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Dante en escritores argentinos: Echeverría, Borges, Battistessa, Rabanal

Leonor Fleming





Cada época hace su lectura de los clásicos, busca en ellos las respuestas o reformula las preguntas que le son contemporáneas porque, como escribe Ítalo Calvino, «Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir»1. En esta ocasión interesa averiguar qué dijo y qué sigue diciendo La comedia en tierra americana a través de las huellas que ha ido dejando en la obra de algunos escritores argentinos.

La investigación propone un itinerario por algunos autores que recurren a Dante y la cultura italiana como fuente de inspiración de sus obras. Puesto que el corpus es vasto y excede este trabajo, de la amplia posibilidad opto por cuatro nombres que, a la variedad cronológica, agregan la de los géneros que eligen. Esteban Echeverría desde la poesía y el cuento, y Rodolfo Rabanal con su última novela, enmarcan el trabajo en los comienzos de la literatura nacional y en el presente; Borges con sus Nueve ensayos dantescos, y Ángel Battistessa investigador y traductor de La Divina Comedia, desde otros géneros discursivos (el ensayo literario en uno, y la crítica académica en otro), dan cuenta de una misma filiación dantista que puso en marcha sus personales creaciones.


Dante en Esteban Echeverría

A partir del redescubrimiento de Dante por los románticos europeos, con Byron a la cabeza, los ecos de esa relectura llegan al Río de la Plata de la mano de la generación romántica de 1837, y se explicitan en la posterior traducción de La Comedia por parte de Bartolomé Mitre, miembro de la segunda generación romántica, que llegó a ser presidente de la Argentina entre 1862 y 1868.

Esteban Echeverría (Buenos Aires, 1805-Montevideo, 1851)2, formado en la estética neoclásica e introductor del romanticismo en el Plata, trae de su viaje a París (1825-1830) nuevas lecturas y una nueva sensibilidad que suponen una militancia poética y política; no sólo una nueva estética literaria sino la «regeneración» que proponía la revisión de valores establecidos y una nueva moral social. Estos principios forjarán el proyecto intelectual de la nueva nación puesto en acto después de la batalla de Caseros de 1952, en la que la derrota del caudillo federal Juan Manuel de Rosas da paso al protagonismo político de los unitarios.

El análisis de esas influencias ha sido presentado al congreso sobre Dante en América Latina del 2004, con actas en vías de publicación3. A título orientativo resumo el camino recorrido en ese trabajo y transcribo una síntesis de su tesis central.

A partir de las observaciones de Ángel Battistessa en Dante y las generaciones argentinas4, la investigación rastrea las huellas del florentino en la obra de Echeverría, tanto en los tópicos o reminiscencias literarias, como en ciertas posturas ideológicas expuestas en su prosa política; hace conjeturas sobre el origen y el tipo de esas influencias, ya sea que provengan en forma directa de la lectura del libro en su lengua original, según surge de los acápites citados por el argentino, o a través de las obras de los románticos europeos, que descubre en París. Y aún antes del viaje quizá, a partir de su lectura en las bibliotecas de los ilustrados del grupo rivadaviano de la generación del Himno, sus maestros y tutores.

Desde los poetas próceres de Mayo que leyeron en Dante al cultor de la libertad, hasta la traducción de La divina comedia por Mitre, en 1889, muchas parecen ser las motivaciones y préstamos, directos o indirectos, de la obra del florentino en los escritores del Plata. En esta ocasión me detengo en la presunta influencia de Dante en dos obras fundamentales de Echeverría: el poema «La cautiva» y el cuento El matadero.


Los acápites de La comedia en «La cautiva»

Una primera curiosidad que señala Battistessa es el hecho de que Echeverría resulta ser «el ocasional primer traductor argentino del Dante»5. Efectivamente, en el poema «La cautiva» incluido en Rimas, elige versos del «Infierno» para abrir «El festín» y «El pajonal», que titulan respectivamente la parte segunda y quinta del poema. Si bien consigna ambas citas en italiano, en el segundo caso incluye a continuación la traducción en español, lo que justifica el título de primer traductor que le adjudica el crítico.

Conviene analizar la relación entre el tema de cada parte, y los versos dantescos que la introducen. La primera cita (Inf. III, v 25-26), sólo en lengua original, prepara para «El festín», uno de los momentos literariamente más logrados del poema de Echeverría, en el que se describe la bacanal indígena en la pampa iluminada por las hogueras al regreso del malón, en medio de gritos incomprensibles, borrachera, sangre y el triste llanto de las cautivas. El acápite elegido corresponde a la babélica batahola que recibe a Dante y a Virgilio a las puertas del infierno. No es casual que para un poeta, obsesionado por la lengua, por la belleza y propiedad de las palabras, el infierno comience con ese «tumulto» (palabra adoptada también por Echeverría) de lenguas y «hablas horrorosas». Y que otro poeta, el rioplatense, elija justamente aquellos versos italianos que se refieren a la lengua martirizada para introducir al lector en el alboroto truculento de la fiesta bárbara.

He observado en la primera edición de las Rimas de 18376, que se conserva en la Biblioteca Nacional en Buenos Aires, que en el acápite a «El festín» se citan los versos italianos con un error, ya que en el epígrafe dice «Facévan» (sic), donde debería decir «facevano» de acuerdo con el original de La comedia. Aunque no es posible saber si se trata de una errata de imprenta o de un error del propio autor, me inclino por esta segunda hipótesis, que apoyaría mi sospecha de que Echeverría cita a Dante de memoria. Un dato que abunda en este sentido es el hecho de que al final de la edición príncipe de las Rimas, en la página 217, luego del índice, se consigna una lista de «Erratas notables» que recoge inclusive hasta faltas de puntuación, entre las que sin embargo no figura la que reseñamos.

Otra curiosidad que induce a pensar que Echeverría cita a Dante de memoria es la inclusión de un préstamo del italiano en el verso «los espiritus foletos»7 (significativamente también con error, ya que la grafía original es folleto, que significa trasgo), en lugar de usar, duende, gnomo, espectro o fantasma, sus equivalentes en español. Este vocablo italiano aparece junto a expresiones como el «genio de las tinieblas», el «misterio inmundo», «la lobreguez del abismo», que crean el clima tenebroso en los primeros versos de «El festín».

Por otra parte, palabras clave del léxico del florentino, transparentes en su versión española, como tumulto, murmullo, o el propio título: rimas, aparecen reiteradas en «La cautiva» y en otros poemas del rioplatense. No es descabellado sospechar la admiración por las imágenes infernales y hasta por las palabras del gran florentino, que ya aparecen en los primeros libros de Echeverría. En Elvira o la novia del Plata, editado por la Imprenta Argentina en 1832 sin nombre de autor, primer poemario del argentino que tiene el valor histórico de introducir el romanticismo en América y de ser el primero en lengua española, anticipándose en un año a El moro expósito del Duque de Rivas, encontramos imágenes y hasta palabras de indudable filiación dantesca8.

El segundo acápite de Dante en «La cautiva» (Inf. VII, v. 106), traducido por el propio Echeverría, se refiere a la esperanza: ese alto en el camino en el que Virgilio, el guía, anima a Dante, viajero cansado y temeroso en su descenso infernal. Sirve de introducción a «El pajonal», donde se narra el momentáneo descanso de la pareja de cautivos en su huida de la toldería indígena, cuando María, la protagonista, socorre y conforta al desfalleciente Bryan.

La barbarie, anunciada por el alarido infernal y su tumulto babélico, tiene como contrapunto la esperanza, cifrada en la heroína romántica, encarnación del ideal y alegoría de la pulcritud civilizada, por la que luchaban no sólo Echeverría, sino todo su grupo generacional. Deliberadamente o no, la elección de las dos citas de La comedia subraya en «La cautiva» los temas antitéticos del conflicto entre «civilización y barbarie», resumido en el binomio de Domingo Faustino Sarmiento que definió, con matices, la problemática de la literatura americana del XIX.




La comedia en la invención de El matadero

En uno de esos pasajes de La Comedia de inquietante realismo, cuando los cancerberos detectan, molestos, la intromisión de «un alma viva», Virgilio guía el descenso por las escarpadas cornisas infernales y Dante, en diálogo con su maestro, cuenta lo que ve:


«Cual ese toro que quebranta el lazo
cuando recibe la mortal herida
que a huir no atina y por doquier rebota,
vi yo al Minotauro hacer lo mismo;»


(Inf. XII, v. 22-25)                


Es posible asociar este toro furibundo con aquel otro que, siglos más tarde, corta el lazo y degüella al niño montado en su caballo de palo, en los corrales porteños del cuento El matadero9.

En el relato de Echeverría, este hecho incidental interrumpe el cuadro de costumbres introductorio y da paso a la acción, anticipando con su truculencia inesperada, la violencia de los cuadros posteriores, argumento central de la obra. Borges que, con elegancia, solía atribuir a otros sus propias opiniones, decía que a su padre le impresionaba más esta escena que la del unitario muerto en la tortura.

El cuento del argentino desdobla la condensada imagen de Dante en dos escenas con toro, de singular crudeza: el relámpago del lazo que degüella al inocente, y el gaucho federal «degollador de unitarios», que enfrenta y mata al toro levantando el cuchillo ensangrentado en señal de victoria.

En este contexto recordamos que el canto XII del Infierno está dedicado al séptimo círculo donde penan los violentos contra el prójimo. El furioso Minotauro que muerde de ira su propia cola, custodia el escarpado acceso. Al pie de la peña, en el abismo pestilente, las almas culpables, entre las que se identifica a varios tiranos célebres, penan sumergidas en un río de sangre hirviente, El Flegetonte, vigiladas por tropas de centauros, que les dirigen sus flechas desde el prado para impedir que asomen las cabezas.

Sin entrar en la revisión de la perspectiva histórica, aún hoy es fácil asociar estas imágenes dantescas de sangre, violencia y condena a los tiranos, con la visión que los unitarios tenían sobre el Buenos Aires mazorquero, ensangrentado por la crueldad represiva durante el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Es por tanto posible suponer que el poeta rioplatense, admirador del Dante, al que cita -quizá de memoria- en los acápites de sus poemas, haya tenido en su espíritu la fuerza de estos versos a la hora de elaborar su cuento. Este presunto referente literario, deliberado o inconsciente, pudo haber sido un disparador de la invención que, lógicamente, se suma a los datos inmediatos aportados por la propia realidad y las circunstancias políticas extremas en las que nace la pieza.

En este sentido, es sabido que el cuento del argentino tiene un claro referente histórico-político. El conflicto del joven unitario que muere víctima de la barbarie federal en el clima denso del matadero de Buenos Aires, es el pretexto para el alegato y la denuncia en contra de Rosas, quien controló el gobierno de la Confederación Argentina desde 1829 hasta 1852; es decir, durante toda la vida adulta del escritor. Como Dante, Echeverría muere en el exilio, en 1851, sin poder volver a su tierra ni verla liberada de sus adversarios. También, como el florentino, perdedor en el campo político, los enfrenta con el arma que maneja con destreza, y los denuncia en su literatura. El parentesco entre las circunstancias que les tocó vivir a ambos no es seguramente ajeno a la influencia que ejerce el florentino sobre el rioplatense.






Dante en Rodolfo Rabanal

En el otro extremo de nuestra historia literaria, la novela El héroe sin nombre10 (2006) de Rodolfo Rabanal, cuenta la historia de un escritor argentino que quiere escribir un ensayo sobre Dante en plena época de la dictadura militar, con el estrépito del mundial de futbol de 1978 como telón de fondo. Para ello, deja el Buenos Aires convulsionado por la represión y se recluye en un departamento de la ciudad-balneario de Mar del Plata. Al igual que en el cuento «El Sur» de Borges, el personaje huye de los problemas y pretende tapar con literatura la realidad; en el caso de Borges, lee Las mil y una noches; en el de Rabanal, escribe un ensayo sobre La divina comedia; en ambos, el protagonista no consigue su intento y sucumbe a la violencia del entorno. El texto de Rabanal une en una misma cadena de sentido la violencia de la dictadura militar de 1976, las guerras civiles de los caudillos argentinos de la época de Echeverría, «los condenados que Dante envía al infierno», y resume el clima de los tres momentos con las siguientes palabras: «barbarie, polvo, codicia, soledad y muerte» (Ivi. p. 119). Una parábola que parte de Dante y vincula literariamente la problemática florentina del medioevo, con los conflictos de la organización nacional de las «crueles Provincias Unidas» argentinas del XIX y las atrocidades de las dictaduras de nuestro tiempo.

Rodolfo Rabanal, «porteño de Pompeya y feliz poblador de Punta del Este»11, nació en 1940 y vivió en Buenos Aires salvo estancias más o menos largas en el extranjero (la más significativa fue la de París en los años '80, donde trabajó como traductor en la UNESCO) hasta que, como el personaje de su última novela, abandonó la capital para refugiarse a escribir en pequeñas ciudades menos inhóspitas; primero Pinamar, en la costa argentina, luego en la uruguaya, donde reside actualmente. Intelectual respetado, periodista, articulista, y docente esporádico, ha publicado más de una docena de libros que incluyen cuentos y otras prosas junto a las novelas12, su género preferido. Su compromiso político lo llevó a la gestión de gobierno cuando, repuesta la democracia en 1983, fue Subsecretario de Cultura durante el gobierno radical de Raúl Alfonsín.

Como su vida, las historias de Rabanal transcurren en climas de ciudad cosmopolita y en movimiento; tanto el narrador, su discurso y la problemática de sus invenciones son indeclinablemente porteños. Le interesa sobre todo la cara oculta de la gran urbe, los sutiles contrastes entre el brillo y su precio, el éxito y el menoscabo de sus actores, el renunciamiento imperceptible, la moral acomodaticia, la contracara sublime o envilecid de la sociedad del bienestar. Ahí asienta su apuesta y su crítica: elige el brillo para buscar sus fisuras. Ese mundo opaco y lamentable va apareciendo por los resquicios, asentado en la mirada irónica o desencantada del narrador, en los juegos intelectuales, las agudezas léxicas, el humor y la acidez de una prosa que corre a gran velocidad.

Con frecuencia las novelas indagan sobre las razones, el poder y los límites de la escritura; algunos de sus personajes son escritores, reflexionan sobre la literatura, hablan del libro como pacto o mandato; en algunas novelas el argumento tiene que ver con la escritura (frustrada) de un libro porque, con palabras de un personaje «sólo la ficción puede dar cuenta de la realidad»13. La obra dentro de la obra es un recurso con una larga tradición en la novela moderna, instalado en nuestra lengua por Don Quijote. Pero en el caso de El héroe sin nombre, la novela que nos ocupa, ese libro que quiere escribir el personaje es justamente un ensayo sobre La divina comedia.

El protagonista, un intelectual culto, racional y reflexivo, alter ego del autor, queda sin lugar en una sociedad maniquea, envuelta en el horror silencioso de la represión y el alboroto circense del mundial de fútbol. En medio de esa «selva oscura» tiene un propósito que lo sostiene y guía: escribir sobre lo sublime. Para lograrlo necesita abstraerse de la realidad, encarnada en dos grandes escollos, uno íntimo y otro social. Por un lado, el erotismo demandante de la relación sentimental con Ana María Ryghe, la médica que atiende a sus padres, asociada con el paraíso del placer pero también con «la pantera de la lujuria» (Ivi. p. 82). Por otra parte, el clima enrarecido del Buenos Aires de la represión, signado por el miedo y su humillante consecuencia del «no te metás», junto al barullo patriotero del acontecimiento deportivo. Fascinado por las conferencias de Borges en el teatro Coliseo14 (la realidad contamina la ficción), el personaje aborda al Dante con fines eruditos, asépticos, pero el itinerario literario por la obra, en este caso el Infierno, se vuelve contrapunto y espejo de ese «tiempo agarrotado» de la cruda realidad. El narrador, con Ungaretti, «busca un país inocente» (Ivi. p. 26), pero encuentra que «el Infierno parece ser la situación predominante de la época» (Ivi. p. 58).

El personaje de Rabanal abandona el trabajo, muda de ciudad y se aleja de su amante para «"ensimismarme" en el proyecto» (Ivi. p. 59); busca evitar intromisiones, pero la Argentina del Proceso aparece con su vulgaridad y vezania aberrantes: en la calle, en la prisión y tortura del hermano de su amante, en el delator conocido, en el rapto con señuelo a la vista de todos, y también en esa «mayoría pasiva que depuso la moral ante el miedo» (Ivi. p. 63). En el paralelismo de los dos infiernos, el literario y el que le toca vivir, el narrador lleva desventaja ya que no tiene un guía como Virgilio, sino a Lecombe, un escéptico profesor alcoholizado, lúcido y víctima de su propia lucidez en tiempos de oscuridad.

En la huida psicológica del peregrino aparece Italia como el paraíso deseado, en la imagen idealizada por la literatura de Stendhal, de Byron; la Italia tópica del lujo y la pasión lírica y galante. Este paraíso idealizado, destino del viaje planeado y nunca realizado por los amantes, resulta ser una claudicación juzgada en el contexto de La comedia: «somos pecadores viviendo el futuro en detrimento del presente». Pero el presente privado del gozo erótico de los amantes (erotismo no desprovisto de violencia), está inmerso en otro presente, el de la sociedad, calificado como «un desagrado... un peligro... una carencia» (Ivi. p. 135). De este tiempo amenazante se intenta huir por medio de la literatura, del viaje a Italia nunca concretado, del sexo apasionado como refugio gratificante.

La Beatrice de esta historia no es etérea sino carnal y ofrece su cuerpo al peregrino que, exiliado en tierra propia, huye de varias amenazas, incluida la obsesión erótica por la amada que lo aleja de su tarea. Pero en un juego de paradojas, la contracara de esta situación, la ausencia de la amante deliberadamente buscada por el protagonista para concentrarse en la escritura, se convierte en «esa presencia omitida y añorada» propulsora de creatividad, que el narrador compara con «la ansiedad persecutora de Dante, llevado de la mano de Virgilio hacia la mujer amada» (Ivi. pp. 138-139).

Aparece la alusión algo tópica al episodio de Francesca de Rimini como «pecadora llena de amor» en el hipotético juicio de Dante sobre su conducta. Aunque no hay reelaboración del pasaje, en una entrevista, a propósito de la conocida afirmación de Francesca sobre el dolor de recordar, en la desdicha, la felicidad pasada, el autor disiente y adjudica a Dante una «postura teologal»; afirma que desde Stendhal se la «discutió severamente», y dice que «si la felicidad ocurrió una vez, es posible que irradie para siempre»15.

Un asunto central que plantea esta novela y que la engarza en uno de los ejes de las influencias del Dante que inaugura Echeverría, es la postura del intelectual comprometido, el hombre cívico que pierde en la lucha política pero gana en la literaria, con la palabra escrita más perdurable y ubicua que la limitada vida del artista. Se puede entablar un parentesco de destino en las opciones morales de los escritores y de sus criaturas que, por lealtad a sus principios han padecido el destierro, el autoexilio o la muerte porque, involucrados con su tiempo, no han eludido el compromiso con la sociedad. Como observa Claudio Zeiger en una breve y lúcida crítica, la novela alcanza su climax en esa «figura del desaparecido alrededor de un cuerpo ausente de alguien que ha dejado textos escritos»16. La reflexión sobre la moral privada, asunto central de la novela, aparece explícita en una carta imaginaria del protagonista rescatada en los cuadernos de notas, en la que, antes de desaparecer, había escrito: «Es ahí donde empieza la ética, en el otro, más precisamente en el rostro del otro. ¿O hay algo más comprometedor que el rostro del otro? Porque desde el momento en que el otro me mira, ya soy "responsable" de él» (Ivi. p. 182).

Como en el cuento «El Sur» de Borges, el protagonista pretende, tapar con literatura la realidad y ésta se le impone y lo obliga a optar; pero ocurre también en ambos, que la toma de partido por la dignidad ante un hecho fortuito, carga de sentido heroico una vida anodina, revierte el signo de toda la existencia desde ese hecho final. Como Dahlmann, el personaje de Borges que viaja al Sur a la búsqueda de «un mundo más antiguo y más firme» y allí asume su compromiso y encuentra su fin, Pablo, el personaje de Rabanal, huye de la convulsión de Buenos Aires para encontrar la calma necesaria a su solipsismo literario; pero en Mar del Plata, la ciudad feliz, el destino lo pone a prueba, y elige involucrarse.

También como en el cuento de Borges, la ambigüedad del final es uno de los logros estéticos de esta novela. La información retaceada e insuficiente sobre el desenlace, basada en las conjeturas de los distintos personajes y la deliberada falta de claridad en la que desemboca una historia casi policial que oculta los últimos pasos de la víctima, ofrecen un final de excelencia, ambiguo en los hechos y circunstancias pero claro en la opción moral del personaje, ese hombre anodino que quiere teorizar sobre el infierno literario y es alcanzado por las llamas de la realidad y que, a regañadientes o forzado por los hechos, elige la conducta que se prueba a sí misma en la relación con el prójimo. Como Dahlmann, Pablo sabe que acepta «un arma», un reto, que no sabrá manejar; el azar lo involucra y no esquiva el riesgo, se obliga y compromete por esos dos desconocidos que ponen a prueban su dignidad, y pasa a formar parte de la siniestra lista de «desaparecidos».

Es el héroe sin nombre ni monumento, el que no pudo desentenderse porque el prójimo no le es indiferente. Con palabras de Zeiger, este libro plantea «un dilema moral y pone al héroe anónimo en trance de jugarse la vida a una ficha que puede ser tan trágica como banal», porque «la responsabilidad individual es en definitiva ser responsable del otro; la ética individual empieza exactamente en el rostro del otro»17.




Battistessa y Borges

Desde la opción literaria y el estilo diametralmente opuesto de cada uno, ambos dan su versión de la lectura de La comedia. Ducho en saltar límites entre los géneros, Borges opta por el ensayo ficcional; la crítica científica, el análisis académico son las formas que adopta Battistessa, representante de una época de la cultura nacional en la que el conocimiento y la erudición tenían prestigio.

Al no ser dantista, no puedo juzgar la calidad de la traducción ni de los aportes de Battistessa en sus estudios sobre La comedia. Pero como lectora puedo dar testimonio de la gran ayuda que significó el aparato crítico, las notas y la edición bilingüe, para introducirme en la vida y obra del florentino y allanar el camino por un libro tan genial como complejo, tarea que, debo confesar, había emprendido en soledad más de una vez pero sin éxito.

Se dice que no es posible traducir sin traicionar, pero se sabe también que no hay versión definitiva ya que cada época debe hacer sus propias traducciones de los clásicos porque cada nueva versión implica una mentalidad. Este es el reto que asumió el traductor. En el prólogo a su trabajo, Battistessa cuenta que el compromiso de la traducción al español fue asumido en el marco de la asamblea de dantistas reunida en Florencia en 1962, como una de las actividades programadas para la celebración del séptimo centenario del nacimiento del poeta, a celebrarse en 1965. La traducción prologada y anotada de los tres cantos del poema se materializa en la publicación de los dos volúmenes hecha por el Fondo Nacional de las Artes, y cumple ampliamente con el propósito del traductor, expuesto en la «Advertencia», cuando expone su anhelo de «procurar al estudioso no especializado una aproximación noticiosa, y sobria, a la mayor creación de Dante»18.

Por otra parte, se puede afirmar que, como gran conocedor de la literatura argentina y en particular de la del siglo XIX, el crítico tiene el mérito de ser el primer investigador que se dedica con largueza al estudio de la influencia de Dante en la literatura nacional, tema al que dedica su imprescindible trabajo ampliamente citado en estas páginas, y parte de la conferencia «Personajes, sitios y episodios de La divina comedia»19, pronunciada en el Jockey Club de Buenos Aires, en el marco de las celebraciones de 1965.

Ángel Battistessa (1902-1993) fue un cabal hombre de letras: crítico avezado, investigador y profesor universitario, decano de filosofía y letras de la Universidad de Buenos Aires, fundador de la facultad de letras de la Universidad Católica Argentina, presidente de la Sociedad Argentina de Estudios Dantescos, académico, y autor de una extensa obra que incluye ensayos, crítica científica, ediciones anotadas, estudios introductorios, conferencias. Políglota y lector omnímodo con preferencia por la poesía, su interés en los clásicos europeos de distintas nacionalidades queda patente en sus traducciones de Valery, Claudel, Rilke, Goethe, Shakespeare y Dante. Del interés por la literatura de su país y sus preocupaciones docentes, dan testimonio las ediciones críticas modélicas del Fausto de Estanislao del Campo en 1949, La cautiva y El matadero de Echeverría en 1958, y el Martín Fierro de José Hernández en 195820.

En épocas de especialización, estas variadas devociones pueden ser consideradas como una virtud o una contra, según se vea. En la presentación del crítico que hace Adolfo Prieto, lo señala como un riesgo, a la par que destaca los muchos méritos.

«El conocimiento cabal de varias lenguas y literaturas europeas, el dominio de las técnicas de la filología y de la estilística, el ejercicio permanente de la cátedra universitaria, han confluido para otorgar expectativas inusuales a la labor de Battistessa en el campo de la crítica y de la investigación literaria. En mérito a aquellos antecedentes, acaso sea legítimo reconocer que estas expectativas no fueron enteramente cubiertas hasta ahora. Y ello en razón probable de la diversidad de intereses acometidos. Sin embargo, cuando algún tema ha demorado con suficiencia la atención del investigador y del crítico, puede asegurarse que ese tema ha sido rescatado en su verdadera naturaleza y enriquecido con la revelación de aspectos regularmente desestimados por la crítica tradicional»21.



Para hacer justicia a ambos, hay que señalar que la opinión de Prieto fue vertida cuando la trayectoria de Battistessa estaba aún en desarrollo, y es previa a la publicación de la traducción crítica de La divina comedia, quizá el trabajo de mayor envergadura por el que se lo recuerde. De los muchos posibles, elijo dos ejemplos como muestra de la solvencia en su labor: el artículo sobre la recepción de Dante en argentina, y el comentario en alguna nota al pie de La divina comedia.

El artículo sobre «Dante y las generaciones Argentinas recoge la primera parte de la conferencia pronunciada en el homenaje nacional realizado en el Palacio Errázuriz el 15 de junio del mismo año, con motivo del séptimo centenario del nacimiento de Dante. En él Battistessa abre el camino sobre las distintas lecturas de Dante en la Argentina del siglo XIX, e intenta una sistematización: la generación del Himno y los poetas próceres lo leyeron como el cultor de la libertad; la primera generación de románticos antirrosistas, liderada por Echeverría, vio al florentino como modelo del poeta cívico de la regeneración social, y sus miembros se identificaron con la problemática del destierro y del peregrino; mientras que la segunda generación romántica, centrada en la traducción de Mitre, válida sobre todo como «un acto de gobierno»22, se interesó en la figura alegórica de Virgilio y su arenga sobre la construcción de la Nación. Para concluir que, recién desde el esteticismo modernista se pudo apreciar La comedia por «los puros valores poéticos»23.

El segundo ejemplo destaca los comentarios en nota al pie de su traducción, que muestran la erudición y el olfato del exégeta. La nota 106-107 al canto VIII del Infierno se detiene en los acápites de «La cautiva» que son la base textual de la tesis pionera sobre la relación con Echeverría que acabo de comentar. En la nota 137 al canto V, que trata el conocido pasaje de los amantes de Rimini, refiriéndose al pecado de Francesca, advierte la «culpabilidad» del libro y dirige la interpretación del episodio hacia el «nocivo influjo de ciertas lecturas», tema que despliega en profundidad la crítica posterior, como es el caso del artículo de Marcos Santágata «Francesca y Paolo: cuñados y amantes»24 y de la bibliografía allí citada. Son sólo mínimos ejemplos pero representativos de esa buena combinación de conocimiento y sensibilidad, característica en la vasta producción intelectual de Battistessa, que cumple con la misión que señalaba para sí y sus colegas: «Lo menos que pueden hacer los profesores, y aún los críticos literarios, es no pretender enseñar nada a nadie, pero sí sugerir y proponer: guiar al oyente hasta los grandes textos»25.




Borges

En el otro extremo del propósito y del estilo, los comentarios de Borges en sus Nueve ensayos dantescos26 tienen el sello del escritor y la exactitud de su prosa. A tal señor tal honor: se juntan y potencian el genio de uno y otro, y se entabla un diálogo entre el magno italiano y el gran argentino.

La crítica académica de Battistessa, aguda y fundamentada, es sin embargo, subsidiaria de la obra que comenta, mientras que la de Borges se independiza y cabalga por su cuenta. Dante provee una circunstancia, un problema, un personaje, asuntos interesantes para el juego intelectual y la discusión del argentino que busca siempre esquivar lo canónico, tomando la tangente para sorprender al lector con un enfoque no convencional; se detiene en dilemas intelectuales, aparentemente nimios pero que, auscultados con las técnicas de lo fantástico-metafísico que domina, la ironía y ese razonamiento paradójico, crecen en importancia y, desvinculados del texto de origen, cobran protagonismo autónomo.

Así por ejemplo,«En el noble castillo del canto cuarto» la reflexión de Borges sobre la diferencia entre «un lugar atroz» y «un lugar donde ocurren hechos atroces», disminuye la arquitectura infernal dantesca a una mera cárcel desmesurada, para situar en lo humano, y no en lo topográfico, el centro de lo siniestro. Es comprensible que al hombre que imaginaba «el Paraíso / bajo la especie de una biblioteca»27, un lugar cerrado no le resultase inquietante sino más bien familiar. Lo que sí resulta atroz para el poeta es la prohibición de escribir, el castigo que sufren las sombras de los grandes clásicos, que llenan su eternidad con interminables discusiones literarias. En el contexto de sus obsesiones, Borges opina que Dante poeta se identifica con estas sombras «apenas desligadas del soñador». Este Dante borgeano, soñador soñado, inventor y personaje de su propia creación, nos remite a la problemática de la creación literaria como sueño dirigido «no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad»28 que desarrolla en «Las ruinas circulares», uno de los cuentos de Ficciones. En una sutil vuelta de tuerca se involucra a sí mismo; sin decirlo, incluye al Borges poeta en esa cadena de soñadores, con cierta íntima y melancólica complicidad.

En «El falso problema de Ugolino», quizá el más memorable y comentado de sus ensayos, no interesa tanto a Borges el problema moral del filicidio, blanco morboso de los comentaristas, como la reflexión sobre la ambigüedad literaria, una de sus preferencias teóricas y de sus logros estilísticos. Llama la atención sobre lo que, siendo evidente, los estudiosos confunden con frecuencia: que la obra literaria es, ante todo, una realidad verbal, hecha de palabras; y planta de frente los límites de la crítica.

Con actitud similar a la de Horacio Quiroga cuando, en el precepto VIII de su «Decálogo del perfecto cuentista», aconseja al escritor «No te distraigas viendo tú lo que ellos [los personajes] no pueden o no les importa ver»; Borges parece decir al crítico «no interpretes tú lo que no dicen o deliberadamente ocultan las palabras del autor». Desecha con ironía la lectura que toma partido al afirmar o negar el canibalismo filicida de Ugolino, frecuente en los análisis críticos sobre el pasaje, y deja magistralmente aclarado el valor literario de la sugerencia, la ambigüedad, la incertidumbre, creadas deliberadamente por el escritor cuando afirma: «Dante no supo mucho más de Ugolino que lo que sus tercetos refieren»29. Reconoce la virtud de ir más allá de lo dicho, pero sin contradecir o desentenderse del texto, de las palabras soberanas del autor.

A diferencia de Battistessa, su cometido no es sistemático, no se propone abarcar La comedia, sino seguir el itinerario caprichoso de su imaginación y su deseo. Un problema o un personaje, Ulises, Ugolino, Francesca, dispara su invención, sorprendentes asociaciones asistidas por su portentosa memoria, su vasto y particular conocimiento de la cultura universal, sumados a la creatividad que despliega en el ingenio de sus invenciones y de su lenguaje. «Lo nuevo -según observa Joaquín Arce- es la vibración personal, las densas referencias culturales derivadas de fuentes muy diversas, las impresiones y reflexiones que acreditan sobradamente qué personajes o episodios le produjeron más hondo impacto»30.

No es propósito de estas páginas analizar los aportes de cada uno de los ensayos a la lectura de Dante. Interesa comparar dos formas de abordar La comedia y de predicar sobre ella. Mientras Battistessa, el investigador erudito, analiza, interpreta, fundamenta, compara, y saca conclusiones abarcadoras; Borges, «el hacedor», motivado por un pequeño incidente que detiene su lectura, deja volar imaginación, creatividad y conocimientos, para ofrecer otra obra que, con propiedad, prefiere llamar ensayo, es decir, género de opinión de la intimidad en el que el yo del escritor está involucrado.

Estos ensayos borgeanos, libres y dueños de sí como toda su prosa, saltan los géneros, se encaminan a la ficción, se encabalgan en el cuento, abordan la narración pseudo histórica o fantástica y se mueven con la libertad absoluta a que está acostumbrado su autor. La comedia es para Borges esa especie de Alef, «esa lámina de ámbito universal» y sobre todo los deleitables «pormenores» de su escritura, según escribe en el prólogo. El poema le ofrece flashes, motivos, asociaciones; Dante es un pretexto, un pretexto de lujo, para la invención del argentino. Retomando el paralelismo, Borges no predica nada sobre La comedia; elige las esquirlas de esa explosión verbal para, a su vez, preparar nueve fogonazos que siguen iluminando en su constelación.








Conclusión

Si, como escribió Rilke, «la belleza no es sino el comienzo de lo terrible», pocas páginas logran conjugar ambas emociones como los versos del Infierno. No sorprende entonces que sea este canto el más fecundo en descendencias. En esa estela de influencias, que prefiero llamar motivaciones dantescas, tienen cabida entre otros, los ecos de Echeverría, las traducciones de Mitre y Battistessa, las invenciones o iluminaciones de Borges, los artículos críticos de Max Rohde y del propio Battistessa y, en la narrativa actual, la novela de Rabanal y la presencia de Dante en el equipaje cultural del inmigrante, como es el caso de Santo oficio de la memoria de Mempo Giardinelli, aportes de la cultura italiana a través del máximo poeta para la reelaboración por parte de los escritores argentinos.

Desde las motivaciones profundas, difícilmente comprobables, pero detectables en las pulsiones de los textos y en la selección de los acápites de Echeverría, uno de los fundadores de nuestra literatura, hasta el contrapunto entre el infierno dantesco y el corazón de las tinieblas de la última dictadura militar, en la reciente novela de Rabanal, este clásico de lo sublime está presente en la inspiración, la reflexión y la creación cotidiana de las distintas generaciones de escritores argentinos.



 
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