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De Ercilla a Gaspar Pérez de Villagrá

Giuseppe Bellini





La historia de la épica americana tiene su origen ilustre, como bien se sabe, en La Araucana de Ercilla1, y con ella en la épica italiana, cuya referencia dominante es el Orlando furioso de Ariosto. Al poeta español le reprochaba el Inca Garcilaso de la Vega2 no haber elegido en su relación de la guerra de Arauco la prosa, lo que hubiera aumentado su credibilidad. Para nosotros fue, al contrario, una elección feliz, puesto que dio vida a una extraordinaria poesía épica. Fue un género nuevo, que irrumpió entre la crónica en prosa, que a partir de las Cartas de Cortés y de la Historia verdadera de la conquista de México, de Bernal Díaz del Castillo, había dado ya lo mejor de sí.

Ercilla tenía plena conciencia de lo que hacía y al programa de Ariosto, su maestro, dedicado a cantar en el Furioso, para disfrute de las bellas damas de la corte estense de Ferrara, «Le donne, i cavalieri, l'arme, gli amori, / le cortesie, l'audaci imprese», que vieron en la época carolingia la lucha contra los moros, sustituía la exaltación de las heroicas empresas de la conquista de Arauco, destacando su participación personal y reconociendo además, cuando el caso, el heroísmo del enemigo. Prueba, ésta, de cómo el poeta estaba embebido de espíritu renacentista, donde no se habían borrado los ideales de la caballería, que, al contrario, la llegada al trono y al imperio de Carlos V había ulteriormente exaltado, en el concepto de una España ilustre y heroica, heredera de Roma y su continuadora.

No damas, ni amores, pues, sino actos de guerra protagonizados por esforzados combatientes, para mayor gloria de la corona:


No las damas, Amor, no gentileza
de caballeros canto enamorados,
ni las muestras, regalos y ternezas
de amorosos afectos y cuidados;
mas el valor, los pechos, las proezas
de aquellos españoles esforzados,
que a la cerviz de Arauco no domada
pusieron duro yugo por la espada3.



A pesar de este programa, no se mantendrá del lodo fiel. Ercilla, a él, y no faltará, en el poema el tema, amoroso y tampoco la descripción de bellas mujeres indígenas, temas que al poeta le permitirán evadir de un trabajo que, sin ninguna razón, define «tan seco, tan estéril y desierto», para dedicarse a «ir por jardines y florestas / cogiendo varias y olorosas flores»4, como le hubiera gustado. Que sí las cogerá estas flores, aunque el amor poco se avenía con el tema de la guerra, a pesar de que a veces se presentaba como amarga desilusión y forma, de empeño patriótico «bárbaro», como en el caso de Fresia, esposa, de Caupolicán, a quien repudia por no haber sabido resistir a los españoles y hasta renuncia a su hijo pequeñito echándoselo a sus pies, desdeñando la prole de un hombre a su parecer cobarde, acto que, por irracional que parezca, bien se avenía, mutatis mutandis, con la tradición literaria hispánica que, como en la Numancia de Cervantes, proponía, ejemplos heroicos femeninos de los antiguos tiempos, estimados de gran valor moral, y civil, que merecía recordar, en la arraigada conciencia de que España recogía de la antigua Roma una misión, en el mundo, la del imperio universal, que la fe reforzaba, y por eso los proyectaba también en el ámbito indígena, fusionando en el concepto ambos mundos.

Acaso por eso Cervantes, en el Laurel de Apolo, elogiaba a Ercilla y en cuanto a La Araucana afirmaba que el poeta demostraba, en ella que tenía, «tan ricas Indias en su ingenio» que enriquecía desde Chile «la Musa de Castilla». Fin el poema la historia se mezcla con la invención; la obra no había supuesto poca fatiga en su autor, quien en el «Prólogo» confiesa haberla escrito directamente, sobre el terreno, y «muchas veces en cueros por falta de papel y en pedazos de cartas, algunos tan pequeños que apenas cabían seis versos, que no me costó después poco trabajo juntarlos»5.

Obra del todo original La Araucana, a pesar de sus autores de referencia, puesto que Ercilla entendía algo bien distinto del poema de caballería, o sea, contar en verso la historia. Por eso don Marcelino Menéndez y Pelayo sostenía6 que el poeta no le debía nada a Ariosto. Más oportunamente Maxime Chevalier interpretaba7 la declaración programática del poeta como un tópico frente al Orlando furioso, considerado el gran poema épico moderno. Tanto es así, que es suficiente ver cuántos contactos han detectado los estudiosos que se han ocupado de La Araucana: ecos de fondo del poema ariostesco, no solamente, sino presencias de Dante, Tasso, Virgilio y Lucano. Poeta verdadero, Ercilla afirma su originalidad sobre un fondo cultural propio, encaminando el poema caballeresco hacia la narración de los sucesos bélicos contemporáneos, incluyéndose como protagonistas e interpretando un clima heroico vivo todavía en la España de Felipe II, herencia, de las glorias de Carlos V.

La originalidad de La Araucana consiste en esto y en el hecho de que nace en América, y la refleja, no solamente en la lucha, armada, sino en la peculiaridad, del paisaje: montes, llanuras, ríos, extensión inmensa y variedad de climas y eso desde el primer Canto. Una tierra de la que ya Valdivia, jefe desdichado de la anterior expedición a la conquista de Chile, en carta al emperador celebraba la maravilla y, como para la Nueva España fray Toribio de Benavente, la feracidad de la tierra, tal que le parecía que «la crió Dios aposta para poderlo tener todo a la mano», animando a sus compatriotas a establecerse y «perpetuarse en ella»8.

En realidad, Ercilla experimenta, y describe, también la hostilidad de la naturaleza, que se le revela sobre todo durante la expedición antártica; un territorio impervio, cubierto de «breñales», de «cerrada espesura», donde es necesario abrirse el camino con el «machete», terrenos hostiles en los que los caballos se niegan a meterse, «peñascos y pantanos», un camino de «zarzas, breñas y árboles tejido», bajo un cielo inclemente, «de granizo y tempestad, cargado», bajo una luz «escasa y turbia», nubes «lóbregas», que transforman el día en «tenebrosa noche»; por no hablar del hambre, de las heridas; los soldados «descalzos y desnudos, sólo armados», siempre «en sangre, lodo y en sudor bañados». Y finalmente el milagro:



al fin una mañana descubrimos
de Ancud el espacioso y fértil raso
y al pie del monte y áspera ladera
un extendido lago y gran ribera.

Era un ancho archipiélago poblado
de innumerables islas deleitosas,
cruzando por el uno y otro lado
góndolas y piraguas presurosas.
Marinero jamás desesperado
en medio de las olas fluctuosas
con tanto gozo vio el vecino puerto
como nosotros el camino abierto9.



Una sensibilidad extraordinaria, la de Ercilla, frente al paisaje, y eso llama aun más la atención porque en el poema impera realmente el «iracundo Marte»: todo es choques de armas, batallas, matanzas. Con crudo realismo el poeta representa «las formas de los muertos», documentando de esta manera, con pericia de artista, el aspecto negativo de la conquista y, a la manera de Garcilaso de la Vega -véase la epístola segunda a su amigo Boscán- el cansancio personal, propio de quien considera la guerra, por encina de todo, un evento trágico. En el Canto XXXII la visión del campo de batalla es espeluznante; los cuerpos


unos atropellados de caballos,
otros los pechos y cabeza abiertos,
otros que era gran lástima mirallos,
las entrañas y sesos descubiertos,
vieran otros desechos y hechos piezas,
otros cuerpos enteros sin cabeza.



Y los sonidos y lamentos:


Las voces, los lamentos, los gemidos,
el miserable y lastimoso duelo,
el rumor de las armas y alaridos
hinchen el aire cóncavo del cielo;
luchando con la muerte los caídos
se tuercen y revuelcan por el suelo,
saliendo a un mismo tiempo tantas vidas
por diversos lugares y heridas.



Mucho se ha insistido acerca de la simpatía de Ercilla por los araucanos; ejemplar su reacción ante la muerte de Caupolicán, empalado, que define «bárbaro caso», al cual no presenció, porque ya partido para la conquista «de la remota, y nunca vista gente», en la región antártica, que, de estar él presente, afirma, «la cruda esecución se suspendiera»10. Postura, noble, ciertamente, que a veces en la guerra, según la tradición, podía manifestarse hacia un enemigo valiente y que en La Araucana contribuye, por un lado, a denunciar la barbarie del jefe de la expedición, y por el otro, a engrandecerse a sí mismo de parte del poeta y a humanizar a los demás guerreros de su grupo, expresando un culto por el heroísmo de profunda, raíz caballeresca.

Consciente de lo peligroso de su condición, Ercilla explica en el «Prólogo» al poema, qué de los araucanos le había impresionado, ante todo el valor con que se defendían, de «tan fieros enemigos como son los españoles» -exaltación explícita del valor hispánico-, en una situación estratégica de absoluta, desventaja, «con puro valor y determinación» luchando por su libertad, y

derramando en sacrificio della tanta sangre así suya como de españoles, que con verdad se puede decir haber pocos lugares que no estén della teñidos y poblados de huesos, no faltando a los muertos quien les suceda en llevar su opinión adelante; pues los hijos, ganosos de la venganza de sus muertos padres, con la natural rabia que los mueve y el valor que dellos heredaron, acelerando el curso de los años, antes de tiempo toman las armas y se ofrecen al rigor de la guerra. Y es tanta la falla de gente por la mucha que ha muerto en esta demanda, que para hacer más cuerpo y henchir los escuadrones, vienen también las mujeres a la guerra y peleando algunas veces como varones, se entregan con grande ánimo a la muerte11.



A pesar de su admiración por los indígenas, en realidad Ercilla se siente español «por los cuatro costados» y solamente en contadas ocasiones se hace concretamente solidario con el enemigo, sin olvidar nunca el derecho hispánico a la conquista y el imperativo evangelizador. Si exalta el heroísmo, la resistencia, del enemigo y pone el acento sobre el hecho de que nunca fueron sometidos por nadie, lo hace para demostrar el valor suyo y de su gente. Los araucanos quedan en la categoría, de «bárbaros», inspirados por el demonio, que guía, sus acciones. Se diría, al fui y al cabo, que admiración y repudio luchan en el poeta, pero sobre todo que él no entiende alejarse de las posiciones sobre las que se fundaba la misión evangelizadoras de España, la «guerra justa», motivo desarrollado al final de La Araucana12 por lo que se refiere al conflicto con Portugal en tiempos de Felipe II: la guerra es justa, según Ercilla, cuando vence la soberbia de «rebeldes insolentes», cuando derriba a los prepotentes, teniendo como fin el de conservar la paz. Naturalmente insolentes y prepotentes son siempre los que se oponen al poder español.

Entonces, ¿cómo se aviene todo esto con los araucanos, si Ercilla al comienzo de su poema nos presenta un estado perfectamente ordenado, una suerte de confederación que convive armónicamente? Es solamente la falta de la fe cristiana que justifica la definición de «bárbaros» y es el empeño para rescatarlos de esta condición negativa que hace «justa» la guerra.

¿Estaba realmente convencido de ello Ercilla? La duda es legítima. A través de su poema él aparece hombre complicado, profundamente desilusionado; la abundante sentenciosidad a la que acude no es gratuita, sino que atestigua una moralidad que no podía ser superficial. Una dura experiencia, que lo confirmaba en la convicción de la fragilidad de la vida humana la había hecho durante toda la guerra de conquista y en particular debido a la arrogancia del jefe de la expedición, don García, marqués de Cañete, que injustamente lo había condenado a muerte, pena conmutada en el destierro: una ofensa imborrable, candente, o como declara el poeta «un agravio, más fresco cada día» que, confiesa, «me estimulaba siempre y me roía»13.

Probablemente todo esto y el espectáculo de sangre y de muerte de la conquista había determinado en Ercilla, por encima de las temáticas filosóficas acostumbradas, de raíz medieval, una visión profundamente negativa de los hombres y de las cosas. Por otra parte, cada día veía ejemplos significativos: grandezas venidas a menos, poderosos vencidos, dominio absoluto de la Fortuna, que disponía de hombres y acontecimientos a su capricho. La prisión y la muerte infamante de Caupolicán eran una nueva y espeluznante demostración. Tratando del caso, el poeta llega a una consideración de significado universal:


¡Oh vida miserable y trabajosa
a tantas desventuras sometida!
¡Prosperidad humana sospechosa
pues nunca hubo ninguna sin caída!14



Además, numerosos le aparecen los que, llegados a la fama y a la grandeza, con el tiempo todo lo han perdido, hasta su dignidad:


Hombres famosos en el siglo ha habido
a quien la vida larga ha deslustrado,
que el mundo los hubiera preferido
si la muerte se hubiera anticipado15.15



Pero Ercilla, como buen español, reacciona: esos tales no son como sus compatriotas, expresión de una nación invencible. Convencido de ello el poeta hace pronunciar a don García, en su incitación a la empresa austral, «do nadie más pasado había», un ditirámbico elogio acerca de la misión de su gente:



Nación a cuyos pechos invencibles
no pudieron poner impedimentos
peligros y trabajos insufribles,
ni airados mares, ni contrarios vientos,
ni otros mil contrapuestos imposibles,
ni la fuerza de estrellas, ni elementos,
que rompiendo por todo habéis llegado
al término del orbe limitado:

veis otro nuevo mundo que encubierto
los cielos hasta agora le han tenido
el difícil camino y paso abierto
a sólo vuestros brazos concedido;
veis de tanto trabajo el premio cierto
y cuanto os ha Fortuna prometido,
que siendo de tan grande empresa autores,
habéis de ser sin límite señores;

y la parlera Fama discurriendo
hasta el extremo y el término postrero,
las antiguas hazañas refiriendo
pondrá ésta vuestra en el lugar primero;
pues en dos largos mundos no cabiendo,
venís a conquistar otro tercero,
donde podrán mejor sin estrecharse
vuestros ánimos grandes ensancharse»16.



Con razón, por consiguiente, La Araucana puede, ser definida, el gran poema de las glorias hispánicas, más que una defensa del pueblo araucano, del cual se admira el valor, fiero que debe ser sometido.

Y a propósito del tema amoroso, programáticamente expulso del poema, en realidad, como he dicho, no lo es. No me refiero tanto a los Cantos XXXII y XXXIII donde, a pedido de sus compañeros, los entretiene Ercilla con la historia de Dido, mujer que afirma calumniada por Virgilio en la Eneida, donde el poeta latino inventa una historia de amor con Eneas, cuando en realidad Dido quedó fiel a Siqueo y antes que aceptar nuevas bodas se suicidó, sino a la historia de Tegualda enamorada de repente de Crispino, y en particular de Guacolda, amante de Lautaro, cuya muerte en la batalla llora; y además la serie dramática, de las aventuras de Glaura, antes escapada al incesto, luego al estupro de parte de dos negros por la intervención de Coriolano, a quien se concede por amor y que más tarde descubre colaborador y amigo de Ercilla, el cual los reúne y deja libres.

No cabe duda, el poeta-soldado no ahorra, ejemplos de su bondad, en éste como en otros casos numerosos, pero siempre tiene presente que vencer no implica oprimir, a pesar de que a veces, como en el caso del indio Galbarino, le parece lícita una dura lección, y en efecto al pobre se le cortan ambas manos, «yo presente»17.

En el Canto XII el poeta se confiesa inexperto en cuanto al amor y por eso declara que su «turbada, pluma» no se atreve a seguir adelante; pero es sólo una pretextuosa afirmación si en el Canto XV declara que sin amor no hay nada bueno y en poesía la «rica vena» tiene su origen en el tema del amor, ni puede decirse «materia llena» la que no se funda sobre este sentimiento. Tanto es así que «los contentos, los gustos, los cuidados, / son, si no son de amor, como pintados». Y va más allá cuando afirma que el amor desbasta, produce ingenio y placer verdadero, cita Dante, Ariosto, Petrarca y Garcilaso, poetas que cantando el amor llevaron la lengua a tal refinamiento y riqueza, que si no trata de amor «es desgustosa»18.

Contrastando con estas declaraciones, provocatoriamente Ercilla denuncia su «inculto ingenio y rudo estilo», de cuya eficacia, sin embargo, da inmediatamente muestra en la épica, descripción de la gigantesca contienda, entre conquistadores e indígenas, y no poca, finura muestra en los numerosos episodios sentimentales que, sin menoscabo alguno de la verdad del relato bélico de fondo, se concede. En el caso de Gauacolda y Lautaro, por ejemplo, no faltan ternura ni transporte y por nada, con «rudo estilo».

Ercilla representa el ardor de la pareja, al contrario lo acentúa con una nota de controlado erotismo. Ercilla presenta de esta manera el sueño de los dos jóvenes:


Aquella noche el bárbaro dormía
con la bella Guacolda enamorada,
a quien él de encendido amor amaba
y ella por él no menos se abrasaba19



Luego describe, con la pasión de la mujer, la angustia, con que ella teme la muerte de su amado en la batalla, atormentada por un sueño premonitorio:


Ella, menos segura y más llorosa,
del cuello de Lautaro se colgaba
y con piadosos ojos lastimosos
boca con boca así lo conjuraba20.



Sucesivamente, en el canto XXI, Ercilla representa eficazmente el dolor de la mujer frente al cuerpo del marido, que encuentra, entre los caídos en la batalla. Pero, sustancialmente, hay que reconocerlo, el tema amoroso poco tenía que ver con el proyecto fundamental de La Araucana, que era relatar la guerra de Arauco, a pesar de que Ariosto lo contemplaba abundantemente y sucesivamente Tasso lo habría plenamente legitimado y desarrollado en el clima contrarreformista, con su Gerusalemme liberata.

Es verdad que de vez en cuanto parece que Ercilla manifiesta cierto cansancio por el tema bélico, pero es sin duda un pretexto para un rápido respiro, suyo y del lector, en una obra plenamente realizada y tal que serviría de modelo a todos los que desde entonces quisieran tratar en verso la materia histórica, sin que nadie alcanzara su perfección21.

No pueden rivalizar, en efecto, con La Araucana, ni las Elegías de Varones ilustres de indias, de Juan de Castellanos, que Marcelino Menéndez y Pelayo con demasiado rigor descalificaba, definiéndolas prolijas y aburridas22, ni El Arauco domado, de Pedro de Oña, aunque este poema, realizado por encargo y parece de mala gana, obligado por el pago a plazos diarios de parte de la familia de don García de Cañete, tiene sus indudables méritos, el primero de los cuales descuella en el tratamiento del tema amoroso, a pesar de lo cual el poeta manifiesta también, ni podía menos, por las armas, los ejércitos en formación, los caballos, inquietos antes de las batallas, «del ronco tarantántara incitados», las banderas al viento. En el tema del amor Oña cogerá plenamente las flores a las que anhelaba Ercilla; totalmente embebido de cultura hispano-italiana, como demuestra su concepto de la belleza femenina, excede en el tema23. Es suficiente como con morosidad representa a la bella Fresia, mujer cosificada -«un alegre objeto hermoso, / bastante causador de muerte y vida»-, cual una dama del Renacimiento:


Es el cabello liso y ondeado.
Su frente, cuello y manos son de nieve,
su boca de rubí, graciosa y breve,
la vista garza, el pecho relevado;
de torno el brazo, el vientre jaspeado
coluna a quien el Paro parias debe,
su tierno y albo pie por la vedura
al blanco cisne vence an la blancura24.



Indígena curiosa, ésta de Oña, que bien podía figurar entre las damas de una corte europea del Renacimiento y en cuya descripción el poeta insiste con delicado, pero complacido, erotismo, presentándola mientras retoza con su amado, Caupolicán, en las aguas del río, donde con su belleza hasta revuelve la arena del fondo y «muestra por debajo el agua pura / del candido alabastro la blancura»25.

Es una joya del poema, esta escena; Oña la introduce acudiendo a una descripción sapiente de la naturaleza: un lugar idilíaco donde un riachuelo, sutilmente erótico, «hecho de puro vidrio una cadena», corre «sinuoso» a través de una floresta poblada de tranquilos anímales; una fuente límpida alimenta las aguas transparentes donde van a bañarse los dos enamorados, el uno estatuario: «espalda y pechos anchos, muslo grueso / proporcionada carne y fuerte hueso», «el brazo y músculo fornido»; la otra, sabio contraste, toda finura y gracia, y ardor, si apresuradamente «con ademán airoso lanza el manto / y la delgada túnica desprende». Las demás hermosuras de la mujer las deja imaginar el poeta a sus lectores, pero más se atreverá a veces el poeta, como en el Canto VII, maestro Tasso con sus mujeres guerreras, cuando presenta a la bella Gualeva desmayada en el prado:


Jamás gozó Meandro en su ribera
de cisne que al hervoso alegre seno
mexclando el blanco propio al verde ajeno,
tal gracia, tal adorno y lustre diera,
cual por serville allí do cabecera
lo está gozando ahora el prado ameno,
en la nevada faz descolorida
de la traspuesta bárbara tendida.



Pero no es El Arauco domado el que influye en toda la épica, americana, sino La Araucana, cuya presencia dominó también en gran parte de la poesía de la Nueva España, intentó un poema épico Francisco de Terrazas, Nuevo Mundo y conquista26, celebración de Cortés, pero la temprana muerte del poeta sólo dejó algunos fragmentos, donde se pueden apreciar influencias también de Hornero y Virgilio, Un extenso poema épico concluyó el novohispano Antonio de Saavedra Guzmán, El Peregrino indiano, que se editó en Madrid en 1599, celebración de Cortés y sus empresas y donde tampoco falta espacio para el amor y mujeres indígenas atractivas, más realísticamente representadas, como en el Canto V la «noble doncella de Potonchán», que el poeta así describe:


Era moza doncella, bien sacada,
trigüeñuelo el color, negros cabellos,
por extremo dispuesta y bien formada,
ojos que yo no sé cuáles más bellos;
lindos dientes, la boca colorada,
que el rubí y perlas no es igual a ellos;
donaire, discreción y señorío,
habla suave, y arrogante brío.



No se trata, ya de damas renacentistas, sino de bellezas indígenas convincentes, a pesar del poco refinado arte del autor, el cual en su obra, no desdeña, las representaciones tremendistas, como en el Canto XVIII, donde presenta al español Cansino, enamorado de la indígena Colima, mujer que por belleza «al cielo y las estrellas excedía». El criminal enamorado, para asegurársela a sí, la marca bárbaramente en la cara, con el hierro, causando su muerte y la consiguiente y dura punición de parte de Cortés.

No deja el poeta, de describir la belleza de la infeliz, con su acostumbrado estilo, entre rudo y refinado; la mujer era


mansa, alegre, apacible y amorosa,
mil donaires y gracias poseía;
ojos rasgados, boca muy graciosa,
las perlas un coral fino ceñía,
cabellos negros, frente bien formada,
nariz perfecta, linda y acabada27.



En los poemas se Terrazas y de Saavedra Guzmán no damos con grandes obras, sino con manifestaciones, sobre todo de buena voluntad versificatoria, que de vez en cuando revelan momentos interesantes, muy lejos siempre de la grandeza de La Araucana.

A esta serie de poemas pertenece también La historia de la Nueva México, de Gaspar Pérez de Villagrá28, treinta y cuatro «mortales cantos», según el juicio de don Marcelino Menéndez y Pelayo, el cual opinaba que a todos los poemas de asunto americano vencía, en lo «rastrero y prosaico», y cuyos versos sueltos estimaba de aquel género «que Hermosilla comparaba con una escoba desatada»29.

Lo seguía a distancia de años en la escasa valoración de la obra Alfonso Reyes, quien acomunaba en la negatividad la Historia de la Nueva México y El Peregrino indiano30. En México mantuvo la memoria del poema Alfonso Méndez Plancarte, en una breve selección incluida, en Poetas Novohispanos31, pero ya en 1900 Luis González Obregón había, realizado una nueva edición de la Historia32.

Muy otra sería la importancia que en los Estados Unidos se le daría al poema, sobre todo entre los siglos XIX y XX, en cuanto relato histórico del descubrimiento y conquista de Nuevo México33, región que en la época, de la expedición escasamente parecía, interesar al virrey de la Nueva España, don Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, quien no pocas trabas le puso a Juan de Oñate, obligándolo a aplazar durante dos años la realización de su empresa.

Una anterior y rápida lectura de la obra de Villagrá me había permitido apreciar, al contrario de lo dicho por los mencionados críticos, pasajes descriptivos estupendos y una consideración hacia el personaje femenino indígena que poco abundaba en la épica americana, sin que por eso faltaran ejemplos notables. No ciertamente un poema que pudiera, rivalizar con el de Ercilla, pero sí una obra interesante, que requería una lectura paciente y que merecía la pena profundizar, a lo menos en algunos de sus aspectos, propios de la creación literaria, como al fin y al cabo lo son casi todas las crónicas en prosa34. Por eso mi interés hacia este poema.

Del autor, don Marcelino daba escasas noticias, indicaba el año de edición del poema, 1611, en Alcalá de Henares35. De esta información nebulosa nos ha sacado por fin Mercedes Junquera en su estudio introductivo a la edición, madrileña del texto36, y Manuel María Martín Rodríguez, ha ulteriormente ampliado la investigación acerca del poeta soldado y su vida, además de un profundizado estudio sobre su cultura, clásica a través del poema37. El personaje empieza así a tener bulto: sabemos que nació en 1555 en Puebla de los Ángeles; que descendía, de una familia de capitanes, entre los cuales se contaba, a Francisco de Villagrá, conquistador de Chile; su participación en la expedición de Oñate queda más que documentada en el poema, pero a través de una lista, de expedicionarios del año 1598 llegamos hasta a conocer sus facciones: se le describe «como de mediana estatura, fornido, barba, canosa y calvo»38, correspondiendo con el grabado que aparece en la edición original de su Historia.

Las gestas personales las consigna el protagonista en su poema, una conducta heroica que a parte la ventaja de haber salvado su vida, pocas recompensas le obtuvo: fue nombrado por Oñate gobernador de Ácoma, pero a su regreso a España no le fueron tributados reconocimientos, antes, en 1614, declarado culpable por haber justiciado, diz que indebidamente, algunos soldados rebeldes de la expedición, fue desterrado por seis años de dicha, provincia «y se le prohibió ejercer su oficio y cargo de capitanía por dos años, haciéndole pagar los gastos del juicio»39. Finalmente sus méritos parecieron ser reconocidos con el nombramiento, a comienzos de 1620, a alcalde mayor de Zapotitlán, en Guatemala, cargo que no llegó a ejercer, pues murió, parece, en el barco que le conducía a América, aunque la fecha no es segura40.

De la Historia de Pérez de Villagrá aquí no nos interesa el relato histórico propiamente dicho, sino la realización artística que de vez en cuando lo embellece y los sentimientos de un combatiente de la época, en un territorio desconocido e impervio, del que podrían ser punto de referencia eficaz los Naufragios de Cabeza de Vaca y en la protesta del soldado frente a la indiferencia oficial por sus sacrificios, una larga tradición literaria castellana que va de la Edad Media al Renacimiento41, empezando por el Rimado de Palacio del Canciller Pero López de Ayala. Pero cuántos ecos de Ercilla en el poema.

No deja de impresionar al lector la atención que el autor pone, igual que Ercilla, en el paisaje en cuyo medio se mueve, una naturaleza enmarañada, desconocida, pero precisamente por eso fascinante. Gaspar de Villagrá era un hombre ilustrado, lo demuestra a cada paso su obra; conocía muy bien la mitología greco-latina y la historia del período clásico; había leído a Homero y a Virgilio y naturalmente La Araucana de Ercilla. Tenía, pues, la sensibilidad del poeta frente al paisaje, acrecentada ciertamente a través de sus lecturas de poesía renacentista, en particular de Garcilaso, como puede verse en el Canto VIII, cuando denuncia, las continuas dilaciones que a Oñate le pone el virrey a su empresa. Taimado era el conde y el parangón es con un paisaje renacentista de encantamiento que amodorra:


Y así cual los arroyos que, de paso,
refrescan sus riberas y levantan
graciosas arboledas y las visten
de tembladoras hojas y entretejen
diversidad de flores olorosas,
amenos prados, frescos, deleitosos,
y sombras apacibles y agradables,
no de otra suerte el Conde de contino,
a nuestro General le entretenía.
[...]



Paisaje inventado, que nada tiene que ver con la realidad, sino sólo con la memoria literaria y la fantasía. Pero pronto Pérez de Villagrá tendrá frente a sí, como Ercilla, una realidad concreta, en la cual se adentra no sin dificultad, y precisamente debido a esa dificultad, al fin vencida, se exaltará su entusiasmo: a pesar de paisajes ásperos, impenetrables, en sí extraordinarios, a veces, como en el caso de la inmensa llanura poblada por un sinnúmero de «grandes vacas» o bisontes (Canto XVII)42, se recreará con ámbitos umbríos, aguas y ríos orillados por abundante vegetación, con frecuencia alcanzados en condiciones dramáticas, representando para él y sus compañeros anclas de salvación y por eso los describe y celebra.

Es el caso, en el Canto XIV, del descubrimiento del Río Grande, adonde Villagrá y unos cuantos soldados que le acompañan llegan sorpresivamente, después de días de impervio camino por «escabrosas tierras», «desiertos broncos, peligrosos», «espesas breñas y quebradas», «ásperas cumbres levantadas», hambrientos y sedientos hombres y caballos, y casi ciegos éstos por la luz y el calor de «muy altos médanos de arena» y tanto que «los miserables ojos, abrasados, / dentro del duro casco se quebraban». No olvida por cierto, el poeta-cronista, pasajes semejantes de La Araucana, concretamente el Canto XXXV del poema, donde dramáticamente Ercilla cuenta su expedición antártica, realizada en un ambiente espantoso de breñas y cumbres y selvas, hasta dar con la espléndida ribera de Ancud. La sed y el hambre habían duramente atormentado a Ercilla y a su gente e igual le pasa a Villagrá y a sus compañeros; una experiencia real que el autor representa con extraordinaria fuerza dramática. Abriéndose paso a través de una naturaleza, hostil, atormentados por la sed y el hambre, los caballos ya ciegos, que «crueles testeradas y encontrones / se daban por los árboles, sin verlos», la aventura se prolonga durante cuatro días, y los hombres, igual que los caballos, fatigados, hasta llegan a desear la muerte:


vivo fuego expiando, y escupiendo
saliva, más que liga pegajosa,
deshauciados ya, y ya perdidos,
la muerte casi todos deseamos.



Pero no podía la empresa concluir trágicamente, si gozaba -estaba seguro el poeta- de la protección de la Providencia, ¿No iban ellos a descubrir y conquistar nuevas tierras para evangelizarlas? Por eso la Providencia, «condolida», interviene y los hace dar de repente con el río, en el cual hombres y caballos se precipitan para calmar su sed, quien reventando por el exceso de agua, quien arrastrado por la corriente, soldados y animales, «pareciéndoles poco todo el Río / para apagar su sed y contentarla».

Pasados estos momentos iniciales desarreglados, el clima dramático deriva hacia lo poético, hacia el «bosque ameno» renacentista. Gaspar Pérez de Villagrá ofrece aquí uno de los momentos más bellos de su Historia, recreando unos originales Campos Elisios, un bosque poblado no de ninfas, a la manera de Garcilaso, sino de soldados desarrapados, que finalmente han llegado a salvación y gozan ahora de merecido descanso y abundancia. Como personajes del Renacimiento ellos van por ese «bosque ameno», a pesar de maltrechos y rotos, «con mucho gusto discurriendo». El ámbito es maravilloso y los soldados parecen haber olvidado ya todas las anteriores desventuras, pues pasean


por frescas alamedas muy copadas,
cuyas hermosas sombras, apacibles
a los cansados miembros, convidaban
que acerca de sus troncos recostados
allí junto con ellos descansasen
Por cuyos verdes ramos espaciosos
-cual suelen las castísimas abejas,
con un susurro blando y regalado,
de tomillo en tomillo ir saltando,
gustando lo mejor de varias flores-,
así, por estas altas arboledas
con entonado canto regalado
cruzaban un millón de pajaricos,
cuyos graciosos picos desenvueltos
con sus arpadas lenguas alababan
al inmenso Señor que los compuso.



Himno extraordinario a la obra divina, comprensible en gente probada, que por fin ha llegado a salvación y todo lo contempla como milagro. No hay que ponerse el problema de si eso fuera posible, sino solamente apreciar la belleza de la representación, ciertamente real, pero interpretada por el poeta a través de su formación humanista. Igualmente lo son la escena del baño, la de la caza y del opíparo banquete, que mucho se parece, a pesar del ambiente rústico, a los suntuosos de las grandes familias, como los representó la pintura italiana del siglo XVI, irradiando pompa, abundancia y alegría. Es para los soldados de Villagrá la hora exaltante del banquete universal por fin alcanzada: no solamente hay peces, sino «gruesa caza» de «muchas grullas, ánsares y patos», donde «cebaron bien sus arcabuces / los astutos monteros diligentes», y todo ahora hirviendo:


y habiendo hecho grande caza y pesca,
luego de los fogosos pedernales
el escondido fuego les sacamos,
haciendo una gran lumbre poderosa:
y en grandes asadores, y en las brasas,
de carne y de pescado bien abasto,
pusimos a dos manos todo aquello
que el hambriento apetito nos pedía,
para poder rendir de todo punto
las buenas ganas al manjar sabroso.



Una gran fiesta, que se prolongará en alegría una vez regresados al campamento, pero que no excluye sucesivas y riesgosas aventuras. La guerra, se sabe, no es un paseo; se desarrolla en territorios inhóspitos y entre poblaciones desconocidas y salvajes, los «bárbaros», que sin embargo Pérez de Villagrá no desestima, antes, al contrario, aunque en numerosas ocasiones hostiles y temibles, siempre celebra por su valor y hasta por su prestancia física.

Pronto, sin embargo otro cuadro se nos presenta: el Canto XIX, que una consideración sentenciosa inaugura -«No se ha visto jamás que la fortuna / haya un punto la rueda asegurado»-, refiere la aventura del mismo Villagrá caído con su caballo en una trampa que le tendieron los indios y «los trabajos que padeció por escapar la vida». Es aquí donde el lector rememora aventuras semejantes de Cabeza de Vaca contadas en sus Naufragios; sin que por eso sea menos real y convincente el relato dramático de Pérez de Villagrá. Muere su caballo, pero él logra salvar su vida, va discurriendo por territorios abundantemente nevados y fríos, acudiendo por mayor seguridad a ardides, como volver sus zapatos con la punta al revés, «poniendo los talones a la punta», para despistar a sus enemigos y por fin, «habiendo entrado ya el silencio triste, / de la oscura noche que cargaba», da con tres soldados amigos, grato a «Dios que en sus grandes santos resplandece, / y socorro por ellos nos envía».

El peligro constante refuerza la fe del soldado y Pérez de Villagrá sabe muy bien que no es el solo en sufrir y padecer, sino que todos sus «pobres camaradas quebrantados» pasan por los mismos sufrimientos. Es ésta la conclusión del Canto XIX, preámbulo al sucesivo Canto XX, donde el autor describe con directa participación los «excesivos trabajos que padecen los soldados» que actúan en los descubrimientos, «y de la mala correspondencia que sus servicios reciben». Todo lo han dejado, pasan por peligros nunca vistos, trocan «por trabajo el descanso», se cosen hasta sus vestidos y zapatos, «viven y pasan casi todo el tiempo / como si fueran brutos por el campo», al agua y al sol, al frío y al calor, se nutren


de raíces incultas desabridas,
de hierbas y semillas nunca usadas,
caballos, perros y otros animales,
inmundos y asquerosos a los hombres.



El resultado es, al final, habiendo logrado salvar su vida, si entienden solicitar una recompensa, antesalas infinitas. La crítica de Pérez de Villagrá es durísima, como parte directa en la situación, denunciada no con menos fuerza que el canciller Ayala en su Rimado de Palacio:


Primero es fuerza sufran y padezcan
una eternidad de años arrimados
por aquellas paredes de Palacio,
muertos de hambre, cansados y afligidos,
adorando a los pajes y porteros,
sirvientes y oficiales de su casa,
por ver sí por aquí tendrán entrada,
para su larga pretensión perdida.



Y si por casualidad logran entrar al «santa santorum» donde está «la majestad intacta» del poder, tienen que presentarse limpios y adecuadamente vestidos, sin mancha de pobreza, para «ver grandeza y majestad tan alta». No se trata del rey, que con él todo esto no hace falta, sino de sus representantes en las Indias. Por eso Pérez de Villagrá se dirige al soberano para que «haya memoria de estos desdichados», cuyo «valor heroico» merece «perpetua gloria y triunfo esclarecido». Es, al fin y al cabo, ésta la sustancia motivadora de la Historia: demostrar la conducta heroica de los soldados y del mismo autor y la falta de toda recompensa. Ya lo había hecho Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, pero Pérez de Villagrá lo hace todavía con más amargura, legítima por otra parte en quien no solamente no recibió beneficio por su actuación, sino que sufrió injusta condena. Por otra parte él ya había denunciado, en el Canto IV, el dominio en las Indias de bajeza y corrupción y llamado la atención del monarca acerca de la gente que iba a tierras americanas:


Sólo una terrible falta hallo,
Cristianísimo Rey, en vuestras Indias,
y es, que están muy pobladas y ocupada,
de gente vil, manchada y sospechosa.



Lo mismo había denunciado, desde el comienzo de la conquista de México, fray Toribio de Benavente en su Historia de los Indios de Nueva España: gente vulgar, escribía, «hanse enseñoreado de esta tierra y mandan a los señores naturales della como si fuesen sus esclavos»43. Villagrá protesta con amargura contra desertores y aprovechadores de mala laya, que considera con desprecio más aptos a «servir a los que tienen gruesas tiendas / de aquel licor sabroso que adormece», o bien «a los que son más prácticos y diestros / en saber sazonar dulces manjares»: mozos, pues, de tabernas o de cocina.

Resalta en la Historia de Gaspar Pérez de Villagrá, como he dicho, una extraordinaria consideración por los indígenas, aunque enemigos. En el Canto XV los considera, es verdad, «incultos», «groseros», «de bronco entendimiento», no enseñados a cultivar la tierra ni a adquirir y guardar hacienda, dedicados sólo a la caza, pero, duramente experimentado, llega hasta a celebrar su vida, «de las grandes ciudades olvidados, / bullicio de Palacios y altas Cortes». Lo que sí les reconoce a los «bárbaros» Villagrá es el valor, y lo vemos en numerosas ocasiones, en particular cuando la sangrienta batalla para la conquista de Acoma. Naturalmente los soldados españoles son valientes, heroicos, pero la admiración del autor por el arrojo y la resistencia de los indígenas es clara.

La Historia de la Nueva México está llena de casos bélicos espantosos, de matanzas terribles y de sangre. Los sitios donde se libra la batalla quedan cual inmensos cementerios; cuerpos muertos o heridos atestiguan el estrago, hecho más sensible cuando en el vasto campo se mueven las mujeres en busca de sus maridos o parientes. Es el caso, en el Canto XIII, de la indígena Polca, que va buscando a su esposo Milco, revolviendo los cuerpos de los caídos con angustia, bañada en lágrimas, para constatar al final, felizmente, que no ha muerto, sino que ha caído prisionero de los españoles, los cuales pronto se enternecen frente al dolor de la joven, que lleva en brazos a su hijito, y que es linda: «mujer cuya belleza ilustre / a toda cortesía convidaba».

El atractivo de las indias queda abundantemente afirmado en la Historia. En el caso de Polca los vencedores ponen en libertad a su marido, que sin embargo da prueba de una naturaleza negativa huyendo, abandonando mujer e hijo. Filosóficamente, pero con realismo, Villagrá explica que en la actuación generosa de los soldados fue decisiva la belleza de la mujer.


Porque aunque es verdad clara y manifiesta,
que es privilegio breve la hermosura,
engaño y flor que presto se marchita,
al fin el corto tiempo que ella dura,
ella es la que es más digna de estimarse,
y a quien mayor respeto se le debe.



De modo que, «aunque Alárabe y bárbara en el traje», la mujer se hacía apreciar, presentándose con «ademán gallardo cortesana, / sagaz, discreta, noble, avisada». La movía la fuerza del amor y, al final, decepcionada por la fuga de su esposo, se derrite en lágrimas y gratitud hacia los soldados, a los cuales hasta quiere regalar su hijito. Feliz momento en que el poeta puede exaltar la humanidad de sus compatriotas, pues el sargento se niega a aceptar el sacrificio, y por otra parte ¿qué habría hecho con el niño? Pero no hay que razonar sobre estos episodios: responden a una bien individuada finalidad, ciertamente, pero demuestran también la sensibilidad de quien los propone y la belleza de su representación.

No dejan, pues, los rudos soldados, entre ellos Villagrá, de rendir homenaje a la belleza femenina. Otra, extraordinaria mujer ilustra el campo enemigo en Acoma, la esposa de Gicombo, «bárbaro valiente», como el poeta lo define en el Canto XXVI: se trata de Luzcoija,


una famosa bárbara gallarda,
que por su gran belleza y trato noble
era reverenciada y acatada
de todo aqueste fuerte y sus contornos.



El clima final del poema, con la batalla de Acoma, acentúa la tragedia. En el campo inundado en sangre se amontonan muertos y heridos, y de repente «como leonas que bramando, / sus muertos cachorrillos resucitan», irrumpen entre tanta desolación las mujeres, que «no menos dando voces pretendían, / dar vida, a sus difuntos malogrados» (Canto XXIII).

Villagrá logra eficazmente representar, en el Canto XXXI, la inmensa destrucción realizada por las armas españolas; un panorama impresionante se extiende a la vista, sobre un fondal de llamas que sale de las casas incendiadas, mientras son numerosos los suicidios de los vencidos, gente que mutuamente se da la muerte, mujeres desesperadas que se lanzan entre las llamas -el poeta recuerda a Dido- solas o con sus hijos, hombres y mujeres que se tiran al abismo. Los Cantos XXXII y XXXIII son todos sangre y muerte, desesperación y tragedia humana, clima que se exalta todavía en lo dramático cuando salen a buscar al noble Zutancalpo sus cuatro hermanas, doncellas, «presas de mortalísimas congojas» (Canto XXXII). Ellas van revolviendo los cuerpos de los muertos y por seis veces uno de ellos, hasta convencerse de que es su hermano. Desesperadas lo llevan a su casa que ya arde; se les añade la pena y el lamento de la madre, que acaba por lanzarse entre las llamas; las cuatro hermanas la siguen con el cuerpo del muerto. Con crudo realismo Villagrá insiste, en el citado Canto, ilustrando su agonía:


Y cual suelen grosísimas culebras,
o ponzoñosas víboras airadas,
las unas con las otras retorcerse,
con apretados ñudos, y enroscarse,
así las miserables se enlazaban
por aquellas cenizas y rescoldo,
que amollentado y fofo a borbollones
hirviendo por mil partes resoplaba.
Y restribando sobre vivas brasas,
con hombros, pies y manos juntamente,
instaban por salir, mas era en vano,
porque así como vemos irse a fondo
a aquellos que en profundo mar se anegan,
que con piernas y brazos sin provecho
cortan el triste hilo de sus vidas,
y en tiempo desdichado, corto y breve,
las inmortales almas oprimidas
de las mortales cárceles escapan,
así estas malogradas fenecieron,
dando en aquella última partida
los postreros abrazos bien ceñidos,
y despidiendo así la dulce patria,
dieron el longum vale a las cenizas
en que todas quisieron resolverse.



De «mísero suceso» hablará a este propósito Villagrá, en el sentido de digno de compasión. No parece retórica su alusión a la «dulce patria», a la que dejan tras sí las desesperadas suicidas. Hechos de gran significado trágico no podían dejar de imponerse hasta a los más curtidos soldados. El poeta prevalece, en esta ilustración de la tragedia, sobre el historiador, confirmando, a través de detalles que podemos definir tremendistas, su fundamental actitud comprensiva hacia el mundo indígena, aunque a veces se le va la mano, como cuando refiere el discurso que, desde los árboles donde están a punto de colgarse, algunos indígenas dirigen a los vencedores castellanos, prometiéndoles, caso de volver otra vez a la vida, terrible venganza (Canto XXXIV). Luego, «rabiosos, bravos, desenvueltos, / saltando en vago juntos se arrojaron». No deja Villagrá de darnos, con la ocasión, una nueva representación fuerte, describiendo el aspecto de los colgados:


y en blanco ya los ojos trastornados,
sueltas las coyunturas y remisos,
los poderosos nervios y costados,
virtiendo espumarajos descubrieron
las escondidas lenguas regorditas
y entre sus mismos dientes apretadas.



De esta manera, juntos, «el aliento de vida allí apagaron». Pero son muchos los episodios que en los mencionados cantos finales confirman la violencia, de la batalla, de Acoma y los actos heroicos con los cuales los indígenas se quitan voluntariamente la vida, o bien son matados por los que más los quieren, para no dejarlos en manos de los vencedores, como lo hace con Luzcoija su marido, antes de suicidarse (Canto XXXII). Bien podía el jefe español, contemplando también a sus muertos, exclamar, con referencia ilustre (Canto XXXIII), «Aquí fue Troya, nobles caballeros», tal la dimensión de la batalla.

No podría faltar en el poema lo demoníaco y lo milagroso, elementos que siempre acompañan a quienes se meten, con empresas riesgosas, en ámbitos desconocidos. Temor al demonio y confianza en lo sobrenatural son elementos constantes en las crónicas de Indias. Fray Toribio de Benavente en su Carta al Emperador Carlos V sostenía que antes de la llegada de Cortés el demonio dominaba las tierras americanas y «era muy servido con las mayores idolatrías y homecidios más crueles que jamás fueron»44. La presencia del demonio en el Nuevo Mundo era la obsesión de los religiosos, que la veían materializarse en los ídolos, en el culto que les tributaban los indios y sus sacrificios sangrientos.

No sorprende, por consiguiente, que el demonio aparezca también, repetidas veces, en el poema histórico de Gaspar Pérez de Villagrá, empezando por el Canto II. Entre las poblaciones salvajes denuncia el conquistador que abundaban «soberbios demonios retratados, / feroces y terribles por extremo» (Canto XV). En oposición a ellos las intervenciones divinas: lluvia a petición de los religiosos, cuando mayor era la desesperación de los indios por la persistente sequía, o hasta apariciones milagrosas, que la fantasía de los indígenas creaba y de las que los conquistadores aprovechaban.

Eso ocurre, por ejemplo, en la batalla de Acoma, cuyo final victorioso para los españoles es entendido por los indígenas fruto de una intervención sobrenatural; concretamente, como creyó verlo el sabio anciano Chumpo - casi nunca falta un viejo sabio en las crónicas, a partir del Diario de Colón-, un guerrero que anduvo por la batalla con espada, sobre un blanco caballo, acompañado por una bellísima doncella. Por eso los indios van mirando con insistencia, a cada español. El viejo explica:


Buscan estos mis hijos a un Castilla,
que estando en la batalla anduvo siempre
en un blanco caballo, y tiene
la barba larga, cana bien poblada,
y calva la cabeza, es alto y ciñe
una terrible espada, ancha y fuerte,
con que a todos por tierra nos ha puesto,
valiente por extremo, y por extremo
una bella doncella también buscan,
más hermosa que el Sol, y más que el Cielo,
preguntan dónde están y qué se han hecho.



El viejo intenta de esta manera explicar la derrota de su gente, debido a intervenciones divinas. La astuta respuesta del caudillo español es que caballero y doncella se han vuelto al cielo, «donde tienen, / de asiento su morada», y que de allí no salen sino para defenderlos contra sus enemigos. El Canto XXXIV concluye así el poema con un embuste que exalta lo maravilloso.

El poeta promete, al final de su canto una continuación del poema, promesa nunca, que se sepa, mantenida. Sin embargo la Historia de la Nueva México cumple, y con creces, con el proyecto del poema: cantar «las armas y el varón heroico» que «por un mar de disgustos», de «envidia ponzoñosa» y de «quebrantos», con su gente valiente ha ido «descubriendo del mundo lo que esconde» (Canto I), y con el valor de los españoles su afirmada humanidad hacia las poblaciones indígenas e incluso, como ya Ercilla, su propio protagonismo.

Poema histórico sin duda de interés el de Pérez de Villagrá, a pesar de lo prolijo de sus detalles y de la mención aburrida, aunque justificada, de los valientes guerreros, no exento, como se ha visto, de pasajes numerosos de auténtica poesía. No una Araucana, ni un Arauco domado, pero sí un apreciable poema, donde la lección de Emilia es más que evidente, sin que sea impedimento a la originalidad.





 
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