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De Horacio a la poesía desnuda

Russell P. Sebold





El encanto de las Rimas es tan contagioso, que no habrá crítico que no se haya sentido atraído por la tentación de dedicar unas páginas a ellas. Sin embargo, tampoco habrá obra poética en la que sea más difícil hallar un asidero para la interpretación de sus múltiples elementos. En las Rimas todo parece fluido y variado hasta lo infinito, pero todo en ellas parece a la vez unido y siempre lo mismo. ¿Es posible distinguir entre la idea y la forma de las Rimas? ¿Dónde termina una cosa? ¿Dónde empieza la otra? ¿Cuáles son los temas de las Rimas?

Ya en el Prólogo a la primera edición (1871), Ramón Rodríguez Correa señala esta dificultad muy hábilmente al mantener que como Bécquer «es un escritor eminentemente subjetivo, jamás deben desligarse en el análisis para su crítica la forma y la idea, dueña casi siempre ésta de aquélla, la una dictando, obedeciendo la otra»1. He aquí que Correa no solamente constata la peculiar relación entre los componentes de las Rimas, sino que al mismo tiempo hace una sugerente recomendación para el procedimiento que deberá utilizarse en su exégesis. En el presente apartado me propongo aclarar en lo posible las principales cuestiones que se refieren a la idea (inspiración, plan, germen de la forma) y la forma misma de las Rimas, para lo cual empezaremos hablando del proceso creativo de Gustavo. El análisis de la temática becqueriana, de la que hablaremos en el capítulo siguiente, está erizado de problemas semejantes; pues, apropiándonos unas palabras de Menéndez Pelayo sobre el Intermezzo de Heine, diré que en la lectura de las Rimas lo que más nos sorprende son «esas composiciones tan sin asunto (según el modo vulgar de entender el asunto)»2. En las Rimas hay, efectivamente, algún tema «tan sin asunto», que nos veremos obligados a considerarlo en este primer apartado sobre la forma.


El cincel y la sensación

Los principales pilares del concepto becqueriano del proceso creativo son la poética clásica -especialmente, según se halla expuesta en la Epístola a los Pisones de Horacio - y la filosofía sensualista o sensacionista a lo Locke y Condillac. En la poética clásica se apoyan el concepto casi ascético de la disciplina literaria que caracteriza a Bécquer, así como su minuciosa elaboración estilística de la forma en que se ha de encarnar la inspiración. Reconstruyendo el pensamiento de Gustavo en torno a la poética, se nos descubrirá por ende cómo concibe la labor práctica del poeta y cómo trabaja él mismo. En los manuales de psicología impresos en el siglo XIX -por ejemplo, los de Pedro Felipe Monlau, Antonio López Muñoz, Francisco Giner, Eduardo Soler y Alfredo Calderón- se seguía todavía la línea de la epistemología sensacionista al examinar el papel de nuestras sensaciones y percepciones del mundo material en la formación de nuestras ideas, figuraciones y sentimientos; y Bécquer no era ajeno a toda esta doctrina. En efecto: en ciertas páginas emplea términos como sensación y memoria en tal forma, que causa la impresión de haber leído a Locke o Condillac directamente; y los pasajes de este tipo nos servirán para precisar: 1) los orígenes de las ideas o inspiraciones que son objeto de la ya mencionada elaboración o labor práctica del poeta, y 2) las funciones de las potencias del alma que presiden a esa labor.

Opina Gustavo que no se crea ninguna obra de calidad sin que su autor haya vivido todo «el sufrimiento de las santas horas de trabajo y vigilia del escritor», es más, sin que su autor haya conocido «la ansiedad, la esperanza y la buena fe con que el artista vierte su inspiración» (OC, 1210). Deseo subrayar las palabras: las santas horas de trabajo y vigilia. La realidad de las Rimas y la leyenda de las Rimas son dos cosas enteramente distintas: pienso en esos críticos de revistas populares españolas, así como en esos hispanistas extranjeros, de principios de nuestro siglo, que veían en Bécquer un poeta que se dejaba llevar ingenua y espontáneamente por la inspiración del momento sin tener que recurrir nunca a ninguna técnica laboriosa para lograr esa forma perfecta, supuestamente «dictada» como por alguna misteriosa divinidad. El mismo Bécquer niega que el poeta sea un «genio ebrio de sensaciones y de inspiración» que escriba, «temblorosa la mano con la ira, llenos aún los ojos de lágrimas»; porque, según nos recuerda a continuación, en esta como en todas las obras del hombre «hay una parte mecánica, pequeña y material» (Cartas literarias a una mujer, OC, 623).

¿Y cuál es esa parte material? ¿Cuál es la actividad que consume esas santas horas de trabajo y vigilia? En una palabra, es la lucha. En mis comentarios a la «Introducción sinfónica» becqueriana y a las rimas I y III especialmente, he explicado que las voces luchar, lucha y cincelar, cincel se refieren en los textos becquerianos al mismo insistente y repetido proceso de pulimento y elaboración que Horacio llama la labor de la lima («poetarum limae labor», Ars poetica, v. 291) al insistir en que cada verso se torne a limar diez veces; proceso al que alude también Boileau al recomendar que la tela poética se vuelva veinte veces a poner en el telar. Como confirmación de lo dicho en la «Introducción sinfónica» y los referidos poemas, son interesantes unas palabras de ese amigo íntimo de Gustavo que, según creo, le entendía mejor que nadie, quiero decir, el ya citado cubano Ramón Rodríguez Correa. En su «elocuente y atrevido prólogo», según lo juzga Galdós3, Correa formula unas observaciones generales sobre el proceso creativo de Gustavo, ilustrándolas con el ejemplo del músico y compositor alemán que aparece como personaje en la leyenda becqueriana «El Miserere» (dicho alemán ficticio es a la vez un alter ego de nuestro poeta): «Qué significa aquel Miserere magnífico de las montañas, que va a escuchar un músico extraño y al que pone notas tan extrañas como él, sino ese anhelar del artista, ese luchar con la forma, esa desesperación eterna por hallar digno ropaje, línea precisa, color verdadero, palabra oportuna y nota adecuada al mundo increado en su alma, a los hijos brillantes de su fantasía?»4. En fin, la confirmación aportada por Correa consiste en el uso de la misma terminología para el proceso elaborativo que había utilizado su admirado amigo Bécquer.

Si hemos aludido al pensamiento poético de la antigüedad al caracterizar los hábitos de trabajo de Bécquer, es porque él mismo afirma que la poética clásica es el fundamento de su credo literario. Hacia el final del pasaje siguiente del artículo «Crítica literaria» (1859), se refleja también una vez más la actitud «ascética» de Gustavo ante su labor de creación:

Paladín del buen gusto [...], venerable código de axiomas literarios que la observación y la experiencia de los siglos que han dejado de existir nos legaron por herencia al desaparecer, la Crítica, una, inmutable, inflexible como la razón de donde dimana, debe expresarse con un lenguaje severo y digno del sacerdocio que ejerce.


(OC, 1210; las cursivas son mías)5                


Queda claro que crítica es aquí sinónimo de poética, esto es, el código literario que el Occidente recibió en herencia de los griegos y romanos; y consiguientemente, tanto una palabra como la otra se refieren, no solamente a los juicios realizados sobre obras ajenas, sino también a la disciplina que el creador se aplica (autocrítica) mientras va formando su propia obra.

Es más: por la fraseología de las líneas que comentamos ahora, se revela que para su credo Gustavo se identifica tanto con los neoclásicos españoles como con los clásicos antiguos. Al asertar que es «la Crítica, una, inmutable», se hace eco Bécquer de unas palabras de Luzán, en su famosa Poética dieciochesca: «Una es la poética y uno el arte de componer bien en verso, común y general para todas las naciones y para todos los tiempos»6. (Gustavo debió de conocer la Poética de Luzán a través de las lecciones que su hermano Valeriano o él mismo hizo con Alberto Lista, o con el sucesor de éste, Rodríguez Zapata; o bien la pudo leer en la extensa biblioteca de su madrina Manuela Monnehay). La idea de la inmutabilidad de la poética a lo largo de los siglos en unos países tras otros se refuerza en el texto de Bécquer al ver éste en la crítica un legado de centurias remotas y desaparecidas. Las palabras «inflexible como la razón de donde dimana», con que Bécquer continúa describiendo la poética, podrían inducir a algún lector incauto a pensar que se trata aquí de ese concepto frío, cerrado, afrancesado de la poética y la poesía que los autores de manuales y los críticos vulgares atribuyen equivocadamente al siglo XVIII español; pero ¡estamos hablando de Bécquer!, y con las voces observación y experiencia se descubre que, en el concepto de nuestro poeta, es la razón natural, la razón de la naturaleza, a la que ha de apelar la crítica o poética.

Bécquer es, por ende, partidario, no de esa supuesta poética de rígida actitud «cartesiana» inventada por los historiadores de la literatura (Boileau es muchísimo más liberal de lo que se pretende en los manuales), sino de la ortodoxa ciencia humanística, según la que el «arte» de los poetas nació de observaciones puramente empíricas que Aristóteles y Horacio realizaron sobre posibles modelos naturales para obras poéticas, sobre obras de alta calidad literaria creadas por poetas de gran talento natural, y sobre los procesos mentales naturales con que esos poetas lograron plasmar las inspiraciones de su talento. Esta fiel interpretación de la poética clásica se desprende de las mejores artes poéticas de todos los siglos, y aun la pudo adquirir Gustavo por algún libro de texto estampado en la época de su niñez, por ejemplo, las Lecciones elementales de literatura, de Luis de Mata y Araujo, donde éste escribe:

Estas leyes no han sido dictadas por la autoridad o capricho de algún hombre, pues en este caso podrían ser falsas y estar sujetas a variaciones arbitrarias. Son principios eternos y de eterna verdad, fundadas en la naturaleza misma de aquellas cosas que son objetos de las artes, y de consiguiente son tan invariables como la naturaleza. Pero estos principios [...] el espíritu indagador y filosófico, como he dicho antes, los observó en la naturaleza y en los modelos que la expresaban con verdad; siendo ciertísimo que todo precepto o regla es producto de la observación y estudio sobre la naturaleza.7


Son invariables las leyes de la naturaleza, pero es infinito el número de tales leyes. De ahí los constantes descubrimientos nuevos de los científicos, y de ahí el concepto nuevamente liberalizado de la poética en la centuria decimoctava, cuando bajo la influencia de la filosofía observacional de Locke y Condillac esa poética volvió a concebirse como una de las ciencias de la naturaleza, tan ilimitada en sus posibles descubrimientos nuevos como las ciencias puras, según he explicado en otros libros8. Nadie mejor que Alexander Pope, en su Essay on Criticism, ha caracterizado la variedad que cabe dentro de las invariables leyes del mundo natural. En los versos siguientes, Pope da a la palabra naturaleza los dos sentidos de mundo en torno nuestro e inspiración natural: «Nature, like liberty, is but restrain'd / By the same laws which first herself ordain'd» (La naturaleza, como la libertad, no está restringida / sino por las mismas leyes que ella primero ordenó)9. Nótese que tanto las leyes (la preceptiva) como la inspiración habitan en el seno de la naturaleza universal. En el espacio circunscrito por tan poco limitantes límites se produce lo que habitualmente se llama espontaneidad en las obras de creación. Por otra parte, el juego entre lo variable y lo invariable, entre la soltura y el rigor es una constante tanto en la obra poética de Bécquer como en su crítica.

Hasta aquí hemos hablado de lo que Horacio llama arte, y Bécquer razón, pues bajo ambos nombres se trata de cierta mentalidad lógica, inherente al hombre natural desde su aparición en la historia, la cual reflejando la proporción que informa toda la naturaleza -cielo, tierra, y toda la jerarquía de seres conscientes- hace posible la imitación de todos estos órdenes en obras poéticas. Con alusión a la proporción paralela que se da entre mente humana y mundo, se decía en tiempos clásicos que el hombre era un pequeño mundo, y el mundo un hombre grande, y de esa proporción compartida nació la idea de que con unas descripciones de la labor del literato sería posible reducir a arte, o sea reglas, preceptos -productos de la proporción universal, según se manifiesta ésta en la mente humana-, las prácticas necesarias para simular en mundos poéticos el orden y las leyes que rigen nuestro macrocosmo. En fin, arte, razón, reglas representan una cara de la naturaleza: su inclinación hacia el orden, y en el proceso creativo han de colaborar igualmente esta naturaleza proporcionante y esa otra naturaleza a la que Horacio, en efecto, llama naturaleza, y Bécquer inspiración. (En el caso de esta última naturaleza, se trata de la idea de la obra literaria, según el término utilizado al comienzo de este apartado, esto es, una vislumbre de una nueva ley natural, surgida las más veces de una percepción sensorial, según dejaremos explicar luego al propio Bécquer).

En mi artículo «Bécquer y la lima de Horacio»10, explico cómo el Arte poética de Horacio se ha recreado en miniatura en la rima III, y en mi nota a la estrofa final de ésta, en la presente edición, llamo la atención sobre el notable parecido existente entre los versos del romano antiguo y el español moderno en los que hablan de la necesidad de la más armoniosa asociación entre naturaleza y arte, o bien entre inspiración y razón, para la feliz elaboración del poema. Es constante a lo largo de la obra de Bécquer la preocupación por la interacción entre fantasía y entendimiento, según se llamaba a las correspondientes facultades del alma en los tratados clásicos de psicología, y así será iluminativo examinar algunos ejemplos de cómo Gustavo caracteriza a la inspiración y presenta la colaboración entre ésta y la razón, buscándolos fuera de las Rimas para ampliar nuestros conocimientos de su pensamiento poético, y porque todos los trozos de éstas que atañen a dichas cuestiones quedan comentados en nuestras notas. Mas primero tomemos nota de que el confidente de Gustavo en lo literario, Correa, nos da una vez más la razón al hablar, en su ya citado prólogo, de la insustituible interrelación entre las dos naturalezas en el proceso creativo de su íntimo y lamentado amigo: «...sus producciones están pensadas y escritas con la razón y la imaginación, que son [...] inseparables y como dos buenas hermanas entre las que no hay secretos, ni odios, reinando siempre armonía inalterable»11.

En los artículos de crítica literaria de Bécquer aparecen referencias, ya a «la embriaguez de nuestra imaginación», ya a «todas esas grandes ideas que constituyen la inspiración» (OC, 1069, 1193; la cursiva es mía); y lo curioso de esta última muestra es que parece resumirse en ella uno de los puntos principales que vamos exponiendo aquí, esto es, que la inspiración nace de intrigantes percepciones sensoriales, pues ideas llama Locke a los traslados mentales de las sensaciones corpóreas. (Recuérdese que se ha empleado la voz idea al inicio de este capítulo, y se hizo así pensando en lo que expondremos ya dentro de un momento).

Se ha sostenido que la línea divisoria entre la época de los primeros poemas neoclásicos de Bécquer («Oda a la muerte de don Alberto Lista», «Oda a la señorita Lenona, en su partida», «Al Céfiro», «Ancreóntica», «A Quintana», etcétera) y la segunda época de su poesía propiamente becqueriana se traza más o menos en el momento en que se está editando la Historia de los templos de España (1857); pero como no hay textos poéticos que sea posible fechar con seguridad en ese momento, recurriremos a esta obra histórica -por otra parte, de estilo asaz lírico- para ilustraciones del pensamiento poético becqueriano sobre la inspiración tal como se formulaba justo antes de emprenderse la composición de las Rimas, alguna de las cuales data ya de 1859. En las líneas que voy a citar se notará que el estilo de Gustavo no sólo difiere totalmente del de los versos neoclásicos de años anteriores, sino que es ya prácticamente idéntico al de las Rimas y las Leyendas, y por tanto, las páginas de la Historia de los templos de España son documentos aprovechables para la ilustración de las teorías que informan la obra que nos interesa aquí. A la vista de los pasajes siguientes de los Templos, que se refieren al proceso creativo en los arquitectos, es interesante recordar que Feijoo, en uno de sus más conocidos ensayos sobre la estética y poética, «El no sé qué», echaba mano de ejemplos arquitectónicos.

El arquitecto que diseñó el convento de San Juan de los Reyes, de Toledo, «lanzándose a rienda suelta sobre el ardiente corcel de la fantasía en el espacio sin límites de la originalidad, flanqueó las lujosas arcadas con las desiguales agujas de sus pilares» (OC, 772). En el verso 28 de la rima III la inspiración será caracterizada como «caballo volador», y en la desigualdad de los pilares de San Juan de los Reyes parece darse el equivalente arquitectónico del «bello desorden» de la lírica, del cual hablaremos después y que es uno de los efectos a los que puede llevar la dialéctica entre las dos naturalezas, o sea inspiración y razón. En otro capítulo, el autor de los Templos se interesa por «esos fantasmas ligerísimos, fenómenos inexplicables de la inspiración, que al querer materializarse pierden su hermosura, o se escapan como la mariposa que huye dejando entre las manos que la quieren detener el polvo de oro con que sus alas se embellecen» (OC, 842), en donde aparecen quizá por primera vez esos escurridizos habitantes de la memoria del artista que en su «Introducción sinfónica» Gustavo llamará «los extravagantes hijos de mi fantasía» (después hablaremos del papel de la memoria en el proceso creativo becqueriano).

Ahora bien: ¿cómo en términos de esta alegoría arquitectónica becqueriana se presenta la indispensable interacción o colaboración entre inspiración y razón? Gustavo describe al autor del convento de San Juan de los Reyes en pleno acto de creación; la escena es conmovedora, y cuesta trabajo pensar que no haya influido en ella alguna experiencia de la vida de joven artista del propio autor. Lo cierto es que el ambiente de la triste buhardilla del tierno arquitecto recuerda el de habitaciones semejantes que habitó Gustavo en sus primeros años en la corte y que describe Nombela en sus Impresiones y recuerdos12. Las aludidas líneas de los Templos son éstas:

¡Ay!, yo te veo, ardiente enamorado del arte; te veo a la luz de la triste lámpara, compañera de tus vigilias, trazar sobre el pergamino una y otra figura geométrica. En vano para realizar lo que concibe tu mente acudes a las reglas de los maestros; en vano, porque la inspiración no ha extendido aún sus alas sobre tu cabeza; por eso, apartando lejos de ti el compás y la escuadra, te arrojas sobre tu lecho, presa de la desesperación y el insomnio.


(OC, 832; las cursivas son mías)                


El adverbio aún es en cierto sentido la palabra más importante de este pasaje, porque con él se señala ese imprescindible momento en que se juntan fecundándose mutuamente inspiración y razón, representada esta última aquí por las voces reglas, maestros, compás y escuadra. No sirve ninguna de las dos hermanas (al decir de Correa) sin la otra. La razón asiste al joven arquitecto toledano en su triste noche de vigilia; mas no pueden empezar «las santas horas de trabajo» sin que esa facultad sea visitada por su loca pero indispensable compañera, la inspiración. En mi ensayo «Sobre la actualidad de las reglas», he demostrado con numerosos ejemplos que los poetas de nuestra centuria todavía explican su proceso creativo como una dialéctica entre el amor al arte y el compás, por usar los términos que Bécquer aplica al caso del arquitecto toledano; en efecto, los poetas de todos los siglos lo han hecho siempre así, porque no es natural que funcione de otro modo la mente creadora13. Incluso en los países de lengua árabe se concibe de modo idéntico la poesía, porque los dos términos árabes para poesía derivan de raíces que significan «sentir» y «ordenar»14.

Ni en esos casos donde la inspiración parece ser la protagonista exclusiva de un acto de creación, ha dejado de intervenir la razón. Me refiero al fenómeno de la composición y la corrección mentales, el cual no es infrecuente en literatos de prodigiosa memoria como Bécquer. En relación con una de las publicaciones póstumas de Gustavo, su amigo y vecino Francisco de Laiglesia recuerda este ejemplo iluminativo:

...escribió «Las hojas secas» (1871), sin una corrección, sin una enmienda; al leérmelas y oír mis elogios me añadió: «-No tiene nada de extraño la rapidez y la forma de la redacción, porque pensé anoche el artículo tal como está y la mano no ha hecho más que trazar lo que ya estaba en mi imaginación escrito».15


Pero ya diez años antes Gustavo se ocupaba de lo mismo en letras de molde; pues en las Cartas literarias a una mujer (que son de 1860-1861), se lee: «escribo como el que copia de una página ya escrita» (OC, 623). Esta página ya escrita era desde luego puramente mental, y el hecho de que Bécquer se refiera únicamente al proceso mecánico de trasladar el texto de un sitio a otro indica que ese texto estaba ya elaborado, ya corregido, ya pulido por «nuestra razón» (rima III, v. 66), habiendo pasado por varias redacciones en el papel de la memoria.

Decía antes que la filosofía sensacionista a lo Locke y Condillac es otra de las columnas del pensamiento poético de Bécquer. Concretamente, esa filosofía afecta a su concepto de la que es en cierto modo la primera entre las dos socias iguales del acto creativo: quiero decir, la inspiración, sin cuya propuesta la razón no tendría nada que elaborar ni pulir. Notemos de paso que Bécquer no es el único escritor importante del siglo XIX que considera la reunión de la poética clásica y la epistemología sensualista como indispensable para una feliz formación literaria. Por ejemplo, Stendhal, en cartas dirigidas a su hermana, le recomienda dos veces la lectura del Arte poética de Boileau; y luego, por lo visto en plan urgente, la de Condillac: «Lis donc vite Condillac». Algunos años más tarde, hallándose de viaje en un aislado pueblo de Silesia, el mismo Stendhal reconoce, en carta dirigida a un amigo, la importancia de las sensaciones para la inspiración: «Mon vrai malheur ici est l'absence totale des sensations qui me nourrissaient: les arts, l'amour ou son image, et l'amitié»16.

Existen dos pasajes clave para la comprensión del papel de la sensación y la inspiración en la obra de Bécquer, ora se trate de su verso, ora de su prosa, y así los he citado también en mi libro sobre las Leyendas. El primero de los trozos aludidos pertenece a la II de las Cartas literarias a una mujer:

...cuando siento no escribo. Guardo, sí, en mi cerebro escritas, como en un libro misterioso, las impresiones que han dejado en él su huella al pasar; estas ligeras y ardientes hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria hasta el instante en que, puro, tranquilo, sereno y revestido, por decirlo así, de un poder sobrenatural, mi espíritu las evoca, y tienden sus alas transparentes, que bullen con un zumbido extraño y cruzan otra vez a mis ojos como en una visión luminosa y magnífica.


(OC, 622-623; las cursivas son mías)                


Comentaré este pasaje junto con el segundo, que se halla en la carta III de Desde mi celda:

En esos instantes rapidísimos, en que la sensación fecunda a la inteligencia y allá en el fondo del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción de los pensamientos, nada se razona, los sentidos todos parecen ocupados en recibir y guardar la impresión que analizarán más tarde.


(OC, 531; las cursivas son mías)                


En las selecciones de ambas obras citadas, sentir, sensación vienen a ser sinónimos de inspirarse, inspiración, pues toda la tonalidad estilística, toda la actitud psicológica de estas líneas es la de quien supera a la realidad logrando unos «misteriosos» conocimientos superiores sobre ésta, es decir, de quien se inspira; y sin embargo, Bécquer no se vale aquí del término inspiración. Tal substitución léxica tiene la virtud de conectar la inspiración directamente con la que Gustavo cree ser la fuente principal de cualquier tema concreto en el que pueda inspirarse el poeta: esto es, los cinco sentidos corpóreos, pues sin que algo sugerente aprehendido por éstos fecunde el cerebro del artista no hay inspiración según Bécquer. Por las primeras palabras del primero de estos pasajes queda especialmente claro que sentir significa «inspirarse»; porque todos los poetas a una afirman que la inspiración poética, como la experiencia mística, como la experiencia sexual, es tan fugaz, que nada puede hacerse mientras dure sino entregarse a ella, y en efecto, Bécquer dice que mientras siente no escribe. Para esta última actividad hay que «evocar» el recuerdo de ese pasajero estremecimiento y «analizar» el frágil germen «más tarde», como dice Gustavo. Al decir Bécquer que durante «la misteriosa concepción de los pensamientos, nada se razona», se vuelve a subrayar el hecho de que la función elaboradora de la razón es posterior a la primera intuición del poeta arrebatado. He aquí, en fin, la misma noción sobre la relación entre inspiración y escritura que articula Wordsworth al afirmar que «la poesía [...] trae sus orígenes de la emoción recordada en la tranquilidad»17.

Es notable a la vez la frecuencia con que Bécquer utiliza en estas líneas voces que aluden a la función de la memoria en el proceso creativo: «Guardo», «escritas en mi cerebro», «libro», «huella», «memoria», «guardar». La memoria hace posible la retención del material de la primera inspiración en forma suficientemente estable para que la razón elaboradora pueda después operar sobre ella. Las sensaciones «cruzan otra vez a mis ojos como en una visión luminosa y magnífica», decía Gustavo, y a continuación de este trozo, con unas palabras todavía no citadas, aclara: «Entonces no siento ya con los nervios que se agitan [...]; siento, sí, pero de una manera que puede llamarse artificial» (Cartas literarias a una mujer, OC, 623). Aquí la memoria desempeña precisamente el mismo papel que en la epistemología sensacionista, y aun se da cierta coincidencia entre la explicación becqueriana y la de Locke que sigue: «Estando cerrados mis ojos, o atrancadas las ventanas, puedo a gusto llamar otra vez a mi mente las ideas de la luz, o del sol, que las sensaciones han alojado antes en mi memoria; así también puedo a gusto echar a un lado esa idea y enfocar la del olor de una rosa o del sabor del azúcar»18.

Hay, empero, algo aún más importante para el proceso creativo que la segunda vivencia artificial, o sea recordada, de las sensaciones como objeto de la elaboración literaria. Es que depende también de la memoria ese momento singular en que una sensación nueva recibida de fuera se convierte en lo que habitualmente se toma por inspiración, o sea idea germinal del poema. En el pasaje de Desde mi celda citado más arriba, Gustavo alude a este momento diciendo que como efecto de la sensación fecundante «allá en el fondo del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción de los pensamientos». Lo que pasa es que la sensación nueva se alía de un modo inesperado con los recuerdos de sensaciones anteriores que moraban ya en la memoria, y nace una noble idea directriz. El término concepción es de Locke, quien explica, por ejemplo, que aun en el caso de «nuestras más amplias concepciones, no podemos pasar más allá de aquellas ideas simples [...] que originalmente recibimos de las sensaciones»19; por cuanto las llamadas ideas complejas no son sino acoplamientos de dichas ideas simples.

Ahora bien: ¿cómo se producen esos sugerentes matrimonios entre sensaciones viejas y sensaciones nuevas que llevan a las inspiraciones? Pues bien, en parte traen sus orígenes de una simpática locura que Locke llama asociación de ideas, o asociacionismo. Una vez más se acusa una notable semejanza entre las palabras del filósofo inglés y las de Bécquer. Locke escribe: «Ciertas ideas que en sí mismas no tienen ningún parentesco vienen a estar tan unidas en las mentes de algunos hombres, que es muy difícil separarlas; siempre se acompañan, y no bien se presenta una de ellas en cualquier momento ante el entendimiento, aparece también su compañera; y si son más de dos las que se hallan así unidas, siempre se presenta inseparable toda la pandilla»20. En «Historia de una mariposa y de una araña» (1863), Bécquer describe con gracia la lunática asociación en su memoria de ciertos insensatos recuerdos e inútiles ideas que le convencen a las veces de que será «un completísimo mentecato». En fin, «acontece que comienzan a agolparse a mi memoria estos recuerdos importunos, y la imaginación, saltando de idea en idea, se entretiene en reunirlas como en un mosaico disparatado y extravagante. [...] hay alguna afinidad secreta, porque a mi imaginación se ofrecen al par y siempre van unidas en mi memoria, sin que en apariencia halle entre las dos ningún punto de contacto» (OC, 741-742). También en el trozo de las Cartas literarias a una mujer citado más arriba, quedan aludidas tales asociaciones lockianas: «...estas ligeras y ardientes hijas de la sensación duermen allí agrupadas en el fondo de mi memoria». He escrito la palabra significativa en letra cursiva. Sin embargo, no bastan las ideas y las percepciones de otros momentos que quedan asociadas en la memoria; es de mucha más importancia el momento en el que llega la nueva percepción sensorial que ha de unirse a las primeras dando nacimiento a esa callada explosión que es la inspiración: «...la sensación fecunda a la inteligencia -decía Gustavo en el ya citado pasaje de Desde mi celda- y allá en el fondo del cerebro tiene lugar la misteriosa concepción de los pensamientos». Ahora bien: en el fondo del cerebro es precisamente donde residen esas ideas tan misteriosamente asociadas, y no deja de resultar muy sugerente en este sentido la aparición del calificativo misteriosa entre las palabras que hemos vuelto a citar ahora, y lo que es más, aplicado al substantivo concepción.

En la II de las Cartas literarias a una mujer, Bécquer afirma de una vez para siempre el trascendente papel de las sensaciones en la labor del poeta: «Todo el mundo siente. Sólo a algunos seres les es dado el guardar como un tesoro la memoria viva de lo que han sentido. Yo creo que éstos son los poetas. Es más: creo que únicamente por esto lo son» (OC, 623).




Entre orden y desorden: la idea de las «Rimas»

Exactitud, espontaneidad, realidad, evanescencia, vaguedad, orden, síntesis, desorden, fantasía, análisis, idealismo, brevedad, desnudez, intuición, reflexión, musicalidad, sencillez, popularismo, dificultad y sueño son términos que aparecen en la crítica sobre las Rimas. Estos conceptos y sobre todo las contradicciones implícitas entre ellos preocupaban ya al mismo Gustavo, tanto al nivel de la crítica como al de la creación. Por ejemplo, en su artículo sobre «Crítica literaria» (1859), Bécquer describe la brillante argumentación de cierto periodista francés aludiendo al «armonioso desorden de sus ideas» (OC, 1206). Es decir, el desorden ordenado de sus ideas, y en este apartado se tratará del desorden ordenado a escala universal y a escala del poema. «¡El orden! -exclama Bécquer en la II de las Cartas literarias a una mujer (1860-1861)-. ¡Lo detesto!, y, sin embargo, es tan preciso para todo...» (OC, 625). Parece escucharse aquí un eco del «beau désordre» del que hablaba Boileau al describir el arte de la oda (Art poétique, Canto II, v. 72), mas veremos que se trata de un concepto más antiguo, más amplio y más profundo.

En los últimos años una de las principales aportaciones al estudio de la técnica de las Rimas ha sido el riguroso ensayo de Carlos Bousoño titulado «Los conjuntos paralelísticos de Bécquer» (primera versión, 1951), en el que se nos llama la atención sobre «la frecuencia de procedimiento tan matemático en un poeta esencialmente emotivo», porque es notable lo «geométrico y complejo» que resulta el paralelismo becqueriano21. Como sabe el lector, Bousoño estudia el patrón según el que unas mismas estructuras sintácticas y estilísticas se repiten en una estrofa tras otra a lo largo de toda una rima (por ejemplo, las II, XVI, XXIV y LII); y aun hay rimas en las que alternan estrofas pertenecientes a dos sistemas paralelísticos diferentes (verbigracia, las XV, XXVII y LIII). Explica Bousoño que al ir expresándose el nuevo contenido emocional de cada estrofa por la misma forma estilística y gramatical utilizada en las anteriores, se enriquece en cierto modo con ecos de los contenidos de éstas, y así va creciendo la carga emocional de todo el poema. Podría añadirse que la repetición de unas mismas formas en todas las estrofas produce a la vez cierto efecto hipnótico, que refuerza el ambiente de ensueño de ciertas rimas. Mas en lo que quiero insistir con estas referencias al estudio de Bousoño es en que no existe necesariamente ningún antagonismo entre emoción espontánea y rigor matemático. Bien mirado, el rigor matemático de los conjuntos paralelísticos es una variante de la lima horaciana, pero sirve para pulir las emociones más bien que las locuciones.

La llamada espontaneidad de la naturaleza se da en un cosmos regido por leyes inalterables; el proceso creativo logra su propósito con el consorcio de la inspiración libre y la razón demarcadora; y el encanto de la lírica -se viene diciendo desde la antigüedad- consta del desorden de la emoción introducido en el ordenado esquema del poema. Pues bien: la poesía para Bécquer y toda la poesía de Bécquer vienen a ser una alegoría de estos perennes artículos de fe. No hay que olvidar que en la rima V la poesía, que normalmente se toma por portavoz de la emoción o del desorden, explica su sorprendente papel ordenador en esta forma:



    Yo soy sobre el abismo
el puente que atraviesa;
yo soy la ignota escala
que el cielo une a la tierra.

   Yo soy el invisible
anillo que sujeta
el mundo de la forma
al mundo de la idea.


(vv. 65-72.)                


El primero en vislumbrar todo esto fue seguramente el crítico cubano del siglo pasado Rafael María Merchán, a quien pertenecen estas intrigantes líneas:

Espíritu analítico, (Bécquer) se introduce en los laberintos de la Naturaleza, en solicitud de fenómenos resplandecientes o sonoros, y cuando percibe la relación de semejanza de las cosas entre sí, y de ellas con su vida interior, no pide más; busca la unidad de belleza en la variedad de sus manifestaciones, como una rima del mundo externo, necesario para completar la estrofa cuyo primer verso es su propia alma.22


Quiere decirse que la lógica del universo, la lógica del poeta analítico, la lima de Horacio y la ley del sentimiento son cuatro manifestaciones de la misma actitud intelectual y artística. Y para lo que sigue hace falta tomar en cuenta que cada una de estas lógicas, cada una de estas disciplinas, cada una de estas leyes implica una dialéctica con otro elemento antagónico, que se reduce por fin a la obediencia; pues en el universo hay temporales, huracanes y terremotos, en el poeta son legión las aberraciones de la inspiración espontánea, y son infinitas las tentadoras equivocaciones contra las que velan las leyes del pulimento y el sentimiento.

Es una constante de las Rimas de Bécquer la dialéctica entre el ímpetu de la naturaleza espontánea y la vigilancia de la eterna ley natural (versión macrocósmica de la dialéctica entre la inspiración del poeta y su razón). Por ejemplo, en la rima III, si se agitan las ideas como por un huracán, hay a la vez un hilo de luz que ata los locos pensamientos en haces. Veamos ahora algunos ejemplos más del término espontaneidad de esta dialéctica, y luego los comentaremos. En las rimas IV, V y VIII las ondas de la luz palpitan encendidas al beso de la luz, el sol viste las desgarradas nubes de fuego y oro, la hoguera tiembla, ruge la tormenta, sube el humo en inmensa espiral, los insectos cuelgan dorados hilos, y flota la niebla en átomos leves deshecha. En los verdes ojos de la niña de la rima XII se contemplan «las olas del mar que rompen / en las cántabras peñas» (vv. 39-40). En la rima XV los amantes son leves brumas, blancas espumas, besos del aura, ondas sonantes, cometas errantes y roncos vientos; y en la XXIV, dos lenguas de fuego, dos notas del laúd, dos olas, dos jirones de vapor, todo «eso son nuestras dos almas» (v. 20). En la XLI, «Tú eras el huracán, y yo la alta / torre que desafía su poder: / / Tú eras el océano, y yo la enhiesta / roca que firme aguarda su vaivén» (vv. 1-2, 5-6). En la rima LII, el poeta quiere huirse con las olas gigantes, las ráfagas de huracán y las nubes de tempestad «...adonde el vértigo / con la razón me arranque la memoria» (vv. 17-18). En la rima siguiente, volverán las oscuras golondrinas, volverán las tupidas madreselvas. La primera estrofa en la rima LXII es: «Primero es un albor trémulo y vago, / raya de inquieta luz que corta el mar; / luego chispea y crece y se dilata / en ardiente explosión de claridad». Podrían multiplicarse los ejemplos, mas bastan éstos para las observaciones que quisiera hacer ahora.

Todas estas comparaciones basadas en la naturaleza causan la impresión de la mayor espontaneidad, tanto más cuanto que las figuras en las que los fenómenos naturales aparecen mencionados son metáforas autónomas. (Esto es, que el término comparativo se coloca en el mismo nivel que el objeto descrito, pareciendo no pocas veces desempeñar un papel tan importante como el de la persona o cosa a la que se está caracterizando. El verbo ser reemplaza las más veces el como del símil; pero en otros casos se deja actuar de modo casi independiente a la fuerza natural en la que se busca un paralelo sugerente para la captación de cierto sentimiento o idea). Todo lo cual nos causa la sensación de haber escuchado una revelación secreta de los mismos labios de «la brisa mensajera de la noche» (OC, 845), por decirlo con una frase encantadora que se halla en la Historia de los templos de España. Sin embargo, queda siempre muy claro que toda esta aparente espontaneidad, todos estos huracanes, olas, soles, fuegos, humos, nieblas, brumas, ráfagas, nubes, cometas, vientos, etc., se rigen por inmutables decretos de Natura. Son elementos de «desorden» integrados en el orden superior del cosmos, como la emoción en el orden del poema. En algún caso las leyes naturales se declaran más o menos abiertamente: por ejemplo, la vuelta anual de las golondrinas y las madreselvas en la rima LIII, o la descripción fase tras fase de la carrera del sol desde su salida hasta el mediodía en la rima LXII. Aun en la LII, en la que el poeta quiere sofocar la voz de su propia razón, salta a la vista que las fuerzas naturales en cuyo seno intenta sofocarla -las olas, las ráfagas y las nubes- se siguen rigiendo por leyes eternas; y por esto mismo quiere el poeta fundirse en esos fenómenos. En el microcosmo de esta rima, como sucede en tantos otros poemas de Bécquer, las leyes del cosmos están simuladas a la vez por la perfección geométrica de los conjuntos paralelísticos.

En unos apuntes de 1871, Rodríguez Correa se acercaba al análisis de la dialéctica becqueriana entre espontaneidad y razón que hemos intentado caracterizar en los párrafos precedentes. Dice:

Sí: Gustavo es revolucionario [...]. Es revolucionario, como los alemanes, pero no por imitación, sino dentro de la espontaneidad y del arte, cuyos límites, por dilatados que sean, no se pueden traspasar impunemente, aunque sí ensancharlos, siempre que la imaginación y la razón, la idea y la forma vayan unidas.23


Lo más feliz de estas líneas es el haber señalado Correa que Bécquer logró ensanchar los límites de la espontaneidad y del arte, reduciéndolos a un acuerdo no solamente entre la imaginación, la razón y la forma poética, sino al mismo tiempo entre estos elementos y la idea. Y -para seguir utilizando este último término crítico tan típico de la época de Gustavo- la idea de las Rimas creo que es enseñarnos, el punto de encuentro de esa naturaleza aparentemente espontánea con las inflexibles leyes universales de las que depende, pero con las que está en perpetua lucha, como lo está a su nivel el poeta inspirado con los requisitos del léxico y la sintaxis.

A la vista de la alusión de Correa a los alemanes, o sea Heine, tiene interés notar que doce años más tarde Menéndez Pelayo escribe unas líneas muy semejantes a las del prologuista cubano, pero no ya sobre Bécquer, sino sobre el autor del Intermezzo. Empieza hablando en los mismos conceptos de lo espontáneo y lo racional que hemos estado considerando en las Rimas.

Nunca la mezcla de espontaneidad y de reflexión ha llegado en la lírica moderna a más alto punto. Nunca se ha alcanzado más profundo efecto con medios más sencillos, con historias casi triviales de amor. Nunca ha florecido una poesía más intensamente lírica, y más desligada de las condiciones de raza y de tiempo; más propia, en suma, para servir de expresión palpitante a sentimientos de todos los pueblos y de todas las latitudes. Nunca ideas y afectos más flotantes, más ondulosos, más difíciles de aprisionar en la tela de oro y seda que teje la palabra rítmica, han venido tan dóciles al conjuro del poeta.24


En todo este párrafo del gran crítico santanderino no se da ni una sola voz que no pudiera aplicarse con igual propiedad a Gustavo Adolfo Bécquer. Nosotros hemos estado hablando de la naturaleza en sentido general, mientras que Menéndez Pelayo se concentra en la naturaleza humana, pero en realidad no lo hace de modo menos universal. Además, tal anticipo de la materia de nuestro próximo capítulo viene muy a cuento aquí, por cuanto hemos confirmado que una condición de la obra de Bécquer es la total inseparabilidad de idea, forma y tema.

Son a la vez relacionables las palabras de Menéndez Pelayo sobre Heine y las observaciones de otro crítico decimonónico, Francisco de P. Canalejas, sobre el verso de Gustavo, y su confrontación nos brindará una nueva confirmación de la idea de las Rimas. Para esto hay que recordar las siguientes palabras del historiador de la estética: «Nunca ideas y afectos más flotantes, más ondulosos, más difíciles de aprisionar en la tela de oro y seda que teje la palabra rítmica, han venido dóciles al conjuro del poeta». Está aludido aquí el apasionante momento del encuentro de la naturaleza y la ley natural representadas por sus delegadas al nivel del proceso creativo: 1) las sensaciones e ideas germinadoras de inspiraciones y 2) las leyes de elaboración que guían al poeta. Canalejas habla del mismo momento, aplicándole un nombre muy clásico, al que ya hemos aludido.

...la exaltación que estudiaban los antiguos calificándola de bello desorden [...] ha de concentrarse en un destello vivísimo del genio, inesperado y deslumbrador [...]. El empeño es arduo. Sólo el genio consigue esa revelación súbita de la hermosura. Y estas inspiraciones que sobrecogen al artista, requieren el pulimento exquisito del diamante, para que sean legítimas a los ojos de la sana crítica. La expresión ha de ser tan cumplida, que no conciba el espíritu manera más hermosa de realizarla. Bécquer manejaba con sin igual soltura este género que le era predilecto.25


Es un inesperado destello de la conciencia, una súbita revelación ese momento sobrecogedor en el que el poeta siente la tensión y la atracción que se dan entre naturaleza y ley. Tan emocionante, tan deliciosamente agotadora es la percepción de esa fuerza metafísica que realiza al universo -ese «invisible / anillo que sujeta / el mundo de la forma / al mundo de la idea» (rima V, vv. 68-72)-, que el mismo orden cósmico parece ceder al arrebatamiento del poeta y dejarse llevar por el desorden del alma entusiasmada.

Al principio metafísico universal Gustavo, en la rima V, le da los nombres de «espíritu sin nombre», «indefinible esencia» y «desconocida esencia» (vv. 1, 2, 74). Mas al aspecto que presenta ese mismo principio en el momento de su revelación, cuando nos arrebata su perfecto orden, le aplica otro nombre:


    mientras el aire en su regazo lleve
perfumes y armonías,
mientras haya en el mundo primavera,
¡habrá poesía!


(rima IV, vv. 9-12)                


Poesía en este sentido es el repentino y extático reconocimiento del orden, del espíritu, de la esencia de todo cuanto existe; sólo al nivel psicológico hay desorden -entusiasmo-, porque en el universo sigue habiendo orden, pese a la engañosa variedad de los fenómenos naturales, y en el poema habrá que introducir un nuevo orden para simular la lógica macrocósmica, pero sin dejar de captar al mismo tiempo para el lector el bello y sugerente desarreglo del rapto producido por la iluminación.




La forma intrínseca de las «Rimas»

Ahora bien: una poesía que nos pone en contacto directo con la misma esencia del mundo y las cosas, a la vez que con el espíritu humano en un momento cuando está más que nunca libre de toda afectación, ¿cómo se ha de llamar? Contestar a esta pregunta nos descubrirá uno de los más brillantes de muchos anticipos de la poesía del siglo XX que se encuentran en el verso de Gustavo. En el primer párrafo de nuestro apartado «Escepticismo y ultratumba», queda citada la observación de Juan Ramón Jiménez de que empieza la poesía del siglo XX en Bécquer, y para relacionar esto con lo que venimos diciendo aquí, recordemos un poema del libro Eternidades (1916-1917), con el que se preludiaba la última época del poeta moguereño.


   Vino, primero, pura,
vestida de inocencia;
y la amé como un niño.
    Luego se fue vistiendo
de no sé qué ropajes;
y la fui odiando, sin saberlo.
    Llegó a ser una reina,
fastuosa de tesoros...
¡Qué iracundia de yel y sin sentido!
    ... Mas se fue desnudando.
Y yo le sonreía.
    Se quedó con la túnica
de su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.
    Y se quitó la túnica,
y apareció desnuda toda...
¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!26


Esto siempre ha parecido característico de Juan Ramón y los primeros decenios del siglo XX, pero he aquí que ya en la década de 1870 dos distinguidos conocedores de la obra de Bécquer utilizan el substantivo desnudez y el adjetivo desnudo para hablar de su verso. La referencia más escueta es de Rodríguez Correa y se halla en las palabras dirigidas «Al lector», en la segunda edición (1877) de las Obras becquerianas, donde se llama la atención sobre «la admirable desnudez de la forma intrínseca» de las Rimas27. No deja de ser sorprendente la presencia de tal término en un trabajo crítico de 1877, mas Galdós se anticipa en seis años a Correa utilizando el adjetivo correspondiente en dos pasajes de su brillante reseña «Las obras de Bécquer» (1871), de donde el prologuista tal vez recogiera esta terminología28. Volveremos sobre la admirable desnudez de la forma intrínseca -hechura- de las rimas individuales, después de completar nuestro examen del sentido filosófico del concepto de la desnudez en el conjunto de la obra poética de Bécquer. Pero nótese de paso que forma para Correa, así como en el presente estudio, es forma conceptual, y es justamente en este nivel en el que se nos va revelando la desnudez becqueriana.

Uno de los dos trozos galdosianos sobre la desnudez poética en Bécquer servirá para el examen del sentido filosófico de desnudo, y el otro nos llevará a hablar ya de las manifestaciones de la desnudez en poemas individuales. Se acusan coincidencias significativas entre las observaciones de Canalejas que reprodujimos hace un momento y las siguientes del gran novelista canario acerca de la desnudez, sobre todo entre las frases «destello vivísimo del genio, inesperado y deslumbrador» (Canalejas) y «perpetuas visiones [...] sed insaciable de perderse en la vida infinita» (Galdós). En fin, éste escribe:

Desnudas de artificio, simples como los productos de la naturaleza, (las poesías de Bécquer) nos transmiten las sensaciones diversas de un espíritu turbado por perpetuas visiones, y por sed insaciable de perderse en la vida infinita. Algunas no son más que un lamento, un deseo fugaz, una idea que pasa, un lejano rumor que se percibe y despierta múltiples y encontradas sensaciones [...]. Algunas son como un leve rayo de luz que alumbra un segundo y después se apaga, dejando, no obstante, algo iluminado dentro de nosotros mismos; otras nos dicen lo que ya sabíamos, aunque estaba olvidado en un rincón de nuestro cerebro; otras nos enseñan algo que ignoramos hoy, pero que nos parece supimos alguna vez, antes de haber nacido. Las hay que no son más que una observación, una mirada, y admiramos en todas ellas mil cosas elocuentes que no se dicen.29


Regresamos siempre inevitablemente a la naturaleza al tratar de la presente temática, así como a las eternas leyes que rigen nuestras relaciones con ella, nuestros conocimientos sobre ella, y nuestros audaces intentos de legislar por ella creando simulacros de su bello universo. Me refiero especialmente al papel importante que Galdós atribuye a las sensaciones en el nacimiento de la inspiración (visiones) del autor de las Rimas, cosa en la que había insistido ya antes el propio Gustavo. Al mismo tiempo Galdós describe al poeta como un espíritu perpetuamente «turbado» por los rebeldes hijos de su inspiración, y precisamente en las sediciones de éstos encontraba el mismo Bécquer «la causa, desconocida para la ciencia, de mis exaltaciones y mis abatimientos», según dice en su «Introducción sinfónica». Pero lo principal del pasaje que comentamos es desde luego el hecho de que las poesías de Bécquer le parecen a Galdós «desnudas de artificio»; porque, como decíamos más arriba, se hallan todavía cerca de esa naturaleza aprehendida por las sensaciones (y turbaciones), de las que traen sus orígenes. Son poesías desnudas porque son, en una palabra, traslados de los hijos de la fantasía que, «acurrucados y desnudos, duermen» en los rincones del cerebro del poeta, que «desnudos, y deformes, revueltos y barajados en indescriptible confusión» se agitan y viven con una vida extraña y oscura en esos mismos rincones, según se expresa el poeta en los párrafos primero y tercero de su «Introducción sinfónica». (Por cuyas líneas se revela a la par que Galdós a su vez debió de tomar el calificativo desnudo del mismo Bécquer).

Ser desnudo un poema, según Galdós, es ser simple como un producto de la naturaleza; es a la vez no ser más que una intuición, según se desprende de expresiones galdosianas como «deseo fugaz», «lejano rumor», «leve rayo de luz que alumbra un segundo», «algo que supimos alguna vez antes de haber nacido» y «mil cosas elocuentes que no se dicen». Dos páginas antes de la ya citada, Galdós apunta unas reflexiones que nos servirán para vincular las observaciones anteriores sobre la idea de la desnudez al nivel de la inspiración con la realidad de la desnudez al nivel del poema concreto. El trozo que voy a citar ahora casi podría ser un primer borrador en prosa para el poema de Juan Ramón sobre la poesía desnuda que queda copiado más arriba. Al decir esto pienso en la imagen del vestido o atavío presente en ambos, así como en el modo en que se encadenan ciertas ideas que son comunes a ambos.

La fantasía del poeta se ha ido inmaterializando cada vez más, digámoslo así. La vimos primero usando los brillantes intermediarios y adornos de la personificación y de las acciones dramáticas; después algo menos concreta, aunque siempre en relación con el exterior, y por último, la encontramos completamente libre, sola, desnuda, sin más atavío que su propio encanto intrínseco, sin tocar a la tierra más que en un leve punto, grandes y nobles almas encerradas en la menor cantidad de cuerpo posible.30


(Nótese de paso el uso en estas líneas de Galdós del adjetivo intrínseco, pues en ello se nos brinda un nuevo indicio de la deuda de Correa con el novelista para su ya reproducida observación sobre la desnudez poética). En fin, al nivel del poema concreto, o mejor dicho, de su estilo y extensión, la desnudez se reconoce por una envoltura que tiene «la menor cantidad de cuerpo posible».

En el contexto de lo que venimos diciendo, algunas cualidades por otra parte harto conocidas de las Rimas cobran más sentido del que se les ha visto anteriormente. En su novela Corinne (1807), Madame de Staël arguye en favor de una poesía más intuitiva, menos explícita: «...la poésie antique ne dessinait que les grandes masses, et laissait à la pensée de l'auditeur à remplir les intervalles, à suppléer les développements: en tous genres, nous autres modernes, nous disons trop»31. En cambio, en la literatura francesa de su propio momento histórico, concretamente en el esprit francés, Bécquer encuentra todo el encanto de la intuición que la hija del banquero Necker echaba de menos a comienzos de la centuria: esto es, «ese carácter ligero, vago y gracioso; ese estilo brillante, cortado y breve, en que el pensamiento del autor se retrata con toda la misteriosa poesía, con toda la fascinadora volubilidad con que las ideas se levantan, cruzan y se reflejan en su mente» («Crítica literaria», OC, 1209). (Esta corriente intuitiva, francesa o europea -a continuación Gustavo se identifica como «cosmopolita en literatura»-, se halla incorporada ya antes a la literatura española a través de Arnao y Selgas (¿influencia de Musset?) y contribuye al llamado prebecquerianismo, tantas veces historiado, que no tornaremos a hablar de este tema aquí, aunque sí vamos a tratar de algún rasgo por el que se manifiesta en poemas individuales). El estilo intuitivo o sugerente, mas bien que aseverativo, lo encuentra Gustavo en La soledad (1861), de Augusto Ferrán, donde «cada una de las páginas -dice- es un suspiro, una sonrisa, una lágrima o un rayo de sol; un libro, por último, cuyo solo título aún despierta en mi alma un sentimiento indefinible de vaga tristeza» (OC, 1186); pasaje en cuyas palabras finales se anuncia a la vez un tema que consideraremos después. Ahora bien: un suspiro, una sonrisa, una lágrima, un rayo de sol, a la par que nos hablan por la insinuación en lugar de por la definición, son ejemplos de la realidad básica, esencial, o desnuda.

Más abajo en su prólogo a La soledad, Bécquer vuelve a expresar la misma idea, pero en estilo más crítico ya que poético. En oposición a la poesía magnífica y sonora de los grandes poetas retóricos, el prologuista caracteriza a otra tendencia que le llama mucho más la atención:

Hay otra (poesía) natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, despierta, con una que las toca, las mil ideas que duermen en el océano sin fondo de la fantasía.


(OC, 1186; la cursiva es mía)                


Este texto de 1861 es archiconocido, y no obstante, nunca se había señalado antes -ni yo mismo me había fijado antes en ello- la presencia en él del adjetivo clave que he escrito en letra bastardilla, junto con sinónimos como desembarazada y forma libre; y aun hay algo todavía más importante: todo ello está directamente unido a la idea de la intuición: despierta ideas, etc.

En nuestra centuria, se ha solido aprovechar las observaciones de Bécquer sobre La soledad como si se refiriesen a su propio verso. Mas ya a raíz de la muerte de Gustavo, Correa destacaba en las Rimas los mismos rasgos que su desaparecido compañero señalaba en los cantares de Ferrán: «Generalmente las poesías son cortas, no por método o por imitación, sino porque para expresar cualquier pasión o una de sus fases, no se necesitan muchas palabras. Una reflexión, un dolor, una alegría, pueden concebirse y sentirse lentamente; pero se han de expresar con rapidez, si se quiere herir en los demás la fibra que responde al mismo afecto»32. Quiere decirse que con la intuición breve y rápida será posible perfilar lo esencial del afecto, desnudarlo. De este modo ha logrado Bécquer expresar lo inexpresable: esos delicados matices de la sensibilidad moderna que resisten a la conceptualización, pues, según decía ya el mismo Correa, el autor de las Rimas vence «la dificultad del lenguaje para expresar lo ideal y analítico del sentir moderno»33.

Los testimonios más importantes para la documentación de esta técnica se encuentran, empero, en el verso de las mismas Rimas, donde es una constante el afán de lograr esa desnudez que brinda tan espléndidas y sugerentes intuiciones y visiones. En la rima XXIX, el poeta pregunta a su amada, con quien ha estado leyendo en un ejemplar del Infierno del Dante y sobre el que ha sonado un beso: «-¿Comprendes ya que un poema / cabe en un verso?» (vv. 23-24). Es más: en el indicado poema, acompañan a esta observación hondos silencios, apresurados y secos alientos, ojos trémulos, mejillas encendidas, es decir, exteriorizaciones de esos afectos que nunca se describen en la poesía de Bécquer, sino sólo se intuyen, y que no obstante vivimos allí más plenamente que en el verso de cualquier otro poeta. El verso citado de la rima XXIX representa una lección de poética al estilo de las que nos ha dejado Gustavo en las Cartas literarias a una mujer. La desnudez del contenido intuitivo (hondos silencios, etc.) se une a la desnudez de la forma, un verso. Y Bécquer, en efecto, acata su propia preceptiva, porque donde basta un verso para captar una idea o afecto, no usa dos; donde bastan dos versos, no usa tres.

La mismísima idea del logro de una comunicación puramente intuitiva merced en gran parte a la concisión de la forma poética vuelve a encontrarse en la rima XXXIV, en la descripción del llanto de una mujer hermosa: «llora, y es cada lágrima un poema / de ternura infinita» (vv. 11-12). No resisto a la tentación de jugar con nuestras dos últimas citas de las Rimas para decir que en Bécquer es cada verso un poema de poesía infinita -ese infinito que no percibimos sino desde el ángulo de las esencias desnudas-. La rica gama de sensaciones y sentimientos más bien intuidos que nombrados en las Rimas pero que de hecho están en alguna forma presentes en ellas, no son el único referente de los recursos expresivos de los que venimos hablando en las últimas líneas; tanta brevedad, tanta desnudez de la forma, tanta sencillez estilística aspiran a hacernos tomar conciencia de ese otro poema becqueriano -el más desnudo, el más intuitivo, el más bello, el más becqueriano de todos- que no llegó nunca a encerrarse en letras de molde, que no se encuentra en ninguna página del poeta. Se trata de un poema interior cuyas desconocidas palabras jamás se han articulado: «escucho yo un poema que mi alma / enamorada entiende» (rima XXVII, vv. 29-30). Ninguna rima hay más perfecta que esta silenciosa de la nostalgia o la meditación, perfecta por cuanto no se ha contaminado con ningún intento de realización literaria y queda aún en rutilante aspiración. El típico poema desnudo becqueriano era ya más alma que letra, mas el presente es todo alma. Sin embargo, todas las demás rimas, las numeradas, las impresas, son en cierto modo la metáfora colectiva de esta rima interior del poeta, o bien son apuntes provisionales hacia ella; y mediante éstos sí logramos vislumbrar, cuando menos, tan inalcanzable aspiración apolínea.

Lo que en realidad vislumbra muchas veces el lector no es solamente la rima interior del poeta, sino ésta reunida a otra propia, personal, del mismo género, y de aquí en parte el inagotable tesoro de las Rimas para todos los lectores. Para aclarar en qué consiste la actividad de colaborador silencioso que desempeña el lector de las Rimas -porque de tal actividad nace el poema interior del lector-, habrá que comentar la función de la rima asonante en la poesía de Bécquer. Se verá al mismo tiempo que la sencillez de la versificación becqueriana -en la que predomina la asonancia- es otra condición de la desnudez poética que caracteriza a las Rimas. Las primeras observaciones sobre la significativa aportación de la rima asonante al arte del típico poema becqueriano son de 1871, y estamos endeudados para ellas con los ya citados Correa y Galdós. En el prólogo del primero, se lee:

Las rimas de Gustavo, en que a propósito parece huir de la ilusión del consonante y del metro, para no herir el ánimo del lector más que con la importancia de la idea, son a mi ver de un valor inapreciable en nuestra literatura.34


Galdós dice en conjunto lo mismo que Correa, subrayando algún aspecto más fuertemente y volviendo, al final de las líneas siguientes, sobre la idea de la desnudez, aunque sin usar de la palabra en esta ocasión.

Hasta ha prescindido de la rima, que es un estorbo y al mismo tiempo una excelente y cómoda tapadera propia para encubrir multitud de imperfecciones, en lo cual ha hecho bien, no queriendo sin duda incurrir en el pecado de aquellos, buenos ingenios también, a quienes la tiranía del consonante compelió a decir tantas, tantísimas tonterías. [...] a nosotros nos encanta la sobriedad armónica de las poesías de Bécquer, y esta circunstancia parece que contribuye a anunciar su idealismo y a presentar más claro su sentido. La ausencia completa de lo que aquí se ha llamado con mucha seriedad galas de la poesía, la breve cantidad del frágil barro llamado lenguaje que ha entrado en su formación, aumenta su importancia esencial y da fuerza inmensa al pensamiento.35


He aquí que la función de la sencilla rima asonante, de abolengo popular, es «no herir el ánimo del lector más que con la importancia de la idea», o lo que es lo mismo, «anunciar su idealismo», «presentar más claro su sentido», «dar fuerza inmensa al pensamiento». (Por el contexto del ensayo galdosiano, se ve que idealismo no tiene nada que ver con idealización, sino que se refiere a la condición de poesía esencial, poesía de ideas, en el sentido de gérmenes artísticos, la cual es tan evidente a lo largo de las Rimas). La nueva referencia galdosiana a la desnudez a la que yo aludía se da en las palabras «la breve cantidad del frágil barro llamado lenguaje», y queda claro que asonancia es la misma cualidad llevada al nivel de la versificación. En este comentario de Galdós, como en otros citados anteriormente, se llama la atención, por ende, sobre el acoplamiento becqueriano de contenido desnudo y forma desnuda.

En 1924, César Barja hace una observación sugerente sobre la ilación entre versificación y poesía en las Rimas: «Si se nos permite la paradoja, que no lo es más que aparentemente, diremos que la poesía de Bécquer empieza allí mismo donde el verso acaba»36. Se trata de una idea que había apuntado ya Wordsworth, apropiadamente al final mismo de su poema «The Solitary Reaper» (1803): «The music in my heart I bore / long after it was heard no more»37. Mas tendremos que preguntarnos por el sentido exacto de la observación de Barja, porque él no la explica. Para empezar, queda claro que la poesía no puede prolongarse más allá de la forma métrica sin que colabore alguien -¿el poeta, el lector?- para mantenerla. ¿Quién es entonces el continuador del poema aparentemente concluso? Recordemos la actitud del mismo Bécquer en los momentos en que concluía de leer los cantares de su entrañable amigo Augusto Ferrán. La poesía de los poetas, según llama Gustavo al género cultivado por Ferrán, «es un acorde que se arranca de un arpa, y se quedan las cuerdas vibrando con un zumbido armonioso» (OC, 1187); donde el acorde representa el breve poema intuitivo -la mayor parte de los cantares de Ferrán no tienen sino cuatro versos-, y las cuerdas que siguen vibrando, los inspirados momentos de meditación inmediatos a la lectura del poema. En la misma página, Bécquer reitera su reacción de lector, aclarando un poco su sentido: «Cuando se acaba ésta [poesía como la de Ferrán], se inclina la frente cargada de pensamientos». De modo que concretamente las cuerdas que quedan vibrando son una representación metafórica de los pensamientos que entretienen al lector al cerrar el libro de versos. El efecto producido por tales reflexiones es, empero, musical, según se insinúa por la figura de las cuerdas del arpa, así como por el siguiente comentario becqueriano sobre la última canción del libro de Ferrán: «...con ella termina el libro de La soledad, como con una cadencia armoniosa que se desvanece temblando y aún la creemos escuchar en nuestra imaginación» (OC, 1194).

De estos tres trozos escritos por el Bécquer lector de Ferrán se desprende que quien colabora para en cierto modo continuar la poesía luego de pasado el límite textual es, en efecto, el lector. El texto poético despierta en el espíritu del lector ciertas sensaciones poéticas análogas a las presentes en el poema que se acaba de leer, y el lector combina y recombina a su manera las vagas, flotantes y melodiosas esencias provenidas de ambas fuentes -hasta llegar a un poema interior propio que sólo su alma entiende, como le pasaba antes al poeta con su poema interior (véase el fragmento de la rima XXVII citado más arriba). Es decir, que con el ejemplo de sus profundas intuiciones Gustavo nos ha enseñado a razonar un poco por su originalísima lógica de imágenes, y al devolver el libro al estante seguimos algunos minutos, en nuestros sueños, poetizando a lo Bécquer, componiendo rimas personales. Salvo por su estímulo inicial, tal meditación pospoética está muy vecina a la inspiración que el poeta encuentra en la naturaleza ciertos hermosos días «en que todos los rumores -explica Bécquer en "Cualquier cosa", El Contemporáneo, 2 de febrero de 1864- parecen armoniosos y todas las voces y todos los sonidos una nota musical, la última o la primera de una melodía vaga que adivinamos o concluimos sin saberlo» (OC, 1067; la cursiva es mía).

En fin, la poesía de Bécquer empieza allí mismo donde el verso acaba, en el sentido de que en ese punto empieza la colaboración del lector, para la cual la asonancia prepara el camino. La rima asonante -frío, rico, hilo en lugar fino, destino, camino - confina mucho menos, no forma una línea divisoria tan clara entre el poema y el mundo espiritual del lector; en fin, deja libre el paso al valle de las rimas personales del lector individual. Por todo lo cual puede decirse que cada rima becqueriana viene a ser a la vez un equipo para hacer rimas usted mismo. El metro desnudo, marco tan idóneo para las intuiciones desnudas contenidas en los poemas de Bécquer, facilita a su vez el nacimiento de nuevas intuiciones desnudas en el alma del lector, desnudas porque son esencias poéticas como la del poeta, además de no estar vestidas todavía de la palabra; y merced a este consorcio de circunstancias cada una de las rimas becquerianas parece encerrar un tesoro inagotable de sugerentes ideas poéticas, y realmente es así porque con cada nuevo lector varía ese caudal.

La comprobación de cuanto venimos diciendo sobre la colaboración del lector en la composición de las Rimas, la tenemos en un curiosísimo problema de fuentes y deudas literarias sobre el que he llamado la atención anteriormente. Creemos a veces recordar rimas becquerianas -en realidad son nuestras- que resulta totalmente imposible hallar al volver a consultar el texto, y algo semejante nos pasa al buscar fuentes para las Rimas entre los versos de inspiración, estilo y tono parecidos, de los predecesores y coetáneos de Gustavo. Leemos, por ejemplo, esos poemas de Selgas caracterizados -según dice Manuel Cañete en su prólogo a La primavera (1850)- por «el espiritualismo, la vaguedad, la melancólica ternura de las poesías del norte; la gallardía, la frescura, la riqueza, la pompa de las poesías meridionales»38, y nos parece encontrar a la vuelta de cada página un antecedente concreto de alguna rima becqueriana, que, sin embargo, es luego imposible conectar directamente con ninguna de éstas. Reitero que las rimas cuyas fuentes estamos buscando en esos momentos de frustrante investigación no son enteramente de Bécquer, son a la vez de nuestra invención subconsciente.

La última ilustración de la forma abierta, la cualidad intuitiva y la verdad desnuda en la rima individual que quisiera ofrecer parece en algunos aspectos paradójica. Por diferentes que sean las Rimas de los grandilocuentes poemas de Quintana, Bécquer en su juventud admiraba profundamente las odas que el gran prócer dedicó a la imprenta y a la expedición española para propagar la vacuna en América, y nos ha dejado un largo poema asimismo juvenil, de estilo sorprendentemente quintaniano, titulado sencillamente «A Quintana» (OC, 482-492). (También entre las Rimas se halla alguna reminiscencia estilística de Quintana, según hago ver en las notas). Menciono estos datos, porque en el contraste entre el estilo habitual de Quintana y el maduro de Bécquer se basa una observación muy aguda del ya citado crítico cubano Rafael María Merchán: «Quítese de una oda de Quintana un fragmento y se notará que queda incompleta; elimínese de una poesía de Bécquer una o dos estrofas y no se echarán menos; el mecanismo de sus versos es la superposición, y admira que, pudiéndose extender más, no lo haga»39. A la vista de lo que queda dicho sobre la exacta geometría de esos conjuntos paralelísticos becquerianos, parece a primera vista sorprendente que sea posible desgajar cualquier estancia de una rima de Gustavo sin que ésta parezca incompleta, mas habría que recordar que el típico poema de las Rimas se basa en una idea o intuición única y que una estrofa difiere de otra tan sólo por el hecho de que ofrece un nuevo ángulo visual para la contemplación de la misma verdad central (en las rimas paralelísticas las sucesivas estrofas incluso tienen una misma estructura sintáctica y estilística). Ni la intuición ni la verdad desnuda tienen duración ni extensión definibles. Ninguna forma, por tanto, más feliz para vestir ideas tan frescas -tan rápidamente percibidas y sin embargo tan poco limitadas-, que la completamente abierta a la que lleva el mecanismo o procedimiento de la superposición, sin ningún límite de extensión. No obstante, la reducción del número de estrofas superpuestas estará siempre más en armonía con el delicado arte intuitivo de las Rimas, que su incremento.

En las páginas siguientes a la ya citada, Merchán demuestra la exactitud de sus observaciones sobre el carácter abierto de la rima individual y su capacidad de ser extendida mediante las superposiciones, insertando siete estrofas nuevas entre la cuarta y la quinta de la rima II de Bécquer, en cuya confección él observa la misma estructura paralelística que en las originales. Alguna de las estrofas de Merchán no está mal, pero con la extensión se pierde casi toda es a rapidez y sorpresa que son esenciales para la pintura de la intuición. Con el experimento de Merchán queda demostrado a la par el extraordinario gusto de Bécquer al no dejarse llevar por la tentación de extender ninguna rima más allá de su justo límite. El crítico cubano remacha su argumento dando un giro paródico a la última de las estrofas de su cosecha:


   Romance de goma elástica
que se estira más y más,
hasta que el lector pregunta
si nunca terminará.

Precisamente uno de los rasgos en que difieren Bécquer y antecesores suyos como José Selgas y Antonio Arnao, es que éstos se extienden demasiado, a riesgo de perder la belleza del delicado estilo intuitivo, sugestivo, posromántico -o, en fin, vago- que, por otra parte, es ya muy notable en sus versos. (Pienso, por ejemplo, en La primavera (1850) y El estío (1853), de Selgas, y Melancolías (1857), de Arnao). El término vaguedad se usa para designar un defecto del estilo en algunos géneros literarios, pero todo lector de Bécquer sabe que en las Rimas significa otra cosa muy diferente: se trata de la cualidad intuitiva de la que venimos hablando, mas no ya solamente al nivel de la idea de la rima, sino conjuntamente a los niveles de la idea y del ambiente del poema, por lo cual resulta a veces doblemente insinuante, como se puede apreciar por los ejemplos siguientes, en los que las cursivas son mías: «Si al resonar confuso a tus espaldas / vago rumor, / crees que por tu nombre te ha llamado / lejana voz, /...» (rima XVI, vv. 7-10); «Primero es un albor trémulo y vago, / raya de inquieta luz que corta el mar; /...» (rima LXII, vv. 1-2); «¿Será verdad que, huésped de las nieblas, / de la brisa nocturna al tenue soplo, / alado sube (el espíritu) a la región vacía / a encontrarse con otros?» (rima LXXV, vv. 5-8). (Desde luego, la vaguedad informa el ambiente de muchas rimas -verbigracia, la LXXV- en las que no aparece el calificativo).

Tampoco deja Bécquer de referirse a la vaguedad ambiental en sus narraciones y artículos. Veamos por de pronto alguna muestra de tales referencias, y después miraremos esta cualidad en la poesía. En «Un boceto del natural», por ejemplo, aparece mencionada «la poética vaguedad del crepúsculo» (OC, 714); y cuando no se asocia la vaguedad directamente con el ambiente, se une con frecuencia a cierta emoción que para el poeta acostumbra a teñir toda la atmósfera, quiero decir, la melancolía: «...poesía es, y no otra cosa -dice Gustavo-, esa aspiración melancólica y vaga que agita tu espíritu con el deseo de una perfección imposible» (Cartas literarias a una mujer, OC, 629). (Las cursivas en estas últimas citas, así como en todas las siguientes relativas a la vaguedad poética, son mías.) Como se verá, mi intención al mencionar a Selgas y Arnao en el mismo momento en que introducía el tema de la vaguedad poética es ampliar nuestro análisis de ese aire obsesionante que llena el verso becqueriano.

Desde el siglo pasado se viene atribuyendo a influencias de la poesía de los países nórdicos la vaguedad lírica que en ese momento histórico empieza a acusarse en el estilo poético de los países meridionales. Mas, sea cual fuere el primer origen de rasgo tan deliciosamente insinuante, lo cierto es que estaba presente en la poesía española desde hacía mucho más tiempo de lo que suele pensarse. Se trata, en efecto, del único aspecto del prebecquerianismo que no se ha historiado de alguna manera, y tal vez sea el más importante en lo que atañe al goce del lector en el verso de Gustavo. Por las traducciones de Mariano Gil Sanz y Eulogio Florentino Sanz, así como por los conocimientos de su amigo Augusto Ferrán, Bécquer pudo tener algún contacto con el Intermezzo de Heine; mas, en el ya citado prólogo a la primera edición de las Obras, su otro amigo Correa, quien le conocía tan bien como cualquiera, niega que haya influencia o imitación directas del poeta alemán en las Rimas. Por supuesto, pueden citarse datos y formularse argumentos para apoyar la tesis que se quiera, pero a la vista de la negativa de Correa no dejan de ser interesantes los antecedentes españoles -Selgas y Arnao entre ellos- que vamos a considerar ahora.

A continuación doy en orden cronológico una serie de curiosos antecedentes de la vaguedad becqueriana, de los cuales se colige que ésta pudo ser efecto de una evolución en conjunto española, una vez que estaba sembrada la necesaria semilla extranjera, sin que interviniera posteriormente ninguna nueva influencia foránea.

1823, Ramón López Soler: «...nos dan los románticos cuadros divinos y metafísicos, donde más se ven las almas que los cuerpos, la naturaleza que el arte, y más que el lenguaje de los razonamientos se entiende el de los suspiros»40.

1840, Enrique Gil y Carrasco explica que la actitud analítica de la Ilustración, seguida de la fuerte acentuación del sentimiento bajo el romanticismo, «han dado margen a infinitas dudas, desconfianzas y tristezas que han llegado a empañar el espejo del alma, produciendo al propio tiempo violentas luchas y vaivenes interiores. De aquí dimana el carácter vago, indeciso y hasta cierto punto contradictorio que han tomado las artes de imaginación, según que esperaban en lo venidero, lamentaban lo pasado o se quejaban y maldecían de lo presente»41.

1844, Antonio Gil de Zárate caracteriza la poesía moderna afirmando que «algo se encuentra siempre en ella de vago que descubre su origen: los afectos son más íntimos, la imaginación menos sensual, el pensamiento más reflexivo [...]. Este baño de melancolía, esta vaguedad indefinible, no se muestra, a la verdad, en igual grado en todas las modernas literaturas europeas. Predomina más en las naciones del norte donde el hombre es más inclinado a la contemplación, donde el aspecto de la naturaleza predispone más a la melancolía»42.

1844, Enrique Gil y Carrasco, en El señor de Bembibre: «El lago iluminado por aquella luz tibia, tornasolada y fugaz, y enclavado en medio de aquel paisaje tan vago y melancólico, más que otra cosa parecía un camino anchuroso, encantado, místico y resplandeciente que en derechura guiaba a aquel cielo que tan claro se veía allá en su término»43.

1846, Enrique Gil y Carrasco, en el poema «La niebla, Recuerdos de la infancia»: «Vaga niebla sin color, / no es mucho que vea en ti / serenas noches de amor, / labios de ardiente rubí / y verdes prados en flor»44.

1846, Manuel Cañete: «Las dotes que sobresalen en las composiciones del señor (Julián) Romea, son las de una gran corrección, un fondo de exquisita ternura y una vaguedad de colorido en extremo encantadora»45.

1846, El romántico portugués Almeida Garrett se refiere, en un pasaje satírico, al «romantismo vago, descabelado, vaporoso e nebuloso»46.

1850, Manuel Cañete, sobre Selgas: «Sus poesías reúnen, pues, en absoluto dos cualidades importantísimas, pero muy difíciles de concertar: el espiritualismo, la vaguedad, la melancólica ternura de las poesías del norte; la gallardía, la frescura, la riqueza, la pompa de las poesías meridionales»47.

1851, José Selgas, sobre el verso de Antonio Arnao: «A la apacible infancia sucede la inquieta juventud: acaba el niño y empieza el hombre. Experimenta entonces el espíritu una vaguedad indefinible; parece que la inocencia pugna todavía por conservar encadenado el pensamiento bajo sus cándidas alas; un impulso secreto nos arrastra a desearlo todo, a penetrarlo todo. [...] Por último, la poesía titulada "El alma de Cecilia", llena de vaguedad, de misterio y de ternura, vaporosa como las noches del cielo de la Alemania, melancólica como las tardes del otoño, derrama un consuelo inexplicable que suspende el espíritu»48.

1857, Antonio Arnao, sobre sus propias poesías: «Vagas e indefinibles como el sentimiento que las produjo, están henchidas de lágrimas y coronadas de rocío. No son sueños de la fantasía, sino suspiros del alma»49.

1864, Emilio Castelar, sobre el verso del joven poeta, entonces recién muerto, José Martínez Monroy: «El poeta que lloramos [...] aspiraba a esa idealidad vaga, a esa soñolencia magnética del espíritu, que tantos encantos da al arte en los países del norte. Su oda "El genio" dirá siempre que consiguió realizar este ideal de su vida»50.

1865, Arístides Pongilioni, en el poema «Dedicatoria»: «Ese inefable encanto, las vagas sensaciones / que, al contemplar el mundo, me inundan en tropel, / ¿no son tal vez poesía, no son emanaciones / de espíritu divino que agítase en mi ser?»; y en el poema «La niña pálida»: «La palidez que en mi alma/ grata sensación despierta / de vaga melancolía / y de inefable tristeza / ...»51.

Ya comentaremos estos pasajes en relación con la vaguedad en las Rimas, pero consideremos primero algún otro pasaje de la crítica de Gustavo donde se sirve de la terminología vago, vaguedad. En su prólogo a La soledad, de Ferrán, Bécquer observa que «estas canciones rebosan de una especie de vaga e indefinible melancolía que produce en el ánimo una sensación al par dolorosa y suave» (OC, 1190); y en otro pasaje todavía no consultado de las Cartas literarias, pregunta: «Al despertar, ¿te ha sido alguna vez posible referir, con toda su inexplicable vaguedad y poesía, lo que has soñado?» (OC, 24). Para ampliar la base de nuestro análisis, apuntaremos asimismo el dato de que en la crítica sobre Gustavo se viene aprovechando esta misma terminología desde 1871. En este año, en su prólogo a las Obras de su amigo, Correa comenta así la rima LXXVI sobre las emociones que despierta en Bécquer la estatua mortuoria de una hermosa dama medieval que duerme su sueño eterno sobre su lecho de piedra en la imponente nave de un templo bizantino: «...esta composición última me parece una de las más perfectas en castellano, no sólo por su vaguedad, misterio y dificultad de precisar claramente, sino por lo correcto y acabado de la forma»52. Luego, en 1898, a propósito de las Rimas, Nicolás Heredia escribe: «Amar así como se ama en un sueño indeciso a una visión que pasa por el alma engendrando anhelos vagos y dolorosas ansiedades es el modo de sentir más exquisito»53. Y la vaguedad poética becqueriana sigue siendo objeto de la atención de críticos en la segunda mitad del siglo actual, aunque no siempre bajo el nombre que nos interesa aquí, como se ve por el primero de los dos trabajos mencionados a continuación: J. M. Aguirre, «Bécquer y lo evanescente» (1964); y Diego Marín, «Concreciones luminosas frente a brumosas vaguedades en las Rimas de Bécquer» (1972)54.

Cinco años después de la muerte de Bécquer, Núñez de Arce alude a él con sarcasmo riéndose de «esos suspirillos líricos, de corte y sabor germánicos, exóticos y amanerados, con los cuales expresa nuestra adolescencia poética sus desengaños»55. Sin embargo, los adolescentes de varias generaciones habían suspirado ya en esa misma forma si hemos de dar fe al artículo de 1823 de Ramón López Soler; y en efecto, todo cuanto acostumbramos a mirar como vaguedad becqueriana se remonta a la primera mitad de la centuria, como seguiremos viendo al analizar los pasajes que quedan reproducidos arriba. ¿Qué es, entonces, en términos ya más precisos, la vaguedad poética que caracteriza a los poetas de la época de Bécquer? Por de pronto, diré que representa en cierto modo un resumen de todos los rasgos que venimos describiendo, mas a éstos se les añaden con tal término algunas significativas notas nuevas.

En las ya reproducidas muestras poéticas y críticas sobre la vaguedad (empezando por el primero de los pasajes de las Cartas literarias a una mujer que citamos en conexión con este tema), el elemento que más a menudo se asocia a la vaguedad es la melancolía (seis menciones), y esta nota se refuerza por referencias a tres ideas estrechamente relacionadas: la ternura (tres menciones), los suspiros (dos menciones) y la tristeza (dos menciones). Es decir, trece alusiones a lo mismo, ya directas, ya indirectas. Hemos dicho antes que la melancolía suele colorear toda la atmósfera para el poeta; y así la vaguedad, bajo su aspecto melancólico, significa la nueva forma posromántica más atenuada de experimentar ese «fastidio universal» que había sido característico del primer romanticismo y el segundo; pues ya esa desesperada y desesperante postura representaba la íntima comunicación entre alma del poeta y aspecto de la naturaleza (atmósfera), ora a través de una engañosa simpatía y compasión al nivel de la sensación, ora a través de la mera metaforización.

Tres veces en los pasajes copiados ocurre el adjetivo indefinible, y sale una vez cada uno de los siguientes, de sentido paralelo, por los contextos en que se presentan: imposible, inefable, indeciso -cuatro voces que a menudo vienen a significar lo mismo que sugerente-. Lo cual confirma que en la vaguedad queda resumida a la par la noción de la comunicación intuitiva de la que hablábamos en párrafos anteriores. Pues en las Rimas de Bécquer hay tantas cosas que comprendemos perfectamente sin que nos sea posible definir, describir ni aun nombrar ninguna de ellas. Quiere decirse que gozamos, pero por una nueva interpretación posromántica, de ese célebre «éxtasis de alta contemplación» de San Juan de la Cruz, que era «un entender no entendiendo / toda sciencia trascendiendo». Se dan en las diversas citas sobre la vaguedad dos instancias de contemplación, tres de sueño, una de espiritualismo y una de místico, las cuales apuntan una vez más a la nueva actitud más tranquila del posromanticismo ante la naturaleza, tan alejada ya de la atormentada del pleno romanticismo, a la vez que con ellas se reitera la cualidad sugerente de lo indefinible. (Hemos dicho en páginas anteriores que Bécquer vive en un mundo no ya egocéntrico como los románticos exaltados, sino en un cosmos nuevamente teocéntrico, cuyo eje es esa diosa llamada poesía, y obedece también en parte a esto la nueva tranquilidad que acabo de mencionar. Volveremos sobre esto en el próximo capítulo).

He dejado para el final de este pequeño análisis estadístico sobre nuestro muestrario de pasajes relativos a la vaguedad las asociaciones léxicas que revelan el sentido auténticamente clave de tal concepto en lo que toca a los orígenes y la naturaleza de la poesía becqueriana. En las líneas de varia procedencia citadas arriba, se dan tres casos de sensación y dos de imaginación; ideas con las que volvemos a lo que decíamos sobre el proceso creativo de Bécquer en el primer apartado del presente capítulo. Es más: tales conceptos, junto con los anteriores de la melancolía, lo indefinible y la contemplación, son de la misma esencia de la poesía; son componentes de esa poesía que ya Galdós y Correa llamaban desnuda por su falta total de afectación en la emoción, en el estilo y en la temática. En el fondo intuitivo, desnudo y vago son prácticamente sinónimos -se refieren todos de algún modo a lo que es esencial para lo que se viene llamando poesía pura desde principios del siglo XX-; y merced a la presencia ya en la lírica de Bécquer de los atributos que se designan con esos términos se aclara a la vez cómo esa obra era susceptible de otras dos influencias a las que todavía quisiera referirme antes de cerrar este capítulo: 1) la poesía popular, cuya impronta en la lírica becqueriana por otra parte se ha señalado anteriormente, y 2) el espiritismo.

Dice Gustavo, en su prólogo a La soledad, de Ferrán: «El pueblo ha sido, y será siempre el gran poeta de todas las edades y todas las naciones» (OC, 1187); y en las notas a la presente edición, he señalado ejemplos concretos del influjo de géneros populares como el romance viejo y la seguidilla sobre las Rimas56. Mas lo realmente significativo para la comprensión de la profunda deuda de Bécquer con la poesía popular reside en el área de esos intrigantes pero indefinibles paralelos estilísticos que se dan entre sensibilidades afines. El poeta se ha afectado hondísimamente por sus lecturas o conocimientos orales de la poesía del pueblo, pero de modo general y en tal forma que la imposibilidad de identificar la deuda en términos específicos llega a ser el tormento del investigador y crítico. Esto afecta principalmente a la visión metafórica de la realidad, pues en las metáforas de Bécquer revive algo de la ingenua delicadeza que caracteriza a la percepción del mundo en la poesía popular y que es como una intuición directa de la naturaleza de las cosas. Me refiero a las «metáforas autónomas», según acostumbro a llamarlas, las cuales, a la vez que nos revolucionan nuestro concepto de la realidad revelando facetas y conexiones inesperadas, tienden, paradójicamente, a reemplazar esa misma realidad que estaban destinadas a presentar e iluminar.

Pienso en versos populares como los siguientes:


   No tengo la culpa yo
que siendo tuya la rosa,
hasta mí llegue el olor.


Los amantes en este poema no son más que un necesario pero mínimo punto de referencia (la amada apenas está aludida), porque todo el encanto del poemita es el misterioso viaje de la fragancia de la rosa. Lógicamente, habría que suponer que este elemento es una mera figura retórica para la representación de algo superior, y sin embargo, para cualquier lector sensible se convierte en el punto de mayor interés. El ensueño del cantor se coloca en primer término, y de ahí la autonomía de la metáfora a la que me refería antes. Es éste uno de los rasgos principales que tendrá en mente Bécquer al sostener que «la poesía popular es la síntesis de la poesía» (OC, 1187); y en efecto, cuando se trata de poesía = poiesis, «creación, hechura», nada hay más poético que esas metáforas que dan nacimiento a nuevos mundos en los que las cosas familiares parecen regirse por una lógica enteramente nueva. Volveremos sobre el término síntesis y el verso de Bécquer, mas veamos antes otro ejemplo de la poesía popular, una seguidilla andaluza, en la que se dan análogas metáforas autónomas:


   Desde que te ausentaste,
sol de mis soles,
ni los pájaros cantan
ni el río corre.
    ¡Ay, amor mío!
Ni los pájaros cantan,
ni corre el río.


En esta muestra de la obra de ese gran poeta, el Pueblo, lo mismo que en la anterior, lo poéticamente valioso es la mecánica del nuevo universo aquí creado: es decir, que nos interesa mucho más el hecho de que no corra ya el río, ni canten ya los pájaros, que el que esté ausente algún desconocido amante vulgar.

En su Obra flamenca, Ricardo Molina afirmaba que «todas las Rimas de Bécquer se podían cantar tranquila y perfectamente por seguiriyas»57; pero ya antes, en Melilla, en 1974, Alfredo Arrebola había organizado un recital de cante jondo, para el que las rimas V, XI, XVII, XIX, XXIX, LX y LXI de Bécquer se adaptaron a los diversos cantes flamencos. Tal interpretación musical pudo hacerse debido en parte al predominio en la obra poética de Bécquer de elementos característicos también de los cantes flamencos, como son la rima asonante y los versos octosílabos, heptasílabos, sexasílabos, pentasílabos, etc. Pero paralelos externos como estos últimos no hubieran bastado por sí solos para que la interpretación de Arrebola fuese convincente; para este efecto importaba mucho más esa otra semejanza que se da entre el alma del cante flamenco y la de la lírica becqueriana, a la que alude el mismo cantor al afirmar que la obra de Gustavo es «una poesía hondamente esencial»58. Ahora bien: esta esencia de la poesía que encuentra el intérprete del cante popular en el verso becqueriano, queda claro que es lo mismo que «la síntesis de la poesía» que Gustavo encuentra en el verso del pueblo. Y esta «síntesis» popular, sirviendo como modelo, lleva en las Rimas a una nueva manifestación parcialmente popularizada del carácter intuitivo que es, por otra parte, tan fundamental a lo largo de todo el poemario de Bécquer; manifestación que también en el delicado poeta de himnos alados toma la forma de sorprendentes metáforas autónomas que atraen menos por lo que nos dicen sobre el aparente objeto de la descripción, que por lo que sugieren en sí independientemente de cualquier finalidad descriptiva.

El ejemplo becqueriano que tal vez más recuerda las metáforas autónomas del género popular del que hablábamos arriba, es la famosa quintilla o rima LX: «Mi vida es un erial, / flor que toco se deshoja; / que en mi camino fatal / alguien va sembrando el mal / para que yo lo recoja»; y hay que recordar que fue una de las escogidas por Arrebola para su recital. Pienso asimismo en esas rimas que nos brindan visiones desconcertantes, incomprendidas hasta el final del poema o la estrofa y que, sin embargo, son extrañamente significativas desde su mismo principio: «Saeta que voladora / cruza, arrojada al azar, / y que no se sabe dónde / temblando se clavará; / hoja que del árbol seca», etcétera (rima II). «Cendal flotante de leve bruma, / rizada cinta de blanca espuma, / rumor sonoro / de arpa de oro, / beso del aura, onda de luz», etc. (rima XV). «Aire que besa, corazón que llora, / águila del dolor y la pasión, / cruz resignada, alma que perdona...», etc. (Rimas no contenidas en el Libro de los gorriones, 7). Son del mismo tipo las rimas XXIV, LII, LXII y LXXII, y en otras muchas se dan metáforas autónomas menos extendidas. En el siglo XIX existe muchísima menos oposición entre poesía culta y poesía popular de la que podría suponerse - también Heine está muy influido por los Volkslieder-; y en el fondo no es nada sorprendente que se den metáforas de igual delicadeza en la poesía popular y en la de los autores del Intermezzo y las Rimas, pues, si bien el exquisito estilo metafórico de éstos es el producto de la lima de Horacio, el del verso tradicional es efecto de la «lima comunal» de todas esas generaciones que vienen refinando las canciones populares al introducir cada una sus correcciones antes de transmitirlas a sus hijos.

A la cabeza de este capítulo, decía que existe en las Rimas un tema «tan sin asunto», que casi haría falta tratar de él como si fuera un elemento de la forma del poemario becqueriano. Me refería al espiritismo, doctrina seudocientífica, seudorreligiosa del ochocientos, cuya finalidad principal era la comunicación con las almas de los fenecidos. De la influencia del espiritismo sobre Bécquer hablé por vez primera en mi artículo «Bécquer y el espiritismo», en el ABC para el sábado, 16 de mayo de 1987, página 22, y de esta influencia hablo asimismo en las notas que he puesto a las rimas I, V, VIII, XXVIII, XLVII, LXVI, LXXI y LXXV, sobre todo esta última, en la presente edición; y por todos estos comentarios queda claro que la función principal de este tema es la de proporcionar un marco a la idea o la acción de la rima en que ocurre. Pues en todas las fuentes consultadas para dichas notas -Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles; la narración-tratado espiritista Marietta, de Suárez Artazu; el libro ¿Qué es el espiritismo?, de Allan Kardec, etc.-, se habla de vuelos de las almas a través del espacio y el tiempo, encuentros entre los mundos espiritual y físico, y vaporosas visiones de la realidad inmediata o el cosmos (en fin, marcos para las impresiones y los temas allí poetizados).

El espiritismo se origina en Estados Unidos hacia 1848, se disemina por Europa durante el próximo decenio, se insertan noticias sobre él en la prensa periódica española en los primeros años sesenta del siglo pasado, y en 1867 empiezan a salir de las imprentas españolas libros espiritistas. El periodista Bécquer es de los primeros en mostrar curiosidad por la nueva boga, y ya en sus artículos de prensa se refiere en forma irónica a principios de la fe espiritista, por ejemplo: «me dan ganas de creer en la metempsicosis» (El Contemporáneo, 28 de enero de 1863; OC, 46). El espíritu de Guillermo Pitt dicta un tratado de política a los espiritistas de Zaragoza; el reglamento de la Sociedad Espiritista de Huesca se lo dicta el alma de Cervantes; los militares, los médicos, los veterinarios y los maestros de escuelas normales son, en España, grupos en los que se dan grandes números de adictos al espiritismo (el libro de Artazu consultado para nuestras notas está dedicado a un teniente general); hay diputados espiritistas en el Congreso, y hasta se propone la fundación de cátedras de «ciencia» espiritista. La locura espiritista prende en toda España. Por un lado, Bécquer se ríe de moda tan absurda y pasajera; mas, por otro, hallará en ella fecundas sugerencias para la creación de versos imperecederos.

En el artículo ya mencionado, señalo las siguientes influencias del espiritismo sobre las Leyendas de Bécquer: los muertos dictan sus comunicaciones a través de médiums; los muertos se comunican con los vivos mediante la música; los muertos visitan nuestro mundo en su cuerpo astral, forma de existencia intermedia entre la corpórea y la espiritual, en la que, según los espiritistas, los fenecidos moran entre nosotros; la levitación; el reflejo perpetuo en la luz y el espacio infinitos de la imagen de seres y sucesos del pasado remoto; y la comunicación con los habitantes de otros mundos por la luz. La mayor parte de estos elementos espiritistas así como alguno más se hallan reflejados también en las Rimas, pero como se hallan estrechamente conectados con el arte de los poemas individuales, he preferido estudiarlos en mis comentarios a éstos, y no en esta Introducción. Sí haré aquí alguna observación sobre las fuentes que se han consultado para las notas relativas al espiritismo, y citaré algún curioso documento nuevo que confirma la presencia de tales teorías en la obra de Bécquer. Procuraré al mismo tiempo demostrar cómo los elementos espiritistas utilizados por Gustavo se relacionan con esas cualidades formales llamadas desnudez, vaguedad, etc.

En el año en que Bécquer murió, 1870, se publicó la primera edición de la siguiente obra medio novelesca, medio «científica», que yo he manejado por su segunda edición más completa: Marietta. Páginas de dos existencias. Páginas de ultratumba. (Primera y segunda parte). Obra emanada de los elevados espíritus de Marietta y Estrella, escrita por Daniel Suárez Artazu, médium de la Sociedad Espiritista Española, segunda edición, Madrid, imprenta de Folguera, 1874, 381 páginas. Este libro, muy evidentemente, no pudo influir sobre la obra de Gustavo; mas como representa un resumen muy completo de las diversas corrientes de ese primer decenio espiritista español que sí dejó su impronta en la poesía y la prosa becquerianas, es una guía contemporánea muy útil. (Creo que el lector incluso encontrará sugerente el contenido argumental de la obra de Artazu: En Marietta se cuentan los imposibles amores de esta doncella napolitana con un joven caballero extranjero en la lírica naturaleza italiana; circunstancias que revelan cierta deuda de «este poema» en prosa con la novela Graziella, de Lamartine; y el nombre del aludido galán granadino, Rafael, puede ser reminiscencia de otra novela lírica de Lamartine, que lleva ese nombre de título. Estrella, la rival granadina de Marietta, usa una carta falsificada para hacer creer que ésta ha muerto, y así pone en marcha una intriga que lleva a la muerte de los tres. Los personajes vivieron en el siglo XVII, pero los espíritus de Marietta y Estrella dictan su historia al médium en el XIX. Se describen en estilo muy poético vuelos espirituales que hacen posibles visitas de muertos a vivos así como a otros muertos, en lo cual interviene el ya mencionado fenómeno del cuerpo astral).

Empleo a la vez otra guía espiritista, a través de una versión española, la ya mencionada obra de Allan Kardec, Qu'est-ce que le Spiritisme: Introduction à la connaissance du monde invisible ou des esprits, contenant les principes fondamentaux de la doctrine spirite et la réponse à quelques objections préjudicielles, París, Ledoyen, 1859 (segunda edición: París, Didier, 1866)59. Teniendo en cuenta la sensacional recepción del espiritismo en toda España, tanto la primera edición de esta obra como la segunda debieron de llegar a Madrid inmediatamente. La primera pudo llegar tres años antes de la primera alusión becqueriana al espiritismo que vamos a citar más abajo. Tampoco habría que olvidar que ya para 1860 Kardec era tal vez el más conocido espiritista de Europa. En efecto: la Sociedad Espiritista Española fue fundada por un discípulo de Kardec, en el año 1865; y a partir de 1868 se publicaban en la capital española libros espiritistas inspirados en Kardec y dedicados a él60. En fin, las ideas de Kardec tenían curso libre en los ámbitos que Bécquer frecuentaba durante el último decenio de su vida; y así se comprende, por ejemplo, que estuviera tan profundamente influido por el espiritismo su poema más representativo de esta tendencia, la rima LXXV. (Para el análisis de los elementos espiritistas de la rima LXXV, véanse las extensas notas que se le han puesto en nuestra edición).

En el ya citado trabajo de Rafael M. Merchán, de finales del siglo pasado, existe un curioso pasaje que representa sin duda alguna la primera atribución de ciertas características de las Rimas a la influencia espiritista. La atribución la hace Merchán relacionando la poesía de Bécquer con una obra de Théophile Gautier que está profundamente influida por el espiritismo: quiero decir, la novela fantástica Spirite (1866), en la que el héroe Malivert está enamorado de una hermosa dama muerta -Spirite- que se le aparece en su cuerpo astral. En las líneas que copio a continuación, Merchán alude también a rimas como la XXVIII.

Se diría que una sombra adorada, una Espirita como la de Gautier, ha penetrado cerca del alba en nuestra alcoba, en un rayo de luna perfumado y tibio, ha estampado en nuestra frente unos labios de rosa, que sentimos aún, y se ha alejado, sonriendo, envuelta en sudario de cendal.61


Ruego al lector pase a mirar un momento el texto de la rima XXVIII, en la cual se oye también otro eco espiritista, que señalo en las notas.

Las características del espiritismo, junto con el singular punto de vista becqueriano relativo a los fenómenos de la psique, favorecen el descubrimiento de todavía más coincidencias iluminativas, como se verá por las notas a la presente edición. En efecto: tales condiciones favorecen la influencia en ambas direcciones. Por ejemplo, la famosa rima XXIII, publicada ya en 1861, en la forma siguiente: «Por una mirada, un mundo; / por una sonrisa, un cielo; / por un beso... ¡yo no sé / qué te daba por un beso!», muy bien pudo ser el estímulo de las palabras siguientes de la novela espiritista de Artazu, Marietta: «Una palabra, un gesto, una mirada sola [...]. Un gesto, una mirada, una palabra sola [...]. Sí; una mirada, una palabra, un gesto solo»62. Por las mismas razones, se dan también numerosas instancias de aparente influencia que tendrían que haber pasado en la otra dirección, mas no se trata desde luego de la influencia concreta del libro de Artazu sobre Bécquer, porque esto era imposible, sino de la del mismo movimiento espiritista (compendiado luego por Artazu). Y así la actitud sentimental y lacrimosa de la generalidad de los adictos del espiritismo debió de llevar a la notable coincidencia entre el final de la rima LXVIII: «mas tengo en mi tristeza una alegría... / ¡sé que aún me quedan lágrimas!», y esa idea que el conocido médium Artazu expresaría poco después con estas palabras: «Para cada suspiro hay una esperanza de consuelo, para cada lágrima un momento de alegría»63.

Pero, por muy sugerentes que parezcan los paralelos entre unos textos y otros, no puede decirse que sean realmente iluminativos a menos que se asegure la autenticidad de la influencia recurriendo a los rigurosos métodos requeridos por la mejor crítica histórica. Por esto quisiera introducir todavía otro documento para corroborar que Bécquer tenía conocimientos del espiritismo desde hacía ya bastantes años, y las líneas que voy a citar ahora parecen a la vez ser el primer testimonio de su familiaridad con el concepto de la metempsicosis, base indispensable de la doctrina espiritista, a la cual aludiría irónicamente en 1863, en el pasaje que ya hemos visto. Mas el nuevo texto es anterior; pues pertenece a los Pensamientos becquerianos, que Franz Schneider fecha en 1862. El poeta ha pasado los días más hermosos de su vida, dice, aguardando a una mujer que no llega nunca...

¿Dónde me ha dado esa cita misteriosa? No lo sé. Acaso en el cielo, en otra vida anterior a la que sólo me liga este confuso recuerdo.


(OC, 647)                


En su artículo «Bécquer's "Disembodied Soul"» («El "alma incorpórea" de Bécquer»)64, Julian Palley estudia antecedentes clásicos, medievales, dieciochescos, etc., para los vuelos del alma de Gustavo por regiones aéreas alejadísimas de su cuerpo; pero sin dejar de tener cierta importancia, tales antecedentes parecen poco decisivos por lo mismo que son tan remotos. Parece muy difícil, en cualquier caso, que se encuentren modelos más convincentes para las reminiscencias poéticas del «huésped de las nieblas» sobre sus vuelos extracorpóreos, que los espiritistas que hemos estudiado en las notas puestas a las rimas ya indicadas.

Aprovecharé para conclusión de este capítulo un intrigante trozo de la «Conclusión» del libro de Artazu, la cual, según indicación de éste, fue dictada desde la otra vida por Marietta. Estas líneas casi casi podrían pasar por credo o poética del autor de las Rimas; pues todo cuanto hace en ellas el espíritu peregrino del espacio -Marietta-, se halla realizado en la lira de Gustavo Adolfo Bécquer. (Antes de proceder, me parece conveniente insistir una vez más en la licitud de consultar este libro de 1870-1874 como guía; por cuanto, entretejida entre sus hebras novelescas, nos brinda una recopilación de todas las ideas, creencias y éxtasis espiritistas que Bécquer pudo conocer a través de la prensa diaria y otros libros españoles y extranjeros a lo largo de todo el decenio de 1860). En más de una página del presente capítulo he subrayado la esencial univocidad de los calificativos desnudo, intuitivo y vago cuando se trata del estudio de la forma de las Rimas. Pues bien: es interesante el pasaje de Artazu que voy a copiar ahora porque con él se muestra cuán singularmente aptos eran los rasgos del espiritismo para unirse a los ya mencionados de las Rimas, consolidando éstos y encareciéndolos a la vez. Tanto es esto así, que las palabras de Marietta prácticamente parecen un resumen de cuanto se ha dicho aquí sobre el proceso creativo de Bécquer y la forma de las Rimas. El asunto gramatical de todos los períodos citados a continuación es «el espíritu», mas creo que nadie se sorprendería si se le dijera que era Bécquer.

Es capaz de no perder ni una sola de las vibraciones que se desprenden de la armonía que se extiende en el espacio, y que marcha a perder los torrentes de sus últimas notas en los linderos de lo infinito.

Toca las substancias más tenues, examina los elementos más simples, y analiza los detalles más delicados.

Penetra en él la belleza, siente en sí la armonía.

Su pensamiento es su elocuencia, y entregando sus sentimientos a un lirismo eterno, puede describir cuadros bellísimos sólo con poner de manifiesto sensaciones.65


El espíritu de Marietta percibe los sonidos más imperceptibles en el espacio; Bécquer oye un suspiro en medio del estruendo de una orgía (rima LV). Las últimas notas de la armonía de la esfera se pierden en lo infinito; la poesía de Bécquer empieza donde termina el verso, y cuando se acaba de leerla, «se inclina la frente cargada de pensamientos sin nombre» (OC, 1187). Marietta examina y analiza las substancias más tenues, los detalles más delicados; Bécquer guarda en el desván de su memoria «las ligeras y ardientes hijas de la sensación» (OC, 622) hasta evocarlas de nuevo para el análisis que lleva a la elaboración del poema. Marietta descubre cuadros bellísimos no haciendo más que recurrir a sus sensaciones; numerosas rimas de Bécquer nos causan la impresión de que él tampoco ha hecho más que eso, aun cuando sabemos muy bien que todas esas sensaciones se han depurado y orquestado con precisión matemática. Penetra en el espíritu de Marietta la belleza o armonía universal; la divinidad o esencia poética universal, «de que es vaso el poeta», penetra repetidamente en el alma de Bécquer, notablemente en las rimas IV, V y VIII. Marietta entrega sus sentimientos a un lirismo eterno; Bécquer, según veremos en el próximo apartado, reviste los suyos de un lirismo universal, evitando el rubor de las emociones particulares. La elocuencia, el estilo, de Marietta se da, sin más ni más, en su pensamiento, y el cuadro hermoso puede reducirse a meras sensaciones; he aquí la fórmula de ese estilo esencial muy moderno que se llama desnudo y que se inauguró en la obra poética de Gustavo Adolfo Bécquer.







 
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