró para ella, sin duda porque la Junta quiso probar su celo y capacidad en el remedio de los males de que tan altamente se quejaba, y acreditar al público que sacrificaba sus resentimientos al ardiente deseo de remediarlos.

101. Fácil hubiera sido entonces desvanecer los paralogismos, demostrar la falsedad de los supuestos y poner en claro los errores políticos, contradicciones e inconsecuencias de que está plagado el papel de Romana, y más lo fuera después que la experiencia acreditó que los males que sirvieron de pretexto para sus reclamaciones eran tan superiores al celo y esfuerzos de la Junta como a los del marqués. Mas ya no es tiempo de entrar en esta discusión, porque estando próxima la reunión del Congreso nacional, allí es donde los centrales acreditarán con cuánta injusticia eran censurados e insultados en el tiempo mismo en que servían a la nación, no con vana ostentación de celo y patriotismo, sino con el sacrificio de su fortuna, sus luces e incesantes tareas. Además, que siendo consonantes los cargos que hace el marqués con los que dejo ya rebatidos, debo esperar que cuantos lean con imparcialidad esta Memoria no podrán leer su papel sin indignación. Por último, otra razón harto notable me obliga a no decir más acerca de este punto, y es, que no habiéndose resuelto Romana, al leer su papel en la Junta, hallándonos presentes mi compañero y yo, a pronunciar aquel afectado e injurioso apóstrofe que dirige a Asturias en la página 38 de la edición en 8.º y en la 10 de la edición en folio, cualquiera que fuese el motivo que le inspiró esta consideración hacia nosotros debe ser pagado por mí con la de callar ahora lo demás que sobre el apóstrofe y sobre todo el papel pudiera decir, y lo que sin duda diré si a ello fuese provocado.

102. Nombrada la comisión ejecutiva, tan dócil como fue el marqués en la aprobación de su plan, lo fue después en la admisión del nombramiento, a pesar de las protestas hechas en el papel de abandonar al gobierno si no adoptaba su dictamen. Entró, pues, al ejercicio de sus nuevas funciones, sobre las cuales nada diré sino lo necesario para la instrucción de mis lectores, reducido a las advertencias siguientes:

1.ª Que uno de los artículos del plan de la comisión fue la abolición de las secciones, y que, desde entonces, todo el despacho se hizo directamente por los ministros con la nueva comisión, sin que las secciones, que cesaron del todo, ni la Junta plena, entendiesen ya en ninguna materia de gobierno, salvo en el nombramiento de algunos altos empleos, que se reservó.

2.ª Que siendo Romana el único militar que entró en la comisión, su voz fue en ella, no sólo la primera, mas casi la única que decidía todas las materias relativas a la guerra.

3.ª Que aunque la comisión ejecutiva se renovó a la suerte, conforme al plan, en 1 de enero, y entonces salió de ella el marqués, continuó éste, sin embargo, asistiendo a sus sesiones, y decidiendo todas las materias relativas a la guerra en la misma forma que antes.

4.ª Y por último, que extinguida también la sección de guerra, como las demás, el marqués continuó asistiendo solo a las conferencias de la Junta Militar, y refiriendo sus dictámenes a la ejecutiva, que fiada en sus luces, seguía dócilmente su consejo en las resoluciones de esta clase.

Advertencias que juzgo necesarias para que nadie atribuya a los miembros de la Central los defectos que pudo haber en el gobierno durante esta época desgraciada, si acaso hubo alguno.

103. Pero del fondo de estas reñidas discusiones salió, por fin, el Decreto de 28 de octubre, en que la Junta se mostró con toda la dignidad que correspondía a sus altas funciones. El mismo empeño de rechazar una pretensión que podía hacer caer la suprema autoridad en las manos ambiciosas que aspiraban a ella, alentó a los centrales que reconocían la necesidad de las Cortes para que clamasen con más instancia por la aceleración de su época, y hizo desmayar a los que las contradecían. Hizo esta proposición (si no me engaña mi memoria) el mismo vocal D. Lorenzo Calvo de Rozas, que había hecho sobre el mismo objeto la de 15 de abril anterior, y aunque no faltaron debates ni contradicciones, tuvo en su favor una mayoría tan decidida, que la discusión versó principalmente sobre el tiempo y modo del decreto. Se creía ya indispensable cumplir la solemne palabra dada a la nación en el Decreto de 22 de mayo del año pasado, de congregarla en todo el presente o antes si las circunstancias lo permitiesen; condición que parecía cumplida, pues que las circunstancias, no sólo permitían, sino que exigían su reunión. La permitían, porque en aquellos días la esperanza de que nuestros ejércitos entrasen de nuevo en la capital era ya tan probable, que la Junta trataba de nombrar, y en efecto nombró, capitán general, gobernador y corregidor de Madrid, con dos consejeros asesores para el primero, y además D. Rodrigo Riquelme y yo fuimos encargados de arreglar el plan de providencias que se debían expedir en Madrid para asegurar el orden y la tranquilidad de aquel gran pueblo en medio del primer alborozo de su libertad. Y lo exigían, porque cuando un gobierno, ya sea por su conducta, ya por las intrigas de sus émulos y enemigos, empieza a perder la confianza del público, las mudanzas y remedios parciales, más que remedios, son paliativos de la dolencia que amenaza su disolución. Antes de proceder a la votación, fue consultada nuestra comisión de Cortes sobre el tiempo necesario para concluir los trabajos previos que le estaban encargados, y no nos detuvimos en ofrecer a una que redoblaríamos nuestra aplicación, actividad y vigilias, para que por ellos no se retardase una medida tan necesaria. Se acordó, pues, el citado Decreto de 26 de octubre, que se anunció en la Gaceta del 4 de noviembre inmediato y se circuló por todo el reino, en que se señalaron el 1 de enero de este año para la convocación, y el 1 de marzo para la reunión de las Cortes; decreto memorable, que a despecho de la envidia, quedará inscrito con letras de oro en los fastos de nuestra heroica revolución.

104. Lo que ofreció la comisión a la Junta Suprema lo cumplió, cuanto de su parte estuvo, a fuerza de aplicación y trabajo, y a ello contribuyeron no poco con su actividad, su celo y sus luces los dos dignos auxiliares que entraron de nuevo en ella, D. Martín de Garay y el Conde de Ayamans, subrogados a D. Rodrigo Riquelme y D. Francisco Javier Caro, que fueron nombrados para la comisión ejecutiva; y desde entonces, nuestras operaciones tuvieron toda la celeridad que la premura del tiempo y la muchedumbre de sus objetos exigía.

105. Una difícil cuestión se había ventilado muchas veces en nuestra comisión, sin que los dictámenes acabasen de uniformarse. Acordada la reunión de las Cortes por estamentos, ocurrió desde luego el embarazo que ofrecería la deliberación separada de los tres brazos, que era conforme a la antigua costumbre. Constaba que en las Cortes reunidas en Toledo a fines de 1538, y disueltas a principios de 1539, y que fueron las últimas que se congregaron por estamentos, los procuradores de las ciudades y los dos brazos secular y eclesiástico se juntaron y deliberaron separadamente, y también que no fue permitida por el rey su reunión, aunque solicitada por la nobleza, según se halla en una harto pesada, aunque muy curiosa, relación que de las sesiones de este brazo dejó escrita el Conde de La Coruña, y anda en la colección manuscrita de las Cortes de Castilla. En esta cuestión, siguiendo yo mis principios, opiné siempre por la reunión de los brazos privilegiados en uno sólo, y por la división del Congreso en dos cuerpos o salas o cámaras separadas; pero a otros detenía el temor de la preponderancia que tendrían estos dos cuerpos en la representación nacional cuando estuviesen reunidos. Aumentaba este reparo un dictamen del Consejo reunido, que consultado por la comisión sobre el modo de organizar las Cortes, creyó conservar los privilegios de la nobleza y el clero amalgamando los tres estamentos en un solo cuerpo. Se había consultado también a las Juntas de Constitución y Ceremonial, y, aunque no habían respondido aún, se sabía que inclinaban al mismo dictamen. Mas, a pesar de todo, la comisión; que en repetidas conferencias había considerado esta cuestión en todos sus aspectos y relaciones, cuanto más la examinaba, hallaba ser más ciertas las ventajas y menos temibles los inconvenientes de reunir los privilegiados, y dividir así la representación. Las razones en que se fundó serían largas de expresar, aunque las principales quedan suficientemente indicadas, y además se hallarán en el Apéndice número XV. Pero es de mi deber indicar las que tuvimos para no apreciar los inconvenientes que ofrecía nuestro dictamen, a fin de que no se crea que pudo arrastrarnos a él algún motivo de pasión o parcialidad, que ciertamente no cabía en la pureza de nuestra intención.

106. Primeramente, no nos detuvo el gran número de individuos que se reuniría en la cámara de privilegiados, porque siempre sería muy inferior al de los representantes del pueblo, y porque teniendo una sola voz, su número sería casi indiferente. Segundo, no nos detuvo la superioridad de influjo que podrían tener estas dignidades, por su mucho esplendor y gran riqueza, para trastornar el equilibrio constitucional, así porque ellas eran tanto más interesadas en conservarle, cuanto más necesario era este equilibrio para su propia conservación, como porque su poder, por grande que se suponga, siempre sería muy inferior al poder físico que tendrá el monarca, como ejecutor de las leyes, y al poder moral que la opinión pública dará constantemente a los representantes del pueblo que no la desprecien; cuando, por el contrario, el poder de estas clases jerárquicas siempre será bastante para que, inclinado a una u otra parte, pueda refrenar a la que luchase por trastornar el equilibrio y servir para mantener en fiel la balanza política. Tercero, no nos detuvo la exorbitancia de los privilegios de estas clases, puesto que todos los que fuesen onerosos al pueblo debían cesar desde luego, y desaparecer enteramente en la reforma constitucional, conservándoseles solamente los privilegios de honor, necesarios para mantener su jerarquía; cuya conservación, lejos de ser gravosa, sería muy favorable al pueblo, porque en esta jerarquía tendría siempre una hipoteca más de su libertad, y teniendo el pueblo, como debe tener, abierta la entrada en ella, en recompensa de grandes y señalados servicios, hallaría en este derecho un estímulo y vería un ilustre premio propuesto a la virtud y al mérito de los ciudadanos. Cuarto, no nos detuvo la conocida propensión que hoy se advierte en estos privilegiados, y señaladamente en los grandes, a la autoridad real, porque ella es un efecto necesario del despojo de los derechos de su clase. Privados de su antigua representación, fue tan natural que se acercasen al trono, de donde solamente podían venirles honras y empleos que mantuviesen su esplendor, como que se alejasen del pueblo, el cual, sufriendo sus onerosos privilegios y no pudiendo ya hallar en esta clase protección alguna, debía necesariamente mirarla con aversión. Quinto, no nos detuvo el temor de que el rey pudiese atraer estos privilegiados a su partido por medio de los cargos y empleos que rodean de cerca al trono, que ellos apetecen siempre y a que nunca sube el pueblo, porque este peligro cesaría cerrando, como será justo cerrar, la entrada en la cámara de dignidades a todo el que ocupare empleo en palacio y corte del rey, con lo cual los demás, lejos de apoyar la ambición del poder ejecutivo, serían continuos centinelas que observasen más de cerca su conducta y la de sus ministros y agentes. Sexto, no nos detuvieron, en fin, los vicios de orgullo, corrupción e ignorancia, que, con más exageración que justicia se suelen achacar a la alta nobleza, porque cuando los grandes sean restituidos a su primera dignidad, la educación de su juventud empezará a ser más cuidadosa, y tanto más encaminada a la sabiduría y a la virtud, cuanto sólo estas dotes le podrán conciliar la consideración del monarca, el amor del pueblo y la confianza y el respeto de su clase. Tales fueron los fundamentos de nuestro dictamen, que, consultado primera y segunda vez a la Junta, obtuvo por fin su aprobación.

107. Otros dos puntos se habían tocado ocasionalmente, aunque no resuelto por la comisión: la iniciativa y la sanción de las leyes. El primero parecía más llano, pues aunque la proposición de las leyes sea un derecho inherente al poder legislativo, no se podía negar al ejecutivo sin grave inconveniente; porque teniendo a su cargo la ejecución y observancia de las leyes establecidas, la dirección de los negocios públicos, la conservación de la tranquilidad interna y la de la seguridad exterior, por lo mismo que no tiene autoridad para establecer, debe tener derecho para excitar la atención y el celo del poder estatuyente. Este derecho es ajeno sin duda del carácter del cuerpo o cámara privilegiada; pero, suponiendo libre a todo ciudadano el derecho de representación, y pudiendo cualquiera particular representación servir de iniciativa a un decreto o ley general, tampoco aparecía inconveniente en que se diese a esta cámara el derecho de proponer, bien que esto pediría algunas modificaciones, para evitar el influjo que pudiera fundar en él.

108. En cuanto a la sanción, opinábamos que este derecho era esencial, no sólo al rey, sino a todo poder ejecutivo; lo primero, porque sin él no podría defenderse a sí mismo, su existencia vendría a ser precaria, y la constitución en esta parte no tendría garantía; y lo segundo, porque, ¿quién preverá mejor la inconveniencia y los peligros de las nuevas leyes, y las consecuencias y dificultades de su ejecución, que el que encargado de la administración pública y de velar a todas horas sobre la conducta de los pueblos, debe conocer mejor su estado, sus opiniones y sus necesidades? Pero si el derecho de sanción debía ser absoluto o limitado, no era tan fácil de decidir. La experiencia acredita, en la excelente constitución inglesa, que el veto absoluto sirve a su defensa y no daña a su perfección, y la razón y la prudencia advierten que es muy difícil limitar este derecho sin destruirle. En un poder interino y precario, como un regente o Consejo de Regencia, la limitación parece justa y aun necesaria; en el rey sería peligrosa. Estas razones determinaron nuestro último dictamen, sancionado por la Junta Central en el Real Decreto de 29 de enero de este año.

109. Mientras la comisión continuaba sus trabajos, se examinaba en la Junta otra proposición del vocal D. Lorenzo Calvo de Rozas, sobre que se declarase la libertad de la imprenta. La Junta en materia tan grave quiso oír el dictamen del Consejo reunido, el cual fue contrario a la proposición, y opinó por la observancia de las antiguas leyes, exceptuando sólo el ministro D. José Pablo Valiente, que formó voto particular en favor de la libertad. Bajó esta consulta a nuestra comisión, la cual la pasó a examen de la Junta de Instrucción Pública, que yo presidía. Se trató el punto con mucha reflexión en varias de sus sesiones; leyó en ellas una elocuente Memoria, sosteniendo la libertad de la imprenta, el canónigo D. José Isidoro Morales; se pasó a la decisión, hubo alguna variedad en los dictámenes, pero la mayoría de los votos fue favorable a aquella libertad, y acordó que la Memoria de Morales se imprimiese y sirviese de respuesta a la consulta pedida por la comisión de Cortes.

110. Así se hizo; y aunque no llegó el caso de que la comisión consultase su parecer a la Junta Suprema, porque a medida que se avanzaba el tiempo, crecían la prisa y muchedumbre de nuestras atenciones, es de mi deber indicar lo que sobre esta grave materia se había conferido y pensando en nuestras sesiones. No había entre nosotros quien no estuviese penetrado de la excelencia y necesidad de esta nueva ley, pero no tanto de su conveniencia momentánea. Desde luego opinábamos que la Junta Central no tenía bastante autoridad para establecerla, puesto que no representando a la nación, sino al soberano, no podía ni debía hacer otras leyes que las que fuesen necesarias para la defensa y seguridad nacional, mucho más cuando, hallándose tan próxima la reunión de las Cortes, nuestro deber no podía ser estatuir, sino proponer esta nueva ley. Que además no se podía decir necesaria, cuando la libertad de escribir sobre materias políticas, aunque sujeta a ciertas formalidades, existía de hecho, y cuando el gobierno mismo había, por decirlo así, provocado a los sabios para que lo hiciesen en todos los puntos de reforma y mejora pública. Fuera de que la instrucción que era de desear en el día para estas materias no es de aquellas que se adquieren de repente en obras y proyectos políticos, formados y leídos deprisa, sino una instrucción sólida, adquirida de antemano en el profundo estudio de la política, y madurada con serias meditaciones y perfeccionada con la atenta observación de los bienes y males que vienen a otros pueblos de su constitución política. Por último, opinábamos algunos que la libertad de la imprenta nunca sería más útil ni menos peligrosa que cuando se estableciese para apoyo y defensa de una buena constitución, y por consiguiente, que no debía preceder, sino acompañar, a la reforma de la nuestra, como uno de sus principales apoyos. Porque siendo tan peligroso el abuso como provechoso el buen uso de esta libertad, y siendo mayor aquel peligro en sus principios, cuando no sólo la malicia, sino también la temeridad, la ligereza, la instrucción superficial y la ignorancia hacen que el primer uso de ella decline hacia la licencia y corra desenfrenadamente por ella, la sana razón y la sana política aconsejaban que no se anticipase este peligro en una época en que las asechanzas de los enemigos exteriores y de los agitadores y ambiciosos internos, fomentando el hervor de las pasiones, podían extraviar las opiniones y las ideas, y exaltar en demasía los sentimientos del público; y que, por tanto, no convenía aventurar tan grave providencia hasta que con madura y tranquila deliberación se hubiese asegurado una buena y sabia reforma constitucional. Porque, al fin, la experiencia de los pasados y de nuestros días ha demostrado en otras naciones que semejante libertad sólo puede existir y ser compatible con una buena constitución, y que de cualquiera modo que una constitución sea imperfecta y mala, sus mismos vicios la destruirán tantas veces cuantas se pretenda establecer.

111. No me hubiera detenido en este punto, que al fin no fue decidido por nosotros, sino porque exponiendo al público mi conducta y opiniones, no debía ocultarle la que tuve y tengo acerca de una materia en que la Junta Central ha sido tan censurada. No lo fue a la verdad sin algún fundamento, aunque sí con mucha ligereza, por falta de conocimiento en los hechos que dieron ocasión a la censura. Creo, por tanto, de mi deber explicarlos con franqueza, sin que sea mi ánimo erigirme en apologista del error; porque si el hombre puede merecer indulgencia cuando cae en él por ignorancia o flaqueza de su razón, jamás será disculpable cuando por interés o por orgullo se obstina en defenderle.

112. No bien declaró la España su propósito de ser libre, cuando las plumas, animadas del entusiasmo general, se dieron a promover sus heroicos esfuerzos, presentando a los pueblos la esperanza de su futura dicha, provocándolos contra sus tiranos, y celebrando la ruina del despotismo y la aurora de nuestra libertad. Las Juntas Supremas, conociendo cuánto conducía esto a inflamar el espíritu público, protegieron en todas partes la libertad de escribir. Entretanto, Madrid, oprimido por sus tiranos, callaba, pero escribía también; y apenas la victoria de Bailén le libró de su yugo, cuando los distinguidos ingenios de la Corte consagraron su pluma y talentos a la causa de la patria, no menos protegidos por la sabiduría del Consejo Real. La España entonces se inundó de escritos patrióticos: nunca tanto sudaron sus prensas, periódicos, memorias, proyectos de guerra, de economía y de política, declamaciones, canciones, himnos, sátiras, invectivas; todo se dirigía al sagrado objeto de la gloria y libertad nacional. Y, aunque a estas producciones pasajeras aplicaba la crítica lo que siempre dijo de otras: «sunt bona, sunt mala quaedam, sunt mediocria multa», sin embargo, consideradas a la luz de su alto y digno fin, eran un ilustre testimonio del ardiente amor de libertad, que viviera mal reprimido en los corazones españoles.

113. Apareció la Junta Central, y aquel hidalgo impulso seguía produciendo nuevos escritos patrióticos, en que tenía no poca parte la política, cuyas materias y opiniones se discutían ya con más aceptación y con tanta mayor libertad, cuanto más las había reprimido y perseguido el despotismo anterior. El Conde de Floridablanca, a quien no puedo menos de citar aquí, por más que respete su nombre y su memoria, miraba con desagrado y susto esta libertad, o porque no se conformaba con sus antiguos principios, o, según se infería de sus discursos, porque teniendo clavados en su ánimo los males y horrores de la Revolución Francesa, los atribuía al choque y desenfreno de las opiniones políticas, que no sólo fueron permitidas, sino provocadas por aquel desalumbrado gobierno. Temía, por tanto, que la exaltación misma del espíritu de nuestros pueblos pudiese exponerlos a que fuesen conducidos desde el amor a la libertad al extremo de la licencia. Deseoso, pues, de que en esta especie de escritos se guardase la debida moderación, propuso y presentó a la Junta un proyecto de decreto, que había formado a este fin. No fueron muchos los que desaprobaron esta idea, no reconociendo la necesidad, y mucho menos la conveniencia de semejante medida; pero la mayoría se imbuyó en los mismos temores que el presidente, y como no se tratase de poner nuevos límites a la libertad de escribir, sino de contenerla en los que le estaban señalados por nuestras leyes, aprobó el proyecto, y conforme a él se expidió el decreto, cuya publicación se hizo más desagradable por la inoportuna exposición de su preámbulo que por su disposición preceptiva, reducida (a lo que creo, pues que no le tengo a la vista) a encargar al Consejo la observancia de las leyes del reino relativas a esta materia.

114. La Junta Central conoció luego este desagrado, y lejos de promover la ejecución del Decreto, no sólo dejó correr cuanto se imprimía por todas partes, sino que por sus Decretos de 22 de mayo y 15 de junio convidó a los cuerpos públicos y sabios de la nación, para que dirigiesen al gobierno sus pensamientos acerca de todos los puntos de reforma y mejoras que conviniese proponer a su primer congreso; sistema que no desmintió después, si ya no fue en otro incidente desagradable, de que voy a hablar.

115. El periódico intitulado Semanario patriótico, fruto de aquel primer impulso, dictado por el más puro patriotismo y escrito por una pluma elocuente y sabia, que había sido suspendido por algún tiempo, con motivo de la ocupación de Madrid, volvió a aparecer en Sevilla, no sólo sin estorbo, sino con conocida protección del Gobierno Central. Las materias políticas, uno de sus esenciales objetos, eran tratadas en él con plena libertad. Tratarlas sin descubrir y atacar con calor los errores y excesos en que suelen caer los gobiernos y los gobernantes, no era fácil ni era de esperar. Tal cual central, o celoso en demasía del decoro de su cuerpo, o aplicándose a sí mismo algunas de las descripciones hechas en el Semanario, empezó a quejarse de esta libertad, y a inspirar el temor de que pudiese despojar al gobierno de la confianza del público. Esta queja, aunque no elevada a proposición formal, lejos de ser acogida, fue contradicha y disipada por los que ni la creían justa ni merecedora de providencia. El papel continuaba en su tono, el resentimiento de sus desafectos crecía, y al fin, renovada la queja en una de aquellas sesiones de noche a que la mayor parte de los vocales no asistían, por hallarse ocupados en sus secciones o comisiones, y en que tampoco me hallé yo presente, logró tanto apoyo, que se iba ya a tomar providencia conforme a ella. Detuvo este golpe la prudencia de D. Martín de Garay, que viendo desatendidas las juiciosas reflexiones con que demostró la poca justicia de la queja, buscó un medio de acallarla, ofreciéndose a tratar privadamente con los redactores del Semanario, y encargarles que procurasen evitar lo que pudiese dar motivo a nuevo resentimiento, y contradicción. Tal fue el hecho, según le entendí entonces de alguno de los que le presenciaron, y si se atiende a sus circunstancias y a la conocida inclinación con que D. Martín de Garay miraba y protegía así al papel como a sus redactores, el medio que propuso no pudo ser ni más honesto ni más prudente. Pero el amor propio es muy vidrioso; el de los redactores se resintió en demasía, y no contentos con suspender la continuación de su papel, la anunciaron al público en una nota, escrita con demasiada ligereza, en que tuvieron más consideración al desahogo de su resentimiento que a la desfavorable impresión que podría hacer, y por desgracia hizo, contra el gobierno. Yo he apreciado siempre los talentos y alabado el celo de los redactores, ellos lo saben; pero, in hoc non laudo. Comoquiera que sea, la gran mayoría de la Junta no desmintió sus principios, y continuó protegiendo la libertad de escribir, y si fuese preciso alegar de esto algún ejemplo o prueba, me bastará citar al Espectador sevillano, escrito por uno de los que trabajaban para el Semanario, y que empezó a publicarse en 1 de octubre, y al Voto de la nación, que se anunció más adelante, protegido y señaladamente fomentado por nuestra comisión de Cortes.

116. Entretanto, el grande y vasto objeto de nuestros trabajos ofrecía a cada paso nuevas materias que tratar y nuevas cuestiones que decidir; pero el tiempo instaba, y fue preciso posponerlas, para volver toda la atención a las que se referían a la convocación de las Cortes. Cuántas y cuán graves fuesen éstas, no es difícil de concebir. Número de representantes que debían componerlas, y su distribución entre las provincias del reino; número, funciones y facultades de las juntas electorales; forma y orden gradual de las diferentes elecciones; calidades de los electores y eligendos; actas, poderes, instrucciones; en una palabra: cuanto abrazaba este esencialísimo objeto requerían un cuidado y tareas incesantes. En él se trabajó día y noche, y la justicia requiere que no se defraude de la gran parte de gloria que cupo en su desempeño a nuestro digno compañero D. Martín de Garay, encargado de los cálculos y pormenores, y de la redacción de la instrucción general, ni tampoco al secretario D. Manuel Abella, que habiendo acreditado en todo el desempeño de su cargo sus luces y constante aplicación, mostró en este negocio la más extraordinaria e incansable actividad, y tanta, que sin su auxilio hubiera sido imposible que el último día de diciembre se hallasen ya aprobados, impresos y preparados para su despacho, tan vario y prodigioso número de convocatorias y oficios de dirección como al rayar del 1 de enero de este año partieron de Sevilla, llevados por correos ordinarios y extraordinarios a todas las provincias libres del reino.

117. No fue posible expedir al mismo tiempo las convocatorias a los privilegiados, como se había pensado. La comisión, deseosa de seguir, en cuanto fuese posible, las formas antiguas, había resuelto que los privilegiados fuesen convocados, como antes lo eran, por oficios individuales, y buscado a este fin por todas partes, y señaladamente en la Secretaría de Estado, las plantillas de estos oficios, que debían acomodarse a sus diferentes dignidades, particularmente en el brazo eclesiástico. No se había podido tampoco completar las listas de nombres y títulos de los grandes y prelados, y la expedición de tantos y tan diferentes oficios era incompatible con la operación simultánea de la convocatoria general. Considerando, además, que el plazo de dos meses, señalado en ésta, y tan necesario para las elecciones graduales de los representantes del pueblo, no lo era para esta convocación individual, la suspendió hasta salir de aquel embarazo; pero cuidó de prevenirlo por una nota impresa al pie de los oficios de remisión, dirigidos, con las convocatorias generales, a todas las Juntas Provinciales, cuyo tenor es como sigue: «Nota: Se ha remitido igual convocatoria a las ciudades de voto en Cortes, con el encabezamiento que a cada una corresponde y con arreglo a lo que previene la instrucción, y se remitirá igual a los representantes del brazo eclesiástico y de la nobleza». Pero las Juntas no cuidaron de hacer publicar esta circunstancia, lo que dio lugar a una equivocación, de que quiera Dios que no se duela la patria algún día. Falta fue también, no tanto de la Junta Central como de nuestra comisión, no haberla anunciado al público por medio de la Gaceta; falta que recordamos y sentimos con mucho dolor, por más que estemos confiados de que se nos pueda disimular este olvido, por la muchedumbre de cuidados y negocios que nos abrumaba, por la esperanza que teníamos de expedir los oficios dentro de pocos días desde la Isla, por el tropel de ocurrencias imprevistas que interrumpieron y trastornaron después, así las operaciones de la Junta como las de la comisión, y finalmente, por el encargo hecho a la Regencia, en el Real Decreto de 29 de enero, de hacer desde luego esta convocación.

118. Ni eran éstas nuestras solas tareas, porque la gravedad de las deliberaciones en que al mismo tiempo se ocupaba la Junta nos obligaba a asistir con frecuencia a sus sesiones, y aumentaba el peso y afán de las nuestras. A las inmensas pérdidas ocasionadas por la desgracia de Ocaña, se añadían los nuevos peligros a que estaba expuesta la patria, y la Junta, falta ya de recursos para cubrir tamaños objetos, hubo de ocurrir a los medios extraordinarios, de que antes se había abstenido, por no agravar con ellos los males y daños inseparables de la guerra. Mientras la comisión ejecutiva dirigía con los ministros este ramo, en las sesiones de la Junta se fueron sucesivamente proponiendo, examinando y acordando los arbitrios que para sostenerle parecieron más oportunos, o por no ser tan gravosos a los ciudadanos, o porque recaían más directamente sobre las personas pudientes, que debían contribuir más, por lo mismo que gozaban más y tenían más que conservar. De estas discusiones resultaron los Reales Decretos de 6 de diciembre del año pasado, publicados por cédulas de 17 del mismo:

1.º para aplicar a los gastos de la guerra todos los fondos de obras pías que no tuviesen destino a hospitales, casas de caridad o establecimientos de educación pública;

2.º para dar igual aplicación a todos los fondos de encomiendas vacantes o vacaturas en las órdenes militares;

3.º imponiendo el préstamo forzoso de la mitad de todo el oro y plata de los particulares, con la misma aplicación.

Resultaron también los Decretos de 1 de enero de este año sobre la rebaja gradual de sueldos, haciéndola subir con proporción a su grandeza, y sin otra excepción que la de los militares que defendían la patria, y para la contribución extraordinaria de guerra, en que el gravamen subía en la misma proporción que las fortunas, y el impuesto sobre los carruajes de lujo, etc. Estas providencias, con las instrucciones necesarias para su ejecución, fueron el fruto de los desvelos de un cuerpo que tantos hombres maliciosos o ignorantes se complacen hoy en denigrar, sin tomarse el trabajo de comparar los esfuerzos que hizo, las dificultades que superó y las amarguras que sufrió por desempeñar dignamente sus funciones en las apuradas circunstancias en que le pusieron unas desgracias que sólo la emulación y la envidia le pueden imputar.

119. En medio de estos cuidados, nuestra comisión, libre ya del que le había dado la expedición de las convocatorias, y auxiliada de las juntas subalternas, se ocupaba con grande ardor en arreglar la institución y forma del próximo congreso, la solemnidad de su apertura, su ceremonial, el método de sus discusiones, la correspondencia de las dos cámaras entre sí, y la de las Cortes con el poder ejecutivo, y sobre todo, el plan de reforma y mejoras que la Junta pensaba someter al examen y resolución de la augusta representación nacional. Pero una nueva discusión abierta en la Junta Central nos obligó a interrumpir otra vez tan importantes tareas, y nos arrastró a sus sesiones. El enemigo amagaba a atacar los puntos de Sierra Morena, y la dispersión que habían sufrido nuestras tropas no ofrecía bastante seguridad para contenerle, con lo cual parecía que las Andalucías estaban ya abiertas a sus incursiones. El peligro era más cierto que cercano; mas para el temor nunca está distante. Se propuso, pues, en la Junta la necesidad de trasladarse a la Isla de León, y de la resolución que se tomó entonces sobre este punto debo dar aquí más cumplida razón, por lo mismo que fue mirada con tanto desagrado y tuvo tan desgraciadas consecuencias.

120. La experiencia de lo acaecido en la salida de Aranjuez había hecho que la Junta acordase el sistema que debía seguir en el advenimiento de igual peligro. Cuando la dispersión de Medellín abrió al enemigo la entrada occidental de Andalucía, se empezó a hablar también en la Junta de nueva translación, y de aquí resultó que se esparciese la voz, no sólo de que iba a salir de Sevilla, sino también que se trasladaba a la América. Entonces, las personas de temple sereno, y que tenían más confianza en los recursos de la nación y más cuidado del decoro y dignidad de gobierno, obtuvieron que la Junta permaneciese inmóvil, y que para calmar la inquietud del público se expidiese y publicase el prudente Decreto de 18 de abril del año pasado. En este Decreto se declaró que «la Junta nunca mudaría su residencia, sino cuando el lugar de ella estuviese en peligro, o alguna razón de pública utilidad lo exigiese; que entonces lo anunciaría anticipadamente al público, señalando el lugar de su traslación; que este lugar sería elegido siempre por la mayor proporción que ofreciese para atender a la defensa de la patria, y en fin, que jamás abandonaría el continente de España mientras hubiese en él un punto en que pudiese situarse para defenderle contra sus invasores» 25. Pero al mismo tiempo, y para evitar los inconvenientes que una pronta y forzosa translación pudiese acarrear, se puso en discusión una excelente memoria, presentada por el Conde de la Estrella, que abrazaba cuantas providencias de precaución convenía tomar de antemano con este objeto; discusión que, penetrado de su importancia, renové yo con tanta repetición, que más de una vez me atrajo la nota de importuno y cansado, porque a la distancia del peligro no era bien percibida la necesidad de su resolución.

121. Fue, pues, consiguiente a todo esto, que no pocos resistiésemos la nueva propuesta de tan anticipada translación, así por no aumentar con ella el sobresalto en que estaba ya Sevilla por los progresos del enemigo, como porque la presencia de la Junta en la Isla no podía ser necesaria hasta pasada la mitad de febrero. Hubiera convenido sin duda que se trasladase allí nuestra comisión para trabajar con menos distracciones en los objetos de su cargo y en los preparativos del congreso; pero sus vocales nos abstuvimos de hacer esta proposición, porque no se creyese que nos movía nuestra particular conveniencia. Opinamos, por tanto, que convenía ir tomando las medidas necesarias para preparar la salida de la Junta, y anunciar al público la necesidad en que se hallaba de pasar a la Isla para arreglar la apertura de las Cortes, pero sin que se señalase día, ni se anticipase la salida a la última necesidad de hacerla. Con todo, fueron más los que, o temiendo o penetrando mejor los peligros que nos rodeaban, acordaron el Decreto de 13 de enero de este año, por el cual se anunció al público que la Junta debía hallarse reunida en la Isla para el 1 de febrero, residiendo entretanto en Sevilla el competente número de vocales para atender al despacho de los negocios, y se convino además que ningún vocal pudiese ausentarse antes del día 20.

122. Ya se ve que la continuación del despacho en Sevilla, acordada en el Decreto, se entendía principalmente con la comisión ejecutiva, puesto que pocos negocios de los reservados a la deliberación de la Junta plena podían ya ocurrir ni ser urgentes en aquellos días. Sin embargo, el Vicepresidente, el Secretario general y algunos otros resolvimos permanecer en Sevilla hasta el momento preciso, y aún pasado el 20, en que empezaron a salir los demás, continuamos nuestras sesiones por mañana y noche, dando vado a lo poco que pudo ocurrir. Los miembros de la comisión ejecutiva, sin indicarnos el motivo de su instancia, nos insinuaron más de una vez que podíamos partir también, mas no por eso abandonamos nuestro propósito, hasta que habiéndonos hecho entender, en la mañana del 23, que tenían acordada su salida para la madrugada siguiente, después de permanecer en sesión hasta las once de la noche del mismo 23, resolvimos también nuestra partida, la cual, por haber preocupado los coches y carruajes los que se anticiparon a salir, hubimos de hacer mi compañero y yo por el río, reuniendo en un barco nuestras familias y equipajes, salvo lo que por ser de más bulto quedó en Sevilla, donde pereció la pobre nueva librería que yo había podido juntar allí, y era lo más precioso de los restos del mío.

123. Navegamos felizmente a Sanlúcar el 24, y el 25 pasamos al Puerto de Santa María, donde ya nos sorprendió la noticia de los peligros e insultos que habían corrido y sufrido en su tránsito los compañeros que salieran al mismo tiempo que nosotros, con la desgraciada proporción de viajar en coche. Se habían dado más prisa que ellos los emisarios de los sediciosos de Sevilla, y conmovido en tal manera el pueblo de Jerez, que puso en el último riesgo sus vidas. No bastaron al Presidente, Arzobispo de Laodicea, y al Secretario general, D. Pedro de Ribero, su condecoración y sagrado carácter, ni al Vicepresidente, al digno y respetable Conde de Altamira, la ilustre y constante lealtad de su conducta, para que no fuesen apellidados infieles y traidores, y para no oír y ver cerca de sí los aullidos y los puñales de la canalla amotinada y mal reprimida por el ingrato y pérfido Mergelina, su corregidor. Corrieron igual peligro el honrado y ardiente patriota D. Antonio Cornel, ministro de la Guerra, y el vocal D. Félix Ovalle, que acompañaba a Altamira. Los salvó a todos la protección del cielo, y llegando a la Isla, lograron reunirse con los compañeros que se habían dado más prisa para establecerse allí.

124. Entretanto se habían juntado a nosotros en el Puerto de Santa María D. Francisco Castanedo, don Sebastián de Jocano y el barón de Sabasona, que vinieran también por el río. A las nuevas de los atropellamientos de Jerez se añadían ya los anuncios del alboroto de Sevilla y resoluciones de su Junta, que sin duda se anticiparon de propósito para prevenir en contra nuestra la opinión pública, y uno y otro nos obligó a reunirnos en conferencia sobre el partido que deberíamos tomar en tan estrecha situación. En esta conferencia, después de acordar que se escribiese a la Isla para tomar lengua y luz sobre la suerte de nuestros compañeros, que aún ignorábamos, tardamos poco en convenir en la única medida que podría evitar la anarquía y salvar la patria. Muy luego tuvimos noticia de que el Presidente y Vicepresidente se hallaban salvos y reunidos a los demás en la Isla, y a poco tiempo recibimos la orden de pasar allí, lo que verificamos sin la menor tardanza, dejando en el Puerto al marqués de Camposagrado, para enterar del estado de las cosas y conferir con el general Castaños, que pasando a Sevilla, era esperado allí.

125. Llegado que hubimos, se nos enteró de haberse llamado allí al mismo general, que antes fuera nombrado capitán general de Andalucía por la comisión ejecutiva, y hallamos también que la idea de nombrar una Regencia era casi unánime en los vocales de la Junta, así como la de los principales sujetos que convenía poner en ella. Desde entonces la Junta continuó sus sesiones ordinarias en la forma acostumbrada, y entró a deliberar sobre este objeto, sin perder de vista el de la reunión de las Cortes, ya convocadas, y al cual llamamos con grande instancia su atención los que componíamos la comisión encargada de su preparación, no tanto por no malograr el fruto de nuestras tareas, como para que la Junta, ya que no pudiese coronar, no dejase imperfecta la más grande y gloriosa operación de su gobierno.

126. Era de ver en aquellos apurados momentos la magnánima tranquilidad con que los depositarios de una autoridad tan perseguida y de tantos peligros rodeada se ocupaban en deliberar sobre estos grandes objetos. Mientras los emisarios de sus enemigos, después de haber sembrado la cizaña de la revolución en los pueblos del tránsito, se rebullían en Cádiz para excitar la tormenta que muy luego se levantó allí contra nosotros, nosotros, cerca de sus puertas, deliberábamos con sosiego sobre los medios de restablecer el orden, destruir la anarquía, asegurar el mando supremo y promover la defensa de la patria y la suya. Varios acuerdos fueron el resultado casi unánime de estas deliberaciones: que resignásemos el mando sin reservar ni pretender otra recompensa que la honrosa distinción del ministerio que habíamos ejercido; que se anunciase esta resolución por un edicto que instruyese a la nación en los motivos de ella; que se nombrase una Regencia de cinco individuos, siendo uno de ellos por representación de nuestras Indias; que ninguno de nosotros pudiese ser nombrado para este nuevo gobierno; que se formase para él un reglamento, y arreglase la fórmula del juramento que debían prestar sus individuos antes de instalarle; y en fin, que reuniendo los acuerdos hechos por la Junta, a propuesta de la comisión de Cortes, acerca de la institución y forma de las que estaban convocadas, y determinando los puntos propuestos y pendientes acerca de este grande objeto, se sancionasen previamente por un decreto que los declarase y contuviese.

127. La redacción del reglamento y decreto nos fue cometida a D. Martín de Garay y a mí, que desde luego nos dedicamos a trabajar uno y otro. Presentado el primero, después de sufrir varias considerables modificaciones, fue aprobado y sancionado por la Junta26; y lo fue asimismo la fórmula del juramento que debían prestar los miembros de la Regencia a la entrada de su cargo, que también nos había sido cometida.

128. En cuanto al Decreto, habíamos procurado nosotros que no quedasen olvidados, ni pendientes, ni abandonados al arbitrio de ninguna otra autoridad, los puntos cuya decisión era indispensable, para no dejar aventuradas ni la reunión del primer Congreso ni su buena organización. En consecuencia de esto, se estableció por el artículo 2.º que inmediatamente se expidiesen las convocatorias a los grandes y prelados del reino. En el 4.º y 5.º se de terminó la forma en que se debían hacer las elecciones de los diputados suplentes, así por las provincias de América como por las de España sujetas al enemigo. Por el 9.º se mandó crear una diputación de Cortes, para que, subroga da a la comisión de este título, continuase los trabajos que aquella había promovido bajo la autoridad de la Junta Suprema, y además se señalaron a esta diputación las funciones indicadas en los artículos 4.º, 5.º y 8.º. Por el 11.º se confirmó la existencia y ordenó la continuación de las juntas auxiliares de la comisión de Cortes, creadas por autoridad de la Junta Suprema, para que continuaran sus trabajos, y los pasasen a la diputación de Cortes, y és ta a la Regencia, y las proposiciones y proyectos formados por ellas se presentasen a su tiempo a las Cortes. Y, finalmente, por los restantes artículos, desde el 12 al 25, se acordaron los demás puntos que decían relación a la apertura, institución y organización de las próximas Cortes generales y extraordinarias. Todo lo cual, examinado y aprobado por la Junta plena, fue sancionado por el citado último Real Decreto de 29 de enero27. Y con esto, llenos, en cuanto nos fue posible, todos nuestros deberes, se pudo ya proceder al nombramiento de los miembros de la Regencia.

129. Es también admirable la imparcialidad y conformidad con que se hizo esta elección. Casi todos a una habíamos puesto los ojos, primero en el venerable Obispo de Orense, por la alta opinión que de sus virtudes apostólicas, su sabiduría, su patriotismo y firmeza de carácter tenía la nación entera. Segundo, en D. Francisco de Saavedra (que envuelto en el torbellino de la insurrección de Sevilla, había logrado ya salir de sus vórtices y estaba en la bahía), por la íntima convicción y experiencia que teníamos todos, así de sus vastos conocimientos políticos, económicos y militares, como de su inalterable probidad y amor público. Tercero, en el general Castaños, por la distinguida opinión que sus talentos militares, prudencia política y gloriosa campaña de Bailén le habían granjeado; opinión tan cruelmente perseguida, como modestamente vindicada en aquel manifiesto, que descubriendo el origen e indicando los instrumentos de su difamación, hizo resplandecer su mérito con mayor brillo. Y cuarto, en D. Antonio Escaño, tan conocido en la Junta por su celo y constante probidad, como en la nación por sus grandes conocimientos marítimos, uno y otro realzado con su incesante aplicación y admirable modestia. Sólo se vaciló en cuanto a la elección del quinto regente, que debía entrar por representación de las Américas, no siendo acorde la opinión de los votantes acerca de las calidades que debían concurrir en la persona nombrada para tan alto cargo y representación. Algunos individuos de la Junta indicaron a D. Esteban Fernández de León, contador general de Indias y ministro del Consejo reunido, que aunque no nacido en América, pertenecía a una familia distinguida y arraigada en Caracas; había residido allí mucha parte de su vida, y desempeñado con buena reputación varios distinguidos empleos del real servicio, por lo cual, y por la opinión que se tenía de sus recomendables prendas, se inclinó a su favor la mayoría de los votos y quedó nombrado para la nueva Regencia.

130. Era el día 2 de febrero el señalado por la Junta Suprema, en su Decreto de 29 de enero, para la instalación de este nuevo gobierno; pero a medida que los enemigos exteriores y los agitadores intestinos adelantaban en sus progresos, se hacía más necesaria la existencia de una nueva autoridad, que atrayendo a sí la atención y confianza del público, fuese bastante poderosa para refrenar a unos y otros con vigorosas y enérgicas providencias. Se acordó por tanto acelerar la instalación de la Regencia, y se verificó en la última sesión celebrada por la Suprema Junta Central, en la noche del 31 de enero. En ella, reunidos todos los centrales que estábamos en la Isla, y hallándose ausentes dos individuos de los nombrados para la Regencia, leídos que fueron el decreto de erección y el reglamento, y después de haber prestado el juramento que va indicado en manos del arzobispo de Laodicea, nuestro presidente, los regentes D. Francisco Javier Castaños, D. Antonio Escaño y D. Esteban Fernández de León fueron puestos en posesión de su cargo; con lo cual, y leído por D. Martín de Garay el edicto y un breve y elocuente discurso de despedida, que formó él mismo a nombre de la Junta, dejó ésta resignada, en manos del nuevo gobierno, toda la autoridad que hasta entonces había ejercido con tan puro y constante celo, como no merecida desgracia. (Véase los Apéndices número XIX y número XX).

131. Así coronó la Junta Central las funciones de su augusto ministerio, salvando a la patria de la horrible anarquía en que sus enemigos internos la tenían envuelta, y si pesarosa de no haber tenido la gloria de resignar su autoridad en mano de los augustos representantes de la nación, como había tan ardientemente anhelado, al menos muy consolada con añadir este último sacrificio a los demás que había hecho en su servicio y obsequio. El plazo de dieciséis meses en que yo concurrí al desempeño de sus funciones fue, a la verdad, breve en el tiempo, pero largo en el trabajo, penoso por las contradicciones y peligros, y angustiado por el continuo y amargo sentimiento de que ni la intención más pura, ni la aplicación más asidua, ni el celo más constante bastaban para librar a la patria de las desgracias que la afligieron en este período. Si durante él he llenado yo con la integridad que exigía aquella augusta magistratura y con la lealtad propia de un buen ciudadano y fiel patriota sus deberes, lo juzgarán mis lectores, por esta fiel y sincera exposición de mi conducta. Mi conciencia me dice que sí, y consolado con este íntimo y dulce sentimiento, acabaré este artículo diciéndoles lo que Cicerón a Pompeyo en una de sus cartas: «Nulla enim re tam laetari soleo quam officiorum meorum conscientia; quibus si quando non mutuo respondetur, apud me plus officii residere facillime patior». Epistol. ad Familiar., Lib. V, Epist. 7.



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