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D. Gaspar de Jovellanos a sus compatriotas: Memoria en que se rebaten las calumnias divulgadas contra los individuos de la Junta Central y se da razón de la conducta y opiniones del autor desde que recobró su libertad

Melchor Gaspar de Jovellanos



Portada de la obra




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I

Los desaires y sinsabores que sufrimos el Marqués de Camposagrado y yo después de nuestra separación del Gobierno, ya en la bahía de Cádiz, ya en esta villa de Muros, nos obligaron a dirigir al Supremo Consejo de Regencia la representación de 29 de marzo del año pasado, que se halla en el Apéndice, al número XXIV; y no produciendo este recurso el efecto que deseábamos y teníamos derecho a esperar, y continuando en oír y leer las indiscretas censuras con que por todas partes se insultaba sin distinción, sin justicia ni miramiento a los que compusimos la Junta Central, y agravándose así de día en día la inquietud y disgusto de nuestra situación, que ya por otras causas era harto amarga, resolvimos entrambos tomar la pluma para poner a cubierto de tantas invectivas nuestra personal reputación y esto fue lo que dio impulso a la presente Memoria y a la que publicará mi compañero con respecto a las providencias y negocios del ramo militar.




II

Escrita ya en el tiempo que indican sus fechas, no fue tan fácil verificar su publicación. Imprimirla en Cádiz no me era dable; en Galicia, si posible, era peligroso. Entre muchas personas distinguidas de este reino que nos han honrado con su aprecio, y algunas muy dignas y recomendables a quienes debimos y debemos singulares muestras de inclinación y favor, había tal cual otra a quien pudieran desagradar las verdades escritas en ella, y no faltar el influjo necesario para impedir su divulgación. El Real Decreto de la libertad de la imprenta removió este peligro; pero la falta absoluta de medios para costear la impresión la retardó todavía. Entrado ya este año, un amigo de la justicia, de los hombres de bien y mío, tuvo la bondad de tomar este gasto a su cargo, pero como nuevos motivos me obligasen entonces a resolver mi vuelta a Cádiz, me propuse partir allá con mi escrito. Me disponía ya a hacerlo, cuando, no sin gran sorpresa, hallé que se me negaba el pasaporte y que, con pretexto de ciertas órdenes del Gobierno, que ciertamente no se entendían conmigo, se me obligaba a pedir una licencia que ya muy de antemano tenía. La pedí en efecto; pero temiendo la lentitud de los correos marítimos, y fatigado por fin con tantos embarazos, abandoné mi manuscrito y le remití a La Coruña, donde hoy sufre lo que las circunstancias del tiempo, combinadas con las de nuestra industria tipográfica, ofrecen a semejantes empresas. He aquí por qué esta Memoria saldrá a luz tanto tiempo después de lo que yo quisiera y hubiera convenido.




III

En medio de tanta suspensión, el público supo y sintió la muerte de un célebre general, de quien se habla y a quien se alude más de una vez en esta obrita. La sentí yo también, porque siempre aprecié sus talentos militares y siempre le deseé muy sinceramente toda la gloria que le hubieran podido granjear en la defensa de la patria. Pero la sentí mucho más porque mientras existía podía hacer alguna explicación de su conducta en los hechos en que me creí con derecho a censurarla; y entonces mi censura, pareciendo más franca y noble, hubiera tenido mayor fuerza. Aun por eso la borraría ahora de buena gana, si en un negocio en que están comprometidos el honor del país en que nací y el deber de mi representación, fuese mi silencio conciliable con los poderosos motivos que me obligaron a romperle. A bien que mi censura recae sobre hechos públicos, que cualquiera que tenga interés o deseo y se halle con razón para impugnarlos, lo podrá hacer, contradiciéndolos, explicándolos o disculpándolas, según le pareciere. Y como por otra parte mi honor me ha empeñado en esta lucha de razón contra otras muchas personas autorizadas y respetables, tampoco temo que la maledicencia diga que sólo tuve valor para lidiar con un muerto, cuando no me ha faltado para lidiar con tantos vivos.




IV

He dividido esta Memoria en dos partes, destinando la primera a desvanecer las calumnias que divulgó la envidia contra los que compusimos la Junta Central, y la segunda a dar razón de mi conducta en la presente época. La primera parte subdividí en tres artículos, para probar en el primero que no usurpamos ni abusamos del poder supremo; en el segundo, que ni malversamos ni pudimos malversar los fondos públicos; y en el tercero, que fieles a nuestro deber y a la patria, trabajamos por su defensa y su gloria con toda la lealtad y constancia que convenía a celosos magistrados y sinceros patriotas. Partí la segunda en otros tres artículos, exponiendo en ellos mi conducta y opiniones: primero, desde que recobré mi libertad hasta que fui nombrado para el Gobierno Central; segundo, desde la instalación de este Gobierno hasta la creación de la Suprema Regencia; y tercero, desde este punto hasta el día. Si en un escrito en que trato de tantas materias y negocios, sin otro auxilio que mi flaca memoria, hubiere incurrido en algún error o equivocación, sépase que estaré en todo tiempo tan pronto a retractarlos y a satisfacer a cualquiera que me los advirtiere de buena fe, como lo estaré a sostener la verdad si sólo por resentimiento o por malignidad fuere combatida.

Ea natura rerum est, et is temporum cursus, ut non possit ista, aut mihi, aut caeteris fortuna esse diuturna; nec haerere in tam bona causa, et in tam bonis civibus tam acerba injuria.


Cicerón a Cecina, Epist. 5, Lib. VI ad Famil.                







ArribaAbajoIntroducción. Motivo y objeto de esta Memoria

1. Por fin, la nación española se va a juntar en Cortes. El Real Decreto que las anuncia para el próximo agosto se lee ya con entusiasmo en todas partes. A su voz, las juntas electorales se congregan en las parroquias, en las villas y en las capitales para nombrar sus diputados. Muchos, partiendo ya de sus provincias, se dirigen a la real Isla de León. Aún aquellos pueblos que están separados de nosotros o por inmensos mares o por la cercana tiranía, concurrirán representados por naturales suyos; y la voluntad de todos los padres de familia que habitan los vastos continentes de una y otra España va a ser declarada en este augusto Congreso, el más grande, el más libre, el más espectable que pudo concebirse para fijar el destino de una nación tan ultrajada y oprimida en su libertad, como magnánima y constante en el empeño de defenderla.

2. Al contemplar esta grande idea, mi corazón salta en el pecho de alegría, viendo acercarse el momento que tan ardientemente había deseado. Después de haber sido el primero a proponer en la Suprema Junta Gubernativa la necesidad de anunciar a la nación unas Cortes generales; después de haber procurado demostrar la justicia y utilidad de esta medida; después de haber promovido con el más puro celo los Decretos que acordaron y fijaron su convocación y de haber cooperado por espacio de ocho meses con todas las fuerzas de mi espíritu para el arreglo de su organización y la preparación de sus trabajos, ¿qué me quedaba que desear, sino el ver empezada esta grande obra?

3. No era, por cierto, el interés quien me inspiraba tal deseo. Ninguna especie de ambición, ninguna mira de provecho personal le excitaba en mi espíritu. Le excitaban solamente el ardiente amor que profeso a mi patria, y la esperanza de los grandes bienes que creía cifrados en tan saludable medida. Creía yo que sólo una reunión tan augusta y legítima podía inspirar los sentimientos magnánimos, preparar los inmensos recursos y producir los heroicos y unánimes esfuerzos que el peligro de la patria reclamaba. Creía que ella sola podía salvarla, y que, después de salvarla, ella sola podía restablecer y mejorar nuestra constitución, violada y destruida por el despotismo y el tiempo; reducir y perfeccionar nuestra embrollada legislación, para asegurar con ella la libertad política y civil de los ciudadanos; abrir y dirigir las fuentes de la instrucción nacional, mejorando la educación, y las de la riqueza pública protegiendo la agricultura y la industria; desterrar tantos desórdenes, corregir tantos abusos, reparar tantos agravios y enjugar tantas lágrimas como habían causado la arbitrariedad de los pasados Gobiernos y el insolente despotismo del último reinado. Creía, en fin, que cuando en los profundos designios de la Providencia estuviese condenado el viejo continente de España a ser presa del tirano de Europa, ella sola, insuperable y firme en sus propósitos, podría salvar la patria en su nuevo continente; y dejando sembrados el rencor y la fidelidad en el corazón de sus hijos cautivos, para que brotasen en tiempo más dichoso, pasar a aquellos dilatados países con la constitución y las leyes que hubiese dictado para hacerlos felices, a renovar en medio de ellos sus juramentos de constante amor al desgraciado Fernando VII, y de eterno odio y detestación a Bonaparte y su infame dinastía.

4. Estos eran en otro tiempo mi único deseo y esperanzas; pero otros, menos desinteresados, aunque no menos justos, han nacido en mí y unídose después a ellos. Comprendido en la persecución más atroz que puede presentar la historia de los Gobiernos, en las acusaciones más injustas que pudo inventar el furor de la calumnia, y en la difamación más general y más negra que esta furia infernal pudo inspirar al vulgo contra sus magistrados; herido en lo más vivo de mi honor, y casi despojado del único premio porque había sudado y suspirado en todo el curso de mi vida, ¿qué podía yo desear sino una protección a cuya sombra me fuese lícito producir libremente mis quejas; una protección que no pudiese corromper la intriga con sus artificios ni robarme la calumnia con sus imposturas y amenazas, y en cuya respetable imparcialidad encontrasen la iniquidad un freno poderoso y la inocencia un apoyo seguro?

5. Porque en medio del trastorno de la opinión, del silencio de las leyes y de la ineficacia de la autoridad pública, ¿dónde buscaría yo o dónde hallaría este apoyo para reclamar mi desagravio? ¿Le buscaría en alguna de las Juntas Provinciales, en quienes las circunstancias han reunido tan grande suma de autoridad? Pero la calumnia se presentó a sus puertas y las cerró para mí; y el vulgo, deslumbrado y agitado por ella, excitó contra la inocencia los mismos cuerpos que podían y debían protegerla ¿Acudiría a las autoridades civiles? Pero ¿a cuál, cuando unas, en medio de tan espantosa y inesperada revolución, enmudecían amedrentadas, y otras, a la sombra de ella, trataban sólo de satisfacer su ambición y vengar sus particulares resentimientos? ¿Acudiría al Supremo Consejo de Regencia, en quien la nación acababa de poner su última esperanza? ¡Ah! una triste experiencia me hizo probar la ineficacia de este recurso; y si bien conocí el buen celo de esta autoridad, conocí también lo poco que puede la autoridad contra la fuerza de la opinión pervertida, y que toda su justicia no bastó para resistir a tantos clamores irritados, a tantos extraviados consejos ni a tantos y tan encarnizados enemigos. ¿Y qué? ¿Hubieran permitido éstos a la Suprema Regencia que protegiese a los mismos que la habían creado, a los que habían ejercido y acababan de depositar en ella su mismo poder, a los que calumniados de haber usurpado este poder y de haber abusado de él, le enseñaban con su ejemplo a temer la misma imputación? Así es que a ninguna parte podía yo dirigir mis quejas, y que de ninguna podía esperar mi desagravio, sino de mi nación, pero mi nación tampoco podía oírme; las autoridades que la representaban me hacían enmudecer. Era preciso que se hallase solemnemente congregada, para que a su vista se humillase y a su voz enmudeciese toda autoridad, y para que a su sombra pudiese la inocencia producir sus quejas y esperar su desagravio. Este deseado momento se acerca, y mis quejas van a ser oídas de mis conciudadanos.

6. Sin embargo, estas quejas no irán ahora encaminadas a los augustos representantes de mi nación, sino a la nación misma. No los busco ahora como a mis jueces, sino como a mis protectores. Serán mis jueces cuando, para examinar la conducta del Gobierno Central, me llamaren a responder de sus operaciones como uno de sus miembros. Serán mis jueces si alguno me acusare ante ellos de haber faltado a mi deber en el desempeño de aquellas augustas funciones. Acaso si estuviese abierto este juicio común, no tendría yo que dar razón de mi conducta particular. Pero: ¡ah! ¿dónde está la esperanza de un juicio tan cerrado hoy para mí como para mis ilustres compañeros, que lejos de temerle, le desean, como yo, con ansia, y le esperan llenos de consuelo? Para entrar en él deberíamos estar presentes, y el furor de nuestros enemigos nos ha arrojado del teatro de la justicia. Deberíamos tener a la mano las actas de nuestras providencias, y los instrumentos y testigos de nuestras operaciones, y los medios y recursos de nuestra defensa y de todos se nos ha alejado y defraudado. Deberíamos estar juntos, y no sólo se nos forzó a dispersarnos, sino que se nos ha prohibido el reunirnos. Deberíamos ser libres, y se nos ha puesto bajo la autoridad y vigilancia de los jefes militares de las provincias en que estamos esparcidos. En fin, deberíamos estar en plena posesión de nuestros derechos, y todos han sido violados y ultrajados escandalosamente. Si, pues, se ha de realizar este juicio, deberá empezar reintegrándonos en nuestra dignidad, nuestro estado, nuestra libertad y nuestros derechos, que sólo podemos perder después de un juicio legal; y entonces, ora seamos provocados, ora llamados, ora admitidos a él, compareceremos tan serenamente ante nuestros jueces como ante nuestros acusadores.

7. Entretanto acudo yo a otro juicio, menos solemne a la verdad, pero no menos legítimo ni menos respetable. Acudo al juicio de mi nación, no cual estará representada por el clero y nobleza, y por los ilustres diputados de sus pueblos, sino cual existe en todos y en cada uno de los miembros de la sociedad en que vivo. Acudo a aquel infalible juicio de opinión que esta nación grande y virtuosa ha ejercido siempre sobre la conducta y acciones de sus ciudadanos, y que en medio de la opresión y la tiranía y a la vista misma de los malvados instrumentos del despotismo, ha pronunciado siempre para consuelo de la inocencia y oprobio de la iniquidad. Acudo, en fin, al juicio de esta nación gloriosa, cuya autoridad será inmortal, como ella, y que reunida o dispersa, vencedora o vencida, libre o tiranizada, juzgará eternamente las buenas y malas acciones de sus hijos, respetada siempre por los propios y no pereciendo jamás en la memoria de los extraños.

8. Tal es el tribunal augusto a quien me dirijo, tan confiado en su alta imparcialidad como en mi propia justicia. Ante él expondré con sencillez y verdad cuáles han sido mis opiniones, y cuál mi conducta en el desempeño del ministerio público que acabo de ejercer, y de él esperaré la calificación y el desagravio de mi inocencia. De él los esperaré, no por una de aquellas sentencias que acordadas bajo la majestad del dosel y pronunciadas con fórmulas solemnes, bastan, para poner la inocencia al abrigo de la injusticia; sino por una de aquellas que, promulgadas por la respetable voz del público, penetran el espíritu y se graban en el corazón de todos los ciudadanos virtuosos; de aquellas que obligándolos a adoptar como suya la causa del hombre de bien, amedrentan con la terrible fuerza de la opinión a los más poderosos partidarios de la calumnia. ¡Españoles de uno y otro hemisferio, vosotros, que sois tan distinguidos entre las naciones, tanto por vuestra rectitud y buena fe como por vuestro valor y magnanimidad, vuestra justicia invoco! ¿Qué? Después de tantas injurias recibidas, de tantas humillaciones devoradas, de tantos atropellamientos sufridos en el discurso de mi vida, ¿no podré yo en el término de ella esperar de vuestra justicia mi desagravio? Mientras vuestros fieles representantes, examinando la conducta del Gobierno Central, confunden con sus decretos a los calumniadores de tan buenos ciudadanos como entraron en su seno, juzgad vosotros de la mía; y si la hallareis digna de vuestro aprecio y gratitud, dadme en ellos el único desagravio y la única recompensa a que aspiro; la única que ha apetecido siempre mi corazón, y la única que puede ser dulce y preciosa para un buen amigo de la patria.

9. Pero ¿podré yo hablar de mi conducta y opiniones? ¿Me atreveré a indicar el puro origen de que nacieron y el noble objeto a que fueron dirigidas, sin disipar antes las nubes que la calumnia quiso levantar sobre ellas? Si pregunto a mi conciencia, me dice que la voz de aquel monstruo no pudo dirigirse contra mí; pero si consulto a mi honor, me advierte que su veneno fue derramado sobre todos los miembros del Gobierno Central, sin exceptuar a alguno; y que envolviendo en unas mismas imputaciones a tantos individuos, sin la menor excepción, ni consideración a la dignidad, al Estado, al carácter, a los talentos, a los servicios ni a la reputación de cada uno, fuera en mí o demasiada presunción o muy poca delicadeza desentenderme o darme por exceptuado en tan general difamación. Me dice también que no es el juicio de mi conciencia sino el del público, quien me puede absolver de ella, y que por más favorable que me haya sido en otro tiempo su opinión, siempre podrá decirme: «No nos hables por ahora de tu conducta; por lo mismo que no nos es desconocida del todo, no es esto lo que esperamos de ti. Eres acusado de haber concurrido con tus hermanos a la usurpación de la autoridad soberana, al robo de la fortuna pública y a los progresos del enemigo de la patria. Danos primero satisfacción sobre estas gravísimas imputaciones. Sin esto, por más que nos digas de tu proceder, no podremos determinar el aprecio o censura a que te hayas hecho acreedor». Esto me dice el público, y mi honor no puede no respetar su voz. Voy, pues, a satisfacer su deseo, dividiendo este escrito en dos partes, y sin prevenir en una ni en otra el juicio de los representantes de la nación ni el examen de la conducta del Gobierno Central y de la mía, diré en la primera lo que baste para desvanecer aquellas calumnias, y en la segunda haré la sencilla exposición de mi conducta, para acabar de disiparlas.






ArribaAbajoParte primera. Se desvanecen las calumnias divulgadas contra los miembros de la Junta Central

1. Esta empresa no será tan difícil como puede parecer a nuestros émulos, puesto que la simple exposición de los delitos que se nos achacan basta para probar su falsedad. Ahora se considere la atrocidad de su naturaleza, ahora el número y carácter de las personas a quienes se imputan, ahora la indistinta generalidad con que les fueron imputadas, ¿quién será el que no penetre, no ya su inverosimilitud, sino aun su absoluta imposibilidad? Y si publicadas con tanto aparato, difundidas con tanto artificio, inculcadas y repetidas por tantas bocas y tantas plumas venales, y favorecidas de tan terribles y desgraciadas circunstancias, pudieron hallar acogida por algunos días en la credulidad del vulgo idiota y en la suspicaz desconfianza de nuestros émulos, ¿quién será hoy el hombre imparcial, que considerándolas tranquilamente, no las deseche con tanto asombro como indignación?

2. Es, con todo, necesario entrar en el examen de estas calumnias, así para demostrar su falsedad, como para hacer ver el perverso fin a que fueron dirigidas, para lo cual bastará dar una ligera idea de su origen. Dándola, prescindiré de sus autores, porque no es mi ánimo denigrar a otros, sino defenderme a mí. Si no son más que enemigos míos, los desprecio y perdono; si lo son de la patria, el Gobierno cuidará de descubrirlos y escarmentarlos. Tal vez su misma conducta se los dará a conocer. Tal vez los columbrará entre tantos como tratan hoy de realzar su opinión a expensas de la ajena, o entre aquellos que nunca contentos con su suerte, y sin talentos ni valor para adelantarla, promueven su ambición y buscan su gloria, más con baladronadas de celo y patriotismo que con insignes servicios hechos o ilustres sacrificios consagrados a la nación. Por mi parte muy poco ganaría en que fuesen señalados con el dedo; lo que me importa es demostrar la perversidad de sus propósitos y la iniquidad de sus medios, y esto haré, subiendo al origen de las calumnias que voy a combatir.

3. La confianza y benevolencia nacional, que rodearon a la Junta Gubernativa en sus primeros días, no decayeron del todo en medio del gran conflicto en que puso a la patria la segunda irrupción de los franceses. Se la conservaron, y acaso la aumentaron, el heroico celo y constancia con que en tan inminente peligro atendió a la salvación del Estado. Aunque la ocupación de Madrid la forzó a abandonar su residencia, más para seguridad del supremo poder de que era depositaria que para la suya, después de enviar comisarios a todas las provincias para animar el espíritu público; después de encargar a una comisión activa que dictase las órdenes, siguiese las correspondencias y proveyese a los negocios que ocurriesen en el curso del viaje; después de detenerse reunida un día en Talavera y cuatro en Trujillo para deliberar en común y acordar con el ministro de la nación británica muchas medidas importantes, procedió a establecerse en Sevilla.

4. En esta residencia, la extraordinaria actividad que puso en reunir, reforzar, armar y vestir los ejércitos dispersados en las desgraciadas acciones de Espinosa, Burgos, Tudela y Somosierra, y sobre todo, en levantar la más numerosa caballería que jamás había visto España, restableció del todo la confianza pública, y llenó a la nación de esperanza y consuelo. Con igual constancia y no menor actividad se aplicó a reparar la pérdida sufrida en la gloriosa derrota de Medellín y en otras que la sucedieron; y el esfuerzo y gloria con que vencieron nuestros ejércitos en Talavera, Almonacid y Tamames será siempre un testimonio de su celo, que las pérdidas posteriores no podrán oscurecer. Este celo, exaltado, por decirlo así, con las mismas desgracias, dictó al Gobierno Central otras medidas, no menos generosas ni menos dignas de la confianza de la nación. Desde el mes de mayo del año pasado anunció la reunión de las Cortes para el presente, y si bien no determinó entonces su época, el nombramiento de una comisión para prepararla y la infatigable aplicación con que sus miembros se dedicaron al desempeño de este grande encargo, sería la prueba más constante de sus deseos cuando el Decreto de 28 de octubre, que fijó la época de las Cortes para el primero de marzo último, no los acreditase más eminentemente.

5. Pero entretanto que los buenos ciudadanos aplaudían estos esfuerzos, los envidiosos y ambiciosos que rodeaban al Gobierno Central desde su instalación, buscaban en las desgracias públicas pretextos para desacreditar su Gobierno y privarle de la confianza del público, que era el único apoyo de su poder. Cuanto más nos afanábamos en promover la defensa de la patria, tanto más se esforzaban ellos en censurar nuestra conducta y menguar nuestra opinión. De secretas y estudiadas murmuraciones, que empezaban en tertulias y conciliábulos y pasaban a los corrillos y cafés, se adelantaron ya a escritos insidiosos, cuyas imposturas, aunque envueltas en paralogismos y contradicciones, no eran mal acogidas del vulgo, siempre propenso a achacar a los que mandan los males que no quisiera sufrir. Así fueron preparando los ánimos para la disolución de un Gobierno, cuyo poder deseaban usurpar. La memorable y funesta derrota de Ocaña, llenando de terror a los buenos y de sospechas a los malos ciudadanos, acaloró sus esperanzas. La salida de la Junta Central para la Isla de León les señaló el momento, y la famosa Junta de Sevilla les abrió el teatro, antes preparado, para una revolución, cuyas tristes consecuencias no son todavía bien conocidas de la nación que las sufre.

6. En este teatro, pues, y en medio del tumulto y aullidos de una chusma desenfrenada, y a vil precio comprada para este objeto, fueron desenvueltos los negros designios que otras pérfidas y más ocultas tentativas no habían podido realizar. Los abrazó con ansia aquella Junta, antes tan célebre por su exaltado celo y eminentes servicios, y después tan corrompida por su insaciable ambición y tan envilecida por su ruin envidia; aquella Junta, que poco después, y mientras algunos de sus individuos, constantes y fieles a la patria, salían avergonzados de su seno, y exponiéndose a la proscripción y a la miseria, huían a buscar un asilo en el país de la libertad1, los demás, o cobardes o vendidos al enemigo, se preparaban ya para abrirle las puertas de la rica y populosa metrópoli de Andalucía, para recibir en triunfo al rey de farsa que el tirano les enviaba, y para aclamarle y asentarle en el glorioso trono conquistado por San Fernando. Allí fue donde se pronunciaron las calumnias maquinadas contra el Gobierno Central; allí donde fue sancionada y proclamada su disolución; allí donde usurpada escandalosamente la soberana autoridad, y allí, en fin, donde la nación, envuelta en la más funesta anarquía y desorden, vio a sus primeros magistrados y miembros del Gobierno legítimo expuestos a la furia y insultos de un vulgo tan artificiosamente irritado contra ellos.

7. No es de este lugar recordar los atropellamientos que sufrieron ni los peligros de que se hallaron rodeados algunos de estos dignos magistrados por el efecto de unas calumnias con tanto estrépito pronunciadas en Sevilla, con tanta rabia repetidas y circuladas en sus diarios, y con tanta rapidez difundidas por emisarios de los conspiradores, primero en los pueblos de la carrera de Cádiz, después en esta insigne ciudad y luego en las provincias libres. Pero sí lo es recordar a la nación los males a que esta sedición la expuso. Difamado el Gobierno que reconocía por legítimo, perseguidos y amenazados de muerte sus miembros, menospreciada y ultrajada en ellos la autoridad suprema, y esto en medio del más inminente peligro, con el enemigo a la espalda, la insurrección al frente, los vínculos de la unión social cortados o disueltos, y el terror y la desconfianza difundidas por todas partes, ¿qué hubiera sido de la patria, si estos mismos magistrados, tan indignamente perseguidos, no la hubiesen salvado, llamando a su socorro los ilustres ciudadanos que hoy la defienden, y entregándoles con tanta generosidad como prudencia el supremo poder, que la intriga pretendiera arrebatar de sus manos?

8. Mientras llega el día de paz y de justicia en que la nación, tranquila y desengañada, distinga sus verdaderos amigos de sus viles perturbadores, y reconociendo tan insigne servicio, recompense con su aprecio y gratitud a los dignos magistrados que le prestaron, entraré yo al examen de las calumnias con que se ha pretendido oscurecer su gloria. En este examen prescindiré de muchas que en el furor de la persecución se han acumulado contra nosotros. Porque, si se refieren a los errores y descuidos de nuestra administración, su censura está reservada al juicio de las Cortes; si a nuestra personal aptitud (pues también se nos ha tratado de ignorantes e ineptos), a esto, más que a nosotros, toca responder a nuestros comitentes; y siendo materia de mera opinión, queda mejor reservado al juicio libre del público. Pero no puedo prescindir de aquellas que refiriéndose a nuestra probidad y carácter moral, atacan la parte más noble y delicada de mi reputación, y la que más ardientemente deseo conservar.

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