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«Goya y el temperamento currutáquico»; B.H.S., LXVIII, (1991), pp. 67-89.



 

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D. JESÚS AGUIRRE acierta al escribir que la Raquel del cuadro viste «como Cayetana de Alba» (p. 33; el subrayado es mío); en efecto, la única diferencia es que la faja de la célebre duquesa, en el primer cuadro de Goya, el de 1795, es más ancha que la pretina de la de Berwick, aunque también llega a la base de los pechos. Pero no es posible confundir a esta gran señora con la anterior: a diferencia de la que desempeña el papel de la judía huertiana, Doña Cayetana tenía unas cejas inconfundibles que le conferían ese semblante entre sorprendido y altivo, que se advierte en todos sus retratos, los dos de Goya, como es natural, el de Wertmüller, otro atribuido al aragonés y propiedad de los duques de Aliaga, al menos en 1928, la miniatura atribuida a Esteve y el dibujo de Mariano Sepúlveda (véanse las reproducciones en J. EZQUERRA DEL BAYO, o.c.) y que se debía a que las tenía muy largas, pobladas, y sobre todo no colocadas en un plano «horizontal», sino oblicuo, quiero decir con la extremidad netamente más baja que el punto de arranque.



 

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Reproduce el cuadro, custodiado en el palacio de Liria, PAULA DE DEMERSON en el texto de una conferencia publicado por la F.U.E. (La condesa de Montijo, una mujer al servicio de las Luces, M., 1976, entre pp. 22 y 23), al año escaso de aparecer su documentadísimo e insuperable libro sobre Doña María Francisca de Sales Portocarrero, abuela, como es sabido, de la emperatriz francesa Doña Eugenia, esposa de Napoleón III. Debo la posesión de estas dos obras a la generosidad de la autora.



 

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Precisamente, fueron en su mayor parte los intérpretes de la Raquel los que se representaron, en 1797 y 98, varias obras teatrales en casa del joven duque de Aliaga, si prestamos fe a un reciente estudio de Aguilar Piñal, quien rectifica implícitamente la datación equivocada que proponía en su artículo antes citado («El primer biógrafo del conde de Aranda», El conde de Aranda y su tiempo, II, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2000, pp. 264-265).



 

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Inquisición, 2876, sin numerar. Entre octubre de 1992 y el 18 de marzo de 1993, fecha en que volví a consultar el legajo, han desparecido (y no por culpa mía...) los documentos, menos el de Murcia, 31 en. 1780, el cual nos da alguna idea del ambiente que reinaba en el presidio: compañeros de Huerta, al menos en el pecado, eran un francés sodomita, un clérigo aficionado a «tactos impuros», un italiano que apreciaba la carne en días de viernes, un sospechoso de judaísmo, otro clérigo flagelante, un luterano, unos «solicitantes» (supongo que «ad turpia»), un lector de libros prohibidos, y varios culpables de «proposiciones blasfemas», «hereticales», o sin puntualizar. Según el Catálogo de la Inquisición de Toledo (M., R.A.B.M., 1903), había tres clases de proposiciones, por orden creciente de gravedad: las erróneas, las escandalosas, y por último las heréticas. Es posible que nunca sepamos en cuál de las tres categorías entraban las del iracundo D. Vicente; mis investigaciones en los papeles de la Suprema y de la Inquisición de Murcia no han dado ningún resultado.



 

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Ed. MERCEDES AGUEDA y XAVIER DE SALAS, M., Turner, 1982, pp. 179-181 (cartas 102 y 103).



 

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Colección de las mejores coplas de seguidillas, tiranas y polos que se han compuesto para cantar a la guitarra, 3ª ed., M., Hija de Joaquín Ibarra, 1805, I, pp. IV, XXXVIII, XXXIX (1ª ed.: 1799; existe una ed. moderna, fundada en la segunda, Jaén, «Candil» II, Peña flamenca de Jaén, 1982, que posee y me ha prestado mi buen amigo Bernard Leblon, de la Universidad de Perpignan).






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