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De Flaubert... a Clarín

Gonzalo Sobejano





Amar apasionadamente la pasión y buscar fríamente los medios de expresarla era la divisa de Baudelaire, y con iguales palabras podría resumirse la voluntad de Flaubert; creadores ambos de una literatura poética, en verso y en prosa, cuya raíz común es un romanticismo realista o crítico a impulsos del cual se constituyen la poesía y la novela moderna.

Desde su retiro provinciano, en fecha adecuada, Leopoldo Alas hizo lo necesario para dar a entender a todos los españoles la trascendencia de ambos escritores. A Baudelaire le dedicó un estudio magistral. Por Flaubert hizo más: asimilarlo, recordarlo, recomendarlo.

Flaubert es el novelista trágico por excelencia: porque sabe permanecer fiel a la más entrañada apetencia romántica de su ser a través de la expresión austeramente lúcida de un mundo antirromántico, y porque en casi todas sus obras alguna criatura yerra, sufre y sucumbe por fidelidad a su ser, en lucha con la fatalidad.

Esta condición trágica es evidente en las dos obras maestras del romanticismo de la desilusión. En Madame Bovary (1856) la fatalidad está en el carácter o destino de Emma, en el ambiente que la aprisiona y en el desgaste de la pasión por la repetición de la aventura, y está también en la bondad del amor insuficiente de Charles Bovary, ciego en la adoración diaria de su mujer. En L'éducation sentimentale (1869) el amor absoluto se estrella a cada paso contra los escollos de la vida corriente, contra los hechos menudos, la política, el azar, los intereses, desencuentros y malentendidos, y Frédéric Moreau y Madame Arnoux (Marie) se amarán a lo largo de los años sin apenas decírselo y sin llegar a pertenecerse nunca, perdiendo así su vida por delicadeza.

Pero también las restantes obras de Flaubert son trágicas. En Salammbô (1862) la querella de los mercenarios contra los cartagineses se va enconando hasta degenerar en una guerra interminable, en una horrorosa destrucción del hombre por el hombre, y en medio de tal infierno las únicas voluntades individuales que aspiran al amor, las de Mâtho y Salammbô, recorren la vía error-sufrimiento-derrota y provocan una purificación iluminadora.

No es menos evidente la tragedia del ermitaño Antonio ante sus tentaciones, en esa veloz sucesión de fantasmas mentales que esplenden y se borran hasta no dejar en el sujeto que las padece otro afán que el de la disolución: «me blottir sur toutes les formes, pénetrer chaque atome, descendre jusqu'au fond de la matière, -être la matière!» (La tentation de Saint Antoine, 1874, VII).

De los Trois contes (1877) son trágicos en el sentido antiguo Saint Julien l'Hospitalier, parricida por voz del oráculo, y Hérodias, homicida por la gravitación de un odio inextinguible. Pero Un coeur simple vuelve a aquel modo trágico más interiorizado de Charles Bovary y de Mme. Arnoux mediante la presentación del destino de humildad, aislamiento y apagamiento de una criatura, la sirvienta, que se prende a su cariño y a su fe por instinto y muere sola, sorda, crédula, entregando su existencia al olvido.

Bouvard et Pécuchet (1881) no es, en fin, la historia de dos majaderos comparables a Homais, sino la novela enciclopédica del fracaso de dos ilusos experimentadores, la parábola del ansia de saber. Pequeños Faustos burgueses, los dos copistas -sucesivamente agricultores, científicos, arqueólogos, literatos, políticos, amantes, filósofos, teólogos y pedagogos- ven fracasar (por ellos, por las circunstancias, por la usura del tiempo) todas sus empresas, retornando por último a su primera función de copistas. Todo es nada, pero hay que intentarlo todo como si fuera todo.

Consustancial a esta tragicidad es la bondad intrínseca de los personajes. A pesar de su perversidad aparente, Emma Bovary todo lo sacrifica a su anhelo de vivir la pasión que la empuja, y a pesar de su aparente pequeñez, Charles todo lo pospone al amor de la mujer sin la cual es incapaz de seguir existiendo. Buena angélicamente es Mme. Arnoux en su conciencia de la obligación maternal por la que renuncia al amor de Frédéric, el cual, no obstante sus debilidades en medio de la degradada sociedad en que se mueve, conserva inalterado su amor absoluto, luz que le guía entre la dispersión. Buena hasta la santidad es la Felicité de Un coeur simple; buenos en su expiación Antonio y Julián; buenos Bouvard y Pécuchet en su laboriosidad candorosa. La constancia de esta bondad y de su equivalente estético-ideológico, el romanticismo (sólo en su acepción soberana empleo tal término en estas páginas) hace de las obras de Flaubert poemas del bien: un bien, una bondad, un romanticismo que se afianzan por contraste continuo con el mal, la maldad, la prosa.

Esto mismo es lo que distingue al mejor escritor español comparable a Flaubert: Leopoldo Alas. En ningún otro de su época ni posterior se descubre tan estrecha afinidad ético-estética. Me ocuparé aquí solamente de aspectos no atendidos por la crítica, principalmente de la sensibilidad moral de Clarín a través de lo que él pensó sobre Flaubert y asimiló de su lectura.

Clarín no debió de leer Madame Bovary por 1871 ó 1873, como él mismo daba a entender en Mis plagios (1888), pues de ser eso cierto no se explica que jamás mencione a Flaubert en sus artículos de los años 75 a 80 coleccionados por J. F. Botrel1, ni que en su primer libro, Solos de Clarín (1881), apenas le nombre en una ocasión. Pero en su segundo libro, La literatura en 1881 (1882), se muestra ya bien informado, y desde entonces hasta el tiempo de elaboración de La Regenta (otoño de 1883 hasta abril del 85) se extiende un período en el que las referencias a Flaubert son del mayor interés.

En el citado segundo libro compara Clarín la «sencillez de la acción» de La desheredada con la de Un coeur simple, y el estudio de una mujer soñadora que ambiciona el lujo desde el lodo de las calles con ese mismo relato («historia de un espíritu nacido para el sacrificio») y con Madame Bovary («historia de la concupiscencia de una mujer que sueña desde un rincón de una provincia», pág. 134)2. Aplaude, además, el uso galdosiano del procedimiento «que han empleado Flaubert y Zola con éxito muy bueno, a saber: sustituir las reflexiones que el autor suele hacer por su cuenta respecto de la situación de un personaje, con las reflexiones del personaje mismo, empleando su propio estilo, pero no a guisa de monólogo, sino como si el autor estuviera dentro del personaje y la novela se fuera haciendo dentro del cerebro de éste» (p. 137). Este estilo indirecto libre que ahí mismo describe Clarín como «subterráneo hablar de una conciencia», será cauce preferido del discurso narrativo en La Regenta. Y el crítico vuelve a mencionar Un coeur simple en relación con el poema campoamorino «Los buenos y los sabios» (p. 155) y a Mme. Bovary como «la heroína de la mejor novela del ya inmortal Flaubert» (p. 178).

En la importante serie de artículos «Del naturalismo» (1882)3, se refiere Clarín a Madame Bovary («la obra maestra de la novela en que se estudia un carácter, no en análisis abstracto, sino casi siempre en las luchas exteriores, en sus relaciones con el mundo que solicita sus pasiones») y a L'éducation sentimentale (obra que «inferior como resultado, es en el propósito, en el asunto, superior, pues en ella se trata de aplicar el mismo sabio, profundo y correcto examen a toda una sociedad y modo particular de vida de un pueblo»); distinción que me parece muy importante para entender la concepción de La Regenta.

De 1882-83 son los artículos «Del estilo en la novela»4, en el primero de los cuales indica Clarín su principal discrepancia respecto a Flaubert, lamentando que éste, en su meticuloso trabajo, se hiciese esclavo y mártir de la palabra, y expresando su preferencia en este aspecto por Stendhal, Balzac y Zola: conviene más a la novela un «lenguaje correcto, pero sencillo» (p. 54).

En las Cartas a Galdós, publicadas por Soledad Ortega5, se hallan algunas de Clarín muy reveladoras. En una (15-III-84), nombra a sus novelistas predilectos: Galdós, Zola, Flaubert, Balzac. En otra (8-IV-84) recomienda a Galdós que lea las cartas de Flaubert a George Sand, «libro de veras fuerte» en el que Galdós podría reconocerse como «un buzo del arte» según lo iba mostrando en sus últimas novelas (nuevo estímulo al empleo del estilo indirecto libre) y alaba L'éducation sentimentale y Bouvard et Pécuchet como ejemplos de una profundidad a la que Galdós aún no había llegado. Pondera también (y será un leitmotiv de su crítica ulterior) la integridad de Flaubert, su renuncia a riquezas y halagos.

Carlos Clavería, en su estudio sobre Flaubert y La Regenta6, recordó la reseña clariniana de Tormento, recogida en el libro ... Sermón perdido (1885). Defiende allí Clarín a los autores que, sin haber inventado procedimientos y siguiendo los de otros, lo hacen sin imitar, con originalidad en la observación y en otras cualidades artísticas, y pone como caso ejemplar, en relación con Flaubert y Zola, O primo Basilio, donde Eça de Queiroz retrata a la burguesa lisboeta. Texto importante porque indirectamente declara los estímulos mayores que animaron a Alas a componer La Regenta. Los modelos primordiales de esta gran novela -muy original en el sentido ahí anunciado- fueron, como la crítica admite, Madame Bovary, y como he notado en otra parte La Conquête de Plassans, O primo Basilio, novelas de Galdós como La desheredada y Tormento y, según ahora creo, L'éducation sentimentale. En todas ellas se exploran almas de mujer y se desvelan los interiores: «Interiores de almas, interiores de hogares, interiores de clases, de instituciones. En nuestro altisonante idioma se ha trabajado muy poco este arte del buzo literario» (palabras de la misma reseña). Bien puede decirse que si Galdós inicialmente se mueve hacia la actualidad panorámica de que había dado Balzac primario ejemplo, Leopoldo Alas se orienta desde el principio hacia el fondo de las conciencias y de los ambientes, guiado por el modelo de Flaubert.

Doy por conocido lo escrito sobre Flaubert y La Regenta, desde la imputación de plagio de Bonafoux y la réplica de Clarín hasta lo que han ido analizando Laffitte, Clavería, Melón, Eoff, Agudiez y otros7. Sólo deseo notar la afinidad de Alas y Flaubert en el sustrato trágico, sugerir ciertos efectos de L'éducation sentimentale y referirme al flaubertismo formal o técnico de La Regenta.

La tragedia de Madame Bovary es personal, ambiental y esencial. Por temperamento y carácter, Emma se adelanta hacia su perdición, pero sin falsificar su naturaleza, y el suicidio la redime. Aunque de origen campesino, su educación la ha hecho reflexiva y soñadora, superior a los vecinos de Tostes y Yonville. Ante este conflicto, el narrador pretende la impersonalidad, pero es imposible: por mucho que reprima la aparición de su personalidad en el estilo, ésta se descubre en la selección y organización de figuras y situaciones. No oculta ninguna de las miserias de su protagonista y a menudo las expone con una exasperada ironía, como para hacerla odiosa, pero sin duda se siente más cerca del ansia inapagable de Emma que de la calculadora sensualidad de sus amantes, de la complacida vanidad del boticario, de la invidencia rutinaria del cura e incluso de la bondad invariable, no atormentada hasta el final, del médico de aldea. En tal ambiente una criatura como Emma tiene que errar, sufrir y caer, por ser ella como es, por vivir donde vive y, sobre todo, porque la vida es así: el tiempo deteriora la pasión que se creía superior a todo, y aquello que se pensaba experimentar como único, se repite, y al repetirse, deja al descubierto la estéril igualdad del oleaje, la inanidad del afán. Cualquiera que sea la boca que la pronuncie, la sentencia cierta es que: «C'est la faute de la fatalité!».

En L'éducation sentimentale, Frédéric es el romántico en un tiempo mezquino. Todos sus sueños se polarizan muy pronto en el amor: amor del corazón más que de los sentidos, amor a una persona que encarna la belleza, la verdad, sobre todo la bondad. Es cuestión de haber encontrado lo que preexistía en la imaginación: «Il lui conta ses mélancolies au collège, et comment dans son ciel poétique resplendissait un visage de femme, si bien qu'en la voyant pour la première fois il l'avait reconnue» (2.ª Parte, VI)8. Pero el peso de las circunstancias no es aquí menos abrumador que en la otra novela, aunque el escenario sea París. Las circunstancias históricas, tanto privadas como públicas, se oponen a la consecución de ese amor que, hallado, se extraviará por los meandros del azar, desapareciendo y reapareciendo hasta desembocar en la confesión de la última entrevista, cuando el tiempo ha derruido todas las ilusiones de Frédéric salvo la memoria de su amor a Marie, quien sólo puede entregarle, antes de desaparecer para siempre, un mechón de pelo encanecido. Se salva el amor, pero a costa de su propio sacrificio: perfecto amor, amor irrealizable.

La Regenta es la gran novela española del romanticismo de la desilusión, y no hay otra que haga sentir en comparable tesitura trágica los errores, padecimientos y caídas de la persona buena, poética, romántica en tal tiempo de proliferación de la prosa como forma del mal. Junto a Ana Ozores, las Isidoras y Rosalías galdosianas, y nada se diga de un doctor Faustino, de un José María Bueno de Guzmán ni de un «cisne de Vilamorta», bien poco son. De temperamento menos violento que Emma Bovary (acerbo blancor sombrío), Ana Ozores más que una apasionada de la pasión es una enamorada del amor (próxima en esto a Frédéric y Marie), y su incapacidad para reemplazar el amor por otro ideal no es derivación de su carácter sino imposición de su ambiente y fatalidad de su sino que no le proporciona el hijo que pudiera consolarla. Ana es buena en el ordinario sentido moral de la palabra: comprensiva, compasiva, paciente. Su maduro dulzor intacto la asemeja a Madame Arnoux. Como en el caso de Emma, la educación le ha infundido cualidades que ninguna mujer de su medio y de su clase comparte, por lo que se halla sola en el hogar, en la iglesia, en las reuniones, en la calle, en esa ciudad menos estrecha que Yonville pero menos insuficiente. No desdeña al vulgo burgués por altanería, sino por angustiado aislamiento. De todos modos, el duelo Ana-Vetusta resulta igualmente fatal para la protagonista de esta novela, con quien el narrador se funde a veces en grado mucho mayor que Flaubert con Emma y sin necesidad de que Alas dijese nunca «la Regenta soy yo». Clarín parece procurar la perspectiva impersonal o tácitamente negativa de Flaubert, pero es mucho más satírico cuando arrostra la colectividad vetustense: el seductor Mesía (más Rodolphe que León), las damas sin problema como Obdulia o Visita; los Saturnos y Trifones, Somozas y Guimaranes (partícipes de varios rasgos de Homais), los clérigos, comerciantes, indianos, aristócratas aburguesados y burgueses aristocratizantes. Quintanar, el marido, excepto al final, es personaje ridículo (nunca lo es Bovary, por su limpio candor). Pero una forma de distanciamiento en Clarín es, según creo, el reparto que ha hecho de las aspiraciones al amor total entre Ana y don Fermín de Pas, figura ésta sin equivalente en Madame Bovary, pero en quien se trasunta algo (sólo digo «algo») del planteamiento del amor en L'éducation sentimentale.

Pues, en efecto, por muchas capas de egoísmo, hipocresía, codicia y concupiscencia que el campesino convertido en canónigo haya ido poniendo sobre su conciencia, ésta le pide clamorosamente un amor completo, perfecto («la deliciosa realidad de ver a la Regenta a todas horas y mirarse en sus ojos y oírla dulcísimas palabras de una amistad misteriosa, casi mística», cap. XXI)9. Ese amor persigue desde igual soledad Ana Ozores, y la hermandad de almas que el clérigo desea afirmar, no siempre es un ardid para encubrir la atracción, más bien es una metáfora parcial del amor pleno que ambos buscan. Y ese amor es en el fondo el que Frédéric y Marie buscaban en una relación tensa, prolongada, intermitente, prometedora y destinada a fracasar. Ningún otro personaje de La Regenta ni de Madame Bovary se muestra capaz de esta clase de amor. Ana en tal sentido, y en otros aspectos (recogimiento, dulzura, respeto, apariencia virginal) se parece mucho más a Marie que a Emma. Don Fermín en nada se parece a Frédéric, excepto en la capacidad de soñar desde su juventud un amor glorioso y conservar ese ideal a lo largo de los años. Y, como en las dos novelas de Flaubert, también en la de Clarín se hace patente la tragedia del tiempo: el final de Ana trae la purificación iluminadora de lo trágico por la compasión que suscita el fracaso del amor derribado por la prosa de la vulgar aventura; fracaso asumido en dolor irrestañable. Y la pérdida de las ilusiones graba en el lector, en las páginas últimas, la impresión de la fuga irreparable del tiempo, más poderoso que el sueño. Emma, Frédéric, Ana son ejemplares del héroe pasivo de la desilusión: padecen más que actúan, sienten más que conviven, piensan más que obran, sueñan más que realizan, y están solos en su imaginación ante un mundo sordo y sórdido.

Clarín parece haber efectuado una contaminación de las dos grandes novelas de su maestro en el sentido de conjugar la novela personal predominante en Madame Bovary (melodía) y la histórico-social predominante en L'éducation sentimentale (sinfonía): retrato de una conciencia (o de dos: Ana, Fermín) y cuadro de una sociedad y una época.

Renuncio a indicar analogías concretas entre Madame Bovary y La Regenta, aunque son muchas más de las que se han notado. De L'éducation sentimentale podrían apuntarse algunas resonancias. Frédéric y Marie se encuentran y vuelven a perderse a través de aproximaciones y alejamientos que recuerdan los de Fermín y Álvaro; y éstos, Álvaro sobre todo, frecuentan el hogar de los Ozores con parasitismo semejante al que practica Frédéric en ciertas temporadas. La insinuación o declaración tímida e incompleta del amor opera en ambos casos. Los amigos de Frédéric le adivinan enamorado de Mme. Arnoux o le sospechan ya en disfrute de sus favores, como los de Álvaro respecto a la Regenta, y si Frédéric, sin olvidar su amor, incurre para distraerse en la aventura con Rosanette, la cortesana, y más tarde en el compromiso con Mme. Dambreuse, esposa de un alto personaje político y financiero, Álvaro flirtea con sus ex-queridas y asedia en Palomares a la «ministra». Las fiestas de los Dambreuse y las de Vegallana compiten en eficacia corruptora. Pero, ante todo, y aparte lo señalado arriba acerca del amor entre Marie y Frédéric y entre Ana y Fermín, la descripción social diseminada en ambas novelas, pese a tratarse de épocas distintas, contiene rasgos muy parecidos: nobleza en busca del dinero, burguesía que imita a la nobleza y desdeña al proletario, pueblo que se aburguesa, arribismo a través de las elecciones, poder de la prensa, fiestas y «salones», comienzos del feminismo, gusto por las antigüedades y por el lujo, etc.

Por lo que atañe al flaubertismo formal de La Regenta, puede notarse en varios rasgos. El discurso es conducido por un narrador que tiende a la impersonalidad, aunque Clarín marca a menudo su propia voz. El arte de configurar escenas y trazar sumarios revela en ambos casos suma pericia; Clarín, sin embargo, resulta prolijo comparado con Flaubert, tan directo, sobrio y elíptico siempre, en particular cuando escribe Madame Bovary, novela de una economía milagrosa. Las retrospecciones son más extensas en Clarín, pero ambos autores saben equilibrar exterioridad e interioridad, con cierta ventaja para ésta por medio del estilo indirecto libre y el resumen de sueños o visiones. La descripción es funcional, ligada con frecuencia a los puntos de vista de los personajes. Los dos autores combinan con destreza el juego de sucesos precipitados (al final de Madame Bovary y de La Regenta) frente a tiempos muertos (en medio del curso de ambas novelas). Se reiteran a menudo el acercamiento al amor y el refugio en la soledad como «nudos». La función simbólica de ciertos objetos es otro rasgo común: por ejemplo, las ventanas abiertas en la espera baldía (función señalada por Jean Rousset para el caso de Emma y cuyo complementario, las ventanas cerradas albergando la felicidad, falta en la novela de Alas)10.

En general, Flaubert busca la disonancia entre el estado de ánimo y el ambiente (entierro de Emma en un hermoso día de cielo azul), mientras Clarín, más tradicionalmente, tiende a la consonancia (abatimiento de Ana en días lluviosos y fechas fúnebres). Los actantes se corresponden en parte: Emma y Ana son objeto de conquista del sujeto erótico (Rodolphe, Álvaro) con la involuntaria complicidad del ayudante (Charles, don Víctor); pero en La Regenta hay un oponente (don Fermín, y la propia Ana bajo la influencia de éste) que en Madame Bovary no tiene representación. El canónigo, a su vez, actúa como otro sujeto en lucha por la conquista de la misma persona, pero su búsqueda del amor no es exclusivamente erótica, sino integral, lo que le asemeja a Frédéric más que a los dos galanes que en la primera novela de Flaubert se reparten la función de sujeto por reiteración (Rodolphe dominante, León dominado)11. El destinador, por último, es en La Regenta más colectivo que individual: es Vetusta quien quiere arrastrar a Ana hasta hacerla caer al nivel de su bajeza.

Helmut Hatzfeld dedicó uno de sus últimos estudios a «La imitación estilística de Madame Bovary (1857) en La Regenta» (Thesaurus, 32, 1977, pp. 40-53), llegando a la conclusión del flaubertismo de Clarín, más o menos afortunado, en una serie de recursos: personificaciones, parangones, ritmo ternario, impresionismo, discurso indirecto libre, repetición intensiva, empleo de bastardillas, ironización de la retórica vulgar y «leitmotive».

Con todo, aquello que más importa es, repito, la introducción en España del tipo de novela por Lukács llamado del romanticismo de la desilusión: el personaje tiene conciencia de que su anhelo no puede satisfacerlo el mundo y acepta de antemano el fracaso, inmerso en la contemplación de la realidad negativa y de la interioridad solitaria. Cobran insólito realce en este tipo de novela los estados de perplejidad, amorfos, cambiantes, seminconscientes; y por esta vía que abre Clarín, y no por el camino de la actividad y socialidad de Galdós, se llega más pronto a novelas tan renovadoras como Los trabajos de Pío Cid, Camino de perfección, La voluntad, La novela de mi amigo o Tinieblas en las cumbres.

Después de La Regenta, Clarín no deja de evocar la persona y la obra de Flaubert. En Un viaje a Madrid (1886) recuerda la confesada preferencia de éste por la historia remota, como la reconstruyó en Salammbô y Hérodias. Menciona estas mismas obras en Apolo en Pafos (1887) para aplaudir, por boca de la musa Clío, el acercamiento de la novela y la historia. En Nueva campaña (1887) destaca la superioridad de Frédéric Moreau sobre el romántico «cisne de Vilamorta» y la importancia creciente de L'éducation sentimentale, y entre otras alusiones a las cartas de Flaubert y a la honradez profesional de éste, pondera el efecto de Madame Bovary, tras cuya lectura «el espíritu queda por mucho tiempo impresionado; el pensamiento vuelve, sin querer, a meditar aquellas profundísimas cosas que dicen, sin decirlas, los extravíos de la infeliz provinciana y la muerte por amor de aquel prosaico médico». (p. 363).

En Mezclilla (1889) percibe muy sagazmente Clarín la convergencia de Baudelaire y Flaubert (p. 83) y contrapone el aborrecimiento del francés a la materia burguesa de sus novelas y la complacencia de Galdós ante esa materia en las suyas.

Sobre Su único hijo (1890) se proyecta un flaubertismo indirecto, según ha hecho ver su más reciente editora12, y acaso puede decirse que esta segunda novela de Clarín, respondo esperpéntico del seudorromanticismo provincial, suscita en conjunto un sentimiento, no de compasión, sino de lástima, como ocurre con comparable frecuencia en Bouvard et Pécuchet.

A través de las páginas de Ensayos y revistas (1892) Flaubert aparece siempre estimado muy por encima de novelistas de éxito reciente, como Daudet y Bourget. Se invoca también su nombre para postular una crítica imaginativa, bondadosa y entusiasta que analice la composición y el estilo de las obras y el punto de vista del autor (p. 258). A esta crítica alude Clarín nuevamente en Palique (1893), libro en el que burlándose de Emilia Pardo Bazán («doña Pecucheta») la compara con los héroes de la novela póstuma de Flaubert por «el carácter universal de las aptitudes respectivas» y «la variedad de ensayos». Lo que más molestaba a Clarín en su colega femenina era su falta de romanticismo, el convencimiento de esta señora de que todo era cuestión de fisiología o poco menos. De ahí que, a propósito de cabellos teñidos, en cierto palique seguramente enderezado contra Pardo Bazán, deslice esta declaración: «Si la mujer que amó al héroe de La educación sentimental, de Flaubert, se le hubiera presentado al final del libro como una Minerva de Fidias [...], el más patético efecto de la novela se hubiera perdido, perdiéndose la trenza... de canas que Mad. Arnoux regala a Federico» (p. 180).

Señalé arriba la temprana admiración de Clarín hacia Un coeur simple, el primero de los Trois contes, y creo que el escritor español, al publicar Doña Berta. Cuervo. Superchería (1892) quiso hacer e hizo sus «tres cuentos» ejemplares. Ni Saint Julien ni Hérodias podían ser objeto de su emulación, pues Clarín nunca se sintió atraído por la evocación intuitiva de épocas lejanas. Pero Un coeur simple me parece el modelo -tamizado, diversificado- de Doña Berta.

Hay en los dos relatos, notables puntos de tangencia. Un lugar apartado del mundo: Pont-l'Évêque; Susacasa. La pareja señora-criada: Mme. Aubain y Félicité; doña Berta y Sabel. Una aventura juvenil malograda: Félicité y Théodore; Berta y el capitán cristino. Obsesivo cariño de una mujer a un joven muerto: Félicité a su sobrino Victor; doña Berta al hijo del que la arrancaron. Un animal acompaña fielmente a la protagonista, sorda en ambos casos: el loro a Félicité; el gato a doña Berta: «Quand les nauges s'amoncelaient et que le tonnerre grondait, il (el loro) poussait des cris, se rappelant peut-être les ondées de ses forêts natales» (IV); «murió tal vez (el gato) soñando con las mariposas que no podía cazar, pero que alegraban sus días, allá en el Aren, florido por Abril, de fresca hierba y deleitable sombra en sus lindes» (XI). La protagonista sufre un accidente: Félicité, llevando el loro muerto a Honfleur para que lo disequen, está a punto de ser atropellada por una diligencia, y el conductor, al desviar los caballos cuando van ya a rozarla, le da un latigazo que la hace caer sin sentido (IV); doña Berta, aturdida por las calles de la capital, es arrollada por un tranvía: «Un caballo la derribó, la pisó; una rueda le pasó por medio del cuerpo» (XI). Otros detalles confirmarían la hipótesis: Félicité a los cincuenta años parecía «une femme en bois» (I), y Berta, que envejeció de prisa, «comenzó a vivir la vida de la corteza de un roble seco» (IV). Al repasar prendas de una hija difunta, los ojos de Mme. Aubain y los de su criada «s'emplirent de larmes» y ambas «s'étreignirent, satisfaisant leur douleur dans un baiser qui les égalisait», aunque la señora no era expansiva (III); al despedirse doña Berta de Sabelona para seguir en Madrid el rastro de su hijo muerto, las dos, «que habían callado tanto [...] sintieron una infinita ternura y gran desfallecimiento; rompieron a llorar, y lloraron largo rato abrazados» (VII)13.

Cinco capitulillos forman el relato de Flaubert y once el de Clarín, que, sin embargo, no es mucho más extenso. Y en las sucintas proporciones del «conte» o la «nouvelle» se expone en ambos casos toda una vida, de manera más sumaria y lineal allí, más escénica y retrospectiva aquí. Obvio es que la protagonista de Flaubert, la criada, expresa la simplicidad santa, ignorante de su propio mérito y que la de Clarín, la señora, simboliza la víctima de la represión de una familia hidalga que, al declinar la edad, trata de recobrar la memoria y el honor de su hijo, sacrificando para ello todos sus bienes y la propia vida. Estas diferencias no impiden reconocer en ambas historias el homenaje a la bondad de una mujer olvidada en el doméstico seno de la intrahistoria. Y acaso otro eco de Un Coeur simple pueda auscultarse en uno de los más bellos Cuentos morales (1896) de Clarín: «El Torso», donde la fidelidad imperturbable -puro pecho magnánimo- del viejo criado Ramón («el Torso») sirve de último refugio al dolor solitario del señor que se negó a tratarle del modo que su padre, «el Duque de los abrazos», siempre le tratara: no como un instrumento servil, sino como un compañero.

No quisiera cerrar estos apuntes sin recordar que, aunque Clarín fue el mejor lector español de Flaubert, otros españoles reconocieron también la importancia de su legado. Galdós, en buena parte animado por Clarín, ofrece ecos flaubertianos en La desheredada, La de Bringas, Lo prohibido y Tristana, cuando menos. Pardo Bazán leyó y comentó a Flaubert y pudo asimilar alguna de sus virtudes, aunque no la principal: su auténtico y superior romanticismo. Matices más difusos de Flaubert podrían señalarle en novelistas menores, por ejemplo Jacinto Octavio Picón. En Flaubert admiraba Unamuno el sentimiento trágico de la vida y el despreció de la mediocridad y los tópicos, que Carlos Clavería estudió14. Autor del peregrino folleto Pecuchet, demagogo (1898), semblanza del anticlerical reaccionario, Azorín gustaba sobre todo del Flaubert artista, que no gustaba a Pío Baroja, adepto de Stendhal y los maestros rusos15. Por apreciar debidamente está todavía la relación de las Figuras de la Pasión del Señor con obras como Salammbô o Hérodias, pero también la posible huella de Flaubert en novelas mironianas de la estrechez y en la exigente elaboración de un lenguaje henchido de poesía para expresar un romanticismo decepcionado. Con Bouvard et Pécuchet se ha comparado alguna vez el Belarmino y Apolonio de Pérez de Ayala, y la raíz quijotesca que ambas obras tiene en común fue examinada, sólo para la francesa, en un detenido estudio de Emilio Alarcos Llorach16. ¿Habrá algún lector que no recuerde las agudas reflexiones, justas o no, que Flaubert inspiró a Ortega en sus Meditaciones del Quijote? Quien esto escribe no cree absurdo suponer cierto parentesco entre «la mujer del Muecas», en Tiempo de silencio, de Luis Martín-Santos, y la Félicité de Un coeur simple, menos por la figura de la mujer humillada, de insobornable bondad, que por el tratamiento escogido por el narrador: compenetración con el personaje, pero desde fuera del personaje; mostración de la conciencia íntima recreando en tercera persona, sumariamente, tutelarmente, su posible monólogo. Y cuando en España se publican tan buenas versiones de Flaubert como las realizadas por Consuelo Berges y tan penetrantes estudios como el libro de Mario Vargas Llosa La orgía perpetua (estudio y homenaje); y cuando Juan Benet rememora tan ingeniosamente (en su «novellino» En el estado, 1977), el afán de documentación y exactitud del escritor francés, mediante una historieta paródica que me tomo la libertad de interpretar como otro homenaje17, puede concluirse que el espíritu y la obra de Gustave Flaubert siguen vivos, irradiando fecundidad hacia esté lado de los Pirineos como lo ha venido haciendo por más de un siglo en todas las direcciones de la rosa de los vientos.





 
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