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De la doctrina del progreso con relación a la doctrina cristiana

Juan Valera





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- I -

Hemos visto reproducido en La Discusión, nuestro artículo sobre las cátedras del Ateneo, en el cual procuramos poner en su punto el notable mérito del Sr. Castelar, y las dificultades de la empresa que piensa llevar a cabo; dificultades que, lejos de arredrar la constancia del Sr. Castelar, y de anublar el íntimo y claro convencimiento que ha de tener de su aptitud, deben servirle de estímulo y poderoso incentivo. Si entre tantas maravillosas prendas de orador como reconocimos en el Sr. Castelar, tuvimos que censurar algunas faltas, bien se desprende de todo el contexto de nuestro artículo, que lo hicimos en la inteligencia   —64→   de que criticando a una persona de tan superior capacidad, nos debían servir de norma y punto de comparación el ideal del arte en que esa persona se ejercita, y el último extremo de lucidez a que puede y debe llegar en el asunto de que trata. Para concebir estas excelencias del arte, y para imaginar esta lucidez, basta tener un mediano entendimiento; mas para realizarlas, como queramos y deseamos nosotros que el Sr. Castelar las realice, se necesitan las más poderosas facultades. Por donde comprenderán nuestros lectores dos verdades para nosotros muy importantes: 1.ª, que nos atrevimos a juzgar al Sr. Castelar sin atribuirnos sobre él superioridad en nada; y 2.ª, que nuestro juicio, si no ha sido favorable, pues el Sr. Castelar merece todo elogio, tampoco ha sido adverso, como hay quien lo pretenda.

El único escrúpulo que pesa sobre nuestra conciencia, y el que nos obliga a hacer aquí estas aclaraciones, es el haber intentado, sin previo aviso, y lo que es peor, sin ser conocidos y estimados del público, criticar fría e imparcialmente al Sr. Castelar, desechando el tono hiperbólico y extremado que, tanto en la censura como en el elogio, suele por lo común usarse en España. En este sentido se puede decir que nuestro artículo ha sido una salida de tono, y ha dado ocasión a que muchos vean en él un ataque a la reputación literaria de la persona criticada. El Sr. Castelar, sin embargo (y lo sabemos a ciencia cierta), no ha visto esa hostilidad en nuestra crítica, sino la apreciación desapasionada de los merecimientos que hasta   —65→   ahora tiene, el vivo y sincero deseo de que estos sean mayores, y la profunda convicción de que habrán de serlo.

No creemos, por consiguiente, que al decir La Discusión, como ha dicho, que se propone refutar algunos de los asertos de nuestro artículo, salga a la defensa del Sr. Castelar, a quien en tanto estimamos. Sólo creemos que La Discusión pueda y quiera entrar en polémica con nosotros en lo tocante a la doctrina del progreso: y temiendo el fallo de los redactores de tan ilustrado periódico, nos ha parecido conveniente, sin aguardar a que se publique la impugnación de nuestro artículo, aclarar aquí lo que sobre dicha doctrina dejamos en él ligeramente apuntado.

Dijimos en primer lugar que tenemos fe en el progreso. El progreso es para nosotros una creencia, no una ciencia. El progreso en que creemos está limitado por la misma condición del hombre y del mundo: y de esta suerte, ya que no se funde en la doctrina cristiana, no se opone a ella tampoco. Pero suponiéndole ilimitado, como lo supone Pelletan en sus dos famosos libros, Profesión de fe del sigo XIX y El mundo marcha, el progresismo es anti-cristiano, y es también anti-científico, pues aunque se pueda demostrar por la historia que en todo y de continuo hemos progresado hasta lo presente, aun será difícil deducir de esta premisa que progresaremos siempre en lo futuro.

De la naturaleza íntima del hombre tampoco se puede deducir la doctrina del progreso, porque no   —66→   conocemos cumplidamente esa naturaleza íntima. Y en cuanto a las ideas fundamentales que hay en la mente humana, si unas sostienen la doctrina del progreso, otras le rechazan, al menos, como infinito o ilimitado.

La idea de Dios puede en cierto modo considerarse como causa de progreso, porque la idea de Dios es el término de perfección y el ideal de nuestra especie en las diferentes edades. La idea de Dios, aunque de un modo vago, está preconcebida en la mente con anterioridad a cualquiera idea, y es como fuente de todas las ideas. Pero nuestro flaco entendimiento no comprende, ni en la mente divina, la existencia de esta idea (la idea que tiene Dios de sí mismo), a no limitar la omnipotencia y la grandeza de Dios dentro de su infinita sabiduría. A no ser así, nos parece que esta no podría abarcarlas. ¿Cómo, por lo tanto, ha de comprender y desenvolver esta idea nuestra mente finita, a no ser por abstracción, negación y oposición? Si esta idea, aunque en germen, estuviese en nuestra mente de un modo positivo, su eterno desarrollo constituiría el eterno progreso; porque esta idea que en la mente de Dios concebimos desenvuelta y completa, jamás llegaría por un orden sucesivo a desenvolverse y completarse en la mente de la humanidad. Mas nosotros no acertamos a comprender lo infinito y lo perfecto sino por abstracción de lo imperfecto y finito, y aun así lo comprendemos mal, pues oponemos a esa infinidad y perfección algo que las descabala y amengua.

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Estas consideraciones nos inclinan a pensar que la idea de Dios no puede ser el germen del progreso, tal como se entiende en el día, sino el germen de una aspiración infinita, que hallándose en contradicción con lo imperfecto de los medios que naturalmente tenemos para llegar a realizarla, nos induce y obliga a buscar el último fin por medios sobrenaturales.

Las religiones todas se han llevado como propósito y mira principal la resolución de este problema. Y como los hombres entendiesen que habiendo en el corazón humano un infinito deseo, sólo en un bien infinito podría el corazón aquietarse, columbraron asimismo, hasta con la sola luz de la razón, que había otra vida, y pusieron en ella ese bien deseado que no podían hallar en la presente. San Agustín censura a Varrón porque al pintarnos en esta vida al bienaventurado, reúne y pone en él multitud de calidades imposibles en un solo hombre, como son: larga vida, claro entendimiento, ciencia, hermosura, salud, robustez, bienes de fortuna, tranquilidad de espíritu y conciencia limpia de culpa. Por eso dijo el P. Fr. Luis de Granada que si Marco Tulio suponía que, siendo tantas las calidades que habían de concurrir en el orador para que fuese tolerable, era casi imposible que hubiese más de uno en cada siglo, con más razón se debía suponer la imposibilidad de hallar en el mundo bienaventurados como los de Varrón. Pero aun dando por sentado que en un solo hombre concurren estas perfecciones, no podemos, con todo, imaginar en él la bienaventuranza en esta vida, y el término y satisfacción   —68→   de su deseo, y la plenitud del ser que esta satisfacción presupone. Lo cual fuera de la religión, y bien considerado por los racionalistas, ha de tenerse por fin imposible de alcanzar, y, según la doctrina de Cristo, ha de creerse obra de la gracia o de la potencia divina, y ha de considerarse como un milagro. El hombre puede elevarse a ese fin, no por desenvolvimiento, sino por renovación; no natural, sino sobrenaturalmente; no apoyándose en la vida anterior, sino en un principio más alto que nuestro propio ser y nuestra propia vida. En lo esencial de la religión cristiana no cabe por consiguiente la idea del progreso, tal como se entiende ahora.

No es esta cuestión tan profunda y tan ardua que tengamos que recurrir para resolverla al estudio de los Santos Padres y de los grandes teólogos: basta con que citemos el catecismo. Allí aprendemos a considerarnos como hijos de Eva, desterrados en este valle de lágrimas: allí aprendemos cuáles son las bienaventuranzas. Bienaventurados los que lloran. Bienaventurados los que padecen. Bienaventurados los pobres de espíritu. De todo lo cual se deduce que este mundo es un lugar de destierro y de prueba, y que la perfección que a él trajo el cristianismo, si bien no es contraria a la que pretende traer consigo el progreso, es del todo diversa. Desde luego se nota que la perfección moral que da el cristianismo a sus bienaventurados no implica la intelectual y mucho menos la física. La más cuitada persona del mundo puede ser un bienaventurado y aun unirse con Dios en esta vida, llegando   —69→   al último ápice y extremo de la perfección. Lo cual parecerá extraño a los incrédulos; pero es a la par tan poético y sublime, que no puede menos de causarles maravilla y espanto. La simplicidad llega al conocimiento de las más sublimes verdades, y la ignorancia llega a confundirse y a estrecharse con la ciencia misma, no por desarrollo y progreso del razonamiento, sino por la aniquilación o suspensión de las potencias y sentidos, y por tan alto menosprecio de estas facultades, que muchos grandes santos han procurado pasar por simples a los ojos del mundo. Léanse, si no, las vidas de San Francisco de Asís, de San Pedro Alcántara, de San Felipe Neri, y de tantos otros, los cuales, sin ser simples por naturaleza, vinieron a serlo por la gracia. Para la perfección, que la bienaventuranza requiere, no es en manera alguna indispensable la agudeza y claridad del ingenio. Para conocer y servir a Dios de nada sirve ni vale la humana sabiduría. Quia enim in sapientia Dei non poterat mundus per sapientiam cognoscere Deum, placuit Deus per stultitiam praedicationis salvos facere credentes. En donde se nota, no ya consonancia, sino discordancia, entre la sabiduría del cielo y la del mundo, y en donde se confirma aquella otra sentencia del Apóstol: Quod stultum est Dei, sapientius est hominibus, porque el fin de la sabiduría mundana y de la mundana1 prudencia está en este mundo, y el de la sabiduría divina en el otro, sin que la humana por sí sola pueda llegar hasta él.

Siendo, pues, infinito el término del deseo del alma,   —70→   y teniendo por principal objeto el cristianismo la satisfacción de este deseo, no es posible que ordene los medios que tiene para lograrle a otro fin que por fuerza ha de parecer mezquino al verdadero cristiano. Aun el que no lo es aprecia en poco este fin, con tal que tenga un ánimo levantado que no se contente con la satisfacción de los groseros apetitos de la carne, o con el triunfo de una pueril vanidad, que se envanece de la escasísima y oscura ciencia que podemos adquirir en esta vida. No se opone, con todo, el cristianismo a los adelantos y mejoras en las cosas temporales; mas no se ha de creer que ponga en ellos la mira, teniéndola fija en más alto y santo objeto. No se opone a ellos, porque sólo pudiera oponerse en nombre de un ascetismo exagerado, y el Apóstol condenó este ascetismo, diciendo, Caro concupiscit adversus spiritum, et spiritus adversus carnem, y sentó como un hecho verdadero, y estableció como regla de conducta, que nadie aborrece ni debe aborrecer su propia carne. Lo que el cristiano debe aborrecer en ella son los desordenados instintos y la debilidad consiguiente a nuestra naturaleza decaída por el pecado. Mas la carne, lo mismo que el espíritu, son obras de Dios, y son, por lo tanto, buenos en su esencia, y no sólo el espíritu, sino la carne también, aunque purificada y transfigurada, han de gozar de la gloria.

El mundo es asimismo bueno y hermoso, y si la doctrina cristiana le tiene por uno de los enemigos del alma, es en otro sentido diverso del que aquí le damos   —71→   ahora. Pero ni el mundo, ni cuanto en él se encierra, bastan a satisfacer el amor y la aspiración del corazón cristiano, desasosegado mientras en Dios no se reposa. Por lo cual no queremos ni debemos gozar del mundo y de las cosas que en él hay, sino usar de ellas en esta peregrinación de la vida como de un vehículo y de una escala para encaminarnos y elevarnos a su origen y al nuestro, el cual es también nuestro fin, y no lo efímero y caduco. Y sustentamos aquí estas ideas, porque así como nos aflige y repugna el neo-catolicismo que absuelve y canoniza las maldades de los tiranos, aún nos aflige y repugnan más el neo-catolicismo que ve hasta en las más sangrientas y espantosas revoluciones un desarrollo legítimo de la idea cristiana2. El uno coloca en los altares a Torquemada y a Felipe II; el otro a Marat y a Robespierre.

No ha de imaginarse, con todo, que el cristianismo mejoró la sociedad. Antes creemos (y ya en este breve escrito, y en el artículo sobre las cátedras del Ateneo lo dejamos consignado) que el cristianismo cambió favorablemente las relaciones del esclavo, de la mujer y del hijo, con el señor y el padre de familia; que abolió los espectáculos sangrientos; y, en una palabra, que moralizó y santificó a los hombres. Las mismas virtudes con que gloriosamente resplandecieron algunos emperadores paganos, como, por ejemplo, Marco Aurelio y Alejandro Severo; y la misma filosofía de los alejandrinos neo-platónicos, en lo que tiene, tanto en la moral como en el conocimiento   —72→   de Dios, de más bello y completo que la antigua filosofía, lo atribuimos nosotros al cristianismo, de cuya doctrina se aprovecharon aquellos filósofos para contradecirle e impugnarle.

Nuestro intento ha sido sólo demostrar que el cristianismo, aunque causa de renovación, y aunque no se opone a la doctrina del progreso, con tal que se crea que éste no se levanta sobre la flaca, pecadora y decaída condición humana, no podía ser progresista según lo que esta palabra significa y vale en nuestra época.

Luego que Nuestro Señor Jesucristo predicó su santísima doctrina, la moral no pudo avanzar más en la teórica, porque nadie habla de completar o corregir lo que Cristo hizo; y no avanza en la práctica, porque ahora no hay hombres más santos y excelentes que los Apóstoles, los mártires y los anacoretas de los primeros siglos de la Iglesia. Desde entonces tenemos a la vista el ideal de la perfección cristiana, y no hemos menester, para verle, de nuevas ciencias y de progresos intelectuales. Cristo nos dijo: -Tomad la cruz, y seguidme. El que me siga no se perderá en las tinieblas.

Si en la plenitud de los tiempos se extenderá tanto el cristianismo, que hasta los judíos se conviertan a él, no por eso estará todo el linaje humano dentro del gremio de los fieles. Aun habrá ateos, incrédulos, blasfemos y sectarios del Ante-Cristo. En el seno mismo de la Iglesia vivirán muchos réprobos, como en el arca los animales inmundos.

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En cuanto al progreso de la ciencia, el cristianismo no le reprueba, pero tampoco se le propone como objeto importante inmediato, a no ser con el fin de elevar la mente humana a un superior conocimiento de Dios, y de crear en nosotros al verdadero gnóstico que describe San Clemente de Alejandría. En este sentido comprendemos progreso en la filosofía cristiana; pero sobreentendiéndose la fe como requisito esencial de este progreso, y faltando a muchos en el día, caen estos miserablemente en el panteísmo y en el materialismo. Así es que en vez de progresar, reniegan del bien supremo, y mientras más tierna y enamorada tienen el alma, y más levantado el pensamiento, más honda es la desesperación y más negro el hastío que los domina. Los ferro-carriles, los telégrafos eléctricos, la fotografía, el alumbrado de gas y las constituciones más o menos democráticas, no bastan a consolarlos.

Este progreso, que casi podemos llamar mecánico, parte principalmente de descubrimientos materiales, que no presuponen el cristianismo. Tales son la invención de la brújula, la de la imprenta, la de la pólvora y la aplicación del vapor a las máquinas. La preponderancia y el mayor valer político de las naciones cristianas de Europa nacen en gran parte de estos inventos y de la fecunda manera con que se han aplicado a las necesidades y exigencias de los pueblos. Y si los de Europa se adelantan en cultura, en riqueza y en espíritu mercantil, industrial y belicoso, a los demás del mundo, no es solamente porque son cristianos.   —74→   Grecia y Roma no lo eran, y vencieron, y dominaron, y civilizaron a las otras naciones. Las razas que pueblan la Europa, ya sea por influencia del clima, ya por otras causas que no nos incumbe investigar, han sido en todos tiempos, al menos desde que empezó a escribirse la historia, más pujantes y más despiertas y activas que las demás razas. Si la primera civilización vino del continente asiático, es porque aquella parte del mundo fue la cuna de la humanidad, y porque allí quiso Dios hacer sus revelaciones.

Esto es, aunque desordenada y confusamente dicho, cuanto tenemos que decir ahora para explicar y corroborar los asertos que promete impugnar La Discusión, y esto nos servirá de punto de partida cuando repliquemos al mencionado periódico.




- II -

El Sr. D. Emilio Castelar contestó ya en La Discusión del 24, no sólo a lo que dije, sino también a lo que pretende que dije al hablar del progreso en mi artículo sobre las cátedras del Ateneo. No acuso al señor Castelar de no haberme entendido en parte. Quizás fuese mía la falta; quizás yo no me explicase con la claridad debida. Con este recelo, y a fin de defenderme de graves inculpaciones, tendré ahora que ser prolijo para no ser confuso.

Bien claramente expresé, sin embargo, en el artículo a que nos referimos, que deseaba que el señor Castelar demostrase de una manera evidente que el cristianismo, lejos de ser contrario al progreso humano, es causa eficacísima de este progreso, que singularmente efectúan las naciones de Europa iluminadas por la luz de la fe. Al expresarme así, no ponía yo en duda la influencia benéfica del cristianismo, que ha venido a darnos el conocimiento del verdadero Dios, y a proclamar entre todas las gentes y naciones aquella ley que dice: ama a Dios sobre todas las cosas, y a tu prójimo como a ti mismo; ley en que se encierran todas las leyes y preceptos, y donde está por alta manera el germen de todo verdadero bien en este mundo y en el otro. Lo que sí ponía yo en duda era y es que este progreso de ahora esté de acuerdo con esa ley divina; y más aún, que esa ley divina nos haya sido dada con el fin de cumplir este progreso; y por último, mucho más aún, el que esa ley divina, ordenada principalmente a un fin más alto, hubiese sido para los primeros cristianos causa conocida de un progreso desconocido entonces para ellos. De aquí deducía yo que el cristianismo no era progresista, si bien el progreso y los progresistas podían ser cristianos, lo cual necesita y merece una explicación detenida.

Si por progreso hemos de entender vagamente el movimiento de la humanidad, que el mundo marcha, como se dice ahora, no habrá motivo de discusión entre el señor Castelar y yo; el cristianismo será progresista, lo serán el islamismo y el budismo, y todos seremos progresistas; cristianos, judíos, mahometanos e idólatras. ¿Quién ha de negar verdad tan evidente, ni cómo, por muy aficionado que yo fuese a   —76→   sostener paradojas, había de ponerme a sostener una tan absurda? El mundo marcha, pues, y en este sentido hay un progreso que nadie contradice. Y como nadie contradice tampoco que somos imperfectos; ni nadie, a no ser un malvado, quiere el mal de sus semejantes, todos desean, y no pocos esperan, que, en vez de ir de la imperfección en que estamos a otra más honda, nos levantemos algo hacia la perfección. En este sentido son también progresistas todos los hombres, cualquiera que sea su religión, y cualquiera que sea su política. Calomarde era progresista en este sentido. Es por consiguiente necesario determinar y definir cuáles son las principales clases que hay de progreso, porque si seguimos usando la palabra sin definirla de antemano, se refugiará nuestro discreto antagonista en la significación vaga y general de ella, y creerán los inexpertos que nos vence cuando se retira.

El progreso se puede entender (no digo que sea), de tres modos principales. El que está en armonía y es una consecuencia del cristianismo, y este es el que el Sr. Castelar sigue y defiende, según afirma: el que es contrario al cristianismo y malamente se llama progreso; y el que es ajeno al cristianismo, aunque el cristianismo no le repruebe.

El primer modo de progreso no falta quien sostenga que se cumplió y terminó mucho tiempo hace. Anunció el Señor y anunciaron sus discípulos que la santa palabra del Evangelio se extendería por toda la tierra, y se extendió en efecto, ya que por donde   —77→   quiera ha sido predicada. «Así, dice el P. Fr. Luis, se acabó de henchir la tierra del conocimiento de Cristo. Mas después, añade, creció la prosperidad, y con ella la ambición, y la envidia, y las delicias, y el avaricia, raíz de todos los pecados, y creciendo los vicios, se fue disminuyendo la fe, porque este es el principal azote con que Dios los castiga, como él mismo lo amenaza en el Apocalipsis, avisando a sus Iglesias que se enmienden y hagan penitencia, so pena que vendrá contra ellas y les quitará el candelero de su lugar. Este candelero es la lumbre de la fe». Por donde se puede conjeturar que la Iglesia se acrecentó y floreció en otros tiempos; mas que por desgracia no se acrecienta ni florece como antes en los tristes que alcanzamos; en los cuales es punto incontrovertible que en vez de acrecentarse ha venido a estrecharse considerablemente en justo castigo de los pecados de los hombres. Porque apareció primero la secta de Mahoma, la cual dio por tierra con la cristiandad, que estaba floreciente en muchas provincias y regiones de África y de Asia; y luego ocurrió el cisma, y dividió a la Iglesia griega de la latina, y Lutero y los de su parcialidad predicaron después la llamada reforma, y lograron separar del gremio de la Iglesia a varias de las más nobles e inteligentes naciones del mundo; vino, por último, la moderna filosofía, que empieza en Descartes y termina en los neohegelianos, y vinieron con ella la incredulidad, la indiferencia en materias de religión y el egoteísmo y el antiteísmo, que son las más perversas doctrinas que ha habido   —78→   nunca, las cuales cundieron entre los hombres como la zizaña y como toda mala simiente: por manera que muchos en el día no son cristianos sino en el nombre y la apariencia. Y aunque todo puede esperarse de la infinita bondad de Dios, todavía no hay razón fundada para creer, sobre todo si continúan las gentes en el camino que llevan ahora, que vaya la cristiandad acrecentándose.

La doctrina de Cristo ha sido predicada y es conocida en toda la tierra, y con esto quedan cumplidas las profecías. Si los hombres no la siguen, es porque Dios no les quita la libertad, ni los fuerza a seguirla, aunque los induce y mueve a ello con inefable y maravillosa dulzura; pero esta es cuestión altísima de la gracia y del libre albedrío en que nosotros, legos y profanos, no nos atrevemos a entrar. Baste saber que muchos conocen a Cristo, y no se vuelven a él; antes reniegan de su nombre y de su doctrina; y como siguen otras enteramente contrarias, no buscan el bien verdadero, sino un bien aparente y engañoso, y poniendo la mira y propósito en un fin limitado y mezquino, olvidan y menosprecian el único fin digno del hombre, el cual no sólo fue criado a imagen, sino también a semejanza de Dios.

Yo no he negado, ni Dios permita que niegue nunca, su providencia paternal y santísima; pero sin negarla, puedo afirmar la existencia y permanencia del mal sobre la tierra. Sabido es asimismo que, en el sentido más cristiano, más filosófico y más comprensivo a la vez, el mal no existe sino con relación al bien   —79→   absoluto; porque todas las cosas, con relación a sus condiciones y naturaleza limitada, son perfectas, y no puede caber en ellas mayor perfección de la que tienen. Todas salieron de las manos mismas de Dios, que no puede hacer nada malo, y todas fueron creadas por su voluntad, que no se complace sino en lo perfecto y acabado, según su género y especie. Por lo cual, las criaturas todas están ordenadas con un orden sapientísimo, y van encaminadas a un fin no menos grande y excelente, del cual sólo columbramos lo bastante para adorar a Dios y darle gracias, y no para sustituirle y suplantarle en su providencia, cuyo complemento y justificación entenderemos en la otra vida, y no en la presente que vivimos. Y así se puede decir, sin temeridad, que es difícil, cuando no imposible, que todos los hombres se hagan unos santos y vengan a realizar en el mundo la doctrina de Cristo, y a reproducir el dechado maravilloso que en sí propio les dio Cristo, para que de él sacasen las muestras de todas las virtudes de que es capaz la naturaleza humana, ayudada de la gracia. Antes bien, se puede sostener, y yo sostengo, que distamos mucho de encaminarnos en el día a esa perfección, y que tal vez nos apartamos de ella volviendo la espalda a Cristo, que es su dechado y arquetipo. Y no se ha de presumir que hacia la consumación de los tiempos llegue ese progreso a cumplirse, porque no es posible olvidar las palabras del apóstol a Timoteo: «Has de saber, le dice, que en los postreros días sucederán tiempos peligrosos. Porque vendrán los hombres a ser muy   —80→   amigos de sí mismos, codiciosos, altivos, soberbios, blasfemos, desobedientes a sus padres, desagradecidos3, malvados, sin afección, sin paz, malsines, deshonestos, crueles, ajenos de toda benignidad, traidores, protervos, hinchados, y más adoradores de los deleites, que de Dios, mostrando en lo de fuera una imagen y apariencia de religión, y estando muy ajenos de ella».

Por el contrario, el segundo modo de progreso, el que malamente se llama progreso, el que es enemigo del cristianismo, vemos que en efecto se va realizando en el día. Las malas doctrinas se han extendido considerablemente, y si nos espantan, por un lado, la inmoralidad y la irreligiosidad que encierran, no podemos menos de admirarnos también, porque también se admira lo malo, de la sutileza y profundidad de la razón humana que tan sublime Babel de errores y de absurdos ha llegado a levantar por sí sola. No se ha de decir con todo que este desventurado progreso, que viene en contra del cristianismo, sea el que nos quiere hacer pasar el Sr. Castelar, no ya como en armonía con el cristianismo, sino como una emanación, como una consecuencia de él, como el cristianismo realizado, y como el fin que los cristianos todos se propusieron y proponen.

El tercer modo de progreso es el que hemos llamado ajeno al cristianismo; esto es, el que nada tiene que ver con la doctrina de Cristo, sino en cuanto a la intención moral con que puede hacerse. Claro está que Dios no queda inerte, ni ajeno a este progreso,   —81→   porque lo esté el cristianismo. Dios que nos ha criado, y que nos conserva y mantiene, mantiene y conserva también ese progreso, que es obra inmediata nuestra y mediata suya, puesto que Dios es causa de todas las cosas. Y como el Señor nos hizo a su imagen, por donde entienden los teólogos que el alma es capaz de comprender a los demás seres y de modificarlos hasta cierto punto, el alma puede valerse de estos seres y darles nuevas formas y condiciones, y poner en ellos ciertas potencias y virtudes agradables o provechosas. Todo esto se efectúa de un modo naturalísimo, valiéndose el hombre para ello de sus facultades naturales; las cuales son tan imprescriptibles que por muy dejado que esté de la mano de Dios, las puede el hombre conservar. Y así es que hasta los mismos réprobos las conservan en el infierno, y el alma de ellos, según afirman doctos teólogos, no deja de ser imagen de Dios, aunque esté ardiendo en vivas llamas. Lo que pierde el alma es la semejanza con Dios, y la pierde por el pecado. De aquí viene a entenderse que es una aserción completamente desprovista de fundamento el tener por realización y consecuencia del cristianismo esas obras meramente humanas, y esas primorosas invenciones de nuestra época, que en gran parte constituyen lo que se llama progreso. Menos extraño sería que algún descontento de todos esos adelantos, porque también hay o puede haber quien los condene, los atribuyese a inspiración directa del demonio. Ello es lo cierto que no dimanan del cristianismo; esto es, que no tienen por origen   —82→   una revelación sobrenatural. Dios nos dio facultades naturales para hacerlos, pero no nos reveló la manera y forma en que habían de hacerse, encomendando ese cuidado a la espontánea fuerza y energía del ingenio del hombre; el cual, ya sea chino, ya europeo, ya monje, ya seglar, ya protestante, ya católico, ya réprobo, ya santo, puede, en nuestro entender, haber inventado la imprenta, la brújula, la pólvora, los ferro-carriles y cualquiera otra máquina, artificio o sistema.

En suma, y coma deducción legítima de todo lo expuesto, creo que se puede asegurar que el primer modo de progreso no se verifica en el día: esto es, que en digno y merecido castigo de nuestras culpas, no hay ahora progreso cristiano, y que los que se verifican son el anti-cristiano, malamente llamado progreso, y el que es ajeno al cristianismo, y podemos llamar mecánico o ingenioso. Pero estos dos modos de progreso que se verifican en el mundo, el uno lejos de llevarnos al bien, nos aparta de él, y no conduce sino a la perdición de las almas, y el otro sólo nos puede llevar a un bien engañoso y efímero, porque no hemos de imaginar que en las cosas perecederas y contingentes, y tan sujetas a mudanza y decaimiento, como lo están las de esta vida, pueda cifrarse el sumo bien, en lo cual convienen con nosotros hasta los filósofos paganos.

Hechas ya estas aclaraciones, y suplicando a quien me lea que recuerde lo que dije en mi primer artículo, que publiqué el 19 con el mismo título que   —83→   el que este lleva, voy a tratar de sincerarme de aquellas acusaciones del Sr. Castelar, de que no creo estar aún, con lo que llevo dicho, justificado y absuelto.

En primer lugar se me dirá que además de ese progreso mecánico, que es el único bueno o indiferente, cuya existencia admito en el día, se ha de contar con el progreso que se ha realizado, se realiza o ha de realizarse en las instituciones políticas y sociales por influjo del cristianismo. En cuanto al que se ha realizado, ni le niego, ni le he negado nunca; mas por lo mismo que soy, o quiero ser buen católico, no le llamo ni debo llamar progreso, sino regeneración y redención. Quédese el llamarle progreso para el señor Augusto Comte, filósofo materialista de la extrema izquierda hegeliana. La idea de progreso implica el tránsito gradual y natural de un estado a otro; y como ya indicamos en otra parte, el cambio que produjo el cristianismo en la sociedad y en el hombre, no fue por desenvolvimiento, sino por renovación; no fue natural, sino sobrenaturalmente; no fue apoyándose en la vida anterior, sino en un principio más alto que nuestro propio ser y nuestra propia vida. Considerar el cristianismo como un progreso vale tanto como tenerle por una invención humana. Llegada la humanidad, dicen los que tal piensan, a un nuevo período de desarrollo, dio de sí el cristianismo, como los árboles dan el fruto. Para no caer en error tan espantoso, llamo yo al cristianismo regeneración y redención. Veamos ahora de qué manera podrá entenderse que el cristianismo es causa de progreso.

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No pudo ser causa conocida de progreso para los primeros cristianos; esto es, los primeros cristianos no pudieron ser progresistas, porque el progreso es uno de esos modernos e ingeniosos descubrimientos de que hemos hablado ya, y que no se conocían entonces; por manera, que mal se podía ver en el cristianismo la causa de un efecto desconocido. Como en el mundo se ha escrito mucho, y yo he leído poquísimo, no me atreveré a asegurar que no hubo autor, de los primeros siglos de la Iglesia, que hablase de que progresamos, en el sentido que esto se entiende ahora. Pero sí aseguraré que la creencia más vulgar, y más difundida y acreditada, era entonces, y ha sido mucho después enteramente contraria, sin que los que tal pensaban y creían, dejasen por ello de ser buenos, y aun mejores cristianos que nosotros. ¿Cuántas veces los cristianos no han tenido por muy inmediata la profetizada fin del mundo? Y esto se ha creído y temido no sólo en la Edad Media, cuando tal espanto se apoderó de las naciones, creyendo que se acercaban los tiempos apocalípticos, sino muy recientemente, y hasta el año pasado, como sucedió entre pueblos, o más cándidos que el nuestro, o más vivos de imaginación; por ejemplo, en Alemania. ¿Qué idea ha habido de progreso hasta el tiempo de los enciclopedistas? ¿Antes era acaso verdad conocida que progresábamos? ¿No era, por el contrario, error popular, y muy arraigado, que el mundo estaba viejo? Feijóo ¿no le combatió en España, y en otros países otros autores? Aun en el siglo pasado, ¿se tuvo por ventura una idea   —85→   exacta del progreso? ¿En qué diccionario castellano o francés, o de cualquiera otra lengua, se hallaba el sustantivo progreso, o su equivalente, en la acepción que tiene ahora? El verbo progresar, ¿no es tan neologismo, que cualquier purista, aun ahora, se desdeñaría de emplearle? Y si la palabra no existía, ¿era por otra razón sino porque no existía la idea? Voltaire, en el siglo pasado, se contentaba con creer, que vivía en un tiempo luminosísimo; mas ponía en la Edad Media las tinieblas palpables, de suerte que no entendía el progreso. Rousseau juzgaba que la verdadera felicidad y la perfección estaban en la vida selvática; y Helvetius decía que l'esprit des lois era de l'esprit sur les lois, porque Montesquieu había entrevisto, en las instituciones, leyes y costumbres de los pueblos de la Edad Media, algo de razonable, y hasta si se quiere, de progresivo. Bailly y Salverte inventaron, por último, sistemas enteramente contrarios a la doctrina del progreso. De donde se deduce que esta doctrina es hija legítima de la época en que vivimos, y que Pelletan intituló, con sobrada razón, el elocuente libro en que la explica, Profesión de fe del siglo XIX. No podía, por consiguiente, el cristianismo haber sido para los cristianos causa conocida de un progreso, de un efecto que no conocían. ¿Fue, empero, el cristianismo causa recóndita y misteriosa de este progreso, recientemente puesto en claro?

Cuestión es esta sutilísima y complicadísima, y para resolverla sería menester escribir libros enteros, no ya un artículo de periódico. Yo no trataré, por lo   —86→   tanto, de aclarar, distinguir ni resolver aquí circunstanciadamente todos los términos de la cuestión, la cual toma diferentes aspectos y se decide de diferentes modos, según el punto desde donde se mira. Pero confiado en la inteligencia y buena fe de los lectores, y depuesto el recelo de que no me entiendan, o finjan no entenderme, para echarme en cara opiniones e ideas que no son las que yo presento y defiendo, voy a tocar ligeramente, y por estilo conciso, los principales modos que hay de responder a la cuestión: modos que todos concuerdan, a mi ver, en una idea más alta, la cual más fácilmente se concibe que se expresa. Tal al menos me lo parece a mí, que, si alguna virtud sintética tengo en el entendimiento, confieso con humildad que no tengo ninguna en la palabra.

Desde luego, si consideramos el cristianismo como un gran hecho histórico de inmensa trascendencia, no podemos menos de creer que ha ejercido y ejerce un influjo proporcionado a su trascendencia y a su grandeza; influjo que, mientras fuere inmediato, será excelente y benéfico, porque no desvirtuará ni perderá su origen y carácter divinos: influjo que, cuando fuere mediato, esto es, modificado y combinado con otros principios, pasiones e ideas de origen humano, podrá desnaturalizarse y torcerse, y producir el mal. En este mal, sin embargo, no verán el verdadero cristiano, ni el hombre de juicio, aunque no lo sea, el influjo directo y responsable del cristianismo, y todo lo atribuirán a la malicia y flaqueza del hombre. La penitencia que hace Teodosio es una consecuencia inmediata   —87→   del cristianismo. El cristianismo prescribe una ley moral, y la sanciona con una pena. Teodosio infringe la ley, y recibe y acepta el castigo. Aquí la consecuencia es tan inmediata, tan clara, tan patente, que la malicia humana no ha podido torcerla y corromperla, y la luz y la bondad del cristianismo resplandecen santa y suavemente en este hecho. El establecimiento de la Inquisición, las matanzas del día de San Bartolomé, y hasta si se quiere, la Revolución Francesa, son para algunos una consecuencia mediata del cristianismo, ya que, sin presuponer el cristianismo como hecho histórico, no podrían explicarla. Mas del principio santo y divino sacó aquí la razón humana una consecuencia dañada y perversa, y la responsabilidad de esta consecuencia no está en manera alguna en el principio, sino en la serie de deducciones por donde ha venido a caer el entendimiento en consecuencia tan espantosa y absurda.

Bien se nota, por poco que se reflexione, que la influencia inmediata no es progresiva, y que sólo la mediata lo es. Al decir que la inmediata no es progresiva, no queremos decir que existiese en un tiempo, y que no exista ahora. Esta es permanente en nosotros, es obra milagrosa y sobrenatural de la gracia, es don del Espíritu Santo, es lumbrera eterna que ilumina nuestras almas, y que ilumina las sociedades donde la religión subsiste, las sociedades que no han vuelto las espaldas a Nuestro Señor Jesucristo, y que no han renegado de su santo nombre y doctrina. ¿Pero qué sujeción a una ley progresiva puede haber en esa gracia,   —88→   en ese resplandor celestial, en esa energía para el bien que nos hace semejantes a Dios? ¿Acaso el Espíritu Santo reparte ahora sus dones con más abundancia que los repartía cuando los apóstoles andaban por el mundo, cuando llenaban las soledades multitud de piadosos anacoretas, cuando hubo tantos mártires, vírgenes y confesores gloriosísimos?

En la influencia mediata sí cabe progreso; pero tal vez se progresará alejándose del principio para llegar a las consecuencias extremas. Tal vez llegaremos hasta el último punto que esa luz del cielo alumbra con sus fulgores, y queriendo ir aún más adelante, perderemos de vista esa luz, y caeremos en las tinieblas. Por eso es prudente decir que de las consecuencias, buenas o malas, que podamos sacar de la religión, es responsable la razón humana. Si son buenas, la religión, que nos hace semejantes a Dios, que nos une a él, que nos da su gloria, nada tiene que envidiar a la razón por ese vano, pequeño y efímero triunfo. Y si las consecuencias y deducciones son malas, o de incierta bondad, ¿por qué ha de ser el cristianismo responsable de ellas? Doctrinas, leyes, instituciones y costumbres hay ahora en el mundo que se combaten unas a otras, que forman diferentes partidos, y cuya bondad o malicia distan mucho de estar demostradas. Así es que, si las considerásemos como consecuencias lógicas y exactas del cristianismo, le identificaríamos4 con ellas, pondríamos en tela de juicio su bondad o su malicia, y le haríamos asunto de nuestras frívolas disputas.

Donoso-Cortés creía que la teocracia, que la incapacidad   —89→   de la razón y su incompetencia para decidir las cuestiones más importantes, que el derramamiento de sangre humana, que el transformar en sacerdocio el oficio de verdugo y en altar el patíbulo, y que la obediencia pasiva de los pueblos, y el poder real limitado sólo por la penitencia que pudiera imponer un San Ambrosio, eran todas consecuencias legítimas del cristianismo. Yo, aunque impar congressus Achilli, aunque débil para luchar con aquel monstruo de ingenio y de elocuencia, traté, sin embargo, de refutar sus errores. ¿Cómo, pues, si he de ser imparcial y consecuente conmigo mismo, no condenar una doctrina que procede por el mismo orden que la del Sr. Donoso, aunque viene a parar a término distinto? ¿Cómo deducir de la religión de Cristo, y creer que por ella ha de realizarse en el mundo el sufragio universal y la milicia ciudadana; la reclamación de todo derecho, cuando la perfección cristiana está en la devoción y el sacrificio; y los opíparos milagros de la economía social, cuando el cristianismo predica la pobreza y la abstinencia?

Pero se me dirá que además de esa influencia inmediata y permanente de la inspiración, y además de esa influencia por medio de deducciones y raciocinios, hay otra influencia que es la que constituye el progreso legítimo, bueno e infalible. El cristianismo, se me dirá, se ha apoderado de la voluntad, ha compenetrado los entendimientos y se ha infiltrado en todas las ideas, fecundándolas y poniendo en ellas un germen, que debe desenvolverse y crecer, florecer y fructificar de un modo alto y soberanamente benéfico en las instituciones,   —90→   en la vida, en las costumbres, en las5 ciencias y en el arte.

Y esta idea cristiana, que lo vivifica y fecunda todo, no sólo se desenvuelve entre los pueblos católicos, sino que se ha unido tan estrecha e íntimamente a la humanidad, y la ha transformado por tal arte, que aunque la humanidad reniegue de Cristo, no por eso se marchitará y agostará aquel germen en sus entrañas; el cual, ya que no dé frutos dignos del cielo, podrá, independientemente de la gracia, y por virtud propia y especialísima de la misma idea, producir bienes, limitados sí, pero inconcebibles e inexplicables sin presuponer el cristianismo.

De esta suerte sí debe creerse que el cristianismo ha sido causa de progreso: mas antes de afirmarlo decidida y terminantemente, y antes de decir cómo es este progreso, y por qué orden y forma se ha ido realizando en la tierra, conviene hacer del asunto un detenido y concienzudo estudio en un artículo aparte. Su grandeza así lo requiere.




- III -

Dijimos en el artículo anterior que el tercer modo de influencia del cristianismo en la sociedad, debía o podía tenerse por progresivo: mas no podemos concederlo sin previo examen, porque las opiniones más extrañas y los errores más peligrosos han nacido de esta creencia. Cada uno entiende el progreso a su manera, y por consiguiente cada uno ha entendido a su   —91→   manera el cristianismo, resultando de aquí tantos falsos o incompletos cristianismos en la conciencia humana, cuantas opiniones políticas, científicas o artísticas pueden caber en ella.

Los novísimos apologistas del cristianismo, con la mejor intención sin duda alguna, han dado a este punto más importancia de la que relativamente se merece; porque, viendo que se habían enfriado la caridad y la fe en los corazones, han querido traer de nuevo a los hombres a la religión, no por la excelencia esencial de ella, ni por amor puro y desinteresado hacia Dios, ni siquiera por deseo de su gloria, y por temor del infierno, sino predicándoles que el cristianismo es causa de progreso, a fin de que le amen por amor del progreso. Estos han dicho que el cristianismo es liberal para que los liberales sean cristianos: aquellos que es absolutista para que los absolutistas lo sean; y esotros, que la Virgen, la Magdalena, los santos y los ángeles son más a propósito que los dioses del paganismo para poemas y cuadros, y que los templos góticos son más sublimes, cuando no más hermosos, que los templos griegos, a fin de que también se conviertan los aficionados a la poesía y a las bellas artes. Pero ninguno de ellos consideró sobre cuán frágiles cimientos levantaba el edificio de sus conversiones. El así convertido no es verdadero cristiano: no es cristiano sino en el nombre, y hasta en el nombre dejará de serlo el día en que se le antoje que el cristianismo no es liberal, si él lo es, o que el cristianismo es liberal, si él es absolutista: el día en que imagine que las6   —92→   tragedias de Sófocles valen más que los dramas de Calderón; el día en que piense que el Partenón era más hermoso que la catedral de Burgos; el día en que crea que el Padre Santo y las comunidades religiosas son retrógrados7, y él sea progresista; o el día en que, siendo él moderado, se dé a cavilar y suponer que la igualdad, la fraternidad y la libertad, que predicó Nuestro Señor Jesucristo, son idénticas a las que se predican ahora.

Nacerá también otro mal gravísimo de atribuirlo todo al cristianismo de esta manera inconsiderada e indistinta; porque todos sostendremos nuestras opiniones económicas, administrativas, políticas o artísticas, como si fuesen otros tantos artículos de fe, y nos excomulgaremos, si no nos convenimos, lo cual será lo más probable. Cada cual tomará la religión santísima por arma de partido, y la profanaremos, si es que ya no la estamos profanando.

Cuentan de cierto ciudadano francés que se presentó en la barra de la Convención seguido de unos carros cargados de cálices y de otros sagrados objetos de oro y plata robados a los templos, y que, después de llamar la atención de los diputados hacia los objetos susodichos, exclamó con irreverente y blasfema prosopopeya8. «Sus, santos y santas, y bienaventurados de la corte celestial; id a la casa de la moneda, y dadnos en esta vida la felicidad que nos prometisteis y en la otra». Un católico sincero y desinteresado ¿no podría decir que el hombre político que se vale de la doctrina de Cristo para autorizar y hacer triunfar sus ideas y su partido, se parece en extremo a este ciudadano?

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Yo no sigo activamente ningún partido, no soy hombre político, como ahora se dice; mas si lo fuera, procuraría la realización de mis doctrinas, y el triunfo y ascensión al poder de mi partido, no valiéndome para ello de la religión, sino sólo con la razón y el discurso que Dios naturalmente me hubiese dado; y no me atrevería a interpretar en mi favor, tal vez torcidamente, la doctrina de la Iglesia. Y aunque soy hombre de poca fe, y de menos virtud, pervertido y viciado, como otros muchos, por los malos libros de filosofía que ahora corren de mano en mano, deseo y espero que la fe vuelva a mi alma: mas no quiero que se funde en que la catedral de Burgos es más linda que el Partenón, ni en que el cristianismo es progresista, y en que, siéndolo yo, debo ser cristiano, para seguir en armonía con el progreso: sino quiero que se funde en el amor mismo de Dios, y en el deseo de unirme a él, y en mi firme persuasión9 de que su providencia y su omnipotencia y su bondad son infinitas, y de que este mundo es finito, defectuoso y perecedero. «Volví los ojos, dice San Agustín, a las otras cosas que están debajo de ti, Señor, Dios mío, y hallé que ni del todo son, ni del todo dejan de ser. Algo son por el ser que tú les diste, y no son, porque no son lo que tú eres».

De este menosprecio del mundo, tan distante de lo que en el día se entiende por progreso, están llenas las Escrituras Sagradas, y los libros de los Santos Padres: «Aquí no tenemos ciudad permanente, dice San Pablo; buscamos la que está por venir». Y en otro lugar, explicándose de un modo más claro, exclama:

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«Porque muchos andan, de quienes otras veces os decía (y ahora también lo digo llorando), que son enemigos de la cruz de Cristo, y su fin es la perdición, y su Dios el vientre, y su gloria para confusión de ellos que aman lo terreno. Mas nuestra morada está en el cielo, de donde también esperamos al Salvador Nuestro Señor Jesucristo, el cual reformará nuestro cuerpo abatido para hacerle conforme a su cuerpo glorioso, según la operación con que puede sujetar a sí las cosas todas».

Yo no negaré, sin embargo, que, si prescindimos, aunque es mucho prescindir, de las diferentes calidades de la doctrina cristiana y de la moderna doctrina del progreso, espiritualista la una, y materialista la otra, ésta contando con una perfección y una felicidad ultramundanas, y aquella fingiéndose esa perfección y esa felicidad en esta vida, no concuerden y se armonicen ambas en la esperanza de una gran felicidad y de una gran perfección. Tertuliano, San Agustín y todos los Padres de la Iglesia han prometido esa felicidad y esa perfección a los justos: y San Gregorio de Niza ha llevado a tal extremo la magnitud de la promesa, y ha dilatado por tal arte, inflamado del amor divino, la infinita esperanza que agita las entrañas de la humanidad desde que se proclamó la Buena-Nueva, que muchos interpretan sus palabras en un sentido heterodoxo10 o muy atrevidamente cuando menos. San Gregorio, dicen, no considera el mal sino como una negación, como el no-ser, y espera que el mal tendrá fin con el fin de los tiempos. Ven también en la doctrina   —95→   del Santo Padre un idealismo algo parecido al de Schelling, y suponen que Dios y el alma humana existen para él, y que lo demás no existe verdaderamente. Todos los fenómenos, las propiedades todas, toda la hermosura de la creación, vendrán a parar al alma humana rica y completa con sus ideas, y guardándolo todo en sí. Entonces se acabará el mundo; entonces se enrollará el cielo como un libro, porque la sustancia material, la sustancia que no es inteligente ni inteligible, desprovista de los atributos, que no son, sino en cuanto por nosotros son percibidos, no puede menos de volver a la nada. Tal será el último término de la educación de la humanidad, y tal el fin del mundo. Entonces, dicen los que así interpretan al Santo Padre, fenecerá también toda malicia, y hasta los demonios se convertirán a Dios de nuevo.

Tomada esta doctrina en un sentido general y vago, es por excelencia la doctrina del progreso; progreso completísimo11 que termina en la aniquilación del mal, y en la concentración de todo lo creado en el alma humana, y del alma humana en Dios Señor Nuestro. Pero considerados los medios para llegar a este término, y aun distinguiendo bien el término mismo, se ha de confesar que no hay en el progreso cristiano nada de común con el progreso que se proclama ahora. La nueva ciudad que buscan los progresistas está en la tierra, y la industria humana ha de levantar sus muros y sus alcázares. La nueva ciudad que busca San Pablo, es sobrenatural y sobresensible, y los ángeles, no los hombres, han de levantar sus alcázares y sus   —96→   muros. El juicio del hombre es el que ha de llevarnos al término del progreso moderno. El del progreso cristiano se cumplirá el día del Juicio Final, y Dios será quien juzgue. Lo más conveniente para el cumplimiento del progreso moderno es que el hombre viva en el mundo, y trabaje material o intelectualmente en bien de la sociedad y del mundo en que vive. Lo más conveniente para el cumplimiento del progreso cristiano es la vida solitaria, contemplativa y penitente. «¿Por qué vives en el mundo, le dice San Gerónimo a Heliodoro; por qué vives en el mundo, hermano mío, cuando eres mayor que el mundo entero? Mortifica tu carne, haz penitencia, abrázate con la pobreza, huye de los deleites, y cuando suene la trompeta y llegue el día del juicio, tú, que eres rústico e ignorante, te regocijarás, y te reirás de todos los sabios de la Tierra, a quienes no valdrán los argumentos de Aristóteles: el necio de Platón y sus discípulos te inspirarán lástima». También dice el mismo santo a Rústico, monje: «Nadie más dichoso que el cristiano a quien se le promete el reino de los cielos; nadie más trabajado, pues su vida peligra de continuo; nadie más fuerte, pues vence al diablo; nadie más imbécil, pues que se separa de la carne».

Estos sentimientos de San Gerónimo, que son asimismo los de todo cristiano en cuanto considera su doctrina como doctrina religiosa, en nada se oponen al progreso, aunque así lo pretendan los impíos. El fin que se propone el cristianismo con estos medios, es la perfección cristiana y la felicidad del cielo. El fin que   —97→   se propone el hombre de mundo, el cual, aunque no sea perfecto como el hombre espiritual, puede con todo12 salvarse por la gracia y la misericordia de Dios, es, ya que no la felicidad eterna, la mayor suma de bienes posibles en esta vida. No es extraño, por lo tanto, que sean los medios diferentes cuando lo son los fines. Así es que de la doctrina religiosa del cristianismo nacen inmediatamente tres sentimientos, opuestos en apariencia a los que favorecen la civilización, tal como se entiende ahora. Son estos sentimientos: 1.º El deseo del martirio que excluye la resistencia activa contra la tiranía: 2.º El anhelo de mortificar la carne, de vivir en la pobreza, y de tener en poco o en nada los bienes de este mundo, lo cual es contrario al bienestar material; y 3.º La propensión a los milagros que se opondría al estudio de las ciencias, si no fuese por la consideración que ya hemos apuntado, a saber: que el milagro, como todo medio cristiano, se dirige principalmente a un13 fin sobrenatural, y la ciencia a un fin naturalísimo. No es esto negar que las oraciones, las penitencias y las súplicas de personas espirituales y devotas impetren a veces la intercesión de los santos y el auxilio del cielo aun para producir milagrosamente bienes materiales como son dar salud a los enfermos, librar un país de la pestilencia, y conceder a la patria gran prosperidad, tanto en las artes de la paz, como en las de la guerra. Sin duda que en este sentido las naciones cristianas llevan ventajas grandísimas a las que no lo son, ya que, a más de la universal providencia con que Dios mira y atiende a todas   —98→   sus criaturas, pueden contar con una providencia especialísima y milagrosa. Por último, debe creerse también que, si el progreso de ahora es bueno, le apetecerán las personas espirituales, y apeteciéndole, pedirán a Dios que se cumpla, por donde acaso concurran eficazmente a su cumplimiento.

Concurre también al progreso de un modo natural (pero tan indeterminado, que todos los partidos extremos o ningún partido social o político puede sostener en esto sus doctrinas), la infinita esperanza que conmueve las entrañas de la humanidad desde que se anunció la Buena-Nueva. Esta esperanza, separada de su objeto condigno, y encaminada por una perversión, o dígase mejor divergencia de sentimiento, hacia un fin mundanal, nos da ánimo y confianza, y es estímulo poderoso para realizar cualquiera progreso. Lo es asimismo el sentimiento cristiano de la importancia y dignidad del hombre, no porque éste sea príncipe, héroe o sabio, sino porque es hombre tan sólo. Mas este sentimiento está templado y casi neutralizado por la humildad cristiana y por la mansedumbre evangélica. Por eso si se olvidan estas virtudes, degenera el sentimiento de la propia importancia en el más monstruoso egoísmo. Del magna enim quoedam res est homo, factus ad imaginem et similitudinem Dei, que dijo San Agustín, venimos a caer en el Homo sibi Deus de los hegelianos novísimos. El progreso por donde hemos venido a caer en esta consecuencia, partiendo de la anterior premisa, se nota claramente en la historia. ¿Pero cómo atribuirle al cristianismo, cuando dimana   —99→   del olvido de muchos de sus principios y de la incompleta inteligencia y exagerada aplicación de uno sólo? ¿Cómo he de tener yo por consecuencia legítima del cristianismo, el orgullo caballeresco que exclamaba: mis fueros, mis bríos; mis pragmáticas14, mi voluntad; ni las exigencias de la democracia que desconoce toda autoridad y rompe todo freno? Y sin embargo, hay quien atribuya todo esto al cristianismo. El médico de su honra, que se convierte en asesino para vengar su honor; Roque Queralt, que se bate bandolero por el mismo motivo, y Danton, que ordena las matanzas de septiembre15 para que triunfe la democracia, son tipos cristianos, según los que así discurren. La diferencia está en que, si es aristócrata el pensador neo-católico, defenderá al Médico de su honra y al valiente Roque, y condenará a Danton; y si es demócrata, viceversa. Ambos convendrán, sin embargo, en que son consecuencias del cristianismo el descontento y el hastío de tantos que de nada se hallan satisfechos, porque imaginan que se lo merecen todo, y que, faltos de fe para huir a los desiertos, se quedan en el mundo, insultándole de continuo y aburriendo a todos los vivientes con sus quejas y lamentaciones en verso y prosa. En suma, el personalismo monstruoso, plaga de nuestro siglo y singularmente de nuestra nación, se considera, por los que así discurren, como una consecuencia de la religión cristiana. Mas aunque no soy yo de los que menos se quejan, ni de los que menos descontentos están, ni de los que menos aprecio hacen de su persona, no por eso   —100→   me tengo por más santo ni por más cristianizado.

Hay en el cristianismo una ley moral, que es la ley del amor, y de esta ley dimanan infinitos bienes cuando se realiza en las instituciones. San Juan de Dios, San Vicente de Paul, las hermanas de la caridad y los misioneros, entre los cuales se han de tener a los jesuitas por los más eminentes y gloriosos, no eran sin embargo progresistas. Pero nosotros no hablamos aquí de este punto, que ya hemos tocado en artículos anteriores. Nosotros hablamos del tercer modo de influencia del cristianismo, esto es, de la influencia que podemos llamar instintiva o de mero sentimiento. Y así como hemos visto que el sentimiento religioso, y el de la propia dignidad e importancia, se pueden pervertir y se pervierten, vamos a ver ahora como esta ley de amor, fecunda en resultados benéficos y maravillosos cuando va unida a la fe, se pervierte y falsea considerada como instinto.

Del amor espiritual consagrado a la mujer han hecho grandes encomios los modernos apologistas, sin notar que el consagrarle a la mujer es una depravación y una idolatría. La única excusa que tiene este elegante fetichismo es el dar por supuesto que se adora a la mujer como a un símbolo o a una imagen. En Laura adoró Petrarca a lo bello ideal, y Dante en Beatriz a la ciencia divina: lo cual no impidió que ambos tuviesen otros mil amores al uso gentílico y profano. Sólo Petrarca tuvo siete u ocho hijos naturales, mientras andaba suspirando por Laura. Después hemos imaginado desterrar completamente de nuestra sociedad a la   —101→   Venus antigua, saludable aunque de mala conducta; pero ha venido a reemplazarla otra Venus tísica y enteca, que no por eso tiene mejores costumbres, ni más recato y compostura. De Aspasia hemos pasado a la Dama de las camelias. La escena se ha convertido en un hospital; la poesía lírica en los ayes de un cacoquimio calenturiento. ¿Cómo, pues, creen algunos que el cristianismo ha podido intervenir en tan abominable cambio?

Nace también instintivamente del sentimiento cristiano, según estos extraños apologistas a que me refiero, un cierto linaje de lealtad anti-racional y desmedida, que si viene del cristianismo es por perversión, y no de otra manera. Sancho Ortiz mata por esta lealtad al hermano de su querida, y el conde Alarcos asesina a su noble y enamorada esposa. Tales son las hazañas que nos presentan como primores del arte cristiano.

Grandes, consoladoras, dulcísimas son las palabras que Nuestro Señor Jesucristo, al ir a espirar en la cruz, dijo al ladrón arrepentido que estaba a su lado: En verdad te digo que pronto estarás conmigo en el cielo. ¿Pero cómo he de creer yo consecuencia progresiva de estas palabras, que se confíe cada cual en la misericordia de Dios, y que no atienda a la moral, confiando en ella? ¿Cómo he de aprobar, y llamar legítimo arte cristiano a los desafueros, infamias, insolencias y atrevimientos de los héroes facinerosos de La Devoción de la Cruz y de El Condenado por desconfiado? Los poetas que hicieron tales obras fueron eminentísimos:   —102→   pero la tendencia es inmoral por todo extremo.

A todas estas cavilaciones peligrosas ha dado origen la singular manía de hacer del cristianismo algo parecido a la idea hegeliana, idea que se va desenvolviendo fatalmente en el seno de la humanidad y produciendo el progreso; idea que destruye la crítica histórica. En virtud de esta idea, no se atiende para reprobar o aplaudir las acciones a la belleza moral de ellas, sino al fin social o político a que van encaminadas; fin bueno o malo, según la opinión política o social del que critica. En virtud de esta idea, y como deducción de la creencia en esta unidad misteriosa del conjunto universal que se desarrolla eternamente, la humanidad tiene que ser en cierto modo impecable e infalible. Religiones falsas o verdaderas, leyes y costumbres y artes, todas estas cosas, si son reales, son buenas y legítimas, son otros tantos momentos del desarrollo de la idea. Si no desenvuelven la idea, no son reales sino vanas apariencias. Nada es real sino lo que realiza la idea o está en ella latente antes de que se realice.

De la amalgama o combinación de la doctrina de Hegel con el cristianismo dimana el flamante progresismo cristiano. Veamos cómo éste discurre, poniendo algunos otros ejemplos. Para que del desenvolvimiento de la idea cristiano-hegeliana dimane también una arquitectura, ha imaginado no sé qué afinidad misteriosa entre el cristianismo y el estilo gótico. El que la escultura moderna no sea tan bella como la antigua, lo ha explicado igualmente de un modo satisfactorio,   —103→   poniendo a salvo la susodicha doctrina del desenvolvimiento. Y en cuanto a la pintura, aún le ha sido más fácil la explicación. En primer lugar, no ha hecho caso de la pintura cristiana, bizantina o rusa, que es detestable, ni de la pintura de la Edad Media, que era bárbara, y sólo ha llamado pintura cristiana a la que empezó a florecer en la época del Renacimiento con el estudio de lo antiguo; y en segundo lugar, como ni de Apeles, ni de Polignoto, ni de Timágoras, ni de tantos otros valientes artistas griegos se conoce obra alguna, hemos supuesto gratuitamente que son mejores las de los modernos. Así queda demostrado que Nuestro Señor Jesucristo vino también al mundo a enseñarnos a pintar, aunque16 su enseñanza pictórica haya permanecido latente y en estado de incubación por espacio de catorce o quince siglos.

¿Habrá permanecido también latente y en estado de incubación lo que se llama ahora cristianismo social, hasta que por los años de 1789 salió gloriosamente del seno de la Revolución Francesa? ¿Habrá el cristianismo moral y religioso desenvuelto y preparado a las sociedades para que éstas saquen al fin a la luz del mundo ese otro cristianismo nuevo que ahora se proclama? Todavía tenemos que decir esta vez, aunque apuremos la paciencia de nuestros lectores, que es fuerza tocar esta cuestión en un artículo aparte.




- IV -

De cuanto va dicho en estos artículos, a los cuales   —104→   ha dado motivo el elegantísimo y elocuentísimo del Sr. Castelar, publicado en La Discusión del 24 del último diciembre, no puede ni debe deducirse que el cristianismo no haya renovado el mundo, que no haya transformado y mejorado la sociedad, que no haya hecho del matrimonio un sacramento, que no haya declarado hermanos a todos los hombres, y que no haya consagrado como virtudes la fe, la caridad y la esperanza. Ni yo niego ni ignoro todo esto, porque ni niego ni ignoro el catecismo. Lo que ignoro o niego es que el cristianismo, en el sentido estricto y determinado de la palabra, sea una doctrina política y social. Si esto concediera yo, y si esto entendiera, me haría inmediatamente defensor de la teocracia. De otro modo procedería con poca lógica. Pero justamente porque el cristianismo es doctrina moral y religiosa, y no lo es social y política, se ha establecido la división de los poderes espiritual y temporal que el Sr. Castelar menciona en su artículo, aunque para el Sr. Castelar es prueba contraproducente. Bueno será advertir, sin embargo, que aún están confundidos ambos poderes, espiritual y temporal, en no pocos Estados cristianos; y que donde el poder espiritual gobierna temporalmente, están los pueblos muy mal gobernados; y que donde el poder temporal se atribuye el gobierno de la Iglesia, la Iglesia está muy poco floreciente en ciencia y en virtudes. Así acontece en el Imperio Ruso, donde preside al santo sínodo permanente un general de caballería.

Nueva demostración de lo que dejamos expuesto   —105→   es que, si bien se dice que hay política cristiana, y hasta se puede decir que hay asimismo economía social cristiana, esto se entiende sólo porque los autores, que de tales ciencias escribieron, eran cristianos y procuraron no apartarse de la verdad católica y de la moral de Nuestro Señor Jesucristo, y no porque dichas ciencias dimanasen legítima e inmediatamente de aquella moral y de aquel dogma. Por lo cual puede darse una política o una economía que, siendo cristiana, sea falsa; y, por el contrario, una política o una economía que sea verdadera, al menos en los pormenores de aplicación, aunque no sea cristiana, por no serlo el sabio que la escribió y dispuso. Donoso-Cortés, De Maistre y Bonald son cristianos, aunque absolutistas: cristianos, aunque liberales, son o han sido Gioberti, Rosmini y el P. Ventura; y cristianos, aunque socialistas, fueron Campanella y Tomás Moro, en La Ciudad del Sol y La Utopía. No por eso el cristianismo santifica y sostiene todas estas opuestas doctrinas y formas políticas y sociales. El cristianismo está por cima de ellas, y todas caben holgadamente dentro del cristianismo, siempre que guarden y cumplan los preceptos morales y religiosos. No tiene fuerza, por consiguiente, el argumento del señor Castelar de que el cristianismo no puede ser de peor condición que todas las religiones antiguas, las cuales han engendrado su forma política y social. Precisamente por ser las religiones antiguas de peor condición, engendraban en apariencia esa forma. Mas no era la forma la que se ajustaba, y entraba, y se inscribía   —106→   en aquellas religiones falsas y de mera invención humana, sino las religiones las que se amoldaban y vaciaban en la forma social y política. No eran Mitras, ni Júpiter Capitolino los que hacían al hombre a su imagen y semejanza, sino el hombre el que hacía a su imagen y semejanza a los dioses. No era este antropomorfismo exterior solamente, sino íntimo y profundo. No era el Dios de las religiones falsas el que se ponía por modelo a la humanidad, sino la humanidad la que se objetivaba y transfiguraba, y se ponía por modelo de sí propia, con todos sus vicios, aspiraciones y virtudes idealizados. De esto nacía que al adelantar, o al transformarse, o al perecer una civilización, o la religión perecía, o adelantaba y se trasformaba con ella; mas el cristianismo permanece inmudable, aunque se transforme la civilización, y la sociedad progrese o muera.

A más de lo mudable y progresivo, había también en las religiones antiguas, y esto no puede negarse, ciertos principios permanentes y eternos, tal vez hallados con la sola luz de la razón natural, o más bien restos de la revelación primitiva. Pero estos principios eran idénticos donde quiera que existían, y en manera alguna condenaban ni favorecían la forma política y social de cada pueblo; antes bien, eran lazo de unión y fundamento de la moral entre todos. Por eso dijo Cicerón que quitada la piedad para con los dioses, se quita la fidelidad y la conjunción del género humano, y la excelentísima virtud de la justicia. Platón, Jenofonte, Isócrates y otra multitud de autores gentiles   —107→   han dicho lo propio, conviniendo la mayor parte de ellos en la unidad de Dios, y sintiendo tan alta y dignamente de la Providencia divina, que se puede decir con Minucio Félix, que en este punto, aut christianos nunc esse philosophos, aut philosophos fuisse jam tunc christianos. «Dios es uno, dice Pitágoras: y no existe, como algunos creen, fuera del mundo, sino dentro del mundo todo, en todo el círculo, observando todas las generaciones. Dios es el motor de todos los siglos, el autor de sus prodigios y de sus obras, el principio de todas las cosas, la luz del cielo, el padre, la mente, el alma del universo, el movimiento de todas las esferas».

Estas y otras semejantes doctrinas eran, aunque religiosas, propias de los filósofos. La religión, por el contrario, era política. Cada tribu o casta tuvo en el principio su Dios. Se reunieron las tribus para formar la ciudad, y se reunieron los dioses de las tribus. Se reunieron muchas ciudades para formar un grande imperio, y en el panteón imperial se reunieron asimismo los dioses de todas las ciudades. El Dios desconocido estaba por cima de todos estos dioses políticos. Era el Dios humano, entonces solamente adorado de los sabios.

Las religiones antiguas eran profundamente políticas; eran la esencia del ser de cada pueblo. Lo último que abandonaba a un pueblo eran sus dioses. El pueblo conquistador adoptaba los dioses del conquistado. La religión sostenía de esta suerte las repúblicas; pero impedía el progreso de la humanidad, haciéndose   —108→   política, e informándose, por decirlo así, en la constitución íntima del Estado. Para dilatar, para adelantar, para mejorar esta constitución, era menester, por consiguiente, ponerse en lucha abierta con los dioses. Era menester cambiar los dioses antes de cambiarla. Por esta oposición divina era más lento el progreso en las sociedades17 antiguas. Por esta oposición divina el progreso se realizaba en las esferas de la especulación, y no en lo práctico de la vida y de las instituciones, que la religión había invadido y petrificado. Pero vino el cristianismo, que no es doctrina política ni social, y fue por lo mismo, y es, y será, si no causa, ocasión de progreso. En todo aquello que como doctrina moral y religiosa consagró y reveló el cristianismo no cabe ya progreso alguno; pero en lo que no consagró ni reveló, se ejerce y seguirá ejerciéndose la ingenuidad humana, sin temor de luchar con Dios, que no se opone, como los dioses, a su progreso, aunque también sin invocar su nombre para autorizar un progreso, que acaso no lo sea.

De aquí puede deducir fácilmente el Sr. Castelar que convenimos con él en que Symmaco, como patriota, tenía razón en volver a levantar los altares de las divinidades falsas. La sociedad antigua, que él quería conservar, estaba fundada sobre aquellos altares. Pero también habrá de convenir el Sr. Castelar en que soy yo más liberal y más progresista que los liberales y progresistas neocatólicos: porque no colocando yo ni fundando la sociedad moderna sobre los altares de nuestra religión verdadera, les dejo libre   —109→   el campo para que la cambien, trastruequen o renueven, sin ponerlos en oposición con Dios, a no ser que falten a la moral cristiana, o desconozcan la verdad católica, lo cual no es de temer del Sr. Castelar, que es tan piadoso y honrado. Pero de decir yo: cambiad la sociedad, que si es conveniente el cambio, yo le aprobaré y aplaudiré; a decir: cambiadla, porque el cristianismo quiere estos cambios, los manda, y no se realiza de otro modo, hay una notabilísima y gravísima diferencia, que es la que espero haber hecho notar a mis lectores.

Antes de pasar adelante, debo advertir aquí que Symmaco tuvo también otro motivo o pretexto para restablecer el culto de sus falsos dioses, y era que, creyéndolos, o fingiendo que los creía verdaderos, reconocía su particular providencia. Di multa neglecti, dice, dederunt Hesperiae mala luctuosa. En lo cual el Sr. Castelar y yo, como buenos cristianos, y tratándose de nuestra santa religión, hemos de estar más que de acuerdo con aquel ilustre patricio, sin que altere en lo más mínimo el estado de nuestra cuestión la creencia que ambos tenemos de que conviene dar culto a la divinidad para hacérnosla propicia.

Hay otro punto y otro texto que cita también el Sr. Castelar en contra mía; pero que bien examinados no se oponen en manera alguna a cuanto lleva expuesto; antes lo afirman. «El dogma, dice el Sr. Castelar, en cuanto divino, es eterno, en cuanto eterno absoluto: en cuanto absoluto, no admite progreso. Tal es el sentir de la Iglesia. Pero el dogma, al sujetarse a las   —110→   condiciones históricas de todas las ideas, al ser mejor comprendido en un siglo que en otro, se puede asegurar que en cierto sentido, sin embargo, progresa. No soy yo quien dice esto; lo dice Bossuet, a quien el mundo ha llamado el último Padre de la Iglesia. Por ser constante y eterna la verdad católica, dice, no deja de tener también su progreso, que es conocida en un lugar más que en otro; en un tiempo más que en otro; más clara, más distinta, más universalmente». Pero el Sr. Castelar no notó que el dogma, hablando severa y lógicamente, no puede ni debe someterse a las condiciones históricas de todas las ideas. Llamemos si se quiere idea al dogma; pero llamémosle idea excepcional. La razón es la primera que decide y debe decidir soberanamente de todas las ideas. Para decidir acerca del dogma está siempre la autoridad muy por cima de la razón. In reliquis disciplinis omnibus primum locum ratio teneat, postremum auctoritas; theologia tamen una est, in qua non tam rationis in disputando, quam auctoritatis momenta quaerenda sunt, como dice Melchor Cano.

Esto no obsta con todo para que en la teología, por lo que esta ciencia tiene de humano, que es el discurso de que nos valemos para aprenderla, haya o pueda haber progreso; mas también hay decadencia, y más que decadencia extravío, siempre que la razón, alzándose del humilde lugar que le corresponde, desconoce las siete autoridades que están por cima de ella. No ha de concederse, por lo tanto, que la teología pueda equipararse a las demás disciplinas, ni que   —111→   progrese a la manera que pueden progresar las demás. Creemos también que las palabras de Bossuet deben entenderse en este sentido, o bien debe entenderse, que si la verdad católica es una y eterna, Dios puede dar su gracia y su luz sobrenatural a éste o aquel individuo, a ésta o a estotra nación, ahora o antes o después, para que más clara, más distinta, más universalmente, conozcan lo que tuvo a bien revelarnos. Lo cual sería absurdo que lo sujetasen los modernos filósofos a una ley progresiva.

También se diferencia la ciencia teológica de las otras en que es más trascendental y espantoso el extraviarse en ella, que el extraviarse en cualquier otra ciencia o disciplina. Nada peor que la corrupción de lo excelente. Nada más terrible que la herejía y los herejes. De ellos dice el apóstol San Juan: Anti christi facti sunt, ex nobis exierunt, sed non erant ex nobis; nam si fuissent ex nobis, mansissent utique nobiscum. Los herejes no son, por lo tanto, cristianos, y antes bien deben llamarse anticristianos. Y así, no es temerario asegurar que los herejes han retardado o extraviado en todos los siglos la marcha de la civilización. Los herejes concurrieron tanto o más que los bárbaros a la caída de la civilización antigua y del imperio ya cristianizado. Los herejes, tanto o más que los bárbaros, hicieron horrible y espantosa aquella época. Los herejes llamaron en su auxilio a los bárbaros, y como los donatistas en África, y los arrianos en muchas partes de Europa, les entregaron y vendieron las más civilizadas y florecientes regiones. Por   —112→   lo demás, ¿que bárbaros más feroces podía haber que los que tenían por doctrina el asesinar gritando: alabado sea Dios: qué bárbaros más bestiales que los que se mutilaban, o forzaban a los demás hombres a que los matasen: qué bárbaros más estúpidos que los que nada comían sin remordimiento; ni qué bárbaros más obscenos que los que se reunían en conciliábulos secretos para entregarse a los más asquerosos deleites, y vencer la carne por tan extraña manera?

Es necesario, pues, una autoridad permanente e infalible para evitar o condenar tales errores, y esta autoridad es la santa Iglesia católica, apostólica, romana.

La libertad civil y política, y la más adelantada civilización, no bastan a contrarrestar18 estas doctrinas que llevan a los hombres a la demencia; ni la escasez de luces, y el yugo poderoso y enérgico de la autoridad temporal, bastan a extinguirlas.

En uno de los pueblos más libres e inteligentes del mundo, y en el pueblo más atrasado y sumiso de Europa, se dan igualmente, y se renuevan y retoñan las absurdas herejías de que acabamos de hablar al presente. Nadie ignora los delirios e inmoralidad de los mormones y de los perfeccionistas en los Estados Unidos; y cuantos han estado en Rusia algún tiempo saben lo trabajado que está aquel imperio por las sectas más monstruosas. Allí los flagelantes, que después de azotarse, caen rendidos y se revuelven promiscuamente,   —113→   cometiendo lo que llaman el pecado de la caída. Allí los que adoran a un hermoso joven desnudo a quien llaman verbo divino. Allí los que imitan a Orígenes, y forman congregación de millares de hombres como los antiguos valesianos. Allí los que renuncian al noble don de la palabra, y no hay quien logre hacerlos hablar, ni aun en medio de los más rudos tormentos. Allí, en fin, otras muchas sectas no menos feroces, ridículas o groseras. Si todo esto concurre a la civilización y al progreso, menester es una inteligencia muy sutil e ingeniosa para explicar cómo concurre.

La que sí concurre verdadera y eficazmente es la santa Iglesia católica, apostólica, romana, dentro de la cual reducimos y limitamos lo que hasta ahora hemos llamado vagamente cristianismo; pero esta autoridad concurre al progreso, no dando reglas infalibles sobre lo político y social, sino atendiendo a que el dogma no se corrompa, y a que las costumbres no se relajen, y en lo demás dejando libre al ingenio humano para que descubra, averigüe, invente, mejore y perfeccione cuanto pueda y quiera.

Sobre estos puntos de la moral y de la fe debe velar y tiene jurisdicción la Iglesia. Contra ella no prevalecerán las puertas del infierno, y con ella estará el Espíritu Santo hasta la consumación de los siglos. Pero en cuanto al poder político que la Iglesia se atribuyó y tuvo en otro tiempo, y que aún en el día puede atribuirse, ni el Espíritu Santo la ilumina, ni es infalible la Iglesia. En la Edad Media los Papas,   —114→   los prelados y el clero eran los más sabios, no sólo en las cosas espirituales, sino en las temporales también, y por eso fue entonces legítimo y provechoso su poder político. En el día tal vez no lo sea, y tal vez por eso todos los liberales y progresistas aborrezcan la teocracia. Mas no porque hayamos despojado a la Iglesia de su poder temporal, hemos de despojarla asimismo del espiritual, y, manejándole a nuestro antojo, servirnos de él para nuestros fines temporales. Esta sería entre todas las herejías la más espantosa. Sería imaginar que nos llevábamos al Espíritu Santo a los clubs y a las redacciones de los periódicos. Y no porque mucha parte del clero trate de conservar aún antiguos privilegios y su influencia o poder político, sirviéndose malamente de la religión para conservarlos; ni porque muchos legos y seglares, aconsejados, más por el propio interés, que por la piedad, traten de apoyar en la religión el absolutismo y mil rancios abusos, podemos nosotros tener excusa o motivo, para apoyar en la religión, como por vía de represalias, nuestras opiniones democráticas, malas o buenas, y el progreso, tal como nos plazca entenderle. A mi ver es tan de lamentar el que haya neo-católicos teocráticos y absolutistas, como el que los haya demócratas, hegelianos y humanitarios.

Por estas consideraciones, y reconociendo yo en el señor Castelar un entendimiento elevado, buena fe, entusiasmo sincero, no común erudición, y, en suma, las buenas prendas todas que constituyen a un orador eminente; y temiendo al propio tiempo que caiga en   —115→   el deplorable error del neo-catolicismo democrático, he escrito estos artículos que, si algún mérito tienen, es la sinceridad y recta intención, y el afecto con que están escritos hacia la persona que ha sido ocasión de ellos. Yo no repugno que el Sr. Castelar sea demócrata, liberal, progresista y católico ferviente, todo a la vez: antes lo aplaudo y me complazco en ello. Lo que sí repugno es que haga o propenda a hacer una síntesis o combinación peligrosa de todas estas doctrinas, sosteniéndolas todas, o haciéndolas dimanar de la santa doctrina de Nuestro Señor Jesucristo. Lo que sí repugno es que el Sr. Castelar pueda ser tenido por discípulo de Lamennais, de Huet, de Bordas-Desmoulins, de Bouchez o de Mazzini. Estos son los más famosos apóstoles de lo que apellidan ahora cristianismo o catolicismo social y humanitario, y que yo nombro, y toda persona juiciosa nombrará conmigo, la más temerosa y disolvente de las herejías. Mazzini fue quien acabó de dar a esta doctrina una forma popular y completa. Tanto él, como Bouchez, habían ya borrado de las tres palabras de la bandera republicana, libertad, igualdad y fraternidad, la palabra libertad, sustituyéndola con la palabra devoción, que se avenía más con el espíritu cristiano y con las miras políticas de ambos. Por último, en 1850, cuando ya la revolución había sido vencida, escribió Mazzini un maravilloso discurso para confortar a sus correligionarios, y en él, con elocuencia y fuego dignos de mejor causa, expone las doctrinas del cristianismo humanitario. He aquí un párrafo de este discurso, y dígase en qué se   —116→   parece esto al verdadero cristianismo que hemos profesado hasta ahora.

«Hemos caído como partido político, volvámonos a levantar como partido religioso. El elemento religioso es universal e indestructible; está en todo, y en todas partes; generaliza y enlaza, y toda gran revolución lleva su sello. El elemento religioso brilla en el comienzo o en el fin de toda revolución, y bendice sus primeros movimientos, o santifica sus últimos resultados. De él nace la asociación; de él la síntesis que la formula; de él el mundo, que no puede regenerarse sino por la síntesis. Iniciadores de un nuevo mundo, sepamos comprender sus destinos. En ellos está escrita nuestra misión; misión grande y hermosa: grande como el mundo, hermosa como la verdad. Porque debemos construir la unidad moral; porque debemos fundar el catolicismo humanitario. Vamos a descubrirlos con la santa promesa de Cristo en la mano. Busquemos el Nuevo Evangelio, del cual, poco tiempo antes de morir, nos legó Cristo la inmortal esperanza, el Nuevo Evangelio, desarrollo del primero, que no es sino el germen primitivo, como el hombre es el germen de la humanidad. Saludemos con Lessing ese porvenir inmenso, cuya palanca partirá de su punto de apoyo, la patria, para conmover el mundo, que es su término; época gigante en la cual el eje del universo terrestre irá de Dios hasta la humanidad. Por el camino que cincuenta generaciones de mártires han sembrado con sus santos cadáveres, mártires nosotros, y prontos a morir como ellos,   —117→   marchemos hacia el pacto de los pueblos, que formularán los pueblos mismos cuando llegue la hora de Dios, cuando todos acudan a confirmar de común acuerdo su obra en lo pasado, su misión en el porvenir, la función que cada uno de ellos representa en la asociación general, un Dios para todos, una ley para todos. Trabajemos para sentar los cimientos de este pacto, manifestación sublime del espíritu religioso; trabajemos en apresurar el instante decisivo del levantamiento de los pueblos: entonces la revolución convocará la convención grande, verdadero concilio general, cuyo primer acto será un acto de fe. Seamos, pues, hombres de fe. Sea nuestra guerra una santa cruzada. Resplandezca Dios sobre nuestra bandera, como resplandece sobre nuestros destinos. Reanudemos nuestras síntesis parciales a la gran síntesis; que por cima de todas las ruinas del mundo antiguo se levante un terreno sagrado sobre el cual puedan los pueblos quemar el incienso de la reconciliación; y si alguno se atreve a preguntarnos: ¿De dónde venís? ¿En nombre de quién predicáis?, sepamos contestarle: Venimos en nombre de Dios y de la humanidad».

¿Quién19 más que yo, que soy entusiasta y algo poeta, podrá admirarse de este discurso como obra del arte? ¿Quién como yo, si hiciese abstracción del fin, que es diabólico, calificaría con más sinceridad esa elocuencia de divina? Pero ¿quién, por entusiasta que sea, podrá unimismar la doctrina de Mazzini con la del verdadero catolicismo? ¿Quién no ve en Mazzini   —118→   a un espantoso pseudo-profeta? ¿Quién no conoce su perversa intención de prestar a las pasiones políticas todo el encono, todo el fanatismo, toda la acritud irreconciliable (a pesar de la reconciliación que nos ofrece sobre las ruinas), y toda la fiereza maníaca de las pasiones religiosas? ¿Cómo, pues, no he de censurar yo, que tan alto aprecio hago del Sr. Castelar, que se incline un poco hacia las doctrinas de Mazzini? Sea el Sr. Castelar verdadero católico, y sea demócrata racional y no místico, y entonces le aplaudiré y le celebraré por católico y por demócrata al mismo tiempo. Da todos modos, y a pesar del atrevimiento con que me he adelantado a censurarle, bien sabe el Sr. Castelar que soy uno de sus muchos admiradores y mejores amigos.





 
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