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De conejos y disparates

Antonio Rodríguez Almodóvar





Explorar los laberintos subterráneos de la conciencia ha sido tentación del hombre desde que es hombre. Para ello se ha valido de los más sagaces artificios, como la antigua onirología, que dio cuenta de los sueños de José en la Biblia, entre otros muchos casos. Chamanes y arúspices de toda laya han abordado la arcana cuestión de múltiples maneras, hasta llegar a la psiquiatría moderna. La fantasía popular, como de costumbre, no iba a ser menos. En realidad, iba a ser más, pues ha aportado elementos muy tenaces al imaginario colectivo. Uno de ellos, el conejo. Pero no cualquier conejo, sino casi siempre uno muy blanco que se escurre hacia el mundo inferior.

En la tradición hispánica, el relato folclórico más contundente referido a esta materia es Los siete conejos blancos, en la versión de José A. Sánchez Pérez, publicada en 1942, que yo llevé tal cual a los Cuentos al amor de la lumbre. En él se da cuenta de una rueda de siete conejos blancos que consigue atraer la atención de una princesa hasta un palacio encantado que está bajo tierra. Se trata sin duda del palacio encantado del amor. Más tarde recogí otra versión oral del mismo cuento, que publiqué como El conejo verde. (El verde es también un color privilegiado para toda suerte de animales con los que una princesa entabla relaciones secretas, como la rana o el lagarto, a espaldas de los convencionalismos, como por ejemplo la boda obligada).

Es seguro que a Lewis Carrol se le escapó también de la imaginación un conejo blanco sacado de las tradiciones folclóricas inglesas, y que ese fue el origen de Alicia. El cúmulo de disparates en que ésta se ve envuelta no trata sino de expresar la secuencia dislocada de un sueño, en busca de un laberíntico sentido. Desde entonces, de la chistera de la fantasía literaria han salido incontables conejos. Pero todos, de una forma u otra, se deben a la imagen primordial del conejo huidizo del folclore. Tal vez muchos escritores no lo saben. Pero eso no hace sino añadirle un gramo más de aliciente a este discurso contra la locura del mundo superior, el mundo de lo siempre ordenado y asfixiante.

Acaba de publicarse una nueva versión de El conejo blanco, ilustrado por Óscar Villán y con texto de Xosé Ballesteros, adaptación también de un viejo cuento popular (La cabra cabresa, o El Tragaldabas), ahora para acercar a la lectura a niños con necesidades educativas especiales. Se han incorporado iconos muy sugestivos, que seguro agradecerán los maestros de estas ramas heroicas de la enseñanza.

Igualmente reciente es Perico, qué hora es de Beatrix Potter, donde también el conejo juega un papel clave en torno a una cuestión capital en el antecedente de Alicia: la hora. Es precisamente la angustia de llegar tarde que transmite aquel conejo lo que dispara hacia el disparate la narración de Carrol, y lo que más cuesta transmitir a los niños, por cuanto la conciencia del tiempo es lo que verdaderamente les arranca del Paraíso. Mas como ésta es cuestión inevitable, mejor que la aprendan de una manera suave y aparentemente loca, o sea, como un juego.

Y aunque no reciente, sigue reeditándose Niña Bonita, el delicioso relato de Ana Mª Machado que tiene por motor las relaciones entre un conejo blanco y una conejita negra, esta vez en busca del sentido de la belleza, más allá del racismo y de todos los demás estorbos ideológicos que pretenden dividirnos el mundo en parcelas irreconciliables. Con todo ello, bien claro queda, en fin, que el mayor disparate de todos es el de las ideologías y las doctrinas. Véase, si no, el 11-M.





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