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De Caprichos, sainetes y tonadillas

René Andioc



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El propósito de este breve trabajo no es estudiar una vez más las influencias que sobre los Caprichos de Goya ejerció, o pudo ejercer, su entorno literario, o más concretamente el contexto teatral madrileño de finales del XVIII; se ha escrito ya mucho, y generalmente con acierto, sobre esta materia. El teatro menor tiene otro interés para el aficionado a los grabados del aragonés (y por cierto que tampoco esto constituye ninguna novedad): el de referirse a veces exactamente a la misma realidad, incluso con el mismo enfoque, a menudo satírico o burlón, que la obra del artista, pero con la ventaja del diálogo, el cual, complementando la función del traje de los actores y, al menos cuando lo hay, la del decorado, permite la identificación inmediata de los tipos y personajes y del ambiente que se finge en las tablas. En cambio, la elección por Goya del formato en altura, idóneo, según advierte Claudette Dérozier,1 para proyectar en primer término un pormenor o un caso que se quiere destacar de un conjunto, trae como consecuencia la reducción espacial del escenario, de manera que en aquellos fondos parcamente figurativos y que por lo mismo se han tenido por de escasa significación, juegan un papel determinante la alusión, la sugerencia, el signo, y, naturalmente, cualquier indicio ambiental. Ese lenguaje elíptico, las obras del género chico nos ayudan a veces a interpretarlo con mayor exactitud; y   —68→   por otra parte, pienso que a ellas se tiene también que acudir para tratar de acorralar una vez más el significado escurridizo o proteico del mismo vocablo «capricho», que no sin alguna razón ha venido preocupando a los más destacados dieciochistas hasta nuestros días.






Las sillas del Prado

Empecemos por uno de los enseres en que al parecer no se ha fijado bien la crítica: unos objetos tan triviales como son las sillas. No creo que se trate, al menos únicamente, como podría dejarlo suponer el muy interesante estudio de Battesti Pelegrin,2 de un elemento abstracto de estabilidad, a pesar de «tener ya asiento» las dos muchachas del Capricho 26. Las sillas en que están sentadas las mujeres en los grabados 7 y 15 (Ni así la distingue y Bellos consejos) son también y ante todo unos elementos, asociados con otros, cuyo significado, cuyo valor de signo podían interpretar inmediatamente los aficionados madrileños a la obra de Goya; se trata de las sillas que se alquilaban a los paseantes del Prado;3 por ello se lee en uno de los comentarios, redactado por un contemporáneo del artista para la estampa n. 16 (Dios la perdone, y era su madre), en la que se han suprimido, adviértase, las sillas que antes figuraban en el dibujo B 6 del álbum de Madrid: «La señorita [...] baja al Prado...». Las sombras proyectadas en el suelo muestran que es de día, o al menos, si el valor oscuro de algunos fondos es elemento realista, noche de luna, porque también había paseo a esas horas, según vemos por ejemplo en el sainete de Cruz El Prado por la noche; unas manchas de contorno sinuoso (como en algunos grabados contemporáneos de Rodríguez) situadas en segundo término en los grabados 7 y 16 sugieren el arbolado que adornaba el paseo (una acotación de D. Ramón en la obrita que acabamos de evocar pide mutación de selva para fingir aquel   —69→   lugar de esparcimiento); por último, las mujeres -con excepción de la «madre» jorobada que lleva chal con un desgarrón, zapatos toscos y el rosario y bastón de la alcahueta vieja- visten las dos prendas típicas de las clases media y popular, que sólo se ponían para salir, mantilla y basquiña (aquí basquiña de flecos, como petimetras o, simplemente, elegantes). La ayuda que nos presta el género chico es preciosa a este respecto: en la tonadilla Las delicias del Prado, de Esteve (1777), la avellanera Polonita (Rochel) dice que los petimetres «nunca se quieren sentar / porque no tienen algunos / la silla con qué pagar», y al poco rato, concluida ya su faena, canta el regante este «caballo», de sintaxis algo apretada:

Ayer en aqueste Prado
tanto un perrito orinó,
que sillas, coches y gentes
nadando al Canal marchó.


En la medida en que hay poca diferencia en los Caprichos entre las nociones de exterior e interior ya que Goya se vale de los mismos medios para traducirlos, según advierte Dérozier, y que el valor descriptivo de los fondos se reduce muchas veces a lo mínimo, esas escasas referencias del artista al medio ambiente cobran todo su valor. Prosigamos. En 1791, Pablo del Moral representó Las sillas del Prado y las andaluzas,4 de significativo título, en que la escena es una «vista del Prado con sillas ocupadas de gente menos una», y empiezan las cómicas Morante y Prado riñendo por ocupar la localidad aún sin dueño. El paseo del Prado, según las obritas que a él se refieren, y naturalmente según los viajeros, facilitaba oportunidades amorosas de toda clase; Moral lo compara a un paraíso, «porque ay Evas, ay Adanes / y culebras ay también».

El Voyage en Espagne, de Fischer, realizado en 1797-1798, cuando ya estaban próximos a aparecer los Caprichos, confirma esos datos dispersos en el teatro breve, refiriendo que se habían dispuesto bancos en el tramo que va de la calle de Alcalá a la Carrera de San Jerónimo, y que se alquilaban sillas en la alameda   —70→   principal. Por otra parte, el aparente desorden en el reparto de las sillas en las estampas que sugieren el ambiente del Prado, creo que se puede explicar gracias al testimonio de El juzgado casero, que en 1786 hacía, dice, «una pinturita al olio de este gran Mapa del Paraíso Matritense»:

«Coloca el cobrador todas las sillas en dos bandos por el buen orden que le está prevenido, para que sentándose en ellas las personas que gusten, logren la lícita dibersion a que se dirige este pensamiento; ¿y qué sucede? Dos cosas tan reparables como las que llevo propuestas: la primera el atrebimiento de ocuparlas dichos Monstruos de picaresca fortuna, poniéndose de rifa con el más profano y notable desaogo; y la segunda que según van llegando los que contribuyen a sus veteranas Asambleas mudan las sillas formando círculo obliquo, de modo que parecen Ramillete de Verengenas, sobre la indecencia de estar con las espaldas bueltas a lo más lucido del tránsito».5



La silla vacía a cuyo lado está sentada la joven en el Capricho 15 bien podría ser la que ha de ocupar algún aficionado a su belleza. Es posible además que el escenario del Capricho 5, o por mejor decir, del dibujo preparatorio, sea también el Prado (aunque había otros paseos concurridos como el de las Delicias, también llamado Prado de las Delicias, o el del Buen Retiro) por varias razones: en primer lugar, Goya sugiere de manera inequívoca la presencia del arbolado a la izquierda de las dos alcahuetas (sabido es que lo constituían esencialmente castaños y olmos).6 La mancha oscura pasa al grabado con menor intensidad, pero con análogo contorno; otro pormenor viene a reforzar esta hipótesis, y es que como epígrafe al dibujo dejó Goya apuntado: «Las viejas se salen [esto es: se mean] de risa pr qe saben q él no lleba un quarto». Ahora bien, esta clase de joven, que viste casaca, sombrero, corbatín, y lleva espadín etc., como persona decente, o, según decían entonces, «usía», sale al escenario en varios sainetes y tonadillas como tipo familiar que poblaba los paseos y demás lugares concurridos; en la tonadilla Las mormuraciones del Prado, de Laserna (1779), dice una vieja:

  —71→  
...Aquel usía
que a la moza más alta corteja
tiene el sueldo embargado todito
por el sastre, tienda y lavandera.


Ya hemos oído cantar en Las delicias del Prado que los petimetres no tenían ni para pagar la silla; y se añade en la misma obra

que nunca en este Prado
faltan fachendas
olfateando la fruta
que nunca prueban,


frase que debió de escandalizar, por lo que quedaron sustituidos los dos últimos versos por: «haciéndose personas / y sin pesetas»,7 lo cual conviene a nuestro propósito, si bien le resta no poca gracia a la versión primitiva. En 1779, Comella redactó la letra de El torero, la maja y el petimetre, en la que una naranjera le contesta a un petimetre de actitud ambigua: «No tiene usted dinero / para la merca». Y más de treinta años antes de la publicación de los Caprichos, en el sainete de Cruz El Prado por la noche, ya se burlaba una avellanera de la falta de recursos de aquellos señoritos: «como no los avancemos / -dice- cuando vienen con madamas, / ni saliva gastan».




Basquiñas y mantillas

En cuanto a las basquiñas y mantillas -tan nacionales y populares que Moratín utilizó estas voces metonímicamente al hablar de vestir a la española la comedia clásica-, como hemos apuntado, se las ponían las mujeres para salir de casa y, como es lógico, se las quitaban al regresar, «desnudándose», según decían entonces. En Los refrescos a la moda, sainete de Cruz escrito en 1768, fecha algo temprana por cierto para nuestro propósito, la Señora recibe en su casa la visita de una Viuda que llega del Prado, y exclama en dirección a sus criadas: «Muchachas, venid corriendo / a quitar esta basquiña / y mantilla», y por la acotación nos enteramos de que «por un lado salen las dos criadas que quitan la basquiña y mantilla a la viuda...»; también   —72→   la criada Celia les quita ambas prendas a Dª Orosia y Dª Laura que vienen de visita en La oposición a cortejo (1773), de nuestro D. Ramón. Otro ejemplo: en Los hombres solos, del mismo y del propio año, al salir la criada Felipa a misa «se levanta y pone la mantilla», y su compañera Luisa llega de fuera con la misma prenda puesta y la basquiña, igual que Dª Frasquita y Dª Matilde a los pocos instantes. Pero en otros sainetes la criada no sale más que con la mantilla, y en los años de 1797-1798 el viajero Fischer lo confirma al escribir que las mujeres de las clases pobres y las majas («grisettes») salen a veces sin basquiña aunque van pocas sin mantilla. El caso es que ese ademán ritual de ponerse o quitarse las mantillas en una escena de interior es en primer lugar mero reflejo de la realidad, y por otra parte sirve de indicación para el auditorio, que no siempre tenía enfrente un decorado «realista», de la misma forma que el manto y los chapines en las protagonistas de comedias áureas, o el vestir de negro o de color sus galanes. En Las calceteras, otro sainete de Cruz (1774), se advierte la diferencia de calidad que impone en el traje femenino la desigualdad entre amas y criadas: «María Pepa», esto es María Josefa Huerta, sale «de criada», escribe el autor, o sea «con mantilla y basquiña de lana», mientras que el ama, esposa de un maestro calcetero rico, al disponerse para salir, entabla el diálogo siguiente:

Joaquina
Mi mantilla y mi basquiña,
muchachas...
Cortinas
¿Cuáles sacamos?
Joaquina
Cualquiera de las de muer,
y mantilla de encaje ancho.


La maja de El almacén de novios (1774), es decir un tipo social parecido al de la criada, gasta también «mucha basquiña de muer [...], mucha mantilla / de grodetur negro o blanco», pero en este caso se censura su falta de moderación; algo parecido ocurre en La casa de Tócame Roque, por otro nombre La Petra y la Juana o el casero prudente, que Cotarelo fecha en 1791: otra maja, cortejada por un alférez que la saca a paseo, se pone «la basquiña / de moer con los dos flecos [con que Goya viste a su personaje femenino del Capricho 15]/ de varas de cinta ciento   —73→   [esta es prenda de petimetra], / la rica mantilla de / labirinto con el negro / pispunte en el fistonado». Esta descripción, hecha por el sastre que vistió a la maja, nos ayuda a comprender mejor la aparente contradicción que percibe, y resuelve, Valeriano Bozal en la representación de los personajes femeninos en los tres grabados de Goya que venimos tratando de aclarar. En efecto, el erudito historiador del arte,8 después de examinar un número impresionante de estampas contemporáneas de los Caprichos, y en particular las de Rodríguez, ha demostrado que el traje que visten las jóvenes elegantes no era el de las majas, sino el de las petimetras «de la alta sociedad» (yo me contentaría con decir: «de las clases acomodadas»); pero por otra parte, salta a la vista que son rameras, «dadas las compañías y el ambiente general», como también advierten los comentarios contemporáneos del Prado y de la Biblioteca Nacional. Pienso en efecto que las prostitutas indiscutiblemente vestidas como señoras decentes, si no de petimetras, algo más rebuscadas éstas en su atuendo, son -¿cómo no iba a ser así?- mujeres plebeyas que se ponen a tono con lo que de ellas se espera en el paseo del Prado. Recordaremos a este respecto que Meléndez Valdés, en un discurso forense de 1798, fustigaba el exceso en los vestidos, «singularmente los de calle», diciendo que costaban una basquiña y una mantilla millares de reales, y que «la prostitución y la más alta nobleza las usan a la par, confundiéndose en los aires y vestido»;9 tal vez sea esta frase la que indujo a Bozal a relacionar petimetría y alta sociedad, pero las palabras de «Batilo» no significan necesariamente que estas dos prendas sean de uso común en la alta nobleza. Es cierto que los retratos y cuadros de Goya nos muestran que por aquellos años varias damas de la aristocracia, grandes señoras, se hacían retratar unas en traje que llamaremos de   —74→   ceremonia u oficial «de serio», otras, empezando por la duquesa de Alba en 1797 y la misma reina, a la española, es decir con basquiña y mantilla; pero conviene preguntarse, a pesar del número bastante notable de aquellas personas que visten de tal forma, si no se trataba entre ellas, quiero decir en los medios privilegiados de los grandes, de una moda al fin y al cabo más «sencilla» que la de la indumentaria oficial; el caso es que a unos treinta años de distancia parece haberse observado en el vestido de las mujeres una diferenciación que reflejaba la jerarquización social: en el sainete de 1765 El pueblo quejoso, de Cruz, en que se pasa revista a las distintas clases de público en el coliseo, se opone la bata de las petimetras de los aposentos a la saya y mantilla de la cazuela;10 una espectadora de este sector exclama:


En quitándome la saya
y arrojando la mantilla,
quedo ya, mal comparada,
tan señora como ellas.



Y en el relato de Fischer, de finales del siglo, se afirma que «le voile -esto es: la mantilla- et la Basquine, en un mot, tout le costume espagnol, a entièrement disparu» en las mujeres ricas que recorren en coche el paseo del Prado, mientras que las demás llevan mantilla blanca o negra y basquiña totalmente negra o de un negro rojizo, que llaman «morena», hechas de terciopelo o de moaré, con flecos («falbalas»), simples, dobles o triples, exactamente como las que vemos en los grabados goyescos.11

  —75→  

Aquel mismo año de 1799 en que se estamparon las últimas planchas de los Caprichos, la reina María Luisa, en dos cartas sucesivas a Godoy, se refiere al reciente retrato «de mantilla», o «de la mantilla», según lo denomina (sin mencionar la basquiña negra, que también lleva), como si esta prenda fuera suficiente para caracterizar al cuadro, al igual que otras dos expresiones utilizadas en la misma correspondencia, y que son: «de cuerpo entero» y «a caballo».12 Refiere Fischer sobre el particular que las mujeres de la que llama él «primera clase» usan modas venidas de Francia y han renunciado casi todas al «traje nacional», salvo cuando andan a pie o van a misa o al teatro.13 Lo cierto es que un perfecto conocimiento de la indumentaria cotidiana o de etiqueta, y de sus variaciones en los años 1790 es imprescindible para captar todas las sugerencias y alusiones contenidas en unos pormenores que pueden pasar aun inadvertidos, y que, habida cuenta de la voluntaria reducción de elementos anecdóticos al convertirse el dibujo preliminar en Capricho, cobran mayor importancia en el estado definitivo.14

Lo extraño del caso es que no viene a ser en última instancia muy equivocada la denominación de «majas» que se ha venido empleando, creo que sin particular reflexión, hasta la puesta a punto de Bozal. Fuera de que en los lugares de paseo puede perfectamente un petimetre piropear a una maja, al menos en algunos sainetes y, en ellos, generalmente sin éxito, como ocurre por otra parte en el dibujo n. 69 del álbum de Madrid en que la maja prostituta, si bien lleva la mantilla, viste la jaquetilla con brahones, puños bordados y faldones cortos, propia de las de su clase, y, sobre todo, ha adoptado la típica posición «en jarras» mirando de lado al importuno usía.




Tuto parola è busia

No pienso que se haya rectificado aún la interpretación equivocada de la leyenda del dibujo preparatorio para el Capricho 33, «Tuto parola è busia». De Glendinning hasta Gassier se traduce la última palabra por «mentira» («Todo es mentira»; «chaque mot est un mensonge»). En realidad no se ha advertido que el   —76→   italiano de Goya podía sufrir alguna alteración al acomodarse a la fonética española y a la ortografía personal del pintor, como ocurre en otros muchos casos, en particular en su epistolario: «da boy sempre», por «da voi...», «da bero», por «da vero», igual que suele escribir con b larga «de beras», «berano» o «benga». De manera que «busia» debe leerse «busía», es decir como resultado de la contaminación del italiano «vossia» (con acento no escrito en la i) por su equivalente castellano «usía»; mejor dicho como voz italiana pronunciada por un español no buen conocedor del idioma del Tasso, que había de escribir más tarde en otro dibujo: «Pobre e gnuda bai filosofia». El tratamiento de «Señoría» era además el que correspondía al título de conde, palatino o lo que fuese. Y por último no dice: «tuta parola», sino «tuto» (ital.: «tutto»), o sea que este adjetivo representa al mismo «usía». Así pues, el sentido de la frase es: «Usía es todo parola», «Usía no es más que un charlatán».

En El Rastro por la mañana, de Cruz (1770) dice la Figueras: «dicono del italiano: / tuto parola; ma vedo / spañoli piu locuachi / e piú fachendiste...»; y la castañera «picada», en el conocido sainete del mismo, despide a un petimetre con estas palabras: «le digo a usía basta / de parola». Se puede leer en El cuento del Prado con el italiano, de Esteve: «...el amor italiano / todo es parola».15

Ya ha encontrado Glendinning un paralelo entre la leyenda del dibujo y el texto de otra tonadilla, de 1779, intitulada La contienda, en la que a un italiano que se pretende conde le contesta una maja castiza que lo es «de Tutti parola».16 Y es que la asociación italiano-charlatán (o sacamuelas, según escribe el autor de un comentario de los Caprichos al referirse al «Conde Palatino» goyesco) era, podríamos decir, tópica en aquella clase de obras, y se suele expresar frecuentemente en la forma indicada; así se lee en Las delicias del Prado, tonadilla de 1777:

López  Oh carísima regatza. Io sonno obligatísimo e obsequiosísimo servitore   —77→   de tutto il mio cor, y schiavo me recomando.

Petrimetra  Tutti parola. ¿Es usted caña de pescar vencejos?

López  ¡Oh! Ser Io ilustrísimo e perfectísimo a la violeta. Sentite un poco de parola e lo saprai tuto.



«Dejémonos de digresiones, [...] los españoles no andamos con preámbulos. Todos somos de golpe y porrazo. En tu tierra todo se vuelve tutti parola...»; así habla un majo en la parola -este nombre también se da entonces al declamado de la tonadilla, en oposición al cantado- de La italiana y el español, versión barcelonesa de El majo y la italiana fingida (1778).17

Y se podrá observar de pasada que una de las palabras clave de la «italianidad» tonadillesca es, para los españoles, «tutti», incluso con sustantivo singular y femenino («tutti Italia»).




La justicia

En El Noticioso General, de Cruz, dice un cómico que hace el papel de escribano quejoso:

Usted ya sabe el abuso
que en Madrid desde que hay farsas
hay de sacar escribanos
muchas veces a las tablas,
jugando sobre las uñas
equivoquillos y gracias.


Y desea que el periódico que da título al sainete ponga «en letra bastardilla» que esas bromas deben entenderse no con los escribanos de pelucón y casa propia, sino con «escribanillos / de infantería que arañan / lo que pueden»; se arma una contienda sobre cuál de las dos clases saca la mayor tajada con las uñas, y prosigue el diálogo:

Callejo
Yo me las corto lo menos
dos veces cada semana.
Espejo
Son dos días; en los cinco,
lugar queda de clavarlas.


Víctimas de esta clase de bromas eran también los alguaciles,   —78→   por otro nombre «gatos», como aquél de la segunda parte del Manolo (1791)18 que exclama triunfante: «Ya caíste entre mis uñas», a lo cual contesta el delincuente Media Muela: «No era mucho, / que son largas y es fuerza / hicieran presa»; este alguacil y sus compañeros vienen «vestidos de golillas», según la acotación, lo cual nos trae a la memoria dos características de los individuos de cara gatuna, dos con golilla, uno con espada (que no es espadín sino espada con taza) y los tres con pelucón, que están descañonando, según reza la leyenda del Capricho 21, a una polla de medio cuerpo para abajo: la semejanza entre el de la derecha, o sea el de la espada, con el del dibujo de 1797-1798 nº. 612 en Gassier-Wilson, a quien el espejo le devuelve la imagen de un gato, es total, sólo que al del Capricho le falta el sombrero; pero lo tiene, naturalmente de alguacil, en el dibujo preparatorio;19 el escribano, sin armas y con casaca, está a la izquierda, y el alcalde de barrio, reconocible por su larga toga (lleva sombrero y vara en el dibujo porque la escena es en la calle,20 mientras que en el grabado ha desaparecido el fondo figurativo) les «hace capa»,21 como reza el comentario de la Biblioteca Nacional. De la asimilación poco halagüeña que se solía hacer entre esos dos miembros subalternos de la justicia, alguacil y escribano, nos da buen testimonio el sainete La república de las mujeres, de Cruz (1772), en que las amazonas, después de triunfar, pasan lista a sus prisioneros para aplicarlos a «femeniles tareas»; se oye el siguiente diálogo:

Pereira
¡Juan de las Uñas!
Navas
«Las Viñas»
dirá.
—79→
Pereira
Está escrito de priesa;
«Viñas» dice, con efecto.
Figueras
¿Qué oficio tienes?
Navas
Yo era,
con perdón de usted, escribano
Guzmana
El más útil de la presa
es éste, que está la isla
toda de ratones llena
y no hay quien los amedrente.


¿Qué relación tendrá esa «gente de la garra» con los monstruos del Capricho 51 que «se repulen» cortándose las uñas? A primera vista, poca, pues estos están casi desnudos, de manera que resulta difícil identificarlos con los que también critica una tonadilla diciendo:

Pedir a un mal escribano
que no proteja un embrollo
y que se corte las uñas,
es pedir peras al olmo.22


El comentario de la Biblioteca Nacional los describe como a empleados que roban al Estado y a quienes el jefe, como en el caso, citado más arriba, del alcalde, les «hace sombra»; pero la capilla que lleva el de la derecha en el dibujo preparatorio y desapareció luego recuerda el Capricho 49 (Duendecitos), el cual significa, al menos según el comentario ya citado, que «la Iglesia o el clero tiene el diente afilado y la mano derecha monstruosa y larga para agarrar». A propósito de esta última leyenda, sabido es que la asociación «frailes»-«duendes» era corriente, no sólo en la época sino ya en el siglo anterior, pues todos recuerdan naturalmente la descripción que hace el criado Cosme del duende que cree haber visto en la jornada segunda de La dama duende, comedia que se seguía representando en los años 1790:

       Era un fraile
tamañito y tenía puesto
un cucurucho tamaño
que por estas señas creo
que era duende capuchino.


Como era de esperar, en el sainete El duende (1773), D. Ramón saca de dicha tradición popular un efecto cómico; en éste,   —80→   el ingenuo Chinita, gracioso de la compañía, asegura que un ser sobrenatural, algo inclinado a su esposa, la favorece con cenas opíparas, y que él se resistió a creer en su existencia hasta que se le ofrecieron dos pruebas; la primera, dice,

       es mi mujer
que seriamente ha contado
que le ve muy a menudo;
y la segunda, que entrando
el otro día yo en casa
se me apareció el malvado
en forma de frailecito
......................................
con más barbas que un zamarro23
en la cabeza.


Quien tiene justamente «barbas de zamarro» es uno de los frailes del Capricho 74 (No grites, tonta) que se entran volando por la ventana en casa de una señora al parecer asustada, pero que, si prestamos fe al comentario de la B.N., los recibe con los brazos abiertos.24 ¿Será un fraile de los que, según expresa Feijoo en el Teatro Crítico Universal, «se hacen duendes por las damas»25? Lo cierto es que, si nos fijamos en el primer individuo   —81→   de la pareja, la nariz fuerte y de anchas ventanas, la mano derecha con los dedos mayor y anular doblados, y por último los trazos lineales que sugieren turgencias mal encubiertas por el hábito, del cordón para abajo, todo esto junto deja fuera de duda el significado de la figura.26

Aunque no me fundo en un estudio estadístico, teniendo por lo mismo que renunciar a cualquier alcance científico de mi observación, quiero hacer constar la relativa frecuencia -o, al menos, la frecuencia suficiente o lo suficientemente insólita como para llamarme la atención- con que aparecen o se evocan en aquel teatro breve los representantes del orden en cuanto se oye una algazara, máxime una riña popular, o se hace referencia, más bien con gracia que con emoción, a la represión que por poca cosa sufren las capas míseras de la población, lo cual corresponde bien a la realidad histórica cotidiana; corolario de la llegada de soldados, alcaldes o alguaciles es en efecto la evocación del cuartel, de la cárcel, de la aplicación a trabajos forzados en el Prado, de las galeras, y no hablemos de las muchas cortes que corrió el célebre Manolo de Cruz, desde Ceuta a «Aljucemas», pasando por Orán, El Peñón y Melilla, matando sus «contrarios treinta a treinta». En el dibujo 82 del álbum de Madrid que desembocó en el Capricho 22 (Pobrecitas) escribió Goya, como es sabido, el epígrafe: «¡Pobres, quántas lo merecerían mejor! ¿pues qé es esto? ¿qué a de ser? qe las lleban a Sn Fernando». Al hospicio, mejor dicho a la casa de corrección de San Fernando, distinta del hospicio de la calle de Fuencarral de Madrid,27 se alude, como era de esperar, en el Manolo, pues en este sainete se pasa revista a los distintos establecimientos adonde han ido a parar los amigos del ex presidiario de vuelta a Lavapiés:

  —82→  
Manolo
Dime más novedades. ¿Y la Pacha,
la Alifonsa, la Ojazos y la Tuerta?
Sabastian
En San Fernando.
Manolo
Si sus vocaciones
han sido con fervor, ¡dichosas ellas!


Más lejos prosigue el héroe plebeyo: «¿Y mi tía la Roma?», a lo cual se le contesta: «En el Hespicio», pronunciándolo con deformación popular corriente en los sainetes. Y por último, al preguntar Manolo por la nueva dirección de su cuñada, se entabla este breve diálogo:

Manolo
¿Y mi hermano?
Tía Chiripa
En Orán.
Manolo
Famosa tierra
¿Y mi cuñado?
Tía Chiripa
En las Arrecogidas
Manolo
Hizo bien, que bastante anduvo suelta.


El último establecimiento, la casa real de Santa María Magdalena de mujeres arrepentidas, vulgo Recogidas, entonces sita en la calle de Hortaleza, no estaba muy lejos del hospicio de Madrid; y me parece oportuno transcribir en este caso el comentario del manuscrito del Prado al Capricho 22, que casi palabra por palabra suena como la respuesta de Manolo: «Vayan a coser las descosidas. Recojanlas, que bastante anduvieron sueltas». Lo de coser es referencia precisa al trabajo a que estaban sometidas las mujeres delincuentes encerradas en San Fernando, donde cosían las de doce a dieciséis años, hilaban las mayores de dieciséis, y hacían punto las ancianas.28 No siempre se puede diferenciar el hospicio propiamente dicho, el de la calle de Fuencarral, creado a fines del siglo anterior para auxilio de los pobres y actual Museo Municipal, cuya fachada escandalizó a muchos ilustrados, y su «departamento de corrección» -también denominado «hospicio» en el lenguaje no oficial- fundado en el pueblo de San Fernando a raíz de los acontecimientos de 1766 para aplicar al trabajo a los numerosos mendigos, vagabundos y delincuentes de ambos sexos que la autoridad consideraba indeseables o peligrosos.   —83→   En Las castañeras picadas, el alguacil llamado Don Dimas29 anuncia que está dada una querella contra las dos majas «por escandalosas, / y es muy posible que vayan, / si no abandonan los puestos, / al Hospicio a cardar lana». En La casa de Tócame Roque, Aquilina, por no querer -dice- «golver al Hespicio», sirve en casa de una capitana que la explota desvergonzadamente, por lo que trata de irse con la ropa para resarcirse, pero el alguacil la obliga a permanecer en casa del ama. Una tonadilla de 1775, La guía nueva, en la que, usando de un procedimiento de que se vale ya Calderón en algún auto sacramental, se destinan calles de Madrid a los vicios o virtudes más difundidos, dice que «El Uso [con U pero debe suplirse la H que falta] ya se ha mudado / al Hospicio, y el Delito / retirado a San Fernando». En otra de Laserna, sin fecha, pero de fines de siglo, Las Recetas, un estudiante de medicina propone recetas para curar las malas costumbres, y dice una copla:

Para esas que en los paseos
van, con notable descaro,
en sus acciones y trajes
su conducta declarando,
Recipe: ad hospicium domus,
nisi Santum Ferdinandum.30


En San Fernando pues, se hilaba; así reza también el epígrafe del dibujo 84 del álbum de Madrid («S. Fernando, ¡cómo hilan!»), en el que a esta ocupación se están dedicando tres pensionistas con la cabeza rapada, delantal y uniforme. Son las «colegialas de moda» de la tonadilla de Esteve, fechada en 1774,31 o sea cuando la casa de corrección era aún de creación reciente y por ende capaz de interesar como tema central de una obrita musical al público de los teatros; los oficios ejercidos antes de su arresto por las penadas son naturalmente humildes o moralmente sospechosos: una «vendía en la plaza / de todas cosas» y «pasaba por hermana / de un tuno grande bribón»; a él le mandaron «al Prado   —84→   a cavar» y a ella a donde ya está; otra subió «de naranjera / a tener tren y caudal», yendo «a pasear / al café y figón»; la colegiala primera «iba a las romerías / de turronera» y «andaba por las calles / vendiendo rosas»; la cuarta fue «comerciante / de trapo y sebo»; estaba cenando una noche un capón en compañía de una vieja, y cuando llegó la justicia

todos a la vieja
fueron a pillar,
y ella a Barahona
se pudo escapar.


Y en este caso aparecen juntas las dos facetas de las tradicionales celestinas que alternan tareas de alcahuetas y de brujas, y pasaron también a los Caprichos. Se advertirá que la última hilandera por fuerza y sus compañeras, la naranjera y la turronera, son de la misma familia o del mismo gremio que las majas o vendedoras ambulantes, forasteras o no, de los sainetes de D. Ramón, cuyos oficios «intermitentes» tenían frontera común con la mendicidad o la prostitución;32 y por otra parte, que el anonimato de las reclusas, a las que además de la denominación humorística de «colegialas», no se les da más que un número («colegiala primera, segunda», etc.), corresponde bastante bien a la impresión visual de uniformidad y dilución de la personalidad que se desprende del citado dibujo goyesco de las tres «colegialas» entregadas al mismo quehacer con los mismos utensilios (rueca y huso) y en la misma posición; y, por último, que de los hombres que compartían, si así puede decirse, el encierro con el bello sexo en San Fernando no se habla, que yo sepa, una sola vez, al menos en los textos más asequibles, quizá porque aquel fue durante largo tiempo el único establecimiento de reclusión de mujeres para todo el país.

En el Capricho 22 (Pobrecitas), que representa dos mujeres «como avergonzadas -escribe Lafuente Ferrari-33 tapándose   —85→   la cabeza con los mantos blancos», los que primero eran soldados en el dibujo del álbum de Madrid se han convertido en paisanos envueltos en su capa, en quienes ve el eminente goyista «dos jaques, que deben ser agentes de la policía»; esta identificación corresponde exactamente al comentario de Harris, de la familia del de la B.N., en el que se les califica de «tunantes alguaciles». En los sainetes, los representantes del orden pueden ser también civiles o militares; en Las serranas de Toledo, de Cruz (1770), por ejemplo, «salen de patrulla Carretero y otros dos», y éste apacigua la riña que acaba de estallar entre varias mujeres en una calle popular madrileña (a pesar del título), y exclama: «cuenta / con no meter algazara, / porque irá alguno al cuartel». En El peluquero casado (1772) también de Cruz, se amenaza con ir al cuartel por soldados, e incluso traer una compañía entera de granaderos. En cambio, en otro sainete, ya citado, El duende, se quiere llamar al alcalde de barrio para acabar con un escándalo; el mismo ministro sale «con algunos de ronda» en Los pobres con mujer rica (Cruz, 1767), y, según suele verse con frecuencia, las personas sorprendidas le muestran mucho respeto. Curiosamente, con El fandango de candil, representado por Cruz en 1768, ocurre lo que con el Capricho 22, mejor dicho, con el dibujo que le precedió, pues al concluirse el sainete llegaban en el manuscrito los soldados para interrumpir una fiesta nocturna, y ya decía un personaje: «Este cabo tiene traza / de haber sido en algún tiempo / alguacil»; y el caso es que en la edición que del texto se hizo en 1792 y vendía el librero Quiroga, los militares quedaron sustituidos, si bien no por un alguacil, al menos por unos colegas del mismo gremio, es a saber: un alcalde y un escribano de justicia.

Pero los dos personajes del Capricho 22, ¿son alguaciles? Del que está medio ocultado por una de las desgraciadas no se puede decir más de que la mancha que le cubre la cabeza recuerda la forma del sombrero del alguacil que vemos con uniforme completo en los dibujos 652 y 1500 de Gassier-Wilson, y no es aventurarse mucho puesto que en el dibujo preparatorio para el grabado ya lo ha esbozado Goya. El segundo personaje, mejor diseñado, no lleva sombrero de uniforme, sino uno de dos puntas, que no es por cierto de militar; en cambio, tiene patillas pobladas   —86→   y por otra parte hace con los labios una mueca característica, bastante parecida a la que afea el rostro del no menos patilludo individuo de una prueba única contemporánea de los Caprichos en la que algunos creen ver un retrato de la reina María Luisa;34 dicho individuo hace un ademán obsceno con ambas manos, y el de las «pobrecitas» también hace uno, de significado equivalente, con el dedo mayor de la mano que sujeta la capa; de manera que si no es alguacil, es indudablemente tunante, como dice el citado comentario. De cualquier forma, el sainete Las castañeras picadas nos sugiere, por boca del mismo alguacil Don Dimas, que a veces no bastaba la autoridad de este ministro para asegurar el orden en la calle o incluso en las reuniones privadas o fiestas caseras: «si no basto -dice- / yo a persuadir la templanza, / mi alcalde tiene la ronda / para salir preparada»; agrega que «son limitadas / [sus] luces y facultades / cuando de atajar se trata / un escándalo o disgusto»; pero se da incluso el caso de vivir uno de esos alguaciles de ficción (y «de golilla», según la acotación) en una casa de vecindad sita al parecer en un barrio popular de Madrid, en el sainete La Petra y la Juana (más conocido bajo el título de La casa de Tócame Roque); por el patio de dicha casa van y vienen una pareja de sastres, oficio de escasa consideración, lavanderas, majos y majas, un inválido y otros más, y nos enteramos por el sastre de que el alguacil «ha venido corriendo / a quitarse el uniforme / y en un santiamén se ha puesto / de majo»; de manera que el personaje se sitúa en la misma frontera que separa la ley de la delincuencia, al menos si recordamos en qué opinión eran tenidos los majos, incluso, me atrevo a decir, por el mismo Ramón de la Cruz, si bien se mira. Tampoco viste de majo el personaje de Goya, pero tiene otro pormenor anatómico que no engaña, y es que, como en todas las figuras plebeyas de los Caprichos, sus pantorrillas son gruesas y toscas, a diferencia de las de las personas de las clases más elevadas, que las tienen más finas: compárense por ejemplo el gañán del Capricho 8, los contrabandistas del 11, el ricachón del 14, el espartero del 18, los plebeyos del 42, por una parte, y, por otra, el mismo Goya en el 43, los   —87→   elegantes de los grabados 5 y 7, el caballero del 10, etc. Se trata simplemente de una tradición de origen aristocrático, a la que en parte debemos la figura de Sancho Panza frente a la de D. Quijote, las cuales, creo yo, no son de estirpe exclusivamente carnavalesca o literaria35, «porque pantorrillas gordas / son de gentes ordinarias», en opinión del sarcástico Lucas Alemán, por otro nombre Manuel Casal; por eso también es más fina la silueta de Ambrosio de Spínola que la del defensor flamenco de Breda en Las lanzas de Velázquez: «hidalgos y galgos, secos y cuellilargos»; y por lo mismo también pienso que los majos del cartón para tapiz La gallina ciega no son majos auténticos, a diferencia de los de El baile a orillas del Manzanares, La cometa, ni, naturalmente, plebeyos de distintas procedencias como los de La riña en la venta nueva, sino unos nobles disfrazados de majos -según solía ocurrir en la realidad- o, cuando menos, unos tipos majescos pictóricamente influidos por el entorno aristocrático, o «decente» de los demás participantes en el referido cuadro.




La voz «capricho»

Quisiera para concluir tratar de ver si existe alguna posibilidad de aproximarnos, aunque fuera poco, algo más al sentido de la voz «capricho» tal como la usa Goya. Recuerdo que en 1976, Paul Ilie publicó un imprescindible glosario cronológico36 en el que se mencionan nada menos que seis categorías distintas de significado, no siempre afines, ni mucho menos, con un total de unas sesenta ramificaciones o matices. Diez años antes, Glendinning37 proponía modificar ya la interpretación de Helman fundada en los conceptos de originalidad técnica y de fantasía, y en parte influida, como era lógico, por el prospecto publicado en el Diario de 1799, llegando a la conclusión de que el «capricho», que «significaba muchas veces en las tonadillas lo mismo que   —88→   tonada, cuento o idea», equivalía a «cuadro de costumbres ficticio» e incluso a veces de tonalidad moral. Pienso que siguiendo esta dirección se podría disipar parte de la neblina que esfuma aún los contornos del concepto aplicado al género ilustrado por Goya. Acudamos pues, una vez más, al teatro que suelen tildar de menor.

En el sainete de Cruz intitulado El regimiento de la locura, que se estrenó en febrero de 1774 al finalizar la temporada teatral, el autor Eusebio Rivera sale a anunciar la enfermedad del célebre gracioso Chinita, y la consiguiente imposibilidad de representar «los sainetes de esta fiesta / crítica de fin del año / después que estaban escritos / a su genio». ¿Realidad o ficción? No lo he podido comprobar. Pero lo importante es que para suplir esta falta, la suerte depara a los cómicos un regimiento de locos levantado sin ninguna dificultad en Madrid, donde hay muchos, por la misma Locura, personaje interpretado, con graduación de capitán, por el actor José Espejo, el cual aparece «vestido caprichosamente». A él se dirige Rivera, pues supone que podría sacar de apuros mejor que nadie a la compañía «con algún nuevo capricho», o sea, como encarece Polonia Rochel, sacando de su cabeza «algunas / ideas de gusto raro». Se trata de la misma sinonimia o equivalencia de que dan fe numerosas tonadillas. ¿Cuál va a ser pues el contenido del tal capricho o idea de gusto raro? Simplemente un desfile -procedimiento ya usado en otras obras de esta clase-, una sucesión de reclutas enganchados por fuerza, es decir, de locos, y más concretamente, de ciertos tipos sociales (así se explica creo yo, el uso del plural en la voz «ideas» que se acaba de citar); son un traductor que presume de sabio, una petimetra, un petimetre que se gasta las pesetas en galanteos infructuosos, un rico parco en gastar, una pareja celosa que no ve «que es buscar tres pies al gato / buscar la fe conyugal / en los tiempos que alcanzamos», una vieja que finge la mocedad, etc. Como se ve, la elección de dichos tipos, ya que se les da patente de locos, o sea de individuos al margen de cierta normalidad, supone un enfoque satírico, y algunos de ellos tienen cierto parentesco con los que Goya graba en sus estampas.

Al concluir el sainete, preguntan Rivera y Polonia cuándo por fin les va a exponer la Locura la famosa «idea» (en singular ya)   —89→   que le están pidiendo los cómicos angustiados, y replica ella mandando que los agarren como a locos a ellos también, ya que «después que han estado haciendo / disparates todo el año, / sólo cuando se despiden / pretendían enmendarlos». Este breve diálogo permite dos ilaciones: en primer lugar, en la escala estética y racional de valores a que pertenecen los dos términos «caprichos» y «disparates», éste se sitúa a un nivel inferior al de aquél, pues un razonamiento geométrico, según solían decir entonces los ilustrados, muestra que un capricho es un disparate enmendado, mejorado, es decir positivo; en cambio, como eslabón de una cadena semántica que lleva a la locura, el segundo vocablo supone un grado más, comparado con el primero. Algo parecido ocurre con los Caprichos. Ambas palabras aparecen varias veces asociadas en los textos que reúne Ilie en su glosario; a tres versos de distancia se vale Ramón de la Cruz de las mismas dos palabras para calificar un caso de indudable rareza en el sainete El Noticioso General, y, en El gusto perdido, tonadilla de Laserna, se anuncia que «tendrá fin el capricho / y el disparate», donde se ve que el último es mero encarecimiento con relación al casi sinónimo del verso anterior.

Pienso que hay concordancia y no contradicción entre los dos aspectos que he destacado más arriba; no hay seguridad en efecto de que los frecuentes sustitutos de «tonadilla» en la letra de estas obras, como «capricho», «disparate», «humorada», «chiste», sean siempre unos rigurosos equivalentes semánticos a la voz genérica, ni que sirvan para calificar al género como tal. Conviene preguntarse si la frecuencia con que aparecen algunos, incluso con diminutivos, no procede a veces de la actitud tradicional y sistemática que adoptan los cómicos -mejor dicho, los autores y sus intérpretes- pidiendo regularmente perdón al auditorio por sus faltas, a modo de conclusión, humillándose en cierto modo ante el público, a quien se considera o finge considerar juez supremo en asuntos de estética teatral, es decir infravalorando verbalmente, en espera del aplauso final, la calidad de la obra, máxime de la obrita, representada.38 Se viene afirmando que Goya adoptó un   —90→   comportamiento algo parecido, dictado en este caso por la prudencia, tratando de atenuar el impacto o alcance de algunos Caprichos por medio de los títulos y del comentario del Prado que, equivocadamente en mi opinión, se le atribuye (aunque es de su puño y letra),39 y también al calificar de disparates algunas de las estampas a cuya colección entera se ha extendido luego tal denominación.

Pero por otra parte, resaltan los intérpretes del teatro breve la novedad, la invención, que también llaman rareza, extrañeza, de las tonadillas diciendo que son «de capricho» (en singular); tanto es así que llegan a emplearse pleonásticamente, como fórmulas hechas, los grupos «capricho extravagante», «raro capricho», «extraño capricho»; y se advierte bastante bien que en los adjetivos usados en los casos referidos («extraño», «raro», etc.) cabe alguna ambigüedad que permite entender mejor las alianzas puestas de manifiesto por Subirá40 entre la voz «tonadilla» y unos sustitutos eventuales como por una parte «juguete» -el más corriente-, «satirilla» por otra, y, por último, «capricho», cuyo sentido puede oscilar, según el contexto, de un lado para otro de una línea de neutralidad connotativa.

El Noticioso General, de Cruz (1772) pone en escena a un forastero que, mientras concluye su pleito en Madrid, ha formado el proyecto de publicar un «papelito» semanal de igual título, en el que se darán a conocer a los lectores «ideas extraordinarias / y figuras» que no suelen mencionarse en la prensa establecida. Esta expresión vuelve a aparecer unos versos más adelante en la forma: «mucha figura ignorada / y mucho capricho bueno», quedando insertada la voz «capricho» en el área semántica de lo «extraordinario», como sinónima de «caso raro» («exquisitas cosas», se escribe también a este respecto), y por otra parte, la proximidad de la «figura» le añade una veladura burlesca de la que se volverá a hablar. El caso es que los distintos tipos o cuadritos dialogados que se suceden en la obra, o mejor dicho,   —91→   en el despacho del director novel (el vizcaíno que chapurrea el castellano, la viuda metida a escritora, los escribanos malquistos, las habladoras sin saberlo), se relacionan con la tradición cómica; sólo el último, empresario de una ópera portátil -«original humorada»- se distingue del grupo anterior, pero al fin y al cabo hace una parodia de representación teatral, de que se conocen dos ejemplos más en D. Ramón; de cualquier forma, el periodista que colecciona «figuras» y «caprichos» tiene un apellido -Turuleque- de rancia estirpe burlesca, y a su manía de coleccionar la califican los protagonistas digamos normales de «raro capricho», y, unos versos más adelante, de «disparate». Una vez más se suceden en orden ascendente, como en la carrera de grabador de Goya, las dos palabras, y a dos niveles distintos se ve que el «capricho», caso raro, se compone de «figuras» o se reduce a una de ellas.

Esta palabra «figura» tiene ya en la época de Goya, al igual que la voz «capricho», una larga historia: «en buen Castellano -escribe en 1763 Romea y Tapia41- a qualquiera que en acciones, trage o pensamientos se sale de la línea que prescribe la prudencia [recordemos las definiciones académicas del capricho como infracción de la razón, del buen gusto, de la ley], se le difine con el epitecto de Figura; y quando comete este exceso hasta el superlativo, le echamos toda la ley y queda por espanta muchachos con el terrible apodo de Figurón. Pues vea [...] por qué a las comedias de Carácter en España llaman de Figurón». Los mismos contemporáneos establecen una equivalencia entre la figura o el figurón dramático y la forma y contenido de lo que Goya llama «estampas caprichosas» y uno de ellos, en el mismo año de 1799, «Caprichos». Este, Manuel Ascargorta, administrador de la casa de Osuna, describe en una carta dirigida a la condesa-duquesa «para que S.E. se divierta un poco con la consideración de [su] bella figura», el uniforme de los caballeros hijosdalgo de Madrid que le corresponde estrenar, y añade que los variados colores y bordados, «el pelo blanco, la boca haciendo guiños y la cara tan favorecida de las viruelas, podían aumentar la   —92→   colección de los Caprichos de Goya...».42 El mismo Goya, como ha mostrado Helman, sacó sus Chinchillas de una comedia de figurón de Cañizares, y de otra de Zamora el cuadro de la «lámpara descomunal». Años después, en 1821, el autor anónimo de un folleto publicado a raíz de la aparición de las famosas Condiciones y semblanzas de los Diputados a Cortes, concluye su papel con unos versos jocosos, una de cuyas estrofas dice lo siguiente:

Y te verás retratado
cual judío de Pasión,
que también Goya me presta
su pincel de figurón.


«Se llama pincel de figurón -comenta una nota a pie de página-, aludiendo a los Caprichos de este excelente artista»;43 y, por si no fuera bastante explícito, se recordará que a los Judíos de los cuadros que representan la Pasión de Jesucristo se les suele pintar con facciones caricaturescas, o al menos deformadas según criterios tradicionales.44 «Caricatura» es por otra parte el título o denominación que da Goya a varios dibujos del álbum B; a propósito de las caricaturas escribía Leandro Fernández de Moratín en sus Apuntaciones sueltas de Inglaterra,45 poco anteriores a la publicación de los Caprichos, que suplían la crítica o la sátira, y, como buen comediógrafo, tampoco podía por menos de comparar este ramo de las artes gráficas con el arte dramático, en la siguiente forma: «una caricatura es, respecto del diseño en el género agradable, lo que una farsa respecto de la buena comedia». La equivalencia de caricatura y farsa es, con poca diferencia, la del Capricho y del teatro breve, o, al menos, de su fábula en el caso de la tonadilla.

Hay otro aspecto, también importante, creo yo, ya que lo encontramos prácticamente a cada paso en las justificaciones de las   —93→   obras satíricas -y ya queda apuntado que se da con cierta frecuencia la denominación de satirillas a las tonadillas, cuyos temas se relacionan muchas veces con este género-, y es que los autores de escritos satíricos suelen precaverse, con arreglo a lo dispuesto por la ley -y las poéticas: véase la de Luzán-, contra la acusación de difamar o ridiculizar a determinada persona o profesión; dicho de otro modo, proclaman ya sea la gracia inocua o el alcance general de su crítica. Esta precaución es la que toma Goya, o el amigo de éste, en el anuncio de los Caprichos publicado en el Diario de febrero del 99. Recuérdese tan sólo el ruidoso «affaire» Comella, que lograron enterrar oportunamente dos censores amigos de Moratín, y el encarcelamiento del compositor Esteve. De ahí la frecuencia de frases del siguiente tipo: «Pase este capricho / por chanza no más» (La bola del mundo, de Laserna); «Esta humorada pase / sólo por chanza» (La folla de María Antonia, de Esteve); «Supuesto que mi tonada / sólo habla en general» (Al fin todo se descubre, de Laserna); el ejemplo más completo a este respecto es el que extracto de La hidalga en la corte, de Laserna (1785), en la que después de establecer una serie de correspondencias formales y graciosas entre varios tipos sociales y la topografía madrileña, se puntualiza: «Chitito, chitito / que a hacer voy clarito / cierta prevención. / De las calles y casas / que aquí refiere, / no atiendan a las voces / sino al concepto; / pues su sentido / no toca a quien las vive / sino a los vicios. / Y del raro argumento / siga el capricho». Después de algunas coplas más, se repite la seguidilla con su introducción, si bien reducida a los cuatro primeros versos. El prospecto de los Caprichos manifestaba por su parte que «en ninguna de estas composiciones se ha propuesto el autor para ridiculizar los defectos particulares a uno u otro individuo...»; en La gran lotería, de Esteve (1762), dice la cómica Nicolasa Palomera: «Yo no quiero que mis tonadillas / satiricen en particular; / porque sólo intento / con ellas lograr/ reprender los vicios/ sin abochornar»; leamos por último la inscripción de Goya en el dibujo preliminar para el Capricho 43: «...Su yntento sólo es desterrar bulgaridades perjudiciales...». Ejemplos de esta clase se encuentran tanto en los textos literarios como en los considerandos de los censores.46

  —94→  

Una obra no teatral, publicada en 1788 y anunciada en el Memorial Literario de octubre de aquel año, nos ayuda a adentrarnos en esta selva semántica. La redactó un polígrafo tan mediocre como célebre en su tiempo, al menos en la prensa periódica, el doctor Manuel Casal, por otro nombre Lucas Alemán. La «carta segunda» de El postillón del Correo de Madrid participa a sus destinatarios la constitución de una academia «nueva y rara» para llenar el vacío dejado por las demás «que ilustran el universo», ya que «ninguna hasta ahora se ha inventado de extravagancias»; este docto cuerpo llevará el nombre de Asamblea de los Caprichos y tratará de usos, «Abusos y vicios vulgares inconexos»; es la misma terminología que la usada por el autor del anuncio de 1799: «extravagancias»; «errores y vicios humanos»; «asuntos caprichosos»; «preocupaciones y embustes vulgares». La manera de tratar los nueve caprichos sometidos a juicio es acorde con el genio más bien festivo y superficial del autor, pero no por ello dejaremos de destacar algunos que entonces criticaban autores más graves, como la costumbre de tocar timbales y clarines en las iglesias, la creencia en la localización geográfica de algunos animales ponzoñosos, la idea de que no padecen viruelas los nacidos en años bisiestos, la moda, la cuestión de si les aqueja «histórico» (sic, por: histérico) a los abates, entonces tenidos, al menos en el teatro menor, por unos entes «anfibios», entre hombre y mujer. Se trata como se ve de asuntos no imaginarios o fantásticos sino corrientes y propios de una sociedad y un país determinados, pero también como reza el prospecto del Diario de 1799, de «actitudes que sólo han existido hasta ahora en la mente humana oscurecida y confusa por la falta de ilustración», es decir en la que la pasión ha sustituido a la razón dormida. Fundamentalmente pues el «capricho» es el mismo desacierto que se denuncia. Goya, o en cualquier caso el redactor del prospecto, dice primero que «la mayor parte de los objetos» representados en su obra son «ideales» de lo cual se infiere que no todos lo son (¡empezando por el autorretrato!), y que los que sí lo son se refieren a actitudes mentales. Ello no significa que los vicios satirizados sean, pese a lo escrito, los de «toda sociedad civil». La generalización es, una vez más, simple precaución y también acatamiento a la teoría clásica. De no ser así, ¿a qué vendría el párrafo   —95→   en que se le advierte al público que el autor no ha querido ridiculizar a nadie en particular? Este último vocablo, por otra parte, se opone a «universal» que aparece en el párrafo siguiente, en que se desarrolla la clásica teoría de la imitación.

Se suele mencionar, dentro del contexto de la aparición de los Caprichos goyescos, una serie de cuatro grabados que se describieron en el Diario de Madrid de 17 de abril de 1795 como «colección de quatro estampas de caprichos...», denominación que suena poco más o menos como la que se usa en el conocido anuncio de 1799: «colección de estampas de asuntos caprichosos», o la que aparece en la suscripción del dibujo preliminar de 1797: «...esta obra de caprichos», o también «la obra de mis caprichos» en la carta a Miguel Cayetano Soler, de 1803. ¿Tan poco tienen que ver esos cuatro «caprichos» del 95 con las estampas que preparaba Goya por aquellos mismos años, según escribe Helman?47 ¿No se puede hallar un denominador común para estas dos series, la del aragonés y la anónima, tal vez de Gamborino? ¿Qué «asuntos» son los de ésta, y qué parecido tienen, si es que lo tienen, con los de Goya? Reza el suelto del Diario que son los siguientes: «primero, el buen humor andaluz; segundo, la petimetra en el prado: tercero, la castañera Madrileña, y quarto, la naranjera Murciana».48 Como se ve, se trata de lo que llamamos tipos sociales pintorescos, y que por tales se tenían como pone de manifiesto el uso del artículo definido, y de ninguna manera de partos de la fantasía, sino todo lo contrario. Alguna familiaridad con los sainetes y tonadillas nos lleva a la convicción de que los dos últimos tipos de mujeres, si bien no visten el traje de majas, son trabajadoras temporeras u ocasionales como muchas de ellas en el teatro menor -la naranjera solía ser también valenciana- pues, según advierte   —96→   Valeriano Bozal,49 el majismo encubre un conglomerado de oficios propios de lo que él llama «proletariado urbano». En lo que a la castañera -no «picada» como las de Cruz- se refiere, interesa destacar que, a pesar de su título, son las «personas decentes» que compran castañas las que mayor espacio ocupan en el grabado; de lo que se trata es más de un puesto de castañera que de la misma vendedora, si bien lo miramos. El buen humor de los andaluces (sic), que representa un guitarrista y una tocadora de pandereta, tiene también relación con el majismo (como el toreo, por otra parte): Andalucía tenia sus majos y majas, según el grabador Antonio Rodríguez, y era además, si prestamos fe al viajero Alexandre de Laborde y a otros, la verdadera tierra de «aquella especie de petimetres».50 Resta, justamente, la legítima petimetra, deliciosa joven con basquiña de flecos, mantilla negra y ramillete de flores en el pelo, que no por casualidad está pasando delante de un majo, cuya figura aparece en otros grabados, provisto de su cigarro encendido, de su capote, cofia con remate de borlas, y montera a modo de mitra boca abajo, según decía Blanco White. Se trata de dos tipos encontrados y parecidos a la vez, pues cada uno a distinto nivel trata de sobresalir en el traje y modales, hasta tal punto que la definición del majo por Bourgoing para uso de sus lectores franceses es «petimetre de baja estofa»,51 definición parecida, se habrá advertido, a la de Laborde.

Pues bien; si no se trata al parecer, en estos cuatro casos, de «satirillas» como en tal o cual tonadilla o sainete, no es menos cierto que se ha elegido a estos personajes por su pintoresquismo que los hace descollar como tipos entre la masa anónima y uniforme, porque constituyen unas curiosidades que, según el enfoque, se pueden connotar positiva o negativamente o de cualquier otra forma -sarcástica, por ejemplo-, igual que a sus congéneres de los sainetes y tonadillas se les consideraba con benevolencia y agrado, o por el contrario con el enfado e incluso el desprecio que infundía en ciertos espectadores la llamada canalla   —97→   tanto en las tablas como en la calle. En Vaya un caso, señores, tonadilla a solo anónima, con título tomado del primer verso, empezaba así la letra:

Vaya un caso, señores
extraordinario,
que también hay caprichos
entre los majos.


La sinonimia es en este ejemplo indudable y queda reforzada además por la coordinación gramatical. El «caso» es el de una maja que, a diferencia de sus hermanas, que ya constituían en sí mismas un caso, no tiene majo ni quiere admitir ninguna sujeción sentimental, es decir, teniendo en cuenta la mentalidad entonces imperante, una rareza, a pesar de su abolengo literario. En 1811, González Azaola escribía en el Semanario Patriótico de Cádiz que «el vulgo de los curiosos» ha estado creyendo que los Caprichos goyescos «solo representaban rarezas de su autor», mientras que las rarezas son las de la sociedad contemporánea.52 Pienso que el cómo son «de caprichos» los cuatro grabados de la serie anunciada en 1795 lo acaba de aclarar otra estampa intitulada Boleros y currutacas son géneros del país, o sea, como digo, que tratan de «curiosidades» o «rarezas» que segrega la sociedad española de la época y que, según como se miren, pueden ser divertidas o irritantes53 (recuérdense las sátiras de Zamácola contra los currutacos y, en cambio, su afición a las seguidillas boleras o manchegas),54 lo cual garantiza por otra parte, frente a una eventual calificación, de tipo censorio, por ejemplo, cierto margen de seguridad, mayor que la interpretación unívoca que supone el equivalente: «sátiras», utilizado, y con razón por cierto, por   —98→   los comentaristas de los Caprichos, por el mismo González Azaola, admirador de las estampas goyescas, y aun antes por el grabador González de Sepúlveda, a quien no le hicieron en cambio ni pizca de gracia al parecer, en febrero de 1799, las que llama «sátiras de Goya», por demasiado lascivas en su opinión.55





 
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