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ArribaAbajoLa Oración Apologética de Juan Pablo Forner

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La Oración Apologética por la España y su mérito literario, de Juan Pablo Forner, es, en general, poco conocida. Citada repetidas veces en torno a las polémicas del ilustre crítico, se la recuerda frecuentemente como manifestación de vitalidad, de reacción ante un siglo de absoluta importación de pensamiento. Han contribuido a conducirla a esta zona insegura del olvido, aparte de la falta de ediciones modernas -fue desechada en el siglo XIX por Valmar-, sus características de grandilocuencia, aparatosidad, erudición abrumadora. Hoy, que la perspectiva histórica nos permite apreciar exactamente el valor justo de la Oración, sobrenada, ante todo, la calidad luchadora, el empuje patriótico de la voz forneriana. Las rivalidades, los odios pequeños de los literatos del siglo -murmuración e incapacidad- se nos alejan al campo fácil de la anécdota. En cambio, la Oración se muestra plenamente centrada, europea, respondiendo a un estado de cosas, a un mundo de creencias sobre España y la vida española, demasiado generalizadas en el ambiente cultural del siglo XVIII.

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La gestación del proceso histórico que motivó la Oración ha sido estudiada, con toda minucia, por el profesor italiano Luigi Sorrento.93 En líneas generales, acaeció así:

En 1782, la Encyclopédie Méthodique, en su artículo sobre España, decía: «Que doit-on à l’Espagne? El depuis deux siècles, depuis quatre, depuis six, qu’a-t-elle fait pour l’Europe?». Firmaba este artículo Nicolás Masson de Morvilliers. ¿Qué era esta Encyclopédie, y quién Masson?

Luigi Sorrento nos dice cómo esta publicación fue acogida por sus contemporáneos como el esfuerzo victorioso que deslumbraría al siglo. Derivada de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert, se publicó entre 1782-1832; se consideraba como una Nouvelle Encyclopédie, avalorada por la colaboración de una Societé de gens de lettres, de savants el d’artistes. Contaba con un Vocabulaire Universel a manera de Índice general. Su Dictionnaire de Geographie moderne aparecía firmado por Robert de Vaugandy, geógrafo del Rey, y Nicolás Masson de Morvilliers; Mentelle estudiaba la geografía antigua y Bonne colaboraba como cartógrafo. Precedía un discurso inicial del propio Masson sobre la Geografía.94

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Masson era lorenés. Había nacido en Morvilliers hacia 1740. Se graduó en Derecho, pero no llegó a ejercer la profesión. Fue secretario del Duque de Harcourt, gobernador de Normandía. Pasó su vida entregado a los estudios geográficos y a los versos. Publicó en varias revistas -La correspondance littéraire, Almanach des Muses- composiciones poéticas. En 1789, poco antes de morir, apareció Oeuvres mêlées en vers et en prose. En 1810, ya después de su muerte, ocurrida   —154→   en París (27 de setiembre de 1789), se publicaron totalmente estos versos deslizados dentro de una pulcra, elegante medianía. Sin embargo, sus obras más interesantes fueron sus trabajos geográficos. El artículo España de la Enciclopedia no es el único que produjo sobre la Península. En 1776 había publicado en París un Abregé de la Géographie de l’Espagne et du Portugal, donde ya se insinúa la prevención hacia los países del sur de los Pirineos. También se había ocupado de la geografía de Francia e Italia (París, 1774).

El ataque a España desde la Enciclopedia de Masson no es aislado. Responde a un concepto genérico de lo español, frecuentísimo al otro lado de los Pirineos, agravado en el siglo XVIII. El ya citado Luigi Sorrento ha rastreado las huellas de esta enemiga hacia España en este período. Frente   —155→   a la opulencia de motivos hispánicos entrados en el francés en los siglos XVI y XVII, sobre todo en este último, el XVIII -además de devolvernos la corriente cultural con creces- se caracteriza por el juicio despectivo, denigrante casi, de las cosas de España. Para Montesquieu, por ejemplo, España es un país desolado, sin habitantes, sin pueblos. Su Historia es un largo almacenamiento de errores: no le queda en pie más que un orgullo desmesurado. En lugar de haber mandado españoles a América para poblarla, debió traer indios de allá para llenar sus campos vacíos. Para conservar sus conquistas, los españoles exterminaron a los indígenas. Los españoles se mueven en un círculo restringido y falso, que elimina todo intento de honrada interpretación: son celosos; tienen una cortesía agresiva; sus mujeres son tratadas de modo peregrino; se han dedicado a estudiar otros mundos y desconocen la tierra propia; están dotados de buen sentido, de claridad de juicio, pero es inútil buscar estas cualidades en los libros españoles. En fin, pueden presentarse como ejemplo para curar todo afán de conquistas lejanas.95

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Iguales juicios se hallan en Voltaire. Por todas las manifestaciones de la vida hispana encuentra un notorio retraso, causado por la Inquisición   —157→   o por las supersticiones reinantes. Los juicios llegan, a veces, al pintoresquismo: el prolongado encierro de las mujeres ha motivado el arte de   —158→   hablar con los dedos, a través de celosías. «Tout le monde jouait de la guitare, et la tristesse n’en était pas moins répandue sur la face de l’Espagne».   —159→   En una palabra: los filósofos, como dice el hispanista Morel-Fatio, fueron detractores sistemáticos que, a pesar de su ignorancia y superficialidad, atacaron reiteradamente a España. Nada de este país era digno de interés para ellos: ni las letras, ni las ciencias, ni las artes. Todo estaba en lamentable estancamiento a causa de la Inquisición, de los curas y de los monjes. Montesquieu es, en cierto modo, el responsable de un prejuicio francés sobre España: «Au nom d’Espagnol, impossible à un Français, quel qu’il soit, de ne pas voir tout d’abord un homme armé d’une guitare, se chauffant au soleil ou fredonnant sous la grille d’une fenêtre. On ne nous ôtera pas facilement cet Espagnol-là de la tête».96

La aseveración del enciclopedista francés era, por consiguiente, una lógica derivación del ambiente cultural. Para su mentalidad dieciochesca, de «sana filosofía», todo lo que no fuere un adelanto en ciencias útiles, aplicadas, no se podía tomar en serio. No es de extrañar que España le parezca una colonia debilitada que necesita del brazo protector de la metrópoli. Para todos los franceses la Inquisición era la mordaza aisladora de todo intento de verdad o de razón. Sin embargo, Masson no repara en caer en una   —160→   apresurada contradicción cuando, al hablar de la literatura española, recuerda a Lope de Vega, a Guillén de Castro y hasta a Calderón. No vacila en reconocer que hay algunos poetas estimables. La justificación de esta paradoja está, simplemente, en la diversidad de las ideas animadoras de uno y otro punto de vista.

La primera protesta contra el artículo de Masson provino de D. Antonio José de Cavanilles, botánico ilustre, preceptor de los hijos del Duque del Infantado. Por este tiempo vivía el abate Cavanilles en París. Esgrimiendo los mejores deseos salió a la lucha por el honor patrio. Y publicó, en 1784, sus Observations sur l’article Espagne de la Nouvelle Encyclopédie. En el mismo año, la Imprenta Real de Madrid publicaba estas Observaciones traducidas por D. Mariano Rivera. El traductor ponía algunas correcciones y sugerencias propias al trabajo del abate.

La defensa de Cavanilles parte de un error inicial. Cavanilles vuelve los ojos a su patria con un gesto tan excesivamente lento y sereno, que no sale de la contemplación de sus contemporáneos. Recorre sucesivamente los diferentes puntos tratados por Masson: la ciencia militar, la Marina, las Bellas Artes, las industrias, la imprenta. Entre alguna vaga alusión -y no en todos los apartados- al tiempo pasado, los nombres   —161→   que suenan son todos bien de época: Jorge Juan, Salvador Carmona, Maella, Ventura Rodríguez, el taller de Ibarra, los cristales de La Granja. Con paladeada morosidad, Cavanilles cita nombres que le son familiares y apunta, en nota, las contradicciones en que cae Masson frecuentemente.97

Después de este «ligero esquema de nuestras artes y de nuestras industrias», Cavanilles, como convencido de la excepcional importancia de lo que va a decir, se dispone solemnemente a «lanzar una mirada sobre nuestra literatura». Y para empezar, lo hace por la Academia. Entre los poetas recuerda a Tomás de Iriarte y su poema La Música; a García de la Huerta, con La Raquel; a Ignacio López de Ayala, que «ha compuesto un poema sobre las aguas de Archena».   —162→   A Moratín, a Ramón de la Cruz, a Vaca de Guzmán, a Samaniego, a Trigueros. Hablando de La Riada, el abate recuerda a Virgilio y a Milton. En su rápido pasar por el paisaje intelectual de su tiempo, nos encontramos con Mayans; D. José de Vargas, el padre Isla. Cita los trabajos de Llaguno, Lampillas, Masdeu, el padre Andrés. En este almacén de crítica erudita, de poesía grandilocuente y fría, el recuerdo de la edición de los poemas medievales por D. Tomás Antonio Sánchez da al lector de hoy una pasajera ráfaga de simpatía, de calor. Para terminar, Cavanilles, siempre en el mismo tono de contemporaneidad, hace desfilar ante nosotros el panorama de los teólogos, juristas, matemáticos, naturalistas, médicos, etc. Al fin, una leve mirada retrospectiva98 pretende contestar a la pregunta   —163→   de Masson. Recuerda toda una serie de figuras representativas de nuestro pasado, retratándolas con afirmaciones no muy justas. Acaba su defensa con una copiosa nota. «Qu’a fait l’Espagne en dix siècles?, demande M. Masson. L’Espagne a donné un nouveau monde à l’Europe: un vaisseau espagnol a fait le premier le tour du globe... Un espagnol trop fameux (Michel Servet) a découvert la circulation du sang... Un religieux nommé Pierre Ponze a trouvé, dans le seizième siècle, l’art de faire parler les sourds de naissance... Louis Mercado a trouvé le remède des fièvres intermittentes... Les médecins espagnols ont administré des premiers le mercure...» Etcétera, etcétera.

La intranquilidad promovida por el enciclopedista se refleja en gran cantidad de escritos. Para Luigi Sorrento, uno de los testimonios más serenos del tiempo sobre el problema está en el Discurso preliminar al Ensayo99 de Sempere Guarinos.   —164→   Éste recurre al abate Vayrac,100 «el extranjero que habla con menos precipitación y con más fundamento de nuestras cosas». Sempere revisa   —165→   los escritores de su tiempo, porque -dice- es más útil una exposición de las cosas claramente que una apología.101 La sugestión del espíritu francés, sin embargo, está bien clara en el recopilador de la Biblioteca. La admiración por la tarea de la Academia y por el desarrollo material del país acreditan suficientemente su afrancesamiento, siquiera sea comedido.

La primera réplica fuerte, o por lo menos ruidosa, a la argumentación de la Enciclopedia fue la del abate piamontés Carlos Denina. Éste pronunció en la Academia de Ciencias de Berlín, en 1786, en sesión que celebraba el cumpleaños del rey Federico II, sesión a la que asistió buena   —166→   parte de la nobleza prusiana, su célebre oración «Que doit-on à l’Espagne?».102 El revuelo fue enorme. Oficialmente, públicamente, se salía al encuentro de la expansión cultural francesa. Denina, a diferencia de la defensa débil y actualizada de Cavanilles, se propone demostrar que la propia Francia debe a España más de lo que parece. Basado en la defensa del sacerdote valenciano, Denina anuncia que él se dispone a hablar de lo que han hecho los españoles de otros siglos: «Me atendré a las expresiones de que M. Masson se ha servido, porque no se contenta con preguntar lo que ha hecho España desde hace algún tiempo, sino que pregunta qué ha hecho por Europa desde hace cuatrocientos, mil años. Yo contesto que España ha hecho por la propia Francia, desde Carlomagno y Alcuino hasta el gobierno de Mazarino, mucho más que Francia haya podido hacer por las demás naciones».

Seguidamente, Denina inicia un plan, un camino a través del pensamiento hispánico. Primero, Teología, y recuerda a Maldonado y Saa; analiza lo que de los teólogos españoles aprovecharon los franceses. No vacila en decir que el   —167→   fanatismo religioso ha hecho muchos más estragos en Francia que en España. A lo largo de esta equiparación de valores de ambos lados del Pirineo, las formidables sospechas, las intuiciones geniales de nuestros grandes siglos van apuntándose: Cisneros -superior a Richelieu-, Covarrubias, Francisco de Vitoria, Raimundo de Peñafort, Herrera, Vesalio, Acosta, Alfonso Barba... Después de juristas y científicos, los viajeros y cosmógrafos; los momentos decisivos de empresa heroica española a la europea: Lepanto; el humanismo: Luis Vives, Hernán Núñez, etc., etc.

Denina recuerda -¡cómo no!- el pasado literario español. Y siempre, o casi siempre, Denina encuentra prelación, iniciación, anticipo, por parte de los españoles: el Duque de Orleans, por ejemplo, puede ser comparado con el Marqués de Villena y con el de Santillana, pero es posterior, «y yo no sé de ningún poeta francés del siglo XV que haya alcanzado el éxito que obtuvieron Juan de Mena y Rodrigo de Cota. Paso en silencio a los Mendoza, los Boscán, los Garcilaso, sobre los que nadie creo que se atreva a colocar los Bellay, los Marot y los Regnier,103 que fueron sus   —168→   contemporáneos y que, a mi juicio, no están a la altura de Malherbe».

En el campo de la poesía narrativa afirma el abate que los españoles leen todavía con placer tres o cuatro poemas épicos, mientras los franceses se sienten fatigados al cabo de un solo canto de La Henriada. Sólo el nombre de Camões puede aclarar quién debe a quién en materia épica.

En el género dramático, Denina nota claramente que Francia se ha enriquecido a costa de España. «Nadie ignora que la época luminosa de la tragedia francesa ha sido fijada por la imitación de una comedia española de Guillén de Castro». Por lo demás, esto es tan notorio, que en tiempos de Scarron «la moda era robar a los españoles». Y en cuanto al debatido problema de las unidades, «los franceses han trabado con más arte, pero el arte existía; las reglas y los ejemplos que lo componen nos han venido de los griegos; los franceses nada han añadido».104

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Con anterioridad, Denina había hecho patentes sus conocimientos de la literatura española en su Discorso sopra le Vicende della letteratura (Torino, 1760; Berlín, 1784-1785). Se afirma una vez más la prioridad de la literatura española sobre la francesa en algunos aspectos. Analiza los caracteres humanistas del tiempo de Carlos I, los libros ascéticos y místicos, la elocuencia, los historiadores. Fray Antonio de Guevara, Cisneros, el padre las Casas, Santa Teresa, Ambrosio de Morales, la historiografía del padre Cabrera, la oratoria de Luis de Granada y de Paravicino. Todos estos nombres y algunos más suenan por las páginas iniciales de la zona española de la Vicende. Seguidamente, analiza la revolución lírica de Garcilaso; con rapidez cinematográfica -remitiendo con frecuencia al Parnaso Español de López de Sedano- suenan Acuña, Lope de Vega y otros. Se reconoce abiertamente la superioridad del teatro español sobre los demás; Denina encuentra en este teatro, por añadidura,   —170→   la ayuda de su clima religioso. Un bosquejo igualmente rápido se dedica a los novelistas.

La actitud del abate Denina frente a la literatura es bien típica y representativa de su tiempo.105 Sin embargo, el Discorso sopra le Vicende proporcionaba una amplia y no descaminada visión de las literaturas extranjeras a sus contemporáneos. (Sorrento, ob. cit., pág. 191.)

Cavanilles, en su defensa parisina, terminaba su exposición diciendo que sus argumentos, exactos, veraces, servirían, por lo menos, para fijar la opinión de los lectores de la Enciclopedia. Y Cavanilles descansa en la esperanza de que su patria encuentre un vengeur plus éloquent et plus instruit. Este vengador estuvo representado por Forner.

La Enciclopedia había sido divulgada en España por Sancha. El estado de opinión se debatía   —171→   en una natural inquietud: el artículo de Masson promovió hasta una intervención diplomática. En París, el Conde de Aranda; en Madrid, Bourgoing, estimable literato y gran conocedor de las cosas españolas. No voy a hacer aquí el recuento de las gestiones de uno y otro. Razones de tipo político, comercial, personal, etc., se reflejaron en la polémica, una de tantas consecuencias de la lucha entre casticistas y afrancesados. Para lo que nos interesa, lo único fundamental ahora es que Juan Pablo Forner recibió del Conde de Floridablanca, entonces Primer Ministro de la Corona, el encargo de intervenir en la polémica con un escrito. Ésta es la causa, la razón de existir de la Oración Apologética.

La Réponse del abate Denina fue traducida por don Manuel de Urqullu y publicada en Cádiz en 1786. El mismo traductor puso en español las Lettres critiques.106 El nombre del abate italiano sonaba con el natural afecto entre los españoles: Forner mismo tiene muy presente el gesto de la Réponse. Su primera idea fue traducir el discurso de Denina e ilustrarlo con copiosas notas que   —172→   atestiguasen la verdad de su contenido, a la vez que le añadiría cosas nuevas, que, «o no tuvo presente Denina o las omitió de propósito para acomodarse a la nimia brevedad de un discurso académico». Forner desistió por varias razones, entre las que la más poderosa era, probablemente, la de que el discurso de Denina estaba escrito en lengua conocida de todo el mundo.

Antes de pasar a analizar el contenido de la Oración, recordemos algo a propósito de Forner. ¿Cómo podía colocarse el escritor extremeño ante esta discusión? Forner era, fundamentalmente, un campeón de los valores tradicionales. Su concepto de la Literatura, aun sometido a las forzosas limitaciones de su tiempo, de su clima histórico, era muy superior al de sus compañeros. En el ambiente de minué, de porcelana de la época, que reflejan las producciones literarias contemporáneas de Forner, la voz de éste tiene notas conseguidas, vigorosas, de recia personalidad. Tiene, por lo menos, un pasado brillante al que recurrir en su españolísima zozobra. Poniendo a Forner frente al mundo literario que conoce, seríamos injustos si no viésemos de él más que el ruidoso vendaval polemista que suscitaba. De todas sus polémicas, movidas por afanes bien pobres, solamente ésta de la revaloración hispánica alcanza nobilísimo nivel. Forner posee un   —173→   sentido muy claro de los males de su medio. Una lectura rápida de sus producciones puede demostrarlo. Las aseveraciones que él hace en un tono rotundo, agresivo, la crítica moderna ha venido a ratificarlas quitándoles, naturalmente, su calidad combativa: «La prosa francesa ha corrompido la castellana...» (Exequias, pág. 145). «Su estilo [el de los escritos contemporáneos] es vulgar, bárbaro, balbuciente, imitación lánguida de los libros franceses, que leen y copian, o razonamientos insulsos de entendimientos que se explican del modo que piensan, esto es, tarde y desconcertadamente». (Exequias, pág. 126). Forner intuye finamente la relación entre lengua y espíritu cuando dice que «ocuparse en trasladar la forma exterior de los escritos extranjeros, es querer formar el carácter de todo un país». (Exequias, pág. 111).

La conciencia de la invasión cultural francesa arranca a Forner gritos angustiosos; su sensibilidad, violenta y exaltada, maneja en confusa mezcla los elementos literarios, poéticos, históricos. Pero siempre sobrenada su grito de alerta, su llamada en vilo: «¿Qué se escribe y publica hoy en España? Traducciones, malas imitaciones... Vos no encontraréis en España autores que compitan con vuestros contemporáneos [los del poeta Villegas], con aquellos que, grandes y   —174→   excelentes en sus profesiones, escribían de lo que sabían; pero, en cambio, hallaréis hombres así, así, que, sin saberse hacia dónde les caen los estudios, han inventado el nuevo oficio de escribir de todo; de suerte que si nos atenemos a lo que se escribe, jamás ha producido España mayor número de talentos universales». Y, seguidamente, la tendencia antienciclopedista de Forner parece encerrar entre frases hirientes la obra del espíritu francés del siglo XVIII: «Política, filosofía, teología, jurisprudencia, agricultura, economía, poesía, elocuencia, crítica, todas las ciencias y todas las artes entran en la jurisdicción de estos escritores de a pliego, y, en dos o tres tomejos, compuestos de discursillos, que se publicaron para satisfacer el hambre o la vanidad del que los escribió, hallaréis una biblioteca completa de todas las cosas y otras muchas más». (Exequias, pág. 124). La tradición, el aspecto externo de las cosas en España, ha sufrido tal transformación con las nuevas corrientes ultrapirenaicas, que Forner no vacila en decir: «¿Españoles éstos?, dijo con admiración uno de los ancianos. No conozco el traje ni aun los semblantes. Mucho deben haberse mudado las cosas en su patria». (Exequias, pág. 121).107

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La afirmación casticista de Forner le conduce a adoptar una típica postura frente a la ciencia y a la Historia española. Para nuestro escritor,   —176→   todo lo que no sea de una innegable utilidad, todo lo que no haya producido a la Humanidad un resultado firme y de reconocida bondad provechosa es, por lo menos, discutible. Si lo deleitable se ha unido a lo útil, ya no hay grandeza que pueda superar esta unión. Lo esencial es pensar bien a tiempo, que ya quedará lugar abundante para hacer versos malos. El mundo está ya «harto de inútiles autores». (Exequias, pág. 73).

La más peligrosa ocupación es la de la sabiduría: porque no basta la profundidad ni la abundancia del saber, si no hay una evidencia de sana, recta honestidad. Para Forner, jurista sobre todo, lo fundamental, la cuestión de principio está en la conservación de las leyes primordiales, base de todos los intereses externos e internos de cualquier edificio civil.

Empujado, o mejor, respaldado por esta actitud ante la vida, se enfrenta con las cuartillas de su Oración: «Cuando se trata de determinar el precio literario de una nación es menester fijarse en el género de literatura que da honor al entendimiento y esparce bienes legítimos en el linaje humano». «Tal es, en el fondo, el propósito de mi Oración: demostrar el mérito de la sabiduría de España por la utilidad de los asuntos a que han consagrado su aplicación los doctos españoles». Forner hace una calurosa defensa de los teólogos   —177→   y religiosos españoles. Hoy, que la perspectiva histórica limpia los tonos oscuros de la polémica, esta defensa de una cultura católica, realizada con absoluta devoción por Forner, cobra tintes heroicos. Forner no puede, por mil motivos, considerar dignos de agradecimiento a un Voltaire o a un Rousseau. Y esto es, en fin de cuentas, lo esencial de la Oración. El haber encarrilado el problema desde un punto de vista de guerra de concepciones vitales, éticas. Ya no importa que Forner recurra, de vez en cuando, a los nombres consagrados, a los precursores de la ciencia y del espíritu que tuvieron un lugar en la vida española. Lo capital es esta postura de exaltación de valores religiosos. Como Sorrento ve muy claramente, la lucha era entre dos mundos puestos frente a frente. El viejo medievalismo -creador siempre- del pensamiento hispano gritaba desde la obra de Forner. Del otro lado, un mundo que se notaba nuevo, con la irrespetuosidad y la violencia de lo recién nacido.

Forner pretende escribir su trabajo más como orador que como historiador. En consecuencia, su lengua está concebida en términos grandilocuentes y declamatorios, que al lector medio de hoy pueden parecerle fastidiosos. A la Oración hay que oírla. El combativismo de su autor no tolera la exposición íntima, el suave paladeo de   —178→   la expresión. Es únicamente una pieza oratoria y, como tal, los párrafos martillean el oído aun sin escaparse de una mesurada corrección. Forner pasa revista, ayudándose de sus eruditísimas notas -que aun a riesgo de inoportunas reproducimos- a la Historia nacional, entresacando cuanto de útil al progreso humano se ha engendrado en la tierra española. Los escritores cristiano-godos, los árabes y su papel de conductores de ciencia; los médicos -Monardes, Vallés, Heredia- y humanistas españoles; la legión de teólogos -Cano, Soto-; Ponce de León con su sistema para hacer hablar a los sordomudos; Luis Vives, en quien ve «una gloriosa superioridad sobre todos los sabios de todos los siglos»; alusiones a Cervantes, a nuestros grandes artistas, etc., etc. El mundo de la creación estética es descuidado un poco: no Garcilaso, no San Juan de la Cruz, no Lope. Esto ya lo había hecho Denina en su Discurso y la Vicende se había encargado de poner en su lugar exacto las obras hispánicas. Para Forner lo esencial era el contenido humanístico y católico de nuestra cultura.

La Oración forneriana fue publicada en Madrid, Imprenta Real, 1786, a las reales expensas. El producto de la venta se concedía al autor, además de seis mil reales de gratificación. Al final del volumen se imprimió la Réponse deniniana.   —179→   Y una vez en la calle, los inacabables enredos pendientes entre Forner y sus enemigos la recibieron con la máxima acritud. Los rencores, los pequeños sentimientos heridos por Forner en sus permanentes ataques a todos los consagrados, se volcaron sobre la Oración. A toda la sucesiva publicación de libelos, folletos, apologías caricaturescas, versos mordaces, etc., cuadra perfectamente un pensamiento del atacado, expuesto en las Exequias: «... ese inmenso número de librotes y libretes, papelotes y papelejos, versos lánguidos, traducciones bárbaras, discursos insípidos, historietas ridículas, faramalla enorme con que nos ha inundado el pedantismo hambriento en toda la continuación de este siglo...» (pág. 140). Paso por alto toda esta discusión, pura anécdota erudita y de dudoso gusto. Quien quiera conocerla puede recurrir al repetido libro de Sorrento o al de Cotarelo Mori, Iriarte y su época. Dejo incluso la tan divulgada poesía de Huerta «Ya salió la Apología / del grande orador Forner...»; habremos de reconocer, en cambio, que el afán luchador de Juan Pablo motivaba muchas veces ofuscamientos, inexactitudes, -no está totalmente libre de ambas cosas la Oración-,108 pero hemos de salvar, por lo menos, su   —180→   gesto noble y firme. Menéndez Pelayo le retrató certeramente, cuando, entre los párrafos también impulsivos de los Heterodoxos, decía: «... protesta, sobre todo, contra las flores y los frutos de la Enciclopedia. Su mismo aislamiento, su pureza algo brutal en medio de aquella literatura desmazalada y tibia, le hacen interesante, ora resista, ora provoque. Es un gladiador literario de otros tiempos, extraviado en una sociedad de petimetres y de abates; un lógico de las antiguas aulas, recio de voz, de pulmones y de brazo, intemperante y procaz, propenso a abusar de su fuerza, como quien tiene conciencia de ella, y capaz de defender de sol a sol tesis y conclusiones   —181→   públicas contra todo el que se ponga delante».

La Oración, como queda dicho más arriba, fue impresa en Madrid, 1786, en la Imprenta Real. Esta edición, corregida por el propio Forner, es la que he seguido para aquélla con que el Centro de Estudios Extremeños tributó cariñoso homenaje al ilustre emeritense. Como curiosidad recogeremos aquí la existencia de una edición moderna, realizada por E. Barriobero (Madrid, Colecc. Telémaco, sin año), nada recomendable. Aun a riesgo de un enojoso leer, conservo las notas del autor: son la mejor prueba de su hondísima cultura y, sobre todo, de cómo el problema fue una lucha de concepciones vitales. En el más profundo rincón de la polémica estaba España, dramatizada, hecha personaje vivo. En una palabra, la Apología es una manifestación cimera de angustia nacional.



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ArribaAbajoEl Modernismo en la Sonata de Primavera

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La aparición de las Sonatas de Valle-Inclán a principios de siglo marca el triunfo total del Modernismo literario en la prosa. Pretendo, en las líneas siguientes, centrar el valor de este término de escuela en una Sonata, la de Primavera.

Las Sonatas se publican en los primeros años del siglo, sucesivamente y sin guardar el orden de las estaciones: 1902, 1903, 1904, 1905. En estas fechas, el Modernismo está en pleno auge, imponiéndose a todas las sensibilidades. Hoy no nos es ya muy difícil suponernos lo que de revolucionario tiene en su ambiente la publicación de un libro como la Sonata de Primavera. El impulso realista se prolonga aún con vitalidad. La prosa de Pereda, o de Pardo Bazán, o de Valera, o de Galdós, sigue siendo lo consagrado, con su descuidada arquitectura. La novela mantiene su ritmo documental, contando implacablemente el sucesivo acaecer de una vida, sin desdeñar lo anodino, lo trivial. En el título, ya el personaje: Pepita Jiménez, Sotileza, El comendador Mendoza, Marianela. Pero el título Sonata no   —186→   dice nada de esto, no indica pista alguna al lector sobre su contenido. Inicialmente, se pensaría en un libro poético, no en prosa. La misma calidad musical de la palabra despierta nuevas sugerencias, lejanas, por cierto, de la literatura. La Sonata, hasta en su nombre, obedece a la recogida y aquilatada herencia de las escuelas literarias francesas, posteriores al Romanticismo, que llegan a España a través de Rubén Darío. Intentaremos analizarla.

Este título de Sonata queda suficientemente aclarado en cuanto recordemos la falta de fronteras artísticas lograda por la literatura francesa de fines del siglo XIX. Ya el Romanticismo, con su interpretación del pretérito, había destacado la evocación de temas pasados, a la vez que infundía un tinte elegíaco a esta misma resurrección. El Realismo interpretó también, a su modo, claro es, esos espejismos del pasado: Flaubert, por ejemplo. Théophile Gautier supo invadir la literatura con el léxico y la sensibilidad de las artes plásticas, aun a riesgo de convertir en un cuadro la página. Posteriormente, el afán de la música se deja sentir en la escritura, interpretado de muchas maneras. Recuérdese el ‘Arte poética’ de Verlaine. Este confusionismo justifica la Sinfonía en blanco mayor de Gautier, y la Sinfonía gris mayor de Rubén Darío. En la meta de este   —187→   camino de interferencias artísticas están las Sonatas de Valle-Inclán.

¿Qué es la Sonata de Primavera? En principio, la vemos centrada en un conjunto de libros, cuatro, destinados a cada una de las estaciones del año. Cada Sonata pretende encerrar un estado de ánimo, una peripecia vital, en un marco de evocación poética, sentimental, luminosa, etc., que despierta en nosotros la simple enunciación de la época del año. Efectivamente, en esa poesía confusionista que Rubén Darío enseñó a los españoles, había huellas claras de interferencia de lo sensual y lo psicológico. También en escala menor lo había ya en algunos escritores realistas. Cada color, cada sonido, cada sensación, van teniendo, en una escrupulosa ponderación del artista, una correspondencia psicológica. Muestra suprema de este arte son el soneto 4º de Les Fleurs du mal (Correspondences) de Baudelaire, y el famosísimo de Rimbaud, Voyelles. La Sonata de Primavera alegoriza un estado de ánimo correspondiente a la estación y a la edad juvenil del personaje.

En la introducción, Valle-Inclán dice: «Estas páginas son un fragmento de las ‘Memorias Amables’, que ya muy viejo empezó a escribir en la emigración el Marqués de Bradomín. Un Don Juan admirable. ¡El más admirable, tal vez! Era   —188→   feo, católico y sentimental». Se nos presenta, pues, la Sonata como un libro de memorias, de recuerdos, pero incompleto: un fragmento. Los libros de memorias no pueden presentarse como un trozo a la voluntad del autor, sino que han de responder a un eje coordinador, histórico, de sentido total. Tienen algo de anales impasibles, a la vez que de atrevida intromisión en el secreto. Para Valle-Inclán las memorias son una mano tendida cariñosamente hacia el pasado, en un gesto de ternura. El que hace memorias piensa en el futuro irremediablemente: pretendiendo crear una tradición, confía a la posteridad el azar oscuro que le tocó vivir. Valle-Inclán vuelve su vista al ayer -«ya muy viejo»- y quiere entresacar del pretérito cuatro episodios amables, amorosos, sin más pretensión que el de una elegíaca añoranza. La vejez, la emigración, la nostalgia sensual contribuyen a dar el tono poético a la prosa de la Sonata.

El eje sobre el que se mueven las Sonatas es la personalidad del Marqués de Bradomín.109   —189→   Un análisis de las cualidades del héroe nos dará el mejor guión del Modernismo de las Sonatas. ¿Cuáles son las más destacadas?

Donjuanismo

Bradomín es un Don Juan. Como al famoso tipo literario -después volveré sobre la literatización de la vida- le asaetea un constante erotismo alocado. Pero Bradomín no puede ser el Don Juan corriente, petrificado en los cánones de creaciones anteriores. Es un Don Juan admirable. Muy modernista es esto de ser siempre más, mucho más que lo corriente, que lo vulgar. El Modernismo supone, como elemento primordial de su estructura, un ininterrumpido combate contra el vulgarismo. Y descartado queda que, incluso entre los donjuanes, puede haber uno perfectamente estúpido. Bradomín es admirable. Y no es solamente admirable, sino el más admirable tal vez. Se ve colocado en la cima del tipo. Tiene, desde su altura galante, a todos los demás donjuanes sometidos, vigilados. Es feo,   —190→   católico y sentimental. Tres cualidades en absoluto contraste, entre ellas mismas y entre ellas y el tipo donjuanesco. Lo de ser católico -ya veremos cómo es su catolicismo,- no supone nada nuevo. El Don Juan de Tirso era católico. Todo lo mal católico que se quiera -tan malo que se condena-, pero lo era. Lo que no podía ser en manera alguna es sentimental. El absoluto desdén por las mujeres burladas y la indiferencia a sus quejas no lo atestiguan como tal. Y en cuanto a la fealdad, en el concepto primario del tipo, no es admitida. Aunque la concediéramos, confiando en un extraño poder de seducción, que brotase de otras características de la persona, hay que reconocer que para ser un Don Juan hay que luchar seriamente contra la religiosidad y el sentimiento auténticos. Pero Bradomín, desde el primer instante, se nos va a aparecer en posesión de una gigantesca pedantería, que le hará sobrevalorar todo lo que a él se refiere, y, por esto, no vacila en presentarse como un Don Juan a pesar de sí mismo.

Bradomín se sabe un Don Juan. El personaje de Tirso, o el de Zorrilla, aun dentro de las características esenciales al tipo del Burlador, es un poco muñeco. Obedece a leyes vigorosas superiores a él en muchísimos casos. Es, al fin y al cabo, un juguete del instinto. Un vendaval erótico   —191→   ha llamado Américo Castro al Burlador.110 Bradomín es un Don Juan consciente, que mide, antes de realizar cualquier acto, el alcance seductor de él. Tiene de las mujeres un pobre concepto.111 Lo demuestra así su proceder en el fúnebre ambiente del palacio Gaetani. Cuando la desolación por la muerte del cardenal debe imperar en la familia, Bradomín extrema su actividad galante. De entre las cinco hijas de la princesa Gaetani, poco a poco se va perfilando, en la preferencia del marqués, María Rosario, la destinada al claustro: María Rosario, toda dulzura y belleza esquiva, huye ante el marqués: «Viéndola a tal extremo temerosa, yo sentía halagado mi orgullo donjuanesco, y algunas veces, sólo por turbarla, cruzaba de un lado al otro. La pobre niña al instante se prevenía para huir. Yo pasaba aparentando no advertirlo. Tenía la petulancia de los veinte años» (128). Se considera   —192→   a sí mismo irresistible: «Y mi voz fue tierna, apasionada y sumisa. Yo mismo, al oírla, sentí su extraño poder de seducción» (196). Como un buen tenorio, siente halagada su vanidad al ser invitado a quedarse en el palacio por la propia princesa. Tan sólo un débil escrúpulo, debido a las buenas maneras, se interpone, escrúpulo que se supera rápidamente, mientras, ya familiarizados con Bradomín, adivinamos su autovaloración ante la insistencia: «Mucho me alegraba la idea de vivir en el palacio Gaetani, y, sin embargo, tuve valor para negarme». Tiene -dice- valor para negarse. Pero, ¿cuánto dura?: «Yo hice un gesto de resignación -[Es decir, pasa por el sacrificio de quedarse]: «No le digáis nada. Dios me perdonará si prefiero este palacio, con sus cinco doncellas encantadas, a los graves teólogos del Colegio Clementino» (46).

Bradomín, una vez dentro del palacio Gaetani, empieza a comportarse como le marcan sus propósitos, sin respeto al lugar ni a las dolorosas circunstancias: «La princesa me alargó su mano, que todavía en aquel trance supe besar con más galantería que respeto, y entré en la cámara donde agonizaba monseñor» (36). «Quise ofrecerle agua bendita, y con galante apresuramiento me adelanté a tomarla» (78). Su amor por María Rosario se va destacando poco a poco. Pero,   —193→   ¿es amor? Lo típico del Don Juan es no enamorarse realmente. Pasa sobre el sentimiento a la ligera, sin esa agudización típica de la pasión auténtica. Bradomín está demasiado pendiente de las circunstancias para enamorarse. Las ráfagas de sincero sentimiento, que cruzan de vez en cuando por el corazón de Bradomín, se oscurecen en seguida por su conciencia de estar representando un papel. En alguna ocasión habla de María Rosario: «María Rosario fue el único amor de mi vida. Han pasado muchos años, y al recordarla ahora todavía se llenan de lágrimas mis ojos áridos, ya casi ciegos» (95). «Al contemplarla, yo sentía que en mi corazón se levantaba el amor, ardiente y trémulo como una llama mística». «Han pasado muchos años y todavía el recuerdo me hace suspirar» (74). En realidad, aquí, lo que Bradomín hace es caer en manos de la nostalgia del pasado, llevando a la novela, narración del pretérito, una sensación actual, del momento. Por otro lado, él mismo no está seguro de la fuerza de su sentimiento cuando nos dice, ante la firme actitud de María Rosario: «Aquella niña era cruel como todas las santas que tremolan en la tersa diestra la palma virginal. Confieso que tengo predilección por aquellas otras que primero han sido grandes pecadoras».

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«Desgraciadamente, María Rosario nunca quiso comprender que era su destino mucho menos bello que el de María de Magdala. La pobre no sabía que lo mejor de la santidad son las tentaciones» (77).

Aristocracia

Para el Modernismo, uno de los mejores y más eficaces remedios contra el vulgarismo realista es la presentación de personajes y ambientes refinados. Aristocracia integral, de actitudes y de sangre. Monomanía nobiliaria. Bradomín es marqués. Es, además, Guardia Noble, y de la confianza de Su Santidad, que le escoge para llevar un capelo cardenalicio. Es Bibiena di Rienzo, por la línea de su «abuela paterna, Julia Aldegrina, hija del príncipe Máximo de Bibiena, que murió en 1770» (20). Es decir, se siente correr por sus venas una sangre de prosapia, de casta superior. Su vida se desliza en un clima de lujo, de señorío. Es constante la llamada de la sangre o del medio. Cuando hace falta privarle de algún objeto de su propiedad, a fin de hacerle sufrir las consecuencias de embrujado maleficio, le roban un anillo «antiguo», que «tenía el escudo grabado en amatista, y había pertenecido a mi abuelo el marqués de Bradomín». Un hilito de antigüedad cruza las páginas   —195→   de la Sonata, interpretado de mil modos. Jardines y salones desiertos, señoriales, sirven de marco a princesas, que han tenido santos en la familia. Valle-Inclán explota este recurso cumplidamente. No creo necesario insistir sobre él, ya que el recuerdo más vago que puede guardarse de una lectura de la Sonata es precisamente el de su pompa artificiosa y aristocrática.

La condición de la prosapia lleva adheridas otras muy naturales: el orgullo, la pedantería de la condición, el freno de las pasiones en público. Como en los tiempos pretéritos, su juventud es elegida por las dignidades de la Iglesia: «Su Santidad había querido honrar mis juveniles años eligiéndome entre sus guardias nobles para tan alta misión» (20). Un colegial mayor, de destacada personalidad, monseñor Antonelli, le da una bienvenida oficial. El paso del Viático para monseñor sirve para que en el Colegio todo el mundo sepa su llegada: «Mi manto de guardia noble pregonaba quién era yo, y ellos lo comentaban en voz baja» (26). Cuando se le plantean dudas sobre la actitud a seguir en el palacio: «... meditando a solas si debía abandonar el palacio Gaetani, resolví quedarme. Quería mostrar a la princesa que cuando suelen otros desesperarse, yo sabía sonreír, y que donde otros son humillados, yo era triunfador. ¡El   —196→   orgullo ha sido siempre mi mejor virtud!» (149). Por eso es este camino el único posible por donde la princesa puede atacarle, pero él tiene el noble gesto de adueñarse de sí mismo y disimular con extremada corrección: «Mi orgullo levantábase a ráfagas, pero sobre los labios temblorosos estaba la sonrisa. Supe dominar mi despecho y me acerqué galante y familiar» (144). «La princesa, seguida del mayordomo, sin mirarme, atravesó el largo salón de la biblioteca. Yo sentí la afrenta, pero todavía supe dominarme» (145). Esta manía de superioridad es la que le obliga a hacer resaltar su valentía. Cuando en la escena más novelesca de la Sonata es herido en el hombro de una puñalada, Musarelo, el criado, dice: «¡A traición sería! -Yo sonreí. Musarelo juzgaba imposible que un hombre pudiese herirme cara a cara» (140). Recordemos también su comportamiento en la Sonata de invierno, al cortarle el brazo. Aquí, insinúa a Musarelo, un veterano cuyas manos tiemblan al destaparle la herida: «No te desmayes, Musarelo».112

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Religiosidad

Bradomín se nos presenta como un católico. ¿Qué clase de catolicismo usa Bradomín? Tocamos al más característico y complejo aspecto del Modernismo: la mezcla irrespetuosa de piedad y paganismo. Hasta el Renacimiento, el fondo cristiano de la creación literaria es inmutable. Desperezos paganizantes aquí y allá no son más que síntomas fugaces de una nueva vuelta a lo carnal. Esto lo plantea el Renacimiento. El hombre se encuentra frente a un grave dilema. La austeridad y el renunciamiento, por un lado; la exaltación de las fuerzas de la naturaleza y de la carne, por el otro. En esta postura, el hombre cristiano, que siente brotar dentro de él gritos paganos, vive en una constante lucha. La Literatura se hace servidora del aspecto oficial o doctrinario del problema. El mal, lo demoníaco, se usa como moralizador, como lo que no debe hacerse. Así está el mal en sus grandes asomadas literarias: nuestra inagotable Celestina, Macbeth, algunas tragedias del Clasicismo francés. Con el sutilísimo análisis poético del XIX se agudiza la contienda. No es extraño encontrar hombres con alma de doble vertiente, sacudida por encontrados vientos de sensualidad y de virtud heroica. Como ejemplos claros, Verlaine   —198→   y Rubén Darío. Verlaine es el bifronte autor de Fêtes galantes, de Saturniens, por un lado, y por otro de Sagesse, libro emocionado y trémulo si los hay. Rubén es el hombre que reparte su levantada sensibilidad entre la catedral y las ruinas paganas. Su alma se asoma buscando la luz de la tierra, pero vive en él prisionera de extraño dueño:


Entre la catedral
y las paganas ruinas
repartes tus dos alas de cristal,
tus dos alas divinas.
Y de la flor
que el ruiseñor
canta en su griego antiguo, de la rosa,
vuelas, ¡oh, Mariposa!,
a posarte en un clavo de Nuestro Señor.113



Y, como elementos bien irreconciliables, no puede haber fusión. El hombre ha de continuar repartido, roto, entregado alternativamente a cada uno de esos dos polos trágicos, en agónico vivir. Rubén no sabe a qué carta quedarse: vive con igual sinceridad los dos extremos. Cuando en un instante de observación desde su torre íntima percibe la doble llamada: las siete virtudes


-Alabastros celestes habitados por astros:
Dios se refleja en esos dulces alabastros-



y los siete pecados

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-Bellamente infernales,
llenan el aire de hechiceros beneficios
esos siete mancebos-



el alma de Rubén no sabe qué elegir, qué responder. Pretende únicamente seguir disfrutando de los dos antagonismos:


Y en sueños dice: ¡Oh dulces delicias de los cielos!
¡Oh tierra sonrosada que acarició mis ojos!
¡Princesas, envolvedme con vuestros blancos velos!
¡Príncipes, estrechadme con vuestros brazos rojos!114



No sería nada difícil ir espigando a lo largo del mundo post-renacentista visiones análogas de la obra y de la vida. Un ejemplo excepcional es nuestro Lope de Vega. En su vida, entregada al más arrebatado desenfreno, no nos es lícito dudar de su sinceridad cuando busca el refugio del sacerdocio. La oración funeral del Padre Peralta nos dice cómo Lope llegaba a no poder celebrar la misa en público: tan honda era la emoción que sentía, que le obligaba a detenerse anegado en lágrimas de purísimo amor. Y, sin embargo, es el mismo hombre que, al acabar, iba a vivir sus amores sacrílegos con Marta de Nevares.

Esta dualidad desgarradora se convierte en los   —200→   modernistas en algo que hay que exhibir, decorativo, bello por su propia naturaleza dramática. Bradomín mezcla confusamente -con una abierta preferencia por el lado pecaminoso, como corresponde a su donjuanismo- ambos elementos. Le gusta presentar en el fondo devoto, casi sagrado, del palacio Gaetani su actividad demoníaca. Poco a poco, a medida que se van conociendo las andanzas del marqués, se le va identificando con Satanás: «Polonio, a hurto, hizo los cuernos con la mano. La princesa guardó silencio. Crucé la silenciosa biblioteca y salí» (148). «Y huyó de mi presencia haciendo la señal de la cruz, como si huyese del diablo. No pude menos de reírme largamente» (191). Cuando insiste cerca de la princesa Gaetani en que debe ser la asediada María Rosario quien debe volver a escribir a Roma para pedir que su estancia se prolongue en el palacio: «La princesa no esperaba tanta osadía y tembló». «Mi leyenda juvenil, apasionada y violenta, ponía en aquellas palabras un nimbo satánico» (147). Bradomín pretende justificarse a sí mismo como fruto de la tentación: «Yo estoy convencido de que el diablo tienta siempre a los mejores» (175). La noche en que penetra en la alcoba de María Rosario no vacila en traer a colación el motivo satánico: al andar cautelosamente por el   —201→   jardín oye el canto de un sapo oculto en la oscuridad: «Recuerdo que de niño he leído muchas veces en un libro de devociones, donde rezaba mi abuela, que al diablo solía tomar ese aspecto [el de un sapo que canta] para turbar la oración de un santo monje. Era natural que a mí me ocurriese lo mismo» (133). «Aquella noche el cornudo monarca del abismo encendió mi sangre con su aliento de llamas y despertó mi carne flaca, fustigándola con su rabo negro» (135). Ante la propia María Rosa, Bradomín se va convirtiendo en el mismo Satanás. Gradualmente se va llegando a la identificación absoluta en el escalofriante final de la Sonata. «Ella me miraba con los ojos extraviados haciendo la señal de la cruz: -¡Sois brujo! ¡Por favor, dejadme!» (210). «¿Y eso os agrada? Algunas veces me parecéis el demonio!» (196). «¿Por qué me aborrecéis tanto? -¡Porque sois el demonio!» (198). Y, por fin, en el martilleo del «Fue Satanás» final, Bradomín alcanza la apoteosis de su mal.

El satanismo le vale a Bradomín para exponer su complacencia en el mal, en la perversidad. Ya en su ascendencia, su antepasado Máximo de Bibiena muere envenenado por una comedianta, Simonetta de Corticelli, que además cuenta con un buen capítulo en las equívocas memorias de   —202→   un aventurero. Cuando pretende explicarnos cómo es su audacia, evoca la de un famoso héroe del pecado, al que llama Divino: «La audacia que se admira en los labios y en los ojos de aquel retrato que del divino César Borgia pintó el divino Rafael de Sancio» (136). Hace una exhibición clara de su pecaminoso proceder, confesándolo con cínico descaro: «Viéndola a tal extremo temerosa, yo sentía halagado mi orgullo donjuanesco, y algunas veces, sólo por turbarla, cruzaba de un lado al otro» (128). En el solemne recogimiento que sigue a la confesión pública de monseñor Gaetani, es decir, cuando la llamada de la contrición suena ya en la otra vida, Bradomín hace por todo comentario: «Yo, pecador de mí, empezaba a dormirme» (44). Este afán de perversidad y de cinismo culminará en la Sonata de Invierno, donde llega a enamorar a una novicia, que resulta su propia hija. La devoción es un elemento más de autoexaltación y de decorativismo personales. Toda alusión al mundo de la fe es, para Bradomín, como una decoración más a su uniforme de Guardia Noble: «Yo, calumniado y mal comprendido, nunca fui otra cosa que un místico galante, como San Juan de la Cruz. En lo más florido de mis años hubiera dado gustoso todas las glorias mundanas por poder escribir en mis tarjetas: El marqués   —203→   de Bradomín, confesor de princesas» (133). La mezcla de los dos elementos, que tanta luz nos da sobre la técnica modernista, se ve clara en este pasaje, donde se pone la piedad ingenua de María Rosario al servicio de la donjuanesca seducción: «La miré largo rato en silencio, hasta que sentí descender sobre mi espíritu el numen sagrado de los Profetas: -Lo he sabido porque habéis rezado mucho para que lo supiese. ¡He tenido en un sueño revelación de todo!» (210). Igualmente se nota su cínica impiedad cuando, rodeado de la comunidad franciscana, es interrogado sobre la salud del Santo Padre: «Como era muy poco lo que podía decirles, tuve que inventar, en honor suyo, toda una leyenda piadosa y milagrera». Les habla de la benéfica intercesión de una reliquia. «¿De qué santo era, hijo mío? -De un santo de mi familia. - Todos se inclinaron como si yo fuese en santo» (88).

Toda la gama sacrílega del poema Ite, Missa est, de Rubén, la vemos usada por Valle-Inclán a lo largo de la Sonata. Adjetivos de contenido religioso, devoto o litúrgico se emplean para dar un picante saber de pecado o de solemnidad a escenas muy diversas. El rubeniano «su espíritu es la hostia de mi amorosa misa» lo vemos de nuevo aplicado a María Rosario: «En mi memoria   —204→   vive siempre el recuerdo de sus manos blancas y frías: ¡Manos diáfanas como la hostia!» (136). «Al verla desmayada la cogí en brazos y la llevé a su lecho, que era como altar de lino albo y de rizado encaje» (136). En torno a María Rosario se repite constantemente este confusionismo, como un homenaje a su indiscutida santidad: «Yo me detuve porque esperaba verla huir, y no encontraba las delicadas palabras que convenían a su gracia eucarística de lirio blanco» (160). De sus cosas se exhala un perfume de santidad, sus mejillas se llenan de divinas rosas, etc. Concretamente, en la larga conversación en el jardín, sobre el libro que lee María Rosario, el cruce, la pugna entre los dos mundos, ahora personalizados, llega a tener el carácter de una profanación. Quizá en esta impía mezcla de la escuela es en lo que pensaba Valle-Inclán cuando exculpaba la inclusión en la Sonata de trozos ajenos, cosa que le reprochó Julio Casares (Crítica profana, Madrid, 1916). Hablaba de «conseguir ambiente».115 Hay que reconocer que no supo lograrlo, y que su razón es poderosa y eficiente: Plantea el problema estético   —205→   de toda novela o drama históricos, donde la interpretación de la Historia no resulte pura arqueología.

Contraste

Subordinada a esta mezcla confusionista de piedad y de cinismo, de virtud y de pecado, y como complemento de su efectismo escandaloso, una ley de contraste maneja la Sonata del principio al fin. No basta con el proceder lascivo de Bradomín en el marco del palacio Gaetani. Hay que extremar la pecaminosidad por un lado, como hemos visto, y la beatería por otro. Frente a la personalidad maligna del héroe, María Rosario. Bradomín esgrime su leyenda juvenil, apasionada y violenta, nimbada de satanismo. Pero María Rosario «también tenía una hermosa leyenda, y los lirios blancos de la caridad también la aromaban. Vivía en el palacio como en un convento. Cuando bajaba al jardín traía la falda llena de espliego, que esparcía entre sus vestidos, y cuando sus manos se aplicaban a una labor monjil, su mente soñaba sueños de santidad» (93). En el pasado turbio de Bradomín hay ecos de comediantas y de envenenamientos. En el de María Rosario, una santa, Santa Margarita de Ligura, y una beata, Francisca Gaetani. Su devoción ingenua y su caridad emocionada   —206→   son el blanco de la tentación de Bradomín. «María Rosario era una figura ideal que me hizo recordar aquellas santas hijas de príncipes y de reyes: Doncellas de soberana hermosura, que con sus manos delicadas curaban a los leprosos. El alma de aquella niña encendíase en el mismo anhelo de santidad» (90). El contraste queda sublimado en este ejemplo: Bradomín tiene su patrón en las memorias de un Casanova o en el tumulto erótico de un Don Juan cualquiera. Pero María Rosario se ha desprendido del fondo de oro de un cuadro medieval: «El señor Polonio, enternecido, comenzó un largo relato de las virtudes que adornaban el alma de aquella doncella hija de príncipes, y era el relato del viejo mayordomo, ingenuo y sencillo, como los que pueblan la Leyenda Dorada» (81). La vida de María Rosario, suave y dulce, se desliza dentro del cauce de un cándido misticismo. Por eso atrae la mirada pecadora del Don Juan. Es la destinada al convento: «María Rosario traía puesto el blanco hábito que debía llevar durante toda la vida, y las otras se agrupaban en torno, como si fuese una santa» (118). «Reza y borda en el silencio de las grandes salas desiertas y melancólicas: Tiemblan las oraciones en sus labios, tiembla en sus dedos la aguja que enhebra el hilo de oro, y en el paño de tisú florecen las rosas y los   —207→   lirios que pueblan los mantos sagrados» (94). Su única defensa ante las asechanzas de Bradomín está en su virtud: «María Rosario, siempre ruborosa, repuso con aquella severa dulzura que era como un aroma» (99). «Y me clavó los ojos tristes, suplicantes, guarnecidos de lágrimas como de oraciones purísimas» (205).

Este contraste, que anima poderosamente páginas enteras -la famosa conversación d’annunziana, por ejemplo-, se lleva a los más pequeños detalles. María Rosario no es como la totalidad de las hermanas: el oscuro brillo de sus ojos destaca sobre las doradas cabezas de las otras doncellas: «Todas me parecieron bellas y gentiles. María del Rosario era pálida, con los ojos negros, llenos de luz ardiente y lánguida. Las otras, en todo semejantes a su madre, tenían dorados los ojos y el cabello» (32). «Hablaban en voz baja las unas con las otras, y sonreían con las cabezas inclinadas: Sólo María Rosario permanecía silenciosa, y bordaba lentamente, como si soñase» (59). Valle-Inclán lleva el contraste a detalles de su técnica, logrando bellos efectos de color y de sonido, sobre los que más adelante volveremos: «Solamente quedaban aquellas dos señoras de los cabellos blancos y los vestidos de gro negro» (73). «Una mujer hallábase sentada en el sofá del estrado. Yo sólo distinguía sus   —208→   manos blancas. El cuerpo era una sombra negra» (109).116 Los ejemplos podrían multiplicarse. A mi juicio, una de las cualidades más tensamente sostenidas a lo largo de la Sonata es ésta de la dualidad de mundos, en la que el contraste es la forma primaria. Reconozcamos que, como voluntarioso afán de estilo, Valle ha obtenido un triunfo total.

El paisaje

Los hombres del 98, grupo al que pertenece Valle-Inclán, se consideran como excelentes observadores y catadores de paisaje. La emoción del paisaje en la literatura es relativamente moderna.117 Sin duda alguna, a lo largo de la literatura   —209→   española se encuentran notas de aguda sensibilidad, de percepción temblorosa de la naturaleza. Lo que no hay es descripcionismo. Los realistas se pierden en un mar de palabras intentando dar una visión de la naturaleza que casi nunca consiguen. Las descripciones de Pereda, por ejemplo, son abrumadoras de detalle y de prolijidad, pero no se encuentra en ellas la pincelada aguda, exacta, que logra dar en el lector la realidad de ese paisaje. Y esto es lo que se consigue del 98 acá. Los hombres del 98 son eminentes paisajistas, en el sentido más noble de la palabra. Azorín, Machado, Ortega, Unamuno. Todos. Valle-Inclán es de ellos el que más aristocratiza, poetiza, ese paisaje. En sus obras modernistas, Valle inventa este paisaje de las Sonatas -sobre todo en la que nos ocupa- elaborando este fondo de jardín clásico, noble, antiguo, donde se mueven las princesitas Gaetani. Los elementos de esta naturaleza son fundamentalmente pictóricos. Como otros muchísimos aspectos de la Sonata -que estudiaré más detenidamente- el noble jardín del palacio Gaetani, verdadero personaje, está arrancado de los cuadros primitivos italianos. Un vago temblor de Renacimiento asombrado pasa por las líneas suaves de las colinas, ornadas de los árboles de más noble tradición literaria: «Era la campiña clásica de las vides   —210→   y de los olivos, con sus acueductos ruinosos...». (17). Las ruinas y el olivo, con sus colores suaves, evocan la quieta melancolía decorativa de los fustes mutilados, o de la bóveda desplomada, en un fondo de Rafael. «La silla de posta caminaba por la vieja calzada» (17). «Antiguos sepulcros orillaban el camino, y mustios cipreses dejaban caer sobre ellos su sombra venerable» (18). Estamos asomándonos a esos cuadros primitivos donde Cristo nace -Ghirlandajo, por ejemplo- en el noble hueco de un sepulcro romano. «A lo lejos, almenados muros se destacaban, negros y sombríos, sobre celajes de frío azul. Era la vieja, la noble, la piadosa ciudad de Ligura» (18). ¿De qué pintura italiana primitiva se ha desprendido esta almenada ciudad sobre celajes de frío azul? Valle-Inclán no conocía Italia cuando escribió la Sonata de Primavera. En cualquier pintor italiano de fines del siglo XV -he de referirme a ellos frecuentísimamente- se nos presenta este rasgo de la ciudad en la lejanía. Más adelante volveremos sobre el primitivismo que anima todo el arte modernista.

Esta sensación de vetustez, de antigüedad -el adjetivo antiguo aparece profusamente en la Sonata-, permanece ya en todo el ambiente del libro. Es una antigüedad romana, pagana, imprescindible   —211→   documento de contraste con la religiosidad del palacio Gaetani. La adjetivación se ha dispuesto bajo el armónico total de la ranciedad clásica. «Aquel viejo jardín de mirtos y de laureles mostrábase bajo el sol poniente lleno de gracia gentílica. En el fondo, caminando por los tortuosos senderos de un laberinto, las cinco hermanas se aparecían con las faldas llenas de rosas como en una fábula antigua. A lo lejos, surcado por numerosas velas latinas que parecían de ámbar, extendíase el mar Tirreno... La fragancia de aquel jardín antiguo... a la sombra de los rosáceos laureles» (54). «Los tritones y las sirenas de las fuentes borboteaban su risa quimérica, y las aguas de plata corrían con juvenil murmullo por las barbas limosas de los viejos monstruos marinos que se inclinaban para besar a las sirenas, presas en sus brazos...», «y sólo la onda primaveral de sus risas se levantaba armónica bajo la sombra de los clásicos laureles» (56). Así, el concepto del jardín clásico, de boj, mirto, laurel, ciprés, y de fuentes con grupos paganos, sirve de fondo -de nuevo lo pictórico italianizante- a la dulzura devota de las princesas: «Y corrió a reunirse con sus hermanas, que venían por una honda carrera de mirtos, las unas en pos de las otras, hablando y cogiendo flores para el altar de la capilla» (165).   —212→   «Las veredas de mirtos seculares, hondas y silenciosas, parecían caminos ideales que convidaban a la meditación y al olvido, entre frescos aromas que esparcían en el aire las yerbas humildes que brotaban escondidas como virtudes» (159).

Claramente se percibe en esta interpretación de la naturaleza su valor decorativo.118 Es una tramoya más, dispuesta para que los personajes tengan un apoyo de cultura en la directriz general del libro. Es un paisaje trabajado, elaborado dentro de un canon, de una estética preconcebida. Lenôtre se adivina un poco entre estas carreras de mirtos geométricos -visión grecorromana de la Francia dieciochesca a través de Rubén: Clodión es más que Fidias; estatuas con plinto decorado con epigramas de Beaumarchais-.119 Su   —213→   limitación es impuesta desde fuera y literariamente. Cuando Valle-Inclán describe el jardín nocturno -«El aire suave y gentil, un aire a propósito para llevar suspiros»- evocamos la visión del Versalles de la marquesa Eulalia:


-Era un aire suave...
iban frases vagas y tenues suspiros...



No pretendo, cuando hago notar la condición de máquina poética que este ambiente tiene, censurar lo más mínimo a Valle-Inclán. Es una prueba más de ese afán de estilo y de nobleza de fondo de la escuela, que Valle-Inclán consigue con inigualada perfección. «Era una fuente rústica cubierta de musgo. Tenía un murmullo tímido, como de plegaria, y estaba sepultada en el fondo de un claustro circular, formado por antiquísimos bojes» (164). El propio Valle-Inclán tiene un amplio gesto de satisfacción ante su propia obra: «Abrí la cancela y quedé un momento contemplando aquel jardín lleno de verdor umbrío y de reposo señorial» (166).

Visión artística de la vida

De pasada, cuando he intentado analizar el paisaje de la Sonata, he hecho referencia a su primitivismo. Todo el arte modernista está traspasado de cultura artística. Parece como si no   —214→   se pudiera sentir por cuenta propia, como si la sensibilidad se hubiese enajenado a los grandes modelos del color y de la literatura. Se vive fuera de sí, apoyado en muletas de prestigio artístico. Dentro del mundo pictórico, el primitivismo prerrafaelista es el módulo más acatado por todo modernista. Ni Ruskin, ni Dante Gabriel Rosetti pudieron entrever el prodigioso desarrollo de su entusiasmo por lo primitivo. -¡Qué lejos de allá la ternura de la evocación de Berceo en Machado!- Ya Rubén Darío puebla sus versos de ingenuidad primitiva: Aire cándido a fuerza de rosales... La dulzura del Ángelus, matinal y divina... etc. Aquellas siete virtudes, que hemos recordado con otro motivo, se mueven en una danza que recuerda la del divino Sandro. Pues bien, en Valle-Inclán rebosa esta interpretación del primitivismo. Pero se da con una extraordinaria finura de selección. Abundan los ejemplos escuetos, de pura pleitesía a la escuela, pero, en cambio, hay casos donde se ha entresacado lo que de más delicado y tierno hay en la pintura primitiva. Y, por otro lado, ha extendido la cita pictórica a regiones alejadas de su principio, sacrificando quizá las posibles notas personales en homenaje a la cita erudita, al deslumbramiento musical y evocador del artista recordado. El rastro artístico es el   —215→   más abundante en la Sonata: «María Rosario lloraba en silencio y resplandecía, hermosa y cándida, como una Madona... Yo recordé entonces los antiguos cuadros, vistos tantas veces en un antiguo monasterio de la Umbría, tablas prerrafaélicas que pintó en el retiro de su celda un monje desconocido, enamorado de los ingenuos milagros que florecen la leyenda de la reina de Turingia» (92). La dulzura de María Rosario es primitivismo: «Desde lejos, como a través de larga sucesión de pórticos, distinguí a María Rosario sentada al pie de una fuente, leyendo en un libro» (160). En esa sucesión de pórticos, viene inmediatamente a nuestra memoria la larga serie de soportales nobilísimos de la pintura del quattrocento, que sirven de marco a las Anunciaciones. Valga de ejemplo la prodigiosa de F. Angélico, en el Prado. Sucesión de pórticos hay en la pintura de Benozzo Gozzoli, de Antonello da Messina, de Carpaccio. Difícilmente se encontraría un ejemplo más plástico de este alejamiento de lo terrenal que supone la visión de María Rosario. La leyenda de la devoción de F. Angélico parece sonarnos en este trozo: «Yo veía cómo la infantil y rubia guedeja de María Nieves desbordaba sobre el brazo de María Rosario, y hallaba en aquel grupo la gracia cándida de esos cuadros antiguos que   —216→   pintaron los monjes devotos de la Virgen» (64).120

No podía faltar en una Sonata de Primavera la alusión a Botticelli. La Primavera nació de nuevo para el mundo, y nació con una orquestación de milagro, en la pintura del florentino, quizá el artista más cuajado de sutil poesía. Su pintura es quizá la más traspasada de lírica, la   —217→   más entregada a la bella deformación de la realidad. Juan Ramón Jiménez ha contado el éxtasis de Valle-Inclán ante una fotografía de la Primavera.121 El grupo del famoso cuadro se   —218→   evoca en las frecuentes alusiones al coro de las cinco hermanas. Además, en una ocasión, se dice textualmente: «Al oír esto, las otras hijas de la princesa, que sentadas en rueda bordaban el manto de Santa Margarita de Ligura, habláronse en voz baja, juntando las cabezas, y salieron con alegre murmullo, en un grupo casto y primaveral como aquél que pintó Sandro Botticelli» (114).

Bradomín recorre el palacio Gaetani con ojos de buen catador de arte. «Eran antiguos lienzos de la escuela florentina, que representaban escenas bíblicas: Moisés salvado de las aguas, Susana y los ancianos, Judith con la cabeza de Holofernes» (47). Ante estos cuadros se enreda en una larga discusión de arte con el mayordomo del palacio (págs. 50-52), donde se barajan nombres y tipos: Rafael, Leonardo, Andrea del Sarto y su mujer. Lucrecia del Fede. Y su cultura artística le vale para designar rostros, actitudes. Su audacia es «la que se admira en los labios y en los ojos de aquel retrato que del divino César Borgia pintó el divino Rafael de Sancio» (136). La princesa Gaetani, verdadero tipo femenino del Renacimiento,122 le recuerda «el retrato de   —219→   María de Médicis, pintado cuando sus bodas con el rey de Francia, por Pedro Pablo Rubens» (28). De cualquier cuadro del XVI o XVII español, cuadros donde la elegancia de la expresión es verdaderamente insuperable, tiene que proceder esta clarísima alusión: «La princesa, sin reparar en ello, apoyó la frente en la mano, una mano evocación de aquéllas que en los retratos antiguos sostienen a veces una flor, y a veces un pañolito de encaje» (98). ¿Qué noble dama se oculta en el recuerdo? Hago mías las palabras de Amado Alonso ante una situación cercana en La Gloria de Don Ramiro, de Larreta: «¿De qué Pantoja de la Cruz, de qué Sánchez Coello, de qué Velázquez o de qué Luis de Morales, de qué Pacheco o de qué Greco, de qué anónimo antiguo español se ha desprendido esta espiritualizada figura?».123

Nada como este ambiente de museo para exaltar el lujo, la pompa aristocrática y solemne del palacio Gaetani: «Subimos la señorial escalera. Hallábanse francas todas las puertas, y viejos criados con hachas de cera nos guiaron a través de los salones desiertos» (26). «De esta manera   —220→   atravesamos la antecámara, y un salón casi oscuro, y una biblioteca desierta» (48). Obsérvese cómo Valle-Inclán ha conseguido, en estos rápidos esquemas, dar la sensación de un enorme palacio señorial. El recuerdo de la obra de arte análoga a lo que se quiere representar va a surgir ya por todas partes: «El noble prelado yacía sobre un lecho antiguo con dosel de seda. Tenía cerrados los ojos: su cabeza desaparecía en el hoyo de las almohadas, y su corvo perfil de patricio romano destacábase en la penumbra inmóvil, blanco, sepulcral, como el perfil de las estatuas yacentes» (27). Cuando la princesa presentaba a Bradomín a monseñor Antonelli, pensamos de nuevo en algún retrato de cardenal renacentista: «Tenía los ojos llenos de fuego, la nariz aguileña y la boca de estatua, fina y bien dibujada» (58). Frecuentemente, la cita de un elemento de arte viene a dar mayor viveza y realidad a lo que se trata de describir: «Después de tantos años aún la veo pálida, divina y trágica como el mármol de una estatua antigua» (215). «... la niña, que estaba sobre el alféizar, circundada por el último resplandor de la tarde, como un arcángel en una vidriera antigua» (212).

Ya he dicho más arriba cómo en la interpretación de la Antigüedad hay un gran influjo rubeniano.   —221→   Es la afirmación del modernista por excelencia:


Amo más que la Grecia de los griegos
la Grecia de la Francia...



En toda la Sonata, Valle-Inclán no hace más que una sola alusión clara a este ambiente de pan risueño y cortesano. El XVIII francés se percibe con toda su integridad decorativa y empelucada, con paso de minué en las porcelanas, en esta rápida descripción del saloncito donde celebra su tertulia la princesa Gaetani: «El salón era dorado y de un gusto francés, femenino y lujoso. Amorcillos con guirnaldas, ninfas vestidas de encajes, galantes cazadores y venados de enramadas cornamentas poblaban la tapicería del muro, y sobre las consolas, en graciosos grupos de porcelana, duques pastores ceñían el florido talle de marquesas aldeanas» (57). Es, sin duda, la mejor interpretación de Era un aire suave, convertido en el elemento decorativo de una porcelana del Retiro o de Sèvres.

¿Qué ciudad, de qué clima, de qué oscura zona del ensueño es Ligura? «¡Está llena de riquezas artísticas!», dice monseñor Antonelli, que se brinda a ser un experto guía (84). Es decir, es una ciudad donde la Historia y el arte se han dado la mano en un campeonato de sugerencias,   —222→   de emociones. No se puede decir cuál sea esta ciudad. Hay muchas de estas condiciones para arriesgarse a pensar en una concreta. Sin embargo, yo me atrevo a insinuar que uno de los componentes fundamentales de la visión de Valle-Inclán es su recuerdo de Compostela. No digo, no, que sea Compostela la ciudad que allí aparece. Sí quiero decir que Valle-Inclán pasó en Santiago períodos juveniles de su vida, y que Santiago no es una ciudad cualquiera para una sensibilidad de artista. Santiago es el mayor prodigio artístico y de ambiente de España. Es la vieja ciudad monacal y devota, donde la historia artística sigue su fluir, no se ha convertido en polvorienta arqueología. Las peregrinaciones tienen aún un eco jugoso y milagrero bajo el alboroto de sus campanas. Muchas de sus costumbres, de sus manifestaciones litúrgicas tuvieron que dejar huella grande en el ánimo de Valle-Inclán, que luego, quizá sin intentarlo, las deja asomar en su trabajo, como un vago aroma de antigüedad piadosa, actualizándolas, privándola del valor de anécdota: eso es el privilegio del verdadero novelista. Todavía en Santiago la comunidad franciscana acude a los entierros, en dos largas filas, con sus cirios, salmodiando. ¿Por qué no pudo salir de allí la hermosísima visión del sepelio de monseñor Gaetani?:   —223→   «Llegamos entre dobles de campanas. En la puerta de la iglesia, alumbrándose con cirios, esperaba la Comunidad [de franciscanos] dividida en dos largas hileras. Primero los novicios, pálidos, ingenuos, demacrados: Después, los profesos, sombríos, torturados, penitentes. Todos rezaban con la vista baja y sobre las sandalias los cirios lloraban gota a gota su cera amarilla» (86). Un eco de Santiago me parece oír cuando Bradomín llega a la ciudad: «La silla de posta seguía una calle de huertas, de caserones y de conventos, una calle antigua, enlosada y resonante. Bajo los aleros sombríos revoloteaban los gorriones, y en el fondo de la calle el farol de una hornacina agonizaba» (19). Nada más trivial, dentro de la visión italiana de la Sonata, que haber volcado sobre la Primavera la luminosidad itálica. La del cuadro de Botticelli, por ejemplo, que tan importante papel juega en este arte. En una visión libresca de Italia esto sería imprescindible. Y, sin embargo, en Ligura llueve a torrentes. «Aún recuerdo aquellas procesiones largas, tristes, rumorosas, que desfilaban en medio de grandes chubascos» (176). «Caían gruesas gotas de agua que dejaban un lamparón oscuro en las losas [¡de nuevo estas losas!] de la plaza» (184). «La lluvia caía sin tregua, como un castigo, y desde un balcón frontero...»   —224→   (186). Imaginamos la bajada de la procesión por la Azabachería, camino de la Catedral, mientras las devotas buscan refugio en los soportales: «Las devotas salían de la iglesia y se cobijaban bajo el arco de la plaza para ver llegar la procesión. Entre dos hileras de cirios, bamboleaban las andas, allá en el confín de una calle estrecha y alta» (183). Y las para el que ha vivido en Santiago inolvidables campanadas de la Berenguela resuenan en una oscura zona de nostalgia cuando Bradomín cruza un arco románico -¿el de Gelmírez?- que da a la plaza del palacio episcopal: «Daban las nueve en el reloj de la Catedral cuando atravesaba el arco románico que conduce a la plaza donde se alza el palacio Gaetani» (176).

¿Ensueño?, ¿realidad? Superación de un mundo de arte, de íntima y pura captación de la belleza.

Literatización

La visión artística de la vida se complementa con la literatización de ésta. Se vive pendiente de modelos literarios. Se es un Don Juan. María Rosario «también tenía una hermosa leyenda, y los lirios blancos de la caridad también la aromaban» (92). Cada modelo literario está finamente usado, responde perfectamente a la circunstancia.   —225→   La leyenda de Bradomín es «juvenil, apasionada y violenta». La de María Rosario es un relato «ingenuo y sencillo como los que pueblan la Leyenda Dorada» (81). Cuando Bradomín maquina su aventura amorosa en el palacio Gaetani no sabe decirnos por su propia cuenta su sueño. Acude a un auxilio de prestigio literario: «Con extremos verterianos soñaba superar a todos los amantes que en el mundo han sido, y por infortunados y leales pasaron a la Historia, y aun asomaron más de una vez la faz lacrimosa en las Cantigas del vulgo» (107).124 Toda la copiosa lista de amantes infelices es recordada por Bradomín. Otras veces, los elementos del ambiente son de gran prosapia literaria, empleados -siempre el afán de estilo- como decoración: «Ella seguía buscando en los floreros. Yo suspiré romántico» (195). Ya señalé antes cómo los árboles del noble jardín Gaetani son de gran tradición literaria y humanística. Lo mismo ocurre con el ruiseñor: su canto suena   —226→   dos veces en la Sonata. «En el silencio perfumado cantaba un ruiseñor, y parecía acordar su voz con la voz de las fuentes» (129). «En el jardín se levantaba el canto de un ruiseñor, que evocaba en la sombra azul de la tarde un recuerdo ingenuo de santidad» (199). Por estos dos ejemplos cruza un vago trémolo de cantiga milagrera, medieval. La misma ternura sencilla encierra esta alusión a las cinco princesas: «aquella noche, las hijas de la princesa habíanse refugiado en la terraza, bajo la luna, como las hadas de los cuentos» (127).125

La evocación literaria lleva a matizar la psicología de los personajes. Tal es el recuerdo de las Memorias de Casanova, y de Casanova mismo, en dos pasajes de la Sonata -quizá esta cualidad de sobresaturación literaria bastaría para justificar, como prueba de admiración al modelo, la inclusión de trozos ajenos en el libro-. Finalmente, tópicos literarios le sirven para caracterizar a los colegiales del Clementino: «... y al mismo tiempo sus ojos sagaces de clérigo italiano me indicaban que yo no debía permanecer allí» (39). «Yo era el único que allí permanecía silencioso, y acaso el único que estaba triste.   —227→   Adivinaba, por primera vez en mi vida, todo el influjo galante de los prelados romanos, y acudía a mi memoria la leyenda de sus fortunas amorosas. Confieso que hubo instantes donde olvidé la ocasión, el sitio y hasta los cabellos blancos que peinaban aquellas nobles damas, y que tuve celos, celos rabiosos, del Colegial Mayor» (66-67).

Teatralidad

Ya Amado Alonso, en el libro citado, observa el valor plástico y evocador de los gestos, de las actitudes en el arte modernista. Considera a Valle-Inclán como un precursor de artistas cinematográficos.126 Efectivamente, los personajes de la Sonata se comportan de una manera estudiada, sacrificada la espontaneidad al tono total de belleza de la novela. Ni Bradomín, ni María Rosario, ni la princesa hablan y se mueven como se esperaría dentro de la atmósfera familiar   —228→   -aunque noble- del palacio. Todos están convencidos de que alguien los mira. De ahí su constante superarse, la cuidadosa ocasionalidad de sus movimientos, de sus más leves gestos. Valle-Inclán se decide por unas rápidas acotaciones que revelan en él al hombre de teatro, actor y escritor consumado. Bradomín entra siempre en escena: «Yo me detuve en la puerta. Al verme, las damas que ocupaban el estrado suspiraron, y el colegial mayor se puso de pie» (57). Nada como su gesto explica su petulancia y su dominio: «Desde aquel momento tuve por cierto que la noble señora lo sabía todo, y, cosa extraña, al dejar de dudar, dejé de temer. Con la sonrisa en los labios y atusándome el mostacho entré en la biblioteca» (143). «Yo me atusé el bigote con la mano un poco trémula: -Es una vocación de santa» (101). Su galantería está reflejada asimismo en su comportarse: «La princesa me alargó su mano, que todavía en aquel trance supe besar con más galantería que respeto, y entré en la cámara donde agonizaba monseñor» (36). «Quise darle agua bendita, y con galante apresuramiento me adelanté a tomarla» (78). La princesa no pierde nunca el dominio de su papel de gran dama, desempeñado, por cierto, con asombrosa perfección. Cuando Bradomín ve por vez primera a   —229→   la princesa: «... salía rodeada de sus hijas, enjugándose los ojos con un pañuelo de encajes. Me acerqué y le besé la mano. Ella murmuró débilmente: -¡En qué triste ocasión vuelvo a verte, hijo mío!» (30). Al exponerle Bradomín su deseo de que María Rosario vuelva a escribir a Roma, la princesa se siente asustada por tan atroz osadía: «Los ojos de la princesa se llenaron de lágrimas... Por fortuna las lágrimas de la princesa no llegaron a rodar, sólo empañaron el claro iris de su pupila. Tenía el corazón de una gran dama y supo triunfar del miedo» (147). Al terminar un breve diálogo en el que se dice que la muerte de monseñor Gaetani no influirá en las devociones de la casa: «Aquí la princesa creyó del caso suspirar» (115).

La conciencia de una representación escénica está patente en varios casos: «El mayordomo me dirigió una mirada oblicua que me recordó al viejo Bandelone, que hacía los papeles de traidor en la compañía de Ludovico Straza» (145). En más de una ocasión, al acabar de leer un trozo, esperamos un telón, un vacío de escena silencioso. «Y la princesa, seguida del mayordomo, sin mirarme, atravesó el largo salón de la biblioteca. Yo sentí la afrenta, pero todavía supe dominarme, y le dije» (145). «Polonio, a hurto, hizo los cuernos con la mano. La princesa guardó   —230→   silencio. Cruce la silenciosa biblioteca y salí» (148). Concretamente en una escena Valle-Inclán ha reunido todos los elementos posibles, en un verdadero prodigio de orquestación, para acabar en un telón final, rotundo. Es la escena en que llega al salón la noticia de la muerte de monseñor Gaetani. Todos los personajes se reúnen allí. Ráfagas de misterio siembran la zozobra en el ánimo de los presentes. Ruidos, llamadas, luces que se apagan; espera temblorosa, interrogante. La princesa se levanta del sofá y pregunta al mayordomo, que acaba de aparecer en la puerta: -«¿Ha muerto?»- el mayordomo inclinó la frente: -¡Ya goza de Dios!- Una onda de gemidos se levantó en el estrado. Las damas rodearon a la princesa, que con el pañuelo sobre los ojos se desmayaba lánguidamente en el canapé, y el Colegial Mayor se santiguó» (62). Desenlace total, conseguido, de tragedia. Se presiente bajar lentamente el paño final, para dar lugar a que la princesa haya alcanzado el diván en su caída. Ese desmayaba, frente a las otras formas de perfecto que se vienen sucediendo en todo el trozo, denuncia la acabada maestría de la actriz que va cayendo cuidadosamente para no hacerse daño.127

  —231→  

Las sensaciones

El culto de la sensación es, en toda literatura modernista, uno de los más firmes veneros de esteticismo. La percepción de un sonido, de un color, de la suavidad de un paño despiertan un largo recorrido de emociones y de correspondencias psicológicas. Se describen con toda morosidad, anegándose voluntariamente en su cauce inagotable. En la Sonata no podían faltar. Sensaciones auditivas, visuales, olfativas, táctiles se encadenan al servicio de este sueño primaveral. Las más numerosas son las auditivas. Hay un leve, inquieto, emocionado temblor de susurros a lo largo del libro. Parece como si la muerte,   —232→   asomada al borde de la narración, impusiera, dedo en los labios, un sostenido mandato de silencio. Los ruidos que se perciben se dibujan, con la suavidad de un bordado monjil, sobre un fondo calladísimo. El volteo de las campanas mismo parece que fuera un ángel de quietud y de muerte sobre las cosas. Valle-Inclán ha logrado su propósito de solemnidad cumplidamente. Si analizamos las sensaciones acústicas predominantes, perfilamos en seguida a una prelacía los que reflejan la voz humana y los sonidos de las campanas. Otros sonidos, que los hay, se dan, sin perder su tesón de belleza, en menor cantidad. Las voces se van escuchando en el palacio Gaetani en un callado recogimiento: «De nuevo volvió el silencio. En el otro extremo del salón las hijas de la princesa bordaban un paño de tisú, las cinco sentadas en rueda. Hablaban en voz baja las unas con las otras y sonreían con las cabezas inclinadas» (59). «Al oír esto, las otras hijas de la princesa, que sentadas en rueda bordaban el manto de Santa Margarita de Ligura, habláronse en voz baja, juntando las cabezas, y salieron de la estancia con alegre murmullo» (114). «... y los familiares rezaban en voz baja» (44). «Sus hijas, vestidas de luto, hablaban en voz baja, y de tiempo en tiempo entraba o salía sin ruido alguna de   —233→   ellas» (97). En ocasiones, el eco de las voces de las cinco hermanas llega desde el jardín con cierto aire de coro lejano, mitigado por la distancia, sin perder su condición sinfónica, de representación de ópera: «En el salón las señoras conversaban discretamente, y sonreían al oír las voces juveniles que llegaban a ráfagas, perfumadas con el perfume de las lilas que se abrían al pie de la terraza» (127). «... en el silencio de la tarde se oía el murmullo de la fuente y las voces de las cinco hermanas» (106). «De pronto, se oyó un murmullo de juveniles voces que se aproximaban, y un momento después el coro de las cinco hermanas invadía la estancia» (117).

La voz sirve, esclavizada a la teatralidad íntima de los personajes, para retratar el estado de alma que se quiere desempeñar. Es el mejor afeite escénico. Larga, estudiada declamación queda detrás de muchos ejemplos: «Y mi voz fue tierna, apasionada y sumisa. Yo mismo, al oírla, sentí su extraño poder de seducción» (198). «Y mi voz, helada por un temblor nervioso, tenía cierta amabilidad felina que puso miedo en el corazón de la princesa» (146). «En medio del silencio resonaba llena de gravedad la voz de un colegial mayor...» (57). «... en el recogimiento del salón las rosas esparcían su perfume tenue y las palabras morían lentamente igual que   —234→   la tarde» (194). «Calló, y un largo estremecimiento de agonía recorrió su cuerpo. Había hablado con apagada voz, impregnada de apacible y sereno desconsuelo» (43).

El campaneo, a pesar de figurar en el libro con menos frecuencia que otros muchos elementos acústicos, tiene un papel primordial. Ligura entera vibra al son fúnebre de todas sus campanas en la muerte de monseñor Gaetani: «Era forzoso escribir al Cardenal Camarlengo y decidí hacerlo en aquellas horas de monótona tristeza, cuando todas las campanas de Ligura se despertaban tocando a muerto, y prestes y arciprestes con rezo latino encomendaban a Dios el alma del difunto Obispo de Betulia» (75). Camino del convento franciscano donde monseñor recibirá sepultura, el doblar de las campanas sobrecoge el ánimo en su lograda sensación de solemnidad, de gloriosa pesadumbre. «Seguimos en silencio. El son de las campanas llenaba el aire, y el grave cántico de los clérigos parecía reposar en la tierra, donde todo es polvo y podredumbre. Jaculatorias, misereres, responsos caían sobre el féretro como el agua bendita del hisopo. Encima de nuestras cabezas las campanas seguían siempre sonando» (80). «Todas las campanas de la histórica ciudad doblaban a un tiempo. Oíase el canto latino de los clérigos resonando bajo el   —235→   pórtico del palacio, y el murmullo de la gente, que llenaba la plaza» (83). Otras campanas suenan aquí y allí en la Sonata. Las campanas del reloj de la catedral, solemne y viejo; esquilones llamando a misa de alba (19, 109); campanilleo «argentino, grave, litúrgico» del viático para monseñor; relojes que suenan en la penumbra de los salones (108), cascabeleo de mulas (109) y sonar de esquilas (168). Unidos, consiguen dar a la Sonata un cálido ambiente de liturgia y de paz.

Queda el largo y profundo grupo de ruidos, de los susurros, de los murmullos. Los hay de todas suertes: pasos en la noche, el viento en las ramas, canciones que llegan de la calle, arrullos de paloma, fuentes, sapos monótonos, chisporroteo de cirios, lluvia en los cristales, rezos, aldabadas, canto de pájaros. Todos se perfilan en un silencio interno. Es abundantísima la anotación en medio de un profundo silencio, en el silencio de la tarde, permanecimos callados, etc. Hay un gesto contenido de escucha, de alerta en vilo, intentando robarle los armónicos a la mudez:128 «Escuché un instante: En el jardín   —236→   y en el palacio todo era silencio» ( 13 6). A veces, estos sonidos se perfilan acusadamente en el duro mutismo de la escena: «Todos permanecimos de rodillas, irresolutos, sin osar llamarle ni movernos por no turbar aquel reposo que nos causaba   —237→   horror. Allí abajo exhalaba su perpetuo sollozo la fuente que había en medio de la plaza, y se oían las voces de unas niñas que jugaban a la rueda: cantaban una antigua letra de cadencia lánguida y nostálgica» (43). Otras veces una onda alborotada de misterio cruza como un escalofrío la plástica disposición del cuadro. Y es el ruido el que la motiva: «De improviso, en medio de aquella paz, resonaron tres aldabadas. La princesa palideció mortalmente: los demás no hicieron sino mirarse» (60). «Las aldabadas volvían a sonar, pero esta vez era dentro del palacio Gaetani. Una ráfaga pasó por el salón y apagó algunas luces. La princesa lanzó un grito» (61). Al explicar la princesa lo que los golpes tienen de llamada del trasmundo, el fatídico presentimiento hace más delgado el silencio, y más efectista la escena subsiguiente. Valle ha conseguido una vez más su propósito: rodear al libro de una sutil niebla poética, ininterrumpida.

A las sensaciones acústicas siguen, en la frecuencia y lujo de su empleo, las visuales. Se perciben, en primer lugar, los efectos de luz y de color motivados por el efectismo de un rayo de sol que tropieza en algo sobre lo que hay que llamar la atención. La sensibilidad se detiene asombrada en el brillo noble de los vasos sagrados, o de los rubios cabellos, sobre los que cae,   —238→   directamente, el sol. Efectos de luz de fotografías, de pinturas de naturaleza muerta: «Un rayo de sol, abrileño y matinal, brillaba en los vasos sagrados del altar...» (44). «... el sol, un sol abrileño, joven y rubio como un mancebo, brillaba en las vestiduras sagradas, en las sedas de los pendones y en las cruces parroquiales con un alarde de poder pagano» (85). La dulzura del último rayo de sol, crepuscular, íntimo, la explota Valle-Inclán con su pericia decorativa: «Era la caída de la tarde y el sol doraba una ventana con sus últimos reflejos» (194). «El sol poniente dejaba un reflejo dorado sobre los cristales de una torre...» (166). «Los rayos del sol poniente circundaron como una aureola la cabecita infantil» (211). «... la niña, que estaba sobre el alféizar, circundada por el último resplandor de la tarde, como un arcángel en una vidriera antigua» (212). De nuevo encontramos, en este último ejemplo, la visión artística de la vida, y recordamos no sabemos qué cuadro, qué vidriera, con su claroscuro fascinador.129

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La vaga imprecisión de la luna se explota también: «En los cristales de una ventana temblaba el reflejo de la luna...» (108). «Un rayo de luna esclarecía el aposento» (138). «El reflejo de la luna iluminaba aquel sendero de los rosales que yo había recorrido otra noche» (129). «... aquel rostro pálido temblaba con el encanto misterioso y poético que tiembla en el fondo de un lago el rostro de la luna» (64). Otras sensaciones visuales nos encarecen la religiosa penumbra del palacio Gaetani, o nos dan efectos de plástico contraste: «Monseñor Gaetani yacía rígido en su lecho, amortajado con hábito franciscano: En las manos yertas sostenía una cruz de plata y sobre su rostro marfileño la llama de los cirios tan pronto ponía un resplandor como una sombra» (70).

Quedan por citar, en este repaso de las sensaciones, las olfativas. El olor funerario de la cera se reparte con el hálito primaveral a través de la Sonata. Las alusiones son, sin embargo, insignificantes en número comparadas con las anteriores, sobre todo las acústicas.130

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Sensaciones internas

Queda por recoger lo que Amado Alonso, en su bello estudio citado, llama sensaciones internas. «Salvo algún ejemplo aislado, la escuela impresionista es la única que se ha aplicado a registrar esta especie de sucesos orgánicos que se llaman sensaciones internas, y muy especialmente las que son provocadas por conmociones del ánimo». (Ob. cit., 284). También Valle-Inclán tiene un buen muestrario. Cuando humillado por la princesa se siente naufragar en la desorientación, busca refugio en el jardín, silencioso y oscuro: «Con un presentimiento sombrío, sentía que mi mal era incurable y que mi voluntad era impotente para vencer la tentación de hacer alguna cosa audaz, irreparable. ¡Era aquello el vértigo de la perdición!» (182). Ante la sacudida de un pensamiento rápido, o de un recuerdo,   —241→   vibra: «El recuerdo de aquel momento aún pone en mis mejillas un frío de muerte» (212). «Sentí en las sienes el frío de unas manos mortales y, estremecido, me puse de pie» (67). De ahí la aguda percepción de Bradomín ante los sentimientos de los demás: «... y en el fondo dorado de sus ojos creí ver la llama de un fanatismo trágico y sombrío» (35). «Su mirada se clavó en la mía y sentí el odio en aquellos ojos redondos y brillantes como los de las serpientes» (146). «De rato en rato fijaba en mí una mirada rápida y sagaz, y yo comprendí con un estremecimiento que aquellos ojos negros querían leer en mi alma» (66).

Anhelo de ritmos

Modernista es el afán de musicalidad por sí misma. Muchas de las poesías de Rubén no son otra cosa que un sacrificio al ritmo, un anhelo de sonoridad. Se consigue por medio de voces aisladas, sonoras -nombres propios exóticos y evocadores a la vez- y por la rima. Valle-Inclán, aparte del empleo de nombres propios engarzados en la prosa como noble pedrería, ha salpicado la Sonata en varios lugares de ritornelos, de repeticiones reiteradas que tienen un claro valor musical.131 Periódicamente, el coro   —242→   de las cinco hermanas va apareciendo como un estribillo en la lejanía. Una misma frase se repite a intervalos, como un acorde musical. La persecución de que hace objeto a María Rosario a lo largo del corredor (71-72) se entrecorta de un ¡os adoro!, ¡os adoro! repetido. Cuando el mayordomo muestra sus esculturas de cartón: «Las dos señoras lloraban de emoción: -¡Si considerásemos lo que Nuestro Señor padeció por nosotros! ¡Ay si lo considerásemos!...». «Las damas repetían juntando las manos: ¡Inspiración divina! ¡Inspiración de lo alto!...». «Oyéndole, las señoras repetían enternecidas: ¡Inspiración!... ¡Inspiración!...».

Y termina: «Las dos señoras estuvieron, como siempre, de acuerdo: ¡Edificante! ¡Edificante!» (121-124). Bradomín, la noche que entra en la alcoba de María Rosario, se pregunta monótonamente en el jardín: «¿Qué siente ella? ¿Qué siente ella por mí?» (130-132). La Sonata culmina en el «¡Fue Satanás!» último. Grito que se repite en el lector como un escalofrío de congoja, mucho tiempo después de leída la Sonata, y que proyecta hacia el futuro el eco de su isócrono volver: «Me contaron que ahora, al cabo de tantos años, ya repite sin pasión, sin   —243→   duelo, con la monotonía de una vieja que reza: ¡Fue Satanás!» (218).

Final

He intentado entrever los fundamentos modernistas de la Sonata de Primavera. Creo que fácilmente el lector puede extender las páginas anteriores al resto de las Sonatas, el más logrado y perfecto cuerpo de la prosa modernista. Dada la diferencia de orientación existente entre las Sonatas y la obra posterior de Valle-Inclán,132 aquéllas corrían el riesgo de caer en una oscura zona de desdén o menosprecio. Y he querido llamar únicamente la atención sobre el prodigioso esfuerzo de estilo, el asombroso acarreo de medios que Valle-Inclán, siervo de la más noble belleza, tuvo que realizar para mantener ininterrumpidamente el decoro estético de esas páginas.





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ArribaNoticia bibliográfica

Sobre petrarquismo fue la lección inaugural del año académico 1945-1946 en la Universidad de Santiago de Compostela. Lo publico ahora sin retoques ni aclaraciones (lo mismo hago con los cuatro ensayos restantes). Sin embargo, habría que llamar la atención sobre la enorme cantidad de trabajos y publicaciones posteriores sobre las generaciones y su valor como método en la Historia literaria. Véanse, entre otros, el librito de Henri Peyre Les générations littéraires, París, 1948 (con copiosa bibliografía), y el volumen de Julián Marías El método histórico de las generaciones, Madrid, Revista de Occidente, 1949. Este último destinado, en realidad, a aclarar el alcance de la tesis de Ortega. (Pueden verse ahora artículos de éste en La Nación, recogidos en sus Obras completas). Véase también el artículo de Raimundo Lida en Revista de Filología Hispánica, III, 1941, páginas 166-180, sobre el segundo congreso internacional   —246→   de Historia literaria, celebrado en Amsterdam, 1935.

Observaciones sobre el sentimiento de la naturaleza en la lírica del siglo XVI apareció en el Boletín de la Universidad de Santiago de Compostela, año XII, núms. 41-42, julio-diciembre de 1943, págs. 55-66.

Portugal en el teatro de Tirso de Molina fue publicado en Biblos, Coimbra, tomo XXIV, 1948, págs. 1-41.

El cuarto ensayo de este libro constituye el prólogo a la edición de la Oración apologética por la España y su mérito literario publicada en la Biblioteca del Centro de Estudios Extremeños, Badajoz, Imprenta de la Diputación provincial, 1945.

El modernismo en la «Sonata de Primavera» se publicó en el Boletín de la Real Academia Española, Madrid, tomo XXVI, cuaderno CXX, enero-abril de 1947, págs. 27-62.

A.Z.V.