De «Insolación» a «Dulce dueño»: notas sobre el erotismo en la obra de Emilia Pardo Bazán
Marina Mayoral Díaz
Cuando en 1889, apaciguadas ya las aguas que había levantado La Tribuna, doña Emilia publica Insolación, la tormenta del escándalo estalló de nuevo. Desde las páginas de El Imparcial clama Pereda en nombre de la moral, pero en el fondo en nombre de su orgullo herido por la crítica de la Pardo Bazán a La Montálvez:
«De mi marquesa, declara usted que está fundida en el troquel de las murmuraciones de Viena y otros centros maldicientes de la Corte. Debo suponer yo que está mejor estudiada del natural, y por propia observación, la otra marquesa, la de usted, la que se va de buenas a primeras con un galán, a quien sólo conoce por haberle saludado la noche anterior en una tertulia, a la romería de San Isidro: y allí se mete con él en figones y merenderos, se emborracha, etc., hasta volver ambos ahítos y saciados de todo lo imaginable, para continuar viviendo amancebados a la vista del lector, con minuciosos pormenores sobre su manera de pecar»1. |
Emilio Bobadilla,
fray Candil, arremete también contra la autora, atacando al
personaje, Asís Taboada, «que
resulta una tía, mal que pese a doña Emilia. Una
señora, una verdadera señora no se va de
juerga, y menos con un hombre a quien apenas
conoce»
2.
Clarín,
enemistado ya por entonces con la Pardo Bazán, insiste en
varias ocasiones en el aspecto erótico de la obra. Primero
la calificó de «boutade
pseudoerótica de la ilustre dama»3
,
más tarde de «antipático
poema de una jamona atrasada de caricias»4
,
y por último, en una crítica más amplia,
puntualiza que no es obra pornográfica, pero tampoco
artística, ocupa un «lugar intermedio», ya que
se trata, en su opinión, de «un
episodio de amor vulgar, prosaico, es decir, de amor carnal no
disfrazado de poesía, sino de galanteo pecaminoso y
ordinario: es la pintura de la sensualidad más
pedestre»5
.
No voy a entrar ahora en los errores e inexactitudes de estas críticas ni en un análisis pormenorizado de Insolación, que ya he realizado en otro lugar6. Voy a utilizarla sólo como punto de partida para estudiar la evolución de doña Emilia en el tema del amor carnal y del placer que de la deriva.
En Insolación no cabe duda de que está claramente a favor y eso fue lo que irritó a sus contemporáneos varones. La novela cuenta la historia de Asís Taboada, una joven viuda que conoce a un hombre que le gusta, se deja enredar en sus galanteos, se enamora, se va con él a la cama y después deciden casarse: todo ello en seis días. Si se casan o no, no lo sabemos, porque la última imagen que tenemos de los amantes es la de la escena final de la novela: asomados al balcón de la casa de Asís, tras una noche de amor, haciendo planes para el futuro y sin recatarse de que el vecindario los vea.
La voz del narrador pone un contrapunto de severidad a la aventura, con comentarios ajustados a la moral tradicional de la época. Pero los personajes con su voz y sus actos resultan más convincentes, Asís empieza reconociendo que Pacheco le gusta físicamente y defiende su derecho a manifestarlo:
«... la verdad es que en lo cordial de mi saludo entró por mucho la favorable impresión que me causaron las prendas personales del andaluz. Señor ¿por qué no han de tener las mujeres derecho para encontrar guapos a los hombres que lo sean, y por qué ha de mirarse mal que lo manifiesten (aunque para manifestarlo dijesen tantas majaderías como los chulos del Café Suizo)? Si no lo decimos, lo pensamos, y no hay nada más peligroso que lo reprimido y oculto, lo que se queda dentro»7. |
Empieza así
y acaba cediendo al impulso de sus sentidos que la arrastra hacia
ese hombre. Cuando él le dice: «Piénsalo bien. Si mi quedo ahora no me
voy en toda la noche»
. Ella le contesta: «Quédate»8
.
Lo escandaloso para la época no es que se acueste con su amante. Las novelas decimonónicas están llenas de jóvenes seducidas, señoras adúlteras y mujeres de vida airada. Lo que resulta inmoral y escandaloso es la alegría que respira la novela, la complacencia en la sensualidad, el optimismo. Tanto Clarín como Bobadilla lo hicieron notar:
«No hay pesimismo, no hay sarcasmo implícito en esa historia de aventuras indecentes y frías, sosas y apocadas; hay complacencia, casi alegría»9. |
«Doña Emilia Pardo, a mi ver, no tiene temperamento de novelista, lo he dicho muchas veces [...]. Tiene, entre otros, el defecto de ser demasiado alegre, mejor dicho, optimista»10. |
Se equivocaban de medio a medio. Doña Emilia no era optimista. Ni lo había sido antes ni lo será después de Insolación. Esta novela es una isla, un paréntesis en una visión del mundo y del amor claramente pesimista. La única explicación que se me ocurre para ella es que la escribió en un momento vital esplendoroso, de plenitud humana y artística. Es el momento en que le escribe a Galdós:
«... releo tu carta y me río con el episodio de aquella prenda íntima. ¿Qué habrá dicho el guarda de la Castellana al recogerla? ¿Qué impresión moral será la suya? ¿Cómo juzgará las costumbres de la high-life? [...] Por fortuna esa prenda no tenía marca que llevan otras de su mismo género: una E coronada...»11. |
Es también la época en que vive una aventura sentimental con un hombre más joven que ella, guapo, rico, culto, que se convertirá en un mecenas de las artes y la escogerá a ella como consejera; el hombre a quien dedicó Insolación: José Lázaro Galdeano.
Fue un
paréntesis breve. En las novelas siguientes, Una
cristiana y La prueba, ha cambiado ya de actitud. En
ellas se cuenta la historia de Carmiña Aldao, una joven que
se casa sin amor, con un hombre que físicamente le
desagrada, sin más justificación para ese matrimonio
que el deseo de abandonar la casa familiar donde su padre, viudo,
tiene amores con una criada jovencita. A Carmiña no se le
ocurre ponerse a trabajar para resolver su problema moral, prefiere
casarse y cumplir con todas las obligaciones de una esposa
cristiana; así se lo dice a su confesor y confidente, el
padre Moreno: «Ni mi padre, ni mi marido,
ni Dios han de tener nunca queja de mí»
(O.
C., t. I, p. 585). Al correr el
tiempo, Carmiña tendrá que luchar contra la
repugnancia que le inspira su marido y una creciente
atracción hacia un sobrino que, a su vez, está
enamorado de ella. El marido enferma de lepra y es entonces cuando
la tesis de la novela se pone de relieve, porque la gracia
sacramental actúa sobre la protagonista y ésta se nos
muestra poseída por una caridad tan ardiente que puede
confundirse con amor, si no lo es realmente.
Estamos muy lejos de la sana sensualidad de Insolación. El clima de toda la novela es morboso, de una sensualidad retorcida, reprimida. Todo se queda en un amagar y no dar. La noche de bodas, Salustio, el sobrino y narrador de la historia, observa la alcoba nupcial por un agujero practicado en el techo. Desde allí ve cómo Carmiña se quita las horquillas y deja libre el pelo que cae hasta su cintura. Dice el narrador:
«el destrence y soltura de cabellos me pareció prólogo de otras licencias de tocador íntimo que iba a presenciar... y que sólo de imaginarlas ya me encendían la sangre en furor doloroso». |
(O. C., t. I, p. 598). |
También el
lector se imagina que va a ver una escena erótica, pero no,
señor, Carmiña, después de soltarse el pelo,
vuelve a recogérselo, modestamente, en un moño bajo y
se pone a meditar con la mano en la mejilla. En esto llega el
novio, la situación vuelve a animarse, pero Salustio, que
está acompañado por un estudiante de cura en su
puesto de observación, tiene un ataque, no se sabe si de
decencia o de qué y renuncia a la visión, al tiempo
que impide a su compañero que mire. Ata al monago y
él se pasa la noche «cubriendo con
las manos oídos y ojos, como si unos y otros se viesen
obligados a sufrir el martirio de los sonidos y de las
imágenes que envenenan los celos»
.
(O. C., 599). |
El matrimonio funciona mal, el marido se va a dormir a otro cuarto y Carmiña revive, liberada de unos deberes que aborrece, pero al chico se le ocurre comentárselo y entonces ella decide reconquistar a su marido para cumplir con sus deberes de esposa cristiana. Así lo comenta su enamorado sobrino:
(O. C., 619). |
La estrategia da resultado y el marido vuelve a ejercer sus derechos, provocando la desesperación del sobrino y la histeria de la esposa. Veamos cómo describe la situación el narrador:
(O. C., 641). |
Esta sensualidad morbosa se manifiesta también en la figura del padre Moreno, el fraile que con sus consejos apoyó el absurdo matrimonio de Carmiña Aldao. Es un hombre fuerte, de recia complexión y temperamento sanguíneo, de los que doña Emilia suponía inclinados por naturaleza a la concupiscencia. Pero el fraile es un hombre casto y su castidad provoca su ruina física. Al final de la novela lo vemos convertido casi en un inválido. ¿Las causas? Así lo explica su médico:
(O. C., 657). |
Es la misma idea que tiene Baroja de su personaje Andrés Hurtado, a quien se le cae el pelo y aquejan dolores articulares por ser casto durante ocho meses.
El clima de morbo se acentúa desde el momento en que el marido enferma de lepra. No se escatiman las escenas en las que queda patente el repugnante mal y cuando esperamos encontrarnos a la tití Carmen convertida en una Dolorosa nos la topamos transformada poco menos que en una modelo rubeniana:
(O. C., 689). |
A juzgar por las palabras de Salustio se diría que lo que le excita no es tanto la mujer cuanto la relación de ésta con su marido: el sufrimiento y los celos. En la medida en que Carmiña se santifica deja de atraerlo, aunque físicamente resulte más apetecible. Más difícil de entender, más inclasificable diría yo que es la reacción de Carmiña, desde un punto de vista humano, ya que pasa de la repugnancia al amor, precisamente cuando el marido enferma de lepra. Veamos su actuación en la escena final de la novela. Cuando el marido moribundo solicita su presencia se precipita al lecho del enfermo:
(O. C., 703). |
La novela acaba
sin que sepamos el destino posterior de Carmiña y Salustio.
Cuando un amigo le pregunta a éste por sus planes de boda
con la viuda, contesta: «¡Vaya una
ocurrencia! [...]. Ignoro lo que siento... Necesito analizar mi
espíritu»
(O. C., 703-704).
Un poco de aquella gozosa sensualidad de Insolación reaparece en Doña Milagros, donde se nos cuentan las desventuras de don Benicio Neiras, padre de nueve niñas, esposo de la autoritaria y castísima Ilduara y enamorado de la atractiva andaluza que da nombre a la novela.
Don Benicio tiene
sobre el matrimonio ideas parecidas a las de don Julián, el
cura de Los Pazos de Ulloa, quien opinaba que «la índole de tan sagrada
institución es opuesta a impúdicos extremos y
arrebatos, a romancescos y necios desahogos, ardientes y roncos
arrullos de tórtola»
(p. 258)12.
Pero don Benicio vive dolorosamente la contradicción entre
sus ideas y lo que de verdad le apetece. Así nos habla de su
esposa:
(O. C., t. II, p. 361). |
Y así nos habla de su vecina, doña Milagros, de quien acaba perdidamente enamorado:
(O. C., p. 371). |
Doña Milagros es el tipo de mujer que despierta la curiosidad y el deseo de los hombres, que la siguen por la calle, y la antipatía de las «esposas cristianas» que, como Ilduara, comentan esos hechos:
«No, no tengas miedo de que persigan así a una mujer de bien... Lo que es a mí... ¡A mí no se atreven!». |
Don Benicio le da la razón:
«¿Y quién había de atrevérsete, ¡oh Ilduara mía!, con aquel gesto tuyo y aquel entrecejo y aquella austeridad de líneas que alejaba todo pensamiento profano?». |
(O. C., 371). |
Las malas lenguas dicen que doña Milagros se entiende con el asistente de su marido, un guapo mozo valenciano (como Blasco Ibáñez), del tipo árabe, que parece ser el preferido de doña Emilia:
(O. C., 404). |
Lo que de verdad haya sucedido entre doña Milagros y el guapo soldado nunca se sabrá, porque la novela está contada por don Benicio y su información sobre el caso es limitada y parcial. Se dice que cuando ella intentó despedirlo, por haberse propasado el mozo, él la agredió con un cuchillo y después se dio muerte. Nadie cree en la inocencia de la comandanta, excepto don Benicio. Él cree, porque así se lo ha dicho ella, que la única infidelidad de doña Milagros ha sido espiritual y con él mismo, no con el asistente. Doña Milagros es la verdadera madre de las dos gemelas que ha engendrado y parido Ilduara, porque a ella, a la mujer atractiva y cariñosa y no a la casta y fría esposa, deseaba don Benicio.
La novela se cierra, igual que Insolación, con un gesto simbólico; antes de que doña Milagros y su marido dejen la ciudad para huir del escándalo, don Benicio, ya viudo, le entrega a las dos niñas recién nacidas para que se las lleve con ella y sean sus hijas.
En la última novela de doña Emilia, Dulce dueño, publicada en 1911, encontramos también la etapa final de la evolución de sus ideas sobre el amor carnal.
La novela se configura como unas memorias íntimas de la protagonista, Lina Mascareñas, que busca en vano la felicidad a través de los bienes mundanos y que acaba encontrándola, finalmente, en el amor a Dios. En su búsqueda, Lina recorre los caminos del amor humano y una de sus etapas es el amor carnal, la atracción basada en oscuras motivaciones que escapan al control de la razón.
Lina es una mujer sensual, que disfruta de todos los placeres del refinamiento y del lujo, de todo lo que suponga un halago de los sentidos: le gusta rodearse de objetos hermosos y de personas guapas, le gusta la música y la pintura y también cultiva placeres más insólitos en nuestra literatura: las joyas, las telas suntuosas, los perfumes, las cremas, los baños de espuma... A solas en sus habitaciones recrea su cuerpo y su espíritu con todos los refinamientos que le proporciona el dinero. Los encantos y peligros de la atracción sexual va a descubrirlos junto a su primo José María, personaje que responde a un tipo físico que ya conocemos:
«Es moreno, de pelo liso, azulado, boca recortada a tijera, dientes piñoneros, ojos espléndidamente lucientes y sombríos, árabes legítimos, talle quebrado, ágiles gestos y calmosa actitud». |
(p. 182)13. |
Junto a él, Lina descubre la carga sensual de gestos hasta entonces neutros e, incluso, desagradables:
(p. 182). |
El ambiente de
Granada y de la Alhambra, donde pasa muchas horas cada día,
dan a su sensualidad un aire de languidez que la predispone al
abandono: «Sentimiento para mí
nuevo. Disolución de la voluntad, invasión de una
melancolía apasionada»
(pp. 184-185).
La noche y la
música del fandango a la que la narradora califica de
«una especie de relincho árabe,
una cadencia salvajemente voluptuosa, monótona, enervante a
la larga»
, propicia la escena erótica: siente la
respiración del hombre «vehemente,
acelerada»
y alarga hacia él la mano «como en sueños»
. Él no
necesita más para decidirse:
(pp. 196-197). |
Por la noche, Lina
reflexiona: «¿Es esto amar?
¿Es esto dicha?»
. Se siente inquieta, agitada:
«Parece como si tuviera amargo poso el
licor, que ni aún me ha embriagado»
(p. 197). Al
amanecer, insomne aún, se levanta para llamar a su pizpireta
doncella francesa y se encuentra a su primo saliendo de la
habitación de la criada. Inmediatamente decide poner tierra
por medio y regresa a Madrid.
Reflexionando
sobre lo sucedido se da cuenta de que se ha dejado vencer por el
instinto: «He descubierto en mí
una bestezuela brava... a la cual me creía
superior»
.Y quiere averiguar a donde la lleva ese impulso
de su sangre:
«¡Es preciso que yo indague lo que es el amor, el amor, el amor! Y que lo averigüe sin humillarme, sin enlodarme». |
(p. 203). |
Para conseguirlo no se le ocurre mejor idea que ir a pedir información a un médico y ahí empieza la parte más confusa de la novela. Como preámbulo a su petición, Lima le dice al médico:
(pp. 207-208) |
Ya antes, en un episodio de la novela en que Lina se enfrenta a un pretendiente suyo, intelectual revolucionario y anarquista, resultaba sorprendente la animadversión con que la protagonista recibe la idea de que hay que dar a los niños instrucción sobre materia sexual en los colegios. Al pretendiente, Aparisi, lo presenta como un fanático, un hombre resentido y oportunista, ridículo, incluso, en su apariencia física. Sus ideas, sin embargo, sobre esa cuestión hoy nos parecen absolutamente correctas:
(p. 164). |
Lina, sin embargo,
opina que no hay tal belleza ni tal dignidad, y la visita al
médico la ratifica en su postura. Éste saca una serie
de libros de su biblioteca y le va mostrando «sin malicia, sin falsos reparos»
, con
absoluta profesionalidad, unas láminas que suponemos
serán de anatomía. Lina experimenta tal
repulsión que siente náuseas. Veamos sus comentarios:
«¡Qué vacunación de
horror! Lo que más me sorprende es la monotonía de
todo. ¡Qué líneas tan graciosas y variadas
ofrece un catálogo de plantas, conchas o cristalizaciones!
Aquí, la idea de la armonía del plan divino, las
elegancias naturales, en que el arte se inspira, desaparecen. Las
formas son grotescas, viles, zamborotudas. Diríase que
proclaman la ignominia de las necesidades. ¿Necesidades?
Miserias...»
.
(pp. 2118-2119). |
No queda claro lo
que son esas formas «zamborotudas»
que tanto la
horrorizan. El médico la ve tan afectada que se arrepiente
de haber accedido a su petición, pero ella remacha:
«¡Doctor, lo que usted siente, y yo también, no es sino la consabida vergüenza! ¡Vergüenza y nada más! Nos avergonzamos de pertenecer a la especie». |
(p. 2119). |
Y a solas sigue
dándole vueltas al tema: «Toda la
noche estuve volviendo a ver los grabados, y abochornándome
de haber nacido»
(p. 21l). La experiencia le provoca una
fiebre nerviosa que la retiene varios días en la cama.
Cuando Lina le comenta a un sacerdote amigo suyo el suceso, la
reacción de éste es menos histérica, pero
refleja el mismo concepto sobre la vida sexual:
(p. 216). |
Es decir, que lo malo, feo y asqueroso está ahí, lo que hay que hacer es no pararse a mirarlo.
El problema es: ¿Se trata de ideas de su personaje o de doña Emilia?14. Creo que de la autora. La Pardo Bazán tenía una gran habilidad para desaparecer tras sus personajes cuando le convenía. Utilizó siempre a sus criaturas de ficción como portavoces o paladines de sus ideas más polémicas. Es evidente que en Insolación está de acuerdo con Asís y en Dulce dueño con Lina Mascareñas. Hoy Asís resulta más convincente y más normal, a parte de más feliz. De todas formas, el contraste entre los dos personajes y entre la visión del mundo de las dos novelas es un ejemplo más de las contradicciones tan características de doña Emilia.
Como Dulce dueño es su última novela y la autora tiene ya sesenta años, creemos que la visión definitiva del amor físico es la que en ella aparece: triste final para una novelista que en 1889 había defendido el derecho de la mujer a que le gustasen los hombres y a disfrutar de ese gusto, y que lo proclamaba a la luz del sol, sin vergüenza ni sentimientos de culpabilidad.
No creo que fuese la vejez lo que hizo cambiar sus ideas sobre el amor carnal, ya que la aceptación de la sexualidad me parece un proceso irreversible. Más bien, lo interpreto como una manifestación de su espíritu contradictorio, escindido por tendencias opuestas, que no llegó nunca a conciliar.