De Ercilla a Gaspar Pérez de Villagrá
Giuseppe Bellini
La historia de la épica americana tiene su origen ilustre, como bien se sabe, en La Araucana de Ercilla1, y con ella en la épica italiana, cuya referencia dominante es el Orlando furioso de Ariosto. Al poeta español le reprochaba el Inca Garcilaso de la Vega2 no haber elegido en su relación de la guerra de Arauco la prosa, lo que hubiera aumentado su credibilidad. Para nosotros fue, al contrario, una elección feliz, puesto que dio vida a una extraordinaria poesía épica. Fue un género nuevo, que irrumpió entre la crónica en prosa, que a partir de las Cartas de Cortés y de la Historia verdadera de la conquista de México, de Bernal Díaz del Castillo, había dado ya lo mejor de sí.
Ercilla
tenía plena conciencia de lo que hacía y al programa
de Ariosto, su maestro, dedicado a cantar en el Furioso,
para disfrute de las bellas damas de la corte estense de Ferrara,
«Le donne, i cavalieri,
l'arme, gli amori, / le cortesie, l'audaci
imprese»
, que vieron en la época
carolingia la lucha contra los moros, sustituía la
exaltación de las heroicas empresas de la conquista de
Arauco, destacando su participación personal y reconociendo
además, cuando el caso, el heroísmo del enemigo.
Prueba, ésta, de cómo el poeta estaba embebido de
espíritu renacentista, donde no se habían borrado los
ideales de la caballería, que, al contrario, la llegada al
trono y al imperio de Carlos V había ulteriormente exaltado,
en el concepto de una España ilustre y heroica, heredera de
Roma y su continuadora.
No damas, ni amores, pues, sino actos de guerra protagonizados por esforzados combatientes, para mayor gloria de la corona:
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A pesar de este
programa, no se mantendrá del lodo fiel. Ercilla, a
él, y no faltará, en el poema el tema, amoroso y
tampoco la descripción de bellas mujeres indígenas,
temas que al poeta le permitirán evadir de un trabajo que,
sin ninguna razón, define «tan
seco, tan estéril y desierto»
, para dedicarse a
«ir por jardines y florestas / cogiendo
varias y olorosas flores»
4,
como le hubiera gustado. Que sí las cogerá estas
flores, aunque el amor poco se avenía con el tema de la
guerra, a pesar de que a veces se presentaba como amarga
desilusión y forma, de empeño patriótico
«bárbaro»
, como en el
caso de Fresia, esposa, de Caupolicán, a quien repudia por
no haber sabido resistir a los españoles y hasta renuncia a
su hijo pequeñito echándoselo a sus pies,
desdeñando la prole de un hombre a su parecer cobarde, acto
que, por irracional que parezca, bien se avenía, mutatis mutandis, con la
tradición literaria hispánica que, como en la
Numancia de Cervantes, proponía, ejemplos heroicos
femeninos de los antiguos tiempos, estimados de gran valor moral, y
civil, que merecía recordar, en la arraigada conciencia de
que España recogía de la antigua Roma una
misión, en el mundo, la del imperio universal, que la fe
reforzaba, y por eso los proyectaba también en el
ámbito indígena, fusionando en el concepto ambos
mundos.
Acaso por eso
Cervantes, en el Laurel de Apolo, elogiaba a Ercilla y en
cuanto a La Araucana afirmaba que el poeta demostraba, en
ella que tenía, «tan ricas Indias
en su ingenio»
que enriquecía desde Chile «la Musa de Castilla»
. Fin el poema la
historia se mezcla con la invención; la obra no había
supuesto poca fatiga en su autor, quien en el
«Prólogo» confiesa haberla escrito directamente,
sobre el terreno, y «muchas veces en
cueros por falta de papel y en pedazos de cartas, algunos tan
pequeños que apenas cabían seis versos, que no me
costó después poco trabajo
juntarlos»
5.
Obra del todo original La Araucana, a pesar de sus autores de referencia, puesto que Ercilla entendía algo bien distinto del poema de caballería, o sea, contar en verso la historia. Por eso don Marcelino Menéndez y Pelayo sostenía6 que el poeta no le debía nada a Ariosto. Más oportunamente Maxime Chevalier interpretaba7 la declaración programática del poeta como un tópico frente al Orlando furioso, considerado el gran poema épico moderno. Tanto es así, que es suficiente ver cuántos contactos han detectado los estudiosos que se han ocupado de La Araucana: ecos de fondo del poema ariostesco, no solamente, sino presencias de Dante, Tasso, Virgilio y Lucano. Poeta verdadero, Ercilla afirma su originalidad sobre un fondo cultural propio, encaminando el poema caballeresco hacia la narración de los sucesos bélicos contemporáneos, incluyéndose como protagonistas e interpretando un clima heroico vivo todavía en la España de Felipe II, herencia, de las glorias de Carlos V.
La originalidad de
La Araucana consiste en esto y en el hecho de que nace en
América, y la refleja, no solamente en la lucha, armada,
sino en la peculiaridad, del paisaje: montes, llanuras,
ríos, extensión inmensa y variedad de climas y eso
desde el primer Canto. Una tierra de la que ya Valdivia, jefe
desdichado de la anterior expedición a la conquista de
Chile, en carta al emperador celebraba la maravilla y, como para la
Nueva España fray Toribio de Benavente, la feracidad de la
tierra, tal que le parecía que «la
crió Dios aposta para poderlo tener todo a la
mano»
, animando a sus compatriotas a establecerse y
«perpetuarse en
ella»
8.
En realidad,
Ercilla experimenta, y describe, también la hostilidad de la
naturaleza, que se le revela sobre todo durante la
expedición antártica; un territorio impervio,
cubierto de «breñales»
,
de «cerrada espesura»
, donde es
necesario abrirse el camino con el «machete»
, terrenos hostiles en los que
los caballos se niegan a meterse, «peñascos y pantanos»
, un camino
de «zarzas, breñas y
árboles tejido»
, bajo un cielo inclemente,
«de granizo y tempestad,
cargado»
, bajo una luz «escasa
y turbia»
, nubes «lóbregas»
, que transforman el
día en «tenebrosa
noche»
; por no hablar del hambre, de las heridas; los
soldados «descalzos y desnudos,
sólo armados»
, siempre «en sangre, lodo y en sudor
bañados»
. Y finalmente el milagro:
|
Una sensibilidad
extraordinaria, la de Ercilla, frente al paisaje, y eso llama aun
más la atención porque en el poema impera realmente
el «iracundo Marte»
: todo es
choques de armas, batallas, matanzas. Con crudo realismo el poeta
representa «las formas de los
muertos»
, documentando de esta manera, con pericia de
artista, el aspecto negativo de la conquista y, a la manera de
Garcilaso de la Vega -véase la epístola segunda a su
amigo Boscán- el cansancio personal, propio de quien
considera la guerra, por encina de todo, un evento trágico.
En el Canto XXXII la visión del campo de batalla es
espeluznante; los cuerpos
Y los sonidos y lamentos:
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Mucho se ha
insistido acerca de la simpatía de Ercilla por los
araucanos; ejemplar su reacción ante la muerte de
Caupolicán, empalado, que define «bárbaro caso»
, al cual no
presenció, porque ya partido para la conquista «de la remota, y nunca vista gente»
, en
la región antártica, que, de estar él
presente, afirma, «la cruda
esecución se suspendiera»
10.
Postura, noble, ciertamente, que a veces en la guerra, según
la tradición, podía manifestarse hacia un enemigo
valiente y que en La Araucana contribuye, por un lado, a
denunciar la barbarie del jefe de la expedición, y por el
otro, a engrandecerse a sí mismo de parte del poeta y a
humanizar a los demás guerreros de su grupo, expresando un
culto por el heroísmo de profunda, raíz
caballeresca.
Consciente de lo
peligroso de su condición, Ercilla explica en el
«Prólogo» al poema, qué de los araucanos
le había impresionado, ante todo el valor con que se
defendían, de «tan fieros enemigos
como son los españoles»
-exaltación
explícita del valor hispánico-, en una
situación estratégica de absoluta, desventaja,
«con puro valor y
determinación»
luchando por su libertad, y
derramando en sacrificio della tanta sangre así suya como de españoles, que con verdad se puede decir haber pocos lugares que no estén della teñidos y poblados de huesos, no faltando a los muertos quien les suceda en llevar su opinión adelante; pues los hijos, ganosos de la venganza de sus muertos padres, con la natural rabia que los mueve y el valor que dellos heredaron, acelerando el curso de los años, antes de tiempo toman las armas y se ofrecen al rigor de la guerra. Y es tanta la falla de gente por la mucha que ha muerto en esta demanda, que para hacer más cuerpo y henchir los escuadrones, vienen también las mujeres a la guerra y peleando algunas veces como varones, se entregan con grande ánimo a la muerte11. |
A pesar de su
admiración por los indígenas, en realidad Ercilla se
siente español «por los cuatro
costados»
y solamente en contadas ocasiones se hace
concretamente solidario con el enemigo, sin olvidar nunca el
derecho hispánico a la conquista y el imperativo
evangelizador. Si exalta el heroísmo, la resistencia, del
enemigo y pone el acento sobre el hecho de que nunca fueron
sometidos por nadie, lo hace para demostrar el valor suyo y de su
gente. Los araucanos quedan en la categoría, de «bárbaros»
, inspirados por el
demonio, que guía, sus acciones. Se diría, al fui y
al cabo, que admiración y repudio luchan en el poeta, pero
sobre todo que él no entiende alejarse de las posiciones
sobre las que se fundaba la misión evangelizadoras de
España, la «guerra
justa»
, motivo desarrollado al final de La
Araucana12
por lo que se refiere al conflicto con Portugal en tiempos de
Felipe II: la guerra es justa, según Ercilla, cuando vence
la soberbia de «rebeldes
insolentes»
, cuando derriba a los prepotentes, teniendo
como fin el de conservar la paz. Naturalmente insolentes y
prepotentes son siempre los que se oponen al poder
español.
Entonces,
¿cómo se aviene todo esto con los araucanos, si
Ercilla al comienzo de su poema nos presenta un estado
perfectamente ordenado, una suerte de confederación que
convive armónicamente? Es solamente la falta de la fe
cristiana que justifica la definición de «bárbaros»
y es el empeño
para rescatarlos de esta condición negativa que hace
«justa»
la guerra.
¿Estaba
realmente convencido de ello Ercilla? La duda es legítima. A
través de su poema él aparece hombre complicado,
profundamente desilusionado; la abundante sentenciosidad a la que
acude no es gratuita, sino que atestigua una moralidad que no
podía ser superficial. Una dura experiencia, que lo
confirmaba en la convicción de la fragilidad de la vida
humana la había hecho durante toda la guerra de conquista y
en particular debido a la arrogancia del jefe de la
expedición, don García, marqués de
Cañete, que injustamente lo había condenado a muerte,
pena conmutada en el destierro: una ofensa imborrable, candente, o
como declara el poeta «un agravio,
más fresco cada día»
que, confiesa,
«me estimulaba siempre y me
roía»
13.
Probablemente todo esto y el espectáculo de sangre y de muerte de la conquista había determinado en Ercilla, por encima de las temáticas filosóficas acostumbradas, de raíz medieval, una visión profundamente negativa de los hombres y de las cosas. Por otra parte, cada día veía ejemplos significativos: grandezas venidas a menos, poderosos vencidos, dominio absoluto de la Fortuna, que disponía de hombres y acontecimientos a su capricho. La prisión y la muerte infamante de Caupolicán eran una nueva y espeluznante demostración. Tratando del caso, el poeta llega a una consideración de significado universal:
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Además, numerosos le aparecen los que, llegados a la fama y a la grandeza, con el tiempo todo lo han perdido, hasta su dignidad:
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Pero Ercilla, como
buen español, reacciona: esos tales no son como sus
compatriotas, expresión de una nación invencible.
Convencido de ello el poeta hace pronunciar a don García, en
su incitación a la empresa austral, «do nadie más pasado
había»
, un ditirámbico elogio acerca de la
misión de su gente:
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Con razón, por consiguiente, La Araucana puede, ser definida, el gran poema de las glorias hispánicas, más que una defensa del pueblo araucano, del cual se admira el valor, fiero que debe ser sometido.
Y a propósito del tema amoroso, programáticamente expulso del poema, en realidad, como he dicho, no lo es. No me refiero tanto a los Cantos XXXII y XXXIII donde, a pedido de sus compañeros, los entretiene Ercilla con la historia de Dido, mujer que afirma calumniada por Virgilio en la Eneida, donde el poeta latino inventa una historia de amor con Eneas, cuando en realidad Dido quedó fiel a Siqueo y antes que aceptar nuevas bodas se suicidó, sino a la historia de Tegualda enamorada de repente de Crispino, y en particular de Guacolda, amante de Lautaro, cuya muerte en la batalla llora; y además la serie dramática, de las aventuras de Glaura, antes escapada al incesto, luego al estupro de parte de dos negros por la intervención de Coriolano, a quien se concede por amor y que más tarde descubre colaborador y amigo de Ercilla, el cual los reúne y deja libres.
No cabe duda, el
poeta-soldado no ahorra, ejemplos de su bondad, en éste como
en otros casos numerosos, pero siempre tiene presente que vencer no
implica oprimir, a pesar de que a veces, como en el caso del indio
Galbarino, le parece lícita una dura lección, y en
efecto al pobre se le cortan ambas manos, «yo presente»
17.
En el Canto XII el
poeta se confiesa inexperto en cuanto al amor y por eso declara que
su «turbada, pluma»
no se
atreve a seguir adelante; pero es sólo una pretextuosa
afirmación si en el Canto XV declara que sin amor no hay
nada bueno y en poesía la «rica
vena»
tiene su origen en el tema del amor, ni puede
decirse «materia llena»
la que
no se funda sobre este sentimiento. Tanto es así que
«los contentos, los gustos, los cuidados,
/ son, si no son de amor, como pintados»
. Y va más
allá cuando afirma que el amor desbasta, produce ingenio y
placer verdadero, cita Dante, Ariosto, Petrarca y Garcilaso, poetas
que cantando el amor llevaron la lengua a tal refinamiento y
riqueza, que si no trata de amor «es
desgustosa»
18.
Contrastando con
estas declaraciones, provocatoriamente Ercilla denuncia su «inculto ingenio y rudo estilo»
, de
cuya eficacia, sin embargo, da inmediatamente muestra en la
épica, descripción de la gigantesca contienda, entre
conquistadores e indígenas, y no poca, finura muestra en los
numerosos episodios sentimentales que, sin menoscabo alguno de la
verdad del relato bélico de fondo, se concede. En el caso de
Gauacolda y Lautaro, por ejemplo, no faltan ternura ni transporte y
por nada, con «rudo
estilo»
.
Ercilla representa el ardor de la pareja, al contrario lo acentúa con una nota de controlado erotismo. Ercilla presenta de esta manera el sueño de los dos jóvenes:
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Luego describe, con la pasión de la mujer, la angustia, con que ella teme la muerte de su amado en la batalla, atormentada por un sueño premonitorio:
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Sucesivamente, en el canto XXI, Ercilla representa eficazmente el dolor de la mujer frente al cuerpo del marido, que encuentra, entre los caídos en la batalla. Pero, sustancialmente, hay que reconocerlo, el tema amoroso poco tenía que ver con el proyecto fundamental de La Araucana, que era relatar la guerra de Arauco, a pesar de que Ariosto lo contemplaba abundantemente y sucesivamente Tasso lo habría plenamente legitimado y desarrollado en el clima contrarreformista, con su Gerusalemme liberata.
Es verdad que de vez en cuanto parece que Ercilla manifiesta cierto cansancio por el tema bélico, pero es sin duda un pretexto para un rápido respiro, suyo y del lector, en una obra plenamente realizada y tal que serviría de modelo a todos los que desde entonces quisieran tratar en verso la materia histórica, sin que nadie alcanzara su perfección21.
No pueden
rivalizar, en efecto, con La Araucana, ni las
Elegías de Varones ilustres de indias, de Juan de
Castellanos, que Marcelino Menéndez y Pelayo con demasiado
rigor descalificaba, definiéndolas prolijas y
aburridas22,
ni El Arauco domado, de Pedro de Oña, aunque este
poema, realizado por encargo y parece de mala gana, obligado por el
pago a plazos diarios de parte de la familia de don García
de Cañete, tiene sus indudables méritos, el primero
de los cuales descuella en el tratamiento del tema amoroso, a pesar
de lo cual el poeta manifiesta también, ni podía
menos, por las armas, los ejércitos en formación, los
caballos, inquietos antes de las batallas, «del ronco tarantántara
incitados»
, las banderas al viento. En el tema del amor
Oña cogerá plenamente las flores a las que anhelaba
Ercilla; totalmente embebido de cultura hispano-italiana, como
demuestra su concepto de la belleza femenina, excede en el
tema23.
Es suficiente como con morosidad representa a la bella Fresia,
mujer cosificada -«un alegre objeto
hermoso, / bastante causador de muerte y vida»
-, cual una
dama del Renacimiento:
|
Indígena
curiosa, ésta de Oña, que bien podía figurar
entre las damas de una corte europea del Renacimiento y en cuya
descripción el poeta insiste con delicado, pero complacido,
erotismo, presentándola mientras retoza con su amado,
Caupolicán, en las aguas del río, donde con su
belleza hasta revuelve la arena del fondo y «muestra por debajo el agua pura / del candido
alabastro la blancura»25
.
Es una joya del
poema, esta escena; Oña la introduce acudiendo a una
descripción sapiente de la naturaleza: un lugar
idilíaco donde un riachuelo, sutilmente erótico,
«hecho de puro vidrio una
cadena»
, corre «sinuoso»
a través de una
floresta poblada de tranquilos anímales; una fuente
límpida alimenta las aguas transparentes donde van a
bañarse los dos enamorados, el uno estatuario: «espalda y pechos anchos, muslo grueso /
proporcionada carne y fuerte hueso»
, «el brazo y músculo fornido»
;
la otra, sabio contraste, toda finura y gracia, y ardor, si
apresuradamente «con ademán
airoso lanza el manto / y la delgada túnica
desprende»
. Las demás hermosuras de la mujer las
deja imaginar el poeta a sus lectores, pero más se
atreverá a veces el poeta, como en el Canto VII, maestro
Tasso con sus mujeres guerreras, cuando presenta a la bella Gualeva
desmayada en el prado:
|
Pero no es El
Arauco domado el que influye en toda la épica,
americana, sino La Araucana, cuya presencia dominó
también en gran parte de la poesía de la Nueva
España, intentó un poema épico Francisco de
Terrazas, Nuevo Mundo y conquista26,
celebración de Cortés, pero la temprana muerte del
poeta sólo dejó algunos fragmentos, donde se pueden
apreciar influencias también de Hornero y Virgilio, Un
extenso poema épico concluyó el novohispano Antonio
de Saavedra Guzmán, El Peregrino indiano, que se
editó en Madrid en 1599, celebración de Cortés
y sus empresas y donde tampoco falta espacio para el amor y mujeres
indígenas atractivas, más realísticamente
representadas, como en el Canto V la «noble doncella de Potonchán»
,
que el poeta así describe:
|
No se trata, ya de
damas renacentistas, sino de bellezas indígenas
convincentes, a pesar del poco refinado arte del autor, el cual en
su obra, no desdeña, las representaciones tremendistas, como
en el Canto XVIII, donde presenta al español Cansino,
enamorado de la indígena Colima, mujer que por belleza
«al cielo y las estrellas
excedía»
. El criminal enamorado, para
asegurársela a sí, la marca bárbaramente en la
cara, con el hierro, causando su muerte y la consiguiente y dura
punición de parte de Cortés.
No deja el poeta, de describir la belleza de la infeliz, con su acostumbrado estilo, entre rudo y refinado; la mujer era
|
En los poemas se Terrazas y de Saavedra Guzmán no damos con grandes obras, sino con manifestaciones, sobre todo de buena voluntad versificatoria, que de vez en cuando revelan momentos interesantes, muy lejos siempre de la grandeza de La Araucana.
A esta serie de
poemas pertenece también La historia de la Nueva
México, de Gaspar Pérez de
Villagrá28,
treinta y cuatro «mortales
cantos»
, según el juicio de don Marcelino
Menéndez y Pelayo, el cual opinaba que a todos los poemas de
asunto americano vencía, en lo «rastrero y prosaico»
, y cuyos versos
sueltos estimaba de aquel género «que Hermosilla comparaba con una escoba
desatada»
29.
Lo seguía a distancia de años en la escasa valoración de la obra Alfonso Reyes, quien acomunaba en la negatividad la Historia de la Nueva México y El Peregrino indiano30. En México mantuvo la memoria del poema Alfonso Méndez Plancarte, en una breve selección incluida, en Poetas Novohispanos31, pero ya en 1900 Luis González Obregón había, realizado una nueva edición de la Historia32.
Muy otra sería la importancia que en los Estados Unidos se le daría al poema, sobre todo entre los siglos XIX y XX, en cuanto relato histórico del descubrimiento y conquista de Nuevo México33, región que en la época, de la expedición escasamente parecía, interesar al virrey de la Nueva España, don Gaspar de Zúñiga y Acevedo, conde de Monterrey, quien no pocas trabas le puso a Juan de Oñate, obligándolo a aplazar durante dos años la realización de su empresa.
Una anterior y rápida lectura de la obra de Villagrá me había permitido apreciar, al contrario de lo dicho por los mencionados críticos, pasajes descriptivos estupendos y una consideración hacia el personaje femenino indígena que poco abundaba en la épica americana, sin que por eso faltaran ejemplos notables. No ciertamente un poema que pudiera, rivalizar con el de Ercilla, pero sí una obra interesante, que requería una lectura paciente y que merecía la pena profundizar, a lo menos en algunos de sus aspectos, propios de la creación literaria, como al fin y al cabo lo son casi todas las crónicas en prosa34. Por eso mi interés hacia este poema.
Del autor, don
Marcelino daba escasas noticias, indicaba el año de
edición del poema, 1611, en Alcalá de
Henares35.
De esta información nebulosa nos ha sacado por fin Mercedes
Junquera en su estudio introductivo a la edición,
madrileña del texto36,
y Manuel María Martín Rodríguez, ha
ulteriormente ampliado la investigación acerca del poeta
soldado y su vida, además de un profundizado estudio sobre
su cultura, clásica a través del poema37.
El personaje empieza así a tener bulto: sabemos que
nació en 1555 en Puebla de los Ángeles; que
descendía, de una familia de capitanes, entre los cuales se
contaba, a Francisco de Villagrá, conquistador de Chile; su
participación en la expedición de Oñate queda
más que documentada en el poema, pero a través de una
lista, de expedicionarios del año 1598 llegamos hasta a
conocer sus facciones: se le describe «como de mediana estatura, fornido, barba,
canosa y calvo»
38,
correspondiendo con el grabado que aparece en la edición
original de su Historia.
Las gestas
personales las consigna el protagonista en su poema, una conducta
heroica que a parte la ventaja de haber salvado su vida, pocas
recompensas le obtuvo: fue nombrado por Oñate gobernador de
Ácoma, pero a su regreso a España no le fueron
tributados reconocimientos, antes, en 1614, declarado culpable por
haber justiciado, diz que indebidamente, algunos soldados rebeldes
de la expedición, fue desterrado por seis años de
dicha, provincia «y se le
prohibió ejercer su oficio y cargo de capitanía por
dos años, haciéndole pagar los gastos del
juicio»
39.
Finalmente sus méritos parecieron ser reconocidos con el
nombramiento, a comienzos de 1620, a alcalde mayor de
Zapotitlán, en Guatemala, cargo que no llegó a
ejercer, pues murió, parece, en el barco que le
conducía a América, aunque la fecha no es
segura40.
De la Historia de Pérez de Villagrá aquí no nos interesa el relato histórico propiamente dicho, sino la realización artística que de vez en cuando lo embellece y los sentimientos de un combatiente de la época, en un territorio desconocido e impervio, del que podrían ser punto de referencia eficaz los Naufragios de Cabeza de Vaca y en la protesta del soldado frente a la indiferencia oficial por sus sacrificios, una larga tradición literaria castellana que va de la Edad Media al Renacimiento41, empezando por el Rimado de Palacio del Canciller Pero López de Ayala. Pero cuántos ecos de Ercilla en el poema.
No deja de impresionar al lector la atención que el autor pone, igual que Ercilla, en el paisaje en cuyo medio se mueve, una naturaleza enmarañada, desconocida, pero precisamente por eso fascinante. Gaspar de Villagrá era un hombre ilustrado, lo demuestra a cada paso su obra; conocía muy bien la mitología greco-latina y la historia del período clásico; había leído a Homero y a Virgilio y naturalmente La Araucana de Ercilla. Tenía, pues, la sensibilidad del poeta frente al paisaje, acrecentada ciertamente a través de sus lecturas de poesía renacentista, en particular de Garcilaso, como puede verse en el Canto VIII, cuando denuncia, las continuas dilaciones que a Oñate le pone el virrey a su empresa. Taimado era el conde y el parangón es con un paisaje renacentista de encantamiento que amodorra:
|
Paisaje inventado,
que nada tiene que ver con la realidad, sino sólo con la
memoria literaria y la fantasía. Pero pronto Pérez de
Villagrá tendrá frente a sí, como Ercilla, una
realidad concreta, en la cual se adentra no sin dificultad, y
precisamente debido a esa dificultad, al fin vencida, se
exaltará su entusiasmo: a pesar de paisajes ásperos,
impenetrables, en sí extraordinarios, a veces, como en el
caso de la inmensa llanura poblada por un sinnúmero de
«grandes vacas»
o bisontes
(Canto XVII)42,
se recreará con ámbitos umbríos, aguas y
ríos orillados por abundante vegetación, con
frecuencia alcanzados en condiciones dramáticas,
representando para él y sus compañeros anclas de
salvación y por eso los describe y celebra.
Es el caso, en el
Canto XIV, del descubrimiento del Río Grande, adonde
Villagrá y unos cuantos soldados que le acompañan
llegan sorpresivamente, después de días de impervio
camino por «escabrosas
tierras»
, «desiertos broncos,
peligrosos»
, «espesas
breñas y quebradas»
, «ásperas cumbres levantadas»
,
hambrientos y sedientos hombres y caballos, y casi ciegos
éstos por la luz y el calor de «muy altos médanos de arena»
y
tanto que «los miserables ojos,
abrasados, / dentro del duro casco se quebraban»
. No
olvida por cierto, el poeta-cronista, pasajes semejantes de La
Araucana, concretamente el Canto XXXV del poema, donde
dramáticamente Ercilla cuenta su expedición
antártica, realizada en un ambiente espantoso de
breñas y cumbres y selvas, hasta dar con la
espléndida ribera de Ancud. La sed y el hambre habían
duramente atormentado a Ercilla y a su gente e igual le pasa a
Villagrá y a sus compañeros; una experiencia real que
el autor representa con extraordinaria fuerza dramática.
Abriéndose paso a través de una naturaleza, hostil,
atormentados por la sed y el hambre, los caballos ya ciegos, que
«crueles testeradas y encontrones / se
daban por los árboles, sin verlos»
, la aventura se
prolonga durante cuatro días, y los hombres, igual que los
caballos, fatigados, hasta llegan a desear la muerte:
|
Pero no
podía la empresa concluir trágicamente, si gozaba
-estaba seguro el poeta- de la protección de la Providencia,
¿No iban ellos a descubrir y conquistar nuevas tierras para
evangelizarlas? Por eso la Providencia, «condolida»
, interviene y los hace dar
de repente con el río, en el cual hombres y caballos se
precipitan para calmar su sed, quien reventando por el exceso de
agua, quien arrastrado por la corriente, soldados y animales,
«pareciéndoles poco todo el
Río / para apagar su sed y contentarla»
.
Pasados estos
momentos iniciales desarreglados, el clima dramático deriva
hacia lo poético, hacia el «bosque ameno»
renacentista. Gaspar
Pérez de Villagrá ofrece aquí uno de los
momentos más bellos de su Historia, recreando unos
originales Campos Elisios, un bosque poblado no de ninfas, a la
manera de Garcilaso, sino de soldados desarrapados, que finalmente
han llegado a salvación y gozan ahora de merecido descanso y
abundancia. Como personajes del Renacimiento ellos van por ese
«bosque ameno»
, a pesar de
maltrechos y rotos, «con mucho gusto
discurriendo»
. El ámbito es maravilloso y los
soldados parecen haber olvidado ya todas las anteriores
desventuras, pues pasean
|
Himno
extraordinario a la obra divina, comprensible en gente probada, que
por fin ha llegado a salvación y todo lo contempla como
milagro. No hay que ponerse el problema de si eso fuera posible,
sino solamente apreciar la belleza de la representación,
ciertamente real, pero interpretada por el poeta a través de
su formación humanista. Igualmente lo son la escena del
baño, la de la caza y del opíparo banquete, que mucho
se parece, a pesar del ambiente rústico, a los suntuosos de
las grandes familias, como los representó la pintura
italiana del siglo XVI, irradiando pompa, abundancia y
alegría. Es para los soldados de Villagrá la hora
exaltante del banquete universal por fin alcanzada: no solamente
hay peces, sino «gruesa caza»
de «muchas grullas, ánsares y
patos»
, donde «cebaron bien
sus arcabuces / los astutos monteros diligentes»
, y todo
ahora hirviendo:
|
Una gran fiesta,
que se prolongará en alegría una vez regresados al
campamento, pero que no excluye sucesivas y riesgosas aventuras. La
guerra, se sabe, no es un paseo; se desarrolla en territorios
inhóspitos y entre poblaciones desconocidas y salvajes, los
«bárbaros»
, que sin
embargo Pérez de Villagrá no desestima, antes, al
contrario, aunque en numerosas ocasiones hostiles y temibles,
siempre celebra por su valor y hasta por su prestancia
física.
Pronto, sin
embargo otro cuadro se nos presenta: el Canto XIX, que una
consideración sentenciosa inaugura -«No se ha visto jamás que la fortuna /
haya un punto la rueda asegurado»
-, refiere la aventura
del mismo Villagrá caído con su caballo en una trampa
que le tendieron los indios y «los
trabajos que padeció por escapar la vida»
. Es
aquí donde el lector rememora aventuras semejantes de Cabeza
de Vaca contadas en sus Naufragios; sin que por eso sea
menos real y convincente el relato dramático de Pérez
de Villagrá. Muere su caballo, pero él logra salvar
su vida, va discurriendo por territorios abundantemente nevados y
fríos, acudiendo por mayor seguridad a ardides, como volver
sus zapatos con la punta al revés, «poniendo los talones a la punta»
,
para despistar a sus enemigos y por fin, «habiendo entrado ya el silencio triste, / de la
oscura noche que cargaba»
, da con tres soldados amigos,
grato a «Dios que en sus grandes santos
resplandece, / y socorro por ellos nos envía»
.
El peligro
constante refuerza la fe del soldado y Pérez de
Villagrá sabe muy bien que no es el solo en sufrir y
padecer, sino que todos sus «pobres
camaradas quebrantados»
pasan por los mismos
sufrimientos. Es ésta la conclusión del Canto XIX,
preámbulo al sucesivo Canto XX, donde el autor describe con
directa participación los «excesivos trabajos que padecen los
soldados»
que actúan en los descubrimientos,
«y de la mala correspondencia que sus
servicios reciben»
. Todo lo han dejado, pasan por
peligros nunca vistos, trocan «por
trabajo el descanso»
, se cosen hasta sus vestidos y
zapatos, «viven y pasan casi todo el
tiempo / como si fueran brutos por el campo»
, al agua y
al sol, al frío y al calor, se nutren
|
El resultado es, al final, habiendo logrado salvar su vida, si entienden solicitar una recompensa, antesalas infinitas. La crítica de Pérez de Villagrá es durísima, como parte directa en la situación, denunciada no con menos fuerza que el canciller Ayala en su Rimado de Palacio:
|
Y si por
casualidad logran entrar al «santa santorum»
donde
está «la majestad
intacta»
del poder, tienen que presentarse limpios y
adecuadamente vestidos, sin mancha de pobreza, para «ver grandeza y majestad tan alta»
. No
se trata del rey, que con él todo esto no hace falta, sino
de sus representantes en las Indias. Por eso Pérez de
Villagrá se dirige al soberano para que «haya memoria de estos desdichados»
,
cuyo «valor heroico»
merece
«perpetua gloria y triunfo
esclarecido»
. Es, al fin y al cabo, ésta la
sustancia motivadora de la Historia: demostrar la conducta
heroica de los soldados y del mismo autor y la falta de toda
recompensa. Ya lo había hecho Bernal Díaz del
Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva
España, pero Pérez de Villagrá lo hace
todavía con más amargura, legítima por otra
parte en quien no solamente no recibió beneficio por su
actuación, sino que sufrió injusta condena. Por otra
parte él ya había denunciado, en el Canto IV, el
dominio en las Indias de bajeza y corrupción y llamado la
atención del monarca acerca de la gente que iba a tierras
americanas:
|
Lo mismo
había denunciado, desde el comienzo de la conquista de
México, fray Toribio de Benavente en su Historia de los
Indios de Nueva España: gente vulgar, escribía,
«hanse enseñoreado de esta tierra
y mandan a los señores naturales della como si fuesen sus
esclavos»
43.
Villagrá protesta con amargura contra desertores y
aprovechadores de mala laya, que considera con desprecio más
aptos a «servir a los que tienen gruesas
tiendas / de aquel licor sabroso que adormece»
, o bien
«a los que son más
prácticos y diestros / en saber sazonar dulces
manjares»
: mozos, pues, de tabernas o de cocina.
Resalta en la
Historia de Gaspar Pérez de Villagrá, como
he dicho, una extraordinaria consideración por los
indígenas, aunque enemigos. En el Canto XV los considera, es
verdad, «incultos»
, «groseros»
, «de bronco entendimiento»
, no
enseñados a cultivar la tierra ni a adquirir y guardar
hacienda, dedicados sólo a la caza, pero, duramente
experimentado, llega hasta a celebrar su vida, «de las grandes ciudades olvidados, / bullicio
de Palacios y altas Cortes»
. Lo que sí les
reconoce a los «bárbaros»
Villagrá es
el valor, y lo vemos en numerosas ocasiones, en particular cuando
la sangrienta batalla para la conquista de Acoma. Naturalmente los
soldados españoles son valientes, heroicos, pero la
admiración del autor por el arrojo y la resistencia de los
indígenas es clara.
La Historia de
la Nueva México está llena de casos
bélicos espantosos, de matanzas terribles y de sangre. Los
sitios donde se libra la batalla quedan cual inmensos cementerios;
cuerpos muertos o heridos atestiguan el estrago, hecho más
sensible cuando en el vasto campo se mueven las mujeres en busca de
sus maridos o parientes. Es el caso, en el Canto XIII, de la
indígena Polca, que va buscando a su esposo Milco,
revolviendo los cuerpos de los caídos con angustia,
bañada en lágrimas, para constatar al final,
felizmente, que no ha muerto, sino que ha caído prisionero
de los españoles, los cuales pronto se enternecen frente al
dolor de la joven, que lleva en brazos a su hijito, y que es linda:
«mujer cuya belleza ilustre / a toda
cortesía convidaba»
.
El atractivo de las indias queda abundantemente afirmado en la Historia. En el caso de Polca los vencedores ponen en libertad a su marido, que sin embargo da prueba de una naturaleza negativa huyendo, abandonando mujer e hijo. Filosóficamente, pero con realismo, Villagrá explica que en la actuación generosa de los soldados fue decisiva la belleza de la mujer.
|
De modo que,
«aunque Alárabe y bárbara
en el traje»
, la mujer se hacía apreciar,
presentándose con «ademán
gallardo cortesana, / sagaz, discreta, noble, avisada»
.
La movía la fuerza del amor y, al final, decepcionada por la
fuga de su esposo, se derrite en lágrimas y gratitud hacia
los soldados, a los cuales hasta quiere regalar su hijito. Feliz
momento en que el poeta puede exaltar la humanidad de sus
compatriotas, pues el sargento se niega a aceptar el sacrificio, y
por otra parte ¿qué habría hecho con el
niño? Pero no hay que razonar sobre estos episodios:
responden a una bien individuada finalidad, ciertamente, pero
demuestran también la sensibilidad de quien los propone y la
belleza de su representación.
No dejan, pues,
los rudos soldados, entre ellos Villagrá, de rendir homenaje
a la belleza femenina. Otra, extraordinaria mujer ilustra el campo
enemigo en Acoma, la esposa de Gicombo, «bárbaro valiente»
, como el
poeta lo define en el Canto XXVI: se trata de Luzcoija,
|
El clima final del
poema, con la batalla de Acoma, acentúa la tragedia. En el
campo inundado en sangre se amontonan muertos y heridos, y de
repente «como leonas que bramando, / sus
muertos cachorrillos resucitan»
, irrumpen entre tanta
desolación las mujeres, que «no
menos dando voces pretendían, / dar vida, a sus difuntos
malogrados»
(Canto XXIII).
Villagrá
logra eficazmente representar, en el Canto XXXI, la inmensa
destrucción realizada por las armas españolas; un
panorama impresionante se extiende a la vista, sobre un fondal de
llamas que sale de las casas incendiadas, mientras son numerosos
los suicidios de los vencidos, gente que mutuamente se da la
muerte, mujeres desesperadas que se lanzan entre las llamas -el
poeta recuerda a Dido- solas o con sus hijos, hombres y mujeres que
se tiran al abismo. Los Cantos XXXII y XXXIII son todos sangre y
muerte, desesperación y tragedia humana, clima que se exalta
todavía en lo dramático cuando salen a buscar al
noble Zutancalpo sus cuatro hermanas, doncellas, «presas de mortalísimas
congojas»
(Canto XXXII). Ellas van revolviendo los
cuerpos de los muertos y por seis veces uno de ellos, hasta
convencerse de que es su hermano. Desesperadas lo llevan a su casa
que ya arde; se les añade la pena y el lamento de la madre,
que acaba por lanzarse entre las llamas; las cuatro hermanas la
siguen con el cuerpo del muerto. Con crudo realismo Villagrá
insiste, en el citado Canto, ilustrando su agonía:
|
De «mísero suceso»
hablará
a este propósito Villagrá, en el sentido de digno de
compasión. No parece retórica su alusión a la
«dulce patria»
, a la que dejan
tras sí las desesperadas suicidas. Hechos de gran
significado trágico no podían dejar de imponerse
hasta a los más curtidos soldados. El poeta prevalece, en
esta ilustración de la tragedia, sobre el historiador,
confirmando, a través de detalles que podemos definir
tremendistas, su fundamental actitud comprensiva hacia el mundo
indígena, aunque a veces se le va la mano, como cuando
refiere el discurso que, desde los árboles donde
están a punto de colgarse, algunos indígenas dirigen
a los vencedores castellanos, prometiéndoles, caso de volver
otra vez a la vida, terrible venganza (Canto XXXIV). Luego,
«rabiosos, bravos, desenvueltos, /
saltando en vago juntos se arrojaron»
. No deja
Villagrá de darnos, con la ocasión, una nueva
representación fuerte, describiendo el aspecto de los
colgados:
|
De esta manera,
juntos, «el aliento de vida allí
apagaron»
. Pero son muchos los episodios que en los
mencionados cantos finales confirman la violencia, de la batalla,
de Acoma y los actos heroicos con los cuales los indígenas
se quitan voluntariamente la vida, o bien son matados por los que
más los quieren, para no dejarlos en manos de los
vencedores, como lo hace con Luzcoija su marido, antes de
suicidarse (Canto XXXII). Bien podía el jefe español,
contemplando también a sus muertos, exclamar, con referencia
ilustre (Canto XXXIII), «Aquí fue
Troya, nobles caballeros»
, tal la dimensión de la
batalla.
No podría
faltar en el poema lo demoníaco y lo milagroso, elementos
que siempre acompañan a quienes se meten, con empresas
riesgosas, en ámbitos desconocidos. Temor al demonio y
confianza en lo sobrenatural son elementos constantes en las
crónicas de Indias. Fray Toribio de Benavente en su
Carta al Emperador Carlos V sostenía que antes de
la llegada de Cortés el demonio dominaba las tierras
americanas y «era muy servido con las
mayores idolatrías y homecidios más crueles que
jamás fueron»
44.
La presencia del demonio en el Nuevo Mundo era la obsesión
de los religiosos, que la veían materializarse en los
ídolos, en el culto que les tributaban los indios y sus
sacrificios sangrientos.
No sorprende, por
consiguiente, que el demonio aparezca también, repetidas
veces, en el poema histórico de Gaspar Pérez de
Villagrá, empezando por el Canto II. Entre las poblaciones
salvajes denuncia el conquistador que abundaban «soberbios demonios retratados, / feroces y
terribles por extremo»
(Canto XV). En oposición a
ellos las intervenciones divinas: lluvia a petición de los
religiosos, cuando mayor era la desesperación de los indios
por la persistente sequía, o hasta apariciones milagrosas,
que la fantasía de los indígenas creaba y de las que
los conquistadores aprovechaban.
Eso ocurre, por ejemplo, en la batalla de Acoma, cuyo final victorioso para los españoles es entendido por los indígenas fruto de una intervención sobrenatural; concretamente, como creyó verlo el sabio anciano Chumpo - casi nunca falta un viejo sabio en las crónicas, a partir del Diario de Colón-, un guerrero que anduvo por la batalla con espada, sobre un blanco caballo, acompañado por una bellísima doncella. Por eso los indios van mirando con insistencia, a cada español. El viejo explica:
|
El viejo intenta
de esta manera explicar la derrota de su gente, debido a
intervenciones divinas. La astuta respuesta del caudillo
español es que caballero y doncella se han vuelto al cielo,
«donde tienen, / de asiento su
morada»
, y que de allí no salen sino para
defenderlos contra sus enemigos. El Canto XXXIV concluye así
el poema con un embuste que exalta lo maravilloso.
El poeta promete,
al final de su canto una continuación del poema, promesa
nunca, que se sepa, mantenida. Sin embargo la Historia de la
Nueva México cumple, y con creces, con el proyecto del
poema: cantar «las armas y el
varón heroico»
que «por
un mar de disgustos»
, de «envidia ponzoñosa»
y de
«quebrantos»
, con su gente
valiente ha ido «descubriendo del mundo
lo que esconde»
(Canto I), y con el valor de los
españoles su afirmada humanidad hacia las poblaciones
indígenas e incluso, como ya Ercilla, su propio
protagonismo.
Poema histórico sin duda de interés el de Pérez de Villagrá, a pesar de lo prolijo de sus detalles y de la mención aburrida, aunque justificada, de los valientes guerreros, no exento, como se ha visto, de pasajes numerosos de auténtica poesía. No una Araucana, ni un Arauco domado, pero sí un apreciable poema, donde la lección de Emilia es más que evidente, sin que sea impedimento a la originalidad.